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“échose a andar” (César Vallejo)

Y en ese camino de Jerusalén a Emaús que ha sido éste año el resucitado nos aparece –impertinente
– un año más para encontrarnos y preguntarnos: “¿De qué vamos hablando por el camino?” (Luc 24,
17) Y nosotros agobiados contestamos: “¿Qué acaso eres el único que no se da cuenta que la
situación de la Iglesia es grave? ¿Qué acaso no te das cuenta que el piso se mueve en todos lados en
Haití, en Chile y en Japón? Que los muertos no se nombran sino que se cuentan, se ponderan y
promedian. ¿Qué no leíste en los diarios que estamos otra vez con peligros atómicos? Y que en todo
el norte del África los clamores de la libertad tan acallados no cesan de pedir una vida más digna… y
que la educación y la salud siguen igual que el año pasado y en que en suma también cada uno ha
tenido sus pesados pesares…” (Luc 24, 28) ¿Por qué Dios nos viene a perturbar de nuevo este año
con su resurrección?

Y seguimos caminando con el paso lento y pesado. Distraídos cargando, o pateando como las piedras
del camino, nuestra fe habituada a la desesperanza. Y a veces –sin poca razón – queremos gritarle a
Jesús, igual que Marta: “¿Qué acaso no te das cuenta que ya huele mal todo? Que ya hace cuatro
días que, Lázaro – y con él todas las situaciones que venimos de mencionar – están pudriéndose
(Juan 11, 38). Que nosotros mismos pusimos las paladas, entre sollozos y penas, murmurando en ese
dialogo interno a cada palada… entra en la tierra, no hay nada más qué hacer, estás muerto y
sepultado para siempre en esta tierra y ahí te quedas (Jaime Sabines. “Qué costumbre tan salvaje”).

Y Jesús conmovido no se va, se queda caminando al lado nuestro. Y nos invita a mirar de otro modo
las mismas situaciones. No negarlas, sino mirarlas considerando los pequeños huesitos y dientes de
las personas que las viven. Jesús lo puede hacer así, porque nadie le ha contado esos
estremecimientos Él los ha vivido y sabe de qué está hablando.

Y las pupilas se nos dilatan por la luz de la resurrección que se manifiesta como esa palabra muda,
casi imperceptible pero no por eso menos elocuente (1 Reyes 19,1 2). La palabra habla en la vida
concreta de esas personas que tienen “esa gente que tiene la extraña manía de tener fe en la vida”
(Milton Nascimento). Y vuelve hablar en la fidelidad de gente que en medio de las dificultades le da
la pelea a la vida para “salir adelante”. En la afirmación de la gente que no está de moda pero que
persevera en hacer lo que está bien y no lo que le conviene. En las gargantas antes mudas que
comienza a hablar, en los pies tullidos que se atreven a caminar. ¿Y dónde más puede ser?

Y nosotros no reconocemos a Dios, la verdad nosotros no vemos al resucitado lo entrevemos en las


personas y en las situaciones donde la vida irrumpe con esa impertinencia que solamente ella puede
tener.

En estos tiempos de confusión y de movimientos tan variados y disímiles, donde se ha mezclado


tanto de crimen y de pecado, tanto de fragilidad y tanto de confusión. Las palabras dichas después
de la ascensión tengan más sentido: ¿Qué hacen ahí hombres de Jerusalén mirando el cielo? (Hechos
1, 11). No vaya a ser cosa que de tanta consciencia de las cosas que no funcionan, del pecado y de
todo el mal que hay el mundo nos quedemos demasiado distraídos en las tristezas y el ceño se nos
arrugue crónicamente y la sonrisa se nos agrie irremediablemente, y de tanto desesperar no creamos
que el Evangelio es una noticia y una buena.

La buena noticia está en el llamado que hace Jesús a ser testigos de eso que entrevemos en la vida.
Porque al final somos llamados a anunciar eso que entrevemos, tal vez este es el sentido de la
humanidad es el de reconocer y construir con nuestra propia vida ese triunfo porfiado de la vida :
“Entonces, todos los hombres de la tierra/le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;/
incorporóse lentamente/abrazó al primer hombre; echóse a andar...” (César Vallejo, Masa).

Por Rubén Morgado, sj

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