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La victoria de la ortodoxia en Nicea fue seguida, sin embargo, por un «posconcilio» de signo
radicalmente opuesto, que constituye uno de los episodios más sorprendentes de la historia
cristiana. El partido fiíoarriano, dirigido por el obispo Eusebio de Nicomedia, logró alcanzar
una influencia decisiva en la Corte imperial, y en los años finales de Constantino, y durante
los reinados de varios de sus sucesores, pareció que el Arrianismo iba a prevalecer: los
obispos nicenos más ilustres fueron desterrados y —según la gráfica frase de San
Jerónimo— «la tierra entera gimió y descubrió con sorpresa que se había vuelto arriana».
De este modo, antes de finalizar el siglo IV, la doctrina católica de la Santísima Trinidad
quedó fijada en su conjunto en el «Símbolo niceno-constantinopolitano». Había, sin
embargo, un aspecto de la teología trinitaria no declarado expresamente en el Símbolo: las
relaciones del Espíritu Santo con el Hijo. Este punto daría lugar más tarde a la célebre
cuestión del Filioque, destinada a convertirse en manzana de discordia entre el Oriente y el
Occidente cristianos.
1
La escuela de Alejandría hizo hincapié en la
perfecta divinidad de Jesucristo: la naturaleza
divina penetraría de tal modo a la humanidad —
como el fuego al hierro candente— que se daría
una unión interna, una «mezcla» de naturalezas.
La escuela de Antioquía insistía, por el
contrario, en la perfecta humanidad de Cristo. La
unión de las dos naturalezas en Él sería tan sólo
externa o moral: por ello, más que de
«encarnación» habría que hablar de
«inhabítación» del Verbo, que «habitaría» en el
hombre Jesús como en una túnica o en una
tienda.