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He dicho que en el llamado “Proyecto Nacional Simón Bolívar Primer Plan Socialista
Desarrollo Económico y Social de la Nación 2007-2013″ está la concepción del presente
régimen sobre el hombre, la sociedad y el proyecto político, por lo que debe responderse en
términos de reflexión. Propongo, entonces, otra visión del venezolano, de la sociedad a construir
y del sistema político que deberá reemplazar al presente. En suma, mi visión para comenzar a
construir en el 2013. Es lo que intentaré.
Los discursos viejos están deslegitimados. Escasean los inventores de mundo. No podemos
permitir que Venezuela siga siendo un territorio ahistórico. Para emanciparnos de los graves
problemas que nos aquejan hay que desatar un proceso filosófico-político emancipatorio. Este
ser humano inteligente que es el venezolano debe organizarse hacia la aparición de un nuevo
orden social. Debemos hacernos de un pragmatismo atento a las incitaciones del presente y a los
desafíos de las circunstancias teniendo en la mano las respuestas de una filosofía política
renovada.
El movimiento debe venir de abajo hacia arriba, provenir de una sociedad pensante, desde un
humanismo global. El venezolano de este tiempo vive la ruptura con un mundo que se tambalea.
Lo que se requiere es un intercambio fluido y permanente de diversas comprensiones. Hay que
darle una respuesta común a las exigencias cotidianas de la democracia.
Muchas se aferran a formas caducas y cuando menos lo esperan una espita se abre y se desinflan
cual globo pinchado. Lo mismo le sucede a sistemas políticos que ignoran la renovación y el
cambio. Pueden durar hasta la edad madura -50 años se mantuvo el sistema político venezolano
conocido como „etapa democrática”- o languidecer de adolescentes e incluso de niños.
Las concepciones que dieron origen a las bases del sistema democrático han permanecido
inalteradas más allá de lo conveniente y hacen agua. La organización política que conocemos se
deshace empujada hacia el closet por un cansancio obvio y manifiesto que los gobernantes no
comprenden y por las exigencias propias de un cuerpo que necesita estructurarse con nuevos
ingredientes. Es lo que se llama una situación de crisis, o si queremos aparecer como más
optimistas, de nacimiento de un nuevo mundo.
En el caso de este preciado sistema político llamado democracia el óxido se ha amontonado hasta
el punto de formar palancas que trancan el accionar de las ruedas con la consecuente usurpación
a la gente y el enquistamiento de una clase usufructuaria.
Hay que organizar desde abajo. Ya no hay profetas. Ya no existe un pensamiento centralizado
sino una conjunción que destierra el descenso de una línea para ser sustituido por una generación
de inteligencia que sube. Pronto Google nos parecerá lo que hoy nos parece una vieja
Remington.
Debemos mirar a la sociedad venezolana como una de agentes que al cooperar exhiben un
comportamiento global inteligente. Comenzamos a vislumbrar un tejido de inteligencia
desaprovechada por el efecto individualista que pervive en esta transición de un mundo a otro.
La sociedad venezolana de hoy es como un corpus callosum sobre el cual debe aplicarse una
buena dosis de comprensión. La idea de una inteligencia colectiva es uno de los temas
predominantes en la investigación no ficticia de nuestro mundo
La idea es que los sesgos cognitivos individuales pueden ser llevados al pensamiento de grupo
para alcanzar un rendimiento intelectual mejorado. Es lo que se ha dado en llamar la inteligencia
colectiva. Podríamos también explicar argumentando que se puede llevar a las comunidades
humanas hacia un orden de complejidad mayor, lo que, obviamente, conllevaría a otro tipo de
comportamiento sobre la realidad.
La inteligencia colectiva está en todas partes, está repartida. Debe ser valorada y coordinada para
llevarnos hacia la construcción de las bases de una sociedad del conocimiento, lo que implica, de
entrada, el enriquecimiento mutuo de las personas. Si la inteligencia está repartida, como
realmente lo está, se modifican los conceptos de élite y de poder, y se rompen los paradigmas del
liderazgo, más aún, los de la soberbia, pues reconocerlo implica desde ya una manifestación de
humildad.
Ahora esa inteligencia repartida debe ser sometida a una acción para que comencemos a
conseguir la inteligencia colectiva. Teilhard de Chardin, buen definidor de la persona por
diferenciación de individuo – y quien por cierto vislumbró la red informática con 50 años de
anticipación- habló de noosfera (conjunción de los seres inteligentes con el medio en que viven)
y lo extendió más allá al vislumbrar lo que los pensadores de hoy llamarían el cerebro global.
Pues bien, la clave está, quizás, en crear numerosas y pequeñas noosferas. Ello pasa por ver con
menos individualismo y en un contexto ético de alteridad. Es lo que en el humanismo cristiano se
denomina como la sustitución del yo por un nosotros. Hay, sin embargo, una razón más práctica
que escapa a lo teórico-moral para insertarse en la brutal realidad real: hacia adonde va el mundo
o se sabe o se perece, o se coopera o se fracasa, o se respeta o se es condenado.
Una buena manera de lograrlo es ajustando los mecanismos de comunicación. La web inteligente
que aparecerá en cualquier momento podrá, por ejemplo, organizar la información que le interesa
exclusivamente a la comunidad de un barrio. La tecnología está al servicio de la intereacción.
Los problemas de una comunidad específica seguramente son los de muchas lo que conllevará a
un contexto compartido. En este plano de intercambio conseguiremos un mundo de
significaciones lo que llevará a la movilización de las capacidades. Ello pasa por identificarlas y
reconocer la diversidad. El primer paso es la aceptación de que estamos en la era del
conocimiento y que en consecuencia debemos actuar dentro de ese marco. La potenciación de las
capacidades parte de la conformación de un estado positivo que le permita a la persona actuar
con otros y conseguir la apertura. Y resultaría innecesario agregar que el pensamiento que se
genera de esta manera es libre y no sometido a manipulaciones. Y también que no se trata de
fusionar inteligencias individuales en masa, sino de activar un nuevo modo de identificación.
Esta es precisamente la idea de la inteligencia colectiva, una donde se conserva la personalidad
de cada quien, las ideas y del yo de cada quien.
Esto es, la gente no piensa junta para llegar a determinadas conclusiones sino que piensa junta
para obtener el valor de la conexión y de la confrontación de ideas. Modifiquemos a los
educadores y a la educación que actualmente se imparte. Habrá que cambiar los métodos
tradicionales. Así lo podemos resumir: enseñar es conectar personas con oportunidades,
experiencias con conocimientos, es ayudar a que se establezcan una o más conexiones, conectar
experiencias, conectarse a una experiencia, conectar para que otros aprendan a conectarse,
conectar personas con contenido, conectar personas.
Efectivamente, la realidad es sustituible siempre y cuando se tenga clara la nueva realidad. Para
ello es menester el diseño colectivo de un proyecto que pasa por una inteligencia colectiva o
conectiva, en cualquier caso organizada. Si no reinventamos la democracia no habrá futuro y
para ello es menester que el cuerpo social genere, mediante su constitución en colectivo
inteligente, las herramientas necesarias para lograrlo.
Elecciones para crear electores en lugar de ciudadanos. Representación para crear representantes
en lugar de instrumentos de consulta. Maniobras de poder para impedir decisión común sobre los
grandes asuntos. La vieja democracia anda boqueando y el asomo totalitario se desmorona.
Hablamos sobre una realidad, no sobre la inmortalidad del cangrejo.
La teoría política debe, pues, enfrentar al siglo XXI. Quizás el vacío provenga de la aplicación a
las ciencias políticas del principio de que aquello que no fuese empíricamente demostrado
quedaría fuera de significado. Es menester una pluralidad de ángulos de visión que la urgencia de
encontrar una certidumbre sepultó. Ya no se requiere un corpus homogéneo, lo que se requiere es
un intercambio fluido y permanente de diversas comprensiones. Algunos hablan de ofrecer no
una mirada sistemática sino sintomática. Es lo que otros denominan la teorización de la política y
la politización de la teoría.
Los que se dedican a cultivar el pasado pierden la capacidad de pensar. Sin pensamiento
democrático renovado la tendencia será fuerte al enfrentamiento y al totalitarismo. Los
problemas del presente son tales que la comprensión de quienes deberían tomar decisiones se ve
limitada por una sorprendente “administración de la normalidad” o la recurrencia a soluciones
empañadas por procederes ya caducos. La colocación de parches sobre los grandes problemas es
algo recurrente y los gestos, más de las veces simple grandilocuencia, sustituyen a las grandes
decisiones de fondo que deberían tomarse.
Se envejecen las políticas sociales sólo asistenciales, cuando debemos hacer brotar la inteligencia
que hace ir a la búsqueda de las comunidades como protagonistas. Es de Perogrullo recordarlo,
pero quizás como pocas veces antes hay una tal repetición de comportamientos, un empeño en
resolver con los viejos métodos y una persistencia en aferrarse a los marchito, que no cabe más
remedio que repetirlo: Venezuela tal como la conocimos está agotada. Frente a nuestros ojos
surge una nueva que requiere de imaginación y de inteligencia para que tenga un nacimiento
normal y para que el feto no presente deformaciones.
Para ser repetitivo hasta la obstinación, es en el campo de la política donde debemos rejuvenecer
a toda prisa, mientras la rara avis pasa a ser ahora encontrar un gobernante lúcido –o un
aspirante a serlo- que lo entienda.
Ahora bien, nos planteará el lector anónimo, ¿cómo aplico estas concepciones a la liberación
inmediata o progresiva de mi propio drama que ahora vivo? Evidentemente no estamos
planteando una conversión moral de la población o la aparición súbita de un rayo que ilumine a
un pueblo hacia el cambio de paradigmas. Basta por iniciar la comprensión de una realidad
múltiple, contradictoria y complementaria e interrogarnos si nuestras creencias nos han
conducido a algún resultado concreto. Si la respuesta es negativa ya estará abierta la espita para
el abandono de los paradigmas inservibles y su sustitución por otros. El proceso en su final sólo
puede ser medido en largo tiempo, pero la decisión de cambiar la mirada o simplemente de
interrogarse sobre ella tiene consecuencias a corto plazo.
Desde el poder no se está haciendo política, este tipo de poder no la concibe. Quienes
teóricamente se le oponen no la logran entender como una especificidad de acción. Frente a un
poder de este tipo la política sólo puede venir de un sujeto que la haga como una ruptura
específica. Plantear un supuesto regreso a la democracia no es una ruptura. Esta comenzaría por
imponer una batalla política, porque si se mantiene en un territorio evanescente la política se
hace innecesaria y el régimen opresor habrá ganado la totalidad de la batalla.
Una estrategia correcta de combate es dejar claro que las élites no monopolizan el poder, que no
son dueños de los candidatos, que las instituciones no son de su propiedad privada y sólo sirven
para preservar privilegios. Cuando se hace lo contrario el poder populista se consolida y la
política –obviamente- vuelve a brillar por su ausencia.
¿Quieren gerentes? Muy bien, pero parece que los quieren para administrar con eficacia,
probidad y eficiencia los dineros públicos. Eso para mí es obvio. Los que quieren gerentes lo
que no saben es para que los quieren. Pues se los digo: aquí lo que hay que gerenciar es la
comprensión de un gran movimiento colectivo inteligente hacia las nuevas estructuras
nacionales. En otras palabras, la aparición de un liderazgo colectivo que los gobernantes incitan a
permanecer en acción en un proceso de transformación que ellos simplemente inducen y
mantienen en la dirección correcta decidida por el cuerpo social. Esos son los gerentes y los
gerentes son conductores políticos.
Puede generarse una inteligencia colectiva y ello pasa por una transición a un modelo de auto-
organización dirigida por la comunidad, para que la gente actúe colectivamente. Es aplicable
hasta en el aspecto económico, por lo que habla ya de una "economía sostenible de
colaboración". Lo es obvio en el campo político, pues se genera un nuevo modelo de
democracia. Ya lo hemos dicho. La hemos llamado democracia del siglo XXI. Inteligencia
colectiva hacia el nuevo sistema político: es nuestra visión de país.
Democracia, proceso sin término
Si vamos a analizar la cultura democrática hay que analizar el contexto en que se produce esa
cultura dejando de lado la idea de limitarse a los laterales pues es a la sociedad misma donde
debe irse. Es decir, a los conceptos de pertenencia y ciudadanía, con obligaciones y derechos, a
la revalorización de la cultura como conciencia crítica. La democracia reposa sobre la autonomía
humana y la cultura es un componente esencial de la complejidad de lo social-histórico. En
resumen, de lo que somos testigos es de una desocialización sucedida artificialmente. Una
democracia del siglo XXI tiene que tener necesariamente a una sociedad capaz de interrogarse
sobre su destino en un movimiento sin fin. Esa nueva cultura democrática presenta una
dimensión imperceptible, pero real, de una voluntad social que crea las instituciones. Hay que
romper el encierro del sentido y restaurarle a la sociedad y al individuo la posibilidad de crearlo,
mediante una interrogación ilimitada.
Debemos ver hasta donde los sujetos sociales se dan cuenta de lo que pasa. La cultura política
cambia en la medida en que los ciudadanos descubran nuevas relaciones entre el entorno
inmediato y el devenir social. En otras palabras, en el momento en que descubran lo social.
Algunos han llamado esta mirada de compromiso una percepción de la “ecología política
general” lo que debe generar un movimiento energético comprensivo. Para que ello suceda el
cuerpo social debe estar informado y ello significa que pueda contextualizar con antecedentes
propios y extraños, pasados y presentes. Si no posee la información no podrá actuar o actuar mal.
La democracia del siglo XX se caracterizó por una información mínima suficiente apenas para
actuar en lo individual. Si volteamos el parapeto y echamos la base para que el cuerpo social
busque por sí mismo la información tendremos sujetos activos. El primer paso es el contacto
entre los diversos actores sociales, lo que va configurando una cultura de la comunicación, una
donde no necesitan de esa información como único alimento, sino que comienzan a necesitar del
otro, lo que los hace mirar al mundo como una interconexión de redes. La comunicación con el
otro reduce la importancia del yo. Si avanzamos hacia lo que podríamos denominar una
“sociedad comunicada” es evidente que esa sociedad se autogobierna aún usando los canales
democráticos rígidos conocidos y puede autotransformarse.
Es evidente que una democracia del siglo XXI requiere de individuos y grupos sociales distintos
de los que actuaron en la democracia del siglo XX. No se trata de una utopía o de una
irracionalidad. Se trata, simplemente, de evitar que las energías se gasten en el refuerzo a una
estructura jerarquizada y autoritaria no-participativa y de conseguir un salto de una sociedad que
sólo busca información a una que busca la conformación de una voluntad alternativa lograda
mediante la consecución de cambios en la forma social impuestos por un comportamiento
colectivo. Se obtendrían así más libertad y más movimiento.
Debemos concluir que la democracia es un proceso sin término. En cada fase del avance la
cultura política juega un papel fundamental que permite autogenerarse y autoreproducirse. La
democracia sólo es posible cuando se tiene la exacta dimensión de una cultura democrática.
Ahora bien, esta persona que piensa es un producto social. La sociedad hace a la persona, pero
esta persona no puede olvidar que tiene un poder instituyente capaz de modificar, a su vez, a la
sociedad. La persona se manifiesta en el campo socio-histórico propiamente dicho (la acción) y
en la psiquis. Se nos ha metido en esa psiquis que resulta imposible un cambio dentro de ella que
conlleve a una acción. Es cierto que las acciones de la sociedad instituyente no se dan a través de
una acción radical visible. Nos toca, a quienes pensamos, señalar, hacer notar, que la
participación impuesta en una heteronomía instituida, impide la personalización de la persona,
pero que es posible la alteración del mundo social por un proceso lento de imposiciones por parte
de una sociedad trasvasada de instituida a instituyente. La posibilidad pasa por la creación de
articulaciones, no muy vistosas, es decir, mediante un despliegue de la sociedad sometida a un
proceso de imaginación que cambie las significaciones produciendo así la alteración que
conlleve a un cambio sociohistórico (acción). He allí la necesidad de un nuevo lenguaje, la
creación de nuevos paradigmas que siguen pasando por lo social y por la psiquis. Partimos,
necesariamente, de la convicción de que las cosas como están no funcionan y deben ser
cambiadas (psiquis) y para ello debe ofrecerse otro tipo de sentido. La segunda (social) es hacer
notar que la persona puede lograrlo sin tener un poder explícito (control de massmedia, un
partido, o cualquier otra de las instituciones que tradicionalmente han sido depositarios del
poder). Hay que insinuar una alteración de lo procedimental instituido. Se trata de producir un
desplazamiento de la aceptación pasiva hacia un campo de creación sustitutiva.
Hacia una socioeconomía
Si no hay Estado de Derecho no existe democracia, dado que ese Estado de Derecho excede a un
simple conjunto de normas constitucionales y legales, pues involucra a todos los ciudadanos, no
sólo a parlamentarios que legislan o a políticos que gobiernan. La existencia del Estado de
Derecho se mide en el funcionamiento de las instituciones y en la praxis política cotidiana. El
Estado de Derecho suministra la libertad para el libre juego de pensamiento y acciones y debe
permitir las modificaciones y cambio que el proceso social requiera. El Estado de Derecho
excede el campo de lo jurídico para tocar el terreno de la moral, pues existen derechos naturales
inalienables. Así comprendido podemos hablar de un Estado Social de Derecho, pues comprende
los derechos sociales de los cuales la población ciudadana es titular.
Es obvia, entonces, la relación entre derecho y política. El derecho emana de la voluntad de los
ciudadanos y el gobierno, expresión de esa voluntad ciudadana, está limitado en su acción por
los derechos que esa voluntad encarna. El logro del bien común es el objetivo genérico del
derecho. El Estado de Derecho de origen liberal procuraba sólo la protección de los llamados
“derechos negativos” (protección a la persona y a la propiedad) y negaba los “derechos
positivos” (promoción de la persona, rompimiento de la pobreza, ataque a la desigualdad
económica). Si bien la democracia es una forma jurídica específica no puede limitarse a
garantizar la alternabilidad en el poder de las diversas expresiones políticas, sino que debe
avanzar en la institucionalización de principios y valores de justicia social distributiva. El
derecho, para decirlo claramente, es un fenómeno politizado pues dependerá del consenso
alcanzado en democracia. En otras palabras los derechos sociales deben ser incorporados a los
fundamentos del orden estatal mismo. Es esto lo que se llama Estado Social de Derecho y es lo
que una democracia del siglo XXI debe profundizar permitiendo que se plasmen en las conductas
políticas democráticas de todos los días la mutabilidad y los desafíos relativos al bien común.
Para ello debe crear canales donde fluyan las voluntades y se encaucen los procesos de desarrollo
de las personas que constituyen todas el entramado democrático. Se requiere, pues, de una
cultura política de la legalidad vista como la convicción de que no basta la existencia de un
Estado de Derecho para que pueda hablarse de una sociedad justa, pero la sociedad justa sólo es
perseguible en un Estado de Derecho. Al igual que debemos admitir que es en democracia donde
se puede proceder a distribuir la riqueza social.
La democracia está hecha de los materiales sociales que componen la sociedad dicha
democrática. Las normas jurídicas no son legítimas sólo por su origen, fundamentalmente lo
deben ser por sus efectos. El asunto es, pues, el, papel del derecho (Rule of law) en la fundación
y regulación de la democracia. La Constitución es el consenso sobre una concepción de la vida
colectiva. En muchas partes no existe un compromiso hacia las reglas del juego democrático
encarnado en el derecho, ni por parte de las poblaciones ni por parte de las autoridades. El
Estado de Derecho implica principios morales, jurídicos y políticos que deben tener eco en las
decisiones judiciales que fomenten el respeto a las reglas fundamentales del juego político.
Cuando no se puede intervenir para modificar los esquemas de iniquidad no estamos ante un real
Estado de Derecho. Lo que hemos tenido no han sido democracias representativas sino
democracias delegativas. Es indispensable entonces cerrar la brecha entre el orden jurídico
formal y las formas y prácticas de la realidad. Hay que revalorizar el papel del derecho y de la
legalidad haciendo reales los derechos fundamentales. Esto que podríamos llamar reinstalación
del Estado de Derecho pasa por la modificación de la cultura política que necesariamente debe
traducirse en mejores leyes e instituciones. Hemos tenido la mala costumbre de rellenar las
constituciones de enunciados imposibles ampliando así la brecha entre realidad social y texto
jurídico sin que hayamos hecho el esfuerzo de hacer subir desde el cuerpo social las nuevas
formas y permitiendo el alzamiento de un autoritarismo constitucional. No olvidemos que los
jueces deben ser la línea entre gobierno y ciudadanos.
Toda dominación política se ejerce bajo la forma de derecho y ello explica que hayamos dado
como obviamente inseparables a derecho y política, pero como pertenecientes a diversas
disciplinas. Ha sido Jürgen Habermas (La teoría de la acción comunicativa, Facticidad y
validez, Escritos sobre moralidad y eticidad, entre otros) el que insistido en un nexo interno y
conceptual entre Estado de Derecho y democracia.
Hay que plantearse las formas de desarrollo de un discurso práctico en la acción política que cree
condiciones sociales aptas mediante la institucionalización del discurso ético asumiendo el
derecho los desafíos planteados a la política en el ámbito cultural y socio-político. Este es el
nexo estrecho, dado que la complejidad social ha sometido a presión a los regímenes
democráticos. Hay una “pluralización de las formas de vida y una individualización de las
biografías” que imponen una multiplicación de tareas y roles sociales por lo que hay que
liberarse de vinculaciones institucionales demasiado estrechas. Así surge el planteamiento de una
democracia deliberativa. El ciudadano deja de ser un sujeto que simplemente expresa
preferencias (por ejemplo electorales) para pasar a ser considerado un agente activo en la
construcción del proceso político mediante la modificación del agotado concepto de opinión
pública que pasa a ser una deliberativa. Habermas examina el concepto de “esfera pública”
planteando todas las taras que ya hemos enumerado en otras partes, tales como massmedia
definidos por el marketing, partidos degenerados, etc. para llegar a plantearse una solución que
denomina “la racionalización del ejercicio de la autoridad política y social”, lo que no es posible
en la democracia tal como la hemos conocido. Se plantea entonces una posibilidad de
dominación de tipo racional, la posibilidad de reconstituir un principio regulativo que restituya a
la razón en su dimensión ilustrada, la posibilidad de un entendimiento que se encuentra en la
estructura de la interacción que los seres humanos poseen para solucionar sus conflictos.
El derecho estuvo sustentado en fundamentaciones religiosas o metafísicas, ya no, por lo que hay
que buscar nuevas formas de legitimación para el derecho positivo, dado que este no es una mera
administración institucionalizada sino un control que busca resolver los conflictos sociales en
procura de un eventual consenso. Habermas comenzó por plantearse un neocontractualismo, la
ética de la compasión y la ética del discurso. Sin detenernos aquí es obvio que las normas
jurídicas son medios para obtener consecuencias o resultados políticos. La legitimidad de este
derecho positivo no se funda sólo en la moral sino también en la racionalidad de los
procedimientos jurídicos, tanto de fundamentación como de aplicación. Entran en escena así las
leyes electorales y los procedimientos legislativos, pero aún insuficientes pues así está en el
juego solo una pequeña porción de la vida pública. Se dirige Habermas a plantear una
racionalidad procedimental de tipo ético, tema de desarrollo indispensable para la conformación
de la idea de una democracia del siglo XXI. Es evidente que el derecho y la política deben
procurar la reconstitución de una integración social rota por las diferencias mediante un
complejo proceso de mediación social que pasa por las tensiones entre “hechos y normas” o
entre “facticidad y validez”. Partiendo del derecho y de su relación con la democracia habría que
concluir, como ya lo he asomado en trabajos anteriores, que la democracia es permanente
autoprofundización.
Habermas acepta que las condiciones económicas y políticas pueden ser controladas en la misma
medida en que se fortalecen las expresiones de una razón comunicativa, el espacio público, una
política que contempla la deliberación participativa de los ciudadanos, más allá de la lógica
instrumental o estratégica (propia de los subsistemas dinero y poder); sin embargo, es necesaria
una intersubjetividad comunicativa no mediatizada opuesta a la lógica que prima en los dos
subsistemas que amenazan con colonizarlo: el sistema económico y el político. En Teoría de la
acción comunicativa (1981) asoma que el derecho puede tener el rol de aparecer como la
mediación que cataliza las manifestaciones o reclamaciones ético/morales y políticas. Esto es, el
derecho y la democracia se manejan en un nuevo paradigma de derecho fundado en el principio
de la discusión
Una cosa es el Estado de Bienestar (seguridad social, tributación progresiva, políticas fiscales y
monetarias, etc.) y otra cosa el Estado Social de Derecho. El primero implica conceptos de
política económica y social, pero el segundo implica una forma sucesora del Estado Liberal de
Derecho, lo que de ninguna manera implica una contradicción sin salida. El primero es un
conjunto de políticas para imponer correctivos a las injusticias generadas en el sistema
capitalista. El segundo implica la imposición de una dirección al proceso histórico, esto es, el
avance en la búsqueda de la equidad social, la protección de los débiles económicos y, por
supuesto, generar riqueza por medio del desarrollo integral, pues para que haya que repartir hay
que producir.
De esta manera el propósito fundamental del Estado es perfeccionar la democracia, entendida
también en sus aspectos jurídico y económico. Esto implica, a mi entender, una reformulación
general de principios y una nueva concepción de los derechos fundamentales. Así, he insistido en
que la teoría aceptada de que la soberanía radica en el pueblo debe ser cambiada por otra que
implique su residencia en el hombre que la ejerce a través del pueblo. Esto evitaría la más feroz
de las dictaduras, la ejercida por la mayoría, y colocaría a los derechos humanos en el primer
plano de la teoría y de la acción. El Estado Social de Derecho al incentivar la organización social
crea nuevos intermediarios entre el poder y la sociedad. Esa organización constituye poder
político que se incorpora, de facto, al grupo de división constitucional de poderes.
Ello implica la consagración legal de la descentralización, pues facilita la inclusión y el control;
la sujeción del mercado al bien común y la inclusión de lo privado en el atributo del Estado sobre
lo público de manera que este ámbito se convierta en un terreno de intereacción sobre propuestas
y decisiones donde el Estado pierde el monopolio. Desarrollar en todos los ámbitos y a plenitud
el Estado Social de Derecho es una de las preocupaciones fundamentales que deberá tener una
democracia del siglo XXI.
Una sociedad instituyente
La sociedad venezolana tiene un poder que no parece saber tiene. La sociedad venezolana parece
no haber aprendido a rescatar lo que es suyo. La sociedad venezolana es víctima de los males
originados en la democracia representativa, una que no evolucionó hacia formas superiores. La
sociedad venezolana se acostumbró a delegar y se olvidó del control social que toda sociedad
madura ejerce sobre el poder. Atenuantes tiene esta sociedad postrada, como las manipulaciones
y engañifitas a que fue sometida, pero eso no la justifica.
La sociedad venezolana se acostumbró a esperar al líder providencial, a esperar instrucciones, a
depender de las degeneradas estructuras que de instituciones intermediarias pasaron a ser collar
de hierro para la obediencia. La sociedad venezolana se convirtió en un corderillo manso
dispuesta a ser “políticamente correcta” para permanecer en los resquicios de lo permitido y de
lo tolerable. Fue así como la sociedad venezolana se convirtió en lo que es hoy, una sociedad
instituida sobre bases endebles y sobre mecanismos degenerados.
La praxis política cotidiana sólo sirvió para alimentar oligarquías partidistas, para crear gremios
y organizaciones de diverso tipo encerrados en sus intereses particulares. Así, la sociedad
venezolana delegó todo, desde la capacidad de pensar por sí misma hasta la administración de
sus intereses globales. La sociedad venezolana se hizo indiferente, se convirtió en una expresión
limitada al chiste y a la burla, al desprecio exterior hacia las élites, pero una zángana incapaz de
protagonizar una rebelión en la granja.
El gobierno que vino como consecuencia lógica de un cansancio interior y de un derrumbe de lo
ya insostenible, contó con la anuencia de esas élites de lo caído, pretendidamente gatopardianas,
que soñaron que todo cambiaba para que nada cambiara. Sólo que nunca se leyeron El
gatopardo de Lampedusa y jamás se dieron cuenta que había en el texto del príncipe siciliano
mucho más que la cita trillada que es lo único que se conoce de esa novela.
La sociedad instituyente debe exigir e imponer un sistema de partidos abiertos, no más que redes
sociales que permiten el flujo de la voluntad ciudadana. La sociedad instituyente se debe
manifestar imponiendo candidatos que no necesariamente provengan de las horcas partidistas,
para ello basta señalar a los mejores, si logran verlos. La sociedad instituyente debe dejar atrás el
fantasma del pasado que la ciega y pedir y practicar más democracia. La sociedad instituyente
debe aprender a decidir, atreviéndose. La sociedad instituyente debe ejercer la ciudadanía,
acabando con las hegemonías de otros que deciden por nosotros y dando pasos firmes y
contundentes hacia el poder ciudadano (qué sepan quienes salgan electos que no se les confirió el
poder, que el poder sigue en nuestras manos y somos nosotros los que mandamos, no ellos).
Demos pasos, como sociedad instituyente, hacia una superación de la democracia representativa
para convertirla en una democracia del siglo XXI en la cual se practica la libertad como ejercicio
cotidiano de injerencia. En otras palabras, trastocar lo que ha sido hasta ahora la relación entre
sociedad e instituciones. La sociedad instituyente debe ser imaginativa y conseguirse las formas
y los métodos. La sociedad instituyente debe transformar la realidad. La democracia tiene que
pasar a ser la encarnación de esa posibilidad. Sólo lo puede lograr una sociedad instituyente que
es mucho más que una recipiendaria del poder original, pues lo que tiene que ser es un cuerpo
vivo, uno capaz de generar antídotos y anticuerpos, medicina y curas, transformación y cambio.
Hágase la sociedad venezolana una sociedad instituyente y cambie por sí misma su destino.
El país democrático