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b) «¡Yo no soy!»
La «autoridad del ministerio sacerdotal» es remitida hacia alguien que está fuera de
ella, a Cristo y al servicio en favor de los demás cristianos. La llamada al ministerio es
personal, saca al bautizado de entre sus hermanos, para que reciba un sacramento
específico y vuelva adonde los suyos con el encargo de ponerse a su servicio.
El ministerio es servicio y nada más, es apropiación y expropiación; dirección desde
el último lugar. “Es una representación de Cristo”. Esta es la norma crítica del
ministerio: Cristo, el Señor servidor y crucificado. Con respecto a Cristo, el ministerio
eclesiástico es «vicario», pura referencia; con respecto a los demás cristianos, debe
ejercerse como pro-existencia radical. El concilio Vaticano II insiste: el único sentido y
contenido de la «potestas jerárquica» es el servicio a los demás. Jesús fue entre nosotros
«como el que sirve» (Lc 22, 27), su representación por medio del ministerio sacramental
tiene que ser servicio (cf. Mt 20, 25ss).
El servicio de Cristo se describe en el Nuevo Testamento como diakonía, «servir a la
mesa», un servicio degradante, humillante, propio de esclavos (cf. Flp 2, 7). El
ministerio eclesiástico no puede representar ninguna otra clase de servicio. Como tal
servicio entiende también Pablo su ministerio apostólico. Se designa frecuentemente a
sí mismo como “esclavo de Cristo”. Su servicio prestado a la comunidad designa con el
término de kopian = matarse trabajando, hacerse polvo.
El ministerio en la Iglesia sólo puede realizarse como una entrega humilde y servicial
de sí mismo. No crea en la Iglesia ninguna posición selecta y de excelencia personal.
Hay una elección y una vocación especial ante Dios; la sagrada Escritura, en su
totalidad, no conoce igualitarismo. A una vocación mayor le corresponde una carga
mayor y, con ella, una humillación mayor del que es llamado.
La des-personalización neotestamentaria para el ministerio hay que comprender
como supremo esfuerzo de la persona por «entregarlo» todo para el ministerio. El
ministerio conferido participa de la estructura del singularísimo ministerio de Cristo, de
la entrega total. La instrumentalidad del sacerdote católico procede de la
instrumentalidad de Cristo, y ésta conduce a la cruz. El sacerdocio del Nuevo
Testamento no desemboca en la «dignidad reverendísima», sobrecargada de elementos
sacros. Lo «peculiar» del ministerio eclesiástico consiste en la vocación para prestar un
servicio sencillo y sin pretensiones.
3. Ministerio y carisma
Tanto en su relación cristológica de actuación «en lugar de Cristo», como en su
relación pneumatológica de acción «en nombre de la Iglesia», el sacerdote será en todo
caso ministro. Su acción no estará ligada a su persona, sino a su ministerio sacramental.
Pero como esta acción le sobrepasa infinitamente, como el ministerio representa
(únicamente) la mediación y plasmación cristológica de la vida divina obrada
inmediatamente en los creyentes por el Espíritu santo, vemos que la acción salvífica de
Dios no queda «canalizada» por la actuación ministerial ni restringida a ella. Lejos de
eso, el Espíritu de Dios concede graciosamente la multitud de sus dones y
capacitaciones (carismas), cuyo fundamento y forma (de Cristo) está vinculada a la
mediación por el ministerio sacramental, pero cuya abundancia y fecundidad es dádiva
suya indisponible y desbordante. Y así, el Espíritu suscita en la Iglesia misiones y
nuevos comienzos espirituales, cuyas iniciativas no sólo no procedieron del ministerio,
sino que a veces tuvieron que imponerse contra la resistencia de algunos ministros
eclesiásticos. Por eso el «laico», en su vida personal de fe y en su misión, posee una
autonomía ante Dios, una vocación especial y una inmediatez inconfundible que no se
derivan del ministerio. A menudo es el laico, y no el ministerio, el que sustenta y
caracteriza a la Iglesia en su auténtica vida. Por eso, los dones carismáticos de todo
bautizado remiten al ministro, como necesitado y receptor, a la totalidad del pueblo de
Dios en quien actúa el Espíritu.
Como la salvación de Dios se hizo «carne» definitivamente en Cristo, todo don
espiritual, todo testimonio personal y toda misión especial deben integrarse en el
testimonio apostólico que remite a Cristo y en el camino de la Iglesia que se basa en la
misión apostólica. Sólo de esta manera el carisma demostrará ser fruto del Espíritu
santo y no producto del capricho subjetivo. Es verdad aquello de «examinad los
espíritus para ver si son de Dios, porque muchos falsos profetas han irrumpido en el
mundo. En esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo
ha venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, ls). El «carismático» no tendrá significación
para dar orientaciones a la Iglesia sino cuando él y su don espiritual se hayan mostrado
como verdaderos en un proceso de «discernimiento de espíritus». Parte esencial de este
proceso es la concordancia con la «carne», la fe apostólica tradicional, garantizada por
el ministerio. El ministerio, que con potestad y autoridad ha de dar testimonio de la
palabra de Dios, es un criterio de la autenticidad del carisma.
Si un carisma ha demostrado ser don del Espíritu santo, puede presentarse ante toda
la Iglesia con la pretensión de que se le escuche, y puede reclamar docilidad y
obediencia. Así como un carismático acreditado por el discernimiento de espíritus
puede hablar «en nombre de Cristo», así también puede estar representada en él la
«Iglesia espiritual». Esta «representación» carismática no es opuesta a la acción del
ministerio sacramental, sino que la presupone. En la medida en que lo carismático se
inserte en la figura de Cristo propia de la Iglesia (mediada y garantizada por el
ministerio), podrá representar la fecundidad y la santidad de la Iglesia obradas por el
Espíritu.
El ministerio y los demás carismas se hallan estrictamente en dependencia los unos
de los otros, en un existir conjuntamente y en un contraponerse mutuamente. J.
Ratzinger observa: Considerado en sí y por sí, cada cristiano es únicamente cristiano y
no puede ser nada más excelso. Existe la unidad e indivisibilidad de la única vocación
cristiana. Ad se, cada uno es únicamente cristiano, y esa es su dignidad. Pro vobis, es
decir, en relación con los otros, pero en una relación indiscutible y que afecta en todo su
ser al interesado, se es portador del ministerio. El ministerio y la relación son idénticos,
el ser del ministerio y el ser de la relación coinciden. El ministerio es la relación del
para vosotros”.