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EL DILEMA DEL PRISIONERO

Pepa y Pepe han cometido un grave delito (tráfico de drogas a gran


escala) y están en celdas separadas de los calabozos de la comisaría.
Sin embargo, el comisario Miranda tan sólo tiene pruebas para
acusarles de evasión de impuestos. Como es un tipo muy ingenioso,
decide negociar con ellos por separado: “Mira, sabemos que eres
responsable de tráfico de drogas, y te podrían caer 10 años de cárcel
por ello. Pero no tenemos pruebas de ello y sólo te hemos podido
detener por evasión de impuestos. Con el juez que te ha tocado, ese
delito suele implicar 3 años de condena. Hemos pensado en negociar
contigo, y hacerte un favor si colaboras con nosotros: en todos tus
delitos has tenido una pareja. Si le denuncias y le haces responsable
del tráfico de drogas, y ella (o él) permanece en silencio, cargaría
con toda la pena y tú podrías salir libre. Por el contrario, si tú te
callas y te delatan, cargaras tú con los 10 años de cárcel. Si los dos
permanecéis en silencio, cumpliréis condena por evasión de
impuestos (3 años de cárcel). Si los dos admitís el delito de tráfico de
drogas, os caerán 10 años a cada uno”. Pepa y Pepe se quedan
cavilando.

De todas las opciones que le ofrecen:

¿Cuál es la decisión racional?

¿Qué deberían hacer?


¿Qué podemos hacer si nos enfretamos al dilema del
prisionero?

Hace unas semanas, dejábamos a Pepa y Pepe en su celda, meditando qué


actitud tomar ante la propuesta del comisario. El caso es que los dos delincuentes
saben que a ambos se les ha hecho la misma oferta, y saben que la otra persona
actuará de un modo racional. Tan racional como ellos mismos. Recordemos las
opciones esenciales:

1. Confesar el delito: es una forma de traicionar al compañer@, qué duda cabe,


pero es la única forma de intentar salir libre. Claro que si la otra persona
también confiesa los dos delincuentes cumplirán la máxima pena (10 años de
prisión)
2. No confesar: es la forma de colaborar, encubrir el delito. En caso de que la
otra persona también colabore la pena será la mínima (3 años), pero si somos
traicionados, cumpliremos 10 años en la trena.

Veamos a continuación cuál es el posible razonamiento de cada uno de los presos.

¿Cuál es la solución racional para este dilema?

“Está claro que lo que más me conviene es confesar. La traición es la única manera
de tener la posibilidad de salir libre, que es lo mejor que me puede pasar. Con su
propuesta, el inspector me está animando a confesar. Todo esto tiene una pega: lo
que me ocurra depende de lo que elijan los demás. Si para mí lo más razonable es
traicionar, también lo es para mi compañer@ de correrías. Si confesamos los dos,
terminamos consiguiendo el peor resultado posible: ambos pringamos 10 años.
Quizás lo más razonable sea entonces no confesar, ayudar con mi silencio a que
ambos consigamos el mejor resultado posible para todos (sólo 3 años de cárcel). Lo
razonable es no traicionar, colaborar y ayudar. Debemos ayudarnos entre nosotros y
conseguir así lo mejor para los dos. Pero si yo no confieso, lo más razonable para la
otra persona es confesar: me traiciona, se aprovecha de mi buena disposición, pero
consigue salir libre, mientras yo me pudro diez años en la cárcel. Este inspector es un
indeseable. Con su propuesta me hace depender de terceros, no sé lo que ellos van
a hacer y no consigo encontrar una solución…¿Puede ser que no exista una solución
razonable a la endemoniada propuesta?”

Algo parecido a lo anterior les podría pasar por la cabeza a cada uno de los
participantes en una situación estratégica como la que aparece en el dilema del
prisionero. Como vemos, las cosas varían mucho si enfocamos el asunto desde un
punto de vista puramente individual o desde el punto de vista “social”, común. Si
pienso sólo en mí, interesa traicionar, pero si todos lo hacemos salimos muy mal
parados. Por el bien de todos es mejor no traicionar, pero entonces el interés
individual me aconseja traicionar. El círculo vicioso nos tortura y no parece posible
encontrar una opción sobre la que pueda sentarse la razón. Una opción estable y
equilibrada. Esta fue precisamente una de las aportaciones de J.F. Nash: hay una
solución en equilibrio, en la que todos consiguen su mejor resultado, no
individualmente, sino como colectivo. Esta solución es, evidentemente, guardar
silencio, renunciar a la mejor solución individual para que todos puedan disfrutar de
una situación de equlibrio, favorable para todos. Gracias a la colaboración con los
demás, podemos conseguir el 2º mejor resultado, lo cual no está nada mal. Estas
son las soluciones del dilema, y esta la solución sugerida desde la economía. En
próximas anotaciones comentaremos las consecuencias filosóficas de todo esto.

Sobre la influencia de los sentimientos en nuestras decisiones morales ·

Nuestro prolijo análisis del dilema del prisionero da


hoy un paso más. La teoría de juegos suele partir del
presupuesto esencial de la racionalidad. Si nos
enfretamos a una situación como la del dilema del
prisionero se suele advertir a cada uno de los jugadores:
toma la decisión más racional teniendo en cuenta que tu
compañero de juego también es racional. Es decir: ambos
sois racionales y ambos sabéis que lo sois y que vais a
actuar en consecuencia. En este presupuesto está una de
las claves del asunto, ya que, en realidad, el dilema del
prisionero incluye toda una teoría de la racionalidad
humana. El problema es que el resultado del dilema puede variar no en función de la
razón, sino de los sentimientos o las pasiones. Supongamos que alguien se enfrenta
al dilema del prisionero, pero su compañero de viaje es en esta ocasión su pareja, su
mejor amigo, su hijo, su padre o su madre. Es decir: ¿qué ocurriría si hubiera una
relación afectiva de amistad/cariño/amor/odio/enfado/enfrentamiento entre los
participantes del dilema del prisionero?

En principio, parece clara una cosa: la disposición a la colaboración sería mucho


más clara. No es lo mismo traicionar o dejar de ayudar a un desconocido que hacerlo
con cualquier otra persona a la que conozcamos. Y si además de conocer a esa
persona hay una relación afectiva del tipo que sea, la obligación de la colaboración
parece aún más fuerte. ¿Es esto racional? ¿Es simplemente la herencia genética de
las familias, tribus, castas o clases sociales en las que se han organizado los
homínidos desde hace milenios o existe algún fundamento racional para ello?
¿Puede el dilema del prisionero dar una explicación de este tipo de comportamiento?
Por muy aficionado que sea uno a la teoría de juegos y al dilema del prisionero con
todas sus variantes, no es fácil explicar desde su instrumental teórico el por qué la
colaboración es una estrategia dominante con nuestros familiares y amigos y no lo
es con la misma intensidad con el resto de personas. Pensémoslo al revés: cuando se
enquista el odio y el enfrentamiento se pueden generalizar actitudes que desde el
dilema del prisionero no pueden recibir más calificación que la de irracional.

¿Era racional la carrera armamentística de la guerra fría? Puede que los especialistas
digan que sí. ¿Es racional que un proceso de divorcio se caracterice por una escalada
de insultos, amenazas, juego sucio y chantajes? El caso es que los sentimientos
introducen una distorsión nada despreciable en la racionalidad asociada al dilema del
prisionero y en las estrategias resultantes, de manera que las predisposiciones a la
colaboración o a la traición aumentan y disminuyen. Curiosamente, el ser humano
tiene la fea y mala costumbre de tener en cuenta razones, pasiones y sentimientos,
por lo que parece que, a este respecto, el dilema del prisionero no basta para
explicarnos las decisiones y acciones humanas. A no ser que introduzcamos un
análisis de los sentimientos humanos y de su relación con las acciones morales.
Habría que ver, por ejemplo, cómo afecta a la “matriz de pagos” cada uno de los
sentimientos, y tratar de actuar en consecuencia. “Cálculo moral” que todos
hacemos de alguna manera, sin basarnos en matemáticas y probabilidades. Más bien
dejándonos llevar por nuestra experiencia e intuición. Sabiendo en todo momento,
eso sí, que los sentimientos juegan un papel protagonista en la vida moral del ser
humano, en su forma de vivir y actuar.

Cómo del egoísmo puede derivarse el comportamiento moral · Filosofía


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Tras haber planteado el dilema del prisionero y haber expuesto sus principales
soluciones, ha llegado el momento de comenzar a extraer sus consecuencias
filosóficas. Es evidente que el dilema nos presenta al ser humano interactuando,
por lo que las consecuencias han de ser fundamentalmente prácticas. En el terreno
de la ética, una de las eternas preguntas es ¿por qué hacer el bien?. Está ya en
Platón (algo de esto aparece en el mito de Giges) y reaparece a lo largo de la historia
de la reflexión moral bajo las más diversas formas. El caso es que gracias al dilema
del prisionero podemos encontrar una solución bien sencilla, que no se va por las
ramas ni necesita apelar a la conciencia o al deber moral. Es la propuesta que ha
señalado David Gauthier en más de una obra: si somos egoístas, es decir, si miramos
únicamente por nuestro propio interés, debemos tener un comportamiento moral.
¿Cómo es posible solventar esta aparente contradicción?
Una de las enseñanzas del dilema del prisionero es precisamente esta: cuando todos
buscamos el interés del grupo, salimos mejor parados que cuando cada uno busca
individualmente su mejor resultado. Expresado de otra manera: la mejor forma de
conseguir lo mejor para cada uno es realizar la acción que realiza lo mejor para
todos. La moral compensa, es un buen negocio. Basta fijarse en los posibles
resultados y soluciones para darse cuenta. El problema, evidentemente, es que lo
más normal es que no “juguemos” el dilema del priosionero una sola vez. Por el
contrario, existen multiplicidad de contextos sociales en los que interactuamos con
las mismas personas de una forma continuada: la comunidad de vecinos, el lugar de
trabajo, los amigos, la familia… En todos estos casos hay muchas situaciones
estratégicas, asimilables al dilema del prisionero: colaborar en las tareas vecinales,
estar dispuesto a echar una mano en el trabajo… Colaboramos porque es lo mejor
para todos y esperando que cuando nosotros necesitemos la ayuda también estarán
dispuestos a hacerlo.

El comportamiento moral, entonces, crea una especie de “flujo de la reciprocidad“:


estamos dispuesto a “ser buenos” con los que son buenos con nosotros, mientras que
basta que alguien nos traicione un número variable de veces para que le pasemos
a la lista negra. El que no colabora se convierte en alguien que “no es de fiar”
dentro de un grupo de colaboradores natos. Se trata de una visión tan realista
como descarnada de la moral, que se limita al acuerdo (de ahí el título de Gauthier,
La moral por acuerdo) de un grupo que toma conciencia de las ventajas del
comportamiento moral. Dado que el hombre no puede vivir aislado, obtiene un
mejor resultado de la vida en común cooperando con los demás que montándose la
guerra por su cuenta. El dilema del prisionero no puede ser más revelador: lo que
creíamos que era un comportamiento altruista es en realidad un modo más de ser
egoísta, de conseguir que otros colaboren con nosotros. La buena persona es el
“egoísta inteligente”. Adoptando una expresión kantiana el comportamiento moral
sería la moneda común de aquel que vive con aquellos “a los que no puede soportar,
pero de los que tampoco puede prescindir”. Interesante, sugerente y provocador, ¿o
no?
Este es el ejemplo mas famoso de las situaciones en la que los equilibrios
competitivos pueden llevar a resultados ineficientes. El dilema del prisionero ilustra
la situación que se presenta en los cárteles. En un cártel, las empresas coalicionan
(hacen un acuerdo) para reducir su producción y así poder aumentar el precio. Sin
embargo, cada empresa tiene incentivos para producir mas de lo que fijaba el
acuerdo y de este modo obtener mayores beneficios. Sin embargo, si cada una de
las firmas hace lo mismo, el precio va a disminuir, lo que resultará en menores
beneficios para cada una de las firmas. La misma estructura de interacciones
caracteriza el problema de la provisión de bienes públicos (problema del free rider),
y del pago voluntario de impuestos.

El equilibrio de Nash es menos restrictivo que el equilibrio de estrategias óptimas.

CONCLUSIÓN

-La posibilidad de una negociación cooperativa entre un sindicato de empleados del


estado y el gobierno existe cuando los jugadores saben que ese no será el único
encuentro.
-Las posturas extremas aparecen cuando los dirigentes no ven una continuidad en el
tiempo y entonces adoptan estrategias que apuntan a obtener la mayor utilidad posible.
Sólo en este supuesto la utilidad que reportan actitudes egoístas es mayor.
-Las estrategias conciliadoras aparecen deseables en el momento en que los jugadores
toman conciencia de que ese no es el único juego posible.

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