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La fuga de Jimmy

Diajanida Hernández G.

Un día de semana cualquiera. Hora pico. Tráfico pesado. El autobús


serpentea lentamente por la avenida México Toluca en dirección a Tacubaya. En
su interior, en medio del amasijo de gente, dos mujeres casi guindadas de los
tubos del techo hablan de cualquier cosa, tratan de conocerse un poco más. El
lugar donde viven, la oficina de trabajo, la impresión de la ciudad, todos los temas
sirven.
Mientras conversan un joven moreno, alto, de unos 28 años, las mira con
curiosidad. Las mira y sonríe discretamente. Las mujeres procuran no tomarlo en
cuenta. Hasta que él se decide. ¿Ustedes no son de aquí verdad? No, no somos
de aquí; yo soy de Perú, ella de Venezuela. ¿Venezuela? Yo también soy de allá,
mucho gusto, me llamo Jimmy. La cara de Jimmy se ilumina con una sonrisa y
como si necesitara decir, contar, confesar, comienza a hablar de sí.
Jimmy nació en Caracas, es hijo de un militar del Ejército y de un ama de
casa. Estudió Ingeniería Mecánica en la Universidad Central de Venezuela.
Consiguió trabajo en una empresa mixta que opera en Guasdaualito, ciudad del
estado Apure, fronterizo con Colombia. Trabajaba en el fin del mundo, según él.
Enfrentó la burocracia, la inseguridad de la zona, vio negligencia y corrupción. Se
cansó. Logró un puesto en el Metro de Caracas. Allí estuvo un tiempo. Otra vez
burocracia, corrupción, ahora sazonado con las tensiones políticas de los
sindicatos del subterráneo. Tampoco quiso continuar.
Me vine a México porque no aguanté. ¿Sabes? Mi papá es general del
Ejército. Ya te podrás imaginar. Me cansé. ¿Tú vas a regresar? ¿Por qué? ¿No
estás harta? Tengo siete meses acá. Vivo en la Colonia Roma, trabajo como
ingeniero civil en una oficina de arquitectos. Ahorita estoy dirigiendo una obra en la
Torre Microsoft, allí cerca de tu hotel. Aquí estoy solo, mi familia toda está en
Venezuela. Es como volver a empezar, vamos a ver cómo me va, es difícil. Pero lo
prefiero así. Estoy más tranquilo. ¿En serio vas a regresar a Venezuela? ¿No vas
a aprovechar?

Me quiero ir
El caso de Jimmy es uno de los muchos que hoy se ven en Venezuela. Una
situación preocupante, que hace pensar sobre el futuro del país. Porque la
emigración venezolanas es, en su mayoría, de jóvenes profesionales. Esos que se
suponen que ayudan a construir un país. Se le ha llamado de muchas formas:
fuga de talento, fuga de cerebros, fuga profesional, diáspora de capital humano,
éxodo capacitado, balseros del aire.
Como sea que se le llame, al final, refleja una realidad: Venezuela ha
pasado de ser un lugar que recibe inmigrantes a producirlos. Si bien la inmigración
es una marca de las sociedades latinoamericanas, en el caso venezolano hasta
hace poco era distinto: la recibía. Durante décadas el país acogió personas que
huyeron de la guerra, de dictaduras, de crisis económicas, de explosiones
sociales. Por ello se encuentran numerosas comunidades de españoles, italianos,
franceses, colombianos, peruanos, argentinos, dominicanos, haitianos y trinitarios,
entre otras nacionalidades.
El éxodo venezolano comenzó en los años ochenta, desde aquel viernes
negro que golpeó la soberbia del país petrolero, del “está barato dame dos”.
Continuó en los noventa con la inestabilidad política y la crisis financiera. Sin
embargo, en el último lustro el asunto ha tomado un cariz alarmante. Inició con el
paro petrolero de 2002, cuyo punto final fue el despido de 10.000 trabajadores de
la estatal petrolera Pdvsa. Con un pitazo, en cadena nacional, tras meses de
conflictos el país prescindía de un importante grupo de gente que él mismo se
había ocupado de formar. Ingenieros petroleros, ingenieros mecánicos, físicos,
químicos, geólogos, matemáticos, técnicos, en fin, miles de empleados del área
quedaron fuera. Hoy una parte importante trabaja en transnacionales o en otro
país. Algunos ni siquiera ejercen su oficio porque no encuentran empleo.
Desde 2005 se han incorporado los jóvenes talentos al movimiento
migratorio. Las causas: búsqueda de bienestar económico, la inseguridad y la
inconformidad con la situación política. Para más señas se pueden ver las cifras
del Instituto Nacional de Estadística. En Venezuela hay unos 8 millones de
jóvenes con edades comprendidas entre 15 y 35 años; de cada 100 personas
asesinadas, 65 se encuentran en esta edad. El desempleo alcanza el 9%, pero en
el rango de entre 15 y 35 años es de 18 por ciento, es decir, el doble del general.
Como en el caso de Jimmy, hay un sentimiento de hartazgo en parte de la
población joven. De agobio. De rabia. De desesperanza.
Según estudios que han hecho ONG’s, investigadores universitarios y
empresas de sondeos de opinión, se calcula que hay millón y medio de
venezolanos fuera del país, repartidos entre Estados Unidos, Canadá, Australia,
Europa y algunos países latinoamericanos. El grueso son médicos, científicos,
ingenieros, docentes, arquitectos, psicólogos, economistas, artistas, técnicos.
Profesionales. Y lo más doloroso es que los jóvenes que están en formación
tienen el mismo sentimiento de Jimmy. Setenta y dos por ciento de los estudiantes
de las universidades venezolanas tienen entre sus opciones de vida la tentativa de
fugarse del país.

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