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La medida
A la entrada del templo de Apolo, en Delfos, se podían leer dos inscripciones que
han sido consideradas, a lo largo de los siglos, como el non plus ultra de la
sabiduría. Estas inscripciones se complementaban mutuamente, y su comprensión y
puesta en práctica se consideraba de enorme valor para la persona.
Una de ellas, tal vez la más famosa hasta nuestros días, rezaba Gnothi Seauton
(Γνώθι Σεαυτόν): “conócete a ti mismo”. Diferentes autores coinciden en que el
auto-conocimiento es una verdadera prueba de sabiduría que implica la sensatez
del juicio ante las propias acciones y las acciones de otros, ya que sólo
conociéndose a uno mismo es posible valorar a los demás.
Por otro lado, en la segunda inscripción se podía leer Meden Agan (Μηδέν Άγαν):
“todo con medida”. A diferencia de la primera inscripción, que fue exaltada por el
propio Sócrates, esta última frase permaneció prácticamente ignorada en
occidente, hasta que las autoridades sanitarias impusieron restricciones a la
mercadotecnia de las bebidas alcohólicas, a fines del siglo XX.
De esta forma, para los antiguos visitantes del oráculo en Delfos, si algo iba más
allá de su medida propia se encontraba fuera de armonía y estaba destinado a
perder su integridad.
Es por esta razón que el reconocimiento de que todo tiene una medida y la
valoración de la justa dimensión de cada cosa es una prueba de sabiduría similar o
equivalente al auto-conocimiento. Y es, al mismo tiempo, su complemento, ya que
no es posible conocer o conocerse si se ignora la medida interna de aquello que
concierne a la propia persona.
Lograr darle su justa dimensión a cada cosa es producto de “una forma de observar
que tiene que adecuarse al conjunto de la realidad en la cual se vive...” (Bohm,
1980:47-48)
No debemos olvidar que la etimología de nuestra modernísima “razón” es,
precisamente, ratio o proporción y se encuentra íntimamente relacionada con este
concepto de medida: la relación armónica de cada cosa respecto al todo. De esta
forma podemos suponer que la frase “el mundo es racional” tendría un significado
muy diferente para el antiguo visitante que comprendiera el mensaje a la entrada
del oráculo, que el que tendría para un científico decimonónico heredero de
Descartes.
Si regresamos con Bohm: “Claro está que, según fue transcurriendo el tiempo, esta
noción de medida fue cambiando gradualmente, perdió su sutileza y se fue
haciendo relativamente grosera y mecánica… Así, la medida llegó gradualmente a
enseñarse como una especie de regla que debía ser impuesta desde fuera al ser
humano, quien, a su vez, imponía la correspondiente medida, física, social y
mentalmente, a cualquier contexto en el cual estuviera trabajando.” (Bohm,
1980:46-47)
Más aún: “Como resultado de ello, las ideas predominantes acerca de la medida ya
no fueron en lo sucesivo que consistiesen en formas de observar. Antes bien
aparecieron como ‘verdades absolutas acerca de la realidad tal como es’…” (Bohm,
1980:47)
Al parecer la medida pasó, de esta forma, de ser una cualidad intrínseca de las
cosas a ser una cantidad verificable, comparable con otras magnitudes
establecidas. La medida se entiende entonces no como cualidad sino como
cantidad.
A partir de esa época, para los individuos de esta sociedad, “… todos sus impulsos
se encontraban ya bajo la regla del peso y la medida y la cantidad: el día y la vida
estaban completamente regimentados.” (Mumford, 1979:58)
Es interesante notar que la prohibición es, en este sentido, otra cara más de la
desmesura, como lo podemos apreciar cuando el excesivo celo por la salud física
lleva a la prohibición de determinados alimentos o sustancias. Y las prohibiciones
en nuestra cultura parecen multiplicarse de manera proporcional a la desmesura:
exageradamente.
Por otra parte, el dominio del empirismo ha sido característico del desarrollo
científico-técnico que, heredero de Descartes, considera que para conocer el mundo
basta con contar, medir y pesar a todas las entidades que se extienden (res
extensa) y tienen, por tanto, dimensión.
Ya Galileo haría la distinción entre las propiedades cuantificables de las cosas, como
el tamaño y el peso, y aquellas que, dependiendo sólo de los sentidos, debían ser
desechadas. De esta forma, los colores, sabores, olores y sonidos pasarían a ser
consideradas “cualidades que no están realmente presentes en los objetos externos
como tales sino que aparecen solamente en nuestras percepciones”. (Haugeland,
2001:27)
Sin embargo, sería el filósofo inglés John Locke quien designaría a los dos grupos
como propiedades primarias y propiedades secundarias, respectivamente. El
desarrollo científico-técnico occidental se sustenta en este principio de que “las así
llamadas cualidades sensibles (colores, olores, cosquilleos, y otras cosas por el
estilo) no existen en los objetos, sino sólo en quienes las perciben” (Haugeland,
2001:27), y que, por tanto, es necesario descartarlas para conocer la verdadera
naturaleza de las cosas, expresada en propiedades perfectamente cuantificables,
esto es: medibles.
Nuevamente, de acuerdo con Mumford, uno de los principios de las ciencias físicas
en esa época consistió en “la eliminación de las cualidades, y la reducción de lo
complejo a lo simple atendiendo sólo a aquellos aspectos de los hechos que
pudieran pesarse, medirse o contarse, y a la especie particular de secuencia de
espacio-tiempo que pudiera controlarse y repetirse”, y en conjunto con lo anterior
la “concentración en el mundo externo, y eliminación o neutralización del
observador respecto de los datos con los cuales trabaja”. (Mumford, 1979:61)
No sería sino hasta el siglo XX que las ciencias físicas, en voz de los investigadores
que desarrollaron la mecánica cuántica, reconocieron el papel del observador en los
resultados obtenidos y el hecho de que no hay medición que no altere lo observado.
Sin embargo, como mencionamos anteriormente, parece que la medida pasó de ser
una cualidad de las cosas a ser una cantidad verificable. En este sentido es una
paradoja de nuestra sociedad el hecho de que los sistemas de calidad sean
básicamente cuantitativos: se mide la calidad de servicio a través de parámetros
arbitrarios como la cantidad de tiempo transcurrida desde que la persona ordena
hasta que finalmente recibe el producto, o la cantidad de veces que se le
interrumpe para preguntarle “¿está todo bien?, ¿desea algo más?”
Lo digital
Podemos suponer que sin este proceso de cuantificación derivado del empirismo no
habría surgido la necesidad histórica del procesamiento de enormes volúmenes de
información, esto es: de datos, de cantidades. Por otro lado, el mundo digital
significó, a su vez, el nacimiento de nuevas cantidades, nuevas medidas.
Ahora tenemos nuevas medidas, esto es, cantidades verificables: ya sea el número
de ciclos del procesador (“¿a cuántos Gigas corre tu compu?”), el número de bytes
de un archivo (“¿cuántos Megas tiene la presentación?”) o la cantidad de píxeles de
una imagen. Estas medidas son importantes, porque nos hablan de la eficiencia del
equipo o nos permiten optimizar algunos aspectos relativos a su uso, por ejemplo el
despliegue de imágenes en pantalla.
Cabe mencionar, sin embargo, que inclusive en este punto, es fácil encontrarse con
presentaciones o sitios de internet cuyos autores carecen del conocimiento o
capacidad técnica para dar una medida apropiada a las imágenes, animaciones o
textos incluidos en el producto digital. Y, como todos hemos experimentado alguna
vez, es muy molesto esperar tanto tiempo para que aparezca una pantalla que
probablemente ni siquiera alcancemos a leer o ver adecuadamente.
Sin embargo, es indudable que existen otras dimensiones que afectan igualmente a
la relación hombre-computadora. Se desarrolló de esta forma una aproximación
denominada cognitiva donde adquieren importancia aspectos como la comprensión
que tiene el usuario de las tareas que debe realizar, la cantidad de información que
puede percibir sin saturación, o el número de posibilidades simultáneas de
interacción, por ejemplo.