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La muchedumbre solitaria

Por Eduardo Fidanza


Para LA NACION

Miércoles 27 de junio de 2007 | Publicado en edición impresa


Foto: Alfredo Sabat


Las semblanzas del hombre medio -aquel que no es rico ni pobre, libre
ni esclavo- se suceden a lo largo del último siglo. Sus anhelos y
pesadillas han ocupado tanto a sociólogos e historiadores como a
escritores y artistas. Con la transición del capitalismo de producción al
de consumo se fue perfilando y consolidando un nuevo estrato social:
la clase media. Y con ella subieron a escena el hombre y la mujer que
la conforman.

Aman, sufren; creen en algo o deambulan, desconfiados; a veces


protestan, otras concuerdan. Pueden ser justos o réprobos. Pero el eje
de su vida es el consumo. El marketing y la publicidad tienen el ojo

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puesto en ellos. En conjunto, gastan y hacen ganar millones. Desde la
infancia hasta la vejez se los escudriña y disecciona; sus hábitos,
costumbres, necesidades, son cuidadosamente registrados y
analizados para adecuar la oferta a la demanda. Y en épocas
electorales adquieren relieve fugaz, pues se transforman en el objeto
de deseo de los candidatos. Esos votantes distantes y veleidosos, en
su mayoría de clase media, eligen los gobiernos.

No obstante su importancia, el hombre medio nació apático, como


anestesiado. Al principio no se lo diferenció del hombre masa, a quien
Ortega, entre otros, estigmatizó: "La estupidez es vitalicia y sin poros",
afirmó con ingenio despectivo para referirse al nuevo tipo humano. No
era para menos: desde fines del siglo XIX la elite se sintió asediada
por la irrupción de un individuo que adquiría identidad en la
aglomeración, fuerza en el amontonamiento. El comunismo, el
fascismo, el nacionalismo, condujeron a esos hombres y mujeres a la
plaza pública, dotándolos de consignas y reivindicaciones
amenazantes.

La literatura y el ensayo posteriores a la Primera Guerra Mundial


comenzaron a deslindar al individuo de la masa. Se atemperó la fobia
despectiva: ese sujeto ya no inquietaba más que a sí mismo. El
"hombre sin atributos" de Musil somos nosotros: antihéroes, escasos
de originalidad y vuelo, sometidos al dictamen de un mundo regido por
el número. El personaje que conquistó la realidad y perdió el sueño. A
este ser atribulado y gris, Kafka le adosó la pesadilla trágica: un
insecto que se revuelve en laberintos infinitos sin conocer jamás el
motivo de su tormento.

Más cerca de la actualidad, la sociología, la literatura y el arte


norteamericanos de mediados del siglo pasado trazaron un retrato
magistral de la clase media. La cuna del consumo describió a sus
criaturas con certeza insuperable. Una ansiedad difusa, cuyo eco
resuena contra la oquedad del cemento y las sombras de los
rascacielos; escaparates de bares que dejan ver a seres de traje
oscuro, acodados en el mostrador, bebiendo alcohol antes de volver a
casa; hoteles anónimos donde se depositan absortos hombres y
mujeres de paso, a medio abrir sus valijas, la mirada opaca, el cuerpo
abatido; transeúntes, luces de neón, oficinas, restaurantes de mala
muerte, rutas perdidas. Las pinturas de Edward Hopper, las fotos de

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Robert Frank y otros, capturan estas escenas. Y Arthur Miller, como
pocos, desentraña el talante emocional que las sostiene. Willy Loman,
el protagonista de Muerte de un viajante , está agotado, al cabo de un
recorrido interminable, estéril. "Me siento tan solo sobre todo cuando el
negocio va mal y no hay nadie con quien hablar", le confiesa a la mujer
ocasional que lo distrae al borde del camino. La promesa de éxito, de
ganar amigos para ser feliz y hacer negocios, es esquiva. El dinero se
evapora pagando cuotas; la esperanza de ser alguien desfallece entre
la incertidumbre y la mediocridad.

Por la época que evocamos, en un ensayo considerado ya clásico,


titulado La muchedumbre solitaria , el sociólogo norteamericano David
Riesman propuso una explicación cautivante del proceso histórico
cultural que desemboca en el hombre medio. Es la cara sociológica de
la moneda, cuya otra faz iluminan la literatura y el arte. Riesman
distingue tres tipos de personalidades, según la dinámica poblacional.
Al primero, propio de sociedades de alto potencial de crecimiento
demográfico, lo denomina "carácter dirigido por la tradición"; al
segundo, inherente a sociedades en equilibrio poblacional, lo llama
"carácter autodirigido", y al tercero -el que aquí nos interesa- lo bautiza
"carácter dirigido por los otros", asimilándolo a sociedades de
evolución demográfica declinante.

Al hombre movido por la tradición, dirá Riesman, no le incumbe la


novedad: su vida está determinada por el parentesco y los rituales. La
innovación es desechada por la cultura; por eso el signo distintivo es la
lentitud del cambio. El carácter autodirigido representa todo lo
contrario: rige la iniciativa, lo nuevo desbarata a lo viejo, los hombres
crean las normas, antes de acatarlas. Es la generación de los padres
fundadores, de los abuelos que iniciaron el negocio familiar, de los
protagonistas de los libros de historia. Riesman imagina que ellos
poseen una "brújula psicológica" a la que consultan para conocer el
rumbo correcto, sin importarles la opinión de los demás.

Sus descendientes ya no tienen ese atrevimiento ni vienen equipados


del mismo modo. Poseen un radar en lugar de una brújula: no se
forjan el destino; apenas lo rastrean. Los individuos dirigidos por los
otros buscan, ante todo, aprobación; son inseguros y ansiosos,
dependen de los medios de comunicación, del horóscopo, de la
opinión de sus jefes, de las incitaciones de la moda, de la catarata de

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bienes y servicios baratos que la sociedad de consumo derrama sobre
ellos. Los hombres y mujeres orientados por los demás constituyen -
según Riesman- el núcleo de las clases medias urbanas. Son los que
deciden, semiconscientes, el resultado de las elecciones e influyen en
el rumbo de la producción. Pero no les basta: están insatisfechos y no
encuentran consuelo. Ellos -nosotros- conforman la muchedumbre
solitaria.

Mirada en perspectiva, la semblanza del hombre medio que evocamos


no perdió actualidad. En esencia, rigen hoy condiciones similares para
el individuo de clase media: el consumo ocupa su tiempo libre, la
televisión lo distrae y le pasa el parte diario sobre los sucesos del país
y el mundo; los vaivenes de la economía empañan o aclaran sus
planes; la política le resbala; el trabajo lo contractura; la vida familiar,
aun con alienaciones, constituye su refugio. Sin embargo, más allá de
estas constantes, se han operado transformaciones cruciales. Una es
la innovación tecnológica, con su panoplia de artefactos de carisma
desechable. Otra ocurre en el mundo del trabajo. Buena parte de la
sociedad -y, en particular, la clase media- vive hoy bajo el rigor,
paradójico, del capitalismo flexible, cuyo modelo anuló la seguridad en
el empleo. La carrera estable y progresiva dejó paso a episodios
aislados e inciertos, por donde transcurre la vida laboral de las
personas. La ley es el cambio, en lugar de la permanencia; la
incertidumbre, antes que la seguridad. En esas condiciones no se
construye el carácter, sino que se lo corroe, para usar la expresión del
sociólogo Richard Sennett.

El otro dato novedoso lo constituye el miedo. O mejor: su difusión


inabarcable. La ciudad y el mundo se han convertido en lugares
hostiles. La guerra ya no tiene lógica: es una multiplicidad de
fragmentos en constante dispersión. El vecindario dejó de ser un lugar
al que se puede regresar con alivio; ni poner la llave en la puerta trae
paz: la gente, como en la alegoría de Cortázar, teme que la casa haya
sido tomada.

¿Y nuestra clase media? Ya no es la que fue, compacta y segura de sí


misma. En verdad, funcionó en los últimos años como un acordeón:
expandiéndose y contrayéndose al compás maníaco depresivo de la
economía. Pertenecer a ella dejó de ser un fenómeno natural, no
discutido; devino en un hecho contingente. En 2001, expropiada, se

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hizo oír. Ahora su destino vacilante vive una nueva diástole, sobre la
base de la soja y el dólar alto. En esas condiciones, la clase media
rehúye preguntarse qué hay más allá de la bonanza. Simplemente la
goza. Su conducta no es original: la diversión siempre doblega a la
lucidez, como enseñó hace siglos Pascal.

Seamos realistas, sin embargo: al individuo que disfruta las minucias


del capitalismo no le cuadra hacerse cargo. No vaya a ser cosa que la
responsabilidad obture el consumo. El espectáculo debe continuar. En
rigor, ser hombre medio consiste en ocuparse sólo de funciones
básicas, nunca sustantivas; en interesarse por la propia quinta, no por
el conjunto; en pensar en términos privados antes que públicos; en
tener una coartada verosímil cuando suena la hora del coraje cívico.

Así como el capitalismo genera y reproduce una masa gigante de


consumidores y de ella se alimenta, al sistema político le corresponde,
en teoría, equilibrar las cuentas otorgando valor a la esfera pública y
estimulando el liderazgo competente. Se trata de un contrapeso clave.
Requiere hombres de Estado provistos de brújulas, no demagogos con
radares en busca de halagos. De lo contrario, las sociedades carecen
de destino. O se tornan oportunistas: todos a la vez optimizando sus
ventajas momentáneas, ninguno pensando más allá de sus narices.
Hasta que el acordeón vuelve a contraerse. Y cae el espejismo. Y la
muchedumbre solitaria desempolva cacerolas.

El autor es sociólogo y profesor universitario

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