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PNUD - FBDM

Identidad y separación gobierno - proceso de cambio

Ximena Soruco Sologuren

7 de abril de 20111

El presente permite ver con mayor claridad el pasado pero también el futuro, porque
apertura nuevas preguntas, y una central hoy día es ¿qué pasó con la medida del gasolinazo
en la relación que se había establecido entre Estado y sociedad los últimos cinco años, es
decir, desde la victoria electoral de Evo Morales en diciembre de 2005? Y ver esta relación
no en su momento de correspondencia sino en su quiebre inicial permite preguntarse no
sólo sobre la profundidad de la grieta sino sobre las características de esta relación antes de
la ruptura, y las posibilidades de avanzar este “proceso de cambio” (sea cual fuere el
contenido específico que está en disputa) más allá de la fisura. Intentaremos realizar esa
reflexión en este texto.

La medida del gasolinazo paralizó primero y luego movilizó a la población en su contra,


pese a los argumentos del vicepresidente, el ministro Arce y algunos dirigentes sociales de
que la subvención a la gasolina y al diesel, y el consecuente contrabando de estos
productos, eran insostenibles para la economía del Estado y de que la única salida era su
nivelación a precios internacionales. Pese a los discursos técnicos que se elaboraron esos
días, la población sintió que la manera de resolver este problema de la subvención de los
energéticos no había cambiado, era la misma que durante los gobiernos anteriores: se
cargaba todo el peso de la medida a la población, a la que se la abandonaba a la “mano
invisible” del mercado, esta vez internacional. De alguna manera el gobierno, con un
discurso de construcción de un nuevo Estado, procedía con una radicalidad neoliberal,
inviable para los gobiernos de esta línea, aún en sus mejores tiempos. ¿Qué había pasado?
¿Cómo el gobierno de Evo Morales que había logrado canalizar la potencia de las
insurrecciones de 2000-2005, con la agenda de octubre y hacia la construcción de un nuevo
Estado que se corresponda con la heterogeneidad de su sociedad, plasmada en una nueva
constitución política del Estado y victorioso en la disputa con la derecha boliviana, ahora
decretaba el gasolinazo?

Por los argumentos y las explicaciones del gobierno durante la semana que demoró la
derogación del decreto e incluso en expresiones posteriores, ésta era la única manera y, a

1
La versión preliminar de este texto fue presentada y debatida en el Coloquio de Análisis de Coyuntura
organizado por el PNUD, la FDBM y Cuarto Intermedio, realizado en Cochabamba el 7 de abril de 2011.
Agradezco a los participantes por sus comentarios que han alimentado este texto.

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partir de un cálculo estrictamente económico (y por tanto ahistórico), las consecuencias
sociales iban a ser manejables. El costo de vida debía subir la exacta proporción que los
combustibles significaban (hasta 20%) en el transporte y en menor medida en otros rubros
como la canasta básica, y la lealtad política de las organizaciones sociales mitigaría el costo
político: se trataba de un cálculo racional que hace abstracción de los sujetos concretos por
cifras estadísticas que responden en la medida de los estímulos en el contexto vacío de un
laboratorio. Pero ¿cómo un gobierno que venía de su experiencia con la densidad social –
dirigentes sindicales e intelectuales y técnicos afines a los movimientos sociales- podía
haber acabado en tal error político, que evidenció en el mejor de los casos un
desconocimiento de la dinámica política nacional2?

Los análisis sobre la medida, difundidos en medios de comunicación, expresaban que el


error había sido en cuanto a la forma, básicamente, en cuanto a la temporalidad de la
medida (no se podía subir los hidrocarburos de golpe, sino paulatinamente), pero coincidían
en lo insostenible de la subvención estatal a los hidrocarburos, agravada por el contrabando
y en que la única vía de solución era la nivelación de los precios internacionales. Es decir,
la carga estatal de la subvención había que repartirla socialmente, para que el Estado pueda
priorizar otras necesidades de inversión pública. Pero, ¿si el sentido de la insurgencia
popular desde el 2000 había sido la constitución de un Estado que defienda los intereses de
la sociedad, cómo ese Estado ahora cargaba sus costos (subvención, política energética
inadecuada, etc.) a la sociedad que lo había erigido, y lo hacía a nombre de ella, de su
propio bien?

Para intentar entender las causas y consecuencias políticas del gasolinazo y si es una
medida que supondría una línea de demarcación, un antes y un después, de la relación
gobierno-sociedad, es que se propone algunas ideas de la cualidad de esta relación durante
la primera gestión del gobierno: ¿Qué relación de equivalencia estableció el gobierno de
Morales con la población que sostenía el proceso de cambio y qué relación estableció esta
población con este liderazgo, que nos permita entender el origen y las consecuencias del
núcleo de esta ruptura: el gasolinazo? O, ¿qué hizo que el gobierno simplifique, con una
ingenuidad incomprensible, la densidad social en Bolivia, pese a que no le es inicialmente
ajena, el MAS y el liderazgo de Evo Morales surgen y se desarrollan desde su experiencia
concreta con esta densidad? Y ¿cómo está enfrentando la sociedad, en su multiplicidad, esta
sensación de extrañeza y quizá separación con un liderazgo político que había logrado
representar el “proceso de cambio”?

2
En el coloquio se planteó el tema de si el gasolinazo era un error aislado o más bien se constituida en el
punto culminante de una lógica de manejo de lo político, por los antecedes en la definición de candidatos en
las elecciones de abril de 2010, y los conflictos en Caranavi y Potosí. Considero que no es posible ver en el
gasolinazo la expresión de una continuidad monolítica del gobierno como tampoco una situación excepcional,
sino una serie de tensiones internas por definir un proyecto estatal y, con él, un rumbo político.

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La hipótesis de trabajo de este análisis de coyuntura es que entre el 2005 y el 2010 se
generó una identificación plena entre el gobierno de Evo Morales y el proceso de cambio,
que con el “gasolinazo” se rompe. Aunque todavía no es posible ver la profundidad y el
alcance de este quiebre inicial de la identidad Evo Morales= proceso de cambio y las
posibilidades de recuperar esta identidad, las consecuencias inmediatas son una inicial
pérdida de hegemonía de parte del gobierno y la apertura de un debate y participación y
disputa social por redefinir la direccionalidad del proceso.

De esta idea central se derivan tres líneas de reflexión sobre la coyuntura que organizan el
presente documento y que se presentan para alimentar el debate en la sesión: 1. Las
características de la identidad establecida entre un liderazgo y el proceso de cambio, 2. El
gobierno, sus tensiones internas y su reposicionamiento como un actor político más y no el
único y 3. El proceso de cambio visto desde una perspectiva mayor.

1. La experiencia de los primeros años: identidad entre gobierno y proceso de cambio

El gobierno de Evo Morales inició su primera gestión enarbolando la agenda de octubre de


2003, y de alguna manera, la ha cumplido en una primera fase. Durante este período, la
direccionalidad del proceso que Morales había canalizado por la vía electoral está fijada:
realización de una asamblea constituyente que generara un nuevo pacto entre Estado y
sociedad y nacionalización de los hidrocarburos, como los puntos esenciales. A estas
demandas, levantadas y consensuadas por la mayoría poblacional en los momentos de
cuestionamiento y suspensión del orden vigente (1985-2005), se sumó la necesidad
gubernamental de conservar la estabilidad macroeconómica para no repetir el desastre del
gobierno de la UDP.

Como todos sabemos, la nacionalización de los hidrocarburos y otras empresas, entendida


como la recuperación y control estatal de estos rubros (aún no su puesta en funcionamiento)
fue inicialmente más sencilla de lo que se pensó y posibilitó la generación de excedente
para el Estado y altos niveles de legitimidad, bajo distintas modalidades de redistribución:
bonos, proyectos a las regiones y organizaciones sociales, ampliación del aparato estatal y
disponibilidad de puestos burocráticos, mayor liquidez, etc. La realización de la Asamblea
Constituyente, en cambio, representó el reto más difícil de esta primera gestión, pues estuvo
acompañado de la consolidación de un proyecto regional de élites que devino nacionalista,
y que en la acumulación histórica de una demanda de descentralización junto con el
detonante del racismo, amenazó con la ingobernabilidad de las regiones y en su momento
más álgido, con una guerra civil que podía hacer inviable la refundación del país.

La disputa de casi cuatro años con una oposición antidemocrática y con un discurso
abiertamente racista construyó un relacionamiento político altamente polarizado, que
requería la mayor cohesión posible de las fuerzas sociales –identidad- entre el gobierno y el

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proceso de cambio, simbolizada en la aprobación del nuevo texto constitucional, donde los
cuestionamientos y fricciones internas necesitaban ser subordinados a la lealtad del
gobierno-proceso y frente al adversario común.

Bajo esta experiencia política, inaugural para el gobierno de Morales, las clases medias y en
general la población urbana se convirtieron en el tercer actor, capaz de dirimir
electoralmente la disputa según la capacidad gubernamental de convencerlas vía discurso e
inversión pública; de ahí que el partido se redujo a una máquina electoral -y no un espacio
de discusión y construcción de proyectos-, que en su reproducción representativa (votos)
hacía viable al gobierno, y con él, al avance del proceso de cambio. Por supuesto, la
capacidad de realizar movilizaciones masivas de las organizaciones sociales fue clave en
esta disputa, pero también se vivió como menos importante porque su lealtad se dio por
descontada.

Frente a la recomposición de una derecha radical, y que acabó siendo inviable en su propia
radicalidad (la construcción de un nuevo Estado-nación que ni la población regional
asumió), el proyecto común (como articulador de los sujetos sociales) fue la aprobación de
la nueva constitución, que tenía como conductor central al gobierno de Morales. Es en este
contexto específico y no replicable, de defensa de la asamblea constituyente y con ella del
proceso de cambio o refundación (pluri)nacional, que la tesis del Estado como síntesis de la
sociedad (y una tan orgánica como la boliviana) funcionó plena pero coyunturalmente.

Es decir, es la población boliviana que fue constructora de la posibilidad de un proceso de


cambio, aglutinada en las organizaciones sociales pero también apoyando desde las urnas
en los varios procesos electorales, la que hace una lectura y práctica de subordinación de
sus demandas específicas por una finalidad mayor, generar hegemonía para arrinconar a
una oposición desestabilizadora y lograr la aprobación del texto constitucional. Sin
embargo, la lectura del gobierno de esta subordinación coyuntural –y por tanto con un
sentido histórico de viabilidad del proceso- de demandas, mayores espacios de
participación social, tensiones internas y críticas por parte de los actores sociales, fue la de
un “cheque en blanco” por tiempo indefinido.

El gobierno entonces se miró a sí mismo en el espejo de una coyuntura específica, que le


devolvió la imagen distorsionada de ser el único actor político del escenario, aún contra su
propia experiencia concreta de una sociedad altamente organizada y disputando el Estado
como campo de fuerzas (más que como instrumento de una clase o grupo, frente a una
ciudadanía pasiva y fragmentada).

Al parecer el gobierno, tras la aprobación de la NCPE, la victoria frente a su rival regional


y la obtención de su segundo mandato, no ha asumido que este es un nuevo ciclo con
necesidades y desafíos diferentes y ha pretendido organizar su relación con la sociedad de
la misma manera que durante los primeros cinco años; es decir, ha supuesto la continuidad

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de esta relación de identidad gobierno-proceso de cambio y de lealtad incondicional de la
densidad social. Creo que sólo por este procedimiento de extrapolación mecánica de una
coyuntura a otra distinta es posible comprender la torpeza política del gasolinazo.

Visto el gasolinazo desde la coyuntura anterior, es posible imaginar que el gobierno supuso
poder intercambiar el sentido, protección y lealtad social hacia la asamblea constituyente
con uno hacia la construcción estatal; de ahí que la liberación de la carga estatal a la
subvención de hidrocarburos pudiera imaginarse ser tolerada y defendida, por encima de
los tremendos sacrificios familiares y colectivos que esto implicaba.

Sin embargo, el rechazo al gasolinazo, que obligó a derogarlo seis después de lanzada la
medida, muestra que la población leyó esta decisión como una separación entre los
intereses del gobierno y los intereses de la sociedad que -aún con la medida derogada- vivió
esta decisión política como una reducción de su capacidad adquisitiva, sin el sentido de un
esfuerzo por un proyecto mayor, sino producto de una arbitrariedad gubernamental.

Ahora, ¿esta separación entre gobierno y población respaldando un proceso de cambio fue
percibida como contradicción y lo fue por un grueso de la sociedad3? Porque si este fuera el
caso, podríamos estar hablando de que la percepción social del gasolinazo y con él del
gobierno fue la de traición, percepción que haría más profunda y menos recuperable la
fisura. ¿El gobierno que antes había representado el proceso de cambio ahora actuaba como
los gobiernos de la reestructuración económica, que asentaban la carga estatal en la
población, abandonada al “dejar hacer, dejar pasar” del mercado, aunque el fin haya sido
esta vez el fortalecimiento estatal que (de nuevo) exigía un sacrificio de parte de la
sociedad, a nombre de su propio bien y en un futuro indeterminado (el mito del progreso)?
Y si así fuera, ¿se reactivó y con qué fuerza la memoria social de la relación con los
partidos tradicionales y desacreditados del período neoliberal, haciendo aparecer al MAS
como reproductor de estas prácticas, tal como mostrarían las movilizaciones de la COB en
el último tiempo (que aglutina actores específicos que no reflejarían la totalidad social,
especialmente a las organizaciones indígenas que, con sus pugnas internas y más visibles,
se mantienen leales al gobierno)?

Las preguntas por la especificidad de la política suelen conducirnos a preguntas por la


temporalidad de su movimiento y en algunos casos como este, por la irreversibilidad de las
acciones tomadas. En este sentido, ¿el liderazgo simbólico de Evo Morales y la
acumulación hegemónica de su gobierno durante los últimos cinco años, con logros tan

3
Un análisis más fino debería diferenciar a las organizaciones indígenas y territorialmente rurales de aquellas
de trabajadores urbanos y mineros y a la población que solo tiene canales representativos de participación,
además de considerar los niveles de mando desacreditados: el gobierno en su conjunto, el partido, el gabinete,
algunos ministros puntuales y/o las figuras del vicepresidente y el presidente, así como la dirigencia social en
función de gobierno.

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importantes como el arrinconamiento de una oposición que puso en riesgo la propia
comunidad boliviana y la aprobación del nuevo texto constitucional, le permitirán superar
los costos políticos del gasolinazo? Y ¿cómo está replanteándose su posición en esta nueva
coyuntura? Al mismo tiempo ¿cómo se van a replantear las diferentes organizaciones
sociales y la ciudadanía individual (que vota y genera opinión, aunque no tiene filiación
orgánica) su relación con el gobierno y con el proceso de cambio, tras esta primera fisura?

2. ¿De qué hablamos cuando hablamos del “gobierno”?

Cuando el MAS se inauguró en el gobierno tenía fijada una agenda de trabajo, planteada
por las movilizaciones que interrumpieron el orden vigente. De ahí que, como se ha
señalado, la asamblea constituyente y la nacionalización de los hidrocarburos funcionaron
como proyecto cohesionador de las distintas fuerzas sociales. Este proyecto además fue
potenciado y legitimado en el territorio nacional, contra el abierto racismo y “regionalismo
nacionalista” de la oposición prefectural.

Al vínculo gobierno-dirigencia social (CONALCAM) y la búsqueda de hegemonía que se


planteó como conquista electoral de las clases medias en las ciudades capitales y que era
necesaria para derrotar al adversario político, se sumó la necesidad de constituir un núcleo
técnico que tratara, puertas adentro, la política económica tras la nacionalización. Se
necesitaba estabilidad macroeconómica como garantía de un modelo de desarrollo
conducido por el Estado (y todavía sin un contenido específico).

Por otra parte, la experiencia concreta en la gestión pública y sus exigencias (no basta ya el
discurso movilizador) mostró la pervivencia de una tradición clientelar en la dirigencia
sindical, que hacía más expedita la dirección del gobierno sobre las organizaciones sociales
(puestos y proyectos por lealtad), pero que impedía una gestión eficiente; de ahí los
reemplazos continuos de las cúpulas ministeriales y de las empresas estatales y el perfil más
técnico (sectores urbanos profesionales) que dirigencial (de procedencia de las
organizaciones sociales) que va adquiriendo el gabinete y en general los puestos de
decisión gubernamental.

Sin embargo, y esa es otra arista del gasolinazo, esta medida mostró los límites de una
conducción sólo tecnócrata del gobierno que en su focalización en la eficiencia, aprendida
en las escuelas neoliberales de economía y derecho, y su propia distancia y displicencia con
el tejido social boliviano, hace abstracción del movimiento de lo político, de la relación
concreta Estado y sociedad en Bolivia y por tanto de la misma viabilidad del gobierno.

Finalmente, la exitosa experiencia electoral del gobierno estos años generó una necesidad
de reproducción del partido que parecería que se está convirtiendo en un fin en sí mismo (y
ya no en un medio para avanzar en el proceso de cambio), una autorreferencialidad a la que

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se subordina todo lo demás. De ahí que este requisito de expansión electoral, unido a la
actualización de relaciones clientelares del Estado de 1952 y un liderazgo cada vez más
tecnócrata (en la que el propio presidente parece sucumbir) que necesita prescindir o
funcionalizar la participación social para avanzar, parecen ser tensiones que potencian esta
autorreferencialidad gubernamental y la alejan de la sociedad y por tanto de la lectura de la
realidad política.

Aquí además hay que hacerse una pregunta central que daría perspectiva frente a estas
tendencias de ensimismamiento y autorreferencialidad estatal: ¿existe un proyecto político
y cuál es? Y en ese sentido, ¿es el “proceso de cambio” un proyecto que permita cohesionar
fuerzas hacia delante y no aperturar un escenario de pugnas sociales muchas veces
corporativas, donde el gobierno aparece como un actor más con sus propios intereses
privados (su propia reproducción)?

Tal vez la emergencia social que vivimos la última década y que se canalizó en la
aprobación del nuevo texto constitucional fue un horizonte, más que un proyecto político,
que permitió que los distintos sujetos se articularan en una meta común, canalizada en la
figura del presidente. Y esa apertura a la significación sobre sí mismos, el cambio, el
reconocimiento y presencia constitutiva de la heterogeneidad que reclama un Estado que se
le corresponda, y la existencia de contenedores de múltiples sentidos como lo comunitario,
el vivir bien, lo plurinacional, la descolonización, etc., está dando lugar, recién a la
cristalización de proyectos políticos más concretos y quizá antagónicos en el seno mismo
del Estado, y también en el ámbito social, que podrían consolidarse y disputar la dirección
de este proceso en los próximos años.

Y esta disputa de la dirección del proceso, que podría estar sucediendo (aunque no
solamente) al interior del gobierno tiene que ver con cómo se está construyendo la relación
entre el liderazgo presidencial, el gabinete, el partido y las organizaciones sociales y cuál es
el escenario de definiciones políticas clave, como la política económica y la canalización y
potenciación (o contención) institucional de la participación social.

Al mismo tiempo, hay que entender que en Bolivia el Estado no es el gobierno, aunque
pretende llenar este espacio político en su totalidad, podríamos estar hablando del Estado
como un campo de disputa entre el gobierno como un actor central pero no único y
diferentes organizaciones sociales (que funcionan como partidos políticos, en su definición
clásica) así como sectores menos orgánicos (clases medias y la influencia de los medios de
comunicación sobre todo en este sector) que tienen un peso significativo en los momentos
electorales.

Quizá estamos en un tiempo en el que el “enemigo” ya no sea la oposición sino los propios
límites de los actores políticos de este proceso y las determinaciones de nuestra historia
colonial: un gobierno centrado en sí mismo y que simplifica, por los motivos que fueran, la

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relación con la sociedad como cooptación legitimante, dirigencias clientelares por sus
propias expectativas de ascenso social (oposición social que en su cúpula no mantiene el
proyecto de construcción de alternativas sino que se integra al sistema por los canales que
el propio Estado genera), discursos radicales que se desgastan porque no generan
transformaciones concretas e impaciencia social que, frente a su propia potencia
organizativa, reduce el proceso a las acciones gubernamentales.

3. Una perspectiva mayor del proceso de cambio

El gasolinazo y sus repercusiones sociales no solo han mostrado las debilidades del
gobierno que asumió que le era posible llenar completamente el espacio estatal y
convertirse de una vez por todas en síntesis de la sociedad; también evidenció que, tras la
experiencia acumulada con el nacionalismo revolucionario, la participación social ya no
puede reducirse al vínculo clientelar ni de lealtad política ciega, sino no se hubiera obligado
a la derogación de esta medida.

Lo que parece estar pasando tras el gasolinazo es que la separación entre gobierno=proceso
de cambio está reabriendo el campo de debate, participación social y disputa, característico
de la manera de organización de los sujetos en Bolivia y su nivel de politización, que sin
embargo se redujo en la coyuntura 2006-2010 por las necesidades de cohesión interna y
lealtad frente al adversario político. Es decir, el impasse del gasolinazo está generando una
interlocución social con el gobierno, no subordinada a él, sino que puede estar disputando,
con diferentes sujetos, proyectos y horizontes, la direccionalidad de este proceso de
cambio.

Y este es un hecho fundamental aunque acarree para el gobierno “problemas” de eficiencia


(toma de decisiones, que pueden ser unilaterales, a menor tiempo y costo político) porque
ahora le tocará apelar a la legitimación social de sus decisiones. Y es fundamental porque
muestra la madurez política de las organizaciones sociales y el conjunto de la sociedad, que
no ha empeñado las posibilidades del cambio a un liderazgo o un partido, siempre
susceptible de errores, desgastes y fracasos. Al mismo tiempo, esta separación de la
identidad gobierno y proceso de cambio, que se dio en una coyuntura específica y no
replicable, muestra que el horizonte político abierto la última década no contiene la
vulnerabilidad de desgastarse y truncarse por el ejercicio de un actor político, aunque este
fuera el gobierno actual, sino que se lo está planteando desde una perspectiva histórica
mayor. Y ahí están contenidas las posibilidades de cambio, de construir y reproducir una
relación de correspondencia (no de síntesis, porque sería la anulación de lo social o su
instrumentalización) del Estado y la heterogeneidad de la sociedad, como un punto de
ruptura de la historia colonial boliviana.

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Quizá estamos viviendo lo que significara el ideologuema del nacionalismo revolucionario
desde 1952 hasta su crisis en 1985, pero que hasta el día de hoy actualiza muchos espacios
de la memoria social (por ejemplo la demanda de nacionalización de los recursos naturales
o la necesidad de construir un instrumento político, un partido, que no hicieran los mineros,
etc.). Si bien es cierto que el “proceso de cambio” o el Estado plurinacional o la
descolonización pueden convertirse en paraguas discursivos para proyectos políticos
muchas veces conservadores como sucedió con el nacionalismo revolucionario, también es
cierto que el desgaste de un gobierno o un liderazgo o incluso un sujeto político como el
movimiento indígena no significarán la clausura del horizonte de cambio abierto por la
potencia social desplegada desde el 2000.

Cuando los análisis de coyuntura, los análisis políticos y los discursos mediáticos hacen
énfasis solamente en la actuación del gobierno, están asumiendo implícitamente que la
relación política en Bolivia se da entre liderazgo gubernamental, partidos (o partido) y
ciudadanía más o menos pasiva, que genera opinión y recupera su soberanía delegada
solamente en los comicios. Es decir, asumen que en Bolivia existe una relación política
(Estado-sociedad) básicamente representativa, cuando la realidad de la última década, y la
acumulación histórica de los diferentes momentos constitutivos (independencia, 1899,
1952) muestran lo contrario (que no excluye la dimensión representativa): un panorama de
alta densidad social y cultural, que sobrevivió, se adaptó y funcionó incluso, y quizá
debido, a su invisibilidad y marginación por parte de los diferentes proyectos estatales
construidos en el país.

Por eso, ¿cómo es posible resituar nuestra lectura del proceso de cambio en una perspectiva
mayor que los errores y aciertos del actual gobierno que, si bien son centrales porque ahí se
generan las decisiones políticas, no agotan el sentido de lo que estamos viviendo desde el
2000?

Quisiera referirme aquí brevemente a dos problemáticas que a mi juicio pueden ser
centrales, aunque desbordan el análisis de la coyuntura: ¿qué significa la construcción de un
Estado plurinacional en el contexto boliviano? Y ¿qué tipo de institucionalidad podría
corresponderse a una sociedad heterogénea y altamente organizada, cuando la noción
moderna de institución política o sistema político que tenemos ha buscado el aplacamiento
de esa fuerza social que aparece como caótica e ingobernable, en miras de la “viabilidad”
política entendida como toma eficiente de decisiones políticas?

Aunque esta es una simplificación de la complejidad que implica la experiencia del Estado-
nación en Bolivia, podría señalarse para los fines de este análisis que ha sido la búsqueda,
por parte de un sujeto nacional (con una visión de mundo desde la cúpula social y cultural
boliviana) de crear una nación en función del Estado que se tenía o que se estaba
reconfigurando. Es decir, la lógica de razonamiento de esta experiencia, con las
especificidades de cada ciclo estatal, ha sido la de constituir una nación que se corresponda

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con el Estado; de ahí la necesidad de excluir y/o disciplinar a esa sociedad heterogénea para
hacerla caber dentro del imaginario nacional que ese Estado requería. Y como no cabía, es
decir, no se generó la homogeneización nacional requerida ni por la vía de la formación
social capitalista ni por la vía del mestizaje como discurso cultural, aparecía la retórica de la
inviabilidad de esa sociedad, que además fue uno de los razonamientos para que el
movimiento regional de esta época genere un nacionalismo separatista.

Si se observa, y de nuevo acudiendo a una simplificación, la lógica del razonamiento


indígena y popular de esta década, puesta en funcionamiento en la asamblea constituyente y
bajo el postulado del Estado plurinacional, fue inversa: ¿qué Estado se correspondería –y ya
no qué nación- a la densidad social nuestra (que la NCPE identificó como los pueblos y
naciones indígena, originario, campesinos, comunidades interculturales, afrobolivianas y
ciudadanos, entendidos como el segmento urbano más individualizado)?

Aquí es la sociedad, constituida como comunidad política y por tanto con muchos y
diferentes sujetos sociales, quien genera un proceso constituyente de refundación del
Estado que necesita y de la relación que se establecerá entre dicho Estado y la comunidad
política. Y hacer esto no es menor, sino que establece, pensamos, la perspectiva más inédita
de lo que denominamos proceso de cambio, dentro y fuera de Bolivia.

Ahora, ahí se plantea un problema central porque el andamiaje de la institucionalidad


estatal, por más débil que haya podido ser, ha sido pensando en los diferentes ciclos
estatales no solamente como una mediación necesaria entre la potencia social y la
dirigencia política sino como una contención y regulación de esta potencia, ya sea mediante
la promoción estatal de relaciones clientelares con las organizaciones sociales (las
experiencias del partido republicano a inicios del siglo XX, el MNR de 1952, etc.) que
permiten su control y generan legitimidad, o la generación del sistema de partidos y de la
democracia representativa, a partir de 1985 que buscaba modernizar el vínculo patrimonial
con la gestión tecnocrática (de expertos) y la desmovilización social, regulada estatalmente
en los comicios y en canales como los comités de vigilancia.

Por otra parte, la expectativa de la participación social, por estas experiencias estatales y
por las condiciones de precariedad económica, puede reducirse a ser funcionario público en
diferentes niveles según la capacidad de presión de mi organización, cuando no es posible
que tengamos una burocracia de diez millones de funcionarios. Ahora, si la participación
social de las organizaciones urbanas y rurales no puede mantener la expectativa de tener
puestos públicos y generar déficits en cuanto a gestión pública, ¿cómo potenciar esta fuerza
organizativa en el centro del debate y la toma de decisiones políticas (y no su ejecución que
sería responsabilidad de los cuadros gestores) y por tanto en la direccionalidad del proceso
de cambio?

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Y esto se hace más urgente de tematizar cuando el instrumento político, creado por las
organizaciones para acceder al poder del Estado y desde ahí transformarlo (que fue una
lección histórica a partir de la experiencia minera que entregó el poder a un partido ajeno y
que le hacía señalar a Zavaleta Mercado que no hay peor impotencia que aquella de la
victoria), deja de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo.

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