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Un empate largo

Crónica de un viaje a Traslasierra

Por Sebastián Zírpolo


Para llegar a Mina Clavero manejé 900 kilómetros en 12 horas. Podría haber
tardado menos, pero tomé el camino largo, take the long way home porque el viaje-
viaje, está en la conducción, en la ruta. El destino es circunstancia, una sugerencia de
Google. La autopista Buenos Aires - Córdoba cerraba un paquete de 8 horas sin riesgo
de activación de airbags, un diferencial muy apreciado por aquellos que no quieren salir
en los alertas de tránsito pero que a mi, lo que es a mi, como dicen las chicas bien que
integran el perfil de consumidor de autopistas, por lo europeo de estar yendo todos para
el mismo lado, a mí, decía, me aburre, como le pasa a un melómano con los grandes
éxitos. No hay riesgos, no pasa nada en las autopistas. Los camioneros son brasileros,
en las autopistas, y los brasileros ya sabemos. En las rutas, en cambio, hay perros
errantes, cementerios sobre la banquina, hay Casablanca cabaret, simplemente
diferente. Hay árboles para la Difunta Correa y para que Fernandito Pomar esconda a la
familia. Tomé la ruta 8 hasta Río Cuarto y de ahí la 30, crucé a San Luis, pasé por
Merlo, y ahora estoy en Córdoba trazando el esquema de perdedores y ganadores de
esta jornada inaugural en la que triunfaron los teóricos del derrame económico, por las
propinas a mozos y playeros, los derramados que me asistieron en el recorrido, tres
consorcios multinacionales - telefonía celular, concesionarios de rutas, petroleras – y
algunos espacios cuentapropistas sobre los que ya volveremos. En la mano de regreso,
perdieron los contribuyentes pobres, que entregan sus impuestos para que el Estado
subsidie a concesionarias viales que mantienen, mal, caminos que ellos nunca
transitarán, y perdió pachamama, en esta jornada de conducción al sol, una liebre y un
cuis que pisé con el auto, alimentos para sapos, y oxígeno. El balance para mi, el
derramando, llegará con el punto final de documento de mi paso por Traslasierra y para
contestar la duda que tenía desde que salí, ¿a dónde voy?, decisión que dejé para
resolver en la bifurcación de la ruta 8, donde opté por la cabaña que ya le había
reservado a Haydee, la dueña, que me dijo hace unos días que me esperaba, que me
estaba esperando.

Ir a donde te esperan. Es un buen comienzo para viajar.

Al mediodía frené en una comedor de ruta, el Kiosco Parrilla “La Princesita”, un


espacio que emplazado en cualquier conurbano no hubiera merecido ni un reojo, pero
como estaba en el medio del campo uno, que es un romántico, que se leyó toda la
literatura gauchesca de mediados del siglo XX, que puede recitar sin que nadie se lo
pida, como ahora que nadie me lo pide, aquí me pongo a cantar, al compás de la
vigüela, que al hombre que lo desvela una pena estraordinaria como el ave solitaria
con el cantar se consuela, que se compró, uno, la historia del paisano un poco vago, un
poco cruel y la china, que es fácil la china ahí en el cañaveral, frena uno a ver cuánto de
Atahualpa hay en el comedor de La Princesita y abre uno la puerta de hierro, que tiene
una hoja A4 blanca con letras rojas impresas en computadora, y entre el vidrio y el
mensaje, mosquitos muertos, y piensa uno en Molina Campos y mira aquella calamidad
que se le presenta ahora y no piensa nada más.

La Princesita es un rectángulo de veinte por cinco con ocho mesas y sillas de


caño de color negro y una parrilla de buen tiraje en el fondo. Sobre uno de los lados se
abre una ventana que justifica el marco conceptual de kiosco del emprendimiento. Al
lado una puerta comunica a la cocina y a su lado, un televisor de 21 pulgadas
sintonizado en volumen alto en canal 13. Debajo del equipo hay tres carteles juntos,
escritos a mano, dos que prohiben fumar, y otro que nos cuenta que ese es un lugar libre
de humo, una forma macanuda de reforzar lo normativo de los otros dos. Hay dos mesas
ocupadas. En una de ellas dos pibes miran la tele y en la otra una pareja juega con el 3G
del celular. El parrillero, un panzón prolijo, vestido de jogging y mocasines de gamuza
marrón, mira la carne asada, y yo los miro a todos. Seis personas y sólo dos atentos al
televisor: teléfono Chueco. Mi camarera me ofrece costeleta o asado. Le pregunto si la
costeleta es un bife y me dice que la vaca es la misma acá o en Buenos Aires, que no
sabe cómo le dicen ustedes porque yo no fui nunca, pero que acá se le dice costeleta y
se hace a la plancha, vuelta y vuelta. Pienso cuántas guerras habrán nacido por
diferencias semánticas y por no saber decir no sé. Elijo el asado, que es la única
nomenclatura gastronómica que compartimos este mediodía y que es lo que nos
reconoce a la princesita – supongo que es ella, pero como una burla cruel – y a mí como
argentinos nacidos o por opción. Caparrós recorrió medio país y escribió un libro para
averiguar qué es ser argentino y yo lo supe en Arias, después de cinco horas de viaje.
Mientras espero, miro el mapa rutero a ver si me decido con el destino final. Al rato se
me acerca el parrillero.
- Que conversado está ese mapa ¿A donde va?
-La verdad que no sé.

Me miró medio torcido, como me miran mucho últimamente, me convidó un


poco de asado y se sentó en la mesa del fondo a hacer la Claringrilla, la Wikipedia de la
clase media obrera argentina. Cuando salgo leo un pasacalle blanco con letras rojas: 2do
Encuentro de Mujeres Radicales Venadenses.

Haydee es una mujer muy amable que alquila las cabañas de Mina Clavero y que
no tiene tonada, lo cual agrega valor a mi descanso porque me libera del odio interno
que le tengo al cantito cordobés, por artificial y separatista. Una vez me contaron o soñé
una profecía que asegura que en 2012 todo el territorio argentino se va a inundar y que
sólo va a sobrevivir Córdoba. Desde ese día me imagino a los cordobeses con fusiles en
los botes pidiendo tonada a quien quiera ir por un espacio libre de agua. Supongo ahora,
más tranquilo, que gente como Haydee, que es cordobesa, puede ser el bug que nos
franquee el paso a los podamos subirnos a los lanchones. Haydee tiene 60 y algo de
años bien llevados. Pelo rubio abundante y corto, estatura promedio nacional femenina
de uno sesenta y dos. Habla mucho y a una velocidad que contrasta con el poco apuro
del ambiente. Se instaló en Mina Clavero hace siete años cuando su marido dejó de
recorrer el país vendiendo cosechadoras y tiene tres cabañas, pero necesita, dice, dos
más para que el negocio sea rentable. En los 20 minutos que crucé palabras con ella me
habló mal de Kirchner, de su esposa, de Moyano, que la quiere toda para él, me dijo,
sin aclarar si hablaba de plata o de Cristina o de los dos, me preguntó cómo era salir de
mi casa en Buenos Aires sin saber si iba a volver, aunque ya debes estar acostumbrado,
se contestó sin darme la chance de decirle que ella, que vos, Haydee, te podés morir en
este instante, también, me dijo, como me dicen todos cuando lleno la tarjeta de huésped
ah sos periodista y me preguntó si conozco a un productor de Cadena 3 que cubre la
temporada del pueblo en el verano y yo que no, que no lo conozco, que hay sequía, que
mejor venir en febrero acá porque en enero los pibes andan mamaos, atención con el
término para cuando los botes, que en su época la juventud no tomaba tanto, y que vaya
a comer a Lo de Jorge, que diga que voy de parte de ella, una recomendación a primera
vista amable pero al que le puso tanta pasión que me hizo sospechar de su arreglo para
que ella y su marido cosechen con mi desembolso una cenita gratis y está bien, pensé,
todos buscamos acomodarnos, y pensé en no ir pero pensé, después, que voy a ir pero
para hacerle la guerra, a pedirle más pan y más hielo, esas cosas que perturban tanto al
gremio, voy a pedir que le bajen a la tele, que me prendan el aire, la clave del wi fi, y
voy a volver, y voy contar todo para que ustedes no vayan a Lo de Jorge, para que no
caigan en la trampa de esta señora amorosa y calculadora que si viviera en Venado
Tuerto iría esta noche al segundo encuentro de mujeres radicales.

Escribí toda la mañana y después fui al súper. El fiambrero se me enamoró. Me


miró fijo, con unos ojos negros alocados, abiertos, abrió un poco la boca, como
sorprendido, como lascivo, calentón el fiambrero, y me sostuvo la mirada.. Se parece al
Joaquin Phoenix, el actor que hace de César en Gladiador, pero con la desgracia
cronológica de cortar cocido en vez de pescuezos. Mi emperador del queso de máquina
me sigue por las góndolas. Me lo cruzo en zonas alejadas de su querencia de embutidos
y se hace, mientras me mira sin disimulo, el que acomoda las bolsas de azúcar. Yo visto
zapatillas sin medias, bermuda azul, remera gris y una gorra negra con visera que me
queda canchera, un look muy probado que esta vez salió mal. Nada personal César, pero
yo venía por más, venía por la repositora de perfumería. Quería que me contemple a
contraluz de los ventanales que recortan mi silueta y que tiemble como ante una
revelación, o ante dos. Que me mire caminando sin tocar el piso, que desee para sí mi
andar sin destino, que me quiera poseer, alambrar mi nostalgia, y que me cruce en los
fondos del mercado, que me pida escapémonos y que yo la acaricie, nunca me
entenderás, Ana, ponele Ana, flaquita, postergada, y que a la noche transpire fiebre en
su ajuar, que Ana no duerma y salga a la calle, que se arrodille en la tierra de su calle de
tierra y que grite mi nombre pero que no le salga, que sienta un ahogo mudo, de muerte
inminente, que no pueda recordar mi rostro, y que escupa ruidos de inframundos, que
sufra por mí, por ella, por el hijo autista que la postró en este pueblo de luces blancas,
sórdido hasta en los lujos, como Ana, ahora, que llora porque yo esté tan lejos, porque
nunca fui de ella, ni de nadie. Algo así. Ahora, en cambio, tengo a un romano esperando
a su gladiador del otro lado de la línea de cajas. Sueña, César, mientras embolsa mi
compra en silencio, con la conquista del Motel Ruta 8. Baja la cabeza, no habla, está
jugado el fiambrero, volcó, se le taparon los agujeros al queso gruyere. La cajera lo mira
raro, está fuera de zona y está a punto de quedar en offside. Cuando me voy pasa por al
lado mío y me desea suerte.

El problema es que los cordobeses no descubrieron Coldplay. Tienen pueblos de


montaña, como este, y lo llenan de comedores iluminados con lámparas de bajo
consumo y sillas de caño de color negro, de locales de venta productos regionales de
plástico y de camisetas que dicen grande ei culeao, sobre una avenida principal, para
coronar el pobre futuro que le espera a este poblado, que tiene el nombre de un corredor
de rally, Jorge Recalde, un hombre que llevó a fondo el arte de los rebajes y de las
curvas y contracurvas. Y lo hizo muy bien, porque Mitre y San Martín, en Mina
Clavero, son paralelas. Tiene solo dos cajeros automáticos, de red Link, que es el de los
empleados públicos y los beneficiarios de planes sociales, y un Casino donde los
paisanos regalan en las ruletas de Cristobal López todo lo que dejaron de pagar con la
125. Hay que verlos perdiendo sin pasión, masticando acullico, panzones, hombres
todos, hasta las mujeres, saltando de mesa en mesa, tirando treinta euros por mano,
mecánicos, adustos, los zombies del negro el 17 y con una gran habilidad para no
bruxar, como hago yo cuando la bolita se pone a saltar entre los números. El estrés tuvo
su recompensa porque gané 140 pesos jugando a chance, para terminar con la
mariconada de apostar de a dos pesos, que pagaron las cenas que llevo hasta ahora en
esta aldea musical que pasa, en las radios, del cuarteto a compilados de chill out que
atrasan cinco años. El único pueblo cordobés que propone más o menos es Villa
General Belgrano y su anexo slow La Cumbrecita, pero la mezcla de lo germano con la
subcultura de ir a sentar el culo en el arroyo ha dejado poco espacio para los que nos
acostumbramos a comer con luces bajas y sofás y pedimos gaseosas de dieta.

La rosca política de Mina Clavero se cocina en el restaurante Mi Lugar, un


lamento el nombre, que está en una calle alejada del centro. A primera vista uno podría
pensar en el bar del hotel Coronado, pero no, es demasiado social, luminoso, tiene
mesas en la vereda y tiene, sobre todo, muchas mujeres. Coronado es el punto de
encuentro de los comerciantes prósperos y los municipales de carrera, a donde irán a
parar sus hijos dentro de unos años si no chocan la carretilla, que mientras tanto toman
fernet en Anastasia, el que está decorado con lucecitas de navidad, donde también se
consigue merca, como sabemos todos acá. Pero la rosca siempre está en restaurantes
caros, en las mesas pegadas a la barra, si el dueño participa del enjambre, o en el fondo
y siempre hay hombres. Mi Lugar sobresale del promedio Osram de Mina Clavero pero
no deja de ser un cliché estilo country. Mucha herradura, roble patinado, adornos
artesanales de flores secas y cortinas terracotas con volados terminados en crochet. Muy
Martha Stewart, con un uso correcto del cubrecanal, una ventaja competitiva no muy
difundida en este cuadrante satelital. Prolijo hasta en los descuidos, como la manguera
verde y blanca sin uso que cruza los fondos del restaurante, una manera de mostrar que
cubren en un solo movimiento todo el amperímetro de atenciones posibles, que van
desde el ojo de bife hasta el espectáculo recreativo del pasto, que es tan sano comer
viendo plantas, encontró, el dueño, un porteño petisito de mirada zumbona, los detalles
para que Mi Lugar sea privado para los hombres de los asuntos públicos, empezando
por la sutileza de que sólo se paga en efectivo. Este mediodía en Mi Lugar hay cuatro
hombres sentados de frente, en la mesa contra el ventanal que da a los jardines. Toman
de dos botellas de vino tinto Los Arboles y atienden varios platos de entradas. En el
estacionamiento los esperan cuatro autos cero kilómetro: una Ford Kugga, dos Bora y
una Chevrolet Blazer. Los cuatro me miran cuando me siento mesa de por medio con mi
gorra Montagne negra y mi libro de Philip Roth Cuando ella era buena, que compré
anoche caminando por el centro. Los saludo, me saludan y se miran y los miro, les
saqué la ficha y ellos lo saben. Los funcionarios son los dos que se sentaron de frente a
la puerta de entrada, porque es la ubicación que les permite levantar y bajar la voz
oteando antes el panorama del salón. Son los más viejos, tienen 60 largos. Los otros dos
parecen inversores, y como perdieron el dominio de la escena, hablaron bajo todo el
almuerzo. Son los que manejan los Bora. Se habló mucho de negocios, utilizando, como
si fuéramos la nubecita de tags de los sitios de Internet, porque no pudimos captar las
medias voces para construir oraciones enteras, las palabras frenar, guita, obra pública,
como en el 85, y boludo. No hace falta ser muy despierto para saber que al secretario de
obra pública de Mina Clavero lo estaban cocinando en caldo este mediodía en Mi
Lugar, por no apurar, eso lo sabemos nosotros nada más, los pliegos de las murallas que
salven a esta parte de Córdoba del diluvio que nos tapará a todos, como dice la profecía
o el sueño, y que nos encontrará donde nos encuentran siempre las desgracias públicas
de consecuencias privadas. En el medio.

Me perdí con el auto por un camino de ripio que baja la montaña. Encontré un
arroyo con pasto a los costados y sombra de árboles. Me bajé con la computadora y una
manzana y me senté a escribir. Al rato pasó una camioneta blanca con turistas. Frenó y
el guía me gritó, sin bajarse, ¿que estás leyendo? Estoy escribiendo, le contesté. Miró
hacia el fondo de la combi y ajustó mi declaración para conformar a sus guiados, que
venían apostando desde que me vieron desde lo alto del camino: dice que está jugando.
No estaría mal como interpretación, si no fuera esta una manera de calmar la desgracia y
el privilegio de tener para todos, para vos también, Clavero Travel, que sabés el nombre
de todos los cerros, los picos y las paredes de Traslasierra pero que nunca viste una
montaña como esta que ves ahora, yo, que con mi MSI U100 si quiero te ilumino y si
quiero te hago nieve eterna, que tengo para vos también esta mirada de pasajero
intranquilo, y que puedo escribir, si quiero, y quiero, que sólo en una provincia fabulera
como Córdoba un puñado de sierras pueden llamarse Altas Cumbres, porque si traes un
mendocino acá se descompone, cordobés, en serio, no podés chapear mil doscientos
metros sobre el nivel del mar cuando a trescientos kilómetros tenemos la montaña más
alta de América. Es como si un guaso del departamento de Guaymallén viniera a
contarles cuentos que leyó en La Hortensia. Mal no les salió, igual, porque sus sierras se
llaman Altas Cumbres en los manuales de geografía, y los mendocinos, que son
mansitos, se quedaron con la mentira de la ruta del vino cuando todos sabemos que los
mejores tintos de la zona son los chilenos, y que los cambios de temperatura están
arruinando los viñedos de Mendoza y que el futuro del vino argentino está en Neuquén,
que nunca fue radical, como ustedes, como los cordobeses.

Trepo ahora el camino de las Altas Cumbres. Altas, las cumbres. Si pudiera
transformar estas líneas en algo visible, si pudiera ponerle 3D a mis palabras, las querría
así, toscas, magníficas. Un mojón a trepar. Una amenaza de sombra. Yo quiero eso para
mí, quiero tener prestigio, ser reconocido. Escribo para eso, para que admiren mi
inmensidad aún cuando haya montañas más altas que nunca voy a alcanzar. Ser, con
todas mis limitaciones, mi alta cumbre. Nunca me destaqué en nada pero amasé, en todo
caso, en secreto, una mirada sensible sobre las incertidumbres que me rodean. Ahora
que me animo a ponerlo en palabras, quiero ser objeto de deseo intelectual. Quiero ser
parte de una corriente, no, mejor, quiero inaugurar una corriente de escritores que
representen no sé qué búsqueda ideológica de mi generación para que cuando me
pregunten cómo me siento con eso yo les pueda decir que no, que yo no soy parte de
nada, que escribo pensando en mí, para calmar las voces que escucho, que no soy
deudor de nadie y menos de mi generación, porque yo, cuando escribía y no era nadie,
estaba sentado en mi sillón rojo y estaba solo y las voces me hablaban a mí y a nadie
más. Que no sé que es una generación, eso quiero decir. Quiero que la academia me
desprecie, que le pregunten a Alan Pauls por mi obra y que diga que no me conoce, pero
que me conozca, y si puede ser, que me odie un poco. Quiero ser una molestia. Quiero
ser un cronista de época, uno bueno. Que digan de mí, una molestia de época. Y yo
decirles que no, que no sé de lo que me hablan, y ser sincero. Que me den, en los
cócteles de la editorial, el abrazo del campeón, qué hacés campeón, pero yo saber que
no gané nada, porque escribir es perder, si escribis es porque perdiste. Perdiste, es
hermoso, disfrutalo. Pero ellos no lo saben, no lo van a saber. Me van a admirar. Y si no
pasa nada de esto, es una posibilidad, habrá otras devoluciones que compensen la
derrota. La vida, en el mejor de los casos, es un empate largo.

Ahora me tengo que ir, tengo que volver a casa. Veo un cóndor muy arriba mío.
No es nada Estebitan, es un ave que atrae porque vuela solo y porque tiene esa cosa
morbosa de que si te resbalas y te rompes la cabeza es el que te limpia los huesos. No
pasa nada Esteban, en serio. Es un pájaro que vuelta alto porque quiere que lo miren.

Es lo que hacemos todos.

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