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EL FIN DE UN MUNDO Y EL

NACIMIENTO DE UNO NUEVO


Francisco Almansa González, filósofo.
http://aletheia-informa.blogspot.com

Estamos en presencia del fin de una era, o lo que es lo mismo: del fin de un mundo. Pero este
mundo que se acaba es, en primer lugar, un mundo visto desde una manera de vernos a nosotros
mismos, y esto hace que lo que llamamos “realidad” esté a su vez mediatizado por lo que también
en nosotros consideramos más real. Sin embargo, desde el triunfo del pensamiento débil, que
paradójicamente se convierte en el pensamiento dominante, ha sido decretado el fin de la
identidad humana; algo que es equivalente a proclamar nuestra des-realización, pues cuanto
menos real se es menos identidad se posee. Curiosamente, con la aniquilación teórica de
nuestra identidad, se ha pretendido abrir una era de libertad. Ya que, según estos pensadores
(sic.) -hoy constituidos a su vez en intelectualidad dominante-, el origen de toda opresión habría que
buscarlo en la pretensión de poseer algún tipo de identidad, cuyo arquetipo absoluto se encontraría
en lo Uno, que identifican con el Estado, como es el caso de Antonio Negri.
Con lo anterior, lo que se pone de manifiesto es más bien la muerte de una forma de
autoidentificarnos que es la de ser yoes aislados y con un destino que depende
esencialmente de nuestra libertad, por la cual se nos premia o bien se nos castiga tanto en el
cielo como en la tierra. Pues en este punto coinciden lo mismo creyentes como ateos, escépticos o
agnósticos, dado que todo castigo tiene sentido sólo si la ley ha sido trasgredida por un acto
plenamente libre. Asimismo, todo premio es la recompensa de un acto voluntario que se supone
tiene un efecto benéfico para todos.

El pensamiento postmoderno no cuestiona en absoluto esta forma de autoidentificación, sino


que, por el contrario, la exacerba hasta aniquilar cualquier vínculo permanente por el que
comunitariamente nos reconozcamos como Nosotros Mismos, con lo cual pone de relieve, en
este sentido, su verdadera naturaleza: el de ser el paradigma terminal de un tiempo relativo a una
forma de autoidentificación humana, y, por lo tanto, de una forma de vida. En relación con lo
anterior, podría decirse que dicho paradigma no es sino la forma de conciencia que se tiene de
su propia muerte, que, paradójicamente, la toma como la forma definitiva de la vida de lo que se
“ha dado” en llamar Hombre. Sin embargo, la no identidad que se postula como garantía de libertad
no es sino el atributo negativo de la muerte. Pero ésta, en relación al ser humano, no se reduce ni
mucho menos a su extinción física, sino que es vivida como impotencia que adviene o que se
padece en relación a una forma de ser presente.

En este sentido, se puede ser consciente de haber muerto, por ejemplo, para una comunidad que
nos rechaza y de la cual necesitamos para sentirnos nosotros mismos. Pero también se puede vivir
la muerte de una forma más racionalizada, en el sentido freudiano del término, de tal manera que la
impotencia -rasgo común de todo lo muerto- sea disimulada bajo el disfraz de un sedicente realismo.
¡Nada de proyectos sociales!, se nos dice, pues esto supone un fin común que limitaría
nuestra libertad, siempre para ellos relativa al aquí y ahora, por quimeras relativas a un futuro
del cual sólo cabría decir que es absoluta incertidumbre.

Sin embargo, basta mirar toda manifestación de vida, aun en sus formas más rudimentarias, para
observar que ésta busca ser el Presente de su futuro. Esto es: ser la ley de su propio cambio,
haciéndose para ello necesaria por su singularidad. Toda especie es una forma singular de vida que,
siendo tal y como es, constituye una presencia necesaria para las demás especies. De ahí que el
cambio o la extinción de alguna suponga la modificación o extinción de otras. Esto es lo que
denominamos el Orden Solidario de la Vida. Ahora bien, es a su vez este orden solidario el que
permite la afirmación de la singularidad de cada especie, y con ello el que le facilita realizar las
posibilidades que le son inherentes, y esto, mutatis mutandi, es lo que denominamos libertad de la
especie.

En resumen, todo orden de solidaridad es una y la misma cosa que un orden de libertad. Esto
vale sobre todo para la realidad humana, pues es desde ella donde podemos hablar, en su más
pleno sentido, de Libertad. Sólo que aquí no rige el concepto de especie en tanto que nos referimos
a la escala de la vida social, sino de la persona, que, en tanto que tal, no busca sino la máxima
expresión de su Vida: afirmar su singularidad en comunión solidaria con los demás. Esto es:
que el orden solidario sea la condición del orden de la libertad o de realización de las posibilidades
que son inherentes a la singularidad de cada uno.

Con esto, el árbol de la Vida ya no sería diferente al árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, puesto
que la máxima expresión de la Vida es la Vida tal y como se debe vivir. O sea: como libertad
solidaria. Al paradigma terminal del postmodernismo, o conciencia de la nada, no puede sino
seguirle el paradigma de la Vida, que es aquella forma de diferenciación del Todo inherente a la
afirmación de la singularidad de sus partes. Frente al individuo aislado y sin identidad, o
conciencia de muerte, la singularidad solidaria o conciencia de Vida.

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