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7 de abril de 20111
El presente permite ver con mayor claridad el pasado pero también el futuro, porque
apertura nuevas preguntas, y una central hoy día es ¿qué pasó con la medida del gasolinazo
en la relación que se había establecido entre Estado y sociedad los últimos cinco años, es
decir, desde la victoria electoral de Evo Morales en diciembre de 2005? Y ver esta relación
no en su momento de correspondencia sino en su quiebre inicial permite preguntarse no
sólo sobre la profundidad de la grieta sino sobre las características de esta relación antes de
la ruptura, y las posibilidades de avanzar este “proceso de cambio” (sea cual fuere el
contenido específico que está en disputa) más allá de la fisura. Intentaremos realizar esa
reflexión en este texto.
Por los argumentos y las explicaciones del gobierno durante la semana que demoró la
derogación del decreto e incluso en expresiones posteriores, ésta era la única manera y, a
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La versión preliminar de este texto fue presentada y debatida en el Coloquio de Análisis de Coyuntura
organizado por el PNUD, la FDBM y Cuarto Intermedio, realizado en Cochabamba el 7 de abril de 2011.
Agradezco a los participantes por sus comentarios que han alimentado este texto.
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partir de un cálculo estrictamente económico (y por tanto ahistórico), las consecuencias
sociales iban a ser manejables. El costo de vida debía subir la exacta proporción que los
combustibles significaban (hasta 20%) en el transporte y en menor medida en otros rubros
como la canasta básica, y la lealtad política de las organizaciones sociales mitigaría el costo
político: se trataba de un cálculo racional que hace abstracción de los sujetos concretos por
cifras estadísticas que responden en la medida de los estímulos en el contexto vacío de un
laboratorio. Pero ¿cómo un gobierno que venía de su experiencia con la densidad social –
dirigentes sindicales e intelectuales y técnicos afines a los movimientos sociales- podía
haber acabado en tal error político, que evidenció en el mejor de los casos un
desconocimiento de la dinámica política nacional2?
Para intentar entender las causas y consecuencias políticas del gasolinazo y si es una
medida que supondría una línea de demarcación, un antes y un después, de la relación
gobierno-sociedad, es que se propone algunas ideas de la cualidad de esta relación durante
la primera gestión del gobierno: ¿Qué relación de equivalencia estableció el gobierno de
Morales con la población que sostenía el proceso de cambio y qué relación estableció esta
población con este liderazgo, que nos permita entender el origen y las consecuencias del
núcleo de esta ruptura: el gasolinazo? O, ¿qué hizo que el gobierno simplifique, con una
ingenuidad incomprensible, la densidad social en Bolivia, pese a que no le es inicialmente
ajena, el MAS y el liderazgo de Evo Morales surgen y se desarrollan desde su experiencia
concreta con esta densidad? Y ¿cómo está enfrentando la sociedad, en su multiplicidad, esta
sensación de extrañeza y quizá separación con un liderazgo político que había logrado
representar el “proceso de cambio”?
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En el coloquio se planteó el tema de si el gasolinazo era un error aislado o más bien se constituida en el
punto culminante de una lógica de manejo de lo político, por los antecedes en la definición de candidatos en
las elecciones de abril de 2010, y los conflictos en Caranavi y Potosí. Considero que no es posible ver en el
gasolinazo la expresión de una continuidad monolítica del gobierno como tampoco una situación excepcional,
sino una serie de tensiones internas por definir un proyecto estatal y, con él, un rumbo político.
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La hipótesis de trabajo de este análisis de coyuntura es que entre el 2005 y el 2010 se
generó una identificación plena entre el gobierno de Evo Morales y el proceso de cambio,
que con el “gasolinazo” se rompe. Aunque todavía no es posible ver la profundidad y el
alcance de este quiebre inicial de la identidad Evo Morales= proceso de cambio y las
posibilidades de recuperar esta identidad, las consecuencias inmediatas son una inicial
pérdida de hegemonía de parte del gobierno y la apertura de un debate y participación y
disputa social por redefinir la direccionalidad del proceso.
De esta idea central se derivan tres líneas de reflexión sobre la coyuntura que organizan el
presente documento y que se presentan para alimentar el debate en la sesión: 1. Las
características de la identidad establecida entre un liderazgo y el proceso de cambio, 2. El
gobierno, sus tensiones internas y su reposicionamiento como un actor político más y no el
único y 3. El proceso de cambio visto desde una perspectiva mayor.
La disputa de casi cuatro años con una oposición antidemocrática y con un discurso
abiertamente racista construyó un relacionamiento político altamente polarizado, que
requería la mayor cohesión posible de las fuerzas sociales –identidad- entre el gobierno y el
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proceso de cambio, simbolizada en la aprobación del nuevo texto constitucional, donde los
cuestionamientos y fricciones internas necesitaban ser subordinados a la lealtad del
gobierno-proceso y frente al adversario común.
Bajo esta experiencia política, inaugural para el gobierno de Morales, las clases medias y en
general la población urbana se convirtieron en el tercer actor, capaz de dirimir
electoralmente la disputa según la capacidad gubernamental de convencerlas vía discurso e
inversión pública; de ahí que el partido se redujo a una máquina electoral -y no un espacio
de discusión y construcción de proyectos-, que en su reproducción representativa (votos)
hacía viable al gobierno, y con él, al avance del proceso de cambio. Por supuesto, la
capacidad de realizar movilizaciones masivas de las organizaciones sociales fue clave en
esta disputa, pero también se vivió como menos importante porque su lealtad se dio por
descontada.
Frente a la recomposición de una derecha radical, y que acabó siendo inviable en su propia
radicalidad (la construcción de un nuevo Estado-nación que ni la población regional
asumió), el proyecto común (como articulador de los sujetos sociales) fue la aprobación de
la nueva constitución, que tenía como conductor central al gobierno de Morales. Es en este
contexto específico y no replicable, de defensa de la asamblea constituyente y con ella del
proceso de cambio o refundación (pluri)nacional, que la tesis del Estado como síntesis de la
sociedad (y una tan orgánica como la boliviana) funcionó plena pero coyunturalmente.
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de esta relación de identidad gobierno-proceso de cambio y de lealtad incondicional de la
densidad social. Creo que sólo por este procedimiento de extrapolación mecánica de una
coyuntura a otra distinta es posible comprender la torpeza política del gasolinazo.
Visto el gasolinazo desde la coyuntura anterior, es posible imaginar que el gobierno supuso
poder intercambiar el sentido, protección y lealtad social hacia la asamblea constituyente
con uno hacia la construcción estatal; de ahí que la liberación de la carga estatal a la
subvención de hidrocarburos pudiera imaginarse ser tolerada y defendida, por encima de
los tremendos sacrificios familiares y colectivos que esto implicaba.
Sin embargo, el rechazo al gasolinazo, que obligó a derogarlo seis después de lanzada la
medida, muestra que la población leyó esta decisión como una separación entre los
intereses del gobierno y los intereses de la sociedad que -aún con la medida derogada- vivió
esta decisión política como una reducción de su capacidad adquisitiva, sin el sentido de un
esfuerzo por un proyecto mayor, sino producto de una arbitrariedad gubernamental.
Ahora, ¿esta separación entre gobierno y población respaldando un proceso de cambio fue
percibida como contradicción y lo fue por un grueso de la sociedad3? Porque si este fuera el
caso, podríamos estar hablando de que la percepción social del gasolinazo y con él del
gobierno fue la de traición, percepción que haría más profunda y menos recuperable la
fisura. ¿El gobierno que antes había representado el proceso de cambio ahora actuaba como
los gobiernos de la reestructuración económica, que asentaban la carga estatal en la
población, abandonada al “dejar hacer, dejar pasar” del mercado, aunque el fin haya sido
esta vez el fortalecimiento estatal que (de nuevo) exigía un sacrificio de parte de la
sociedad, a nombre de su propio bien y en un futuro indeterminado (el mito del progreso)?
Y si así fuera, ¿se reactivó y con qué fuerza la memoria social de la relación con los
partidos tradicionales y desacreditados del período neoliberal, haciendo aparecer al MAS
como reproductor de estas prácticas, tal como mostrarían las movilizaciones de la COB en
el último tiempo (que aglutina actores específicos que no reflejarían la totalidad social,
especialmente a las organizaciones indígenas que, con sus pugnas internas y más visibles,
se mantienen leales al gobierno)?
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Un análisis más fino debería diferenciar a las organizaciones indígenas y territorialmente rurales de aquellas
de trabajadores urbanos y mineros y a la población que solo tiene canales representativos de participación,
además de considerar los niveles de mando desacreditados: el gobierno en su conjunto, el partido, el gabinete,
algunos ministros puntuales y/o las figuras del vicepresidente y el presidente, así como la dirigencia social en
función de gobierno.
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importantes como el arrinconamiento de una oposición que puso en riesgo la propia
comunidad boliviana y la aprobación del nuevo texto constitucional, le permitirán superar
los costos políticos del gasolinazo? Y ¿cómo está replanteándose su posición en esta nueva
coyuntura? Al mismo tiempo ¿cómo se van a replantear las diferentes organizaciones
sociales y la ciudadanía individual (que vota y genera opinión, aunque no tiene filiación
orgánica) su relación con el gobierno y con el proceso de cambio, tras esta primera fisura?
Cuando el MAS se inauguró en el gobierno tenía fijada una agenda de trabajo, planteada
por las movilizaciones que interrumpieron el orden vigente. De ahí que, como se ha
señalado, la asamblea constituyente y la nacionalización de los hidrocarburos funcionaron
como proyecto cohesionador de las distintas fuerzas sociales. Este proyecto además fue
potenciado y legitimado en el territorio nacional, contra el abierto racismo y “regionalismo
nacionalista” de la oposición prefectural.
Por otra parte, la experiencia concreta en la gestión pública y sus exigencias (no basta ya el
discurso movilizador) mostró la pervivencia de una tradición clientelar en la dirigencia
sindical, que hacía más expedita la dirección del gobierno sobre las organizaciones sociales
(puestos y proyectos por lealtad), pero que impedía una gestión eficiente; de ahí los
reemplazos continuos de las cúpulas ministeriales y de las empresas estatales y el perfil más
técnico (sectores urbanos profesionales) que dirigencial (de procedencia de las
organizaciones sociales) que va adquiriendo el gabinete y en general los puestos de
decisión gubernamental.
Sin embargo, y esa es otra arista del gasolinazo, esta medida mostró los límites de una
conducción sólo tecnócrata del gobierno que en su focalización en la eficiencia, aprendida
en las escuelas neoliberales de economía y derecho, y su propia distancia y displicencia con
el tejido social boliviano, hace abstracción del movimiento de lo político, de la relación
concreta Estado y sociedad en Bolivia y por tanto de la misma viabilidad del gobierno.
Finalmente, la exitosa experiencia electoral del gobierno estos años generó una necesidad
de reproducción del partido que parecería que se está convirtiendo en un fin en sí mismo (y
ya no en un medio para avanzar en el proceso de cambio), una autorreferencialidad a la que
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se subordina todo lo demás. De ahí que este requisito de expansión electoral, unido a la
actualización de relaciones clientelares del Estado de 1952 y un liderazgo cada vez más
tecnócrata (en la que el propio presidente parece sucumbir) que necesita prescindir o
funcionalizar la participación social para avanzar, parecen ser tensiones que potencian esta
autorreferencialidad gubernamental y la alejan de la sociedad y por tanto de la lectura de la
realidad política.
Aquí además hay que hacerse una pregunta central que daría perspectiva frente a estas
tendencias de ensimismamiento y autorreferencialidad estatal: ¿existe un proyecto político
y cuál es? Y en ese sentido, ¿es el “proceso de cambio” un proyecto que permita cohesionar
fuerzas hacia delante y no aperturar un escenario de pugnas sociales muchas veces
corporativas, donde el gobierno aparece como un actor más con sus propios intereses
privados (su propia reproducción)?
Tal vez la emergencia social que vivimos la última década y que se canalizó en la
aprobación del nuevo texto constitucional fue un horizonte, más que un proyecto político,
que permitió que los distintos sujetos se articularan en una meta común, canalizada en la
figura del presidente. Y esa apertura a la significación sobre sí mismos, el cambio, el
reconocimiento y presencia constitutiva de la heterogeneidad que reclama un Estado que se
le corresponda, y la existencia de contenedores de múltiples sentidos como lo comunitario,
el vivir bien, lo plurinacional, la descolonización, etc., está dando lugar, recién a la
cristalización de proyectos políticos más concretos y quizá antagónicos en el seno mismo
del Estado, y también en el ámbito social, que podrían consolidarse y disputar la dirección
de este proceso en los próximos años.
Y esta disputa de la dirección del proceso, que podría estar sucediendo (aunque no
solamente) al interior del gobierno tiene que ver con cómo se está construyendo la relación
entre el liderazgo presidencial, el gabinete, el partido y las organizaciones sociales y cuál es
el escenario de definiciones políticas clave, como la política económica y la canalización y
potenciación (o contención) institucional de la participación social.
Al mismo tiempo, hay que entender que en Bolivia el Estado no es el gobierno, aunque
pretende llenar este espacio político en su totalidad, podríamos estar hablando del Estado
como un campo de disputa entre el gobierno como un actor central pero no único y
diferentes organizaciones sociales (que funcionan como partidos políticos, en su definición
clásica) así como sectores menos orgánicos (clases medias y la influencia de los medios de
comunicación sobre todo en este sector) que tienen un peso significativo en los momentos
electorales.
Quizá estamos en un tiempo en el que el “enemigo” ya no sea la oposición sino los propios
límites de los actores políticos de este proceso y las determinaciones de nuestra historia
colonial: un gobierno centrado en sí mismo y que simplifica, por los motivos que fueran, la
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relación con la sociedad como cooptación legitimante, dirigencias clientelares por sus
propias expectativas de ascenso social (oposición social que en su cúpula no mantiene el
proyecto de construcción de alternativas sino que se integra al sistema por los canales que
el propio Estado genera), discursos radicales que se desgastan porque no generan
transformaciones concretas e impaciencia social que, frente a su propia potencia
organizativa, reduce el proceso a las acciones gubernamentales.
El gasolinazo y sus repercusiones sociales no solo han mostrado las debilidades del
gobierno que asumió que le era posible llenar completamente el espacio estatal y
convertirse de una vez por todas en síntesis de la sociedad; también evidenció que, tras la
experiencia acumulada con el nacionalismo revolucionario, la participación social ya no
puede reducirse al vínculo clientelar ni de lealtad política ciega, sino no se hubiera obligado
a la derogación de esta medida.
Lo que parece estar pasando tras el gasolinazo es que la separación entre gobierno=proceso
de cambio está reabriendo el campo de debate, participación social y disputa, característico
de la manera de organización de los sujetos en Bolivia y su nivel de politización, que sin
embargo se redujo en la coyuntura 2006-2010 por las necesidades de cohesión interna y
lealtad frente al adversario político. Es decir, el impasse del gasolinazo está generando una
interlocución social con el gobierno, no subordinada a él, sino que puede estar disputando,
con diferentes sujetos, proyectos y horizontes, la direccionalidad de este proceso de
cambio.
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Quizá estamos viviendo lo que significara el ideologuema del nacionalismo revolucionario
desde 1952 hasta su crisis en 1985, pero que hasta el día de hoy actualiza muchos espacios
de la memoria social (por ejemplo la demanda de nacionalización de los recursos naturales
o la necesidad de construir un instrumento político, un partido, que no hicieran los mineros,
etc.). Si bien es cierto que el “proceso de cambio” o el Estado plurinacional o la
descolonización pueden convertirse en paraguas discursivos para proyectos políticos
muchas veces conservadores como sucedió con el nacionalismo revolucionario, también es
cierto que el desgaste de un gobierno o un liderazgo o incluso un sujeto político como el
movimiento indígena no significarán la clausura del horizonte de cambio abierto por la
potencia social desplegada desde el 2000.
Cuando los análisis de coyuntura, los análisis políticos y los discursos mediáticos hacen
énfasis solamente en la actuación del gobierno, están asumiendo implícitamente que la
relación política en Bolivia se da entre liderazgo gubernamental, partidos (o partido) y
ciudadanía más o menos pasiva, que genera opinión y recupera su soberanía delegada
solamente en los comicios. Es decir, asumen que en Bolivia existe una relación política
(Estado-sociedad) básicamente representativa, cuando la realidad de la última década, y la
acumulación histórica de los diferentes momentos constitutivos (independencia, 1899,
1952) muestran lo contrario (que no excluye la dimensión representativa): un panorama de
alta densidad social y cultural, que sobrevivió, se adaptó y funcionó incluso, y quizá
debido, a su invisibilidad y marginación por parte de los diferentes proyectos estatales
construidos en el país.
Por eso, ¿cómo es posible resituar nuestra lectura del proceso de cambio en una perspectiva
mayor que los errores y aciertos del actual gobierno que, si bien son centrales porque ahí se
generan las decisiones políticas, no agotan el sentido de lo que estamos viviendo desde el
2000?
Quisiera referirme aquí brevemente a dos problemáticas que a mi juicio pueden ser
centrales, aunque desbordan el análisis de la coyuntura: ¿qué significa la construcción de un
Estado plurinacional en el contexto boliviano? Y ¿qué tipo de institucionalidad podría
corresponderse a una sociedad heterogénea y altamente organizada, cuando la noción
moderna de institución política o sistema político que tenemos ha buscado el aplacamiento
de esa fuerza social que aparece como caótica e ingobernable, en miras de la “viabilidad”
política entendida como toma eficiente de decisiones políticas?
Aunque esta es una simplificación de la complejidad que implica la experiencia del Estado-
nación en Bolivia, podría señalarse para los fines de este análisis que ha sido la búsqueda,
por parte de un sujeto nacional (con una visión de mundo desde la cúpula social y cultural
boliviana) de crear una nación en función del Estado que se tenía o que se estaba
reconfigurando. Es decir, la lógica de razonamiento de esta experiencia, con las
especificidades de cada ciclo estatal, ha sido la de constituir una nación que se corresponda
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con el Estado; de ahí la necesidad de excluir y/o disciplinar a esa sociedad heterogénea para
hacerla caber dentro del imaginario nacional que ese Estado requería. Y como no cabía, es
decir, no se generó la homogeneización nacional requerida ni por la vía de la formación
social capitalista ni por la vía del mestizaje como discurso cultural, aparecía la retórica de la
inviabilidad de esa sociedad, que además fue uno de los razonamientos para que el
movimiento regional de esta época genere un nacionalismo separatista.
Aquí es la sociedad, constituida como comunidad política y por tanto con muchos y
diferentes sujetos sociales, quien genera un proceso constituyente de refundación del
Estado que necesita y de la relación que se establecerá entre dicho Estado y la comunidad
política. Y hacer esto no es menor, sino que establece, pensamos, la perspectiva más inédita
de lo que denominamos proceso de cambio, dentro y fuera de Bolivia.
Por otra parte, la expectativa de la participación social, por estas experiencias estatales y
por las condiciones de precariedad económica, puede reducirse a ser funcionario público en
diferentes niveles según la capacidad de presión de mi organización, cuando no es posible
que tengamos una burocracia de diez millones de funcionarios. Ahora, si la participación
social de las organizaciones urbanas y rurales no puede mantener la expectativa de tener
puestos públicos y generar déficits en cuanto a gestión pública, ¿cómo potenciar esta fuerza
organizativa en el centro del debate y la toma de decisiones políticas (y no su ejecución que
sería responsabilidad de los cuadros gestores) y por tanto en la direccionalidad del proceso
de cambio?
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Y esto se hace más urgente de tematizar cuando el instrumento político, creado por las
organizaciones para acceder al poder del Estado y desde ahí transformarlo (que fue una
lección histórica a partir de la experiencia minera que entregó el poder a un partido ajeno y
que le hacía señalar a Zavaleta Mercado que no hay peor impotencia que aquella de la
victoria), deja de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo.
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