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SEPULCRO Y
NTRA. SRA. LA STMA. VIRGEN DE LA ESPERANZA
Ante el cuerpo yacente de nuestro Redentor, a los pies del Santo Sepulcro,
sobrecogidos por el inefable misterio de la muerte de Cristo, con el más encendido
fervor, rezamos esta oración:
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Hoy, mi corazón, cansado
del fracaso y la tristeza,
contemplando tu belleza,
quiere olvidar el pasado,
y recobrar a tu lado
ilusiones juveniles,
desterrando las hostiles
sombras del profundo olvido.
A tus plantas te lo pido,
Esperanza de Caniles.
(Francisco Arias)
Quiero, ante todo, agradecer a Juan Antonio sus amabilísimas palabras, tan
elogiosas hacia mi persona, y atribuibles, sin duda, no a mis méritos, sino a la amistad y
al aprecio que nos unen. Muchas gracias, Juan Antonio.
Es imprescindible que las primeras palabras de este Pregón sean para mostrar
mis más profundo agradecimiento a la Hermandad del Santo Sepulcro y Ntra. Sra. la
Stma. Virgen de la Esperanza por haberme dado la oportunidad de estar aquí en estos
momentos tan entrañables y tan significativos. Para mí supone un enorme privilegio el
que mis palabras, seguramente más bienintencionadas que acertadas, suenen esta noche
entre las paredes de este querido templo, de esta iglesia de Caniles, de este ámbito
queridísimo en el que emergen con toda su fuerza mis recuerdos infantiles y recrean
ante mis ojos aquel ambiente, ya alejado en el tiempo, de natural convivencia e intensa
religiosidad, en aquellos años en que, más que nunca, este templo era la casa de,
prácticamente, todos los habitantes de nuestro querido pueblo. Cuando en las fiestas,
esta iglesia era centro de referencia y siempre se quedaba muy pequeña en las
celebraciones importantes.
Y en el aura de este templo, como una profunda caricia del pasado, cristaliza la
memoria de los seres queridos que ya no están con nosotros. Siempre que entro a esta
iglesia, mi corazón se inunda serenamente con el recuerdo de mi padre, de mi madre y
de mi hermano Juan, cuyas vidas estuvieron y estarán para siempre ligadas a Caniles y a
su iglesia. Estoy totalmente seguro de que ellos, junto con las personas queridas de cada
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uno de vosotros, nos acompañan de una forma muy especial en estos momentos. Los
cielos han abierto, sin duda, sus ventanales infinitos para que todos los que murieron en
el Señor puedan compartir con nosotros este sencillo y cálido acontecimiento. Y
ocupando un lugar de privilegio, entre esas miradas celestiales, la más rutilante, la más
intensa, la de vuestro padre y fundador, Manolo Marín, aquel, que fue y será siempre
alma y horizonte de esta Hermandad, en la que, en todo momento, estará presente para
impulsarla con el ejemplo de su figura arrolladora de buen cristiano, de buen cofrade, de
hombre de buen corazón. Y junto a él, la presencia de su hijo Bernabé, a quien la
muerte, siempre desatenta, como dijo Miguel Hernández, se llevó demasiado pronto con
un golpe despiadado. En verdad que es doloroso, pero ¡qué buena ayuda tenéis allá
arriba! ¡Qué magnífico puente espiritual une vuestra Hermandad con los designios
divinos!
Esta referencia a los que partieron, me parece ineludible para la Hermandad del
Santo Sepulcro, para vosotros que tenéis en el centro de vuestra devoción la imagen de
Jesús yacente, de Cristo muerto. Y yo me he tomado la libertad de que este Pregón, de
alguna manera, sirva, entre otras cosas, para rendir a todos ellos el pequeño homenaje
de rememorar su presencia y de sentirlos, esta noche, muy cerca, entre nosotros; si
queréis, como si estuviesen sentados a vuestro lado. Pensad que esa imagen viva de su
recuerdo, aparte de emotiva, puede resultarnos muy reveladora, porque nos reafirma en
el convencimiento de que, igual que ellos murieron en el Señor, también todos
resucitarán en el Señor. Y precisamente, esta fe en la resurrección, considero que debe
ser esencia y fundamento de vuestra Hermandad, y, en consecuencia, es una de las ideas
que a mí me gustaría destacar esta noche.
El hecho es, queridos cofrades, que ésta es, en mi opinión, la grandeza de
vuestro carisma: mostráis la muerte de Cristo, pero unida inseparablemente a la
Esperanza, a la firme esperanza de la luz, de la resurrección, de la vida. No tiene sentido
conmemorar la muerte si no es con la mirada puesta en la Resurrección. Es cierto que
los cauces del sentimiento humano y, de forma especial la idiosincrasia andaluza, nos
invitan a vivir con mayor intensidad los pasajes de la pasión y muerte de Jesús, pero la
verdadera Pascua es la que supone el paso de la muerte a la vida. Cristo nos redime y
nos salva porque resucita. Y nos invita a cambiar, a vivir el Reino de Dios, a resucitar
aquí, en esta vida, haciendo morir todo lo negativo que hay en nosotros y resucitando
como personas nuevas, dispuestas a vivir la luz del nuevo día. Eso es lo que
verdaderamente hemos de conmemorar en la Semana Santa. Y es curioso que, aquí en
Caniles, desde siempre se haya celebrado de forma destacada y muy participativa la
fiesta de la Resurrección, algo que no es lo usual en la mayoría de las parroquias. Junto
a vuestra solemne procesión del Viernes Santo, conservo entre mis recuerdos más
preciados esa fiesta multitudinaria, esa tradición única y brillante de la misa de
Resurrección de Caniles, con la entrada de los populares “armaos”, y la participación
decidida de un pueblo que, como de costumbre, abarrotaba la iglesia. Una fiesta que,
como me habéis contado, después perdería parte de aquella alegría y naturalidad, debido
a los excesos de algunos.
Y precisamente por eso, por la especial conjunción de luz y vida, de muerte y
esperanza, que vosotros hacéis patente, no ha de resultar extraño que una Hermandad de
Pasión como la vuestra celebre su Pregón con motivo de un día tan especial como es la
festividad de la Esperanza, en unas fechas, por otra parte, tan cercanas a la Navidad. Y
también, por eso, no resultará difícil lo que quiero pediros a continuación. Se trata de
que, en este momento, desde aquí, nos traslademos a la noche del Viernes Santo. A esa
hora culminante de la Semana Santa en que realizáis vuestra estación de penitencia.
Bastará con que entornéis los ojos y dejéis correr vuestro sentimiento cofrade por las
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calles entrañables de Caniles. Un latido redondo de tambores, traspasado por lamentos
de corneta, recorre las horas transparentes de la noche. La inmensa luna de plata se
prepara y se asoma devota a los aleros de las calles de Caniles, dispuesta a colmarse con
el fervor del desfile del Santo Entierro. Estamos justo en el momento en que vuestra
Hermandad comienza a salir de la iglesia. El pueblo entero se estremece. En la puerta, a
la vista de todos, aparece el Santo Sepulcro. Es el Hijo de Dios, hundido en el abismo
de la muerte, el que va a teñir de luto y dolor las rectilíneas calles canileras, que se
rendirán, amorosas y calladas, a la grandiosidad del misterio. Una cadena fervorosa de
negro, blanco y rojo, acompaña el cuerpo inerte del Redentor. En medio de la gente,
contemplamos con devoción el cuerpo de Cristo y nos acercamos en silencio al
Sepulcro. Nuestros ojos ansiosos buscan la mirada sin vida de Jesús, y de nuestros
labios, desolados y temblorosos, brota esta oración:
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los avatares de la vida nos empujan a olvidarnos de la muerte de Jesús, y actuamos
irresponsablemente, como si no la sintiéramos, como si hubiera sido inútil para
nosotros. Y nos perdemos en el naufragio de esta sociedad descreída que nos envuelve,
de este mundo egoísta, en el que el YO está por encima de todos los principios, y el
tener y el poder oscurecen todos los horizontes. En este mundo que disfruta haciendo la
guerra, siempre que esa guerra esté bien lejos de los países que la organizan, claro está;
un mundo que parece haberse olvidado de la fraternidad, de la solidaridad, del
compartir… En este mundo en el que la palabra AMOR ha perdido su significado, ya
que ha quedado relegada meramente al aspecto de las relaciones de pareja, y si la
utilizamos en un sentido más amplio, nos suena como si fuera una palabra cursi, o ñoña,
vacía de significado. Todo ello nos hace pensar, al paso del Santo Sepulcro, si no
seremos nosotros como balcones de piedra que ven pasar insensibles el cuerpo yacente
del Redentor, indiferentes a la injusticia, a la pobreza, al hambre y a la violencia que
inundan el mundo y nos rodean cada día… Pero no, no puede ser así; al menos, no
queremos que sea así; la muerte de Cristo nos golpea la conciencia y algo se mueve en
lo más profundo de nuestro corazón, del que nace esta plegaria:
Padre nuestro,
que estás en la Tierra,
soportando sin ninguna esperanza
la cruz de la miseria.
Padre nuestro,
que estás en la Tierra,
sufriendo resignado y en silencio,
la cruz de la violencia.
Padre nuestro,
que estás en la Tierra,
viviendo en tus entrañas, cada día,
la tortura de la guerra.
Padre nuestro,
que estás en la Tierra,
caminando sin descanso
por la más penosa senda,
víctima de la ambición,
del desprecio y la soberbia,
del rencor, de la injusticia,
del hambre, de la pobreza…
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Padre nuestro, despreciado,
enfermo, humilde, indefenso,
sin tener otra esperanza
que la de mirar al cielo…
(Francisco Arias)
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Y tras esta referencia al costalero, con el trono detenido en la puerta de la iglesia,
quiero aprovechar ese momento para rendir un sencillo homenaje a los costaleros y
costaleras de Caniles, y muy especialmente a los que tenéis la suerte de llevar sobre
vuestros hombros a Ntra. Sra. la Virgen de la Esperanza. Nunca un pregón estará
completo si no ensalza la labor de costaleros y costaleras como un elemento
fundamental de nuestra Semana Santa. Podéis estar seguros de que vuestro trabajo
supone un enorme privilegio. Vuestro esfuerzo tiene un valor inmenso; vosotros sois los
pies de Dios, los pies de la Madre del Cielo, dais vida y alma a sus imágenes y colmáis
nuestras ansias con vuestro cadencioso y sufrido caminar. Y por eso, como pequeña
muestra del agradecimiento de todos y del mío propio, quiero cantar la grandeza de
vuestra labor ofreciéndoos este poema que compuse hace ya algún tiempo. Se llama El
pequeño costalero y dice así:
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¡Y lanzar toda mi alma
con Ella hasta el mismo cielo!
(Francisco Arias)
Pero, claro, tenéis que tener muy presente que la esperanza es la puerta de la
caridad y que adquiere su pleno significado cuando el amor la envuelve y la ilumina.
Ésa es, en mi opinión, la grandeza de vuestra Hermandad: ser una catequesis viva de
amor y de esperanza. Del amor más grande, que nos muestra la muerte del Redentor, y
de la Esperanza más decidida y más firme, encarnada en vuestra hermosa titular
mariana.
Tenéis que sentiros orgullosos de que Ella os haya elegido. Aunque vosotros, a
mediados de los noventa tomarais la decisión de incorporar a la Hermandad esta
singular imagen con la hermosa advocación de Ntra. Sra. de la Esperanza, yo estoy
convencido de que vuestra decisión estuvo inspirada por los planes divinos, y que, en
realidad, fue Ella la que os eligió a vosotros, para que llenaseis de luz y de vida vuestro
entorno, para que enriquecierais vuestra Semana Santa con una nueva dimensión, para
que fueseis un baluarte esperanzador en el futuro de Caniles. Desde aquel momento, en
el devenir de este querido pueblo, brillará con luz propia la aportación de vuestro
carisma, de vuestro gesto, de vuestra actitud. Porque, como hemos visto, para nada hay
que entender el mensaje de esperanza como un algo efímero, que aparezca, de vez en
cuando, en actos religiosos, más o menos restringidos a la vida interna de la
Hermandad, sino que ha de estar presente en cada momento de vuestras vidas: en la
casa, en la calle, con los amigos, en el trabajo, en todas las facetas de la realidad
cotidiana. Cristo muerto en el Sepulcro y la Stma. Virgen de la Esperanza así os lo
piden.
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Y la noche soñolienta
adormece los sentidos
colmando cuerpos y almas
del más hermoso delirio
Y las calles de Caniles.
como un relicario íntimo
acarician a la Reina
y le brindan su cariño.
La Virgen de la Esperanza,
con su dolor contenido,
sufre y llora entre su gente
por la muerte de su Hijo.
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