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Primer Concilio de Nicea (325) formulación del Símbolo

El Concilio I de Nicea (325) significó un triunfo rotundo para los defensores de la


ortodoxia, entre los cuales destacaban el obispo español Osio de Córdoba y el diácono —
luego obispo— de Alejandría, Atanasio. El concilio definió la divinidad del Verbo, empleando
un término que expresaba de modo inequívoco su relación con el Padre: bomoousios,
«consustancial». El «Símbolo» niceno proclamaba que el Hijo, Jesucristo, «Dios de Dios, Luz
de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» es «consustancial» al
Padre.

La victoria de la ortodoxia en Nicea fue seguida, sin embargo, por un «posconcilio» de signo
radicalmente opuesto, que constituye uno de los episodios más sorprendentes de la historia
cristiana. El partido fiíoarriano, dirigido por el obispo Eusebio de Nicomedia, logró alcanzar
una influencia decisiva en la Corte imperial, y en los años finales de Constantino, y durante
los reinados de varios de sus sucesores, pareció que el Arrianismo iba a prevalecer: los
obispos nicenos más ilustres fueron desterrados y —según la gráfica frase de San
Jerónimo— «la tierra entera gimió y descubrió con sorpresa que se había vuelto arriana».

Primer Concilio de Constantinopla

Desde mediados del siglo IV, el Arrianismo se dividió en


tres facciones: los radicales «anomeos», que hacían
hincapié en la desemejanza del Hijo con respecto al
Padre; los «homeos», que consideraban al Hijo homoios—
es decir, semejante— al Padre; y los llamados
semiarrianos —los más próximos a la ortodoxia—, para
los cuales el Hijo era «sustancialmente semejante» al
Padre.

La obra teológica de los llamados «Padres capadocios»


desarrolló la doctrina nicena y atrajo a muchos seguidores
de las tendencias más moderadas del Arrianismo, que
en breve tiempo desapareció del horizonte de la Iglesia
universal, para sobrevivir tan sólo como la forma de
Cristianismo profesada por la mayoría de los pueblos
germánicos invasores del Imperio. La teología trinitaria
fue completada en el Concilio I de Constantinopla con
la definición de la divinidad del Espíritu Santo, frente a la
herejía que la negaba: el Macedoníanismo.

De este modo, antes de finalizar el siglo IV, la doctrina católica de la Santísima Trinidad
quedó fijada en su conjunto en el «Símbolo niceno-constantinopolitano». Había, sin
embargo, un aspecto de la teología trinitaria no declarado expresamente en el Símbolo: las
relaciones del Espíritu Santo con el Hijo. Este punto daría lugar más tarde a la célebre
cuestión del Filioque, destinada a convertirse en manzana de discordia entre el Oriente y el
Occidente cristianos.

Humanidad y divinidad de Jesucristo

Definida ya la doctrina de la Santísima Trinidad, la teología hubo de plantearse de modo


inmediato el Misterio de Cristo, no en relación con las otras Personas divinas, sino en sí
mismo. La cuestión fundamental era, en sustancia, ésta: Cristo es «perfecto Dios y perfecto
hombre»; pero ¿cómo se conjugaron en Él la divinidad y la humanidad? Frente a esa
pregunta, las dos grandes escuelas teológicas de Oriente adoptaron posiciones
contrapuestas.

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La escuela de Alejandría hizo hincapié en la
perfecta divinidad de Jesucristo: la naturaleza
divina penetraría de tal modo a la humanidad —
como el fuego al hierro candente— que se daría
una unión interna, una «mezcla» de naturalezas.
La escuela de Antioquía insistía, por el
contrario, en la perfecta humanidad de Cristo. La
unión de las dos naturalezas en Él sería tan sólo
externa o moral: por ello, más que de
«encarnación» habría que hablar de
«inhabítación» del Verbo, que «habitaría» en el
hombre Jesús como en una túnica o en una
tienda.

La cuestión cristológica se planteó


abiertamente cuando el obispo Nestorio de
Constantinopla, de la escuela antioquena,
predicó públicamente contra la Maternidad divina
de María, a la que negó el título de Theotokos—
Madre de Dios—, atribuyéndole tan sólo el de
Christotokos—Madre de Cristo—. Se produjeron
tumultos populares, y el patriarca de Alejandría,
San Cirilo, denunció a Roma la doctrina
nestoriana. El papa Celestino I pidió a Nestorio
una retractación, que éste rehusó prestar.

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