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En tiempos de los primeros cristianos, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles
(Hch 2,46), había una característica que llamaba poderosamente la atención de todos:
la alegría.
No es difícil comprender por qué estaban alegres en esos primeros tiempos. Estaba
muy cercano el paso de Nuestro Señor Jesucristo entre ellos. Cuando se reunían en la
Eucaristía, algunos de ellos aún tendrían el recuerdo de Jesús bendiciendo el pan y
repartiéndolo. También estaban alegres porque habían visto grandes prodigios y eran
testigos fieles de las maravillas que había hecho Dios. Ellos, que habían conocido la
esclavitud del pecado, experimentaron la Libertad que trajo el Redentor.
“La alegría verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es
la de quienes se encontraron con Dios en las circunstancias más diversas y supieron
seguirle. Y, entre todas, la alegría de María: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu
está transportado de alegría en Dios, salvador mío (Lucas 1, 46-47).
Alegría en la cruz
Nuestras cruces nos ayudan a identificarnos con Jesús. Siempre nos pesan, no cabe
duda, pero el amor a Dios puede más que cualquier contrariedad, y cuando ofrecemos
nuestras propias cruces amorosamente, Dios las transformará en alegría.
El cristiano debe tener como centro de su vida al amor, y el fruto directo de ese amor
es la alegría. No podemos encontrar un ejemplo más hermoso de alegría que el que
nos da la Santísima Virgen en el “Magníficat”: «Proclama mi alma la grandeza del
Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de
su esclava» (Lc 1, 46-48).
Pidámosle a ella, Santa María causa de nuestra alegría, que nos enseñe a impregnar
nuestra alma, nuestro semblante, nuestros actos y nuestras palabras con la alegría que
nos trajo Nuestro Señor Jesucristo.