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FORO DE EDUCACIÓN

Vicios y virtudes de las reuniones


Víctor Pliego de Andrés
Catedrático del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid

La educación debe fomentar los hábitos democráticos, dando ejemplo con el


funcionamiento de los centros. Para ello es fundamental que el profesorado participe,
opine y decida colectivamente, a través de reuniones eficaces.

El derecho a la educación se funda, entre otras cosas, en la participación efectiva de


quienes el artículo 27.5 de la Constitución tan desafortunadamente llama “afectados”.
La ley dice que nuestro sistema educativo se inspira, entre otras cosas, en “la puesta
en práctica de valores que favorezcan la ciudadanía democrática” (art. 1.c de la LOE).
Al fijar las funciones del profesorado, apostilla que deberán atenerse al principio de
“colaboración y trabajo en equipo” (art. 91.2). La suma de fuerzas podría contribuir,
teóricamente, a conseguir mejores resultados que el trabajo individual y aislado. No
dudo que haya colegas que trabajan en equipo, incluso conozco algunos, pero a lo
largo de mi experiencia profesional en variados centros y niveles he podido comprobar
que el trabajo en equipo aparece rara vez, padeciendo bastantes resistencias. Ello
delata la escasa cultura democrática de nuestra sociedad. Si los profesores no damos
ejemplo de hábitos democráticos y de participación ciudadana, será muy difícil que
podamos transmitirlos a nuestros discípulos; si los actos desmienten los principios que
pretende difundir, la autoridad queda refutada por más que la quieran defender con
decretos o con bombas.

Las reuniones son pieza clave para la democracia. Hay que reunirse para hablar,
opinar, discutir, votar y decidir. En nuestros centros han proliferado los órganos
colegiados que pretenden favorecer la participación de la comunidad académica y
mejorar con ello la calidad educativa. Sin embargo, estas medidas están produciendo
un efecto contrario. Las reuniones despiertan rechazo e incluso alimentan
inclinaciones antidemocráticas. He asistido y aún concurro a muchas reuniones que
son, casi siempre, una lamentable y patética pérdida de tiempo. Se suelen convocar a
deshora, por imperativo legal, para cumplir trámites preceptivos, sin atender a otras
necesidades. No suelen seguir un método ni un orden y he sufrido reuniones, doy fe,
de más de siete horas. Algunas han llegado a prolongarse durante dos jornadas
consecutivas sin alcanzar objetivos reseñables. No extraña que muchos colegas estén
en contra de estas ceremonias de la confusión.

Nuestro país tiene una corta y débil trayectoria democrática, como frecuentemente
recuerda el profesor Vicenç Navarro. Pertenecemos a una estirpe apasionada,
orgullosa e individualista, poco propensa a la cooperación. Aunque seamos propensos
a las tertulias de taberna y sobremesa, estamos poco habituados a cultivar la
participación ciudadana. En el ámbito académico, muchos profesores se desentienden
de las reuniones o bien las ocupan con asuntos que deberían dirimirse en otros foros.
En general, no sabemos despachar con eficacia las reuniones, no tenemos costumbre
ni formación para ello. Las convocatorias se redactan de manera tan imprecisa que no
permiten un estudio previo de los asuntos a tratar, ocultos tras vagos enunciados. Los
“informes” de la dirección, que podrían transmitirse en circulares, ocupan la mayor
parte del tiempo. La verdadera participación queda relegada, casi sin tiempo, al punto
de “ruegos y preguntas”, convertido en un espacio para el desahogo personal y otras
terapias grupales. Cuando surgen discusiones de interés resulta complicadísimo poner
orden y repartir los tiempos, porque no suele haber ni moderación en las
intervenciones, ni moderador capaz de dirigir la discusión. Rara vez se concluye, vota
o decide nada de importancia, dejando en el aire una sensación de frustración. Nos
cuesta manifestar o aceptar opiniones divergentes, establecer discusiones
constructivas, llegar a acuerdos. Para no molestar y acabar cuanto antes, o bien por
miedos inconfesables, muchos se guardan de opinar. Otros hablan en cifra y hay que
saber latín para adivinar la intención de su charla. Así no se cultiva la vida democrática
en los centros de enseñanza. La ley del más fuerte termina por prevalecer y se incurre
en el “delito de silencio” que Federico Mayor Zaragoza denuncia en un reciente
manifiesto. Participar no es solo un derecho, también es una obligación de quienes
quieran pertenecer a una ciudadanía viva.

“La educación es el medio más adecuado para garantizar el ejercicio de la ciudadanía


democrática, responsable, libre y crítica, que resulta indispensable para la constitución
de sociedades avanzadas, dinámicas y justas.” Estas palabras aparecen en el
preámbulo de la Ley de Educación. Pero ¿dónde está la verdadera democracia, la
cotidiana, la de los ciudadanos? Las reuniones desastrosas no solo son una molestia y
una pérdida de tiempo, también son un pésimo ejemplo educativo y socavan los
cimientos de esa sociedad libre que muchos anhelamos. Los grandes valores no se
sostienen exclusivamente con declaraciones. Necesitan construirse día a día, a través
de la responsabilidad y de la cooperación, a través de los pequeños detalles de buena
educación que articulan la convivencia. En este proceso, todos los centros educativos,
desde la escuela a la universidad, podrían desempeñar un papel crucial.

Periódico Escuela
14 de abril de 2011

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