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1
Rodolfo Mondolfo, El pensamiento antiguo, Buenos Aires, Losada, 1980, pág. 13.
2
Ibídem, pág. 15.
3
Ibídem, pág. 16.
4
Ibídem, pág. 35.
Alrededor del siglo V a. C. comienza a predominar una nueva perspectiva en la
reflexión filosófica antigua. Ahora sí, el problema antropológico se presenta, ya no como
el formato adjudicado a las cuestiones naturales, sino antes bien como una esfera
específica de pensamiento. Esta predominancia está profundamente asociada al
desarrollo democrático de las ciudades griegas. Las nuevas formas de gobierno dan
creciente importancia a instituciones tales como las asambleas y los tribunales, en las
que se plantean discusiones de carácter jurídico y moral. Estas exigencias sociales
interpelan a los maestros a ejercer una especial tarea: preparar a los hombres políticos.
Estos requieren una educación política y un conocimiento general de las cuestiones
humanas y sociales.
Desde sus inicios, el horizonte de la reflexión filosófica ha sabido sostener
relaciones muy íntimas con la educación. Esas relaciones se estructurarán
fundamentalmente sobre la cuestión de los objetivos de las prácticas educativas. ¿Cuál
es la finalidad? ¿Para qué educar? ¿Qué se forma a través de las prácticas educativas?
Ya en sus formulaciones más tempranas, las posibles respuestas a estas preguntas
encuentran suelo fértil en un campo sumamente problemático.5 En sus orígenes griegos,
las prácticas educativas se encuentran íntimamente ligadas a la formación política,
específicamente entendida como formación para la libertad. La educación entendida
como un dispositivo que reúne un conjunto de prácticas orientadas a inducir a los
hombres, mediante la transmisión de saberes y valores, a una cierta actitud y
disposición, siempre resulta un elemento problemático, y por lo tanto extremadamente
rico, para la consideración filosófica. ¿Qué supone la idea de que es posible inducir u
obligar a un hombre en nombre de la libertad? ¿En nombre de qué alguien se puede
atribuir este rol?6
El orden vigente entre los siglos VIII y VI a. C. muestra un tipo de educación –una
paideia– heredada de una sociedad arcaica, guerrera, heroica y rural. Sus fuentes son
los poemas de Homero y Hesíodo, que confluyen para dar forma a un ideal educativo
denominado como kalakagothía. Es en la repetición sistemática de los mitos y en la
derivación de una ética del heroísmo y la valentía, y su comprensión y adquisición a
través de la mímesis o imitación, que se concentra la educación de este período. La
paideia griega arcaica también incluye como elementos centrales de su consideración la
gimnasia, la retórica, la gramática y la matemática, atendiendo con ello a un ideal de
armonía física y espiritual.
Con el mencionado cambio de perspectiva –la predominancia de la cuestión
antropológica la modalidad de transmisión y formación ya no encontrará sustento
preferentemente en las escuelas místicas y sacerdotales, aquellas comunidades
sagradas en las que los discípulos eran iniciados por sacerdotes en doctrinas secretas
con las que establecían una relación estable y duradera; tampoco estará identificada con
la transmisión repetida y sistemática del corpus mitológico. Ahora, la enseñanza será
más flexible. Aquí son los maestros quienes se ponen al servicio de los discípulos, sin
imponer rigurosos sistemas a los que adscribir.
Es así que surgen los sofistas, los maestros vagabundos, quienes se concentran
en el aspecto humano y político de los problemas a tratar. El modo en que las distintas
corrientes sofistas se formularon las preguntas centrales en torno de la formación
política y ética es variado y no puede reducirse a una sola expresión. Todos ellos
elaboraron diversas soluciones para los problemas comunes.
5
Cerletti A., Repetición, novedad y sujeto en la educación. Un enfoque filosófico y político,
Buenos Aires, Del Estante, 2008.
6
Ibídem, pág. 14.
LOS SOFISTAS
“Si yo gano, es preciso que por haber ganado me entregues los honorarios; si tú
ganas, por haberse cumplido la condición, también deberías pagarme.”
Protágoras, según Diógenes Laercio
7
M. Finley, Los griegos de la antigüedad, Labor, 1992, pág. 95
el que podía participar (si así lo consideraba pertinente) todo ciudadano libre, varón y
mayor de 18 años. Allí las decisiones tomadas eran rubricadas como decisiones del
demos, es decir, por la comunidad de los ciudadanos. Por su parte, los componentes de
los tribunales de justicia –como en el caso de la gran mayoría de los cargos
gubernativos–, eran seleccionados al azar, por sorteo, entre un numeroso conjunto de
ciudadanos dispuestos a tal fin.8
La educación sofista responde, por lo tanto, a una necesidad histórica. Pone el
acento en la gran fuerza persuasiva de la palabra, en su poder de dominación; talento
excluyente para el buen desempeño de tales obligaciones. De esta manera la figura que
domina la escena de la enseñanza y el aprendizaje es la del polemista. El maestro sofista
hace gala de un talento especial para discurrir, para infundir diversos sentimientos en su
auditorio, y para convencerlo. Esas son las artes que enseña, y esa es también la
relación en la que se sitúan los roles del maestro y el discípulo.
Vale destacar que a estos maestros se remontan los lineamientos básicos del
currículum educativo que luego se denominará como “las siete artes liberales”,
organizadas en el trivio (gramática, dialéctica y retórica) y en el cuadrivio (aritmética,
geometría, astronomía y música), que articularán más tarde la enseñanza medieval. Esto
significa que es también en este ámbito donde se está produciendo una renovación no
solo metodológica, sino antes bien, curricular (si cabe la utilización de tal término).
Haber colocado al hombre en el centro de la reflexión a fin de abordar desde esa
perspectiva las problemáticas humanas es un legado propio del discurso filosófico, que
no puede circunscribirse a la herencia sofista. No obstante, es innegable que los
maestros sofistas representarán una excelente ilustración de aquel cambio de
perspectiva que inició la historia del pensamiento filosófico.
SÓCRATES
PLATÓN
“[…] los más perfectos guardianes de la ciudad deberán ser los filósofos.”
República, Platón
8
Finley M., op. cit., pág. 76.
educación con una nueva formación política y con el reaseguro de la conformación de
una comunidad de hombres libres. Platón describe a la Atenas de su tiempo como una
comunidad en crisis institucional, crisis que incluso alcanza el horizonte de valores de
sus integrantes. Se vive, según afirma, una época de degradación. La progresiva
“especialización” en las tareas gubernativas parece producir un desplazamiento, a sus
ojos, desfavorable. El siglo IV a. C. encuentra a Atenas en un proceso institucional que
establece una escisión antes desconocida: los dirigentes políticos ya no son, a la vez,
caudillos militares. Los generales ahora son soldados de profesión y lo mismo sucede
en la actividad pública.9 Este desdoblamiento, demás está decir, se encuentra, para
Platón, íntimamente ligado a la perniciosa influencia sofista.
Asegurar una forma de gobierno justa parece ser una preocupación central en su
pensamiento. Si se trata de gobernar con justicia, será necesario preparar a quienes
estén a cargo de tal tarea. Para enfrentar una responsabilidad de esta índole, Platón idea
un modelo de Estado, un ensayo abstracto de república. Esta república ideal encuentra
su punto de apoyo en un sistema de educación institucional que dispone trayectos
orientados a formar a regentes y guardianes del Estado, es decir, a aquellos que tendrán
en sus manos el discernimiento del bien común y de la justicia. Esto es, como se sabe,
una tarea compleja.
Discernir el Bien, contemplarlo, es para Platón una tarea reservada a los mejores
hombres de la polis, es decir, a los filósofos. Por supuesto, para discernir el Bien y
realizarlo, será necesario antes que nada, conocerlo. Por ello, resulta indispensable
establecer una importante aclaración sobre el conocimiento de los fenómenos sensibles
y cambiantes. Para el filósofo, este conocimiento no es, en realidad, conocimiento en el
sentido estricto de la palabra. Más bien se trata de meras opiniones. Dicho de otro modo,
no puede haber conocimiento seguro y certero de aquellos fenómenos que cambian,
mutan y se transforman, es decir, de aquellos objetos que no son constantes. Por lo
tanto se impone una pregunta: si no podemos generar conocimiento certero sobre los
fenómenos del mundo que nos rodea, ¿sobre qué versará el conocimiento verdadero?
Para Platón, el conocimiento verdadero deberá ser objetivo, riguroso y constante.
En otras palabras, no podrá cambiar porque su objeto no cambia. Pero, repetimos, si el
mundo sensible, en el que nos movemos y al que percibimos, no es objeto de nuestro
conocimiento, ¿cuál será su objeto? Platón responderá los conceptos, o más
exactamente, las ideas (o las formas). Las ideas no pertenecen al ámbito de lo sensible,
sino antes bien, al de lo inteligible. Entre estos ámbitos prima una curiosa relación: el
ámbito sensible copia, reproduce, al mundo inteligible, lo replica imperfectamente, lo
repite de manera discontinua. Las cosas justas, por ejemplo, aspiran a ser como la idea
de justicia; se asemejan a ella, se le acercan, de la misma manera que un dibujo pretende
asemejarse al objeto que representa. La verdad y la certeza, entonces, no deberán ser
buscadas en las cosas sensibles, sino antes bien, en los conceptos, en las Ideas, esas
entidades que Platón considera más reales que el propio mundo sensible. Allí radica ese
elemento constante e inmutable que el filósofo pretende poner en el lugar del objeto del
conocimiento verdadero.
Esto nos enfrenta a una seria dificultad: ¿cómo enseñar el Bien? ¿Cómo
asegurarnos de formar hombres capaces de reconocer lo bueno sin equivocarse?
¿Cómo formar un buen gobernante? ¿Cómo formar un buen ciudadano? ¿Cómo
asegurar que su comprensión de las cosas buenas se corresponda con lo bueno en sí
mismo? Para asegurar que la polis esté en manos de aquellos que efectivamente
9
Finley M., op. cit., pág. 91
procurarán el bien sin equivocarse, Platón desarrolla en uno de sus diálogos centrales,
República, un pormenorizado programa de política educativa. Respaldado por una teoría
de las diferencias naturales entre los hombres, allí diseña un régimen institucional para
la educación de los gobernantes y los guerreros.
Según sostiene, entre los hombres existen diferencias naturales transmisibles,
en parte, por herencia. Estas diferencias se deben, en cada caso, al predominio de una
de las tres partes en las que está dividida el alma humana. El alma de los hombres, para
Platón, posee una parte racional, donde se arraiga la virtud de la prudencia, una parte
irascible, donde hace pie la virtud de la valentía, y una parte concupiscible, a la que debe
limitar la virtud de la templanza. La preponderancia de cada uno de estos rasgos se
corresponde con un rol social para el que el hombre se encuentra especialmente
constituido. El hombre prudente será aquel capaz de gobernar la polis, el hombre
valiente será quien la defienda. Ahora bien, el hombre en quien predomina la
concupiscencia no podrá llevar en sus manos los destinos de la polis y estará destinado
a una vida de comercio y producción, sin injerencia ni derecho sobre la cosa pública.
Este último modo de vida, vale la pena aclararlo, se encuentra en el extremo inferior de
esta jerarquía, e imprime en el modelo político platónico rasgos aristocráticos.
Para asegurar una formación efectiva y exitosa de los líderes de la polis, Platón
delimita un complejo dispositivo institucional. En aquella república ideal que formula, se
centrarán los esfuerzos en criar y educar a los mejores hombres. Valga una aclaración:
la familia como institución no tiene espacio en este sistema, por lo cual los niños son
directamente criados por el Estado. En primer lugar se propone un ámbito de formación
para los más pequeños, organizado en torno a juegos, cantos y fábulas. Luego,
comenzará a desarrollarse una instrucción progresiva en música, poesía y gimnasia.
Entre los 16 y los 20 años de edad se iniciará a los jóvenes en la vida militar. Entre los 20
y 30, los más aptos estudiarán materias propedéuticas (como matemática pitagórica y
geometría). Finalmente, hasta los 35 años, los mejores se ejercitaran en dialéctica (el arte
de encontrar el principio del que dependen las ideas y las relaciones que hay entre
ellas), y los demás se constituirán en guerreros. A partir de aquí, los aspirantes a
filósofos-regentes se formarán como funcionarios de segundo orden, y solo a partir de
los 50 años se los liberará a la contemplación y a la reflexión filosófica, para que luego
puedan cumplir las funciones de conducción.
Esto pone de manifiesto una concepción sobre las relaciones educativas
radicalmente distinta de la referida antes. Aquí la educación es una prerrogativa
exclusiva del Estado. No hay lugar para la transmisión doméstica de saberes, y mucho
menos para la instrucción privada. No hay que dejar de lado el hecho de que a pesar de
ser ateniense, Platón es un declarado admirador de Esparta: una sociedad gregaria y
cerrada, donde la comunidad es en todo anterior a sus componentes. Todo esto implica
una suerte de impersonalización de los roles en la esfera educativa. La transmisión de
saberes y la conformación de conductas ya no se apoyarán en la dupla maestro-
discípulo, sino que más bien estarán completamente pautadas por un régimen
institucional predeterminado, rígido, burocrático e impersonal.
En este marco es posible establecer, respecto de la paideia griega, e incluso
respecto de cualquier educación, dos tendencias que pueden funcionar como
finalidades a la hora de concebir la función de la educación en el conjunto social.
Por un lado, la educación puede ser entendida como el conjunto de prácticas a
través de las cuales se cultiva la virtud; pero también, como el conjunto de prácticas
instrumentales que halla su sentido en una utilidad inmediata para la vida práctica.
Suele considerarse a la educación sofística como una expresión de este segundo
modo de entender lo educativo. Esto se debe a que el discurso sofista centra su
atención en la adquisición de ciertas habilidades orientadas a la eficacia y
fundamentalmente al éxito oratorio. No obstante, es necesario tener en cuenta que esta
valoración de la tradición sofista se encuentra fuertemente influenciada por las críticas
que realiza Platón al respecto, quien defiende un modo de entender la educación ligado
al cultivo de la virtud.