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Hugo “Insumergible” Williams

Autor: Kike Castelló

Me conocen en La Taberna como Geoffrey Chaucer, “el escritor” y, quizá sea


por la responsabilidad de llevar ese nombre, me siento como el cronista de lo
que aquí ocurre. Tengo buenos oídos y una curiosidad enorme y, de una forma
u otra, me suelo enterar de cuanto pasa entre estas viejas paredes. Aquí doy
satisfacción a dos de mis grandes vicios: beber y escuchar.

Lo que saco como escritor no da para un sitio de más postín, tampoco para uno
de menos… en realidad no da para nada. Y aquí, al menos, el Escocés me
invita de vez en cuando.

A quien nadie invita nunca es a Hugo. Se suele sentar al fondo, en un rincón de


La Taberna particularmente apartado. Sus más de seis pies de alto, sus ojos
azules y su barba espesa son características menos llamativas que el vacío
que siempre se forma a su alrededor. La razón de ese vacío es que Hugo
Williams es un tipo con suerte. Con mucha suerte. Y ésa es, precisamente, su
mayor desgracia. Al contrario de lo que se puede pensar, nadie quiere estar
cerca de él demasiado tiempo. “Le quita la suerte a los demás” dicen por ahí. Y
es que los marineros son supersticiosos por naturaleza. Y así pasa: Hugo rara
vez encuentra trabajo de lo suyo, de marinero, porque nadie quiere compartir
un barco con él. Sólo alguna vez puede trabajar de ello, pero navegando en
solitario. Malvive con chapuzas que hace aquí y allá y su único alivio es el
whisky que se toma cada noche en La Taberna del Escocés.

Antes de escribir horóscopos en un periódico de mala muerte, yo era un


periodista prometedor. Ironías de la vida, el comienzo del fin de mi carrera
coincidió con el salto a la fama de Hugo. Y yo, como enviado especial, escribí
algunas de las noticias que le colocaron en boca de todos. Las buenas historias
empiezan por el principio. Así que es por ahí por donde pretendo empezar.

Cuando Hugo Williams no era todavía famoso, servía como marinero de


primera categoría en el USS Sigsbee, un destructor de la clase Fletcher que
operaba en misiones de escolta por el océano menos Pacífico de la historia.
Hugo “Insumergible” Williams

Básicamente su trabajo consistía en fregar la cubierta. Nada demasiado


emocionante pero, sobre todo, nada demasiado peligroso.

Su particular calvario comenzó como suelen comenzar los calvarios. Sin avisar.
Era noche sin luna, sin viento y sin olas. Era una noche negra como boca de
lobo. Era una noche ideal para estar amarrado en puerto. Sólo que no estaban
en puerto, sino que el USS Sigsbee se encontraba en plena misión de escolta
en algún punto entre las islas Marshall y el quinto infierno. Los vigías del buque
estaban alerta. Siempre lo estaban, aunque no habían sufrido ataques en lo
últimos días, los informes de inteligencia descartaban presencia enemiga en la
zona y no se divisaba nada en el horizonte. Todo parecía indicar que sería una
noche tranquila. Una noche ideal para que un marinero de primera categoría
pudiera estar en su puesto esperando pacientemente a que pasara su turno.

En esa noche sin luna, Hugo Williams estaba de guardia en cubierta, fumando
distraídamente un cigarrillo que no terminaba de prender del todo. No le
quedaban más de diez minutos de tedio y ya se hacía a la idea de dormir el
resto de la noche en su camastro. Miró por la borda hacia la sombra de la
noche y tiró la colilla al mar. Hubo una luz cegadora y se produjo una explosión
que hizo temblar todo su cuerpo.

Nadie lo había visto venir. Un torpedo de un submarino enemigo alcanzó la


línea de flotación del USS Sigsbee y el buque, entre sorprendido e indignado,
se hundió en cuestión de segundos. 3.000 toneladas de acero se convirtieron
en una sólida base para un bonito arrecife. Doscientos sesenta y tres
marineros se convirtieron en comida para peces. Todos los oficiales. Toda la
tripulación.

Todos menos el marinero de primera categoría Hugo Williams.

Fue encontrado, semanas después, en un islote perdido en el océano por un


destacamento naval de reconocimiento. Había sobrevivido durante todo ese
tiempo a base de cocos y moluscos. En el momento en que la barcaza con los
marines llegó a tierra, Hugo estaba subido a un cocotero recolectando la
comida para ese día. Según dijeron los testigos del rescate, Hugo parecía
"disgustado" con la presencia de sus camaradas. "Han sido unas buenas
vacaciones", declaró al llegar a tierra. A pesar de que no había nada heroico en

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Hugo “Insumergible” Williams

ser el único superviviente de un naufragio, Hugo “cocotero” Williams recibió una


medalla al valor y un desfile militar en su pueblo. Contó su historia a cuantos le
preguntaban: no sabía cómo, pero de pronto se vio en el mar, nadó hacia la
superficie y se agarró a lo primero que encontró. Y ya está.

No cabía duda de que Hugo era un tío con suerte.

Después de la guerra, comenzó a trabajar en el mercante Neptune de la


Perkings & Co, propiedad del afortunado Charles Perkings III. Afortunado
porque había heredado toda una fortuna de su padre, Charles Perkings II y
éste, a su vez, la había heredado del abuelo Perkings. Dicen que el abuelo
Perkings amasó la fortuna familiar gracias al sudor de la frente de cientos de
esclavos.

El trabajo de Hugo no era nada demasiado sofisticado en el mercante,


simplemente trabajaba como marinero. A veces echaba de menos los tiempos
en los que fregaba la cubierta del USS Sigsbee, pero se le pasaba enseguida.
A fin de cuentas, tenía una cubierta que fregar casi igual de grande en el
Neptune. Todavía era conocido como Hugo “cocotero” Williams, aunque ya no
era noticia y la gente poco a poco se había olvidado de él. Al menos la gente
de tierra, porque la gente de mar todavía le tenían muy presente y muchas
veces le pedían que contara sus aventuras en la isla del Pacífico. Casi siempre
acompañaban su petición con una pinta, y Hugo era un tipo fácil de sobornar.
Sus compañeros en el mercante le consideraban una especie de talismán. A
veces hasta le tocaban la espalda y todo.

El Huracán Emily pilló al Neptune en alta mar, demasiado lejos de la costa y de


algún puerto seguro. Zarandeaban el barco olas más altas que una casa y
vientos huracanados, los únicos vientos que se le pueden pedir a un huracán
decente. La carga amarrada en la cubierta amenazaba con soltarse al siguiente
golpe de mar, y Hugo, junto con otros marineros, fueron allí a asegurarla,
prestos a la orden del capitán. El momento elegido quizá fuera el peor, porque
el barco no fue visto nunca más sobre la superficie del mar. Ni al barco ni a
ninguno de sus tripulantes tampoco. Veintiocho buenos hombres, algunos de
ellos hasta abstemios y todo, no verían jamás la luz del sol.

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Un pesquero que se había salido de su ruta habitual encontró los restos de


parte de la carga del Neptune. Entre los restos, flotando a la deriva, había una
caja llena de corchos de botella prácticamente intacta, parece ser que lo único
medianamente flotante de la carga del barco. Y, sobre ella, el cuerpo de un
marinero aparentemente sin vida. Pero sólo aparentemente. Por supuesto, se
trataba de Hugo y, aunque deliraba a causa de la sed y el hambre, estaba
razonablemente vivo.

Fue noticia en todo el mundo. Un marinero que había sobrevivido a dos


naufragios en los que no había habido ningún superviviente más. "El hombre
más afortunado del mundo", gritaban los vendedores de periódicos por las
calles. Está mal que yo lo diga, pero el mote con el que se hizo famoso fue
obra mía: Hugo “insumergible” Williams. Fue portada de las principales
revistas, se habló de él en todas las radios, salió en todos los noticiarios. Hasta
le propusieron hacer una película y todo. Pero Hugo no quiso. No había hecho
nada excepcional. Un golpe de mar le tiró por la borda momentos antes del
hundimiento. Luego se agarró a lo primero que pudo y, simplemente, se dejó
arrastrar por la corriente… ¿Qué mérito había en ello?

La naviera le concedió un ascenso y formó parte en una nueva tripulación,


como adjunto del oficial de derrota. Incluso le dieron su nombre a un buque y
se celebró una fiesta a la que asistió el mismísimo Charles Perkings III y su
flamante nueva esposa, la rica heredera de la inmensa fortuna de un magnate
del petróleo. Hubo champagne, risas y hasta discursos. “Esperemos que ese
nombre traiga suerte al barco y que sea tan insumergible como Hugo", declaró
el armador. Y, efectivamente, el Hugo Williams I no se hundió nunca. Al menos
no lo ha hecho hasta la fecha.

El Atlántico Norte es famoso por sus icebergs de puro hielo. Ese año, además,
será recordado como uno de los años más fríos de la historia. El Peisinoe, un
barco mercante en el que Hugo ejercía de adjunto del oficial de derrota, por
suerte, no chocó con ninguna masa de hielo flotante. Incluso dejaron atrás el
peligro sin ni siquiera un susto o un percance. Pero una zona de aguas bajas, o
de rocas altas, que también puede ser, se llevó una buena parte del casco muy
cerca de Groenlandia. Las cartas de navegación tenían un error y, para más
INRI, el faro de la costa se había apagado. Las aguas heladas del Atlántico

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Hugo “Insumergible” Williams

entraron a raudales por la brecha y hundieron el barco con toda su carga. La


tripulación del Peisinoe, esta vez, tuvo tiempo de botar las barcas y salvarse de
una muerte segura por ahogamiento. Incluido Hugo Williams. Pero, sin
alimentos ni agua y a merced de las olas, del viento helado y de la lluvia, fueron
muriendo uno a uno. Algunos de hambre, pero la mayoría de sed y de frío. Y
también de un navajazo en el vientre por medio arenque rancio. Todos menos
Hugo "insumergible” Williams. Hugo ahora “El maldito”.

La prensa, incluido yo, volvió con el tema otra vez. Pero tanta popularidad no
hacía sino recordar a todo el mundo que cada tripulación que había compartido
barco con Hugo estaba en el fondo del mar. Ser compañero de “El Maldito” era
tener todas las papeletas para terminar como alimento para peces. Y ser
alimento para peces no es algo que guste trabajando en el mar. Ningún
marinero quería compartir barco con Hugo. Ni siquiera una barca de remos en
la feria. Teniendo en cuenta que ser marinero era lo único que Hugo sabía
hacer, y siendo, además, tan mala publicidad para los intereses de la Perkings
& Co, fue despedido fulminantemente. Le dieron un sobre con dinero y una
recomendación enérgica para que no volviera a poner un pie en un barco.

Ahora, Hugo “El maldito” Williams bebe solo en una mesa del rincón, alejado de
todos y de todo. Sus ojos azules miran a lo lejos, quizá viendo de nuevo las
pequeñas islas del Pacífico o los enormes hielos flotantes a la deriva del
Atlántico. Se mesa con su enorme mano, aún fuerte y curtida, como toca
siendo un marinero, la espesa barba que el tiempo, o quizá el peso de su
historia, ha vuelto blanca. Y bebe. Bebe lentamente pero sin parar.

Toda esta historia me viene a la cabeza en el momento en que la puerta de la


taberna se abre y todos miramos al recién llegado. Hay como un silencio y
hasta la banda parece dejar de tocar. La seda no es un tejido que se vea con
frecuencia por la Taberna del Escocés. Así que podríamos decir que una
corbata de seda es una rara avis en este particular ecosistema. En realidad,
una corbata del material que fuere podría ser considerada una anomalía y,
sobre todo, un pretexto para que algún curioso le busque las cosquillas al
poseedor.

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La corbata está anudada alrededor del cuello de Charles Perkings III,


impolutamente vestido de blanco, con un traje que apesta a caro, y unos
zapatos lustrosos con acento italiano. Charles Perkings III no es un asiduo de
La Taberna. Es más, dudo mucho que haya entrado antes. Pero ahí está, con
aires de importancia y esa seguridad que da tener mucho dinero

Con paso seguro se dirige a la barra, muy cerca de donde estoy, y donde el
Escocés limpia un vaso con un trapo. Los dos hombres se miran y, sólo un
observador muy entrenado, se daría cuenta de una mirada difícil de identificar
en los ojos de ambos.

- Estoy buscando a un hombre.


- Lo siento, yo no hago guarradas.
- Su nombre es Hugo.
- No sé. Conozco a muchos Hugos.
- Hugo Williams.
- ¿Está buscando usted a "El maldito"?
- El mismo. ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

El Escocés hace un gesto con la cabeza en dirección de la mesa del fondo, a la


mesa donde Hugo "El maldito" Williams bebe en soledad. El señor Perkings
camina hasta allí y se queda a una distancia prudencial del hombre. Los dos se
miran y se reconocen. Hugo vuelve a concentrarse en su vaso de whisky.

- ¿Puedo sentarme?
- Allá usted, señor Perkings…. Ya sabe lo que dicen sobre mí.
- Eso son supersticiones baratas de gente sin cultura.
- Ya. ¿Qué quiere?
- ¿Puedo invitarle a un trago?
- No es de buena educación rechazar un trago. Pero me imagino que no
vendrá sólo a eso.
- Efectivamente. Tengo un negocio que proponerle.
- ¿A mí?
- Creo que cometimos un error echándole. Es usted un hombre valioso y,
por así decirlo, con una cualidad "muy especial". Pero estoy dispuesto a

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compensarle... Espero que con diez de los grandes nos olvidemos de


aquel lamentable incidente del despido.

El Señor Perkings saca un fajo de dinero y lo pone sobre la mesa. Son billetes
de los grandes, de los que no se ven en La Taberna muy habitualmente. Fuera
del reservado grande, se entiende.

- Además, necesito de sus servicios otra vez.


- ¿Quiere que vuelva a alguno de sus barcos?
- Exactamente. Como capitán. Necesito que lleve a una persona al otro
lado del charco. ¿Cree que podrá?

Epílogo
Hugo Williams, pone en el título de capitán que tengo colgado en mi camarote.
Necesito tenerlo ahí, para convencerme de que ese soy yo. Que Hugo
“Insumergible” Williams es el capitán de este barco. Que Hugo “El Maldito”
navega otra vez. Sujeto en la mano el compás con el que hace un momento he
terminado de calcular la distancia que resta para terminar el viaje. No quedan
muchas millas para llegar a puerto, si mis cálculos son precisos. No queda
mucho, siempre y cuando no pase nada. Y no tendría por qué pasar nada,
porque llevamos una semana navegando y la travesía ha sido plácida, casi
aburrida.

No lo hago por dinero. El Señor Perkings puso una enorme cantidad encima de
la mesa, sobre todo una vez que me negué a aceptar el trabajo. Y puso más,
hasta que no pude rechazarlo. Pero en el fondo tiene razón: las supersticiones
son absurdas, la suerte no existe. En realidad tampoco lo hago por el título de
capitán. A estas alturas eso da igual. Lo hago por volver a navegar. Por sentir
la libertad que sólo la mar es capaz de hacerme sentir. Por volver a estar vivo.

Todo está tranquilo.

La puerta del camarote se abre y entra apresuradamente mi segundo, haciendo


gestos para que le siga. Insiste enérgicamente unas cuantas veces. Parece
tener cara de preocupación. Seguramente. No le entiendo bien. Ni a él ni a los
demás miembros de la tripulación: todos son chinos. Contratados ex profeso
para este viaje por el Señor Perkings. Lo cierto es que todavía no tengo ni idea
de cómo demonios he llevado el barco tan lejos sin hablar ni una palabra de

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cantonés, mandarín o lo que quiera que hablen. Quizá es porque el lenguaje de


la mar es universal. O porque sigo siendo el hombre más afortunado del
mundo. Tiene gracia… el hombre más afortunado del mundo…

Sigo a mi segundo hasta la cubierta y contemplo lo que ha motivado al


marinero a llamarme. En el horizonte, en cualquier dirección en la que se mire,
unas densas nubes negras amenazan con convertirse en algo mucho más
inquietante. Parece que estamos en el ojo de la tormenta. Un vistazo rápido al
barómetro de cubierta me confirma lo que ya sé: la presión atmosférica no hace
más que bajar. Aunque todo parece tener esa calma previa a la tempestad.

Por puro formalismo grito las órdenes precisas para que cambien las velas.
Ninguno entiende lo que digo, pero todos son marineros experimentados. La
maniobra es rápida aprovechando que todavía hay cierta calma, aunque el
viento empieza a soplar con fuerza casi en el mismo instante en que terminan
la operación. Quizá, con suerte, ese viento nos ayude a salir de la tormenta. Se
nota que los marineros chinos saben de esto. Sin tener que decir nada
comienzan a rizar al máximo la vela mayor y sacan de la bodega un tormentín,
por si el foque es demasiado trapo. Espero que no tengan familia. Pero no, no
puedo permitirme tener estos pensamientos.

Me dirijo a la caña del timón, donde el chino que hace de timonel se esfuerza
por mantener el rumbo. Le ayudo. Ya hay demasiado viento.

No queda mucho para el puerto, pero el rumbo nos va a meter directamente en


la tormenta. No hay opción a dar media vuelta y, desde luego, tampoco
podemos rodearla. Esto es un velero, y necesitamos el viento para movernos.
Llevo subido a un barco desde que era un chaval, pero no soy un marinero
experimentado en el arte de navegar a vela. Al menos, no en un barco con
tantas.

Una voz, por encima del viento, me saca de mis pensamientos. La persona a la
que transporto ha salido a la cubierta del barco. La única persona en toda la
nave que habla mi idioma. Hay mucha tensión en su voz.

- ¿Qué ocurre, Señor Williams? – Me pregunta.


- Nos dirigimos hacia una tormenta.
- ¿Es peligrosa?

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- Eso depende… ¿Es usted supersticiosa?


- ¿Cómo dice?
- ¿Cree usted en la mala suerte, Señora Perkings?

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