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Dios no ha muerto, y debe morir

El derecho a blasfemar

“Debemos respetar la religión del otro, pero sólo en el sentido y en la medida


en que respetamos su teoría de que su esposa es bella y sus hijos inteligentes”

H. L. Mencken

Si yo te pregunto cuál es tu ideología política y tú me respondes que eres de izquierda, yo podría


argumentar de diversas formas por qué ser de izquierda en un país cuyos ciudadanos mayormente no
tienen conciencia política puesto que están más preocupados por sobrevivir, es complicado. Además
podría hacer un recuento brevísimo de las plataformas políticas de los partidos autodenominados de
izquierda, para así, señalar su obsolescencia, es decir, su inaplicabilidad en una sociedad que se ufana
de moderna. Luego, quizá, tú replicarías y al final, tal vez, no llegaríamos a ningún acuerdo. Sin
embargo, la discusión podría llevarse a cabo sin el riesgo de ofendernos o irritarnos. Nuestra amistad
no se vería mermada.

Lo mismo, apuesto, ocurriría si platicáramos sobre tu equipo favorito de futbol o, ya en confianza, si


habláramos de nuestras filias sexuales. En este último caso, cada quien expondría sus motivos
personales, para hacer más fácil la comprensión de sus preferencias. Y no habría ningún problema.
Después de todo, no estaríamos intentando persuadirnos el uno al otro, sino simplemente intercambiar
puntos de vista. Alguien toca a la puerta de nuestro hogar ideológico, lo dejamos pasar, se toma un café
o una chelita y, luego de un abrazo, nos despedimos y todos contentos.

Sin embargo, cuando el tema de conversación discurre acerca de la creencia religiosa personal, la
situación ─salvo en contables excepciones─ tiende a ser distinta. Supongamos que yo te pregunto a qué
dios le rezas, y tú, por ejemplo, me respondes que a Cristo. Si tú ya sabes que yo no soy creyente, te
aseguro que vas a estar esperando a que te diga, pues no lo comparto, pero te respeto ¡salud! y
cambiemos de tema. Pero si yo insisto y te digo que para mí la idea de creer en un dios me parece
absurda y primitiva, tú vas a quedar desconcertado y te sentirás súbitamente agredido. Pensarás que tu
hogar ideológico ha sido ultrajado. No te importan mis razones ni los antecedentes que me llevaron a
estas conclusiones. La religión no está a discusión. Es como si la persona religiosa tuviera su ahorradito
de fundamentalismo y lo sacara al primer atisbo de emergencia. La religión es un tema incómodo y más
en estos tiempos de escándalos mediáticos y crisis de valores morales.

En este sentido, el caso danés es muy ilustrativo. En septiembre de 2005 el periódico Jyllands-Posten
publicó doce viñetas en las que el profeta islámico, Mahoma, estaba representado.
(http://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/7/75/Jyllands-Posten-pg3-article-in-Sept-30-2005-edition-
of-KulturWeekend-entitled-Muhammeds-ansigt.png) En los días subsecuentes a la publicación, un
pequeño grupo de musulmanes encabezado por dos imanes (sacerdotes islámicos) exiliados en
Dinamarca, se encargó de propagar metódicamente la indignación. La campaña de odio hacia el país
escandinavo inició cuando estos dos personajes viajaron a Egipto con varias fotocopias de un panfleto
en el que se hacía una denuncia del maltrato hacia los musulmanes en Dinamarca, así como de la
supuesta vinculación directa del periódico con el gobierno. El acto dejaba entrever maliciosa y
falsamente que la supuesta opinión anti islámica de los cartones representaba, de alguna manera, el
odio oficial hacia este grupo religioso. El panfleto se distribuyó rápidamente en los amplios territorios
musulmanes de Asia y el norte de África, causando, como es lógico, crispación y manifestaciones de
desprecio en contra del pequeño país europeo. No conformes con hacer del odio un producto portátil y
de fácil transferencia, los taimados imanes añadieron a las 12 ilustraciones 3 más que no tenían ninguna
relación con Dinamarca. Curiosamente, estas 3 últimas imágenes eran mucho más agresivas.
Especialmente una de ellas –que por cierto, no era un cartón sino una fotografía─, en la que se observa
a un hombre barbado disfrazado de puerco.

(http://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/thumb/7/72/Pig_person.jpg/587px-Pig_person.jpg).

Como se puede ver, esta fotografía por sí misma es más bien ridícula, sin embargo, inserta en el
contexto de una comunidad religiosa paranoica e ignorante, puede resultar más hiriente que una bomba.
Y así fue.

Tiempo después, se supo que la fotografía pertenecía a la agencia Associated Press


(http://www.msnbc.msn.com/id/8959820) y había sido tomada por un francés en un concurso de
disfraces de marranos llevado a cabo en una feria suburbana. La fotografía no tenía relación alguna con
el profeta Mahoma ni con Dinamarca, más allá de la que los imanes decidieron forzar al incluirla en el
panfleto. La leyenda que enmarcaba la fotografía rezaba así: “Her er det rigtige billede af Muhammed”
(Esta es la verdadera imagen de Mahoma). El resultado es previsible. El cuidadoso cultivo de la injuria,
algunos meses después, dio sus primeros frutos. En Pakistán e Indonesia grupos radicales quemaban
banderas danesas que sacaron de quién sabe dónde, al tiempo que exigían una disculpa formal del
gobierno del país vikingo. Un claro ejemplo, esto último, de que para ciertas comunidades musulmanas
la libre expresión y la autonomía de la que gozan algunos periódicos, es algo de difícil comprensión.

La escalada de violencia prosiguió cuando diversos periódicos noruegos, alemanes y franceses


publicaron las 12 viñetas en señal de solidaridad con el Jyllands-Posten. Hubo destrucción de
embajadas y consulados, boicot a productos daneses y quema de iglesias cristianas –que no tenían
ninguna relación con la iglesia danesa. Más tarde, la hostilidad continuaría con el ya conocido proceder
en estos casos: una recompensa de un millón de dólares ofrecida por un imán pakistaní, para premiar al
que matase al “dibujante danés”. Desconociendo, a la vista del hecho, que detrás de cada viñeta había
un dibujante distinto. Y, seguramente, sin saber que las 3 imágenes más ofensivas nunca habían sido
publicadas en Dinamarca. En Nigeria las manifestaciones terminaron en iglesias reducidas a
escombros, el asesinato a machetazos de nigerianos cristianos y el homicidio de un joven a quien se le
ató a unas llantas y, luego de ser rociado con gasolina, se le quemó vivo.

En Inglaterra las imágenes mediáticas mostraban leyendas aterradoras: “Masacren a los que insultan el
islam”, “Descuarticen a los que se burlan del islam”, “Europa pagarás: la destrucción está en camino” y
─con algún dejo irónico─ “Decapiten a aquellos que dicen que el islam es una religión violenta”.
(http://static.blogcritics.org/10/09/18/144299/Behead-those-who-insult-Islam.jpg)

El secretario general del Consejo Musulmán Británico, Iqbal Sacranie, exhortó públicamente a los
periódicos del Reino Unido a no publicar las viñetas. Sus argumentos: “La persona del Profeta, la paz
esté con él, es reverenciada profundamente en el mundo musulmán y este amor no puede ser explicado
en palabras. Va más allá de nuestros padres, nuestros seres queridos y nuestros hijos. Esa es parte de la
fe”.1

1
Dawkins, Richard. The God Delusion. Bantam Press, Londrés, 2006, pg. 26.
Lo anterior implica que los que no somos musulmanes debemos asumir que los valores del islam están
por encima de los del resto. Así lo predican los seguidores del islam, como también lo hacen los demás
creyentes en relación con sus propias religiones. Su razonamiento –nos vemos forzados a admitir bajo
amenaza─ es el único que conduce a la verdad y a la luz. Sin embargo, como afirma el periodista
británico, Andrew Mueller, el resto de los mortales, los no teístas, tendríamos que hacernos la pregunta:
“¿Por qué tenemos que tomarnos en serio el hecho de que un grupo de gente ha decidido amar más a un
profeta del siglo VII que a su propia familia? 2 O, en el caso judío, un dios sanguinario y castigador, o
en el caso cristiano un predicador del miedo y la abnegación. ¿Por qué?

¿Por qué debemos manejar la religión con pinzas en sociedades que se dicen (hiper)modernas y
democráticas? La fe es una elección personal que, como cualquier otra, está siempre expuesta al
derecho que los demás tienen a disentir.

México, siempre fiel

Creer en Dios es no conocerse a sí mismo

Heriberto Yépez

Un vistazo general a la sociedad mexicana es suficiente: a México se lo está llevando la chingada. Para
intentar revertir esta situación, lo primero que debería hacerse ─tal como se le recomienda al alcohólico
o al drogadicto─ es aceptar la condición patológica. De entre otros factores, la religiosidad mexicana
resalta por ser un cubre ojos que nos hace trastabillar permanentemente en el vadoso terreno de la
realidad fáctica. La religión constituye una coraza personal en la que el individuo se refugia mientras
afuera todo se derrumba, es una reacción de miedo. El miedo paraliza. Un pueblo religioso es un
pueblo paralítico. El ser religioso se procura a sí mismo un buen futuro, un futuro divino, relegando así
a un segundo plano sus responsabilidades terrenales (políticas, sociales, familiares), aquellas, por
supuesto, que van más allá de, digamos, evangelizar a los demás, es decir, contagiarlos de su pánico
vital. Al ser religioso le es suficiente rezar y cantar con la esperanza de que su situación cambie. Su
actitud filantrópica es, en el fondo, un acto de egolatría para paliar su terror tanto a la vida como a la
2
ibíd.
muerte y asegurarse un lugar en el cielo. El ser religioso se obstina en su trascendencia, olvidándose del
bienestar común en el planeta Tierra.

La religión en México es un estorbo. El cristianismo en general y el catolicismo en particular no han


hecho sino hundir al país en los fangos de una mentalidad pusilánime y temerosa. La psique mexicana,
vilipendiada y humillada durante y después de la conquista española, sufrió un trauma aún mayor
cuando a los indígenas se les obligó a deshacerse de sus ídolos y adoptar a la divina providencia
cristiana como su nueva ley fundamental, el nuevo asilo de sus desgracias. El ejercicio del poder de los
conquistadores fue ─al igual que su dogma religioso─ absolutista y devastador. Los habitantes
mexicanos fueron subyugados y, consecuentemente, obligados a aceptar el nuevo orden religioso,
social y político, todos los cuales estaban regidos por la cabeza virreinal católica, a su vez supeditada al
rey católico, a su vez supeditado a esa macabra representación del dios terrenal, jefe de la industria de
la beatificación: el papa. El futuro completamente manipulable de una raza sometida quedó en manos
de un puñado de cretinos que al mismo tiempo mataban y prohibían matar, mentían y prohibían mentir,
robaban y prohibían robar.

Resulta lógico que la idiosincrasia mexicana actual emule a la de sus conquistadores. Nuestra moral es
incongruente. Somos deshonestos y traicioneros. Lo hemos mamado. Desde los Aztecas, civilización
totalitaria, impía, cruel y salvaje, de la cual nos decimos orgullosos de descender, el mexicano lleva en
la sangre una moral torcida. La sociedad mexicana contemporánea es pueril. Es un niñato huérfano que
captó el mundo a través de los ojos dogmáticos de un hato de radicales que no dudaban en demostrar su
avaricia insaciable. La religión judeocristiana vino a joder aún más nuestra ya de por sí esencia
despótica y discriminatoria. Con ella, nuestros principales defectos, nuestras pasiones más insanas han
brotado a la luz para conformar la personalidad del mexicano del siglo XXI, el dizque civilizado, el
dizque democrático. Condenamos las mismas cosas (pecados) que no estamos dispuestos a cumplir,
que violamos a la primera oportunidad en el nombre de cualquier dios, en apego a incisos sagrados
cifrados, o amparados en la sobre interpretación de libros escritos igualmente por lunáticos ─con un
supuesto don de la escritura─ embaucadores (Moisés, Ezequiel, Isaías, Marco, Juan, Pedro). Por
supuesto, esta misma moral hipócrita es la que aplicamos los mexicanos con la ley judicial, la que no es
divina, pero que tal y como hemos aprendido religiosamente, también se puede ultrajar y manipular a
conveniencia y antojo.
En México, la mayoría de los ateos aún no está dispuesta a defender su postura. Debido, acaso, al
nefando rezago educativo, la actitud librepensadora no teísta se reduce a cierta irreverencia oportunista,
a un ateísmo silencioso y tímido, acobardado. Los ateos viven agazapados en sus propios pensamientos
y con una sombra indeseable que les acecha: la latente susceptibilidad a convertirse al teísmo so
pretextos milagrosos. El idealismo es el último lujo de la juventud, escribía el Marqués de Sade en el
siglo XVIII. El ateísmo es una forma de idealismo. No en pocas ocasiones, el converso abandona su
ateísmo de juventud debido a la carga que implica su conciencia de la muerte. La muerte que se
manifiesta bajo diferentes máscaras: dramas personales, encarcelamientos, curaciones o supervivencias
que no pueden ser aún explicadas por la ciencia. Nuevamente, resalta la ignorancia como el eje
primordial de la religiosidad: soledad, incertidumbre en el porvenir, pavor.

Dios es un acto desesperado. Por eso la encarnación del dios cristiano es la del sufrimiento, la
sumisión, el castigo y la muerte trágica. El miedo es consecuencia del desconocimiento, de no saber
qué o si hay algo que se esconde en la oscuridad. De no conocer nuestra tolerancia al dolor. De no
pensar. De no querer saber sobre nosotros mismos.

La obcecación por adivinar el futuro es uno de los actos más vanidosos y egoístas del ser humano. En
la mente supina del creyente, su religión es la vía que le permite vislumbrar un buen futuro, complace
su narcisismo al tiempo que afianza su porvenir eterno en un hotel de cinco estrellas todo incluido: El
Paraíso.

El que piensa diferente es un paria, inmaduro, maleducado y hasta endemoniado. Es por ello que –salvo
algunos cuantos─ intelectuales, académicos, políticos y, ya no se diga, líderes de opinión de las dos
abyectas televisoras principales, se alinean en la moral judeocristiana predominante. La masa se
ampara en los porcentajes: 85% de católicos de los cuales casi todos son ─por si fuera poco y para
acabarla de chingar─, asimismo, guadalupanos: esa vertiente del victimismo, en donde en gran medida
han germinado y florecido las causas del machismo más acendrado y mejor enraizado. Los
guadalupanos son los huérfanos desamparados por antonomasia. A la inmensa mayoría estadística
católica, se debe sumar una cantidad creciente de cristianos pentecostales, judíos en una proporción
mucho menor y musulmanes en una minúscula.
En defensa de un ateísmo utópico

Sólo la independencia espiritual y psicológica que emana de un ateísmo con convicción es capaz de
generar cambios palpables en nuestras sociedades hipertecnologizadas. La ciencia, así como el trabajo
intelectual, tendría que estar divorciada de cualquier actitud teísta para alcanzar niveles de profundidad,
revolucionarios y evolutivos. El científico, el artista, el intelectual debería saberse dueño de su propio
destino, moralmente independiente a la hora de tomar decisiones. El humano debe valorar su soledad y
su condición transitoria en el mundo. Una conciencia atea es una conciencia armónica, pues nos
posiciona fríamente como lo que somos: seres biológicos dueños de sí mismos, que sobreviven y
buscan momentos de felicidad en la belleza tangible y efímera de lo circundante. La belleza está aquí:
somos nosotros, nuestra carne y nuestros pensamientos. No necesitamos una belleza mitológica,
perfecta y discriminatoria. La religión polariza. Parte en dos al creyente y, por ende, a las sociedades
creyentes. La belleza está en el arte, en la naturaleza y su condición real, manifiesta. La belleza del
conocimiento está en los libros, en la imaginación del escritor –humano, por cierto. La belleza está, sin
duda, en la Biblia y en el Corán y en la Torá y el Talmud, documentos que reflejan las tensiones
psicológicas de otros seres humanos quienes, al igual que nosotros, experimentaron una urgencia por
comunicar sus obsesiones, sus pasiones, sus delirios, sus esperanzas y sus desencantos. Pero, ¿por qué
estropearlo adjudicando a esos escritos la preexistencia de lo sobrenatural? Si el esquizofrénico Moisés
alucinaba que un ser omnipotente le dictaba mandamientos o Mahoma recibía el dictado sagrado en sus
sueños, ¿por qué tenemos que creer que detrás de esas mentes brillantes, detrás de esos portentos de la
imaginación ─libros no siempre bien escritos, por cierto─ necesariamente tuvo que haber un fantasma
divino? El hecho indica una subvaloración sistemática de nuestras capacidades humanas. Esa
subvaloración se extiende en el plano individual del ser religioso, quien se siente inferior en el mundo y
por ello busca un guía, un ser todopoderoso en el cual subsanar o refugiar sus inseguridades. Un padre.
El ser religioso utiliza la idea de dios para hacerse fuerte en un mundo que lo ha rebasado. En la
medida en que las sociedades albergan mayor cantidad de sujetos con complejos de inferioridad,
albergarán también mayor cantidad de deístas y viceversa ad infinitum.

El estadounidense, por ejemplo, es un individuo con un terror interno permanente. El estadounidense es


paranoico. El estadounidense es tremendamente religioso. Su sociedad, al igual que la nuestra, está en
decadencia. Los mexicanos en particular y los latinoamericanos en general somos razas acomplejadas,
demolidas por nuestra conciencia histórica de subyugación y sometimiento. Arrojados a la orfandad
que supuso la imposición de una cultura que nos llevaba siglos de ventaja. Los latinoamericanos somos
masivamente religiosos, porque tenemos el miedo de la criatura que se ha quedado sola. El creciente
ateísmo en las sociedades europeas, no es casual.
http://www.flickr.com/photos/elranoverde/4080700118/sizes/l/ Europa ha sufrido en carne propia las
peores consecuencias del fanatismo religioso: genocidios, inquisiciones, limpias raciales, guerras
mundiales, terrorismo, separatismos violentos. Los europeos han ido aprendiendo, a fuerza de caminar
entre cadáveres, que la vía para el desarrollo social es relegando el pensamiento divino a una categoría
secundaria e inferior.

Tampoco es casualidad que las sociedades menos desarrolladas económica y socialmente sean las
africanas y las asiáticas, donde el factor religioso sigue siendo primordial, rige sus días y sus noches.
Donde la cabeza religiosa es asimismo la cabeza del Estado. Sociedades, hay que decirlo, que tampoco
se han caracterizado por pacíficas y, mucho menos, felices.

La mente humana ha sido capaz de crearlo casi todo. La religiosidad, no obstante, se encarga de
subestimar e incluso deslegitimar todos estos logros. El deísta devalúa el presente, olvida a
conveniencia el pasado y despoja al futuro de sus proyecciones evolutivas. El creyente pervive sumido
en una mediocridad pasiva e intrascendente, su vida es una incógnita.

¿Qué se puede rescatar moralmente de la idea de un dios cuya impasibilidad sólo le alcanza para
testificar nuestra extinción?

El mito de Dios

Si 50 millones de personas creen una tontería, sigue siendo una tontería.

Anatole France
Las argumentaciones que afirman que Dios es real parten del hecho de su preexistencia en relación con
el universo. Nadie habla del origen de Dios. ¿Quién creó a Dios? La eterna discusión ─que no en pocas
ocasiones suena a sorna─ de qué fue primero, el huevo o la gallina, está basada en el mismo
razonamiento ofuscado que niega la evolución previa de la gallina. Quienes afirman que la gallina o el
huevo fueron creados por Dios, niegan todo ese proceso genético-evolutivo que llevó, a través de
millones de años, a que una célula acuática en una de sus ramificaciones evolutivas deviniera en
gallina. El darwinismo ha demostrado la inexistencia de dios en el plano biológico. Recientemente, el
científico inglés Stephen Hawking
http://www.elmundo.es/elmundo/2010/09/02/ciencia/1283415274.html ha afirmado que el
advenimiento del universo no se debe a la magia o a un regalo otorgado a los humanos por una deidad
o entidad superior, sino a leyes físicas elementales que –si bien aún de manera incipiente─ se pueden
demostrar a partir de leyes como la de la gravitación universal. Hawking recalca, asimismo, que el
descubrimiento reciente de planetas que orbitan en sistemas solares diferentes al nuestro pone
nuevamente nuestra unicidad biológica en entredicho. No es raro, pues, que algunas de las religiones
más disparatadas de nuestra época, comiencen ya a rendir culto a deidades y vidas extraterrestres. El
origen de las nuevas religiones: la esperanza desesperada que albergan esos guiñapos de que alguien
venga a componer su existencia miserable.

Tomás de Aquino, desde su perspectiva teológica cristiana, hablaba del movimiento universal como
efecto de un movimiento superior. Llanamente, su teoría excluye postulados científicos relacionados
con las leyes del movimiento (Newton, Einstein). Esto es comprensible puesto que median 3 y 7 siglos
de distancia entre Aquino y los dos científicos mencionados. Sin embargo, es pertinente tenerlo en
cuenta, puesto que las teorías aquinistas siguen sirviendo de bandera argumentativa para los deístas del
siglo XXI. Para ellos, entonces, la complejidad biológica de un ser vivo podría ser explicada a partir de
un títere que no puede conducirse a sí mismo sin una mano que le entre por debajo. Esa mano, de
acuerdo con la interpretación de uno de los postulados aquinistas, es la de Dios.

Para muchos, Dios es la respuesta a todo lo que permanece como un misterio. En el pasado se creía que
un rayo era una afrenta divina. Ahora sabemos lo que hay detrás de ese y muchos más fenómenos
naturales. En la medida en que carecemos de conocimiento o de un razonamiento que lo busque y lo
facilite, en esa proporción, la idea de Dios adquiere relevancia.
En el plano semántico cognitivo, el concepto de Dios es indivisible del prefijo omni: sciente o sapiente,
potente, presente. Lo anterior, a todas luces, constituye un paroxismo irracional y excesivo. Tan
enclenque que debe sustentarse en el principio de lo absoluto. La paradoja es que lo absoluto, debido a
su falta de practicidad y a su cualidad inconmensurable, en términos jurídicos y morales, es decir, en
términos humanos, suele ser reprobable o por lo menos tener una connotación negativa. ¿Somos
capaces de responder a la pregunta: es Dios absolutamente bueno? Para Platón (religioso empedernido
y autoritario), lo absoluto se manifiesta en el marco de las ideas, de lo inteligible. Es decir, la realidad
(objetiva, permanente) contrapuesta al mundo de lo sensorial (subjetivo, cambiante). De lo anterior se
extrae que lo absoluto (lo perfecto, lo objetivo) es imposible (platónico). Ni siquiera en las ciencias
exactas (por cierto creadas por los humanos quienes, irónicamente, a su vez, son el producto mejor
logrado de ¡dios!) el concepto de lo absoluto es capaz de imponerse sin dependencia.

Lo absoluto es inasible, por ende no puede expresarse sino en términos de subjetividad. Dios es una
experiencia subjetiva pues se basa en la creencia (experiencia) personal. Dios es una opinión, una
visión del mundo, simultáneamente absolutista y limitada. Una gran paradoja. El concepto o la idea de
Dios es tan grande, abarca tanto, que se vuelve todo y nada. ¿Alguien es capaz de sujetar el aire con
una sola mano e intentar sentir su volumen?

¿Cómo se puede creer en la ciencia y en Dios al mismo tiempo? En la creencia de dios existe una fuerte
dosis de egoísmo. Un egoísmo en su vertiente más convenenciera. ¿Por qué no consideramos a los
magos dioses?

En un acto de magia, los adultos sabemos que lo que está aconteciendo frente a nuestros ojos no es más
que un truco (palabra de por sí compleja, puesto que sirve para justificar cualquier cosa que en
principio no somos capaces de descifrar), un ilusionismo. ¿No constituye, entonces, un ilusionismo, la
virtud con la que supuestamente Dios maneja nuestro destino? La creación del universo, así como las
vicisitudes diarias en la vida de cualquier individuo, de acuerdo con la primitiva cosmovisión religiosa
judeocristiana es un acto de prestidigitación. Por medio de éste, la entidad divina en cuestión provoca,
solapa y testifica accidentes, nacimientos, muertes súbitas, triunfos o tragedias colectivas. ¿Por qué los
trucos de Dios gozan de más credibilidad que los de Criss Angel? http://www.youtube.com/watch?
v=sBQLq2VmZcA Si los creyentes pusieran su fe racionalmente y con la misma convicción en David
Seth Kotkin –judío, por cierto─, alias David Copperfield, como la ponen en su dios, ¿no tendrían que
creer que el mago que ha desaparecido la Estatua de la Libertad es Dios o al menos un engendro directo
de alguna deidad? ¿Cómo tiene que ser Dios, entonces, para gozar de calidad celestial?

La gente sigue creyendo en Dios a pesar de las desgracias que les suceden, puesto que la idea deísta
está, precisamente, fundamentada en la culpa. Por tanto, el creyente termina convenciéndose de que su
actitud lo hace merecedor de los infortunios. Ésa es la ley más elemental del pecado. Si aplicamos los
mandamientos veremos que prácticamente todo acto humano es potencialmente un pecado. Es una
estrategia formidablemente buena: debido a que cualquier acto humano es pecado, entonces dichos
actos y sus consecuencias son susceptibles de ser explicadas a través del castigo o la pena o la
penitencia aplicada por el dios justiciero. Es decir, los mandamientos establecen un candado en la
creencia de que toda causa y efecto de nuestras acciones tienen que ver con la voluntad de Dios. Es
como si alguien te corta el brazo para poder venderte una venda.

El único margen de error ─el cual no consideraban nuestros primitivos antepasados bíblicos (1500
a.C.)─ consiste en el desarrollo racional en detrimento de la ignorancia. Increíblemente, la razón de
algunos todavía se rige por el oscurantismo, el desconocimiento y la sobreestimación de personajes
antiquísimos, quienes nunca consideraron que el conocimiento humano podría alcanzarle para, por
ejemplo, decodificar y alterar un mapa genómico.

Revelaciones (remate profético incluido)

Dios sí existe, pero sólo en la mente de sus fieles.

La idea de la existencia de dios está fundamentada en la principal peste del ser humano: la ignorancia.

Uno no es ateo gracias a dios, sino como resultado de su propia iniciativa.

El ateísmo moderno surgió como consecuencia de la revolución industrial y el colonialismo. Ese nuevo
individuo científico-técnico, dominado por un espíritu primordialmente utilitarista, sustituyó la
esperanza en el más allá por los proyectos mundanos, o sea, por los placeres terrícolas y el dominio del
más acá. Como dijo Hegel: “La lectura del periódico es la oración matinal del hombre moderno”.
En la posmodernidad, Cristo, Jehová y Alá comparten éxitos con los ases del deporte y las estrellas del
pop, así como con la iconolatría reproducida por los medios de comunicación y el culto a la Alta
Tecnología que impregna la mayoría de las parábolas publicitarias.

La creciente desilusión posmoderna por las tres grandes religiones monoteístas ha llevado fieles hacia
diversas sectas neopaganas panteístas como el Druidismo y el movimiento Wicca. Aquí los iniciados se
refugian en otras creencias, igualmente metafísicas y sobrenaturales, que los ayudan a paliar la
incomprensión sobre su origen y su destino, es decir, a sobrellevar la soledad.

El truculento túnel posmoderno ha originado, asimismo, que algunos otros incautos se hayan hecho
adeptos del New Age: una mezcolanza que, basada en la nueva era de Acuario, incluye al misticismo,
la medicina holística o el culto del cuerpo entre sus hábitos filosófico-religiosos. El New Age es una
especie de cristianismo pop del hippismo tardío.
http://www.youtube.com/watch?v=AQeuLj6avVg

Para Nietzsche, la creencia en Dios es una consecuencia de la vida decadente, de la vida incapaz de
aceptar el mundo en su dimensión trágica. El bigotón alemán parece apelar a una motivación
psicológica: la idea de Dios es un refugio para los que no pueden aceptar la vida.

Periodista, poeta y político mexicano, personaje injustamente oscurecido por la moral imperante en el
México moderno, Ignacio Ramírez Calzada, “el Nigromante”, fue un férreo impulsor de las Leyes de
Reforma durante el siglo XVII. Un mexicano que valdría la pena recuperar.

http://www.youtube.com/watch?v=5PxO805WhUk

http://www.youtube.com/watch?v=7EyP1Jn4wBc

Los mexicanos que sigan entregando su destino a la voluntad de un ser mitológico, lejos de reconstruir
este país seguirán transitando entre sus ruinas, tal y como lo hacemos casi todos en este momento. Para
ellos, sin embargo, ese andar voluble y ambivalente que los lleva de la sonrisa a la angustia, del
entusiasmo al temor, es aún más improductivo. Esos mexicanos no son capaces de reordenar entre los
escombros, puesto que las pesadas biblias y los fastidiosos crucifijos abarcan todo lugar en sus manos.
Además, cualquiera sabe que resulta imposible limpiar un chiquero mientras se reza un rosario
temblorosamente y con los ojos vendados.

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