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La mentalidad de los barcos falsos

Pablo Fernández Christlieb

De hecho, la mayoría de los barcos no flotan; es más, sólo lo hacen los peores, los
buques mercantes de los negociantes, los acorazados de guerra de los norteamericanos,
los cruceros de turistas que van a las Bahamas. Un barco no es algo que flota, aunque
tampoco lo que no flota no es barco, porque, si fuera así, el Titanic no sería un barco, ni
los cientos de galeones hundidos entre la España y la Nueva España cargados de
tesoros, que para muchos son los más barcos de todos, y que jamás han visto; pero esto
no quiere decir que lo que está en el mar pero no flota sea una barco descompuesto,
porque entonces la Venus de Milo, a la que encontraron en el fondo sólo sería un barco
descompuesto, aunque de repente da por pensar que la Victoria de Samotracia sí lo
sería, ya que formaba parte de una proa de navío, y sería el más bonito barco de todos.
Los barcos fantasmas sólo flotan en la imaginación, como el barco de Loch Awe, que
significa Lago del Temor Reverencial, o ése otro que se ve por el Mar del Norte lleno de
gente vestida de fiesta que cruza silencioso en días de calma y bruma: quizá sea falso
que es fantasma, pero no que es barco. O tal vez será que los barcos falsos están tan bien
falsificados que sí flotan pero no son barcos, pero es difícil que una tina, o los lirios
acuáticos, o las latas vacías de coca cola, o los veinte mil patitos de hule que en los años
noventa en una tormenta cayeron de un carguero y que actualmente siguen flotando en
algún lugar del Atlántico, salvo algunos cientos que alguna mañana, diez años después,
aparecieron en las costas de Escocia, sean barcos falsos, porque no lo son ni verdaderos.
Tampoco puede decirse que sean falsos los barcos que no llevan tripulantes o carga,
porque el mayor número de barcos de este mundo no sirve para tales efectos, ya que,
por ejemplo, de todos los barquitos de papel que han sido construidos a lo largo de la
historia, en promedio uno por cada ser humano, solamente el de Hans Christian
Andersen llevaba un soldadito de plomo, quién sabe si como tripulante o como carga,

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pero en todo caso ya ven qué mal le fue, y así también todos los barcos de juguete, para
ricos o pobres, a control remoto o a merced de los vientos, es falso que no sean barcos
de modo que no son barcos falsos. En el Museo Marítimo de Barcelona, que ha sido
edificado en los antiguos astilleros de la ciudad, hay uno enorme y bonito, una réplica
tamaño natural del que capitaneó Don Juan de Austria en la Batalla de Lepanto, al que a
uno no lo dejan subir ni lleva carga y debido a chicos agujerotes que tiene por debajo lo
más seguro es que ni flote, pero a los museos no dejan entrar cosas falsas porque si el
barco fuera falso lo falso sería el museo, y eso no puede ser, si hasta cobran por entrar.
Un barco que nunca zarpó no se vuelve falso por eso, sino que es, precisamente, un
barco triste porque nunca zarpó. Ni modo que hubiera un museo de barcos que no son
barcos, porque si así fuera, entonces podría afirmarse que el Museo del Louvre es un
museo de barcos que no son barcos sino pinturas. Es difícil para la inteligencia
imaginarse algo así como barcos que parecen barcos pero no son barcos: o sea, un barco
falso no es un barco, sino un conejo, una torre de telecomunicaciones o la mamá del
muerto, pero no barco. Hay más barcos que no son falsos en otras galerías y tiendas,
como esas réplicas a escala que son perfectas maravillas en materia de ensamblaje,
calafateaje y desempeño, que tan reproducen con pelos y señales, mecanismos y
velamen a La Niña, La Pinta y La Santa María que casi sólo les falta que descubran una
América chiquita, a escala; al Andrea Doria o al Cutty Sark, tan bonitos que cuando
uno los ve siempre exclama ¡mira ese barco!, y nunca se ha oído que añada ¡y además
es falso!, porque si dice eso, nadie se va a molestar en voltear a verlo. El Cutty Sark, por
su parte, todavía existe, y flota muy convenientemente sobre una dársena de concreto. Y
así sucesivamente, el barco que hace subir por una montaña Werner Herzog en una
película, es un barco terrible, y a nadie se le ocurre que sea falso sólo porque no esté
hecho de madera ni de acero, sino de celuloide, y que sólo aparezca cuando se le
proyecta en la pantalla, lo mismo que le sucede al Perla Negra, al Acorazado Potiomkin
y a otros barcos que salen en el cine, y por lo demás, a todos los barcos que salen en
fotos, dibujos, pinturas, y que, de repente, es de ahí de donde casi todo el mundo ha
sacado los barcos que ha visto y que conoce y que le arrebatan la imaginación cuando
alucina con ser pirata, náufrago o magnate. Incluso hay quien ni siquiera los ha visto,
sino sólo leído, como el Pequod del Capitán Achab en el que perseguía a Moby Dick
por los siete mares, y que está hecho nada más de letras, eso sí muy bien puestas, y que
es uno de los barcos más verdaderos de que se haya tenido noticia. La definición que da
la Real Academia Española de barco es “vehículo flotante y de forma adecuada para

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llevar en su interior personas o cosas”; en verdad que es una buena definición, un buen
ejercicio de sesos, pero la mayoría de los barcos conocidos no cumplen con ella, así que
lo falso es la definición; lástima, porque es muy buena.

Tal vez éste sea el momento de confesar que a la mejor toda esta argumentación es
falsa, ya que se trata del plagio de una idea de George Lakoff y Mark Johnson (1980:
Metáforas de la Vida Cotidiana. Barcelona; Cátedra. 1986. p. 162), aunque ellos, por su
parte, hablan de una pistola falsa, y además, encuentran que sí existe, y ése es su error:
quién les manda poner ejemplos belicosos. Comoquiera, es un dato curiosísimo el hecho
de que el mayor porcentaje de la humanidad, viva o muerta, sepa a ciencia cierta que es
un barco, y no a ciencia falsa, pero que, por simples razones geográficas, ya que casi
todos son habitantes de tierra adentro y highlanders, como dicen los escoceses, lejos del
mar y en los casos más desgraciados sin un triste río que contemplar, o en el más
dramático de todos los casos, habitantes de una ciudad a la que le secaron el lago donde
se asentaba, jamás haya visto un barco de esos que van por el mar o por ríos navegables,
de lo cual es necesario concluir que los barcos de a de veras también navegan en otros
medios que no son el agua, tales como los sueños, la imaginación o el celuloide.
Además, debe haber algo en la mentalidad profunda de la gente que hace que sea tan
afecta a los barcos.

Formas

La conclusión es que lo que hace que un barco sea barco no es la función, el hecho de
que flote y acarree, ni el tamaño ni el material, sino una cosa que sí cabe en el
conocimiento de la gente pero que no cabe en el diccionario de la Real Academia, a
saber, que un barco es un barco cuando tiene forma de barco, aunque el hecho de que
esto sea verdad no quiere decir que ya se sabe algo, sino más bien que uno se queda
peor que en las mismas. Si un barco falso es lo que no tiene forma de barco, entonces no
es un barco, ni falso ni verdadero, y ya; de otro modo sería como decir que existen gatos
que son gatos pero que tienen forma de perro, es decir, que ladran como perros, son
pastor alemán como los perros, son el mejor amigo del hombre como los perros, van a
escuelas de perros, se llaman Fido como los perros, comen Dog Chow como los perros,
odian la leche como los perros, tienen código genético de perros, persiguen a los gatos
como los perros, la gente les dice perros, pero son gatos, y como seguro no va a haber

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ningún gato que les diga a sus amigos “fíjense que él es un gato, nada más que tiene
forma de perro”, la pura verdad es que eso es un perro. La forma es lo que más se
parece a la realidad.

Un barco es aquello que tiene forma de barco. Sin embargo, el siguiente dato curioso es
que quién sabe cuál sea la forma de los barcos. La forma no tiene como criterio la
función, pero, en el fondo, tampoco tiene como criterio la apariencia, toda vez que,
efectivamente, hay barcos que no tienen apariencia de barcos, como esos gigantescos
trasatlánticos que más bien parecen edificios, o tienen apariencia de hoteles, como el
Queen Mary, o de azoteas, como los portaviones, aunque, para abreviar, puede decirse
que los barcos tienen apariencia de barcos, pero su forma es algo más profundo, más
entrañable, más abstracto, más personal diríase, es decir, que, en rigor, su forma es la de
eso que se puede llamar una nave: la forma de las cosas es algo más interior, más básico
y más sólido que la pura apariencia. La forma de las naves es eso que tienen por dentro
los barcos aunque no parezcan barcos. La forma es algo que no sólo les viene desde
adentro, como si fuera vocación, actitud o carácter, sino también algo que atrae y que
junta y contagia a todo lo que está a su alrededor. Una forma no es una apariencia. Una
forma sí es, en cambio, una manera de llevar la vida, uno modo de estar en el mundo.

Cuando en el siglo XVII, Luis Sandoval Zapata (citado por Antonio Alatorre, 1979: Los
1,001 Años de la Lengua Española. México; El Colegio de México / Fondo de Cultura
Económica. p. 184) escribió lo que sigue: “quien ve a un pájaro atentamente, con el
timón en la cola, con la proa en el pico, con las velas en las alas, con el ancla en las
uñas”, etcétera, lo que estaba haciendo es ver que los barcos tienen forma de pájaros, o
más bien, que la forma de ambos es la de una nave. Antes de decir “nótese la etimología
de ambas palabras”, cabe decir que las etimologías son las historias que se cuentan de
las palabras para que éstas sean más interesantes y se pueda jugar mejor con ellas, y
ahora sí, nótese la etimología de ambas palabras: parece que el término “nave” es la
contracción de la preposición inseparable “en” y la palabra “ave”, esto es, que una nave
es lo que está “en (el) ave”, navis y avis en latín, ya que, efectivamente, tienen la misma
forma. Esta construcción de la palabra se da como si, por ejemplo, a “enhorabuena” se
le quitara la “e” y quedara “norabuena”, que es como ciertamente se pronuncia, o como
sucedió con la palabra “enagua”, ya más o menos arcaica, que se le decía “nagua”.
después de decirlo, ahora cabe decir que se trata de una etimología inventada, pero

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correcta, por irresistible. Joan Coromines, en su Diccionario Crítico Etimológico
Castellano e Hispánico, no consigna ninguna relación, aunque sí dice que “el tono
fuertemente culto que hoy tiene nave es perceptible por lo menos desde fines de la Edad
Media”; en castellano vulgar se decía “nao”, como La Nao de China. De cualquier
manera, el invento como método de los etimólogos no es inusual: en los diccionarios de
etimologías se pueden encontrar muchas palabras de este tipo, que son las más
emocionantes.

Carros

Es notorio que en la literatura y en el cine no sea inverosímil la existencia de barcos que


vuelan; en cambio, coches voladores sólo son para películas cómicas, como la de El
Profesor Chiflado de Jerry Lewis, que volaba en un Ford Modelo “T”. O sea, los coches
no están en el aire. Los vehículos que tienen forma de nave se distinguen de los
vehículos que tienen forma de carro, ya sea de coche, o auto, como le dicen los
publicistas y los adolescentes afirmativos, de carreta, trailer, autobús, ferrocarril, de
litera, angarilla, palanquín, silla de manos, que son todos esos transportes en que los
lacayos llevaban cargando a algún señor o señora, en andas, como camilla, y bueno,
también de carrito de supermercado, patineta, tigre o cualquier otro cuadrúpedo, de
diablito, monociclo, u homo sapiens , en suma, todo lo que tenga patas, o ruedas, y que
son los que andan por carreteras, carriles, corredores y demás vías con doble erre, y que
hacen carreras y en una de ésas de pronto se descarrilan o, en el caso del homo sapiens,
se descarrían. Los caballos se usaron por mucho tiempo de vehículos, hasta que los
sustituyó la bicicleta.

Un vehículo es un objeto en el que se desplaza algo más que el objeto y que puede ser
una carga, una persona o, como ya se vio, el pensamiento o la imaginación o el
sentimiento, aunque algunas veces los vehículos se llevan solamente a sí mismos, como
en el caso de que una cucaracha es un vehículo para llevar una cucaracha, en donde de
paso se advierte que no hay diferencia entre la forma y el contenido o entre la forma y la
función. Por eso se anota en las medicinas que la píldora es el vehículo para el
desplazamiento de la sustancia activa, o, por otra parte, el barniz es el vehículo para el
desplazamiento del pigmento en las pinturas, o se dice también que el idioma inglés es
una lengua vehicular que sirve para transportar nuestras solicitudes o nuestros artículos

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científicos, es decir, es un vehículo de información, porque a pesar de ser un idioma de
más de seiscientas mil palabras, mientras que el castellano tiene menos de cien mil, de
ser un idioma bellísimo, tal vez como todos los demás, la gente del comercio, o sea todo
el mundo, solamente lo utiliza con el fin de tramitar sus quehaceres tales como
preguntar cuánto cuesta, y por tal motivo, le importa poco si lo sabe mal o lo usa peor;
el inglés, como dirían T. S. Eliot o Javier Marías, es capaz de una sutilezas y de unos
matices para enunciar sentimientos difíciles que en otros idiomas no es tan fácil; por
eso, aparte de la publicidad, el comercio y el turismo, el inglés fructifica para decir
cositas que en otros idiomas no quedan como que del todo dichas. En fin, se decía, un
coche es un vehículo, y un barco también, pero sus formas son distintas, la de los carros,
y la de las naves.

Y una forma es una especie de mentalidad; cada forma tiene una forma de pensamiento:
moverse en el mundo también es una manera de estar pensando, y los pensamientos son
parte de este moverse. Alguien que va, viene, sube, baja, hace y torna tiene un
pensamiento que también salta de un lugar a otro sin quedarse en ninguno. Las naves
son pensamientos aéreos, los carros son pensamientos terrestres: esto es lo interesante
de las formas, que son una mentalidad material o una materialidad mental. Y, como
método, para saber qué o cómo piensa una forma, hay que adoptar esa forma, no como
se adopta una mascota, sino como uno se vuelve de esa forma; Gaston Bachelard
también lo dice en su Poética del Espacio, (1986: 271-272), y saca una conclusión que,
si no fuera porque ya vamos un poco avanzados, sería el epígrafe de este texto;
Bachelard está hablando de la cualidad psíquica de formas como éstas, y entonces,
advierte que

el simple psicólogo sólo puede aquí abstenerse porque hay que invertir la
perspectiva de la investigación psicológica. No es la percepción la que puede
justificar tales imágenes,

como las de una nave, así que no es cosa de hacer observación empírica, ni encuestas, ni
de usar la lógica matemática o lingüística, sino usar esta otra cosa que Bergson llama
Intuición y Bachelard Fenomenología, y que, en ambos casos, para ser coche hay que
tener patas que reciben el nombre de ruedas. En efecto, lo que hace la forma de carro,
cuyo ejemplo hasta la exasperación son los millones de automóviles que atrancan en

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horas pico ciudades como París, Nueva York o México, es su contacto directo con el
piso, con los pies o llantas bien puestos sobre la tierra, y por lo tanto, se supone,
apegados a la realidad, porque por alguna razón más o menos verosímil parece que la
realidad es terrestre, y no aérea ni marina, porque a quien se pira de la realidad se le dice
que perdió el piso, que despegó. Quien, por el contrario, es alguien que no es realista,
sino fantaseoso, se le dice que anda en las nubes, flotando. Todos los vehículos que se
desplazan sobre ruedas o similares utilizando el piso como apoyo y por ende
soportando su propio peso en el movimiento, tienen forma de carro: quiere decir que
tienen la forma pesada, y por ello, moverse les cuesta trabajo, necesitan un gasto de
energía de buen tamaño. Es obvio que un avión, perfecta nave, necesita más, pero no se
le nota, de la misma manera que un vagabundo cansado parece que necesita más
esfuerzo que una bailarina que da piruetas en el aire, y es justo lo contrario, pero el
chiste es que la bailarina parece que no pesa, que es ingrávida, y es que ella, como el
avión y las demás naves, no desparraman su esfuerzo, sino que lo concentran. Los
carros se mueven con fuerza, las naves se mueven con gracia. La relación que tienen los
coches con el resto del mundo es una relación tangible, empírica, de impacto, mecánica,
como las que tiene un martillo con un clavo o un codo con la mesa, donde las causas y
los efectos son evidentes, se oyen, de una manera bastante primaria. Si se observa, la
forma de la racionalidad occidental es igualmente de este tipo, de vehículos terrestres,
no sólo por la utilización principal de ruedas, engranes, máquinas, sino por el
pensamiento mismo que prefirió como modelo a la mecánica universal de Newton, de
un universo que pesa, que se empuja, que resiste, que forcejea, que cae, a las monadas
de Leibniz, que son un universo, por el contrario, constituido por esferitas inmateriales
que danzan entre sí sin jamás tocarse, como si el universo fuera una música que se
produce sola. Y parece que el habitat natural de los coches, es decir, el entorno que los
ayuda a adquirir la forma que tienen, es el tráfico, esto es, que siempre tienen que estar,
para ser coches, porque si no dejan de serlo, sobre pistas, caminos, carreteras, cinta
asfáltica, como le dicen técnicamente, y ordenados en carriles, siempre delante y detrás
de algún otro coche, en paralelo con otros del carril de junto, y entonces, por lo común,
metidos dentro de una escenografía ya sea de árboles y señalamientos en las autopistas o
de edificios y semáforos en las ciudades, lo cual hace que, junto con su forma terrestre,
tengan una forma rápida, que da sensación de rapidez, independientemente de la
velocidad objetiva que marque el velocímetro, toda vez que, una vez andando, van
dejando tras de sí todos los postes y peatones que rebasan, y dan la impresión de ir

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hechos la raya, que es una bonita metáfora y que es máximo como doscientos
kilómetros por hora, velocidad más o menos risible para un avión, el cual,
paradójicamente, parece que se mueve más lento. Entre la mecánica y la velocidad,
frase que parece título de revista automovilística, están configuradas las aspiraciones de
la racionalidad occidental, a saber, obtener, a fuerza de trabajo, por lo común ruidoso,
de actividad que se desarrolla a base o en medio de contactos, de fricciones, de choques
y de resistencias las cuales vence aplicándose con mayor fuerza y acelerándose lo más
que pueda, como resultado, que es como la prueba de su propia razón de ser, cada vez
mayor productividad, mayor puntaje, mayor ganancia, mayor lo que sea: más espacio en
menos tiempo, en suma, hasta que choque contra algo. Los coches, y de entre ellos los
Fórmula 1, verdaderas arañitas patonas, y luego los Ferraris y los Porsches, y luego ya
si no se puede pues para lo que alcance, algún Chrysler de precio accesible, son la más
alta expresión lograda de un tipo de forma que está presente en la cultura occidental
desde su inicio, que puede decirse que pasó de los dos pies a los caballos, de los
caballos a las carretas, y de las carretas a los automóviles. La forma, en fin, de los
coches, siempre es un poquito más industrial, menos refinada, ya que siempre requiere
de protuberancias que nunca se pueden pulir lo bastante u ocultar lo suficiente, para
empezar, y sobre todo, no se puede disimular la existencia de cuatro ruedas, de cuatro
patas redondas, que invariablemente resalen del resto del vehículo sin acabar nunca de
integrarse a su fuselaje, echando a perder las pretensiones de hacer formas con líneas
continuas y suaves, de una pincelada, porque hágase como se haga un coche, la
existencia de cuatro salientes como chipotes de la carrocería, siempre va a desentonar
con el cuerpo del vehículo y, ciertamente, no se las puede quitar; se le puede quitar a un
coche todo menos eso, y eso es sobre todo lo que le da su forma, y no es muy agraciada:
por muy aerodinámico u ovoide que se pretenda hacer, siempre le van a salir las patas
por algún lado, además de ciertas líneas, aristas, como las del chasis, que desmienten
pretensiones que no le corresponden, porque los coches tienen pieles más ceñidas al
esqueleto. Todo carro, por necesidad, se desparrama hacia el exterior, se despatarra,
para decirlo más precisamente; entonces, lo que tiene forma de carro piensa con las
ruedas, o con los pies, o con las patas. Lo que culturalmente se le conoce como
“masculino”, tiene en lo profundo, más adentro de las patas, la forma de un coche. Se
podrá objetar que éste es un asunto cultural, y efectivamente, de eso se trata, pero el
caso es que, tradicionalmente, al género masculino le gustan los coches, además de otra
serie de herramientas y de la utilización presuntuosa de términos técnicos

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instrumentales, que son como máquinas hechas de palabras. Quién sabe si los hombres
sean masculinos, pero los coches sí lo son. En efecto, lo masculino no es una propiedad
de los hombres, sino una forma de la cultura, que, según dicen, muchos hombres traen.
El género masculino anda a horcajadas y con los brazos en jarra, o sea, con las cuatro
extremidades salidas y alejadas del tronco, según se puede comprobar en cualquier foto
de un charro, de un Terminator o de un triunfador, los tres siempre tenidos por muy
varoniles, y se trata de seres obligadamente proyectados hacia el exterior, como si para
ser algo o alguien se requiriera el contacto con lo de afuera, con la tierra, con el piso,
con las cosas, y en efecto, los carros, como las herramientas y como las fuerzas de todo
tipo, siempre necesitan de un nexo con lo de afuera: una fuerza que no toca algo no es
fuerza, una herramienta que no afecta a algo no es herramienta, y entonces, puede
plantearse que un pensamiento que es masculino también es aquél que se dirige hacia el
exterior, hacia algo que no es él mismo, esto es, es un pensamiento que es ajeno a la
reflexión. Y además, a aquello exterior a que se dirige, lo tiene que tocar para
cumplirse, por lo que es un pensamiento que se aplica, que se pone sobre las cosas de la
realidad, esa terrestre, y las mueve, las transforma, las destroza, lo que sea, pero entra en
contacto con ellas. Lo masculino es extravertido; y puede notarse: son los que lanzan las
miradas, los que levantan la voz, los que interpelan, los que hacen cosas, los que
producen. Nota bene: si alguna mujer reclama y dice que ella o ellas también lo hacen,
la única respuesta es que bienvenida al género masculino, porque aquí no se están
describiendo hombres ni mujeres, sino formas del pensamiento de la sociedad, y cada
quien, hombre, mujer, o lo que sea, se puede colocar en el que le guste; al presente texto
le da lo mismo y le tiene sin cuidado, así que la señora o señorita de la queja puede
sacar credencial del club que prefiera. Lo masculino es eficaz, efectivo, productivo,
obvio, y es obvio que sea obvio, porque al proyectarse hacia afuera, como hace un
coche, carece obligadamente de proyección interior o de mundo encubierto.

Naves

Lo masculino enseña la maquinaria; lo femenino la oculta, ya sea en cuestión de


extremidades, como en la idea del recato, que parece consistir básicamente en recoger
brazos y piernas hacia la unidad del cuerpo, en que el cuerpo sea una unidad sin
accesorios; ya sea en cuestión de pensamientos o de ocurrencias, que es la idea de la
discreción; ya sea en cuestión de intimidades o privacidades, que es la idea del pudor.

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Es curioso, pero un barco, por ejemplo un modelo de armar, a pesar de supuestamente
tener que estar sobre el agua, si se le coloca suspendido con hilos del techo, como barco
volador, se ve bien y evocativo; en cambio, un coche colgado igual parece más bien
como si lo hubieran ahorcado, lo cual a su manera también puede ser evocador, pero de
un cadáver. Para que haya realmente un coche que flote, como en alguna película de
James Bond, tiene que esconder las llantas cuando despega como los aviones, y con eso
ya se vuelve nave. Los mismos pájaros, concientes de su obligación de aeronaves,
cuando vuelan encogen las patas para que nos los cachen, para dar la impresión de que
así son siempre.

Mientras que los carros tienen siempre, aunque los ahorquen, una forma enraizante,
tentacular, como de tener que estar agarrados a algo, las naves, como las aves, como los
barcos, los aviones, las estaciones espaciales, los asteroides, los peces, los caracoles, las
islas, los espejismos y las esculturas de Brâncusi, aunque no floten, tienen una forma
flotante. Las naves de las iglesias, a las que les pusieron este nombre dizque porque
parecían barcos, son, de una manera que no se puede decir cuál, flotantes, a la mejor por
el silencio enorme que las embarga, que las hace parecer que se levantan suspensas
sobre los feligreses y sobre las cosas del mundo y del siglo. Una nave es un vehículo, o
ya de plano sólo su forma, que retrae sus vínculos con el resto y se recoge en sí misma,
se encapsula, que es lo que quiere decir cápsula, y está como absorta. Como diría un
filósofo, que de joven fue marinero, Michel Serres, las naves tienen algo de monada
(Los Cinco Sentidos. Ciencia, Poesía y Filosofía del Cuerpo. México; Taurus, 2002, p.
159), y como ya se dijo, las monadas son entidades fundamentales que se le ocurrieron a
Gottfried Wilhelm Leibniz poco antes de morirse en 1716, de las que estaba constituido
el universo, donde cada monada, una especie de capsulita, de casita hermética, contenía
todo el universo a la vez que formaba parte de él; las monadas estaban hechas de
sustancia mental y la fuerza que las movía era la de la armonía. Como buena monada, y
de modo muy importante, una nave, para serlo y para ser percibida como tal, necesita un
paisaje especial, que consiste en que no haya nada alrededor que se asocie con ella, sino
sólo un horizonte o un fondo como el universo en el caso de la nave Enterprise de Star
Trek, o la superficie limpia del agua; si se coloca un barco en medio de la calle con
coches y edificios a babor y estribor, la forma del barco desaparece y aparece en su
lugar algo así como la forma de una carro alegórico de carnaval o un simple

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despropósito citadino; en cambio, el mismo barco puesto en un desierto, que debe ser
todo lo contrario de su hábitat natural, como el leopardo de Hemingway en Las Nieves
del Kilimanjaro, sigue conservando su forma de barco, tal vez un poco más misteriosa,
quizá incluso intensificada, como arrastrando tras de sí una leyenda de mares resecados
y tiempos hostiles, que lo hacen todavía ser más nave que un barco normal. En efecto,
este paisaje en blanco que acompaña a toda nave y que siempre la presenta aislada hace
que tenga sensación de soledad y forma en cierto modo solitario. Sólo es solitario
aquello a lo que se le cortan los nexos y los puentes y las ruedas con el exterior, y,
curiosamente, el otro nombre que se le da a esto es el de libertad, y cuando eso sucede,
el objeto libre y a solas, ya sea para no aburrirse o para valer la pena, se tiene que
inventar un mundo propio, porque el mundo ajeno que está en su derredor está vacío, y
así, su mundo propio lo tiene que traer, forzosamente, dentro, como el Arca de Noé que
metió dentro toda la tierra, y seguro que se la pasaron bastante bien mientras llovía allá
afuera. Quizá pueda ya advertirse que una nave se empieza a parecer a una mujer, y otra
vez, no a una mujer empírica de carne y hueso, sino a un pensamiento de género
femenino. Mientras que la parte más vehicular de un carro son las ruedas que lo vuelven
un objeto que entra en contacto con su medio a través de cuatro puntitos muy
localizados en el cuerpo, en las naves, en cambio, el cuerpo todo es vehículo, el cuerpo
todo toca y contacta su ambiente, su aire, como si esto las envolviera, como en el caso
de los peces, modelos de naves que flotan, o tal vez se tendría que decir, que vuelan
dentro del agua, en donde todo el cuerpo es habitáculo, locomoción, flotación y
dirección, lo cual los hace tener una forma más integral, más entera, o de mayor
entereza, y por eso la figura del cuerpo, que es en sí vehículo, es ya de por sí nave, y
necesita la forma que tiene. Puede notarse, por lo demás, que esta forma, como la de los
peces, tiene cualidades de monumentalidad: los monumentos, sin importar su tamaño,
tienen una forma que se encierra en sí misma, sin fisuras, porque dentro tienen que
encerrar algo, les tiene que caber algo que no pueden dejar salir, que es,
específicamente, aquello que conmemoran, porque un monumento es una forma que
está hecha para guardar una memoria, de la que probablemente ya nadie se acuerde,
pero que de todos modos sigue ahí; así de monumentales son, por ejemplo, las urnas
donde se ponen las cenizas de los seres queridos, y a los deudos pregúnteseles si no son
monumentos: si no lo que contienen estas urnas no es la persona sino su memoria. Por
estas razones, a las urnas o cajitas donde se guarda el incienso en las iglesias, se les
llama “navetas”, o navecillas, que también quieren decir gavetas o cajoncillos. Lo

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femenino, que se retrae y guarda silencio, como urna, como monumento, da la
sensación de que contiene una memoria, concretamente, la memoria sui generis de su
género, y es que, ciertamente, como dice el escritor de cuentos Agustín Monsreal, una
mujer sin recuerdos es como si le faltase la parte más exacta, el ámbito más esencial del
cuerpo.

Si se ve, históricamente, los carros, salvo sus cuatro puntos rotativos, han tenido encima
de ellos cualquier cantidad de apariencias, con defensas, caballos, asientos, baúles y
parabrisas, mientras que las naves desde su comienzo requieren forma de entre media
cáscara si son marítimas y de cáscara completa si son marinas como los peces y los
submarinos o si son aéreas como los pájaros y los aviones. La forma del cuerpo es ya la
función y el contenido. Una nave no es un vehículo que se especialice en chocar contra
las resistencias a fuerza de puro motor como un bulldozer, como un trascabo, sino que
su especialidad, su técnica, casi su arte, es, no vencer las resistencias, sino colarse entre
ellas como no queriendo la cosa, con sutileza, finura y cara de distraída, para lo cual
necesita un cuerpo con una manera de ser que no entre en conflicto, que no cause
fricciones, sino que se deslice, como la letra S, silenciosamente, sin armar escándalo:
que les dé el avión; por ello su forma necesaria es aerodinámica, mientras que en los
coches no es necesaria sino superflua, según se puede ver en el hecho de que desde las
lanchitas y las canoas primitivas ya la tienen, porque si nó no avanzan, sino que chocan,
se confrontan, y pierden. En efecto, la forma de una nave es redondeada, cóncava hacia
fuera, convexa hacia dentro, regordetita, estilizada, sin ángulos que entorpezcan su
desliz ni que hagan ruido y, como su nombre lo indica, femenina. Esa redondez de fuera
indica cavidad adentro, como cuando uno hace jicarita con las manos, lo que constituye
la fabricación espontánea, sin querer, de un espacio interior que, ya que hay un
aislamiento flotante de la realidad de afuera, debe y puede ser ocupado con una realidad
interna: las naves tienen vida interior, toda vez que, visto desde fuera, ya que hay un
espacio adentro, tiene que haber sido hecho para que haya algo ahí, y por ende se les
atribuye, se les alucina, y al atribuírselos, se les crea por eso mismo, pero al mismo
tiempo, queda la incertidumbre de qué es lo que hay, y eso le otorga un carácter
enigmático, de eterno femenino, porque ésa es la misma impresión que da el universo
femenino; dejando de lado todas las obviedades anatómicas, las naves tienen las
cualidades de lo femenino, concretamente, las de un mundo interior que está hecho del
mismo cuerpo, como ya lo dice la teoría feminista, que no se tiene un cuerpo femenino,

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sino que se es un cuerpo femenino, un mundo interior que se calla, cosa que a la mejor
ya no dicen las feministas, que no avisa, que no anda explicando qué es lo que sucede
dentro, que no tiene interés en exteriorizarse o expresarse, en proyectarse, porque de
hacerlo, se vaciaría: una nave es una realidad que se voltea hacia dentro. Este carácter
navicular de lo femenino a la mejor lo pueden detectar los hombres cuando alguna
mujer los hace sufrir con su ninguneo, y como en la queja que hace José Carlos Becerra
en un poema: “todos los barcos que zarpan de tu corazón llevan ahora las luces
apagadas”. Así es el club de los bateados. Por eso se puede decir que la forma naval
tiende a la esfericidad, a convertirse en una esfera, cosa que logran mejor los platillos
voladores y los satélites artificiales, así como casi lo logran las aves, al menos según el
historiador poeta romántico francés Jules Michelet, que dice que “el pájaro es casi todo
esférico”; esta esfericidad, ciertamente, no es anatómica, y ningún psicólogo científico
jamás la podrá encontrar, sino que es una completa sutosustentabilidad, de total
autonomía con el resto del planeta a la hora que se está volando, en donde el punto de
gravedad no está allá abajo sino que está acá dentro. Por eso una nave es básicamente
aquello que no tiene los pies sobre la tierra, que es lo mismo que se dice de la
ensoñación y la irrealidad, ambas, acusaciones que gravitan sobre el género femenino.
En efecto, la imagen de esfericidad que dan las naves en su mejor momento, y que
podría plantearse como la clave de lo femenino entendido como forma, como manera de
ser y como modo de estar, como estilo de pensamiento y sentimiento, es, por una parte,
la de desprenderse y dejar de depender del resto de lo que acontece en la vida, y por la
otra, volver todos los sentidos, atenciones, intereses, importancias, sensibilidades, hacia
su propio interior, como un cuerpo ensimismado, atendiendo sólo a lo que pasa dentro,
no como un autista, sino como un displicente, en el entendido de que lo que hay en el
interior es más importante, más bonito y más interesante que lo que sucede en el mundo
pedestre y terrestre del resto de la humanidad. Por eso las mujeres no leen noticias, pero
sí leen novelas. En una investigación sobre rendimiento escolar, cuyo resultado es que
las mujeres tienen mejores notas que los hombres, la explicación que da Nieves Blanco,
profesora de la Universidad de Málaga, es la siguiente: “las mujeres están completas en
lo que hacen: lo hacen con sentido y lo hacen bien, por el placer de hacerlo, sin esperar
recompensa: el sentido está en el propio placer”. En fin, en este mundo dentro, las cosas
no son de la misma naturaleza que afuera, porque, como en las navículas llamadas
mónadas. La comunicación o el conocimiento no utiliza las reglas del lenguaje, sino,
como decía Michel Tournier, un novelista que fue filósofo, las de la cadencia, el ritmo,

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el compás, y asimismo no operan las leyes de la física, de la lógica, de la jerarquía o la
clasificación, mucho menos las del mercado. En la esfericidad la forma no está hecha de
fuera para dentro, sino de dentro para fuera, de modo que lo que une, lo que mantiene
ensamblada y junta toda la pieza es su propio centro, como si fuera efectivamente el
centro, que en rigor no es tal, sino que se refiere a la parte más interior e íntima, más
personal, que es lo mismo que decir más colectiva e inmemorial, lo que le diera su
forma y su apariencia al conjunto, como si la presentación al exterior estuviera
determinada y dictada desde dentro. En este sentido, una nave no está hecha de materia
material, sino de una materia mental: mientras que las cosas físicas tienen determinada
su apariencia por las fuerzas que las presionan desde fuera, las cosas mentales, como lo
naval y lo femenino, se desentienden del exterior, desestiman las presiones que se les
aplican, y sólo obedecen a las fuerzas que vienen desde dentro. Para ello, frente a tanto
estorbo y contratiempo que se atraviesa por ahí, hay que hacer una coraza, o más bien,
algo que haga rebotar, o mejor, algo que distraiga las atenciones y los intereses y
permita mantener el interior desatendido: tendrán sus fines funcionales que no vienen al
caso, pero velas, alas y vuelos en buques, aves y mujeres constituyen esa especie de
adorno aleteador que sobresale al fuselaje para atraer la atención y distraerla de la parte
sólida de las naves, de lo que verdaderamente importa guardar y ocultar; es como
navegar con bandera de otra cosa; las mujeres navegan con bandera de bonitas. Lo
menos íntimo y lo más espectacular de las naves son esos desplegados que se mueven
con el aire, mientras que lo más íntimo y desapercibido es el cargamento que está en
medio de las cuadernas del fuselaje. Las velas y las alas de las mujeres son los vuelos
del vestido, del peinado, de los accesorios y los ademanes que ciertamente resultan
encantadores pero con un tipo de encantamiento que parece dejar claro que más allá del
adorno no pasarán aunque se viva con ellas toda la vida, que en el territorio del secreto
no se permite el paso, que se puede conocer y fotografiar todo lo que se quiera de la
apariencia, a condición de no saber nunca nada de lo que no se ve desde fuera; que
cualquiera puede ser paparazzi, pero ninguno confesor. O como lo decía Hanna Arendt,
una de las más entrañables filósofas del siglo XX, en la mujer la necesidad inapelable de
la belleza se debe a que le garantiza una defensa frente a lo exterior, una muralla
indispensable para construir la esfera subjetiva.

Así desentendidas, las naves van plácidas, como si flotaran acostadas, como lo hacen las
mujeres reclinadas de Henry Moore, y es cierto que son necesariamente horizontales,

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pero no horizontales como una flecha o como un tren bala, que en realidad siempre
están sólo de paso, sino horizontales como una isla, que flota estable sobre el mundo
circundante, como contenta consigo misma; seguro que las naves se mueven en tanto
que son vehículos, pero puede decirse que su actitud fundamental es la del reposo, o sea,
que se mueven pero dan la sensación de que no lo hacen, y que es en cambio el
medioambiente el que debe moverse en torno a ellas, como si las naves no lo
necesitaran: que pasen las aguas, que pasen las nubes, que venga la montaña, que para
eso están, porque las naves, en su monumentalidad serena, están para quedarse, porque
no tienen para qué ir a ninguna parte, porque desde siempre ya han llegado; nótese la
diferencia con los coches que siempre andan a las carreras por llegar a cualquier lado.
En efecto, la forma de la nave es la de la quietud horizontal y contenta, que nunca tiene
prisa porque siempre está donde debe. Cualquiera que se encuentre en este estado,
recostado viendo trajinar a los demás, está feliz de la vida, y no es probable que se
quiera levantar para ponerse activo y dinámico; sin embargo, para alcanzar este estado
se requiere previamente una especie de tarea cumplida, de logro terminado, se
suficiencia segura, de satisfacción genuina, en donde ya todo está hecho y donde ya no
hay nada por hacer, y lo único que queda es sólo estar. Se diría que lo femenino tiene la
tarea cumplida de antemano. Por el contrario, los vehículos con ruedas y el género
masculino nunca podrán cumplir con su tarea, tal vez porque su tarea consiste en nunca
cumplirla, y por eso es un género de seres siempre ajetreado, corriendo de aquí para
allá, imprimiéndole velocidad a todo lo que toca, no como rey midas sino como rey
fittipaldi, nunca deteniéndose, a toda hora tarde y con prisa, como si siempre se
estuviera en el lugar equivocado. El otro día el radar detectó a un automóvil a 260
kilómetros por hora en las calles de la ciudad: en ese estado lo más probable es que no
supiera adónde iba pero de todos modos tuviera que llegar. En cambio, la forma de una
nave es siempre lenta, como le corresponde a todo lo que es ingrávido, como planeta
por su parte que anda en su mundo muy quitado de la pena: la etimología de planeta, ésa
de vagabundo astral le queda muy bien; quien supo mostrar esta característica de
lentitud fue Stanley Kubrick en su 2001 Odisea en el Espacio, en donde las estaciones y
las naves espaciales danzan siguiendo la música de Prokofiev, en escena que a todo el
mundo le pareció verosímil y maravillosa no obstante el hecho físico de que tales naves
se estuvieran moviendo a velocidades vertiginosas. Los aviones de Boeing y Airbus que
es bonito ver pasar porque parecen suspendidos en la nada, como recostados en el cielo,
tienen una velocidad crucero de 900 kilómetros por hora: el medio de transporte puede

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ser rápido, pero la forma es lenta. El New Horizons, vehículo espacial que va rumbo a
Plutón lleva la inconcebible velocidad de noventa y siete mil quinientos kilómetros por
hora, pero lo mejor de todo será imaginárselo moviéndose con desplantes de caracol,
que también es otra nave, en mitad de los seis mil millones de kilómetros y los siete
años de su viaje.

Quien sabe adónde va no tiene que apurarse. Para los que ya estamos cansados de ir
corriendo hacia quién sabe dónde en el carro de la posmodernidad, en la autopista de la
información, en el tren del progreso, en la ruta del éxito, porque después de tanto creer
que íbamos manejando resulta que más bien nos lleva entre las patas, es bueno saber
que hay naos de China, naves intergalácticas, naves quemadas, naves del olvido, naves
de cristal, naves de los locos, naves de la Catedral de Notre Dame que se aparecen en el
pensamiento cada vez que algo flota sin otras pretensiones que estar ahí nomás.

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