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LA CIUDAD Y LA IMAGEN*

JAIME TORO

«Cuando la peste se establece en una ciudad, las formas regulares se derrumban. Nadie cuida los
caminos; no hay ejército ni policía, ni gobiernos municipales; las piras para quemar a los muertos se
encienden al azar, con cualquier medio disponible. Todas las familias quieren tener la suya. Luego
hay cada vez menos maderas, menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las
piras, y al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos obstruyen las
calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los bordes. El hedor sube en el aire como
una llama. El amontonamiento de los muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y
los pestíferos delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas... La hez de la
población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entra en las casas abiertas y echa
mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas... Los sobrevivientes se exasperan, el hijo
hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso
se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. El héroe guerrero incendia la
ciudad que salvó en otro tiempo arriesgando la vida. El elegante se adorna y va a pasearse por los
osarios. Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar
actos tan gratuitamente absurdos en gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada ¿Cómo
explicar esa oleada de fiebre erótica en los enfermos curados, que en lugar de huir se quedan en la
ciudad tratando de arrancar una voluptuosidad criminal a los moribundos o aun a los muertos
semiaplastados bajo la pila de cadáveres donde los metió la casualidad?».1

Así presenta Artaud su visión del flagelo de la peste en la ciudad de Marsella en 1720. García Márquez,
a continuación, relata la expansión del cólera en Cartagena de Indias a mediados del siglo XIX:

«Tanto como las impurezas del agua, al doctor Juvenal Urbino lo mantenía alarmado el estado
higiénico del mercado público, una vasta extensión en descampado frente a la bahía de Las Ánimas,
*Texto publicado en La imagen de la ciudad en las artes y en los medios, ed. Unibiblos, Facultad de
Artes, Universidad Nacional, Bogotá, 2000. La "imagen" en este escrito, no es propiamente un icono inmóvil. La
imagen se forma por la relación entre un conjunto de fuerzas (luminosidades) y discursos, en un momento específico; por
ello, la imagen concebida así, no puede ser pensada en términos semiológicos o estructurales (la imagen no es un ‘hecho’ de
discurso); el pensamiento que le corresponde a la imagen es dinámico, y por tanto histórico; la imagen es equiparable a lo
visible, por tanto, la pregunta sería: ¿qué es lo visible y lo invisible en una época determinada? o ¿qué incluye y qué excluye
un determinado campo histórico de visibilidad? La imagen se piensa entonces como un componente del 'saber' en una época
dada. Inmediatamente surge otro problema: ¿cuál es la relación entre lo visible y lo decible en una época determinada?
¿cómo lo decible determina y regimenta las imágenes para cada período histórico?
En el caso de la ciudad, ¿por qué se plantea el problema de la imagen? Por un lado, existe un "saber" sobre la ciudad, un
saber, o conjunto de saberes, que tratan de la ciudad: planeación urbana, diseño urbano, comunicación ciudadana, sociología
de lo urbano, psicología urbana, política financiera y fiscal, la relación entre el Estado y la ciudad, etc., a cada una de estas
disciplinas corresponde un tipo de imágenes del "ser ciudad", con su respectiva función, ya sea social, política o
administrativa. Por otro lado, existen series de imágenes que no son propiamente saberes ni disciplinas, sino más bien
circulación de empiricidades, campos discursivos y visibilidades dispersas que conforman y llenan la llamada vida cotidiana
de la ciudad: ¿podría pensarse esto en términos de 'técnicas de subjetivación, sus alcances y sus resonancias en la vida
urbana?
1 Artaud, Antonin. El teatro y la peste, en El Teatro y su doble, ed. Edhasa, Barcelona, 1978, ps. 24 y 25.
donde atracaban los veleros de las Antillas. Un viajero ilustre de la época lo describió como uno de
los más variados del mundo. Era rico, en efecto, profuso y bullicioso, pero quizás también el más
alarmante. Estaba asentado en su propio muladar, a merced de las veleidades del mar de leva, y era
allí donde los eructos de la bahía devolvían a tierra las inmundicias de los albañales. También se
arrojaban allí los desperdicios del matadero contiguo, cabezas destazadas, vísceras podridas, basuras
de animales que se quedaban flotando a sol y sereno en un pantano de sangre. Los gallinazos se los
disputaban con las ratas y los perros en una rebatiña perpetua, entre los venados y los capones
sabrosos de Sotavento colgados en los aleros de los barracones, y las legumbres primaverales de
Arjona expuestas sobre esteras en el suelo. El doctor Juvenal Urbino quería sanear el lugar, quería
que hicieran el matadero en otra parte, que construyeran un mercado cubierto con cúpulas de vitrales
como el que había conocido en las antiguas boquerías de Barcelona, donde las provisiones eran tan
rozagantes y limpias que daba lástima comérselas...

—Cómo será de noble esta ciudad —decía— que tenemos cuatrocientos años de estar tratando de
acabar con ella, y todavía no lo logramos.

Estaban a punto sin embargo. La epidemia de cólera morbo, cuyas primeras víctimas cayeron
fulminadas en los charcos del mercado, había causado en once semanas la más grande mortandad de
nuestra historia. Hasta entonces, algunos muertos insignes eran sepultados bajo las lozas de las
iglesias, en la vecindad esquiva de los arzobispos y los capitulares, y los otros menos ricos eran
enterrados en los patios de los conventos. Los pobres iban al cementerio colonial, en una colina de
vientos separada de la ciudad por un canal de aguas áridas... En las dos primeras semanas del cólera
el cementerio fue desbordado, y no quedó un sitio disponible en las iglesias, a pesar de que habían
pasado al osario común los restos carcomidos de numerosos próceres sin nombre. El aire de la
catedral se enrareció con los vapores de las criptas mal selladas... El claustro del convento de Santa
Clara quedó colmado hasta sus alamedas en la tercera semana, y fue necesario habilitar como
cementerio el huerto de la comunidad, que era dos veces más grande. Allí excavaron sepulturas
profundas para enterrar a tres niveles, de prisa y sin ataúdes, pero hubo que desistir de ellas porque el
suelo rebosado se volvió como una esponja que rezumaba bajo las pisadas una sanguaza nausabunda.
Entonces se dispuso continuar los enterramientos en La Mano de Dios, una hacienda de ganado de
engorde a menos de una legua de la ciudad, que más tarde fue consagrada como Cementerio
Universal.

«Desde que se proclamó el bando del cólera, en el alcázar de la guarnición local se disparó un
cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche, de acuerdo con la superstición cívica de que la
pólvora purificaba el ambiente. El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser
la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes... El doctor
Marco Aurelio Urbino... fue un héroe civil de aquellas jornadas infaustas, y también su víctima más
notable. Por determinación oficial concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su
propia iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en
los instantes más críticos de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya... ».2

A fines del siglo XVIII un reglamento que establece las medidas para controlar la peste en una ciudad
francesa:

2 García Márquez, Gabriel. El amor en los tiempos del cólera, ed. Oveja Negra, Bogotá, 1985, ps. 154-156.
2
«En primer lugar, una estricta división espacial, cierre, naturalmente, de la ciudad y del “terruño”,
prohibición de salir de la zona bajo pena de la vida, sacrificio de todos los animales errantes; división
de la ciudad en secciones distintas en las que se establece el poder de un intendente. Cada calle queda
bajo la autoridad de un síndico, que la vigila; si la abandonara, sería castigado con la muerte. El día
designado, se ordena a cada cual que se encierre en su casa, con la prohibición de salir de ella so
pena de la vida. El síndico cierra en persona, por el exterior, la puerta de cada casa, y se lleva la
llave, que entrega al intendente de sección; éste la conserva hasta el término de la cuarentena. Cada
familia habrá hecho sus provisiones; pero por lo que respecta al vino y al pan, se habrá dispuesto
entre la calle y el interior de las casas unos pequeños canales de madera, por los cuales se hace llegar
a cada cual su ración, sin que haya comunicación entre los proveedores y los habitantes; en cuanto a
la carne, el pescado y las hierbas, se utilizan poleas y cestas. Cuando es preciso en absoluto salir de
las casas, se hace por turno, y evitando todo encuentro. No circulan por las calles más que los
intendentes, los síndicos, los soldados de la guardia, y también entre las casas infectadas, de un
cadáver a otro, los “cuervos”, que es indiferente abandonar a la muerte. Son éstos, “gentes de poca
monta, que trasportan a los enfermos, entierran a los muertos, limpian y hacen muchos oficios viles y
abyectos”. Espacio recortado, inmóvil, petrificado. Cada cual está pegado a su puesto. Y si se mueve,
le va en ello la vida, contagio o castigo... La inspección funciona sin cesar. La mirada está por
doquier en movimiento...

Ha habido en torno de la peste toda una ficción literaria de la fiesta: las leyes suspendidas, los
interdictos levantados, el frenesí del tiempo que pasa, los cuerpos mezclándose sin respeto, los
individuos que se desenmascaran, que abandonan su identidad estatutaria y la figura bajo la cual se
los reconocía, dejando aparecer una verdad totalmente distinta. Pero ha habido también un sueño
político de la peste, que era exactamente lo inverso: no la fiesta colectiva, sino las particiones
estrictas; no las leyes transgredidas, sino la penetración del reglamento hasta los más finos detalles de
la existencia y por intermedio de una jerarquía completa que garantiza el funcionamiento capilar del
poder; no las máscaras que se ponen o se quitan, sino la asignación a cada cual de su “verdadero”
nombre, de su “verdadero” lugar, de su “verdadero” cuerpo y de la “verdadera” enfermedad. La
peste como forma a la vez real e imaginaria tiene por correlato médico y político la disciplina. Por
detrás de los dispositivos disciplinarios, se lee la obsesión de los “contagios”, de la peste, de las
revueltas, de los crímenes, de la vagancia, de las deserciones, de los individuos que aparecen y
desaparecen, viven y mueren en el desorden».3

Fiesta de la muerte colectiva en el puerto de Marsella, asoladora desgracia en el caribe y minucioso


reticulamiento del espacio ciudadano, tres versiones, tres miradas que comprometen en su enunciación
el espacio de la ciudad y el despliegue estratégico motivado por la enfermedad. Aparte de los registros
oficiales, conservados en los archivos burocráticos, múltiples testimonios, se ofrecen a la historia y a la
literatura en relación con los estragos de la peste: Herodoto, Moisés, la Ilíada, Petronio, Boccacio,
Daniel Defoe, Thomas Mann, etc., pero, especialmente por razones epistemológicas, es decir, estéticas,
nos ceñimos a las citas anteriores. Según estas versiones, históricas y literarias, el sobresalto y el terror
3 Foucault, Michel. Vigilar y Castigar, ed. Siglo XXI, México, 1978, ps. 199-201. El autor se basa en los
Archives militaires de Vincennes y agrega que se pueden encontrar varios reglamentos similares por la misma
época o en un período anterior. Este conjunto de documentos es importante porque hace parte central de la
proliferación de dispositivos que conforman el estrato histórico que Foucault ha llamado de la “disciplina” y que
afecta y funciona en el conjunto de la cultura. Una mirada macro definirá estos dispositivos en términos de
“biopoder’.
3
escatológico ante la inminencia de la muerte, provocan acciones que van desde el gratuito desenfreno
teatral y el comportamiento orgiástico (Artaud), hasta la aplicación de una disciplina molecular y un
ordenamiento exacerbados por la gravedad del delirio (Foucault), no sin pasar, antes o después, por la
pasiva resignación tropical afianzada en “el pudor de las desgracias propias” (García M.). En los tres
discursos, el insidioso problema del poder. La ciudad apestada de Artaud ‘infecta’ y descompone las
formas regulares; la enfermedad, más que nunca, se propaga como una calamidad social que pervierte
los valores; y el conjunto de estrategias que hasta ese momento sostenían el relativo equilibrio de las
relaciones de poder se resquebrajan; la ciudad hierve y se consume, la inefable potencia de la muerte
descompone el socius, descodifica y saca a flote la gratuidad de la moral: Teatro de la crueldad. Lejos
del Mediterráneo, en la costa canicular del Caribe, el cólera, incubado en medio de los ardores del
mercado público, es conjurado por los buenos oficios del doctor Juvenal Urbino quien usando un
«método más caritativo que científico... había favorecido en gran medida la voracidad de la peste»; a
pesar de sus errores, opacados por su abnegación y valentía personal, el saber médico del doctor
Urbino, reforzado honorablemente por su linaje, es impuesto como máxima y única autoridad en los
momentos críticos del desastre. Efectiva o no, la estrategia sanitaria acompañó, en calidad de aliada
involuntaria, la epidemia que «cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de
sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales
era el pudor de las desgracias propias». Envuelta en el ‘pudor’ la hecatombe se olvida, pues el
amanuense encargado de su registro, al igual que Aquiles con la tortuga, no logra, con su imaginación
negligente, alcanzar la velocidad solar del acontecimiento, terminando por ceder su lugar a la epopeya
literaria que inventa el recuerdo soslayado por el historiador.

Las medidas reglamentarias, a diferencia de la “ficción literaria de la fiesta” en Artaud, convierten el


espacio liso en una planicie estriada hasta sus ínfimos rincones. El espacio maldito se aisla, pero
además se mide y se cuantifica; se producen estadísticas y registros que en un futuro cercano,
desaparecido el flagelo, serán eficaces instrumentos utilizados para una administración más óptima de
la vida ciudadana, para la prevención del vagabundeo, el control natal, la prevención y el cercamiento
de la delincuencia, etc. En la necesidad de cartografiar el espacio de la ciudad para luchar contra la
peste, Foucault cree encontrar el origen del “estructuralismo”, una estricta agrimensura que distribuye
sobre cuadrículas numeradas el avance siniestro de la enfermedad, localiza los focos, distribuye y
jerarquiza las zonas, clasifica la ciudadanía, creando, de paso, circuitos de información permanente, en
fin, toda una gran maquinaria que actúa sobre los cuerpos en función de su docilización: primero el
cuartel y, más tarde, la escuela y el hospital producirán cuerpos obedientes que funcionan como
unidades intercambiables en el circuito general de la producción; los saberes y las prácticas científicas
respectivas, perfeccionadas durante el combate, desbordan, pues, los territorios médicos y se extienden,
como la peste, al conjunto de las ciencias humanas.

Cuando en el verano de 1871, tras la infortunada derrota de la Comuna y la consiguiente masacre de


federados, se desata la peste en las calles de París, un nuevo capítulo de la relación entre la vida y la
muerte se escribe en la historia del siglo pasado. El imperio de la ley y el orden en la ciudad, en lugar
de regresar a la ‘normalidad’ tras la sangrienta sofocación, parece alterarse aún más por el implacable
retorno de los 20.000 muertos mal enterrados; los recursos no daban abasto para controlar y gestionar
la muerte, “...los muertos de la semana sangrienta se vengaban, apestando las plazas, los solares, las
casas en construcción, ...en el parque Monceau, ante los Inválidos, fermentados por la lluvia y el sol,
los cadáveres rasgaban su parvo sudario de tierra. Un gran número de ellos quedaban todavía al aire,
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salpicados únicamente de cloro; en Saint-Antoine se veían montones «como de basura», decía un
períodico del orden; en la escuela Politécnica cubrían una extensión de cien metros de largo por tres de
alto; en Passy, que no fue uno de los grandes centros de ejecución, había 1.100 cerca del Trocadero.
Trescientos que fueron lanzados a los lagos del cerro Chaumont subieron a la superficie y paseaban,
hinchados, sus efluvios mortales... Los periódicos se asustaron. «Es preciso —dijo uno de ellos— que
esos miserables que tanto mal nos hicieron vivos no puedan hacernos todavía más después de su
muerte.» Los mismos que habían atizado las matanzas gritaron: ¡Basta!”4 Con estos conocidos
episodios de la Comuna, se puede afirmar que nace, junto con la epidemiología, la ciudad
contemporánea. Sobre los mapas que permitieron al ejército francés ubicar y destruir las barricadas de
los obreros insurrectos, se trazaron las líneas divisorias que partieron la ciudad en zonas afectadas, para
continuar la guerra contra un enemigo menos visible y contra el cual ya no valían las máquinas de
artillería pesada de Napoleón III. Sobre estos mismos mapas, se descubrió la ausencia de planeación
urbana y la razón por la cual tan fácilmente, unos ‘cuantos insurrectos’ —aprovechando la derrota del
ejército francés frente a las tropas de Bismarck— se apoderaron anárquicamente del espacio de los
‘buenos’ ciudadanos. Ante la reciente experiencia, sumada a 1848, era necesario abrir amplios espacios
al interior de la ciudad, también, eliminar las tortuosas y angostas callejuelas medievales con el fin de
dar paso a anchas avenidas; la cartografía urbana fundamentada en la estrategia militar se combina con
la mirada médica en función de construir y gestionar un nuevo espacio ciudadano.

En los momentos en los que la totalidad de fuerzas sociales se concentran en la lucha contra la peste,
las formas de resistencia hacen visibles un conjunto de relaciones que si bien no ‘aparecían’ tan nítidas
ya estaban presentes en el tejido social como potencia. La peste, de la misma manera, que el dinero en
una sociedad mercantil, circula por el conjunto social e impregna cada uno de sus rincones; este hecho
moviliza un conjunto de medidas con el fin de salvaguardar la vida. Pero si la vida, en cualquiera de
sus manifestaciones es una constante resistencia contra la muerte, esta resistencia no se ejerce de la
misma forma en cada una de las ocasiones en las cuales se manifiesta. La epidemia medieval del siglo
XIV o la referida por la Ilíada en el sitio de Troya, suscitan diversas formas de conjurar el mal; la
organización social del siglo XVIII inventa nuevas técnicas y procedimientos en armonía con las
exigencias de un proceso productivo cada vez más especializado: aislamiento de las unidades de trabajo
en el taller, asignación de un lugar fijo en el espacio de la producción, visibilidad de los cuerpos con el
objetivo de extraer su máxima capacidad, control de los individuos, la materia prima y la maquinaria,
etc. Así pues, para Foucault la relación entre una genealogía de la ciudad moderna y la peste es de
orden dividual: mirada médica (visibilidad), prácticas ordenadoras (poder) y circulación de saberes
(significación). Tres aspectos que no son ni indivisibles ni divisibles sino que se dividen o reúnen
cambiando de naturaleza el conjunto que conforman, en este caso, la ciudad.

Hay entonces un acontecimiento: la peste; en la tradición estética de Occidente ocupa un lugar


privilegiado, motivo literario y pictórico que desborda con histrionismo las tablas del teatro medieval
para persistir en la industria cinematográfica del siglo XX. El espacio: la ciudad; primero, fortaleza,
artesanal y caballeresca en el medioevo, hecha con el fin de ver, vigilar y conjurar el peligro exterior;
después, urbe barroca, compuesta por detalles, matices y preciosismos en los años del Antiguo
Régimen o Época Clásica, una arquitectura para ser vista; y, por último, ‘leprosario del proletariado’ en

4Lissagaray, H. Prosper-Olivier. Historia de la Comuna, ed. Laia, Barcelona, 1975, 2 vols., trad. de Wenceslao
Roces, vol. I, ps. 105 y ss.
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las interlíneas de El Capital o en las nostalgias minuciosas de Dickens, la reticulada ciudad industrial
del siglo XIX, mirada múltiple que recorre todos los puntos de la cartografía urbana. Más cerca a
nuestro pensamiento y contemporánea de nuestra duración, la metrópoli de William Burroughs
saturada de yonquis, autopistas elevadas, graffitis y neón.

Desde la ciudad amurallada y constreñida por la violencia de su entorno (fortaleza guerrera), pasando
por la ciudad manierista y barroca (arquitectura para ser contemplada), hasta el ojo inquieto que se
posa, eterno pasajero, sobre el hormigón, el hierro y la máquina de vapor (asentamiento industrial), una
estrategia sonsacada del campamento militar, se mezcla silenciosamente con una vigilante
preocupación médica: de esta combinación, entre el plano del campamento militar de calles
simétricas(ciudad para armar y desarmar), por un lado, y de la voluntad de controlar y administrar la
vida, por el otro, emerge la ciudad de hoy: imagen de la ciudad del Primer Mundo, aséptica,
organizada, civilización del Supermarket digital, atravesada por viaductos de diseño computarizado, la
felicidad y el bienestar se venden y consumen con la misma actitud fácil y confortable con que se
devora en la sala de espera de un aeropuerto, una corta novela de ciencia-ficción para viajeros. Al lado,
como algo casual, imagen de la urbe tercermundista, hacinamiento urbano, con sus atascamientos de
tráfico, con los caóticos mercados al aire libre que compiten, en precios e higiene, con supertiendas
profilácticas, imagen del consumo suntuario en las vallas de las avenidas bordeadas por tugurios e
industrias de dudosa calidad, imagen del rebusque, en fin, imagen siempre fragmentaria de la exclusión
y de la muerte que se oculta tras los avatares del ritmo ciudadano.

La ciudad que ocupa el pensamiento es siempre y ante todo una imagen o mejor, un conjunto de
imágenes. Imagen difusa y romántica o imagen diagramada y topográfica, son posibles
representaciones de la ciudad, que funcionan como mojones que conforman la imagen media de una
ciudad específica. Tradicionalmente, se ha definido la ciudad como un asentamiento de gran tamaño,
un conglomerado de personas que se encuentran próximas, para satisfacer propósitos residenciales,
productivos y recreativos. Los primeros asentamientos urbanos, conocidos por excavaciones
arqueológicas, se han hallado en el próximo oriente asiático. Su ubicación cronológica se puede situar
entre 9.000 y 7.000 años a. de c. Más información nos ha llegado de la antigua Grecia y la organización
conocida como polis. De las ciudades en la civilización romana poseemos, relativamente, abundante
información. Extinguido el Imperio Romano, a sus instituciones materiales y espirituales se
superponen, como capas geológicas, las nuevas condiciones políticas, sociales y culturales que dan
paso a la Edad Media. En este período, emergen las villas o burgos, generalmente alrededor de los
centros de poder; centros religiosos, centros políticos o, sencillamente, centros económicos de
intercambio comercial.

La Historia ha contado, de manera exhaustiva, cómo con las Cruzadas se reactiva un intercambio
comercial y cultural que motivará una desterritorialización del corpus feudal, cuyo centro de gravedad
era la relación directa con la tierra. A nuevas formas de producción corresponden, como es evidente,
nuevas instituciones de orden social y político que garanticen la convivencia entre el trabajo sobre la
tierra y el intercambio de mercancías. La tendencia del capitalismo comercial naciente es la
generalización del valor de cambio como equivalente general del nuevo orden social. Esta operación
implica dejar de lado, de forma progresiva, la cualidad esencial de los objetos, expresada en su valor de
uso. De ahí la generalización de las diversas formas de dinero: equivalente general de todas las
mercancías, incluso de una mercancía muy particular como lo es el cuerpo humano considerado como
fuerza productiva.

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Es en este panorama, de expansión del capitalismo comercial, en el cual surge la Ciudad Moderna. Su
primer culmen se puede ubicar en el Renacimiento, comprendido no sólo como fenómeno ideológico y
estético, sino como un primer paso hacia la acumulación de grandes capitales, que requieren para su
administración y reproducción, un conjunto de refinamientos operativos como no se conocían antes en
la historia. Junto con la modificación y expansión de las fuerzas productivas, los cuerpos y las mentes,
se deben adecuar a los nuevos ritmos de la producción y, por tanto, se hace necesario diseñar nuevos
dispositivos que modifiquen el estatuto ontológico de los protagonistas. Se ha dicho que el individuo,
en cuanto entidad psicológica, se forma acompañando los cambios descritos por la economía política y
la sociología. En este punto vale anotar que la formación del sujeto como individuo, dotado de un
conjunto de atributos que lo designan como tal, no obedece a una relación casuística simple, entre una
infraestructura económica y una superestructura ideológica. Al lado de la aparición y crecimiento de la
ciudad moderna, y de forma simultánea, emergen una serie de dispositivos de poder, que no se pueden
ubicar dentro de una analítica del proceso de formación de los Estados modernos y de sus respectivos
procesos económicos. En cuanto a la historia del Estado, ésta se fundamenta en las universalidades
jurídicas y sus respectivas relaciones contractuales, de aplicación abstracta y general. En esta mirada
jurídica se desconoce la génesis de la ciudad moderna en su relación con el individuo que la habita, la
produce y la reproduce.

La teoría económica en el siglo XIX, incluidos los análisis de Marx, contemporáneos de la ciudad
industrial, dejó sentadas las bases para la comprensión de la sociedad en términos de clases sociales, de
acuerdo con la inserción de los individuos en el aparato productivo. Sus conclusiones son generales y
alcanzan gran validez para un macroanálisis de las fuerzas sociales. Pero una economía de los cuerpos,
atravesados y conformados por sensaciones, enunciados y visibilidades, sólo se hace posible en la
segunda mitad del presente siglo. Las causas que conducen a la emergencia de un pensamiento sobre
los cuerpos y las diversas estrategias singulares que los producen, son todavía un enigma histórico.
Pero de todas formas es un hecho cumplido que habitamos en una sociedad regida por el predominio de
la imagen. Si el siglo pasado fue el período de los discursos sociales, las revueltas, las utopías y las
ideologías, el presente final de siglo, caracterizado en lo económico por una fase postindustrial, es un
período presidido por la eficacia operativa en una producción a gran escala, cuyo precario centro está
constituido por la imagen en todas sus formas y medios. Más que nunca en la historia, la velocidad
exigida para la circulación de información y sus respectivas imágenes, se convierte en estrategia
fundamental del conjunto del aparato productivo en una sociedad global. Prueba de ello es la cada vez
más estrecha relación entre las autopistas informáticas y la tecnología espacial; entre los grandes
centros de saber y el computador personal; éste último, conectado a su vez, con sistemas de fax y
telefonía, aparte de otros servicios, que hacen del individuo una pieza, entre otras, de la máquina
global, cuya eficacia se mide en términos de la acumulación de información y de su aplicación para
situaciones concretas. Tal información, independientemente de sus contenidos, es procesada
indiferentemente de su valoración ontológica y epistemológica. Los índices de su eficiencia no están
determinados por los polos verdadero-falso o moral-inmoral, sino por el dispositivo input-output.

Esta situación ha llevado a pensar la actual fase del capitalismo como un gran proceso esquizofrénico
de producción de mercancías, cuyo resultado ha sido desterritorializar al individuo con respecto a los
valores que le han sido asignados en las fases anteriores del capitalismo industrial. La enorme
velocidad de los cambios, que se reflejan en el carácter cada vez más pasajero de la moda y los estilos
de consumo, arrasa los valores que conforman la identidad del individuo, habitante de la metrópoli
contemporánea, para asignarle nuevos valores, igualmente anodinos y pasajeros. Esta condición del
individuo y la sociedad actual es lo que Lyotard ha designado con el nombre de condición
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postmoderna. Es obvio que las características de tal condición se concentran en la ciudad moderna
considerada como ‘centro’ de la productividad y reproducción de las relaciones de producción,
comprendidas en su sentido meramente económico, y sus respectivas relaciones de significación.

Aceptemos entonces que la ciudad moderna es un conglomerado de viviendas, comercio y servicios. La


mirada común la piensa (o la imagina) en términos de la cuadriculación catastral que se ofrece en un
plano con sus respectivas coordenadas. Es este el criterio interpretativo más corriente y divulgado. Otra
imagen de la ciudad, menos geométrica y más cualitativa, procede por fragmentos; en ella desfilan
nebulosas que se comportan como acumulaciones masivas de puntos, que se aprietan y se difuminan,
según el circuito urbano que se piense: las zonas comerciales, las zonas de prostitución y malevaje, los
circuitos de circulación de vehículos, las concentraciones de espectáculos masivos, los centros de
distribución de drogas, los circuitos educativos y de aprendizaje, etc.

De todas maneras, la ciudad, ya sea como mapa o como imagen fragmentaria, requiere un principio
básico de clasificación que ubique los problemas de la comunicación urbana (circulación) más allá de
lo que se conoce como medios de comunicación masiva: prensa, radio y televisión. La actividad
comunicadora es ante todo elaboración y transmisión de imágenes y de discursos; en este sentido
abarca el conjunto de la vivencia cotidiana, los medios masivos son sólo una parte del engranaje de la
comunicación. Signos, símbolos y sensaciones tienen como eje la actividad visual. Una jerarquización
de tal actividad supone antes que nada una teoría de la imagen en relación con la producción del
pensamiento y su efectividad sobre la llamada ‘realidad’.

Si partimos de la noción más simple, toda imagen obedece a criterios interpretativos; así, la ciudad es
una representación espacial; en cuanto generalidad, es una representación difusa, una mera intuición.
Como tal, la ciudad opuesta a la organización agraria del feudalismo implica un reordenamiento del
espacio/tiempo en la modernidad, un cambio de paisaje y un cambio de ritmo, de velocidad: un cambio
de racionalidad. Para Kant, en su primera Crítica, la formación de la imagen es posible gracias a la
intuición de los fenómenos; pero esta intuición, fase primera de todo conocimiento, está determinada a
su vez por aprioris que él llama las formas puras de la intuición: según esta teoría, el espacio y el
tiempo son estas formas puras, previas a toda experiencia. Gracias a este espacio/tiempo puro y
homogéneo, podemos formar representaciones de los objetos percibidos por los sentidos. Con estos
datos básicos (representaciones), Kant pasa a justificar su ordenamiento racional y para ello se vale de
las categorías, a las que piensa como principios ordenadores del caos constituido por las
representaciones. Hoy día, las categorías de Kant pueden ser asimiladas a estructuras lingüísticas con
sus respectivas leyes gramaticales. Por este trabajo clasificador y organizador de los datos empíricos,
las categorías (el lenguaje) facilitan la formulación de juicios racionales que en su forma más elaborada
se denominan conceptos. Los conceptos, a su vez, son los instrumentos que permiten formular un
conocimiento de carácter científico y por ello necesitan ser demostrados. Destaquemos entonces que el
punto de partida del conocimiento para Kant son las representaciones de los objetos sensibles, es decir,
las imágenes.

Por mera precaución metodológica, se puede aceptar, no sin reservas, el esquema kantiano del
conocimiento; sin embargo, es necesario aclarar que dicho esquema se mueve en el elemento de lo
ahistórico. De manera general, se puede sostener que este esquema manifiesta una cierta validez como
expresión del momento histórico que vive Kant: nacimiento de la República, consolidación inicial de la
sociedad civil, modificación de las relaciones de propiedad, etc. Pero la imagen, a lo largo de los dos
últimos siglos, sufrirá tantos avatares que en un momento dado el esquema de la representación,
8
elaborado a la sombra de la Ilustración, hará simplemente parte de los relatos fundadores de la
Modernidad.

Toda imagen está poseída por una cierta espacialidad, el entendimiento humano fabrica, por una
azarosa condición histórica, la espacialidad en una dimensión temporal, la imagen está y se da en el
tiempo, la imagen está compuesta entonces por espacio y tiempo, su relación es intrínseca, inmanente,
la imagen es espaciotemporalidad; movimiento. La cronotopía de la imagen es inherente a su modo de
ser, y su modo de ser es el devenir, el cambio permanente, el desplazamiento, la sustitución o la
desaparición de las múltiples relaciones, primero, entre los diversos componentes internos de la
imagen, y segundo, entre la imagen y las determinaciones que limitan dicha imagen. Los límites
provienen de distintas determinaciones. En primer lugar, una imagen está siempre determinada por
otras imágenes; de la compleja singularidad de estas relaciones depende la legibilidad de una imagen
específica y sus conexiones distributivas con el resto de imágenes.

En segundo término, otro tipo de fuerzas delimitan la imagen, la pliegan sobre sí misma: su extrañeza
con respecto al lenguaje lógicamente articulado, el alejamiento con respecto al habla y paradójicamente
también su acercamiento, los estrechos lazos que unen, mezclan y confunden lo visible y lo decible, el
ojo y el discurso, la mirada y la gramática. Ver y decir son pues irreductibles, su existencia es
autónoma y sus “leyes” de funcionamiento son, desde luego, diferentes, la imagen obedece a un
específico régimen de visibilidad, esto implica que la imagen está determinada no solo por su lugar en
relación con fuerzas históricas que la hacen posible, sino también por la distribución de ciertos
caracteres interiores: composición, cantidad de elementos que componen el cuadro “total” de la
imagen, relación de jerarquía vertical en el plano y distancia de profundidad espacial, la luz que
cualifica la variable intensidad luminosa de la imagen, etc. El discurso, por su lado, posee sus propias
reglas de producción, distribución e intercambio; el juego de signos organizado por combinación
perpetua de significantes, dispuestos siempre a singularizarse en la contextualización única, en la
acción singular e irrepetible, que le transmite su fuerza al enunciado.

Pero, entre el lenguaje y la imagen existe una especie de región medianera; dependiendo desde donde
se mire se expresa como “ausencia”, como falta, o simplemente, como nada. Es, sin duda, y a pesar de
las apariencias, una región de la cual emanan fuerzas que rompen de manera permanente e intermitente
la inestable coherencia, tanto del ver como del decir. Esta región es una especie de lugar estratégico
desde el que irradia, de todas formas, una presencia, una fuerza sin imagen; algún sistema de la Razón
denominó esta presencia con el ambiguo nombre de lo incondicionado. La función de esta extraña
presencia pareciera ser la de romper lo estructurado, la de amenazar las formas constituidas. Su forma
de manifestación es informe e inaprehensible. En el siglo diecinueve se la designó con el también
ambiguo término de “voluntad”, una especie de querer que desafía la muerte y lucha por superar las
mismas condiciones apacibles requeridas por la vida. Una voluntad se mueve entonces entre la imagen
y el discurso, su dinámica irreductible produce una suerte de puntos muertos o rupturas en la
continuidad de las series de discursos y de las series de imágenes. Lo paradójico reside en que la
proliferación de series de imágenes y discursos es posible gracias a la discontinuidad, a la escansión, a
la ruptura, que agota la significación de las unas y de los otros.

El pensamiento, compuesto por estos dos flujos, procede por medio de una compleja combinación de
ambos, determinando la imagen por la estructura espaciotemporal de la lengua y, a su vez, la lengua
por la distribución espaciotemporal de la imagen. Además, el pensamiento está precedido por una
fuerza que lo impulsa, que lo hace posible, y que le permite navegar por las aguas del Afuera, por lo
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informe de la imagen y por el silencio del discurso, ora como Totalidad supuesta, ora en cuanto Caos.
La condición de posibilidad del pensamiento es así su fragmentación: ruptura de la imagen, ruptura del
discurso; fragmentación organizada, administrada y controlada que constituye el Yo y, para la duración
que nos compete, la producción de la individualidad como fenómeno propio del capitalismo industrial.
El sujeto de la Modernidad, atravesado por imágenes y discursos, es plegado en cuanto subjetividad por
medio de disciplinas y dispositivos conductuales, que expresan toda una economía de pensamiento
dotada de una serie de instrumentos diseñados, con el objetivo de ejercer una manipulación eficaz de la
espacialidad y de la mirada, que asombra por su capacidad de vigilancia, control e implantación.

En consecuencia, entre el discurso (construcciones de signos) y la imagen (composiciones de luz), entre


estos dos niveles, que relacionados conforman la subjetividad del individuo contemporáneo, se ejercen
otro tipo de relaciones que podemos denominar relaciones de poder. Tanto la visibilidad como el
lenguaje son atravesados de manera permanente por el ejercicio de una fuerza que se organiza y se
expresa por medio de estrategias. Estas estrategias no son análogas ni se reducen a las fuerzas que
dieron lugar al nacimiento del Estado Moderno y a su respectiva juridicidad. Más bien, podemos
afirmar que al lado de los grandes poderes, Estado Monárquico y Estado Moderno, Fuerzas Armadas y
cuerpos de Policía especializados, han surgido silenciosamente una serie de dispositivos de control,
encauzamiento y administración, que hacen que una teoría actual sobre el poder desborde
necesariamente una mirada puramente jurídica o legitimadora. Estos micropoderes analizados y
expuestos, además de Foucault, por autores como, Jacques Donzelot, Felix Guattari y Gilles Deleuze,
entre otros, se han concentrado en la vida cotidiana de la ciudad moderna y llenan sus
espaciotemporalidades, no como contenidos fijos y positivos, sino como agentes o dispositivos que
circulan y se expresan por medio de imágenes y enunciados. En otras palabras, no existen imágenes o
discursos “neutros”, ajenos a contenidos políticos o a luchas de fuerzas que conforman lo social.

La “realidad” inmediata es la imagen. La intuición es producción de imágenes, elaboración pre-


discursiva de las imágenes. No existe una realidad en bruto, dada de inmediato; existe, por tanto, una
realidad mediada, elaborada a partir de relaciones entre imágenes. En otras palabras, no hay conexión
de continuidad alguna, entre el supuesto objeto a conocer y la aprehensión que de él hace el sujeto de
conocimiento. El sujeto conoce a partir de imágenes definidas por patrones estratégicos que construyen
la llamada “realidad”. Una imagen es, en definitiva, producto de un enmarañado tejido de relaciones
entre imágenes. La imagen y el discurso componen la “realidad”; la primera modula ondas visuales y el
segundo modula sonidos, las dos interpretaciones se mueven autónomamente siguiendo el curso de sus
respectivas velocidades: la visibilidad obedeciendo a leyes ópticas determinadas por relaciones de
poder; el lenguaje, operativo y múltiple, sometido también a relaciones de poder. El poder del espacio
de la mirada, por una parte, y el poder del lenguaje, del habla, por la otra: régimen de mirada y régimen
enunciativo.

Los rezagos de romanticismo, de pensamiento representativo, se superan al pensar el sujeto como una
modulación de fuerzas, que de manera permanente asumen la forma ‘sujetal’ y la contienen, a la vez
que la reproducen durante el espacio que dura una vida humana. La vida es la lucha por mantener la
coherencia de dichas fuerzas, es la resistencia permanente que brota de esta coherencia. Las fuerzas que
conforman al sujeto producen los estímulos pulsionales que son traducidos al lenguaje lógico. El
lenguaje enmascara, entonces, la pulsión y la incorpora en el circuito general de la universalidad: un
signo universal designa una pulsión singular. La conciencia se conforma por el agenciamiento
lingüístico de múltiples pulsiones, el lenguaje sintetiza, organiza, clasifica y, por el carácter de su
estructura significante misma, incluye y excluye. Todo un trabajo administrativo sobre la materia
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pulsional, sobre el conjunto de fuerzas que conforman la falsa entidad llamada sujeto. Tal sujeto padece
las imágenes como si él las produjera espontáneamente, pero el proceso se da de forma inversa; las
visibilidades, al igual que los enunciados, producen los sujetos en un circuito que obedece en mayor o
menor escala a las leyes de una cierta lógica.

Si algo caracteriza la ciudad industrial, es la emergencia en ella del movimiento y sus respectivas
percepciones. Pierre Francastel ha teorizado la ruptura de un espacio plástico en la segunda mitad del
siglo XIX; la desaparición de la perspectiva renacentista en las artes plásticas es el motivo que sustenta
una ‘sociología del arte’. Se dice que la perspectiva como forma de composición pictórica rompe la
mirada medieval y abre el régimen de visibilidad propio de la representación clásica; esta
representación determinada enunciativamente por una distribución de la las identidades y las
diferencias, matematiza el espacio y, por tanto, la mirada. El infinito, representado pictóricamente por
el punto de fuga, halla su equivalente cuantitativo en la invención del cálculo infinitesimal por Newton
y Leibniz; la búsqueda del infinito se expresa también en la física y las ciencias naturales de la época.
Francastel dirige su análisis a las artes plásticas y es incapaz de generalizar su tesis, reduciendo el
fenómeno a la pintura y a la escultura. Pero, «Al lado de la gran tecnología de los anteojos, de las
lentes, de los haces luminosos, que forman cuerpo con la fundación de la física y de la cosmología
nuevas, ha habido las pequeñas técnicas de las vigilancias múltiples y entrecruzadas, unas miradas que
deben ver sin ser vistas; un arte oscuro de la luz y de lo visible ha preparado en sordina un saber nuevo
sobre el hombre, a través de las técnicas para sojuzgarlo y de los procedimientos para utilizarlo». 5 La
peste en la ciudad de la época clásica es el modelo utópico de control total; pero este paradigma de
vigilancia sólo puede aparecer en un momento histórico que gira en torno a la representación
matemática del espacio y la mirada.

La desaparición, en el siglo pasado, del modelo cuantitativo expresado en las composiciones


perspectivísticas propias de los escenarios teatrales, no manifiesta otra cosa que el fin de la
representación clásica en el orden de los discursos y las visibilidades. El movimiento y la agilidad de
los cambios, derivados de la revolución industrial y concentrados en las ciudades, los desplazamientos
de grandes masas de población, requieren una nueva teoría de lo visible, del pensamiento y del
movimiento. El ojo humano percibe su “realidad” no solo caminando o viajando en coches de tracción
animal. El tranvía y el automóvil, caracterizados por un desplazamiento horizontal que atraviesa la
ciudad de extremo a extremo, producen cambios notorios y definitivos en la percepción del
movimiento. El ascensor, con su desplazamiento vertical, que equivale al crecimiento vertical de la
urbe, no simplemente vincula el ojo con el hierro y el hormigón, sino que también abre la posibilidad
de la perspectiva aérea, que en el cine llevará el nombre de “picado”; la irrupción del aeroplano no hará
otra cosa que pronunciar el fenómeno y sus múltiples posibilidades.

La acumulación de las escenas, cuando se viaja por la ciudad, no produce visiones integrales de ella
sino percepciones fragmentarias y discontinuas. Así, Henri Bergson, simultáneamente con los
empiriocriticistas Ernst Mach y Richard Avenarius, comienza a finales de siglo, la teorización del
movimiento y su percepción. De allí surgen las tesis que permiten pensar la imagen-movimiento como
un «conjunto acentrado de elementos variables que actúan y reaccionan unos sobre otros».6 La
invención del cinematógrafo y su desarrollo posterior, con la cámara móvil y el montaje, es
contemporánea de una preocupación generalizada por el movimiento y los cambios cronológicos.

5 Foucault, M. Ibid., p. 176.


6 Deleuze, Gilles. La imagen-movimiento. Estudios sobre cine I, ed. Paidós, Barcelona, 1984, p. 301.
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Tanto Marcel Proust como Einstein y Thomas Mann, discurrirán sobre el tiempo y su fluir; Robert
Musil piensa la cantidad de energía necesaria y las consecuentes velocidades, para que un cuerpo
humano se desplace y pueda atravesar cualquier calle citadina. El más simple y el más minúsculo de los
movimientos es registrado y teorizado como en el sofisticado sistema de física cuántica planteado por
Max Planck.

El siglo XX comienza con las imágenes urbanas de la “belle époque”, con el auge de la publicidad, la
invención de la radio y un poco más tarde de la televisión. Hollywood se convierte en una mágica
fábrica de “estrellas”. El cine ha descubierto una veta comercial en la explotación masiva de la imagen-
acción, una de las formas de la imagen-movimiento, que se caracteriza por modularse en términos de
una reacción del centro al conjunto del cuadro o imagen. Las nuevas posibilidades de encuadre visual,
aminoran la influencia del discurso en la estructura global de la sociedad. No se trata de sostener que el
discurso disminuye cuantitativamente en relación con el apogeo de la imagen; lo que sucede es que el
discurso ocupa un nuevo lugar en la estructura dinámica de la cual también hace parte la imagen. Las
reglas de juego han cambiado y la máquina imagen/discurso funciona en un sentido cualitativamente
diferente. Brota entonces una novedosa fase de la relación entre el poder y el saber, presidida por el
nuevo roll que ha de desempeñar la imagen.

La civilización de la imagen, convertida en industria, nace y se desarrolla en las grandes urbes de los
países altamente industrializados. El Tercer Mundo, apetecido mercado de las economías avanzadas es,
por esta misma razón, parte del circuito global de la economía supranacional. Las economías
nacionales de América Latina, por ejemplo, guardan y reproducen en su memoria los patéticos rasgos
del colonialismo. La mayoría de ellas reproducen aún algunos comportamientos diocechescos. La
paradoja de sentido, encubierta por el andamiaje enunciativo de los historiadores, consiste en no
aceptar comprender las características del surgimiento del Estado nacional en Europa Occidental, en
relación con la coyuntural liberación de las colonias, que asumen por mímesis los comportamientos del
amo. Tras una accidentada historia republicana, arraigadas relaciones de poder se manifiestan en el
comportamiento actual de las sociedades latinoamericanas. Las relaciones de significación,
determinadas por unas relaciones de dominación y explotación, expresan una especie de desarrollo
desigual y combinado que se manifiesta en cierta estética de origen agrario y que impregna la llamada
“cultura popular” en la ciudad latinoamericana. Según sostiene una investigación de la Academia
Peruana de la Lengua, el idioma español que se impuso en las colonias desde el siglo XVI, constituyó
un instrumento de dominación, no sólo por la decodificación de las lenguas y culturas nativas, sino
porque se enseñó a hablar una lengua española de la sumisión y el vasallaje.

El estado actual de la relación entre los países ‘desarrollados’ y los llamados, desde la segunda
postguerra, países ‘subdesarrollados’, está determinado por una distribución previa de las posibilidades
productivas. Desde Adam Smith, en su Ensayo sobre la riqueza de las naciones, hasta las modernas
teorías neoliberales, las naciones del Tercer Mundo están condenadas a producir materia agrícola,
minería y mano de obra barata, en beneficio de los monopolios nacionales y supranacionales. Los
flujos del capitalismo mundial son de carácter global, de tal manera que no existe propiamente una
linealidad o una dialéctica histórica entre las nociónes de desarrollo y de subdesarrollo En el plano
político, las relaciones entre las naciones han desbordado actualmente las fronteras nacionales.
Gigantescas acumulaciones de capital en manos de corporaciones transnacionales tienden a desdibujar
el lugar del Estado y sus instituciones, en las relaciones sociales postcapitalistas. La civilización
informática ha producido el sistema operativo más eficaz de la historia, para el crecimiento del
capitalismo en su fase más avanzada. Las nuevas condiciones de producción, circulación y consumo de
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imágenes digitales, propiciadas por la invención de enormes autopistas informáticas, conectadas a
satélites epaciales, hacen que el fenómeno se presente de manera global; cubre la superficie entera del
planeta.

Las llamadas Nuevas Tecnologías de la Imagen, desde el circuito de Internet hasta la producción y la
masificación de la realidad virtual, funcionan tanto en países ricos como pobres. La diferencia
fundamental reside en el aumento de los contrastes entre la alta tecnología y las calidades de vida en las
naciones del Tercer Mundo. De tal manera, en la ciudad latinoamericana se superponen imágenes que
contrastan las más modernas tecnologías con imágenes que son como retazos de realismo mágico. El
crecimiento acelerado de estas urbes en las últimas décadas, ha multiplicado el número de circuitos que
se mezclan en sus calles, barrios y avenidas. A esta expansión territorial de los asentamientos urbanos
corresponde una fragmentación segregacionista que tiende a expresarse en polos opuestos como norte-
sur o centro-periferia. La ubicación del sujeto en la ciudad está determinada, no como en el siglo
pasado por su lugar en la producción, sino por sus hábitos de consumo, por su capacidad de compra. El
consumo produce la imagen, ya que ella misma es producción de consumo. A todos los niveles, la
imagen circula y se consume de manera rizomática, sin un centro que la organice y detenga, por un
momento, la velocidad de su circulación.

Si pensamos los circuitos mundiales de la producción, bien sea de bienes materiales o de información e
imágenes, haciendo abstracción de las tradicionales jerarquías y particiones jurídicas y políticas,
obtenemos un mapa muy diferente. En lugar de los Estados nacionales claramente delimitados en la
cartografía política que establece fronteras patrias, obtenemos un conjunto de manchas, de variados
tamaños e intensidades, que se difuminan según determinados centros de mayor o menor concentración
de intensidades en las relaciones de poder. Estos ‘centros’ son múltiples, cambian, se desplazan, se
encabalgan, se yuxtaponen, se abandonan; en ocasiones divergen y en otras se tornan convergentes, se
funden y se vuelven a separar, extienden su área de influencia de la misma manera que se pueden
esfumar. De igual forma puede imaginarse el circuito mundial del capital El desmesurado crecimiento
de las corporaciones supranacionales y el alto grado de desarrollo tecnológico que exige la producción
masiva de imágenes, facilitan el hecho de que todos los dominios del saber informático, tiendan a ser
monopolizados por cada vez más pocas compañías. La producción masiva de imágenes trasciende, de
manera casi instantánea, las fronteras nacionales, hace ya tiempo superadas, y una nueva trama se
extiende en la cultura postcapitalista. Los flujos del capital global, dinámicos y esquizoides a la vez,
atraviesan hasta el último resquicio de la sociedad contemporánea, pero no se comportan de una
manera homogénea, el movimiento permanente no es simplemente la cuantificación de una sustancia
extensa, las fuerzas que componen los flujos no se refunden la unas con las otras, combaten, se
mezclan, se modifican, representan cualidades, cambios cualitativos y múltiples, es decir la continua
irrupción de lo nuevo. La gran ciudad latinoamericana, por ejemplo, atascada pero funcionando, como
sus grandes avenidas, flota precariamente entre sus múltiples y variados problemas, crece indiferente a
la ausencia de soluciones y construye su realidad a partir del consumo de las Nuevas Tecnologías de la
Imagen.

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