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LA NATURALEZA DE LA TRAGEDIA1
Arthur Miller

Existen bibliotecas llenas de libros que tratan sobre la naturaleza de la tragedia.


Que el tema haya sido capaz de interesar a tantos escritores durante siglos prueba en
parte que el concepto de tragedia está en constante cambio y además que nunca será
definido por completo.
En nuestra época, no obstante, cuando parece haber tan poco tiempo e
inclinación para teorizar, ciertos malentendidos básicos se han apoderado de nuestros
críticos y lectores hasta tal punto que la palabra ha sido reducida con frecuencia a un
epíteto. Una apreciación más exacta sobre lo que la tragedia encarna nos puede
conducir a todos nosotros a un mejor entendimiento de las obras en general, lo que, a
su vez, puede elevar el nivel de nuestro teatro.
La confusión más común es aquélla que no alcanza a diferenciar lo trágico de
lo patético. Cualquier historia, para adquirir validez en el escenario, debe entrañar
conflicto. Obviamente, el conflicto debe producirse entre personas. Pero dicho
antagonismo es de naturaleza elemental, vulgar. Ese conflicto exclusivamente entre
personas es todo lo que se necesita para el melodrama y naturalmente alcanza su
apogeo en la violencia física. De hecho, este tipo de choque es lo que define al
melodrama.
El siguiente peldaño en la escalera se reproduce en esa historia que no es
solamente un conflicto entre personas sino que también ocurre dentro de la mente de
los que la sufren. Cuando yo expongo por qué un hombre hace lo que hace, puede
que lo haga de forma melodramática pero cuando demuestro por qué casi no llega a
hacerlo, estoy escribiendo tragedia.
¿Por qué esto es de un grado más elevado? Porque refleja de forma más
ajustada el proceso real de los actos humanos. Es posible escribir un buen melodrama
sin crear siquiera un personaje de carne y hueso. De hecho, el melodrama se
convierte en algo difuso en el momento en que las extravagancias y las con-
tradicciones de las caracterizaciones reales se hacen visibles. Pero sin personajes de
carne y hueso no es posible crear drama o tragedia. Pues en el momento en que uno
se pregunta no solamente por qué el hombre actúa sino también qué es lo que le
impide actuar —asumiendo siempre que se hace de forma honesta— resulta
extremadamente difícil encasillar la acción en las formas forzadas y arbitrarias del
melodrama.
Ahora bien, partiendo de este elemento del drama, podemos intentar llegar a la
tragedia. En primer lugar, la tragedia genera una cierta jerarquía de sentimientos en el
público. Lo patético crea otro tipo de jerarquía. Una vez más, como ocurre con el
drama y el melodrama, uno es de nivel superior al otro. Pero mientras el drama puede
diferenciarse psicológicamente del melodrama —el de más alto nivel entraña un
conflicto dentro de cada personaje—, el separar la tragedia del mero patetismo es
mucho más difícil.

1
Esta reflexión se publicó por primera vez en The New York Herald Tribune, el 27 de marzo de 1949, Sec. 5, pp. 1,2.
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Permítaseme un ejemplo. Cuando al Sr. B. le cae en la cabeza un piano
mientras camina por la calle, a esto los periódicos lo denominan tragedia. Por
supuesto que esto no es sino el final patético del Sr. B. No sólo por la naturaleza
accidental de su muerte, lo cual es elemental, sino porque suscita únicamente
nuestros sentimientos de compasión, tristeza y, posiblemente, de identificación. Lo
que la muerte del Sr. B. no suscita es el sentimiento trágico.
A mi entender, la diferencia esencial, la diferencia precisa entre lo trágico y lo
patético es que la tragedia no sólo nos produce tristeza, compasión, identificación o
incluso miedo; al contrario que lo patético, nos reporta además conocimiento y
discernimiento.
Pero ¿qué tipo de conocimiento? En un sentido general, se trata de
conocimiento referente a la forma adecuada de vivir en el mundo. La forma en la que
el Sr. B. muere no ilustra en absoluto ninguna pauta de conducta. En realidad, no
existe ninguna iluminación de lo ético en ella. Y por meterlo todo en el mismo saco,
la razón por la que confundimos lo trágico y lo patético, y la razón por la que
producimos tan pocas tragedias es doble: por un lado, muchos de nuestros escritores
han abandonado nuevos intentos de búsqueda sobre la forma correcta de vivir y, por
otro, ya no existe entre nosotros una fe, comúnmente aceptada, en una forma de vida
que nos proporcione no sólo beneficios materiales sino también satisfacción.
Nuestra literatura moderna rebosa actitudes que implican que, a pesar del
sufrimiento, nada importante puede el hombre aprender que le lleve hasta una
condición más feliz. La exploración del alma ha seguido la línea del conductismo.
Siguiendo este método, el artista tiene suficiente con proceder al análisis del desastre
con todo lujo de detalles. El hombre es considerado, en esencia, como un animal
estúpido que se mueve a través de un laberinto prefabricado hacia su muerte
inevitable.
Bajo esta óptica, el hombre jamás logrará ir más allá del sentimiento patético
pues el conocimiento no es posible, y la vida se entiende como un hecho
invariablemente desastroso. La tragedia, entendida como una forma más elevada de
concienciación, es así llamada porque nos hace conscientes sobre lo que el personaje
podría haber sido. Pero el decir o implicar convincentemente lo que el hombre podría
haber sido requiere por parte del autor una visión sólidamente fundamentada y una fe
de carbonero en las grandes posibilidades del ser humano. Como dijo Aristóteles, el
poeta es más grande que el historiador porque no sólo presenta las cosas como son
sino que anuncia cómo podrían haber sido. Renunciamos a la literatura cuando
aceptamos satisfechos que se haga la crónica del desastre.
Así pues, la tragedia es inseparable de una cierta esperanza por modesta que
sea con respecto al animal humano. Y es ese vislumbrar esta posibilidad clara, lo que
hace surgir la tristeza desde lo patético hasta lo trágico.
Pero una vez más, el coger una historia triste y descubrir la esperanza que
puede yacer oculta en ella, requiere la más completa comprensión de los personajes
implicados, ya que nada hay más destructivo de la realidad en la literatura que un
optimismo escasamente motivado. Es mi opinión, o mi prejuicio, que cuando a un
hombre se le contempla en toda su plenitud y así se le caracteriza, cuando se le
permite vivir en el escenario más allá del corsé y el propósito de la historia, entonces
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aparecerá en él la esperanza al igual que suele aparecer, por muy tenue que sea, en
la vida. Como dice el viejo refrán, hasta en el peor de nosotros hay algún atisbo de
bondad. Creo que el dramaturgo, supuestamente el más triste de los mortales, no
puede jamás olvidar este hecho y debe esforzarse siempre en postular un mundo en el
que a esa parte buena se le permita expresarse en vez de sucumbir ante el mal.
Empecé diciendo que probablemente la tragedia nunca va a ser definida en su
totalidad y termino ofreciendo una definición. No la considero definitiva pero al
menos tiene la virtud de dejar fuera lo meramente patético.
Asistimos a una tragedia cuando los personajes que contemplamos se realizan
de forma total e intensa hasta el extremo de que nuestra fe en esa realidad es casi
completa. La historia en la que están implicados ha de forzar su personalidad de
forma total, para obligarles a implicarse en el problema hasta el extremo en que
seamos capaces de entender no sólo por qué terminan en tragedia sino también cómo
podrían haber evitado ese final. El comportamiento, por así decirlo, de la historia es
muy serio, tan serio que llegas a experimentar un sentimiento de absoluto temor por
la gente implicada, al igual que por ti mismo.
Y todo esto, no sólo para que nuestros sentidos puedan explayarse y nuestras
glándulas estimularse sino también para que nos marchemos con la convicción de que
el hombre, con esfuerzo duro y aspiraciones sólidas, como acabamos de ver
demostrado en el escenario, es capaz de prosperar en este mundo.
La tragedia surge cuando estamos en presencia de un hombre que ha fracasado
al intentar conseguir la felicidad. Pero la felicidad debe estar ahí, la promesa de una
forma justa de vivir debe estar ahí. De lo contrario, el patetismo se adueña y se crea
esa imagen humana impotente, sin sentido y, en esencia, falsa: la imagen de ese
hombre indefenso bajo el piano que cae, la de ese hombre totalmente perdido en un
universo que, por su propia naturaleza, resulta demasiado hostil para dominarlo.
En una palabra, la tragedia es el retrato más fielmente equilibrado del ser humano en
su lucha por conseguir la felicidad. Por eso veneramos nuestras tragedias al máximo,
porque nos pintan tal cual somos. Y por eso la tragedia no debe ser minusvalorada
confundiéndola con otras formas artísticas, ya que es el medio más perfecto que
tenemos para mostrar quiénes somos, qué somos y qué debemos ser o cómo luchar
para conseguirlo.

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