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TEXTOS TEÓRICOS-Tras las huellas de una escritura

en tránsito. La crónica contemporánea en


América Latina. Introducción. Graciela Falbo
Si las palabras designan lo real
A qué hablar donde todo está dicho.
Jorge Aulicino

¿Es posible una caracterización de la crónica como narrativa latinoamericana?


El escritor Gabriel García Márquez ha sostenido que acudir a la crónica es
necesario si lo que se quiere es dar cuenta de nuestra realidad compleja, la
más de las veces difícil, dura, envuelta en paradojas y contrasentidos.
Quizás toda nuestra historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por
una cierta dificultad por hacerla creíble –afirma la escritora periodista chilena
Alejandra Costamagna– y agrega: En ese caso no hace falta desarrollar un arte
de la imaginación sino aquel capaz de hacer verosímil lo real. La crónica se
haría cargo de ese arte.
El interés por interrogar al género y al papel mediador que éste cumple en la
urdimbre de los relatos que dan cuenta del campo social en nuestras latitudes
nos ha convocado en este libro, se trata de considerar con los autores,
reconocidos periodistas escritores y estudiosos de la crónica, otros ángulos de
visión sobre el sentido que adquiere esta narrativa, en América Latina, en la
contemporaneidad. Como lo explica Juan Poblete en la introducción de su
capítulo: “el género crónica goza en estos momentos de muy buena salud. Es
cada vez más usado para describir productos textuales y de hecho se enfrenta
hoy a su institucionalización cultural”.
Esta buena salud del género fue sostenida por los cronistas y también, en
buena medida, por importantes estudios críticos que coincidieron en relevar a
la crónica de su antigua categorización de género indefinido entre el
periodismo y la literatura, para distinguir en cambio las coordenadas propias
de un discurso autónomo. Una particularidad que pudo rastrearse en las
transformaciones del género íntimamente unidas a los procesos sociales
y culturales que signan nuestras regiones. El análisis de estas
transformaciones a lo largo del siglo XX traza una cartografía donde se leen
los sentidos que el género proyecta en cada tiempo como dispositivo
mediador entre esos cambios culturales que como sociedades nos afectan y el
modo en que éstos son interpretados. Pero también nos permite evaluar las
potencialidades de un discurso cuando éste es capaz de absorber los discursos
sociales disponibles para organizarlos en una trama polifónica que no solo no
oculta sino que exhibe la condición compleja de lo narrado.
En un mundo mediático como el actual donde los formatos narrativos
responden a criterios de hiperinformación, profusión de historias resueltas
bajo fórmulas estandarizadas, o en relatos donde la trama se suplanta –y se
adelgaza– mediante fórmulas esteticistas, la crónica leída como trabajo de
escritura, es una rara avis que sostiene el canon de un relato irreductible
capaz de mutar atravesando las fronteras de los géneros sin dejar por eso de
ser ella misma.
La reflexión sobre el género convocó no solo a la crítica académica sino
también a la de los mismos escritores quienes necesitaron escribir sobre su
propia práctica con el fin de interrogarla a sabiendas de que su trabajo
merecía ser explorado con atención en oposición a supuestos reductores.
Un material abundante, aunque segmentado y disperso, apareció en artículos,
en las mismas crónicas, en conferencias, cursos o relatorías. En algunos casos
se trató de intentos por sistematizar conocimientos y pericias adquiridos por
el cronista durante su trabajo, en otros simplemente de contar.
Sin embargo, la mayor parte de las veces, esa metaescritura participó al
lector de un esfuerzo por parte del escritor puesto en diferenciar un modo de
hacer y de pensar el periodismo.
“El ortinorrinco de la prosa” denominó el autor Juan Villoro a la crónica,
animal extraño que incorpora toda clase de rasgos ajenos, capaz de irrumpir
en el sistema del discurso periodístico respondiendo a leyes de composición
propias. Para Carlos Monsiváis la crónica es la escritura que resiste a la
homogeneidad del relato que los medios imponen, trabajando en dirección a
su discurso “otro”, discurso artesanal, lo llamó el cronista mexicano, por
considerarla una forma que no adhiere a recetas de
narrativización; según Monsiváis el periodista escritor busca y arriesga la
palabra propia que responde a una vocación: hacer elocuente la voz menos
visible de la sociedad.
Es posible que el periodista tenga mayor o menor predisposición a trabajar su
escritura pero, en cualquier caso, le será difícil eludir la condición creativa
que el acto implica: todo relato por sumario que sea organiza el mundo
narrado, explica Tomás Eloy Martínez, en sus palabras: “el periodista no es un
agente pasivo que observa la realidad y la comunica: no es una mera polea de
transmisión entre las fuentes y el lector sino,
ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer
las emociones y las tensiones secretas de la realidad […] El periodista es un
lector de la realidad social y un narrador cuyas palabras van a alimentar de
una u otra forma la reflexión social colectiva”.
Reflexionar sobre la potencialidad del género –sobre el lugar de su eficacia
para captar el presente como una totalidad con sus ritmos, luchas,
ocultamientos, contradicciones– es para los autores indagar los pormenores de
una escritura al tiempo que se la trabaja buscando las claves de su
resistencia.
Es posible corroborar esto si nos detenemos en ver la insistencia con que –a
partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando el dominio del relato de “lo
real” era hegemonizado por la gran prensa– los escritores periodistas buscaron
otras formas de trabajar el relato al tiempo que procuraron nuevos nombres
para designar su escritura. Se trataba de desenmascarar una representación
de realidad que, sustentada en una
fórmula de objetividad, se formalizó como “lo evidente” mediante un discurso
naturalizado como pleno que ocultaba sus formas de fragmentación.
Las nuevas formas y nomenclaturas manifestaban además por parte de los
autores la voluntad de resistir la condición heterónoma de un discurso
periodístico oponiendo un estilo propio que hiciera ostensible el interés del
escritor por captar otras percepciones de lo real, esas que –a su modo de ver–
los tiempos reclamaban.
Tom Wolf llamó a su escritura Nuevo Periodismo, Truman Capote Novela de
No Ficción. Unos años antes, el escritor argentino Rodolfo Walsh no nominó su
escritura pero la pensó como “otra” en el prólogo de su libro Operación
Masacrecuando se encuentra –luego de toparse con el rechazo de la prensa a
sus originales y sin cejar en la búsqueda de otros espacios de edición–
deambulando por “suburbios cada vez más
remotos del periodismo”.
También Gabriel García Márquez dio a su escritura un nombre: Crónicas de
Resistencia, como un modo de señalar la perspectiva de su trabajo que
apuntaba más a la denuncia que a la información.
El avance de las ciencias sociales, con sus nuevos postulados epistemológicos,
dio lugar a otras perspectivas, acompañadas de herramientas metodológicas
que el cronista cobra para su trabajo. Técnicas provenientes de la etnografía
como el Testimonio y la Historia Oral, que a contrapelo de los postulados
historicistas muestran la participación del
hombre común y la recuperación de experiencias para la comprensión de
ciertos procesos históricos, se hacen explícitas en algunos textos como La
Noche de Tlatelolco, trabajo al que su autora Elena Poniatowska subtitula
“Testimonios de historia oral” libro cuya estructura polifónica parece
prescrita por los acontecimientos donde intervinieron miles de personas.
La microhistoria asumida por la cronista como una herramienta de su escritura
logra que una tragedia social frugalmente cubierta por los medios y bajo
riesgo de desaparecer sea restituida para fijar memoria contra olvido. Se
podría decir que en estos y en otros cambios de nomenclatura pueden leerse
también los avatares de una escritura que busca
eludir su institucionalización formal.
La expresión de nuevas subjetividades: la cultura popular, el folletín, el
melodrama, el lenguaje publicitario, la canción pop, el rock, la novela negra,
fueron códigos que trabajó la literatura desde una perspectiva estética y que
fueron aprovechados por la crónica. Así, como lo señala Julio Ramos, en la
crónica se disuelven categorías antaño enfrentadas: lo artístico y lo no
artístico, lo literario y lo paraliterario o literatura
popular y alta cultura. Tal es la condición de una escritura alerta que se nutre
y absorbe los nuevos discursos que emergen en el intercambio social del que
ella misma participa.
Lo que el género no niega sin embargo es su anclaje ancilar, se sabe amarrado
a una marca de referencialidad que lo separa en forma decidida de la idea de
mera ficción, pero esto no le impide tomar de los postulados literarios la
capacidad de reinventarse en nuevos procedimientos narrativos que en todo
caso responderán, interpretándolo, al pulso que piden los tiempos narrados.
Por eso para Monsiváis lo literario en este género se reconocerá no solo como
cuestión de estilo, sino como “gesto de diferenciación que permite
reconfigurar la realidad empírica desde una mirada otra que se resiste al solo
relato de lo real, entendiendo lo real como el solo enunciado de los hechos”.
Y es en ese trato con las palabras donde algunos autores como Albert Chillón
ven librarse la batalla más importante en pos de un periodismo crítico, cívico
y éticamente responsable.
Desde esta perspectiva fue que, al patrón de cronicar para testimoniar unos
hechos, cierta crónica en América Latina evolucionó hacia una escritura como
voluntad de intervención que interroga en presente la historicidad de nuestra
vida colectiva. Para esta crónica no hay temas grandes o pequeños, tampoco
hay fórmulas fijas que administren el discurso ni límites en los soportes
textuales: del papel al blog, la crónica se muestra como una escritura capaz
de reinventarse en las encrucijadas de cada tiempo.
No es posible soslayar aquí el lugar que en los últimos años tomaron
instituciones que abogaron por el género y favorecieron, de diversas formas,
el trabajo de los cronistas, tal es el caso de la Fundación para un Nuevo
Periodismo Iberoamericano (FNPI). Esta entidad creada en 1994 por impulso
del periodista y escritor colombiano Gabriel García Márquez nació a partir del
deseo del Premio Nobel de compartir experiencias y animar la vocación de los
reporteros jóvenes. A esto se sumó, desde el año 2005, la convocatoria al
premio para Crónica de Seix Barral con el apoyo de la misma Fundación,
iniciativa que vuelve a dar a los escritores y al género un importante aliento.
Este libro propone un itinerario que atraviesa la crónica como un intento de
estudiar uno de los modos de testimoniar la realidad social contemporánea en
América Latina y lo hace abriendo un abanico de perspectivas, las que van
desde el estudio metódico del crítico al reflexivo experiencial del cronista. Si
por un lado se trata de cartografiar determinadas marcas que aparecen en las
crónicas contemporáneas buscando
algunas pistas reveladoras de la especificidad del género, por el otro los
textos irradian los sentidos que una escritura adquiere como vocación de
trabajo periodístico cuando ésta estabiliza o desafía, registrando en el
espesor de lo narrado, las representaciones que configuran una memoria
colectiva. O cuando intenta captar los sentidos de fuerzas independientes en
un mundo como el presente cada vez más difícil de controlar.
Tradicionalmente el cronista, en su papel de testigo, fue el viajero, un sujeto
en tránsito, yendo al encuentro para dar testimonio de los mundos lejanos, y
por eso “exóticos”, que intentaba relatar. Los nuevos territorios –dibujados
por la fuerza globalizadora unilateral– no son ya las geografías ajenas sino las
formas que adquieren las subjetividades próximas signadas por los procesos de
segregación y las distintas formas
de violencia, desplazamiento y/o exclusión. Estos mundos cercanos que sin
embargo se desdibujan en la voz monocorde de un mega discurso
generalizador. Por eso el cronista actual se encuentra frente a un desafío
mayor: rescatar la palabra devaluada por la lógica del relato que uniforma y
refuerza de este modo la exclusión, ya que fortalecer estereotipos es, en
forma implícita, una negativa al diálogo, al debate, a la interrogación,
a la escucha. En ese caso, interpretar la voz de “lo otro” en la cercanía de lo
cotidiano, significa también aceptar el desafío de la escritura –es decir, del
trabajo con la heterogeneidad formal– como acto de resistencia. De ahí que la
marca del género siga siendo su potencialidad de transformación no solo como
resultado de estilo sino como aceptación de la complejidad, signo que la
convierte en una narrativa implicada en los cambios vertiginosos, dilemáticos
de nuestro tiempo, sosteniendo un equilibrio propio, siempre en tránsito,
entre el reto de la veracidad y el arte de narrar.[...]

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