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Enigmas

Si había algo que caracterizara a Pablo era esa necesidad que tenía por resolver
todos los tipos de juegos lúdicos que se pusieran a su alcance. Más que juegos eran
para él un motivo de preocupación, sentía que tenía la obligación de desentrañar los
secretos que obstinadamente permanecían velados para la mayoría de los mortales,
quizás de alguna manera descubriera así los secretos del universo mismo. Puzzles,
enigmas, pensamientos laterales, juegos matemáticos, no había en el mundo alguno
que se le presentase imposible. Ya de pequeño mostraba una incipiente facilidad
para resolver todo tipo acertijos. Pablo no llevaba mas de 6 años sobre esta vida
cuando el padre incitando a su hijo a una superación cada vez mayor le llevaba
revistas de palabras cruzadas, sopas de letras, libros de pensamiento lateral e
irónicamente no pasaba mas de algunas hora o en contadas ocasiones días sin que el
chico le pidiera algún otro medio que desafíe su inteligencia.
Con el tiempo Pablo creó del resolver estos problemas un arte. Primero se escucha el
enunciado, luego se lo repite para uno mismo en una retahíla continua, dándole
vueltas al asunto y encontrando posibles grietas y más tarde se lo analiza para al
cabo de algún tiempo se llegara a la respuesta. Para Pablo los enigmas presentaban
un desafío que hacía casi propio y del que, por mas que quisiera, no podía escapar
hasta no llegar a la respuesta requerida, esa era la única salida que para él existía, y
fue eso lo que lo llevó a la tumba. Pero aún hoy, muchas de las personas que lo
conocieron se preguntan si no decidió él su final y no fue solo una cruel broma del
destino.

Se encontraba en un bar Pablo, contando ya la edad de 24 años. Sus amigos lo


rodeaban y cualquiera que lo hubiera visto, aunque sea de refilón se hubiera llevado
un buen susto, ya que el brillo ya de por si natural en sus ojos, habían adquirido una
intensidad que rayaba en lo grotesco. No falto quien pensó en compararlos con 2
luces en el medio de una ruta llena de niebla, pero ese personaje se guardo de hacer
el comentario, y si vamos a al caso no hace a la historia.
-Y la mujer se dio vuelta en la mitad del puente -decía Pablo, sin poder contener su
mirada triunfal, pero con tintes rosados en las mejillas que decían lo contrario- y
cuando lo vio el guardia, éste la hizo volver a Alemania, porque creyó que de ahí
venia.

Una vez que pulverizó otro enigma mas, se recostó en la silla, suspiró largamente y
se permitió relajarse en su asiento saboreando su capuccino que hacia tiempo habia
perdido todo resto de calor. A su vez sus amigos murmuraban entre sí a ver
exprimiendo sus ya de por si cansadas mentes para ver si todavía recordaban algún
juego que no le hayan planteado antes. Vanos pero altruistas intentos al fin y al
cabo.
-Disculpe - se oyó una voz cascada desde algún lugar del recinto, sobresaltando a los
presentes- no he podido evitar oír a su amigo aquí presente y, permítame decirles
que es maravilloso en esto, continuó la voz incorpórea.

Cuando Pablo se hubo recuperado del susto inicial se dio vuelta girando sobre su
eje, y un dolor le recorrió el espinazo haciendo acuso de recibo de la mala posición a
la que lo habían sometido durante horas de meditabunda paciencia. Se tomo su
tiempo para analizar al hombre que tenía detrás. Tendría unos 60 años, pelo ralo,
barba entrecana cortada pulcramente y un traje color oscuro que hoy sin lugar a
dudas se lo catalogaría de anacrónico. También llevaba en su mano izquierda un
bastón de caoba negra que le hacia juego a la perfección con el traje. Pareciera que
el bastón, el traje y él eran 3 partes de una misma pieza. Casi como formando un
todo.

-Pero donde he dejado mis modales -dijo el dueño de la voz ominosa- mi nombre es
Jhon Riddledeath -dijo extendiendo una huesuda mano- pero eso no es lo más
importante. Llevo recorrido gran parte de este vasto mundo ofreciendo mis
servicios. Dicho lo cual hizo uso de una carta que siempre le daba buen resultado, el
silencio. Cuando se hizo insoportable la situación, cual tahúr empedernido, dejo
deslizar la siguiente frase, casi en un susurro inaudible: Ofrezco a la gente lo que
quiere, soy como un vendedor de… digamos utopías, consigo lo que se cree es
imposible. Se separó del grupo de cabezas que formaban lo ahí reunidos y el hombre
aprovecho para alejarse un poco mas. Se sentó tieso cual vara de madera en la silla.
Hacia ya tiempo que había ocupado una silla y la rigidez de esta estaba haciendo
mella en su huesudo trasero.

Si a Pablo le hubieran preguntado en ese momento porque un escalofrío le recorrió


la columna vertebral cuando escuchó como ese hombre hacía de su presentación una
obra de vodevil cuasi barato no hubiera podido responder con coherencia. ¿Sería por
la cadencia en las palabras del viejo, o su voz cascada e hipnotizante lo que hacia
que sea tan intrigante el asunto? Quizás ambas.

-Bien, bien, bien, veamos que tengo para ti -dijo Jhon, mientras buscaba en su
portafolio trabajado finamente en cuero también negro. Era como si, para el hombre,
la sola idea de que existiera otro color para vestir le repugnara- ¡Pero claro, debí
haberlo supuesto- dijo quizás mas enigmáticamente que nunca.
Luego de remover algunos papeles de su portafolio saco un manojo de hojas, de las
cuales casi todas cayeron al piso menos una que sujetó firmemente entre sus largo
dedos. Releyó lo que había ahí escrito, asintió satisfecho y clavo sus grises ojos
acerados en Pablo.

- ¿Qué es lo que el que fabrica no necesita, el que lo compra no lo usa para sí, y el
que lo usa no sabe que lo hace...?

Dicho esto, reordenó los papeles descuidadamente, casi con desgano, arrojó unas
monedas sobre la mesa para pagar lo que no había consumido y raudo se retiró del
local.
Pero Pablo no notó que Jhon se había ido. Enfrascado en sus pensamientos el mundo
que lo rodeaba perdía protagonismo. Interesante pensó, está bien construido, y jamás
lo había oído, tiene que ser mío, nuevamente esa sensación de poder que le recorría
en cuerpo con una intensidad que nunca antes había tenido. Y una chispa de codicia
encendió en sus ojos y su cuerpo fue chamuscado por la desesperación y la locura.

-¿Qué es lo que el que fabrica no necesita, el que lo compra no lo usa para sí, y el
que lo usa no sabe que lo hace, empezó a murmurar como un rezo repetido una y
otra vez hasta el hartazgo.
Pasadas un par de horas, cuando sus amigos, que ya estaban harto acostumbrados a
los estados de trance de Pablo, se quedaron sin tema de conversación y viendo que el
ultimo conteo de cervezas vaciadas en buches sedientos ascendia a 3 litros por
cabeza, decidieron levantarse y retirarse del bar aún a sabiendas que dejaban a su
amigo. No era ni la primera ni iba a ser la ultima vez que lo hacian, eso de dejarlo
así, solito. Pagaron y se fueron. ¿Que ocurrencias hubieran compartido de saber que
ese iba a ser la ultima cerveza que iban a compartir todos juntos? O al menos todos
vivos.
Mas tarde aún, machismo mas tarde, horas después del encuentro que casi pareció
casual, cuando debían cerrar el local el mozo le pidió amablemente a Pablo que se
retire. Pablo lo miró de hito en hito y solo moviendo los labios como si estuviera
leyendo alguna culpa escrita en la frente del empleado se levantó lentamente y
caminó de regreso a su casa mientras seguía murmurando para sí el enigma.

Abrió la puerta de su hogar casi maquinalmente, subió a su cuarto y de allí no volvió


a salir.
Al día siguiente su madre lo llamó a desayunar, pero Pablo no bajó. A la hora del
almuerzo volvió a llamarlo, pero solo recibió silencio por respuesta.

- Bueno -insistió en convencerse la madre- debe estar enfrascado con otro de sus
tontos jueguitos, ya va a bajar cuando tenga hambre. Cuando cayó la noche empezó
a preocuparse y llamó enérgicamente a la puerta de su cuarto.

-Pablo, estás bien – preguntó con los sentimientos a flor de piel, dicho lo cual abrió
lentamente, y lo encontró acostado en la cama con los brazos sobre el estomago
murmurando su rezo continuo. Jamás en la historia de la humanidad una frase pudo
describir una situación tan gráficamente como lo que le paso a la madre de Pablo.
Digamos que el corazón le dio un vuelco (en realidad una arteria hizo que se le
llenara de sangre) ya que vio el futuro inmediato de su hijo reflejado en la copa de la
muerte que bebía tranquilamente a su lado. Decir que la muerte brindo por ella sería
una exageración, pero supongamos que así lo hizo.
Al otro día encontró recuperada del susto (como si hubiera visto un fantasma) y con
el peno entrecano y muchos años mas encima, la madre de Pablo encontró a su hijo
en el mismo lugar.

-Pablo, si no comes te va a hacer mal -insistió inútilmente la madre durante las


semanas que siguieron a ese encuentro, pero el problema era que una ya no creía en
nada y el otro nada tenía para creer.

Con el tiempo, Pablo empezó a perder peso, a demacrarse, cuando empezaron a


alimentarlo por suero, las agujas difícilmente encontraban carne para morder. Las
ojeras que se habían instalado ya definitivamente debajo de sus ojos se tornaron más
oscuras y lo tuvieron que internar un importante cuadro de desnutrición, pero nada
servía, estaba literalmente desvaneciendo, como si la tinta de la que nació lo
estuviera reclamando. O algo así se deducía por el color violeta que adquirió su
cuerpo cuando se acostumbró a respirar cada vez menos. Ni su novia, ni sus amigos
ni siquiera su familia pudo sacarlo de ese trance donde solo las palabras, ya ni
siquiera susurradas, pues sus pulmones como viejos fuelles a duras penas hacian su
trabajo, le hacían compañía y el enigma formaba ya parte de todo su mundo. La
naturaleza siguió su curso ironicamente Pablo no aprobó y murió.
En su funeral, al que había asistido el pueblo entero (no se caracterizaba por se un
pueblo gigante) se distinguió de entre todos un viejo de barba entrecana prolijamente
recortada. Se acercó al lugar de reposo de Pablo, que brillaba con un saludable color
rosado (kilos y kilos de maquillaje que como un revoque desganado daban ese color
antinatural, casi una broma grotesca para quien supo sonrojarse ante cualquier
hecho), como si solo estuviera durmiendo con sus manos descansando sobre su
pecho, y le susurro al oído:

-El ataúd. La respuesta es el ataúd. Y comenzó a reírse convulsivamente.


Tuvieron que sacarlo de ahí, más por miedo a su presencia que por falta de respeto
al finado. Cuando Jhon se hubo controlado y limpiado las lágrimas de alegría de sus
ojos, y aun con la sonrisa que se negaba a abandonar sus labios le dijo al portero del
sepelio:
-Discúlpeme, quisiera saber donde puedo encontrar a Alejandro del pueblo Ceylon,
porque creo que me espera.

Cuando recibió las indicaciones de cómo llegar al pueblo cercano lugar, abrió su
portafolio, revolvió en el papelerío y saco una lista en la cual tacho prolijamente:
Pablo (Enigmas) Pueblo Cinnamint. Y se caminó lentamente a Ceylon, sabiendo
que, al fin y al cabo tenia todo el tiempo del mundo para llegar allí. Total, nadie
nunca se murió en la víspera ¿O si?

FIN

037-El Enigma  
Hubo una vez un hijo de un rico comerciante que estaba poseído por un fuerte deseo de viajar por el
mundo, y decidió hacerlo haciéndose acompañar solamente por un fiel sirviente. Un día llegó a un gran
bosque, y al final de la tarde no había encontrado aún un  refugio, y no sabía donde pasar la noche. En eso
vio a una mujer que se dirigía hacia una pequeña casa, y acercándose a ella vio que era una joven
doncella. Él le habló diciéndole:
-"Querida joven, ¿podríamos mi sirviente y yo encontrar posada por esta noche en esa casita?"-
-"Oh, sí"- respondió con una voz triste, -"ciertamente que podrían, pero les aconsejo que no se aventuren
a eso. No vayan."-
-"¿Por qué no?"- preguntó el muchacho.
La joven suspiró y dijo:
-"Mi patrona practica malas artes y siempre está indispuesta con los extraños."-
Entonces comprendió que habían llegado a la casa de una bruja, pero como ya estaba oscuro y no podían
avanzar más, y también porque no era temeroso, entraron.
La vieja mujer estaba sentada en una mecedora cerca del fuego, y miró al extraño con sus rojos ojos.
-"Buenas noches"-gruñó ella, y fingió ser muy amable. -"Tomen un asiento y descansen."- 
Ella sopló el fuego en el que estaba cocinando algo en una pequeña olla. Su criada les advirtió a los dos
viajeros que tuvieran prudencia, que no comieran ni bebieran nada, pues la anciana preparaba bebidas
envenenadas. Ellos durmieron en calma hasta el amanecer. Cuando ya se alistaban para su salida, y el hijo
del comerciante estaba ya sentado sobre su caballo, la anciana dijo:
-"Paren un momento, les daré una manita con una bebida para la partida."-
Mientras ella traía la bebida, el joven se fue, y el sirviente, que tenía que tenía que abrochar firmemente
su silla de montar, fue el único que quedó presente cuando la malvada bruja llegó con la bebida.
-"Llévale esto a tu patrón."- dijo ella.
Pero en ese momento el vaso se volcó y el veneno se regó sobre el caballo, y era tan fuerte que
inmediatamente el caballo cayó muerto.
El sirviente corrió tras de su patrón y le contó lo que había sucedido, pero no quería dejar su silla de
montar tras de sí, y regresó a recogerla. Sin embargo cuando llegó donde el caballo muerto, un cuervo
estaba sobre él picoteándolo para devorarlo. 
-"¿Quién sabe si podremos encontrar algo mejor para hoy?"- dijo el sirviente.
Así que mató al cuervo y se lo llevó. Y siguieron su camino dentro del bosque el resto del día, pero no
salían de él. Al anochecer encontraron una posada y entraron en ella. El sirviente le dio el cuervo al
posadero para que lo alistara para la cena. Pero no sabían que habían llegado a una guarida de asesinos, y
durante la oscuridad de la noche, llegaron doce de ellos, con la intención de matar a los recién llegados y
robarles. Pero antes de cometer su objetivo, se sentaron a cenar, y el posadero y la bruja se sentaron con
ellos, y juntos tomaron un plato de sopa que se había hecho con la carne del cuervo. No habían terminado
de tomar un par de cucharadas, cuando todos cayeron muertos, pues el cuervo les transmitió el veneno
que había picoteado del caballo. No quedó vivo nadie más en la posada que la hija del posadero, quien era
honesta, y nunca tomaba parte de sus malvados actos. Ella le abrió todas la puertas al extraño, y le mostró
los tesoros que había apilados. Pero el muchacho le dijo que podía quedarse con todo aquello, y que él no
tomaría ninguna cosa. Y siguió su camino junto con el sirviente.
Después de haber viajado un largo trecho, llegaron a un pueblo en el cual había una bella, pero muy
orgullosa princesa, quien había mandado a proclamar que el hombre que  le propusiera a ella un enigma
que ella no pudiera resolver, lo haría su esposo. Pero eso sí, si ella resolvía el enigma, él sería encarcelado
por todo un año.

                                  
Ella se daba tres días para resolver el enigma, pero era una chica tan lista, que por lo general al primer día
ya tenía la respuesta. Nueve pretendientes purgaban ya la condena por su intento, cuando llegó el hijo del
comerciante, y cegado por el encanto de la princesa, estuvo dispuesto a perder su libertad.
Entonces fue donde ella, y le propuso su enigma.
-"¿Qué es"- dijo -"uno que nunca mató a ninguno, y sin embargo mató a doce."-
Ella no sabía que sería aquello, y pensó y pensó, pero no daba en la solución. Abrió cuanto libro de
enigmas tenía, pero no estaba escrito en ninguno. En resumen, sus conocimientos llegaron a su fin. Como
ya no sabía como ayudarse, le ordenó a su criada introducirse en el dormitorio del joven y que escuchara
sus sueños, y pensó que quizás hablara dormido y delatara el enigma.
Pero el astuto sirviente se había acostado en la cama de su patrón, y cuando la criada llegó, él le jaló la
capa con que se había cubierto, y la echó dándole de palos.
 A la segunda noche, la hija del rey envió a su criada de más confianza a ver si ella podía  tener éxito en la
misión de escuchar. Pero el sirviente también le soltó la capa, y la echó dándole de palos.
Ahora el joven se sintió seguro por la tercera noche y se instaló en su cama. Pero ahora vino la princesa
en persona, que se había puesto una capa gris oscuro, y se sentó cerca de él. Y cuando pensó que ya se
había dormido profundamente y soñaba, le habló, esperanzada en que dormido le contestaría, como
muchos lo hicieron, pero en realidad él estaba despierto, y entendía y oía perfectamente. Entonces ella
preguntó:
-"Uno que nunca mató a ninguno, ¿qué es eso?"-
Él contestó:
-"Un cuervo, que comió de la carne de un caballo que había muerto por veneno."-
Y ella preguntó aún más:
-"Y sin embargo mató a doce, ¿qué es eso?"-
Él contestó:
-"Significa que doce asesinos, que comieron de la carne del cuervo, murieron por ello."-
Cuando ella supo la respuesta del enigma, ella quiso salir corriendo, pero él le agarró la capa tan fuerte
que se vio obligada a soltarla y dejarla abandonada. A la mañana siguiente la hija del rey anunció que ya
había adivinado la respuesta al enigma, y enviopor los doce jueces, exponiendo la solución ante ellos.
Pero el joven pidió su derecho a la defensa y dijo:
-"Ella entró subrepticiamente a mi habitación en la noche y me interrogó, de otro modo no hubiera podido
saber la respuesta."-
Los jueces dijeron:
-"Danos una prueba de eso."-
Entonces su sirviente presentó los tres mantos capturados, y cuando vieron el manto gris oscuro que la
hija del rey acostumbraba usar, dijeron:
-"Que ese manto sea decorado con oro y plata, para que ella lo use en su boda con este joven."-
Y la boda se realizó, y todos los que habían sido condenados por los enigmas previos, quedaron en
libertad inmediatamente.
Enseñanza:
Todo convenio debe cumplirse limpiamente, sin engaños, tal como se acuerda.

El enigma del forzudo


El forzudo está tendido sobre el catre. El remolque se mueve; basta echar un vistazo a la ventanilla para
comprobarlo. Deben ser las dos de la mañana y el forzudo está tendido sobre el catre del remolque. En un
principio, se deja hacer, se deja besar por la domadora, escrutar, cartografiar. La domadora hace honor a
su oficio. El forzudo no ofrece resistencia. Acaso cuando ella pellizca sus pezones; entonces él la distrae
atrayendo su boca hacia la suya. Un bache. Estos labios se vuelven cada vez más inquisidores. No quieren
dejar región sin explorar. Un frenazo. Con su primera iniciativa realmente libre de la noche, el forzudo
aprieta los senos de ella, de una forma insolente, con evidente voluntad de molestar. Ella no protesta. Más
bien lo agradece. Por eso, el forzudo pasará al asalto. Un cinturón de cuero colgando del pomo de la
puerta, balanceándose. Una botella vacía que rueda por el suelo de la caravana. Un cinturón que es la
auténtica medida del tiempo, que ahora oscila sinuoso, irregular. Una botella que va y viene a las cuatro
esquinas del remolque. El forzudo y la domadora, por temperamento, están destinados a amarse
furiosamente, como si se contradijeran, como si lucharan en el fondo de una tumba y quisieran emerger el
uno a costa del otro. Una tumba en movimiento. Están destinados a una forma de lujuria hermana de la
agonía, del desespero. Destinados a arañarse mutuamente, vengando cada brizna de placer con otra
brizna, cada mordida con otra. El forzudo muerde su cuello y ella responde arañando sus glúteos. La
domadora le aprieta sus genitales con las dos manos y él la empuja bruscamente hacia los pies del lecho,
como un polo negativo repele a otro polo negativo.
El forzudo se llama Desiderio; la domadora se llama Dolores. Ser enemigos resulta en realidad
gratificante; al menos se tienen el uno al otro, se pueden mirar en él. O mejor, si Desiderio mira en su
interior puede verla a ella, y a la inversa. “Eres despreciable”, dice Dolores en un respiro. En realidad, por
eso luchan, para leerse el uno en otro.
Un bache. Un grito. Una voz como si terminara en un alfiler, como si se prolongara en algo puntiagudo.
Un chillido de mujer, de domadora, de leopardo. El conductor debe haberlo oído en la cabina; al igual que
el forzudo puede escuchar las protestas de los animales circenses en el camión que les sigue. Si el forzudo
hubiera adivinado el estertor, el chorro ennegrecido brotando del cuello, el vértigo en las pupilas de la
domadora como dos sellos de oro; si hubiera podido anticipar el olor de la sangre, quizá, y sólo quizá, no
hubiera obrado como lo ha hecho. No hubiera estirado el brazo hacia el cajón, no hubiera extraído el
cuchillo de cocina. Sin embargo, una botella rueda hacia el fondo del remolque. Un cinturón sigue dando
las horas.
Exhausto, Desiderio se quita de encima el cuerpo sin vida y se asoma a la ventanilla. Los hitos
kilométricos se suceden como fotogramas. Un hito. Un hito. Un hito. Un hito. Veintiséis hitos por
segundo. El conductor parece haber acelerado hasta alcanzar un ritmo frenético. Las farolas de la
autopistas. Dolores rueda por el suelo de la caravana. Tropieza con la botella. La botella tropieza con su
nariz. El conductor, no cabe duda, está acelerando hasta una velocidad próxima a la del sonido. Una
tumba en movimiento uniformemente acelerado. Balizamientos.
La caravana está ardiendo, no cabe duda. Se queda perplejo frente al fuego durante unos instantes, frente
al cadáver, en un olvido de sí. Abre la puerta que comunica con la cabina. Los asientos están ardiendo. El
conductor está ardiendo. Desiderio tiene que saltar, o bien entregarse a la virtud purificadora del fuego.
Tiene que saltar. Si sobrevive no podrán imputarle ningún crimen. Todo se habrá calcinado. No podrán
acusarle. “Fuego” y “cadáver” conforman un sintagma perfecto. Desiderio es capaz de imaginar restos
óseos carbonizados. Una dentadura. La dentadura enemiga de la domadora. Arderá durante kilómetros.
Un fuego fatuo en la autopista. A veintiséis hectómetros por segundo.

El fuego, puede observar el forzudo, se extiende al camión que les sigue, el de los animales. El arca de
Noé ardiendo. La extinción de las especies. El arca sobre la autopista y la botella se ha detenido junto a la
mano de Dolores. Es su magnetismo. “Borracha asquerosa”, piensa el forzudo (¿o lo ha dicho en voz
alta?). Los animales no pueden saltar, no pueden abandonar el arca. A Desiderio le basta con romper una
ventana. Puede hacerlo con facilidad. Es un forzudo, precisamente, por esa facilidad. Pero el camión corre
demasiado. El fuego se extiende a otro camión del convoy, el de los músicos. Alguno salta por la
ventanilla y se pierde en la oscuridad. No parece caer al suelo; parece caer hacia atrás en el tiempo,
hundirse en la negrura que persigue al convoy del circo. ¿Debe saltar el forzudo? Antes tiene que resolver
un interrogante: ¿por qué lo ha hecho? ¿Por qué Dolores está tendida en el suelo de la caravana? Tiene
que averiguarlo ahora, entre el fuego que ya alcanza al remolque, al Arca de los animales, al camión de
los músicos. Tiene que hacerlo ahora por si no sobrevive. Tiene que morir sabiéndolo.
El conductor ya ha saltado; no parecía otra cosa sino una estrella fugaz. Ha cruzado por la ventana del
remolque como un meteorito. ¿Ha dicho algo? ¿Ha gritado algo? El cinturón de cuero está ardiendo. El
camión continúa su rumbo sin piloto, como si fuera un vagón sobre unos raíles invisibles. De pronto
(nunca esta expresión ha resultado tan certera), el camión de los músicos que estalla. El mayor
espectáculo del mundo. Miembros por el aire. Partituras ridículas hechas añicos. Dolores también ha
comenzado a arder. La botella refleja demasiada luz. Las pupilas detenidas de Dolores reflejan demasiada
luz. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Dijo ella algo inoportuno? “Eres despreciable”, fue lo único que tuvo tiempo
de decir. En cualquier caso hay que romper la ventanilla antes de que trague humo. Antes de que lo
entierre el humo.
No es posible que el convoy esté ardiendo. No es posible que el remolque continúe su rumbo sin
conductor. No es posible esta velocidad cinematográfica. No es posible que haya matado a Dolores. No es
posible saltar. No es posible que el motor se detenga cuando se agote el combustible (ahora no se mueve
por combustible). CRASH. Cristales rotos abriendo una salida al humo. No es posible quedarse dentro de
la caravana. El cinturón está ardiendo, Dolores está ardiendo. El catre está ardiendo. Demasiado humo a
pesar de que la ventanilla ya ha sido rota por el forzudo. No es posible casi respirar. No es posible, pero
de pronto la puerta trasera se abre, y hay un tigre sobre la cabina del camión de los animales. Está
mirando al forzudo. Está interrogándolo con sus ojos reflejando la totalidad de la escena. Desiderio, el
fuego, el cadáver en unas pupilas de animal; porque todo reflejo es una pregunta. ¿Por qué mató a
Dolores? ¿Por qué todo está en llamas? ¿Por qué de repente, cuando no hay esperanza, el convoy se
detiene, progresiva, suavemente, y Desiderio ve desde la ventanilla a los payasos acercarse provistos de
extintores?
El forzudo baja del remolque. Sale a la noche. Sale a la claridad de una noche reconocible, consistente,
con estrellas en el cielo y la ley moral dentro de los hombres. Un payaso se aproxima. Es Lucien, el
clown. Trae un extintor.
—¿Estás bien? –pausa— ¿estás bien?—repite— ¿Y Dolores?
—Dolores ha muerto. Ha muerto... Yo..., estoy bien.—Recupera el resuello, se sienta al borde de la
autopista, acepta el cigarrillo que le ofrece el payaso. Se tranquiliza —estoy bien.
—Tranquilo. Lo importante es que al menos tú estás a salvo. –pausa mientras mira arder el camión; se
aproxima a él para observar los restos de Dolores. Regresa.
—Se ha consumido— le dice al forzudo. El convoy es una serpiente estirada, ardiendo. Ruidos de sirenas.
Chillidos. La hija del saxofonista llora desconsoladamente al fondo.

—¿Dónde estamos? –pregunta el forzudo con la cabeza entre las manos.


—En el infierno. Esto es horrible –el payaso no sabe sincronizar sus palabras con sus gestos, no hay
drama en su expresión—. El fuego ha comenzado en la locomotora. El viento lo ha arrastrado a vuestro
vagón, y después al de los animales, y después al de los músicos.
Hay una pausa que se abre paso entre los chillidos, las sirenas, los gritos de dolor, la búsqueda casi
infructuosa de supervivientes en los tres primeros vagones. Desiderio le está abriendo con su gesto, con
su mirada, está levantando el peso mayor de su existencia. Está desafiando a la gravedad con una pausa
que se abre paso entre el ruido de la desolación.
—¿Esto es un tren? –pregunta desconcertado.
—Esto era un tren.
Y entonces el forzudo se pregunta qué túnel del alma, qué región oscura ha debido atravesar y a qué
velocidad de espanto; a cuántos kilómetros dejó atrás su humanidad y el gobierno de sus manos. El tigre,
desde lo alto de un vagón, le sigue observando.

Mario Cuenca Sandoval

El abad y los tres enigmas


Esto era una vez un viejo monasterio, situado en el centro de un enorme y frondoso bosque, en el que
vivían muchos frailes. Cada fraile tenía una misión diferente. Así había un fraile portero, otro médico,
otro cocinero, otro bibliotecario, otro pastor, otro jardinero, otro hortelano, otro maestro, otro boticario.
Es decir, había un fraile para cada cosa y todos llevaban una vida monástica entregada al estudio y a la
oración. Como en todos los monasterios, el fraile que más mandaba era el abad. Se cuenta que había
llegado a oídos del Señor Obispo de aquella región que el abad del monasterio era un poco tonto y no
estaba a la altura de su cargo. Para comprobar las habladurías de la gente le hizo llamar y le dio un año de
plazo para que resolviera los tres enigmas siguientes: 1º) Si yo quisiera dar la vuelta al mundo, ¿cuánto
tardaría? 2º) Si yo quisiera venderme, ¿cuánto valdría? 3º) ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es
verdad? El abad regresó al monasterio y se sentó en su despacho a pensar y pensar, y pensó tanto que por
las orejas le salía humo. Se pasaba todo el día pensando, pero no se le ocurría nada; pensar sólo le daba un
fuerte dolor de cabeza. Hasta entró en la biblioteca del monasterio por primera vez en su vida para buscar
y rebuscar en los libros las soluciones y las respuestas que necesitaba. Pasaba el tiempo sin que el abad
resolviera los enigmas que le había planteado el Señor Obispo. Cuando ya quedaban pocos días para que
se cumpliera el año de plazo salió a pasear por el bosque y se sentó desesperado debajo de un árbol. Un
joven y humilde fraile pastor que estaba cuidando las ovejas del monasterio le oyó lamentarse y le
preguntó qué le ocurría. El abad le contó la entrevista con el Señor Obispo y los tres enigmas que le había
planteado para probar sus conocimientos. El frailecillo le dijo que no se preocupara más porque él sabría
como contestar al Señor Obispo. Así que, el mismo día que se terminaba el año de plazo, se presentó el
joven fraile ante el Señor Obispo disfrazado con el hábito del abad y la cabeza cubierta con la capucha
para que el Obispo no pudiera reconocerlo. Después de recibirlo, el Señor Obispo quiso saber las
respuestas a sus enigmas y volvió a plantear al falso abad la primera pregunta: - Si yo quisiera dar la
vuelta al mundo... ¿cuánto tardaría? - Si Su Ilustrísima caminara tan deprisa como el sol -contestó
rápidamente el frailecillo- sólo tardaría veinticuatro horas. El Obispo después de pensarlo un rato quedó
satisfecho con la respuesta, así que pasó a la segunda pregunta: - Si yo quisiera venderme... ¿cuánto
valdría? El frailecillo respondió sin dudarlo: - Quince monedas de plata. Cuando el Obispo oyó esta
respuesta preguntó: - ¿Por qué quince monedas? - Porque a Jesucristo lo vendieron por treinta monedas
de plata y es lógico pensar que Su Ilustrísima valga sólo la mitad. Le iban convenciendo al Señor Obispo
las respuestas de aquel abad y empezaba a pensar que no era tan tonto como le habían dicho. Entonces
realizó la tercera y última pregunta: - ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad? - Su Ilustrísima
piensa que yo soy el abad del monasterio cuando en realidad sólo soy el fraile que cuida de las ovejas.
Entonces el Obispo, dándose cuenta de la inteligencia de aquel joven fraile, decidió que el frailecillo
ocupara el cargo de abad y que el abad se encargara de las ovejas. Y colorín, colorado este cuento se ha
acabado, si quieres que te lo cuente otra vez cierra los ojos y cuenta hasta tres.

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Caminando por el bosque me encontré con un payaso.

— Buenos días, señorita, me dijo con voz lisonjera, inclinándose con una reverencia.

Yo no le respondí, pues no tengo permiso para hablar con desconocidos.

— ¿Quieres que te acompañe?, insistió inclinándose de nuevo?

— Yo no hablo con desconocidos, le dije sin siquiera mirarlo.

El payaso se plantó delante mío y con los puños en las caderas lanzó con vozarrón
de payaso: "Pero yo no soy un desconocido, ¿acaso no conoces tú a los payasos?".

Me quedé pensativa, porque en realidad no sabía muy bien qué responderle.


¿Desconocido o no? Difícil cuestión.

— Todos los payasos no son iguales, cada uno es diferente, le dije.

— Sí, tienes razón, pero yo soy especial. Y bajando la voz: "Yo soy el payaso de
este bosque, y conozco todos sus secretos. No sabes la suerte que tienes de haberme
encontrado”.

Mirándolo a los ojos le dije: “Pero en los bosque no hay payasos”.

— Tienes razón, en parte solamente, ya que en este bosque sí hay un payaso, y soy
yo.

— Déjeme pasar, por favor, que me están esperando, le mentí.

El payaso nuevamente hizo una reverencia, pero esta vez muy exagerada.

— Pero niña, entonces yo puedo ayudarte, yo conozco todos los caminos. Ven,
sígueme, te mostraré el camino más divertido.

— ¿El camino más divertido? ¿Y qué hay ahí?

Estirándose en una posición elegante, con voz de guía turístico comenzó:

— Este bosque está lleno de secretos y yo los conozco todos.

— Eso ya me lo dijiste, te pregunté por el camino divertido.

— Sí, sí, por supuesto, el camino divertido. Verás, hay juegos, y... globos, y...
música, mucha música, ya verás.

— No me interesa, gracias, hasta luego, dije pulidamente, di media vuelta y partí.

— Niña, no me hagas enojarme, escuché bramar a mis espaldas.

Su voz me produjo un escalofrío. Traté de fingir indiferencia y seguí mi camino. El


payaso comenzó a llamarme con voz cada vez más amenazadora, y yo empecé a
correr, y entonces... el payaso pegó un salto enorme por sobre mi cabeza y se paró
diez pasos más adelante, enfrentándome. Frené mi carrera, y me quedé sin reacción,
lo que acababa de ver era tan inverosímil que me paralizó.

— No trates de hacerte la lista, ¿acaso no sabes que quien encuentra a un payaso en


un bosque está obligado a seguirlo?
Me quedé mirándolo incrédula.

— ¿Que te pasa? ¿Te comieron la lengua los ratones? Mira, si me sigues con buena
voluntad, te vas a entretener muchísimo, ya vas a ver. Pero si consigues enojarme,
entonces...

— ¡No quiero seguirte! Le grité. ¡No quiero seguirte!

¡No quiero seguirte!, seguí gritando. Entonces me desperté de un golpe. Era sólo un
sueño, sacudí la cabeza y me levanté a tomar un vaso de agua. Ya más tranquila me
acosté de nuevo y me deslicé en el sueño casi sin darme cuenta. El payaso me
esperaba burlón.

— Así que te habías quedado dormida. Entonces... ¡me debes una prenda!

Me quedé mirándolo confundida, no sabía qué decir.

— No te interesa saber qué tengo aquí? Me dijo sentándose y cruzando las piernas,
comenzó a dar vueltas alrededor de su índice una cinta azul con algo que brillaba en
su extremidad.

— No tengas miedo, ven, acércate, mira mejor.

Me acerqué con cautela y entonces me llevé la mano a mi oreja izquierda, ¡tenía mi


arito!

— ¡Devuélvemelo!, le ordené furiosa.

— Para recuperarlo... tienes que cantar... ¡tres veces kikiriki!

Sin pensar en lo absurdo de la situación, me preparé a lanzar un kikirikí


impresionante, pero la voz no me salió, traté una vez más, imposible de sacar el más
mínimo sonido. Me desperté nuevamente, mi corazón daba latidos furiosos.
Maquinalmente me llevé la mano a la oreja izquierda, ¡mi arito no estaba!, el
derecho sí, pero no el izquierdo. Me puse a buscar entre las sábanas, bajo la
almohada, nada, encendí la luz para mirar bajo mi cama. En eso Isabel, que dormía
en la cama al lado se despertó refunfuñando, “¿Qué te pasa, estás loca? ¡Apaga, que
todavía es de noche!”. Tuve que apagar, pero mi corazón seguía galopando como
loco, traté de tranquilizarme, no puede ser, me dije, mañana buscaré con calma,
tengo que encontrarlo. Eso sí, no volveré a dormirme.

— ¿Y...? me dijo el payaso.

Me dí cuenta de que la única forma de vencer a esa criatura era con astucia y mucha
sutileza, mi mente empezó a buscar a toda velocidad, tenía que encontrar algo, y
rápido.

— Te lanzo un desafío, le dije. El payaso abrió los brazos feliz.

— ¡Ahhh! Me encantan los desafíos. Pero eso sí, tendrás que someterte a las reglas.

— ¿Las reglas? ¿Qué reglas?

— ¿No conoces las reglas? Tú tienes derecho a proponerme tres enigmas, y si yo


respondo a los tres, entonces, deberás seguirme para siempre. Pero si yo no soy
capaz de responder a uno solo de entre ellos, entonces yo desapareceré para siempre,
y no me verás nunca más.

Era mi única posibilidad, y asentí con alivio. Entonces me dí cuenta de que no


conocía muchos enigmas, el único que me vino a la memoria fue el enigma de
Edipo, y se lo lancé.

— ¿Cuál es el animal que por la mañana tiene cuatro pies, dos al mediodía y tres en
la tarde?

Una gran carcajada resonó en todo el bosque, el payaso se doblaba de tanto reír.

— Bueno, bueno, veo que no eres diferente de la gran mayoría de los seres
humanos, desde que se trata de enigma, todos salen con esa pregunta, siempre la
misma.

— Todavía no me has respondido, le dije fingiendo confianza.

— Está bien, ahí va la respuesta, y recitó con tono aburrido: “ese animal es el
Hombre, pues en su infancia anda sobre sus manos y sus pies, cuando crece
solamente sobre sus pies y en su vejez ayudándose de un bastón como si fuera un
tercer pie”. Enseguida agregó con voz impaciente:

— Bueno, ¿qué esperas para proponerme el segundo enigma?

Sin tiempo para reflexionar, le lancé mi adivinanza preferida:

— “Entre pared y pared hay una pava echada. Llueva o no llueva, siempre está
mojada”.

— Veo que no tienes mucha imaginación, la respuesta es la lengua, me respondió


mirándome como si yo fuera un gusano.

No me quedaba otra solución que inventar algo que ni él ni nadie conociera, y se me


ocurrió:

— “Por la mañana es de color blanco, en la tarde de cualquier color, y por la noche,


de color rosado. ¿Qué es?”

El payaso se quedó pensativo, se veía que no sabía qué responder.

— Bueno, respóndeme, te estoy esperando.

Sus ojos empezaron a entrecerrarse con expresión furiosa.

— Qué te has imaginado, ¿que no soy capaz de responderte? Ya verás, te respondo


en seguida.

— Respeta las reglas, le dije, tienes que un tiempo limitado de respuesta. En mi


interior rogaba porque el tiempo de respuesta estuviera incluido en las reglas.

Entonces me miró con cólera contenida.

— Me ganaste. Eso sí, tienes que darme la respuesta a tu enigma, y agregó con voz
amenazadora:

— Porque si sólo ha sido una argucia, ya vas a ver lo que te espera.

— Aquí va la respuesta: es mi blusa. Por la mañana me pongo la blusa blanca del


uniforme del colegio, en la tarde, cuando llego a mi casa me la cambio y me pongo
cualquier otra, y en la noche, la blusa de mi pijama que es rosada.

— Toma, ahí está tu prenda, me dijo, lanzándome la cinta azul con mi arito.

Un rayo de sol en los ojos me despertó. Me toqué la oreja izquierda, no tenía el arito,
pero lo encontré fácilmente bajo la almohada. “Levántate, que estás atrasada”, me
dijo Isabel, con el uniforme ya puesto. Me levanté como pude, tomé un sorbo de té
con leche y salí corriendo tras ella. Entonces vi la cinta azul con que se había atado
el pelo. “¿Y esa cinta?”, le pregunté asombrada.
“Esta mañana la encontré en el suelo, al lado de tu cama. ¿No te molesta que me la
haya puesto?”

La abracé y me puse a dar vueltas con ella. “¿Qué te pasa, estás loca?”rió Isabel.
“No te preocupes, es que estoy tan feliz de estar aquí, contigo” contesté también
riendo. “Ahora sí sé que estás loca” me respondió condescendiente. Nos tomamos
del brazo y partimos felices al colegio. Estaba tan dichosa de saber que estaba
viviendo, existiendo aquí y ahora. Ya no me importaba saber si lo del payaso había
sido real o solamente mi imaginación, lo importante era disfrutar cada segundo a
fondo, y seguir viviendo.

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