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INTRODUCCIÓN
Perder un hijo siempre será una experiencia emocionalmente demoledora para los
padres, independientemente de la edad de su hijo/a, en qué momento haya ocurrido
la muerte y del motivo de la misma; es decir, si ocurrió por enfermedad, accidente,
desastre natural, suicidio, etc., para ellos siempre será una muerte prematura, ilógica
y frecuentemente injusta. Los padres normalmente no contemplan dentro de su
esquema y proyecto de vida el que un hijo pueda morir antes que ellos.
Cuando una mujer sufre un aborto, es común escuchar perdió al bebé, ésta frase es
significativa porque es lo que sucede a menudo con ese pequeño cuerpo de
semanas o meses de gestación, literalmente se pierde; los padres no saben a dónde
fue a dar, cuál era su sexo o por qué no sobrevivió. Aún cuando el bebé haya nacido,
e n muchas ocasiones, las madres no tienen la oportunidad de ver al bebé, tocarlo,
olerlo, abrazarlo o ponerle nombre. El fenómeno antes descrito puede ocasionar
graves y profundas alteraciones en la condición emocional de sus padres; puede
colocarlos en una suerte de suspensión psicológica al no haber contado con la
oportunidad de evocar un rostro, un olor, un mechón de cabellos, no poseer una
imagen de ese ser querido a quien no se conoció físicamente y en quien se pudieron
depositar tantos anhelos interrumpidos de, trascendencia, amor incondicional; a
quien no se pudo despedir con los rituales propios de los padres; esta circunstancia
puede provocar duelos crónicos y patológicos, en donde la vida no alcanza para
llorar y dolerse por esta pérdida.
existen suficientes datos que corroboran que la respuesta de las familias en estos
casos corresponde con las reacciones aflictivas típicas del proceso de duelo como la
negación, negociación, enojo, depresión y aceptación; sin embargo, las mujeres con
pérdidas perinatales, manifiestan otros elementos que pueden agudizar o perpetuar
el proceso, como culpabilidad basada en causas imaginarias de la muerte, tales
como prácticas sexuales durante el embarazo, alimentación y cuidado insuficiente,
trabajo intenso y prolongado durante la gestación, por lo que se reprochan a ellas
mismas, y surgen intensos sentimientos de vergüenza y culpa - relacionados con la
vivencia de fracaso como mujeres al no ser capaces de dar vida a un niño son
habituales. En este sentido, cabe mencionar otro factor que puede dificultar aún más
la experiencia de pérdida en la mujer y es que culturalmente se han generado
mandatos casi absolutos sobre el valor de la maternidad; es decir, ser mujer = ser
madre.
Otras reacciones emocionales frecuentes son ataques de ansiedad, ira, aislamiento,
problemas en la vida reproductiva y sexual, desórdenes del sueño y alimenticios,
baja autoestima, dificultad en vincularse con otros niños u otras mujeres, pérdida de
sentido de vida y ocasionalmente deseos de muerte con tendencias suicidas; todo
esto manifestaciones de un trastorno depresivo.
Sin embargo, por increíble que parezca, cuando una madre pierde a su bebé, la
tendencia general de la sociedad es a no darle suficiente importancia, se invisibiliza.
Habitualmente, la pareja, la familia y el personal de salud que la atiende no
reconocen el dolor y el impacto real que puede generar en la salud integral de una
mujer la pérdida de un hijo no nacido o muerto tempranamente. Después de la
pérdida existe un periodo de "shock" o aturdimiento, en donde no todas las mujeres
manifiestan abiertamente sus sentimientos de dolor y tristeza por lo ocurrido, pero
ello no significa que no requieran apoyo emocional.
Condon citó en 1987: La percepción que la mujer tiene de los hechos que suceden
minutos u horas inmediatamente después de percatarse de la posibilidad de la
muerte de su hijo, tiene máxima importancia, porque estos recuerdos forman el
núcleo del proceso de pensar.
Si existen hijos previos, éstos pueden sufrir una doble pérdida, por un lado, la del
hermanito/a y por otro lado, el de los padres cuando, muchas veces, están sumidos
en estados de depresión.
En la mujer, pueden ocurrir otras alteraciones en los ámbitos social, con aislamiento,
laboral o educativo, con bajo rendimiento o abandono, y mucho de ello provocado
por sentimientos de inadecuación y minusvalía.
La mujer necesita hablar sobre lo sucedido, repasar una y otra vez los
acontecimientos en un intento por explicarse qué faltó, qué hizo mal, dónde estuvo el
error, etc. Es preciso que junto con su médico, los padres completen con detalle la
historia reproductiva personal y familiar, que hagan un análisis retrospectivo del
curso del embarazo: fármacos, adicciones, enfermedades previas o intercurrentes;
un examen detallado del recién nacido y del resultado de los estudios de patología.
El periodo normal de la resolución del duelo en una madre por un recién nacido
muerto, requiere de uno o dos años, aunque probablemente al cabo de seis meses el
acontecimiento ya no constituya el centro de la vida emocional de la mujer.
Se ha demostrado que después de una muerte perinatal, aparece un impulso
emocional muy intenso que lleva a la pareja a comenzar otra gestación para suplir el
vacío dejado por la muerte de su anterior hijo. Es recomendable esperar como
mínimo de 6 meses a 1 año para un nuevo embarazo. Un nuevo hijo concebido antes
de 5 meses de la muerte del anterior podría desencadenar el desarrollo de un duelo
patológico. Además el embarazo se vive con una gran ansiedad y una especial
sensibilización ante cualquier pronóstico negativo, por lo que, insistimos, es
necesario tener una información muy clara sobre lo sucedido para aproximarnos a la
identificación de la causa o naturaleza de la muerte y evitar falsos temores.
La atención psicológica para este tipo de casos puede llegar a ser inaccesible para
un sector poblacional muy amplio que cuenta con insuficientes recursos económicos.
CONCLUSIÓN