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UN FANTASMA IMAGINARIO

- Pues sí, don Lucas, tal como le digo... Los fantasmas existen, yo los he visto; mejor dicho,
vi uno, con estos ojos que se han de comer los gusanos.
- Pero, ¿cómo, "Güero"?. No puedo creer que una persona como usted, con una formación
científica tan sólida, con una mente racional y una filosofía tan práctica, sea capaz de decir tamaño
disparate. ¿Está seguro de que se fijó en lo que está tomando? Qué se me hace que usted ya también
fumó de esa cochinada. Se me hace imposible que en dos años que tenía de no verlo haya cambiado
tanto su forma de pensar.
- No, no, se lo digo en serio. Insisto en que yo mismo lo presencié en mis "cinco sentidos", y
estoy de acuerdo con usted; si alguien me lo platica, lo juzgo "de a lurias".
- Después de esas palabras, Gabriel arroja una voluptuosa nube de humo, que envuelve a
ambos amigos, quienes departen cómodamente repantingado en sendos equipales, a la acogedora
protección de la pequeña terraza, eficaz refugio contra el frío del sereno nocturno. Sobre una
minúscula mesa, dos tazas mediadas esparcen al ambiente el delicioso aroma del café de San
Antonio. La música chirriante de los grillos arrulla los sueños de huesos y filetes de un enorme
pastor alemán que descansa sobre la tarima. El manto sombrío de la noche se estremece, agujerado
por los pinchazos argentinos de las estrellas.
- Le voy a platicar lo que sucedió, y ya dirá si me cree o piensa que son los oníricos delirios
de una resaca mal curada.
Todo sucedió en una noche como esta, allá, en la vieja casona de la abuela, con sus gruesas
paredes de adobe, su enorme patio, sombreado por las tupidas copas de los tamarindos, y en donde
hacían guardia los erectos troncos de las palmeras.
Ya se había comentado en muchas ocasiones que en esa casa asustaban. Que si un bulto
negro aparecía en el fondo del corral, o la sombra blanca de una mujer velada se vislumbraba a la
media noche. Todas esas cosas que sirven para crispar los nervios de la chiquillería sedienta de
historias y emociones de ultratumba. Pero eso a mí me tenía sin cuidado. Un rapazuelo de doce años
poco tiempo tiene para preocuparse por asuntos de aparecidos.
Un viaje de la abuela, con la petición de quedarme a cuidar su casa, me brindaba unos días
de independencia, de poder escapar de la agobiante, aunque cariñosa compañía de mis hermanos,
hacinados, junto conmigo, en la minúscula habitación que compartíamos.
Gozando anticipadamente de la sensación de libertad y prematura "madurez" que me
prestaba el hecho de dormir solo, esa noche devoré, más que comí, la cena que nos sirvió mi mamá,
aderezada con las mil y una recomendaciones que me endilgó.
Una vez instalado en la cómoda sobriedad de la recámara de la abuela, con la única
compañía de un vetusto radio de galena y un mobiliario cuya edad era acorde a la del anacrónico
aparato, me dispuse, como era desde entonces mi inveterada costumbre, a leer un poco antes de
dormir, a la pobre luz de una mortecina lámpara de noche.
Un silencio ominoso rodeaba el lecho, matizado a intervalos por los ruidos de la noche, que
oprimía con sus fúnebres enaguas los rincones del dormitorio.
Poco a poco, el sueño sutil fue vertiendo sus tenues arenillas en mis ojos, y mis párpados se
fueron cerrando bajo el influjo de una tenue somnolencia.
Apagué la lámpara y, justo cuando me arrebujaba entre las sábanas, una intensa sensación de
ser observado hizo que se me erizaran los pelos de la nuca.
Por unos instantes, con la boca reseca y el cuerpo paralizado por una sensación desconocida,
permanecí inmóvil. Como un tropel de caballos desbocados, irrumpieron a mi mente las consejas y
fábulas que con tanta profusión se habían entretejido acerca del sitio en donde, de manera tan
desenfadada, me aposentaba: el esqueleto encontrado al excavar en las ruinas del baño viejo, o la
mujer de blanco... Todos bailando una enloquecedora danza, convirtiendo mi cerebro en un
pandemónium de neuronas en ebullición, en contrapunto a la parálisis que me impedía.
Por fin, tras unos escalofriantes segundos de forzosa inmovilidad, pude controlar, mal que
bien, el entumecimiento de mis miembros, y, lentamente, giré la cabeza hacia un punto en el otro
extremo del cuarto.
- ¿Y qué vio, Güero?, ¿a la mujer velada de alba vestidura?, ¿un bulto negro de fúnebre
aspecto? ¿un ataúd con muerto y cirios incluidos? ¿o acaso una partida de esqueletos psicodélicos
bailando "rap"?
- Oh, no se precipite, don Lucas, y no se me ponga irónico, porque mejor no le platico nada.
- Discúlpeme, mi amigo, pero me resulta tan difícil suponer que usted sea el que me esté
platicando, y tan en serio, estas cosas que, de tratarse de cualquier otro, las tomaría como producto
de un cóctel de alucinógenos. Pero continúe, por favor, le prometo no interrumpirlo más con mis
bromas.
- Como le decía, al dirigir la mirada hacia el otro extremo del aposento, divisé una figura
humana. Un hombre alto, de complexión esbelta, pelo negro y ensortijado, tez clara y facciones
correctas, de aproximadamente unos treinta años; un poblado bigote sombreaba su labio superior,
sin poder embozar la traviesa sonrisa que jugueteaba en su rostro. Se erguía con aire indolente, bajo
los plateados resplandores de la luna creciente que, con tímida faz, asomaba sus rayos por la ventana
entreabierta.
- ¡Hombre, Gabriel!, ¿era un fantasma o un actor de televisión? - interrumpió don Lucas -.
- Si se espera tantito a que termine de platicarle, saldrá de dudas - respondió Gabriel, sin
parar mientes en la festiva observación, continuando acto seguido con su relato -.
Como le dije antes, y a fuer de ser sincero, me quedé completamente trabado, sin poderme
mover, con las quijadas tiesas y la garganta impedida de emitir el menor sonido. Para que me
comprenda, eche un ligero vistazo a la situación: la puerta cerrada con llave y pasador, la ventana
protegida con herrajes de cancelería; ¿quién podría entrar tan fácilmente y con tanto sigilo sin que
yo, que antes de acostarme había revisado todo el cuarto, me diese cuenta? Y el tipo ese estaba ahí,
tan campante, parado con aires de perdonavidas, a la mitad de la estancia.
Por fin, reuniendo un escasísimo atisbo de valor que pude encontrar en no sé qué recóndito
lugar de mi conciencia, osé dirigirle la palabra.
- "¿Q-q-quién es u-usted...? ¿qué busca aquí?"
- El silencio fue la única respuesta a mi pregunta. Si acaso, la ligera sonrisilla que iluminaba
el fantasmal semblante se acentuó un poco más.
- "¿Qué pasa, muchacho, a poco me tienes miedo?"
- Sorprendentemente, la voz sonó jovial, con timbre alegre y festivo, sin el menor asomo de
las tonalidades de ultratumba que eran de esperarse.
Ante el espantado silencio con que respondí a su interpelación, insistió:
- "¿Te sucede algo, o quizá te comieron la lengua los ratones? Anda, contéstame, que no me
gusta que me dejen hablando solo. César Ortigosa no es muy amante de los monólogos".
- Un obstinado mutismo sellaba mis labios, a la inversa de mi imaginación, que emprendió
un vuelo salpicado de locas cabriolas...
César Ortigosa... ¿dónde escuché antes ese nombre?
¡Ah, sí!, era aquél de quien tanto hablaba mi abuelita. Un riquillo de tiempos posteriores a la
Revolución, dedicado al comercio de ganado, cuyas grandes pasiones eran los gallos finos, los
caballos de raza y las mujeres hermosas. Ese de quien se decía que había muerto a manos de un
padre de familia demasiado estricto, que no veía con buenos ojos las nocturnas visitas que dedicaba
a su hija, una veinteañera de muy buen ver y un tanto ligera de cascos.
¿Con que este era el famoso Casanova criollo que, según los díceres de la gente mayor, dejó
enterrados en un lugar desconocido más de mil Centenarios de oro?
Paulatinamente, una chispa distinta destelló en mi desatada fantasía...
¿Una dije? ¡mil chispas, producto del brillo centelleante del mismo número de imaginarias
monedas que caían como áurea cascada sobre mis manos! Una perspectiva diferente se abrió ante
mis ojos. Vaya, no es lo mismo un lúgubre espectro que arrastra lastimero los chirriantes eslabones
de una enmohecida cadena, que un civilizado fantasma que guarda en algún desconocido lugar una
fortuna en oro.
La súbita noción de una fortuna inesperada despertó en mí un valor desconocido, liberando
las ataduras que me sujetaban y prestándome alientos suficientes para articular palabras.
- "¿Es usted don César Ortigosa?"
- "Era, hace años, muchos años. Ahora simplemente soy un espíritu chocarrero que de vez en
cuando tiene la oportunidad de venir a echar una parrafada con algún mortal que tenga el suficiente
valor para no salir corriendo ante mi presencia - dijo, sin abandonar su socarrón empaque -".
Poco a poco, el primitivo estremecimiento de terror era sustituido por un leve escalofrío de
excitación. El pánico cedía su lugar a la ambición y el miedo a lo desconocido era reemplazado por
un temblequeante cosquilleo, causado por la posibilidad de obtener una fortuna repentina.
- "¿Por qué razón anda usted penando?" - Fue la intencionada pregunta que a continuación
surgió de mis trémulos labios; cuestionamiento al cual, in mente, había dado ya cumplida respuesta,
¿o no era lógico pensar que, si alguien se aparecía por ahí en la figura de un espíritu parlanchín, no
era por otra razón más que, debido a tener guardado en cualquier sitio un "entierrito" que no lo
dejaba en paz, y no lo podría conseguir hasta encontrar un afortunado mortal a quien entregárselo,
con la única condición de que este último tuviese la valentía de resistir su fantasmal presencia?
Una burlona carcajada fue la respuesta.
- "¡No, hombre! ¿Quién te dijo que ando penando? Yo, igual que muchos otros fantasmas,
espíritus, ánimas o como nos quieras llamar, estamos siempre aquí, en una dimensión paralela a lo
que ustedes llaman "realidad", pero únicamente podemos ser percibidos por cierta clase de
individuos: aquéllos que cuenten con la suficiente sensibilidad que les permita captarnos o quienes
se encuentren en el estado de ánimo adecuado para entrar en contacto con nosotros, tal como ahora
te ocurre a ti".
- "¿Entonces, lo que se dice de su muerte y todo lo demás?"
- "Mi muerte... Cuántas historias se han hilvanado a costillas de ella. La verdad es que morí
tranquilamente en mi cama de un infarto, después de una de esas juergas que hacen época. Pasé de
un sueño a otro más profundo sin ninguna transición, sin tan siquiera darme cuenta".
- "¿Y lo que se habla de cierta fortuna enterrada, de no sé cuántos centenarios, es también
puro cuento?" - Inquirí, ya con un claro dejo de frustración trasluciéndose en mi expresión - .
- Una sonrisilla maliciosa se abrió paso, traviesa, entre los poblados vellos del bien cuidado
mostacho, y, justo en el momento en que una respuesta asomaba a sus labios, el ruido de una puerta
al abrirse interrumpió la interesante conversación.
Volteé hacia el sitio donde surgía la inoportuna interrupción, esperando, tal vez, el arribo de
un nuevo ectoplásmico visitante, y lo único que encontré fue la faz interrogante de mi hermano
menor, quien llegaba a hacerme compañía a instancias de nuestra preocupada madre. Al buscar de
nuevo a mi anterior huésped, sólo hallé los muebles, sombras y penumbras del cuarto, pero de su
presencia, nada.
Nunca volví a ver a tan peculiar aparecido. Nunca supe si en verdad existía el famoso tesoro,
ni mucho menos su ubicación.
El silencio reinó brevemente entre los dos interlocutores. Don Lucas, con un marcado gesto
de escepticismo impreso en sus facciones, aspiró largamente el humo de su cigarrillo, siguiendo con
la vista las caprichosas figuras que formaban las volutas producidas y, tal vez eligiendo
cuidadosamente las frases, buscando las que menos pudieran herir la susceptibilidad de su amigo,
dijo:
- ¿Sabe, Gabriel? Creo que usted me está gastando una broma con sus cuentos de fantasmas.
Como sabe que para mí todo tiene explicación científica, ahora trata de colocarme una historia de
aparecidos, a ver si logra desconcertarme, pero no crea que lo va a conseguir...
Bruscamente interrumpió la perorata; una expresión de desconcierto se pintó en sus
facciones, con sus desorbitados ojos clavados en el vacío equipal donde escasamente un par de
segundos antes se encontraba sentado su amigo. Con el más violento estupor dibujado en su cara,
buscó por todas partes, con vano resultado. Dio voces llamando a Gabriel, con sólo el silencio por
respuesta.
Sin poderse explicar lo sucedido, dejóse caer sobre su asiento. Un caos de ideas inconexas
bailaban una danza frenética en su cerebro, pugnando por encontrar una justificación que pusiese las
cosas en su lugar.
Unos toques a la puerta de la calle vinieron a interrumpir sus incoherentes reflexiones. Era el
chiquillo de la vecina, quien le traía el periódico vespertino.
Como autómata se sentó, abrió el periódico y, como atraída por un poderoso campo
magnético, su mirada se posó en una pequeña nota, que apenas ocupaba espacio en el rincón de la
plana:
"Hoy, a las 10:00 hs., falleció el conocido ingeniero Gabriel Azpeitia..."
El perfumado aroma del café seguía esparciéndose por el lugar, y don Lucas, con un
escalofrío recorriendo sus huesos, fijó por un momento la vista en los dos cigarrillos aún
encendidos, de los que se desprendían volutas de humo que, como blancas guedejas de algodón, se
enredaban en la plácida atmósfera de la noche.

AUTOR: TRÓPICO DE CÁNCER

IDENTIFICACIÓN DEL AUTOR

TÍTULO: NO ME CUENTEN QUE HAY FANTASMAS.


AUTOR: PROFR. MIGUEL ANGEL MARTÍNEZ ROMERO.
DIRECCIÓN: INDEPENDENCIA No. 271, COLIMA, COL.
TELÉFONO: 2 - 79 - 19

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