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APTITUDES QUE NO SE DESCUBREN

Manuel Valdivia Rodríguez

Tal vez por influencia de la hermosa campiña que la circunda, o por obra de su atmósfera
clara y luminosa, o por la fuerza de una firme tradición cultural, el hecho es que Arequipa
ha sido siempre pródiga en pintores y dibujantes en extremo sensibles para la línea y el
color. Uno de ellos fue Jorge Vinatea Reinoso, que nació en abril de 1900 y alcanzó a vivir
solo treinta y un años. Fue la suya una vida muy corta para el arte; pero suficiente para
ubicarlo entre las grandes figuras del indigenismo peruano.

El primer testimonio de sus dotes creativas es un cuaderno de caricaturas que dibujó a los
trece años. Aparte de su agudeza para la sátira, ya se ve allí una seguridad en el trazo, un
dominio de la figura humana y un manejo del pincel verdaderamente raros en un artista que
está saliendo de la niñez. Sin duda, Vinatea Reinoso tenía aptitudes excepcionales, que se
fueron haciendo patentes cuando cursaba su educación primaria en el Centro Escolar 951.
Aunque sabemos muy poco de su infancia, podemos imaginar que dibujaba mucho,
copiando ilustraciones de las revistas de la época o creando figuras producto de sus
observaciones. De otro modo no se explica el trazo seguro que se ve en sus obras iniciales.
Este hecho no es extraño. En la escuela que ahora vilipendiamos como tradicional, había
mucha ocasión para el dibujo. Muchas familias hay que guardan las carpetas y los
cuadernos que sus abuelos empleaban cuando niños. Son por lo general ejemplares
primorosamente adornados y cuidadosamente ilustrados. Quienes éramos niños hacia
mediados del siglo pasado no teníamos a nuestra disposición textos y libros escolares como
ahora. Nuestros textos eran los cuadernos donde recogíamos los dictados que hacía el
profesor o copiábamos lo que él escribía en la pizarra. Y no quedaba más que llevarlos
bien cuidados, con forro de papel azul, craft o de periódico. En sus hojas cuadriculadas
dibujábamos plantas, animales, mapas, esquemas anatómicos, escenas históricas, retratos de
personajes. Éramos niños, pero competíamos por tener la mejor caligrafía o los dibujos
mejor coloreados o las escenas más complejas. Recuerdo con ternura la vez que llevé al
colegio una cajita de colores Mongol como mi mayor riqueza, y el profesor Loayza, nuestro
profesor de quinto grado, aprovechó para enseñarnos a usarlos coloreando en mi cuaderno
el oso más lindo que jamás había visto. Así era entonces. Calcábamos dibujos o los
reproducíamos mediante cuadrículas o los hacíamos a mano alzada; les poníamos color con
lápices o acuarelas, los resaltábamos con “tinta china”. Cuando no había colores, bastaba
con aplicarles sombras con agua de té.

Ahora no. Cuando un niño necesita una ilustración, le basta con comprar algunas de las
muchas que encuentra en las librerías. Las compra y las pega en su sitio casi sin mirarlas.
Ni siquiera tiene que aplicarles goma, porque vienen impresas en papel autoadhesivo. Y si
disfruta de mejores medios, busca la ilustración en Internet, la baja y la imprime con
calidad fotográfica. ¡Y cuánto se está perdiendo con ello! Cómo se están desperdiciando
ocasiones para educar el cuidado, la perseverancia, la atención, el manejo del espacio y de
las proporciones, el dominio de la motricidad fina, el uso de instrumentos. El dibujo
funcional –como es aquel del que estamos hablando- es además una herramienta
insuperable para la observación y constituye también una estrategia de aprendizaje.
Santiago Ramón y Cajal, el genial histólogo y neurólogo español, pudo mostrar al mundo,
poco antes de que naciera Vinatea Reinoso, la estructura de las neuronas, con sus axones y
dendritas entrelazados, dibujando él mismo láminas minuciosas de aquello que veía por el
microscopio; y pudo hacerlo porque antes, desde su niñez, cultivo con entusiasmo el dibujo.

A propósito de hacerle homenaje a un pintor que nació hace exactamente ciento diez años,
estoy levantando un doble reclamo. Uno, en pro del dibujo funcional, que debe volver a la
escuela por sus beneficios educativos; otro, en contra del facilismo que se está convirtiendo
en característica de la escuela contemporánea: en los cuadernos “de trabajo”, el niño sólo
tiene que subrayar o encerrar en círculos las respuestas; para completar una tarea, le basta
con hallar un texto en la Internet, copiarlo, cortarlo y pegarlo; hay agencias –felizmente no
en nuestro país- que por una cuota monetaria proveen de respuestas para las tareas
escolares; hay lugares en Lima donde se pueden adquirir maquetas y proyectos de ciencias
que los alumnos presentan en sus colegios; hay programas de cómputo que ayudan a hacer
resúmenes, etc., etc. Y ello no deja de ser perjudicial para la educación de la mano y del
intelecto, para la formación integral de los niños. Émile Chartier (Alain) nos advertía en
1932 contra esta educación facilista proclamando una educación más exigente. “Todo arte –
decía- consiste en graduar las pruebas y medir los esfuerzos; lo importante es dar al niño
una alta idea de su poder, y sostenerla con victorias”. Así debiera ser, precisamente porque
creemos en los niños y confiamos en sus dotes, y porque de veras los respetamos.

mayo de 2010

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