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Del Catecismo:
1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los
impulsos del Espíritu Santo.
1831 Los siete dones del Espíritu Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a
su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para
obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las
potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio
Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.
Los dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por sus
propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden puramente natural.
Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con
el pecado mortal.
El Espíritu Santo actúa los dones directa e inmediatamente como causa motora y
principal, a diferencia de las virtudes infusas que son movidas o actuadas por el
mismo hombre como causa motora y principal, aunque siempre bajo la previa
moción de una gracia actual.
Por la moción divina de los dones, el Espíritu Santo, inhabitante en el alma, rige y
gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es la razón humana la
que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo, que actúa como regla, motor y
causa principal única de nuestros actos virtuosos, poniendo en movimiento todo el
organismo de nuestra vida sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.
La sabiduría "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese
conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios... Esta sabiduría superior es
la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad,
gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y
prueba gusto en ellas. ... "Un cierto sabor de Dios" (Sto Tomás), por lo que el
verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las
experimenta y las vive "
Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las
cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don,
el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es
capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos
ojos de Dios.
Ejemplo: "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asís... En todas estas almas
se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien la
piedad tradicional venera como "Sedes Sapientiae", nos lleve a cada uno de
nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.
Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus
aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del
Espíritu, que la impregna con la luz "que viene de lo Alto", como lo han testificado
tantas almas escogidas también en nuestros tiempos... En todas estas almas se
repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu Santo. Ella, a quien
la piedad tradicional venera como "Sede Sapientiae", nos lleve a cada uno de
nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.
Por la sabiduría juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus últimas
y altísimas causas bajo el instinto especial del E.S., que nos las hace saborear por
cierta connaturlidad y simpatía. Es inseparable de la caridad.
La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro",
penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta
las profundidades de Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de
capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio
amoroso de Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús,
los cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían uno
a otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino,
explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)
2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en
consideración el don de consejo. Se da al cristiano para iluminar la conciencia en
las opciones que la vida diaria le impone.
Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos
motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los verdaderos
valores, es la que se denomina «reconstrucción de las conciencias». Es decir, se
advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se
insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de
introducir en ellas elementos sanos y positivos.
Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater
Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.
Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la
práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la dureza en las
relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos
formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento
humano, con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es
débil y vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.
3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser
sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un
impulso sobrenatural, que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como
el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha
por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y
ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y
hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
Pidamos a Maria, a la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el don
de la fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los
domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al
cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el
Creador.
2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las
que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de la
ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia
esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no
estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de
su propia vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).
Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como
manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de la belleza,
del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente impulsado a traducir
este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que
tantas veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quien no se
acuerda de alguna de dichas manifestaciones? "El cielo proclama la gloria de Dios y
el firmamento pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19, 2; cfr Sal 8, 2); "Alabad
al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y Luna,
alabadlo estrellas radiantes" (Sal 148, 1. 3).
Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para
con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre.
Clamar ¡Abba, Padre!
Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la
voluntad, por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y
un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto
hermanos e hijos del mismo Padre.
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro
insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo
de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración.
La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas
dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener
gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia,
enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios,
experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo:
«Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de
que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo
que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7;
cfr Rom 8, 15).
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando
nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de
dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como
Vas insignae devotionis, nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn
4, 23) y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por
tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve Regina»:
«i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».
Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo
divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios,
humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el
amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de
no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
1. Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo.
El Ultimo, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal
110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo
de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e
inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros
progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre
los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del siervo infiel y
malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cfr
Mt 25, 18. 26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del
Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento
sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda malestas de
Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el
peligro de ser «encontrado falto de peso» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que
nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu
contrito» y con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe
atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto
no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de
Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las
culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en
la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la
salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en
el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa
entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de
"permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende
toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la
templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la
exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de
toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de
Dios» (2 Cor 7, 1).
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad
transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos. Invoquemos al
Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor de Dios en
los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al
anuncio del mensaje celeste o se conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la
inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe, de la
obediencia y del amor.
En orden a los
Por: El hombre:
actos:
la Virtud se dispone para ser movido por la simple razón naturalmente
adquirida natural buenos.
sobrenaturales
se dispone para ser movido por la razón iluminada
la Virtud infusa al modo
por la fe
humano.
sobrenaturales
los Dones del se connaturaliza con los actos a que es movido por al modo divino
Espíritu Santo el Espíritu Santo o
sobrehumano.
2: El objeto formal. (virtudes) Actúan por razones humanas vs. (dones del ES)
Actúan por razones divinas . Los dones del ES transcienden la esfera de la razón
humana, aun de la razón iluminada por la fe.
"La primera oración que sentí, a mi parecer, sobrenatural, que llamo yo lo que con
industria ni diligencia no se puede adquirir aunque mucho se procure, aunque
disponerse para ello sí y debe de hacer mucho al caso..." -Sta. Teresa de Avila,
Relación Ira al P. Rodrigo 3
Isaías 11:1-3
Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu de Yahveh:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y temor de Yahveh.
San Pablo describe el don de Piedad: "No habeis recibido el espíritu de siervos para
recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que
clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio de que somos hijos de
Dios" Rom 8:14-17
Padres de la Iglesia
Tanto los Padres griegos como los latinos hablan con frecuencia de los dones del
Espíritu Santo, aunque con diversos nombres: dona, munera, charismata, spiritus,
virtutes, etc.
Fuentes principales:
-Catecismo de la Iglesia Católica
-Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo
-Royo Marín, Teología de la Perfección#117s, BAC
Los Carismas
Antiguo Testamento
Nuevo Testamento
La palabra carisma aparece 17 veces.
16 veces en San Pablo: Rom1,11; 5,15.16; 6,23; 11,29; 12,6; 1 Cor 1,7; 7,7;
12,4.9.28.30.31; 2 Cor 1,11; 1 Tm 4,14; 2 Tm 1,6.
Las listas contienen un total de 20 carismas diferentes, pero estas no pretenden ser
exhaustivas. Hay muchos mas carismas. Mientras unos son dones que capacitan
para ejercer ciertos oficios, otros son extraordinarios. Pero todos son fruto de la
gracia, es decir de la obra del Espíritu Santo.
San Pablo actúa fuertemente contra los excesos porque los carismas, si no
contribuyen a la edificación del cuerpo, pueden hacerle daño.
"No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Examinad todo y quedaos con
lo que es bueno. Abstenéos de todo mal." (1 Ts 5, 19-22) Pablo enseña
constantemente que Dios actúa íntimamente y poderosamente en sus hijos,
dándoles los dones necesarios para la misión. Minimizar la necesidad de los dones
es también una forma de poner al hombre como un falso protagonista de la
edificación de la Iglesia, usurpando el lugar de Dios y relegándolo a un cielo que
estaría distanciado de la tierra.
Todos los santos son testimonio del poder de Dios y de los carismas que el suscita
para el bien de la Iglesia.
"El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley." -Gálatas 5:22-23
"Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la
carne es débil" Mateo 26:41
Al principio nos cuesta mucho ejercer las virtudes. Pero si perseveramos dóciles al
Espíritu Santo, Su acción en nosotros hará cada vez mas fácil ejercerlas, hasta que
se llegan a ejercer con gusto. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu
Santo y se llaman frutos del Espíritu Santo.
Cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se ejercita en la
práctica de las virtudes, va adquiriendo facilidad en ello. Ya no se sienten las
repugnancias que se sentían al principio. Ya no es preciso combatir ni hacerse
violencia. Se hace con gusto lo que antes se hacía con sacrificio.
Les sucede a las virtudes lo mismo que a los árboles: los frutos de éstos, cuando
están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor. Lo mismo los
actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con agrado y se
les encuentra un gusto delicioso. Entonces estos actos de virtud inspirados por el
Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen
con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen
que Dios posea al alma planamente.
La Felicidad
Cuanto más se apodera Dios de un alma más la santifica; y cuanto más santa sea,
más feliz es.
Seremos mas felices a medida que nuestra naturaleza va siendo curada de su
corrupción. Entonces se poseen las virtudes como naturalmente.
Los que buscan la perfección por el camino de prácticas y actos metódicos, sin
abandonarse enteramente a la dirección del Espíritu Santo, no alcanzarán nunca
esta dulzura. Por eso sienten siempre dificultades y repugnancias: combaten
continuamente y a veces son vencidos y cometen faltas. En cambio, los que,
orientados por el Espíritu Santo, van por el camino del simple recogimiento,
practican el bien con un fervor y una alegría digna del Espíritu Santo, y sin lucha,
obtienen gloriosas victorias, o si es necesario luchar, lo hacen con gusto. De lo que
se sigue, que las almas tibias tienen doble dificultad en la práctica de la virtud que
las fervorosas que se entregan de buena gana y sin reserva. Porque éstas tienen la
alegría del Espíritu Santo que todo se lo hace fácil, y aquéllas tienen pasiones que
combatir y sienten las debilidades de la naturaleza que impiden las dulzuras de la
virtud y hacen los actos difíciles e imperfectos.
La comunión frecuente perfecciona las virtudes y abre el corazón para recibir los
frutos del Espíritu Santo porque nuestro Señor, al unir su Cuerpo al nuestro y su
Alma a la nuestra, quema y consume en nosotros las semillas de los vicios y nos
comunica poco a poco sus divinas perfecciones, según nuestra disposición y como
le dejemos obrar. Por ejemplo: encuentra en nosotros el recuerdo de un disgusto,
que aunque ya pasó, ha dejado en nuestro espíritu y en nuestro corazón una
impresión, que queda como simiente de pesar y cuyos efectos sentimos en muchas
ocasiones. ¿Qué hace nuestro Señor? Borra el recuerdo y la imagen de ese
descontento, destruye la impresión que se había grabado en nuestras potencias y
ahoga completamente esta semilla de pecados, poniendo en su lugar los frutos de
caridad, de gozo, de paz y de paciencia. Arranca de la misma manera las raíces de
cólera, de intemperancia y de los demás defectos, comunicándonos las virtudes y
sus frutos.
Los tres primeros frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo y la paz, que
pertenecen especialmente al Espíritu Santo.
Estos tres frutos están unidos y se derivan naturalmente uno del otro.
-La caridad o el amor ferviente nos da la posesión de Dios
-El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el
contento que se encuentra en el goce del bien poseído.
-La paz que, según San Agustín; es la tranquilidad en el orden. Mantiene al alma en
la posesión de la alegría contra todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de
turbación y de temor.
Por lo tanto, el grado más pequeño de santidad o la menor acción que la aumente,
es preferible, a los cetros y coronas. De lo que se deduce que perdiendo cada día
tantas ocasiones de hacer actos sobrenaturales, perdemos incontables felicidades,
casi imposibles de reparar.
No podemos encontrar en las criaturas el gozo y la paz, que son frutos del Espíritu
Santo, por dos razones.
Del fruto de la fe
Ver también: fe
La fe como fruto del Espíritu Santo, es cierta facilidad para aceptar todo lo que hay
que creer, firmeza para afianzarnos en ello, seguridad de la verdad que creemos sin
sentir repugnancias ni dudas, ni esas oscuridades y terquedades que sentimos
naturalmente respecto a las materias de la fe.
Pero cuando nuestro corazón esta dominado por otros intereses y afectos, nuestra
voluntad no responde o está en pugna con la creencia del entendimiento. Creemos
pero no como una realidad viva a la que debemos responder. Hacemos una
dicotomía entre la "vida espiritual" (algo solo mental) y nuestra "vida real" (lo que
domina el corazón y la voluntad). Ahogamos con nuestros vicios los afectos
piadosos. Si nuestra voluntad estuviese verdaderamente ganada por Dios,
tendríamos una fe profunda y perfecta.
La modestia regula los movimientos del cuerpo, los gestos y las palabras. Como
fruto del Espíritu Santo, todo esto lo hace sin trabajo y como naturalmente, y
además dispone todos los movimientos interiores del alma, como en la presencia de
Dios. Nuestro espíritu, ligero e inquieto, está siempre revoloteando par todos lados,
apegándose a toda clase de objetos y charlando sin cesar. La modestia lo detiene,
lo modera y deja al alma en una profunda paz, que la dispone para ser la mansión
y el reino de Dios: el don de presencia de Dios. Sigue rápidamente al fruto de
modestia, y ésta es, respecto a aquélla, lo que era el rocío respecto al maná. La
presencia de Dios es una gran luz que hace al alma verse delante de Dios y darse
cuenta de todos sus movimientos interiores y de todo lo que pasa en ella con más
claridad que vemos los colores a la luz del mediodía.
Las virtudes de templanza y castidad atañen a los placeres del cuerpo, reprimiendo
los ilícitos y moderando los permitidos.
-La templanza refrena la desordenada afición de comer y de beber, impidiendo los
excesos que pudieran cometerse
-La castidad regula o cercena el uso de los placeres de la carne.
Mas los frutos de templanza y castidad desprenden de tal manera al alma del amor
a su cuerpo, que ya casi no siente tentaciones y lo mantienen sin trabajo en
perfecta sumisión.