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renovados/historia_cultural.php

Historia cultural
La historia cultural aborda el estudio de las representaciones y los imaginarios junto
con el de las prácticas sociales que los producen; también se ocupa por los modos de
circulación de los objetos culturales, tal como lo expresa uno de sus principales
cultores, Roger Chartier. En esta historia, nuevas categorías como las de experiencia o
representación permiten captar la mediación simbólica, es decir, la práctica a través de
la cual los individuos aprehenden y organizan significativamente la realidad social.

La historia cultural abarca un amplio territorio en el que es posible reconocer


diversidades, sean ellas conceptuales o metodológicas, además de aquellas que
obedecen a las distintas tradiciones historiográficas nacionales. Esta última
circunstancia se verifica en el caso británico, en el cual la tradición inaugurada en los 50
por la Escuela de Birmingham, conformada por Richard Hoggart, Stuar Hall,
Raymond Williams o E.P. Thompson, que propició la institucionalización de los
estudios culturales o cultural studies.
El interés de los estudios culturales se centra más en análisis concretos de casos
históricamente situados que en tipos generales de comportamiento. Se trata de estudios
conscientemente eclécticos, críticos y deconstructivos; no pretenden ofrecer un modelo
único para todos los casos y no responden a límites disciplinarios establecidos. Se trata
de una experiencia transdisciplinaria que toma insumos de la crítica literaria, la teoría
social, la comunicación social o la semiótica. Un área particularmente interesante en la
que convergen variables antropológicas, socioeconómicas, políticas y culturales es el
multiculturalismo, problemática relacionada con los efectos paradójicos de una
globalización que, a la vez que proclama la idea de una cultura “universal”, en rigor
revela como nunca antes la multiplicidad de las culturas.

En Alemania, existe una larga tradición de estudios culturales, abierta por


los más prestigiosos intelectuales de la Escuela de Frankfurt: Adorno,
Horkheimer, Benjamin, Marcuse o Habermas, entre otros. Esta escuela
se orientó al estudio de las industrias culturales, la producción cultural en la
sociedad capitalista y la cultura de masas.

En Francia se desarrolló particularmente la sociología de la cultura,


representada centralmente por la obra de Pierre Bourdieu, quien exploró
dimensiones como el habitus, el gusto, los medios masivos, etcétera.

La historia cultural de lo social o la historia socio cultural contó con amplia


difusión en Francia gracias a la labor de R. Chartier y sus investigaciones
en torno de los libros y los lectores en la Europa moderna; en el mundo
anglosajón, esta tendencia está representada por historiadores como
Robert Darnton, Peter Burke y Natalie Zemon Davis; en América
Latina se destacan Jesús Martín Barbero y Néstor García Canclini.

La antropología interpretativa también ha realizado innegables aportes a


esta nueva historia de la cultura; ella puede ejemplificarse a través de la
obra del historiador estadounidense R. Darnton, varios de cuyos textos
aparecieron bajo el título de La gran matanza de gatos y otros ensayos de
historia de la cultura francesa. La iconografía constituyó asimismo una
fuente privilegiada para los historiadores culturales, entre quienes se
destaca la obra de Serge Gruzinski tras los campos abiertos por Panofky
y Aby Warbug décadas antes.

En la Argentina, el culturalismo británico fue retomado por obras tales como


Sectores populares, política y cultura: Buenos Aires en la entreguerra, de
Leandro Gutiérrez y Luis A. Romero. La revista Punto de Vista introdujo
desde fines de la década del setenta textos referenciales de los
frankfurtianos y de los postestructuralistas y sociólogos de la cultura
franceses, así como de los cultural studies. Este último campo cuenta
actualmente con ámbitos institucionales y cultores como Beatriz Sarlo
(análisis cultural), Pablo Alabarces (el deporte) y Adrián Gorelik (historia
urbana). Otros ejemplos asociados con las artes plásticas lo constituyen
José E. Burucúa y Laura Malosetti Costa, entre otros.
Otra perspectiva deriva de diversos análisis han subrayado la importancia del estudio
del lenguaje como punto de encuentro entre el universo social y el cultural; en el
contexto francés se desarrolló particularmente el análisis del discurso, mientras que en
el ámbito anglosajón se plasmó en la llamada historia de los conceptos. El análisis del
discurso remite al carácter “construido” de la realidad, en este caso una construcción
discursiva. La historia conceptual se ocupa de la historicidad de los conceptos, o sea de
su modificación a través del tiempo y sus usos diferenciados según el contexto social en
el que se los utiliza. La historia conceptual reconoce dos tradiciones: la anglosajona de
la Cambridge School, con Quentin Skinner a la cabeza, y la alemana
(Begriffsgeschichte) de Reinhart Koselleck. En el primer caso, se atendió
principalmente al estudio de los conceptos políticos aplicados principalmente a los
grandes textos clásicos –como el Maquiavelo de Q. Skinner–, en tanto que en el
segundo a la Historia social de los conceptos, de R. Kossellek. Su productividad se
manifestó en el empleo que de estos recursos hace la historia intelectual, área que
arraigó particularmente en la historiografía estadounidense y que se orienta
centralmente a superar a la clásica historia de las ideas. A diferencia de la historia
cultural, más centrada en los sectores populares, la historia intelectual aborda el estudio
de las elites culturales plasmadas en los altos textos, sus contextos de producción y de
recepción. A su vez, se distingue de la clásica historia de las ideas por el hecho de que,
por un lado, abandona el estilo taxonómico que caracterizaba a esta –y que se
materializaba en largas listas de ideólogos seguidas por sus “principales” ideas”– por
otro, porque no intenta superar las contradicciones del pensamiento ofreciendo una
versión sintética y homogénea de cada autor y, por último, porque se propone estudiar
el pensamiento en los contextos de producción y circulación que le corresponden.

El análisis del discurso fue empleado localmente entre otros por Noemí Goldman y
Jorge Myers. La revista Prismas, editada por la Universidad Nacional de Quilmes,
constituye actualmente el mejor ejemplo del tratamiento que en nuestro medio recibe la
historia intelectual, representada por Oscar Terán, Jorge Dotti y Elías Palti, entre
otros.

http://www.historiacultural.net/hist_rev_bruno.htm

Apuntes historiográficos sobre la historia


de la cultura

Paula Bruno

I. Introducción
El objetivo del siguiente trabajo es revisar algunas cuestiones vinculadas con la
historia cultural, para lo cual focalizamos la atención en su historicidad, en sus
vertientes más destacadas y en sus rasgos particulares y distintivos.

El texto se abre con algunas consideraciones generales acerca del concepto de “cultura”, con
la intención de evidenciar la pluralidad de significados que puede denotar el concepto en
cuestión y tomar distancia de la naturalización de su significado.

Posteriormente, se realiza un recorrido cronológico de la historiografía de la historia de la


cultura, poniendo el énfasis en algunas etapas de la misma. La concreción de este recorrido,
que abarca más de un siglo, permite rastrear y evidenciar las rupturas y las continuidades
existentes en lo que respecta a las formas de abordaje de la cultura concretadas por los
historiadores profesionales. El seguimiento de este itinerario está dividido en tres bloques
temporales que están relacionados estrechamente con las transformaciones de los contextos
de producción y, simultáneamente, con las repercusiones de estos cambios en el interior del
ámbito de la disciplina histórica.

La primera etapa que describimos –de comienzos del siglo XIX a 1930, aproximadamente- se
caracteriza por el predominio de una concepción de la historia muy ligada a los ámbitos del
poder, cuyos relatos ponen el acento en la historia de carácter excluyentemente político. La
segunda etapa –desde la segunda posguerra hasta la década de 1980- tiene como rasgo
característico la preponderancia de explicaciones históricas que apuntan a dar prioridad a lo
sociocultural y lo económico. Por último, presentamos una tercera etapa -que llega hasta
nuestros días-, cuyo rasgo central es la de presentar un gran abanico de perspectivas posibles
a la hora de concretar y de difundir los estudios históricos referidos a la cultura.

Mientras realizamos esta exploración, procuramos evidenciar cómo las distintas acepciones del
concepto de cultura y sus recepciones variadas en diferentes contextos de producción
incidieron en el ámbito de la configuración de los conocimientos históricos.

II. Consideraciones previas acerca del concepto de “cultura”

El concepto de “cultura” presenta una polisemia prácticamente inabarcable, a lo cual debe


sumarse la variación del término a lo largo de la historia y la variedad de definiciones que el
mismo asume en diversos marcos geográficos. Intentando ilustrar esta polisemia, a
continuación presentamos dos definiciones de este concepto que pueden polarizarse y que nos
permiten intuir la gran variedad de matices potencialmente existentes entre ambas .

El significado más tradicional de la palabra “cultura” se refiere a un cierto nivel educativo, a


atributos relacionados con el placer por escuchar clásicos musicales o concretar lecturas de
obras cumbres de la literatura, o bien, a cierto estilo de consumo y pautas de comportamiento.
Dentro de esta perspectiva, la cultura aparece como un elemento privativo de los grupos
sociales privilegiados. Es decir, se entiende el término cultura como sinónimo de la expresión
“cultura alta” o “cultura de elite”.

Asumir esta noción condujo, por mucho tiempo, a concretar una historia cultural que se traducía
en una historia de elites o de grupos dirigentes. Todas las manifestaciones provenientes de los
otros sectores de la población quedaban en un segundo plano siendo consideradas parte de un
todo amorfo que no merecía ser abordado en forma sistemática ni analítica.

Este concepto tradicional de cultura comenzó a ser cuestionado desde distintos ángulos, en el
contexto europeo, en el escenario de la segunda posguerra. Desde las diferentes disciplinas
sociales se empezó a prestar mayor atención a las expresiones de carácter cultural de los
múltiples y heterogéneos segmentos que configuran sociedades complejas.

Esta actitud de apertura se relacionó estrechamente con los avances que tuvieron lugar en el
campo de la antropología, en tanto disciplina social , y también con la difusión de las
producciones historiográficas de la corriente de historiadores marxistas ingleses –como Edward
P. Thompson, Eric Hobsbawm y Christopher Hill-. Desde la perspectiva sostenida por estos
últimos, se hacía necesario prestar atención a la historia de "los de abajo", a sus acciones, a
sus representaciones y a sus prácticas. Por tanto, la cultura de estos sectores, anteriormente
excluidos del escenario, se convirtió en un objeto de estudio privilegiado dentro del campo de
sus análisis y de los de un número significativo de historiadores .

Estas transformaciones en el campo de las Humanidades, entre tantas otras, repercutieron


fuertemente en lo concerniente al concepto que nos ocupa, y así se comenzó a modelar una
ampliación de la definición de lo que significa “cultura”. De esta forma, se delineó una noción
del término que en la actualidad cuenta con mayor aceptación y difusión; ésta hace referencia a
la cultura como una especie de marco que contiene las formas de pensamiento, las creencias y
las prácticas, las actividades cotidianas, los objetos realizados por distintos grupos sociales, las
formas en que se establecen relaciones interpersonales, los hábitos, las costumbres, las
tradiciones, entre otros elementos.

Asumiendo esta perspectiva, la cultura dejó de ser patrimonio exclusivo de un sector social y
pasó a ser acervo de la sociedad toda, es decir, un elemento que configura las identidades
colectivas. Así, se ha asumido que la cultura es constitutiva de la sociedad en su conjunto,
pese a que cada uno de los sectores que la componen puede contar con sus propias lógicas
culturales.

Complementariamente, debe considerarse que si bien el proceso de globalización abarca las


diversas esferas de la vida humana, existe “por debajo” de este fenómeno una realidad cargada
de heterogeneidad y de fragmentaciones que afloran en el intrincado conglomerado de
diversidades sociales, económicas, étnicas y religiosas existentes y ponen en evidencia que el
escenario mundial configurado a lo largo del siglo XX se complejizó en forma muy significativa.

Todos estos procesos socio-históricos repercutieron en la conformación y difusión del segundo


concepto de cultura que elegimos presentar como concepto ampliado y diferenciado del
primero. La adopción del mismo produjo como efecto un despliegue del abanico de objetos de
estudio a abordar por quienes realizan una historia cultural u otros estudios culturales.

Considerando este paisaje ampliado de objetos de estudio -que abarcan desde las prácticas
más cotidianas hasta las creencias más inconscientes- que los historiadores culturales transitan
actualmente, decidimos hacer hincapié en esta exposición en uno de los objetos que ocupará –
y ocupa- un rol central en los cambios protagonizados por la historia cultural: las ideas.
Complementariamente, realizamos algunas referencias a otro objeto destacado: las imágenes,
con el fin de visualizar cierto registro compartido de transformaciones. La elección de estos
elementos encuentra su fundamento en un principio: ambos elementos se nos presentan como
actividades inherentes a la humanidad y son manifestaciones distintivas de la misma.

III. Una historia de hombres célebres

Diversos historiadores señalan que la Historia nació con la pretensión de legitimar el poder, y
muchos de ellos sostienen que durante la Edad Media, quienes detentaban el dominio eran
conscientes de la necesidad de una propaganda activa, que supo anclar sus argumentos en el
pasado . Esta hipótesis puede ser tenida por válida si consideramos que los señores feudales
de la Edad Media buscaban legitimar y justificar su posición jerárquica con argumentaciones
históricas, es decir, con artilugios discursivos que se remontaban al pasado.

Así, en torno al siglo XV, cuando se estaban delineando los Estados con características
nacionales , surgieron los “historiadores oficiales”, y los relatos históricos se convirtieron en
auxiliares primordiales del poder, ya que se encontraban al servicio de las monarquías
absolutistas y sus necesidades de consolidarse y mantenerse en el poder.

Durante el Renacimiento, y en los siglos posteriores, esta tendencia de la historia de estar al


servicio del poder político no hizo más que consolidarse. Así, pese a la existencia de una
variedad de géneros para escribir la historia como la crónica monástica, o los tratados sobre
antigüedades, durante siglos predominó la forma de la narración para dar cuenta de sucesos
políticos y militares: la historia asumía como protagonistas indiscutibles a los miembros de las
dinastías reales y a los héroes de los campos de batalla. Una muestra tangible de estos rasgos
son las numerosas crónicas de ciudades como La crónica de Dino Compagni de las cosas
ocurridas en su época (escrita entre 1310 y 1312), referida a los avatares de la política
florentina, o los relatos Historia de Carlos VII e Historia de Luis XI (ambos escritos en la década
de 1470) del francés Thomas Basin.
Esta tendencia comenzó a matizarse en el contexto del auge del Iluminismo, dado que fue

puesta en cuestión la forma predominante de escribir la historia. Así, a mediados del siglo XVIII

irrumpieron estudios históricos producidos por intelectuales de distintos lugares de Europa, que

intentaban centrar su atención en un objeto que estuviera más allá de la guerra y la política,

que pretendían captar la historia de la sociedad en general y no sólo la de los hombres

célebres. Entre estos personajes se recorta el perfil de Voltaire, quien sostuvo, casi como un

manifiesto, la necesidad imperiosa de escribir la historia de los hombres y no la de los reyes, y

sus cortes; prioridad que concretó en su Ensayo sobre la historia general y sobre las

costumbres y el espíritu de las naciones (1756). Pueden mencionarse como inscriptas dentro

de esta tendencia la obra principal del filósofo napolitano Giambattista Vico, Principios de

ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las naciones (1725), además de Decadencia y

caída del Imperio Romano (1776-1788), del historiador británico Edward Gibbon.

Sin embargo, esta tendencia a ampliar el objeto de estudio de los historiadores


declinó en el siglo XIX. Durante la segunda mitad ese siglo tuvo lugar, en las
sociedades europeas, el proceso de consolidación y redefinición de los
Estados-nación y, en ese contexto, asumió cierta relevancia la necesidad de
crear historias nacionales sobre las que se construirían las identidades de cada
nación con sus características propias, diferenciadas del resto.

En este escenario, el ejercicio de la disciplina histórica se convirtió en un


elemento instrumental que dotó de legitimidad a los cimientos sobre los cuales
se edificaron las naciones. Esta funcionalidad de la Historia tuvo un correlato
institucional y ocupacional preciso: siguiendo el modelo de la Escuela alemana
comenzaron a conformarse comunidades profesionales de historiadores que se
encargaron de producir y difundir discursos válidos sobre el pasado.

El resultado de este fenómeno ampliado al escenario europeo convirtió al siglo


XIX en “el siglo de la Historia”, dado que a lo largo del mismo se publicaron
obras de personajes descollantes. Sólo por mencionar algunos ejemplos, en lo
que respecta al ámbito francés pueden destacarse: Historia de Francia (1833-
1846 y 1855-1867) del historiador Jules Michelet, El Antiguo régimen y la
revolución (1856) del escritor y político Charles Alexis Clérel de Tocqueville,
Historia de las instituciones de la antigua Francia (1875-1892) del catedrático
Numa Denis Fustel de Coulanges y Los orígenes de la Francia Contemporánea
(1875-1893) de Hyppolite Taine. Del contexto inglés se destaca Babington
Macaulay y su Historia de Inglaterra (1848-1861), entre otros tantos .

Así, logró imponerse un estilo de discurso histórico cuyo exponente más


destacado fue Leopold von Ranke, quien sostenía que la Historia debía dar
cuenta de “lo que realmente sucedió”. Siguiendo este modelo, los historiadores
profesionales, a diferencia de sus predecesores, comenzaron a seguir pautas
cognitivas -metodólogicas y epistemológicas-, que eran aceptadas y
legitimadas por las comunidades académicas a las que pertenecían, y
desenvolvían sus actividades en instituciones específicas, como universidades
y centros de estudios.

Fue en este momento cuando cristalizaron las características de la primera etapa que nos
interesa describir. En el modelo que se convirtió en válido, toda historia que no fuera política
quedaba absolutamente excluida, y se marginaban las temáticas sociales, económicas y
culturales.

Otro rasgo distintivo de esta forma de hacer la Historia es que estaba absolutamente
impregnada del paradigma historicista, que contaba con algunos rasgos vecinos al positivismo,
que estaba atravesando por un momento de indiscutible apogeo. Así, se pretendía transportar
al dominio de las Ciencias Humanas y Sociales los métodos de las Ciencias Experimentales,
intentando ordenar el pasado como una serie de acontecimientos que formaban una cadena de
causalidad continua. De este modo se consolidó el formato de relato histórico que hacía
hincapié en las “causas” y las “consecuencias” .

Por otra parte, los formatos de presentación de esta historia preminentemente política eran de
carácter narrativo, descriptivo y cronológico; por lo tanto, los acontecimientos políticos –tales
como sucesiones monárquicas, tratados, fracturas inter-dinásticas, relaciones entre poderes
rivales, entre otros- asumían una relevancia indiscutida. Además de los hechos políticos, los
acontecimientos militares se convertían, por su articulación clara con los avatares del mundo de
la política, en tópicos recurrentes, y así se organizaban detalladas galerías de personalidades,
próceres y epopeyas.

El formato de los relatos históricos del período respondía a aquella conocida tripartición de
vida, obra y legado de los hombres célebres. En ella, los grandes hombres políticos y militares
contaban con un lugar privilegiado y excluyente.

En relación a las fuentes, a los documentos utilizados por los historiadores para concretar sus
investigaciones, predominaban los oficiales, los materiales producidos por las administraciones
estatales y eclesiásticas. Por lo tanto, la utilización de fuentes no escritas era casi inexistente y
las voces de amplios sectores de la sociedad quedaban fuera de la historia. Simultáneamente,
dada la exclusión total de los procesos históricos desenvueltos por fuera de la política, es decir,
los fenómenos relacionados con las diversas esferas de acción de la vida humana, quedaban
absolutamente desligados de los aspectos que podían echar luz acerca de las formas de vida
del grueso de la población.

En esta primera etapa, el desarrollo de una historia de las ideas y de una historia de las
imágenes contaba con un desenvolvimiento apenas incipiente que se traducía en una
producción historiográfica fragmentaria y escasamente difundida.

En lo que respecta a la historia de las ideas, ésta se limitaba a las ideas políticas, rastreándose,
dentro de un análisis superficial de las tradiciones intelectuales, solamente las influencias de
ciertos pensadores políticos en otros hasta alcanzar una cadena de influencias que se
retrotraía hasta los pensadores de la época clásica .

Esta historia de las ideas partía del supuesto de que las obras de los pensadores eran
cristalizaciones de sistemas de ideas claros y sistemáticos y que, por lo tanto, eran
manifestaciones transparentes de las intenciones de los autores. Entre las figuras destacadas
de esta tendencia pueden mencionarse Benedetto Croce – y sus trabajos Ensayos sobre la
literatura italiana de 1600 (1911) y Anécdotas y perfiles del "Settecento" (1914), entre otros- y
Friedrich Meinecke –entre cuyas obras se destaca El historicismo y su génesis (1936)-.

Respecto de la historia relacionada con las imágenes, se practicaba lo que actualmente es


considerado como una historia tradicional del arte, cuyo objeto de estudio eran las grandes
obras pictóricas, monumentales o escultóricas y las biografías de los artistas destacados o de
determinados estilos. Otra de las perspectivas de abordaje concretadas apuntaba a rastrear
antecedentes e influencias de los artistas. El formato predominante en lo referido a la historia
del arte respondía a una detallada catalogación de las obras . Un estudio paradigmático de esta
forma de comprender la historia del arte es la de Jakob Burckhardt, titulada La cultura del
Renacimiento en Italia (1860).

Este tipo de concepción adquiría una evidencia clara en los ámbitos de exposición de las
producciones artísticas, como los museos, que en este período eran grandes recintos de saber
estático .

IV. La historia social de la cultura


El modelo de historia característico de la primera etapa que presentamos anteriormente, es el
que se considera prototípicamente decimonónico, y es contra esta historia narrativa-política que
reaccionó fervorosamente un movimiento historiográfico francés surgido en torno a 1930 y
consolidado luego de la segunda guerra mundial, conocido como escuela de los Annales .

Los fundadores de esta corriente historiográfica, Marc Bloch y Lucien Febvre, pretendieron dar
forma a un nuevo género de historia que debía desprenderse absolutamente de las
características de la historia decimonónica, es decir de la historia narrativa íntimamente
vinculada a la legitimación del Estado y de los ámbitos del poder.

El movimiento de Annales se propuso derribar a tres ídolos a los que rendían culto los
historiadores del siglo XIX: el “ídolo político”, el “ídolo individual” y el “ídolo cronológico”. El
modelo de Historia profesional propuesto por los miembros de esta corriente se presentó
prácticamente como una oposición sistemática a todos los principios de la historiografía
decimonónica. Mientras que esta última ponía el acento, como hemos visto, en la historia de
carácter político, la escuela de Annales enfatizaba en sus estudios lo relacionado con la esfera
económica y la social. En correspondencia con esta elección, mientras que para los
historiadores del siglo XIX era el objeto de preferencia el hombre célebre, en tanto político o
militar, para los annalistas los sujetos de la Historia deben buscarse en las fuerzas colectivas
de la sociedad. El acontecimiento era la medida temporal elegida por los historiadores
profesionales del siglo diecinueve, mientras que los procesos de media y larga duración
llamaron la atención de los historiadores franceses. Por último, mientras que la forma de los
relatos históricos decimonónicos respondía a la descripción y a la narración cronológica de
hechos, los estudios históricos realizados por los miembros de Annales están orientados y
articulados en torno a problemas.

Se produjo así un desplazamiento global del frente de la investigación histórica; es indiscutible


que los miembros de Annales intentaban convertir a la historia en historia teórica, si
entendemos por ella a una disciplina con pretensión de “cientificidad”. Es en esta clave que
debe comprenderse la reivindicación de la histoire problème. Es decir, la historia orientada
según problemas, que trajo consigo la revalorización documental en forma anti-positivista.

La segunda etapa en lo que concierne a la historia de las ideas y de las imágenes que
decidimos destacar está estrechamente relacionada con el surgimiento y la consolidación de
esta corriente historiográfica francesa. Como hemos señalado, los fundadores de Annales
bregaron por darle un giro radical a las formas vigentes de concebir la disciplina histórica desde
el siglo XIX.

Esta nueva concepción historiográfica se reflejó en una apertura de la serie de posibles objetos
de estudio. A los fines de concretar la ruptura con el predominio de un objeto histórico de
carácter individualista y político, los miembros de las distintas generaciones del movimiento se
lanzaron a rastrear nuevos objetos. El producto de esta operación son los estudios de historia
global, de demografía histórica, de historia de los imaginarios, de psicología histórica y de
historia serial, donde se evidencia una pluralidad de objetos teóricos tales como la muerte, la
vejez, la miseria, las experiencias vitales de los diversos sujetos históricos, los intelectuales, los
niños, diversas prácticas culturales (carnavales, rituales, etc.), entre otros.

Tanto la influencia de la escuela de los Annales como las relaciones establecidas entre la
Historia y el resto de las disciplinas sociales a lo largo del siglo XX produjeron grandes cambios
en lo que concierne a las formas de abordaje de objetos como las ideas y las imágenes.

Lo que anteriormente describimos como una historia de las ideas políticas, se convirtió, bajo la
influencia de destacados historiadores franceses, en la denominada historia de las
mentalidades . Esta nueva forma de abordaje desplazó el foco para comenzar a reparar en los
pensamientos colectivos, es decir en las representaciones compartidas por todos los hombres y
las mujeres de una misma sociedad, los puntos en común, las convergencias. Se comenzó a
llamar, además, la atención sobre cuestiones relacionadas con la psicología histórica y, por
tanto, comenzaron a considerarse las conductas y las actitudes difundidas en los diversos
grupos sociales, así como los ámbitos de lo inconsciente y de lo intencional. Por lo tanto, se
comenzaron a enfocar prioritariamente las percepciones, los procesos de pensamiento
cotidianos y las ideas implícitas de las representaciones colectivas .

La consigna difundida por la historia de las mentalidades giraba en torno a captar el clima de
ideas de una determinada época. Los fundadores de la tradición de Annales escribieron
destacadas obras que pueden considerarse arquetípicas de la vertiente de histoire des
mentalités. Marc Bloch ya en 1924 publicó su obra titulada Los reyes taumaturgos. Estudio
sobre el carácter sobrenatural atribuido al poder de los reyes particularmente en Francia e
Inglaterra, y Lucien Febvre, hacia 1952, dio a conocer su estudio clásico llamado El problema
de la incredulidad en la época de Rabelais. Por otra parte, otros historiadores de generaciones
posteriores de esta tradición incursionaron en el terreno de las mentalidades, entre ellos se
destacan los medievalistas Jacques Le Goff –quien publicó diversos aportes acerca los
imaginarios compartidos por los hombres medievales, entre los que sobresale su obra El
nacimiento del purgatorio (1981)- y Georges Duby –cuya obra más difundida vinculada a la
historia de las mentalidades es Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo (1978)- .

En lo que respecta a la historia de las imágenes, puede sostenerse que de una historia
tradicional del arte se pasó a una historia social del arte fuertemente influenciada por las
corrientes provenientes de la denominada estética de la recepción . De este modo, se
empezaron a considerar los elementos de los contextos de producción, circulación y consumo
de las obras, se comenzó a considerar la historia de los efectos de determinada obra en la
sociedad, tomando en cuenta el rol de los espectadores como personajes activos que pueden
reinterpretar y resignificar una obra en función de su experiencia. Dos de las obras más
difundidas dentro de esta tendencia, aunque con características distintas, son Historia Social
de la Literatura y el Arte de Arnold Hauser (publicada por primera vez en 1951) y Pintura y
experiencia en la Italia del siglo XV (1972) de Michael Baxandall.

V. Tendencias actuales de historia cultural

Actualmente, las imágenes de caos, crisis y pluralismo son recurrentes a la hora de analizar el
campo de la historiografía . El escenario configurado suscita diversos juicios, pero por lo
general se presenta el panorama como desordenado, inorgánico y fragmentario; en su interior,
las Ciencias Sociales transitan un estado de confusión metodológica y teórica traducido en una
sensación de pluralismo desmesurado .

Tal vez este hecho deba atribuirse a la ausencia de paradigmas historiográficos hegemónicos
que señalen los caminos a seguir -metodología, teoría y definición del objeto- en las últimas
décadas, que sean capaces de organizar la colección de tendencias configuradas en la nueva
historiografía , como habían sido, entre 1940 y 1980, Annales y otras corrientes de explicación
global, como el estructuralismo y el marxismo.

Ante la configuración de una apariencia crítica de la Historia, provocada por la caducidad de los
que eran considerados paradigmas totalizantes, resurgieron antiguas tensiones e
incertidumbres. Teniendo en cuenta esta realidad es de esperar que, en estos momentos de
indefinición en el campo de la disciplina histórica, aflore una multiplicidad de tendencias que
intentan imponerse definiendo sus objetos y sus metodologías, y que los historiadores actuales,
insertos en este clima, se encuentren una vez más en la necesidad de optar por una gran
variedad de caminos a seguir.

A este hecho se suma que, en la actualidad, diversos elementos de las


corrientes de pensamiento consolidadas durante las décadas del ‘60, ‘70 y ‘80
están presentes las ciencias sociales que parecen no ser tan estrictamente
encasillables como antaño. En el contexto de las disciplinas sociales afloraron
distintas perspectivas que reformulan antiguas metodologías e incluso, en
algunos casos, redefinen sus objetos. De este modo, surgió un sinnúmero de
aproximaciones y prácticas historiográficas y, en las dos últimas décadas, se
produjeron grandes cambios en lo que respecta a los ámbitos de la
historiografía cultural.

Mencionar algunos rasgos comunes de las tendencias historiográficas actuales


es una operación que puede hacerse por la negativa. Las nuevas búsquedas y
los intereses de los historiadores parecen enmarcarse en una oposición a las
corrientes mencionadas en las secciones anteriores. Por un lado, las
perspectivas de análisis, a la hora de elegir sus objetos de estudio, se
distancian en forma significativa de las acciones de personalidades
descollantes –rasgo característico de la primera etapa analizada-; por otro, las
estructuras generales y los grandes procesos sociales –objeto predilecto de la
segunda etapa aquí descripta- también dejaron de ser núcleos de interés para
los historiadores profesionales. Así, nuevos temas, inusitados objetos de
estudio y originales estrategias de investigación e interpretación se presentan
en un escenario no tan homogéneo como los válidos anteriormente.

En el campo de la historia de las ideas, se han delineado nuevos abordajes que


plantean lo que se ha dado en llamar el problema del objeto. Focalizando la
atención en la rama de la disciplina histórica que se ocupa de historizar las
formas de pensamiento, muchos historiadores profesionales contemporáneos
han comenzado a revisar las formas de hacer la historia de lo que los hombres
pensaron, dado que en la práctica cambiaron considerablemente en el tiempo,
y es, por lo tanto, de fundamental importancia no perder de vista su propia
historicidad .

El problema del objeto radica en que las ideas pueden considerarse de formas
múltiples, definidas como simples abstracciones, existentes sólo desde el
momento de su encarnación o materialización, productos de individualidades,
expresiones colectivas, parte de sistemas formales de pensamiento,
construcciones conscientes y autónomas o reflejos de condiciones materiales,
por mencionar sólo algunas posibilidades.

De este modo, la definición del objeto de la historia intelectual trae aparejada


una serie de cuestiones teórico-metodológicas que deben ser definidas. En
consonancia con estos llamados de atención, en la actualidad surgieron nuevas
tendencias historiográficas que revisan y refundan las formas de practicar la
historia intelectual, tendencias que no pueden considerarse en forma monolítica
ya que presentan diferencias nacionales y matices significativos en cuestiones
epistemológicas. Es interesante señalar que las variadas formas de afrontar la
historia intelectual, si bien han aparecido en distintos momentos y contextos, no
se han anulado entre sí; de hecho en la actualidad es clara la coexistencia de
formas disímiles de practicarla.

Simultáneamente, en el ámbito de la historia de las imágenes, se formularon en


las dos últimas décadas debates acerca de las imágenes mismas como objeto
de estudio. También aquí se abre un abanico de posibilidades a la hora de
definir la especificidad de las imágenes como objeto, considerándose
alternativamente como obras de espíritus superiores, productos individuales o
productos de una época, percibidas como una unidad con coherencia propia e
intrínseca o como una suma de íconos con significados dados por las
referencias externas a la obra en sí, entre otras posibles definiciones.

De este modo vemos cómo hoy se configuró un escenario en el que los debates y la variedad
de ópticas conviven con cierta indefinición y yuxtaposición de enfoques. Prueba de ello es la
aparición de obras de carácter histórico en las que emergen distintas influencias provenientes
de otras disciplinas, como la lingüística, la antropología cultural y los aportes provenientes del
denominado giro lingüístico o desafío semiótico , entre otros. A continuación describimos tres
tendencias destacadas que se inscriben en el amplio marco de los abordajes de historia de la
cultura contemporáneos: la historia intelectual en su versión anglosajona, la nueva historia
cultural en su vertiente francesa y la microhistoria, vinculada estrechamente con la
historiografía italiana.

El representante más sobresaliente de la vertiente anglosajona de la historia intelectual es el


historiador norteamericano Robert Darnton, cuya obra más destacada es La gran matanza de
gatos y otros episodios en la historia cultural francesa (1984). Este historiador intentó aplicar
elementos provenientes de la antropología cultural a sus estudios históricos . Así, su pretensión
principal es estudiar las creencias colectivas como un objeto etnográfico, es decir, explicar los
hechos históricos buscando su contenido simbólico. Entre las influencias que se destacan en
su obra se encuentran las provenientes del denominado programa geertziano –postulados
propuestos por el antropólogo Clifford Geertz, inscripto dentro de la corriente de antropología
de la cultura interpretativa-. En relación con estos postulados, esta vertiente de la historiografía
considera a la cultura como una entidad semiótica, se la caracteriza como un “campo de
comunicación” en el cual se producen y reproducen los significados en un infinito juego de
interpretaciones. De este modo, la cultura es vista como el producto simbólico de expresiones
concretas de los sujetos sociales y su análisis se basa en la observación e interpretación de las
diferencias que hacen que cada comunidad contenga sus especificidades.

En lo que respecta al escenario francés y la nueva historia cultural, debe destacarse la labor de
Roger Chartier, quien encarna el proyecto de pasar “desde la historia social de la cultura a la
historia cultural de la sociedad” . El historiador propone realizar una historia de las
representaciones colectivas del mundo cultural. De este modo, la exploración de la cultura
actúa como una entrada para responder preguntas sobre la sociedad, y la interpretación de la
misma se concreta por el medio del análisis de las representaciones, que muestran las formas
en las que el mundo es dotado de sentido por los individuos y los grupos. El objeto de la
historia cultural, tal como lo define Chartier, es el estudio de la articulación entre las obras
producidas dentro del espacio particular de la producción cultural y el contacto de éstas con el
mundo social, donde son llenadas de sentidos dados por las prácticas . Este historiador expuso
y manifestó en forma sistemática sus intenciones teóricas y metodológicas en una serie de
escritos producidos entre 1982 y 1990 reunidos en El mundo como representación. Historia
cultural: entre práctica y representación.

También dentro del ámbito francés se destaca la tarea de la historiadora Natalie Zemon Davis.
Entre las obras de esta autora se destacan Sociedad y Cultura en la Francia moderna (1975) y
Ficción en los archivos (1987). A lo largo de sus producciones, lleva a cabo una reconstrucción
histórica que intenta alejarse de todo tipo de determinismo mecanicista y de abstracta
generalización. Para realizar esta empresa utiliza diversos procedimientos metodológicos, entre
los que se destaca el de la imaginación histórica, principio que apunta a lograr una
interpretación allí donde la documentación del proceso a estudiar sea exigua. Así, esta
historiadora, cuando no cuenta con fuentes que le permitan rastrear la situación que le
compete, utiliza materiales que le dan información sobre el contexto. La reconstrucción
contextual actúa como dadora de significados probables, y permite visualizar una gama de
posibilidades entre las que debe optar el historiador. La elección de una posibilidad en
detrimento de otras es la que trazará el camino a seguir a la hora de dar una interpretación
sobre los procesos estudiados.

Otra vertiente historiográfica consolidada en las últimas décadas, sobre todo en el marco de la
historiografía italiana, es la denominada microhistoria . En líneas muy generales, puede
sostenerse que esta apuesta historiográfica apunta a una reducción de la escala de
observación a la hora de realizar una investigación. El objetivo principal de esta forma de
abordaje es obtener información acerca de cómo los hombres y las mujeres, insertos en
determinado contexto espacial y temporal, experimentaron sus condiciones de vida, es decir,
se intenta rastrear las características y la dinámica de las experiencias vitales de determinados
actores históricos. Las dos obras más destacadas dentro de esta vertiente son El queso y los
gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976) de Carlo Ginzburg, y La herencia
inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVII (1985) de Giovanni Levi.

Existen otras tantas manifestaciones que pueden inscribirse dentro de la nueva


historia cultural, todas ellas producidas y difundidas desde la década del
ochenta. Prueba de ello es la gran variedad de análisis históricos referidos a los
sectores populares o a los grupos subalternos, así como también los estudios
de género y los referidos a los grupos considerados tradicionalmente
“marginales”. Los éxitos editoriales que en Europa tuvieron colecciones como la
Historia de la vida privada –edición conformada por cinco volúmenes dirigidos
por Philippe Ariès y Georges Duby que abordan la historia occidental desde la
Antigüedad Clásica hasta el siglo XX y que comenzaron a publicarse en 1985-
o la Historia de las mujeres en Occidente –en la que participaron historiadoras
e historiadores de renombre internacional como Arlette Farge, Joan Scott,
Natalie Zemon Davis y Georges Duby- actúan como parámetro indiscutido a la
hora de evaluar la multiplicidad de campos por la que está atravesando la
historia de la cultura.

Existen además otras tendencias historiográficas que se delinearon y


consolidaron en las últimas dos décadas, dentro de las cuales se incriben, sólo
por mencionar algunos ejemplos, los estudios que focalizan su atención en los
diversos espacios de sociabilidad –política y no-política, como cafés, clubes,
centros de reunión, etc.- retomando algunas propuestas concretadas por el
historiador francés Maurice Agulhon en sus trabajos presentados en Historia
vagabunda (1994). A su vez, se difundieron prácticas de reconstrucción
histórica basadas en las diferentes corrientes de la historia oral, entre cuyos
exponentes más sobresalientes puede mencionarse a la historiadora italiana
Luisa Passerini, autora de Turín obrera y fascismo (1984).

En lo que concierne a la historia vinculada con el arte, el horizonte de investigaciones también


se amplió y se diversificó en función del uso de un nuevo concepto, el de “material visual” , que
nuclea disitintas manifestaciones creativas e incluye las redes de relaciones de producción,
circulación y apropiación de las mismas. En función de esta ampliación de perspectivas, se
generaron algunas obras de historiadores que no utilizan las imágenes como un elemento de
carácter meramente ilustrativo sino que las incorporan en estudios que las abordan y,
simultáneamente, las trascienden. En esta dirección puede considerarse una destacada obra
del ya mencionado Carlo Ginzburg: Pesquisa sobre Piero. El bautismo. El ciclo de Arezzo. La
flagelación de Urbino (1981).

Es evidente que la variedad de objetos y metodologías se intensificó en forma


muy significativa en los últimos veinte años. Estas distintas formas de hacer la
historia se difundieron en formas disímiles y con ritmos desparejos en los
distintos ámbitos nacionales, dado que las recepciones de las nuevas
corrientes nunca son pasivas y la dinámica que asumen está condicionada por
las particularidades de cada una de las comunidades académicas de
historiadores.

VI. Consideraciones finales

El itinerario recorrido a lo largo de este escrito nos posiciona ante una especie
de mapa que presenta las coordenadas generales para aproximarse a los
rasgos de la historia cultural. Las diversas etapas historiográficas presentadas
evidencian las transformaciones sufridas por las formas de hacer la Historia y
las repercusiones de las mimas en las formas de concebir y de analizar las
manifestaciones culturales. Simultáneamente, viabilizan la comprensión de los
vínculos existentes entre las definiciones variantes del concepto de cultura y su
incorporación a los análisis encuadrados en las Ciencias Sociales,
especialmente en la disciplina histórica.

Las transformaciones propias de una de las vetas de la Historia se presentan,


a su vez, como síntomas claros de las variaciones de las prácticas culturales
ejercidas por los historiadores y como expresiones de climas de época
cambiantes y dinámicos. Así, cada uno de los bloques temporales abordados
presenta en su interior rasgos peculiares y diferenciados del resto que
muestran cómo las nociones para abordar el pasado no son inmutables y
estáticas, sino más bien plenas de dinamismo.

El panorama presentado bajo el rótulo de tendencias actuales de historia


cultural nos coloca frente a un escenario en el que irrumpen constantemente en
el campo del quehacer histórico nuevas perspectivas que sacuden arcaicas
certidumbres y que sacan de su anquilosamiento a la disciplina histórica y
todas sus potencialidades.
La situación de la historiografía actual se presenta como sumamente plural.
Pese a la gran multiplicidad de tendencias, un rasgo común a ellas consiste en
el hecho de que consideran a la cultura como un universo complejo de ser
abordado, a raíz de que conviven en su interior un sinfín de intersecciones, de
espacios de convergencia y de líneas de fuga a ser consideradas.

VII. Bibliografía sugerida

AA.VV., La historiografía italiana contemporánea, Buenos Aires, Biblos, 1997.

Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, La verdad sobre la Historia, Barcelona, Andrés
Bello, 1999.

Julio Aróstegui, La investigación histórica: teoría y método, Barcelona, Crítica, 1995.

Guy Bourdé y Hervé Martin, Las escuelas históricas, Madrid, AKAL, 1992.

Peter Burke (ed.), Formas de hacer la Historia, Madrid, Alianza Editorial, 1996.

Peter Burke, Historia y Teoría Social, México, Instituto Mora, 1997.

Peter Burke, La revolución historiográfica francesa, Barcelona, Gedisa, 1993.

Peter Burke, Sogni, gesti, beffe. Saggi di storia culturale, Bolonia, Il Mulino,
2000.

Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y


representación, Barcelona, Gedisa, 1999.

Roger Chartier, Escribir las prácticas. Foucault, de Certau, Marin, Buenos


Aires, Manantial, 1996.

Fernando Devoto, Entre Taine y Braudel. Itinerarios de la historiografía


contemporánea, Buenos Aires, Biblos, 1992.

Fernando Devoto, “Notas sobre la situación de los estudios históricos en los


años noventa”, en Cuadernos del CLAEH, a. IX, nº 71, 1994, pp. 43-52.

Gérard Noiriel, Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997.

Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad,
México, Grijalbo, 1989.

Clifford Geertz Tras los hechos. Dos países, cuatro décadas y un antropólogo, Barcelona,
Paidós, 1993, capítulo 3: “Culturas”, pp. 51-70.
Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios, Barcelona, Gedisa, 1989.

Carlo Ginzburg, Rapporti di forza. Storia, retorica, prova, Milán, Feltrinelli, 2000.

Eduardo Hourcade, Cristina Godoy y Horacio Botalla (comps.), Luz y contraluz


de una historia antropológica, Buenos Aires, Biblos, 1995.

Georg Iggers, La ciencia histórica en el siglo XX, Barcelona, Labor, 1995.

Gregorio Klimovsky y Cecilia Hidalgo, La inexplicable sociedad. Cuestiones de


epistemología de las Ciencias Sociales, Buenos Aires, A-Z editora, 1998.

Jacques Le Goff y Pierre Nora, Hacer la Historia, vol. I: Nuevos problemas, vol. II: Nuevos
enfoques, vol. III: Nuevos temas, Barcelona, Laia, 1985. (1974).

Gérard Noiriel, Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997.

Nora Pagano y Pablo Buchbinder (comps.), La historiografía francesa contemporánea, Buenos


Aires, Biblos, 1996.

Elías Palti, Giro lingüístico e historia intelectual, Buenos Aires, Universidad


Nacional de Quilmes, 1998.

Jacques Revel, “Micro-análisis y construcción de lo social”, en Anuario del


IEHS 10, Tandil, 1995, pp. 125-143.

Hilda Sabato, “La historia intelectual y sus límites”, en Punto de Vista, a. IX, nº
28, noviembre 1986, pp. 27-31.

Hayden White, El contenido de la forma, Buenos Aires, Paidós, 1992.

Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo


XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.

Para un análisis de las variaciones en el concepto de cultura, véase, entre


otros: Clifford Geertz Tras los hechos. Dos países, cuatro décadas y un
antropólogo, Barcelona, Paidós, 1993, capítulo 3: “Culturas”, pp. 51-70.
Algunas referencias al tema pueden encontrarse en Néstor García Canclini,
Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México,
Grijalbo, 1989.

Un estudio acerca de la corriente de historiadores marxistas ingleses puede consultarse en


Harvey Kaye, Los historiadores marxistas británicos, Zaragoza, Prensas Universitarias, 1989.

Una obra representativa de esta tendencia es Peter Burke, La cultura popular


en la Europa moderna, Madrid, Alianza, 1991.

Para un análisis general sobre este fenómeno puede consultarse AA.VV., El


multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, México, Fondo de Cultura
Económica, 1993.

Sobre este tema puede consultarse Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret
Jacob, La verdad sobre la Historia. Barcelona, Andrés Bello, 1999.

Sobre este tema, véase Perry Anderson, El Estado absolutista, México, Siglo XXI, 1996.

Esta afirmación es de carácter general; pensamos en el término de redefinición


para casos puntuales como los de Francia y España y en el de consolidación
para casos como el italiano y el alemán. Dado que mientras los primeros
Estados mencionados contaban para el siglo XIX con una configuración de
carácter nacional desde, por lo menos, el siglo XV, Italia y Alemania
concretaron sus unidades territoriales e institucionales como Estados en la
segunda mitad del siglo XIX.

Un estudio clásico sobre los historiadores del siglo XIX es George Gooch,
Historia e historiadores en el siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica,
1977.

Para un detallado análisis acerca de los cambios epistemológicos por los que
transitaron las Ciencias Sociales, véase Gregorio Klimovsky y Cecilia Hidalgo,
La inexplicable sociedad. Cuestiones de epistemología de las Ciencias
Sociales, Buenos Aires, A-Z editora, 1998.

Una descripción sobre la historia de las ideas políticas en el siglo XIX puede encontrarse en
Jacques Julliard. “La política”, en Jacques Le Goff y Pierre Nora, Hacer la Historia, vol. II:
Nuevos enfoques, Barcelona, Laia, 1985, pp.237-257.

Véase Henry Zerner, “El arte”, en Jacques Le Goff y Pierre Nora, Hacer la Historia, vol. II:
Nuevos enfoques. Barcelona, Laia, 1985, pp. 191-209.

Cfr. Cristina Mantegari. “Museos y ciencias: algunas cuestiones


historiográficas”, en Marcelo Montserrat (comp.), La ciencia en la Argentina
entre siglos. Textos, contextos e instituciones, Buenos Aires, Manantial, 2000,
pp. 297-308.

Esta vertiente historiográfica se fue consolidando en torno a una revista creada


en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre llamada Annales d’histoire
économique et sociale; posteriormente, en 1946, la revista pasó a titularse
Annales. Economies. Sociétés. Civilisations. En la actualidad, aparece bajo el
nombre Annales. Histoire, Sciences Sociales. Sobre la escuela de Annales,
véase Peter Burke, La revolución historiográfica francesa. La Escuela de los
Annales: 1929-1989, Barcelona, Gedisa, 1993.

Para un análisis de la historia de las mentalidades véase Roger Chartier, “Historia intelectual e
historia de las mentalidades. Trayectorias y preguntas”, en Id., El mundo como representación.
Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 13-44 y Jacques
Le Goff, “Las mentalidades, una historia ambigua”, en Jacques Le Goff y Pierre Nora. Hacer la
Historia, vol. III: Nuevos temas, Barcelona, Laia, 1985, pp. 81-98.

Para una aproximación crítica a la vertiente de la historia de las mentalidades


véase Peter Burke: “Validità e limiti della storia della mentalità”, en Id., Sogni,
gesti, beffe. Saggi di storia culturale, Bologna, Il Mulino, 2000, pp. 149- 172.
(Hay edición en español bajo el título Formas de historia cultural)

Otros ejemplos de obras que pueden encuadrarse dentro de la historia de las


mentalidades son: El gran pánico de 1789 de Georges Lefevre (1952), El
sentido de la muerte y del amor a la vida en el Renacimiento de Alberto Tenenti
(1957) e Introducción a la Francia moderna. Ensayos de psicología histórica,
1500-1640 de Robert Mandrou (1961).

Cfr. Roger Chartier. “El mundo como representación”, en Id., El mundo como representación.
Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 45-62.

Para una reseña acerca del panorama historiográfico actual y la discusión


acerca de si el mismo está atravesando o no una crisis, véase Fernando
Devoto, “Notas sobre la situación de los estudios históricos en los años
noventa”, en Cuadernos del CLAEH, a. IX, nº 71, 1994, pp. 43-52 y Gérard
Noiriel, Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997.

Entre los análisis acerca del estado de la historiografía en la actualidad se


destacan, por dar una visión de conjunto: Julio Aróstegui, La investigación
histórica: Teoría y método, Barcelona, Crítica, 2001, y Georg Iggers, La ciencia
histórica en el siglo XX, Barcelona, Labor, 1995.

Los artículos reunidos en Peter Burke (ed.), Formas de hacer Historia, Madrid,
Alianza Editorial, 1996, presentan un panorama general acerca de las
características de diversas corrientes historiográficas actuales.

Cfr. Hilda Sabato, “La historia intelectual y sus límites”, en Punto de Vista, a. IX, nº 28,
noviembre 1986, pp. 27-31.

Para un estudio sobre el tema, véase Elías Palti, Giro lingüístico e historia
intelectual, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998.

Sobre este punto pueden consultarse los artículos compilados en Eduaro


Hourcade, Cristina Godoy y Horacio Botalla (comps.), Luz y contraluz de una
historia antropológica, Buenos, Aires, Biblos 1995.
Peter Burke, La revolución historiográfica francesa. La Escuela de los Annales:
1929-1989, Barcelona, Gedisa, 1993, p. 85.

Cfr. Roger Chartier, “El mundo como representación”, en Id., El mundo como
representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona,
Gedisa, 1999.

Los dos artículos más claros acerca de las formas de concretar los estudios de
carácter microhistórico son Giovanni Levi, “Sobre microhistoria”, en Peter Burke
(ed.). Formas de hacer Historia, Madrid, Alianza, 1996, pp. 119-143 y Jacques
Revel, “Micro-análisis y construcción de lo social”, en Anuario del IEHS 10,
Tandil, 1995, pp. 125-143.

Para un estudio sobre el tema puede consultarse Ivan Gaskell, “Historia de las
imágenes”, en Peter Burke (ed.), Formas de hacer Historia, Madrid, Alianza,
1996, pp. 209-239.

La Historia Cultural y la Escuela de los Annales

Marcela Dávalos

Desde los años 80´s los historiadores hemos reiniciado un


cuestionamiento a la historia; qué es, cuál es su sentido o cómo se
construye, son algunas de las preguntas ya inevitables. Esto fue
resultado de un largo proceso que, a la distancia, parece
mostrarnos la autoconciencia de una disciplina que, desde las
primeras décadas del siglo veinte, ha pasado por diversas
situaciones; la historia cultural forma parte de ese proceso.

Hoy día a nadie sorprende que se elabore una historia de los refrescos, de
los baños, de las posturas corporales o de las sillas sobre las que estamos
en este momento sentados. ¿Qué pasó? ¿Por qué todo se volvió
historizable? ¿Cómo hicimos para que cualquier situación u objeto
encontrara sentido en su propio pasado? ¿Por qué desde las últimas
décadas del siglo veinte a cualquier objeto se le añadió un plus al introducir
su historia? ¿Es casual que la mercadotecnia o las marcas recurran al
pasado de los productos que venden?

Abrimos un abanico muy amplio de temas y una pluralidad para historizar


todo lo imaginado. Y esto nos ha lleva a preguntar sobre nuestras
percepciones presentes y sobre la función que cumple hoy día la historia.
Entre Leopold von Ranke y nosotros hay poco más de cien años de
distancia, sin embargo, la distancia cultural que nos separa, parece infinita.
L. Ranke postulaba a la cientificidad de la historia; para hacerla, los
historiadores se olvidaban de sí mismos y recurrían a sus objetos de
estudio, a las fuentes documentales, que eran los referentes reales del
pasado. Antes de entrar al mundo de los archivos -la objetividad plena-
ellos colgaban fuera todo aquello que los aquejara; su persona y su
presente no tenían por qué inmiscuirse con sus tareas. Era como si en su
ejercicio debieran dejar el pensamiento propio y la subjetividad circundante.
Entre su pensamiento y el nuestro hay una gran diferencia.

La difusión de la Escuela de los Annales, desde 1929, generó entre los


historiadores otras miradas hacia el pasado y suscitó la conformación de
una comunidad de profesionales “en pie de lucha” contra los poderes
establecidos. La presencia de las masas, las colectividades o los hombres
sin atributos a lo largo del siglo veinte, crearon un camino para la historia.
¿Cómo reconocer el pasado de toda esa gente que hasta entonces había
tenido un papel anónimo? ¿Por qué las mayorías habían quedado exentas
de una historia? Desde entonces también se diversificaron las entradas para
reconstruir los pasados y los tiempos.

La trayectoria de la historia se convirtió en trayectorias. La historia social, la


historia cuantitativa, la historia de las mentalidades, la historia
antropológica, la historia del imaginario, la microhistoria, etcétera, todas
fueron maneras de inventar cómo ver y reconstruir los sucesos. Del rescate
del pasado colectivo a la reconstrucción de los sentimientos o a las distintas
recepciones del mundo de las que habló la historia cultural, sólo se dieron
unos cuantos pasos, pero todos contribuyeron a la realización de una
temporalidad distinta. El siglo veinte tejió las especificidades del oficio y de
las nuevas reflexiones historiográficas en las que nos encontramos
sumergidos hasta el momento.

Hoy es imposible hablar de historia, sin referirse a la historia de la historia.


Sin referirse a la historia de cómo se ha escrito la historia. La historia ha
tenido distintas funciones a lo largo del tiempo ¿Quién y para qué se
construye? ¿Qué intervención aportan el sujeto, institución y época que la
elaboran? Del paradigma de la historia medieval -que se vinculaba a un
origen bíblico del mundo y se veía a sí misma como “maestra de vida”-, a la
historia reciente -defensora de las recepciones contextualizadas-, tenemos
más preguntas que respuestas.

¿Es distinta la lectura de un libro de historia de un matemático a la de un


historiador?¿Qué buscará, o qué esperará cada uno de ese libro? ¿Desde
dónde enfocaran su mirada al leerlo? Y aunque ese especialista en ciencias
exactas nos podría decir muchísimas cosas que nosotros como
historiadores probablemente no observaríamos en el libro, la distancia
respecto a la objetividad y a la supuesta realidad a la que refiere el texto,
afecta por igual a ambos lectores. Los parámetros objetivos, comprobables
y homogéneos permean a todas las ciencias y artes. La distancia sobre el
objeto de estudio o la consideración sobre los referentes desde los que se
percibe el mundo, cada vez más, forman parte del lenguaje colectivo, del
lenguaje del hombre común.

Pero volviendo a la trayectoria de la historiografía en el siglo XX, la Escuela


de los Annales, abrió preguntas a los historiadores y a las ciencias sociales.
Luego de haber sido, durante más de cinco décadas, una de las principales
difusoras a nivel mundial de las reflexiones historiograficas, su larga
trayectoria también se ha vuelto historizable. De Marc Bloch (quien participó
en la resistencia francesa y murió fusilado por la Gestapo el 16 de junio de
1944, en el campo de concentración de Saint-Didier-de-Formans, cerca de
Lyon) y su manuscrito inacabado Apologie pour l'histoire ou Métier
d'historien (editado y publicado posteriormente por Lucien Febvre, con el
nombre de Introducción a la historia, o Apología para la Historia), a Lucien
Febvre, Fernand Braudel o Bernard Lepetit, hay una vasta trayectoria.
Tantos años pasaron que incluso algunos historiadores discuten sobre quién
es el auténtico heredero de los Annales. ¿Es posible hablar de un legítimo
seguidor de los primeros Annales? No lo creo, pero su ya larga historia ha
permitido hablar de cuatro Annales, así como de una veta historiográfica de
mayor o menor envergadura.

Cuando la revista Annales propuso, en voz de Lucien Febvre, hacer una


“historia problema”, introdujo una polémica que llegaría muy lejos. En un
inicio el debate fue contra el proyecto, inaugurado desde mediados del siglo
dieciocho, de un Estado que se suponía capaz de generar bienestar,
seguridad social y equilibrio para toda la sociedad. La trayectoria de los
poderes que iban de la mano con la historia, fue severamente cuestionada.
En una época de desencanto y decepción generalizados, los historiadores
jugaron un rol interesante. El siglo XX -al estallar la Primera y Segunda
guerras mundiales y al crearse los estados totalitarios- tradujo la
incertidumbre y el desencanto en otra comprensión del mundo.

Annales hizo coincidir en las ciencias sociales aquel rechazo al sentido de


progreso y evolución. Desde la literatura hasta la geografía, pasando por la
lingüística o la poesía, participaron de los límites de aquel proyecto ilusorio,
que prometía la culminación de un Estado generador de bienestar y
certidumbre. La libertad, igualdad y fraternidad se vinieron abajo. En ese
contexto, opuesto a la historia oficial imperante, se ubicó el nacimiento de
Annales: mismo periodo en el que el “fenómeno” de las masas se mostró en
el fascismo y en la promesa de los proyectos marxistas. Desde entonces los
análisis históricos urgieron considerar la participación de esas gigantescas
colectividades que “nunca habían tenido historia”.

Es así como a principios del siglo XX se da un ambiente de gran


efervescencia en donde los parámetros y los criterios para conceptualizar la
verdad comenzaron a transformarse. Y en ese contexto la “Escuela de los
Annales” replanteó una nueva forma de escribir la historia. Basta mencionar
algunos títulos que dicen más que mil palabras, como por ejemplo, el libro
de Lucien Febvre, “El problema de la incredulidad en el siglo XVI o la
religión de Rabelais”. El estudio era inusitado ¿quién era Rabelais? Un
personaje que por ningún motivo formaba parte de los parámetros de la
cultura de excelencia; la mirada de un hombre sin atributos; asimismo el
libro de Marc Bloch, “Los Reyes Taumaturgo” fue una obra que se sumergió
en los fenómenos sobrenaturales que se le atribuían a las monarquías y los
procesos de cambio que esta concepción tuvo desde el siglo XII; los reyes,
personajes divinos, que con sólo tocar curaban, traducían el sentido de la
obediencia al poder. El pasado se convirtió en los pasados; Fernand Braudel
llevó a sus obras que ninguna concepción histórica es contingente. En El
Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II o en su
Historia de las Civilizaciones, los tiempos, las culturas y las civilizaciones
eran uno de los hilos conductores de su reflexión. Visto a la distancia, con
Braudel quedó claro por primera vez que cualquier cultura pertenecía a un
contexto histórico determinado.

En ese tránsito para conocer el pasado de las masas antes ignoradas, la


Historia Cuantitativa tuvo un peso fundamental. Conocer los
comportamientos sociales organizándolos en bases de datos, era inusitado.
Una metodología vinculada a las computadoras se avocó a enlistar a los
grupos sociales, a las clases trabajadoras, a las listas de anónimos. Dentro
de esta corriente tenemos en México ejemplos muy interesantes, como el
de Javier Pescador, quien se dedicó a investigar las actas de bautismo de
tres Parroquias de la Ciudad de México desde el siglo dieciséis hasta el
dieciocho, para responder, al menos, a una pregunta: saber si la abstinencia
sexual y alimenticia eran o no respetadas durante la Semana Santa. ¿Fue la
iglesia capaz de construir una ley que fuera obedecida por todos? ¿Quiénes
seguían las prescripciones religiosas? Tomando las actas de bautismo de
casi tres siglos -¡imagínense el trabajo que eso significa!- pretendió
determinar quién se abstenía y quién no de los apetitos carnales. El trabajo
mostró que –a pesar de que la Conquista tuvo como motor principal la
evangelización de los indios-, eran los españoles quienes respetaban más
esa normatividad, y no los indígenas. Una cuestión cultural de castas. Sin
duda alguna, la historia cuantitativa cubrió un frente y ofreció un gran
abanico de interrogantes, pero su trayectoria también fue cuestionada:
¿cómo se selecciona, organiza y procesa la información de esas fuentes
documentales? ¿Acaso todo este instrumental computarizado era capaz de
llevarnos a la plena objetividad del pasado? La selección de los grupos, de
las clases o de las colectividades era algo que también generaba
inquietudes y dudas.

Un dato interesante de la Revista de los Annales fue que conforme


cambiaban sus directores y las nuevas generaciones tomaban su dirección,
el nombre de la revista también cambiaba. De titularese Annales. Economía
Sociedad y Civilización, pasó, con Fernand Braudel a Annales. Economías
Sociedades y Civilizaciones, y de ahí a Annales. Historia y Ciencias Sociales.
El cambio de nombres nos habla de la autorreflexión en la que estaban
inmersas las ciencias sociales; esos títulos revelan gran parte de las
preguntas historiográficas del siglo XX.

Cuando Georges Duby tomó la dirección de la revista en 1971, Braudel


declaró estar en desacuerdo con sus sucesores, por considerar que se le
estaba dando demasiado peso al mundo de los imaginarios. La historia de
las mentalidades estaba en la cúspide con los trabajos al subrayar los
aspectos maravillosos, simbólicos, imaginarios y subjetivos del mundo
tradicional. Tanto Jacques Le Goff como Georges Duby fueron medievalistas
y se dedicaron a desarrollar nuevas miradas sobre aquel periodo que se
había bautizado “época del oscurantismo”. Al ingresar a la alta y baja Edad
Media, esos autores demostraron la gran gran riqueza en esas
colectividades que, hasta antes del siglo XII, tomaban formas plenamente
rurales. El “renacimiento” cultural urbano no distaba de aquel mundo
fraccionado en pequeñas aldeas expuestas a ser autónomas y víctimas por
las condiciones físicas y atmosféricas; pueblos que durante los meses de
nevadas quedaban aislados entre sí, pero que recurrían a las campanas
como medio de orientación y comunicación. Jacques Le Goff explicar como
el sonido de las campanas podían vincular a dos poblados en momentos de
desastres naturales; con un lenguaje de alerta o auxilio, sus badajos eran
elementos prioritarios para aquellas poblaciones. Otro tema fueron los
carnavales; la abundancia, el clima y el éxito de la colectividad iban de la
mano con el derroche de la fiesta.

Con Jacques Le Goff o con Maurice Agulhon, la realidad sustentada en el


mundo material o en las fuerzas productivas como sus cimientos, no fue
suficiente. ¿Cómo se podría explicar que algunos dueños de los medios de
producción -en esa etapa industrializadora que prometía mayores ganancias
al modernizar la maquinaria- rechazaran participar de los cambios
tecnológicos? Las motivaciones de los dueños de los telares no
forzosamente eran explicables por la acumulación de riqueza: se jugaba una
identidad en el oficio. En el estatus de maestro, en el ser reconocido al
ejercer su labor o en las sociabilidades entabladas con el resto de los
trabajadores y la comunidad, había mucho más que el ser propietario de los
medios de producción.

De esta forma se multiplicaron exponencialmente las historias. La historia


de la muerte, la del purgatorio, la del amor, la de los carnavales, la de los
secretos de alcoba, la de la percepción olfativa, la de las basuras, la de las
lágrimas, la de la ropa íntima, la del castigo o la de cualquier otro tema, fue
factible. Lo que antes no era pensable –y que ahora casi todos tenemos
registrado en nuestra cotidianeidad- se volvió tema de discusión. Casi todos
los valores que creíamos eternos se volvieron contingentes y frágiles. De
esos estudios como fue posible establecer no solo las diferencias, sino
también compararlas con nuestra realidad actual. Los encuentros amorosos,
las manifestaciones imaginarias, la sensibilidad y el poder participaron de
un pasado.

No obstante el recorrido anterior, la revista de los Annales estuvo fuera de


la “academia oficial” hasta que Michel Foucault quedó como director del
College de France. Este colegio –que guardadas todas las distancias
podríamos comparar con nuestro Colegio de México-, era el que dictaba el
giro y la interpretación oficial de la historia. En ese contexto dos corrientes
se estaban disputando la dirección del College: un connotado historiador
que pertenecía a la corriente estructuralista, Michel Foucault, y un
reconocido alumno de Kuhn, Alexandre Koyrè.

¿Cómo podríamos ejemplificar de manera rápida la diferencia entre esas


dos posturas académicas? Para los estructuralistas la cultura se producía y
reproducía por su perfección académica: los argumentos bien
sistematizados, la organización de su estructura, el manejo de su lenguaje,
etcétera, era lo que hacía a la obra participar de las redes del mundo
cultural. La cultura se instituía por sus propios méritos. No obstante, Michel
Foucault, inicialmente formado dentro de esa corriente, llevó al límite la
situación de las obras. ¿Qué era lo que estaba en los márgenes de lo
instituido? Y fuera de ese marco descubrió las desviaciones, las diferencias,
lo reglamentado, lo marginal. Más allá de la instituciones, de los saberes
instituidos, de los sistemas culturales aceptados, Foucault dejó ver que
otros saberes fueron desplazados.

Del “otro lado” de la institución médica están los diferentes: las curanderas,
magos, chamanes, etc. En México tenemos un ejemplo histórico muy
ejemplar. Durante el siglo XVIII el Protomedicato comenzó a regular el
sentido de las farmacias, de la herbolaria, de los curanderos o de las
parteras; conforme fue asentando su cuerpo, fortaleciendo sus saberes e
integrando a una comunidad consensuada de “científicos”, los excluyó y
calificó de charlatanería todas las prácticas con las que curaban los cuerpos.
Foucault mostró eso mismo para las instituciones educativas, familiares o
productivas.
El poder, la “autocoacción”, fueron vistos como procesos históricos
contextuados y no como entes esenciales. Desde entonces, la historia de los
Annales y las producciones del College de France corrieron paralelamente,
gestando una enorme diversidad de investigaciones históricas. Como
ejemplo, tenemos a la familia, esa “célula” denominada anteriormente
como el núcleo central de las sociedades, fue reducida a su corta historia.
La familia moderna también tiene una historia de exclusiones; asociada a
los entornos urbanos, se fue convirtiendo en la centinela de la privacidad,
en vigilante de los tiempos escolares, fabriles o médicos. Su historia se
vincula con la de los distintos significados de ciudadano, de ese sujeto
capaz de aprehender los códigos civilizatorios exigidas por las urbes. Las
prácticas campesinas quedan fuera: en ésta dirección basta mirar a hacia
nuestro país para darnos cuenta el arduo proceso del concepto de
ciudadano; y más aún, basta recordar que la Constitución de 1857,
redactada por un reducido grupo de “notables ciudadanos”, se creo en un
país donde el 90 por ciento de la población era iletrada y, más grave aún,
en un país en donde más del 70 por ciento de la población era indígena: la
palabra indio simplemente no aparece en esa Cosntitución. La historia
señaló que los saberes instaurados marginan universos sociales, ejercen el
poder sobre los cuerpos e individuos y construyen un discurso consensuado,
cerrado, sobre el que los historiadores descubren las fracturas.

La historia de los Annales dio entrada a cualquier historia que refiriera a


esas prácticas distintas. Desde las concepciones de la muerte hasta el
imaginario sobre el mar, pasando por la invención de la alcoba matrimonial,
el amor maternal o los sentimientos viriles, todo apuntó a las diferencias.
Nuestra cultura moderna redujo sus pretensiones de eternidad al confrontar
su fragilidad temporal; las largas duraciones se remontaron hasta la Edad
Media y “la cultura” se tradujo a “las culturas”. ¿Cómo aprehendían la
realidad los otros? Menoccio tomó un papel central al mostrar que en el
siglo dieciséis era posible –en ese contexto de lenta, pero ya realizable
difusión del texto escrito- hacer una lectura distinta sobre la génesis bíblica.
Más allá de los preceptos teológicos instaurados, estaba un campesino
criticando el despilfarro de los sacerdotes y comparando la fermentación,
“el queso y los gusanos”, con la Creación del Universo. Luego de esa
reconstrucción histórica, de esa microhistoria capaz de mostrar cómo
existieron mundos propios inmersos en un saber que se pretendía
homogéneo y totalizador, los historiadores dirigieron la vista a las
“representaciones” del mundo. La aprehensión de la realidad no es única; la
representación social se vinculó a grupos sociales –como los ciudadanos, los
pescadores, los obreros-, tanto como a los individuos, tal como lo mostró
Giovanni Levi en su Herencia inmaterial.

Así, el contexto de recepción, el lugar desde el que se aprehendía y


representaba al mundo fue otro de los ángulos resaltados por Annales.
Cuando ésta discusión tuvo lugar, la revista estaba ya en manos de la
cuarta generación, con Bernard Lepetit a la cabeza. Fue en 1979 cuando el
director convocó a los colaboradores a reflexionar sobre el recorrido que
hasta entonces había seguido la revista. La cultura, custodiada por los
poderes, se desplazó hacia otro centro: la escritura. Entonces decenas de
trabajos pusieron su atención en la producción, la circulación y recepción
del texto escrito. La aprehensión del mundo se asoció a la difusión escrita; a
la posibilidad del pensamiento crítico dado por el texto al lector; a la lectura
en voz alta y a la creación del individuo freudiano; a la difusión del texto y
su relación con la opinión pública; al rumor y la vigilancia colectiva como
sistemas de comunicación diferentes al de la escritura, en fin, diversas
investigaciones históricas enfatizaron en sus corpus el rol de las fuentes
documentales consultadas: para quiénes fueron producidas, quién las
escribió, cuáles eran sus objetivos, etcétera.

La historia subrayó su papel contextual y los diálogos culturales que


contenía. El relativismo, es decir, la pregunta sobre la posibilidad o no de
que dos culturas dialoguen, resaltó como problema. ¿La historia se hizo
migajas? Los lenguajes contenidos en los documentos fueron vistos como
mundos que ya habían sido aprehendidos previamente: el historiador
trabaja con representaciones elaboradas por otros. Los textos históricos,
vistos entonces como sistemas de comunicación propios a su contexto, se
dejaron a la hermenéutica. Otro contexto comunicativo, un historiador
ubicado desde otros referentes culturales, los interpretaría. El historiador
trabaja sobre las observaciones del mundo elaboradas por otros
-“observación de observaciones”-, problema que nos remite a la mucha o
poca capacidad para comprender lo diferente. ¿Hasta dónde somos capaces
de comunicar con lo que tenemos enfrente? La historia, vista como la
reconstrucción sobre sistemas de comunicación previos, replanteó una vieja
frase de Michel de Certeau: “escribimos sobre el cuerpo de los muertos”. En
fin, ese temido relativismo que emergió con la última generación de
Annales, debiera ser traducido no como una incapacidad para comunicar,
sino como un cuestionamiento, elaborado desde la conciencia histórica, de
la incapacidad que hemos tenido para comprender desde dónde es posible
dialogar con lo diferente.
En suma, se trata de impulsar una historia en donde, a través de la
diversidad de las diferentes disciplinas de las ciencias sociales, nos
permitan tener la capacidad de interpretar el pasado de una manera
distinta. Mirar al mundo y crear nuevos paradigmas aunque
aparentemente se miren como inverosímiles. Pondré un ejemplo absurdo,
pero es como si el día de hoy en lugar de que yo estuviera hablándoles aquí,
hubiera enviando mi “clon” hacerlo, acaso, en el siglo XVIII alguien se
imaginaba que llegaríamos a la Luna.
Muchas Gracias.

Este en ensayo formó parte de la exposición que se llevó a cabo el 15 de


Octubre del 2008 dentro del Seminario de Historia Cultural organizado por el
"Programa de Estudios de Historia y Difusión Cultural" en el plantel Centro
Historico de la UACM.
http://books.google.com/books?
id=CRvhJOXKXbEC&printsec=frontcover&dq=historia+cultural&sourc
e=bl&ots=r4qcyk2nEj&sig=Axr_rGBLNXexemCOzp7FqswaKNY&hl=es
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