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Juan O'Donojú, el conciliador

Por Luz Elena Mainero del Castillo


Investigadora del INEHRM

“La nación mexicana, que por trescientos años ni ha tenido voluntad propia ni libre el
uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”. Con estas palabras da
comienzo el escrito del Acta de Independencia del Imperio Mexicano, firmada el 28 de
septiembre de 1821, al día siguiente de la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la
Ciudad de México. Testigo presencial de estos hechos fue don Juan O’Donojú, quien
había arribado a tierras veracruzanas unas semanas antes con el nuevo título de capitán
general y jefe político superior, que sustituía al de virrey, tal como lo estipulaba la
Constitución de 1812, con la consigna de poner orden y mantener el dominio español
sobre la colonia. Sin saberlo, ni siquiera sospecharlo, O’Donojú llegaba únicamente
para otorgarle la libertad a la Nueva España y atestiguar el nacimiento de una nueva
nación, motivos suficientes para ganarse su lugar en la historia.
Juan José Rafael Teodomiro O’Donojú O’Ryan, nacido el 30 de julio de 1762 en
Sevilla, España, de ascendencia irlandesa, llegaba a la Nueva España a tomar posesión
de su nuevo cargo también un 30 de julio, pero de 1821. Enfermo y debilitado por los
años en prisión y por la tortura a la que había sido sometido por órdenes del rey
Fernando VII a su regreso al trono Español en 1814, don Juan descendió del navío Asia,
anclado en el puerto de Veracruz, el 3 de agosto. No bien acababa de realizar el
juramento ceremonial correspondiente y se le hubieron rendido los honores que su
importante cargo conllevaba, el nuevo jefe político superior fue enterado de la situación
que prevalecía en la Nueva España: la mayor parte de la población apoyaba a Agustín
de Iturbide; las únicas plazas que quedaban en poder de la Corona eran la Ciudad de
México, Acapulco y Veracruz, aunque las tres posiciones estaban asediadas por las
fuerzas insurgentes, y lo más importante y grave, la independencia era prácticamente un
hecho consumado.

Las noticias que llegaban afirmaban que la capital estaba a punto de caer en manos de
los rebeldes, que en ella todo era caos y desorden, y que la ciudad se iba quedando sin
hombres, pues éstos huían para evitar ser reclutados por las tropas virreinales. Y por si
esto no fuera suficiente, el “virrey” usurpador, el mariscal Francisco Novella,
amenazaba con arrasarla si las tropas de Iturbide intentaban entrar en ella.
Muy probablemente, más pronto de lo imaginado, O´Donojú se dio cuenta de que había
cometido un gran error al aceptar venir a gobernar la colonia, y tal vez no dejaba de
preguntarse cómo había acabado en esa situación.
En 1782, después de pasar sus primeros 20 años en Sevilla, el joven Juan O’Donojú
decidió seguir la carrera de las armas y se alistó en el ejército español, al que sirvió
obteniendo un muy buen historial. Fue ascendido por méritos propios hasta alcanzar el
grado de teniente general. Durante la invasión francesa a su país se desempeñó
valientemente en los Sitios de Zaragoza. Sin embargo, fue capturado por las tropas del
general francés Joaquín Murat, quien lo condujo preso a Bayona, logrando escapar en
1811. Finalmente, se estableció en Cádiz, en la región de Andalucía.
O´Donojú, quien siempre se había caracterizado por sus ideas liberales, por ser enemigo
del absolutismo y por su filiación con la masonería, había conspirado contra el
despótico gobierno de Fernando VII cuando éste derogo la Constitución Liberal de
1812. La conspiración fue descubierta, los participantes apresados y O’Donojú
torturado para obligarlo a revelar todo lo que sabía. Después de permanecer cuatro años
prisionero en el Castillo de San Carlos, en Mallorca, fue liberado al triunfo de las cortes
liberales, que obligaron a Fernando VII a someterse a la Constitución, teniendo que
jurarla en marzo de 1820. Poco después, don Juan fue nombrado jefe de armas de
Sevilla.
Las Cortes buscaron premiar a O’Donojú por su valiente participación durante la guerra
contra los franceses, concediéndole un destino de gran prestigio y honor: el virreinato
de la Nueva España, la joya de la corona española. La propuesta para enviar a O’Donojú
a sustituir a Juan Ruiz de Apodaca en el gobierno de la colonia había sido dada por los
diputados novohispanos en las Cortes, especialmente por Miguel Ramos Arizpe,
quienes veían en O’Donojú a la persona con las cualidades suficientes, inteligencia,
autoridad, fama y capacidad para garantizar que la constitución liberal fuera aplicada en
la colonia, someter a Iturbide y poner fin a la insurrección independentista. Nadie en
España sabía entonces del enorme arrastre popular que Iturbide y la bandera trigarante
tenían ya en México, ni de la convicción generalizada que había en el pueblo mexicano,
que deseaba fervientemente la independencia.
Estando en Veracruz, O’Donojú se enteró de los últimos y desafortunados días en
México de su antecesor, el virrey Juan Ruiz de Apodaca, Conde de Venadito, quien,
debido a su posición tibia y poco firme hacia Iturbide, fue obligado a renunciar a su
puesto el 5 de julio de 1821 por sus dos jefes militares de mayor renombre, los
mariscales Pascual Liñán y Francisco Novella, quienes estaban en total desacuerdo con
la forma en que el conducía las operaciones militares contra Iturbide. En un acto
completamente ilegal, pues los militares no tenían facultades para exigirle la renuncia a
un virrey, ni él para aceptarla, Apodaca fue depuesto. Al día siguiente, salió de la
Ciudad de México hacia la Villa de Guadalupe. Novella fue entonces nombrado virrey;
sin embargo, tuvo dificultades para que se le reconociera como tal, pues su
nombramiento carecía también de toda legalidad.
El mismo día en que O´Donojú llegó a Veracruz, dirigió una proclama a los habitantes
en la que reiteró la rectitud de sus intenciones y pidió que se le aceptase a prueba su
mando, señalando estar dispuesto a renunciar si el pueblo elegía a otro jefe. Sin
embargo, convencido de la fuerza del movimiento trigarante, y comprendiendo que todo
estaba ya perdido para España y que era inútil cualquier intento por evitar la
independencia mexicana, O’Donojú escribió dos cartas a Iturbide. En la primera,
abierta, le daba el tratamiento de “Excelencia”, y la dirigía al “Jefe Superior del
EjércitoImperial de las Tres Garantías”; en la segunda, secreta, llamaba “amigo” a
Iturbide y lo invitaba a tener una conversación con él para que juntos determinaran “las
medidas necesarias para evitar toda desgracia, inquietud y hostilidad”.
Iturbide recibió las cartas cuando estaba en Puebla y las respondió inmediatamente,
fijando día y lugar para la entrevista. El encuentro tendría verificativo el 24 de agosto, el
lugar, la Villa de Córdoba, en Veracruz. O’Donojú fue escoltado desde el puerto hasta
la ciudad donde se realizaría la entrevista, por un joven militar que desde entonces
buscaba figurar a como diera lugar: Antonio López de Santa Anna.
El 23 de agosto por la noche, Iturbide llegó a Córdoba. Camino a la ciudad, le envió a
Francisco Novella una notificación en la que le avisaba del arribo del nuevo jefe
político superior. Novella no tenía ni idea de la llegada de un nuevo gobernante, lo que
lo ponía en una situación muy delicada, pues el mandaba de hecho, pero no de derecho.
Además, se percató de la intención de O´Donojú de entrar en arreglos con Iturbide y
con los insurgentes, lo que llevó a que él y los militares realistas que lo habían
encumbrado, tacharan de traidor a don Juan.
Lo primero que hizo Iturbide al llegar a Córdoba fue presentar sus respetos a la señora
O’Donojú, quien lloraba la muerte de sus sobrinos, víctimas del vómito negro que
asolaba a la región de Veracruz, y quien temía por la suerte de ella y de su marido, pues
había esperado llegar a la Nueva España en medio de vítores y aplausos, y la realidad a
la que se enfrentaba era muy distinta. Llegaba a un país en guerra, con España casi
derrotada y sin otra posibilidad para su marido que entregar el mando de inmediato.
Iturbide la tranquilizó.
O’Donojú se entrevistó con él en la mañana del 24 de agosto de 1821. Conversaron, se
entendieron bien, gracias “a la buena fe y armonía con que nos conducimos en este
negocio”, y juntos pactaron una independencia pacífica en la que se “desataba sin
romper”el nudo que había unido por tres siglos a la Nueva España con la metrópoli.
Agustín de Iturbide, en su calidad de jefe del ejercito trigarante, y Juan de O’Donojú, en
su papel de jefe político superior, pero sin la facultad legal para hacerlo, suscribieron los
Tratados de Córdoba, en los que prácticamente se ratificaba todo lo plasmado en el Plan
de Iguala. Ni la Constitución ni sus instrucciones ni su propio papel como gobernante
autorizaban a O´Donojú proponer a Iturbide un tratado que tuviera como fin el
reconocimiento de la Independencia. Tampoco estaba facultado para prometer dejar
tranquilamente a los mexicanos elegir al jefe que quisieran. Sin embargo, así lo hizo. La
realidad era que no tenía opción.
En los Tratados de Córdoba se pactaba una independencia pacífica que daba origen a
una nueva nación con el nombre de Imperio Mexicano, y se invitaba al rey Fernando
VII a tomar posesión del trono del mismo o, en su defecto, a algún miembro de su
familia. Si los candidatos no aceptaban, serían los mismos mexicanos quienes
designarían al nuevo rey.
Después de firmar el Tratado de Córdoba, O’Donojú le escribió a Novella, haciendo
reconocer su autoridad como legítimo jefe político superior e invitándolo a reunirse para
acordar la capitulación del Ejército Realista y su salida del territorio mexicano. El 15 de
septiembre, en la hacienda de La Patera, cerca de la Villa de Guadalupe, se reunieron
Agustín de Iturbide, Juan O’Donojú y Francisco Novella, en donde este último entregó
el mando a don Juan. O’Donojú ejerció el mando como jefe político superior
únicamente por unos días, tiempo suficiente para entrar a la capital de la antigua Nueva
España, lograr la capitulación de las tropas españolas y disponer su salida, primero de la
ciudad y posteriormente del país, entregar la capital a Iturbide y preparar el gran
recibimiento que el 27 de septiembre se le daría al Ejército Trigarante. De esta manera,
O’Donojú cumplía con su papel en la historia.
Después de entregarle el poder a Iturbide, don Juan manifestó su deseo de retirarse a la
vida privada y aceptó quedarse a vivir en México, ya que sabía que no podía volver a
España, donde se le consideraría un traidor por firmar los Tratados de Córdoba y por
reconocer la independencia de México.
El 26 de septiembre de 1821, el día previo a la entrada del Ejército Trigarante a la
Ciudad de México, Juan Ruiz de Apodaca salía definitivamente rumbo a Veracruz para
dirigirse a España. Con él se iba el virreinato y 300 años de dominación española, por lo
que es a él a quien se le puede considerar como el último virrey de la Nueva España.
Francisco Novella no puede considerarse como tal, pues nunca fue designado
legalmente, y O’Donojú, aunque sí fue investido legítimamente por el rey de España, en
virtud de los cambios determinados por la constitución de Cádiz, en la que los
virreinatos quedaban suprimidos siendo sustituidas por provincias, no recibió ya el
nombramiento de virrey, sino de jefe político superior y capitán general de la Nueva
España. Además, nunca llegó a gobernar; literalmente llegó a México a firmar la
independencia y a morir aquí.
La llegada de O’Donojú a la capital fue recibida con entusiasmo y con el mismo
ceremonial con que se recibió durante 300 años a los virreyes. Por unos cuantos días
vivió y despachó en el Palacio Virreinal, y allí esperó la llegada del ejército imperial de
las Tres Garantías.
La mañana del 27 de septiembre de 1821, el Ejército Trigarante, con Agustín de
Iturbide marchando a la cabeza, hizo su entrada triunfal en la Ciudad de México, en
medio de la algarabía de los habitantes de la capital. En el ahora Palacio Imperial, el
antiguo Palacio Virreinal, lo esperaba don Juan O´Donojú, para observar juntos, desde
el balcón central, el paso del desfile de las tropas. La independencia de México estaba
consumada.
Al día siguiente, 28 de septiembre, quedó instalada la Junta Provisional Gubernativa y
la Regencia del Imperio, siendo nombrado presidente de la misma Agustín de Iturbide,
quien consciente de la autoridad moral y del respeto del que gozaba O’Donojú entre los
mexicanos gracias a su actitud inteligente, abierta y conciliadora, lo invitó a formar
parte de la regencia del imperio. Don Juan aceptó y estuvo presente en la junta en la que
se redactó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano.
Pocos días más sobreviviría don Juan O´Donojú. Debilitado, enfermo por las
enfermedades contraídas producto de los años de reclusión, y con un gran pesar porque
sabía que su nombre quedaría asociado a la palabra “traidor” en España, ese hombre
visionario y realista que tuvo la capacidad de ver que la independencia de México era
un hecho consumado; ese hombre que a pesar de saber que no estaba facultado para
otorgársela, le dio la libertad a México; ese hombre que antepuso su buen juicio a los
intereses de la Corona, moría de pleuresía en la capital del nuevo imperio el 8 de
octubre de 1821.
Juan O´Donojú, el último gobernante nombrado por la Corona española para dirigir los
destinos de la Nueva España, fue sepultado con todos los honores destinados a los
virreyes en la de la Capilla de los Reyes de la Catedral de México. Timothy E. Anna, al
referirse a O’Donojú, señala que, “Para conservar la legalidad y la estabilidad, sacrificó
su carrera por un pueblo al que no conoció”.

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