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RENUNCIA TERCERA PARTE

Como colofón al tema de la renuncia es mucho mejor que alguien con una gran
experiencia de el “toque final” al tema. Aquí ofrecemos un extracto del libro “En
Defensa de la Felicidad” (ediciones Urano) de Matthieu Ricard.

«La paradoja de la Renuncia»

En la mente de muchos, la idea de la renuncia y la de su compañero, el


desapego, evocan un descenso a las mazmorras de la ascesis y de la disciplina. La triste
privación de los pequeños placeres cotidianos. No hacer esto o aquello. Una serie de
exhortaciones, de prohibiciones que prohíben la libertad de disfrutar. Un proverbio
tibetano dice: « Hablarle a alguien de renuncia es como golpear a un cerdo en el hocico
con un palo. No le gusta nada». Sin embargo, la verdadera renuncia se asemeja más al
vuelo de un pájaro por el cielo cuando desaparecen los barrotes de su jaula. De repente,
las interminables preocupaciones que oprimían su mente se desvanecen y dejan que el
potencial de libertad interior se exprese abiertamente. Parecemos con demasiada
frecuencia un caminante exhausto que lleva un pesado saco al hombro lleno de una
mezcla de provisiones y piedras. ¿No sería lo más razonable dejarlo un momento en el
suelo para separar una cosa de otra y aligerar la carga?
La renuncia no consiste, pues, en privarse de lo que nos proporciona alegría y
felicidad—eso sería absurdo—, sino en poner fin a lo que nos causa innumerables e
incesantes tormentos. Es tener valor para liberarse de toda dependencia relacionada con
las propias causas del malestar. Es decidir «salir del agujero», un deseo que sólo puede
nacer de la observación atenta de lo que sucede dentro de nosotros en la vida cotidiana.
Es fácil que uno no sea honrado consigo mismo y se engañe porque no quiere ni
concederse tiempo para analizar las causas de su sufrimiento ni tomarse la molestia de
hacerlo.
La renuncia, en suma, no significa decir «no» a todo cuanto es agradable,
privarse de helado de fresa o de una buena ducha caliente cuando uno vuelve de una
larga marcha por la montaña, sino en preguntarse en relación con determinado número
de elementos de la vida: « ¿Va a hacerme esto más feliz?» una felicidad auténtica, de
verdad—olvidemos la euforia artificiosa— debe perdurar a través de las vicisitudes de
la existencia. En lugar de prohibirnos desear, abrazamos lo más deseable que existe.
Renunciar es tener la audacia y la inteligencia de examinar lo que solemos considerar
placeres y de comprobar si realmente aporta más bienestar. El que renuncia no es un
masoquista que considera malo todo lo que es bueno. ¿Quién aceptaría semejante
necedad? Es aquel que se ha tomado tiempo para mirar en su interior y ha constatado
que algunos aspectos de su vida no merecían que se aferrara a ellos.
Nuestra vida está llena de multitud de incesantes actividades. El trabajo, claro, es
una de ellas. Pero, ¿es necesario continuar incrementando las posesiones si ya se vive
holgadamente? Cuando disponemos de tiempo libre, ¿qué hacemos? ¿Es urgente
cambiar las lámparas, pintar las contraventanas verdes de marrón, plantar de cien
maneras diferentes el jardín? ¿Es realmente indispensable ir de compras hasta acabar
agotado, cambiar de coche cada tres años? Tener más objetos una casa decorada con
estilo o una cocina de diseño nos causará placer, desde luego, pero ¿a qué precio? El de
nuestro tiempo, nuestra energía y nuestra atención.
Si sopesamos el pro y el contra, hay tantas cosas que podemos transformar y
tantas otras de las que podemos prescindir para llevar una vida mejor y menos dispersa
en lo superfluo. Tal como decía el sabio taoísta Chiang-tse: «quien ha penetrado el
sentido de la vida, ya no hace ningún esfuerzo por lo que no contribuye a la vida».
La distancia respecto a las cosas no esenciales nace de una profunda lasitud en
relación con un mundo dominado por la confusión y el sufrimiento—lo que el budismo
llama el samsara—, que se manifiesta mediante un desencanto en lo concerniente a las
preocupaciones más vanas de la existencia. El desapego es la fuerza tranquila de quien
está decidido a no dejarse arrastrar por los pensamientos ni acaparar por toda clase de
actividades y de ambiciones triviales, que devoran su tiempo y en definitiva sólo le
aportan satisfacciones menores y efímeras.
El desapego no es ni mucho menos indiferencia; tiene una connotación de
alegría, de esfuerzo entusiasta y de libertad. Permite estar abierto a los demás, dispuesto
a dar y a recibir, libre de expectativas y temores. Aporta el alivio de haberse deshecho
por fin de la insatisfacción crónica provocada por un círculo vicioso.

« La Inteligencia de la Renuncia»

El Buda Sakyamuni, el ejemplo por antonomasia del renunciante, era


extremadamente realista. Si renunció al mundo no fue ni porque su vida principesca no
fuera lo bastante fastuosa ni porque sus ambiciones se vieran frustradas o sus deseos
insatisfechos. Había disfrutado de todos los lujos, de todos los placeres, de todas las
riquezas, de belleza, de poder y de fama. No renunció a lo que era deseable en una vida
humana, sino tan solo al sufrimiento, a la insatisfacción inherente al mundo
condicionado por la ausencia de sabiduría. Bajo el árbol de la Bodhi, en los albores de
su iluminación, cuando cayeron los últimos velos de la ignorancia, el Buda comprendió
que el mundo fenoménico se manifestaba mediante el mecanismo de la
interdependencia y que nada existía de forma autónoma y permanente, ni el yo ni las
cosas. «Arquitecto—le dijo a Mara, el demonio del ego—tú no volverás a reconstruir tu
morada».
Las enseñanzas que impartió a partir de entonces no inculcan la frustración. La
renuncia es una forma sensata de tomar las riendas de la propia vida, es decir, de estar
harto de dejarse manipular como un pelele por el egocentrismo, la carrera por el poder y
las posesiones, el ansia de fama y la búsqueda insaciable de los placeres. El verdadero
renunciante tiene una mente absolutamente sana y está bien informado de lo que pasa a
su alrededor. No huye del mundo porque sea incapaz de controlarlo, sino que se
desinteresa de las preocupaciones fútiles porque ve sus inconvenientes. Su postura es
fundamentalmente pragmática. ¿Cuántos seres confundidos, apasionados o pusilánimes
se han perdido en las locuras de una vida que pasa con la misma rapidez que un gesto
furtivo? «Por delicadeza, he perdido la vida», escribe Rimbaud. El renunciante no
manifiesta debilidad sino audacia.
La renuncia lleva asimismo aparejado un delicioso sabor de sencillez, de paz
profunda. Cuando la hemos probado, resulta cada vez más fácil. Sin embargo, no se
trata de forzarse a renunciar; semejante actitud sería utópica y no tendría futuro. Para
desprenderse de algo, hay que tener muy presentes las ventajas que se derivan de ello y
sentir una profunda aspiración a liberarse de aquello a lo que uno se dispone a
renunciar. La renuncia se siente entonces como un acto liberador, no como una
imposición desgarradora.
Sin descuidar por ello a los seres con los que compartimos la vida, llega el
momento de salir de esas interminables montañas rusas en las que alternan felicidad y
sufrimiento. Viajero cansado o espectador ebrio de imágenes y de ruido que se retira
hacia el silencio. Actuando así, no rechaza nada, sino que lo simplifica todo.

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