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VASITO DE RON
sociedad que las sufre. Y como esos abusos también existen entre
nosotros, ¿qué derecho tendremos a combatirlos de manera defini-
tiva si es suficiente con que se produzcan fuera para que nos incli-
nemos ante ellos?
Así pues, la oposición entre dos actitudes del etnógrafo —crítico
a domicilio y conformista afuera—, oculta otra a la cual le resulta
más difícil escapar. Si quiere contribuir a un mejoramiento de su ré-
gimen social debe condenar, en cualquier lugar donde existan, las
condiciones análogas a las que él quiere derribar, y pierde su obje-
tividad y su imparcialidad. Por otro lado, el desapego que le impo-
nen el escrúpulo moral y el rigor científico lo previene de criticar
su propia sociedad, dado que no quiere juzgar a ninguna, con el fin
de conocerlas a todas. Si actúa en su medio, se priva de comprender
el resto; pero, si quiere comprender todo, renunciará a cambiar nada.
Si la contradicción fuera insuperable, el etnógrafo no debería
titubear sobre el término de la alternativa que le toca: es etnógrafo
y él lo ha querido así; que acepte la mutilación complementaria de
su vocación. Ha elegido a los otros y debe sufrir las consecuencias
de esa opción: su papel será sólo el de comprender a esos otros, en
nombre de quienes no puede actuar, ya que el solo hecho de que
sean otros le impide pensar o querer en su lugar, lo cual equival-
dría a identificarse con ellos. Además, renunciará a la acción en su
sociedad por miedo a tomar posición frente a valores que pueden
volver a encontrarse en sociedades diferentes (podría introducirse el
prejuicio en su pensamiento). Sólo subsistirá la elección inicial, por
la cual rehusará toda justificación: acto puro, no motivado, si puede
serlo, sólo por consideraciones exteriores tomadas del carácter o de
la historia de cada uno.
Felizmente no estamos en esto; después de haber contemplado
el abismo que rozamos, que se nos permita buscar su salida. Esta
puede ganarse en ciertas condiciones: moderación del juicio y divi-
sión de la dificultad en dos etapas.
Ninguna sociedad es perfecta. Todas implican por naturaleza
una impureza incompatible con las normas que proclaman y que
se traduce concretamente por una cierta dosis de injusticia, de insen-
sibilidad, de crueldad. ¿Cómo evaluar esta dosis? La investigación
etnográfica lo consigue. Pues si es cierto que la comparación de un
pequeño número de sociedades las hace aparecer muy distintas en-
tre sí, esas diferencias se atenúan cuando el campo de investigación
se amplía. Se descubre entonces que ninguna sociedad es profunda-
mente buena; pero ninguna es absolutamente mala; todas ofrecen
ciertas ventajas a sus miembros, teniendo en cuenta un residuo de
iniquidad cuya importancia aparece más o menos constante y que
quizá corresponde a una inercia específica que se opone, en el plano
de la vida social, a los esfuerzos de organización.
Esta frase sorprenderá al amante de los relatos de viajes que se
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el tiempo disponible para pensar; sin duda, luchó mal contra la en-
fermedad, pero no es seguro que los progresos de la higiene hayan
hecho algo más que proyectar sobre otros mecanismos (grandes ham-
bres y guerras de exterminación) la carga de mantener una medida
demográfica a la que las epidemias contribuían de una manera no
más espantosa que las otras.
En esa edad del mito el hombre no era más libre que hoy;
pero sólo su humanidad hacía de él un esclavo. Como su autoridad
sobre la naturaleza era muy reducida, se encontraba protegido —y
en cierta medida liberado— por el almohadón amortiguante de sus
sueños. A medida que éstos se transformaban en conocimiento, el
poder del hombre se acrecentaba; pero este poder del que estamos
tan orgullosos, que nos pone «en posesión directa» del universo,
¿qué es en realidad sino la conciencia subjetiva de una progresiva
fusión de la humanidad con el universo físico cuyos grandes deter-
minismos actúan desde entonces, no ya como extraños sospechosos,
sino por intermedio del pensamiento mismo, colonizándonos en pro-
vecho de un mundo silencioso en cuyos agentes nos hemos transfor-
mado?
Rousseau sin duda tenía razón en creer que, para nuestra feli-
cidad, más hubiera valido que la humanidad mantuviera «un justo
medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante acti-
vidad de nuestro amor propio»; que ese estado era «el mejor para el
hombre» y que para salir de él ha sido necesaria «alguna funesta
casualidad» donde se puede reconocer ese fenómeno doblemente ex-
cepcional —como único y como tardío— que es el advenimiento de
la civilización mecánica. Resulta claro, por lo tanto, que ese estado
medio no es de ningún modo un estado primitivo, sino que supone
y tolera cierta dosis de progreso; y del cual ninguna sociedad des-
crita presenta una imagen privilegiada, aun si «el ejemplo de los
salvajes, a casi todos los cuales se ha encontrado en ese punto, parece
confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer siem-
pre en él».
El estudio de esos salvajes aporta algo distinto de la revelación
de un estado de naturaleza utópico o del descubrimiento de la socie-
dad perfecta en el corazón de las selvas; nos ayuda a construir un
modelo teórico de la sociedad humana, que no corresponde a nin-
guna realidad observable pero con cuya ayuda llegaremos a desen-
marañar «lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza
actual del hombre, y a conocer bien un estado que ya no existe, que
quizá nunca haya existido, que probablemente no existirá jamás, y
del cual, sin embargo, hay que tener nociones justas para juzgar
bien nuestro estado presente». Ya he citado antes esta fórmula para
despejar el sentido de mi investigación entre los nambiquara, pues
el pensamiento de Rousseau, siempre adelantado a su tiempo, no
disocia la sociología teórica de la investigación, tanto de laboratorio
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miento que consiste, más allá de todas las repeticiones, en dar por
punto de partida a nuestras reflexiones la grandeza indefinible de
los comienzos. Puesto que ser hombre significa para todos nosotros
pertenecer a una clase, a una sociedad, a un país, a un continente y
a una civilización; puesto que para nosotros, europeos y terráqueos,
la aventura en el corazón del Nuevo Mundo significa en primer lugar
que ése no fue el nuestro y que llevamos en nosotros el crimen de
su destrucción; además, que ya no habrá otro: vueltos hacia nos-
otros mismos por esta confrontación, sepamos, por lo menos, expre-
sarla en sus términos primeros, en un lugar y refiriéndonos a un
tiempo en que nuestro mundo ha perdido ya la oportunidad de ele-
gir entre sus misiones.