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“Está claro que lo que más me conviene es confesar. La traición es la única manera
de tener la posibilidad de salir libre, que es lo mejor que me puede pasar. Con su
propuesta, el inspector me está animando a confesar. Todo esto tiene una pega: lo
que me ocurra depende de lo que elijan los demás. Si para mí lo más razonable es
traicionar, también lo es para mi compañer@ de correrías. Si confesamos los dos,
terminamos consiguiendo el peor resultado posible: ambos pringamos 10 años.
Quizás lo más razonable sea entonces no confesar, ayudar con mi silencio a que
ambos consigamos el mejor resultado posible para todos (sólo 3 años de cárcel). Lo
razonable es no traicionar, colaborar y ayudar. Debemos ayudarnos entre nosotros y
conseguir así lo mejor para los dos. Pero si yo no confieso, lo más razonable para la
otra persona es confesar: me traiciona, se aprovecha de mi buena disposición, pero
consigue salir libre, mientras yo me pudro diez años en la cárcel. Este inspector es un
indeseable. Con su propuesta me hace depender de terceros, no sé lo que ellos van
a hacer y no consigo encontrar una solución…¿Puede ser que no exista una solución
razonable a la endemoniada propuesta?”
Algo parecido a lo anterior les podría pasar por la cabeza a cada uno de los
participantes en una situación estratégica como la que aparece en el dilema del
prisionero. Como vemos, las cosas varían mucho si enfocamos el asunto desde un
punto de vista puramente individual o desde el punto de vista “social”, común. Si
pienso sólo en mí, interesa traicionar, pero si todos lo hacemos salimos muy mal
parados. Por el bien de todos es mejor no traicionar, pero entonces el interés
individual me aconseja traicionar. El círculo vicioso nos tortura y no parece posible
encontrar una opción sobre la que pueda sentarse la razón. Una opción estable y
equilibrada. Esta fue precisamente una de las aportaciones de J.F. Nash: hay una
solución en equilibrio, en la que todos consiguen su mejor resultado, no
individualmente, sino como colectivo. Esta solución es, evidentemente, guardar
silencio, renunciar a la mejor solución individual para que todos puedan disfrutar de
una situación de equlibrio, favorable para todos. Gracias a la colaboración con los
demás, podemos conseguir el 2º mejor resultado, lo cual no está nada mal. Estas
son las soluciones del dilema, y esta la solución sugerida desde la economía. En
próximas anotaciones comentaremos las consecuencias filosóficas de todo esto.
¿Era racional la carrera armamentística de la guerra fría? Puede que los especialistas
digan que sí. ¿Es racional que un proceso de divorcio se caracterice por una escalada
de insultos, amenazas, juego sucio y chantajes? El caso es que los sentimientos
introducen una distorsión nada despreciable en la racionalidad asociada al dilema del
prisionero y en las estrategias resultantes, de manera que las predisposiciones a la
colaboración o a la traición aumentan y disminuyen. Curiosamente, el ser humano
tiene la fea y mala costumbre de tener en cuenta razones, pasiones y sentimientos,
por lo que parece que, a este respecto, el dilema del prisionero no basta para
explicarnos las decisiones y acciones humanas. A no ser que introduzcamos un
análisis de los sentimientos humanos y de su relación con las acciones morales.
Habría que ver, por ejemplo, cómo afecta a la “matriz de pagos” cada uno de los
sentimientos, y tratar de actuar en consecuencia. “Cálculo moral” que todos
hacemos de alguna manera, sin basarnos en matemáticas y probabilidades. Más bien
dejándonos llevar por nuestra experiencia e intuición. Sabiendo en todo momento,
eso sí, que los sentimientos juegan un papel protagonista en la vida moral del ser
humano, en su forma de vivir y actuar.
Tras haber planteado el dilema del prisionero y haber expuesto sus principales
soluciones, ha llegado el momento de comenzar a extraer sus consecuencias
filosóficas. Es evidente que el dilema nos presenta al ser humano interactuando,
por lo que las consecuencias han de ser fundamentalmente prácticas. En el terreno
de la ética, una de las eternas preguntas es ¿por qué hacer el bien?. Está ya en
Platón (algo de esto aparece en el mito de Giges) y reaparece a lo largo de la historia
de la reflexión moral bajo las más diversas formas. El caso es que gracias al dilema
del prisionero podemos encontrar una solución bien sencilla, que no se va por las
ramas ni necesita apelar a la conciencia o al deber moral. Es la propuesta que ha
señalado David Gauthier en más de una obra: si somos egoístas, es decir, si miramos
únicamente por nuestro propio interés, debemos tener un comportamiento moral.
¿Cómo es posible solventar esta aparente contradicción?
Una de las enseñanzas del dilema del prisionero es precisamente esta: cuando todos
buscamos el interés del grupo, salimos mejor parados que cuando cada uno busca
individualmente su mejor resultado. Expresado de otra manera: la mejor forma de
conseguir lo mejor para cada uno es realizar la acción que realiza lo mejor para
todos. La moral compensa, es un buen negocio. Basta fijarse en los posibles
resultados y soluciones para darse cuenta. El problema, evidentemente, es que lo
más normal es que no “juguemos” el dilema del priosionero una sola vez. Por el
contrario, existen multiplicidad de contextos sociales en los que interactuamos con
las mismas personas de una forma continuada: la comunidad de vecinos, el lugar de
trabajo, los amigos, la familia… En todos estos casos hay muchas situaciones
estratégicas, asimilables al dilema del prisionero: colaborar en las tareas vecinales,
estar dispuesto a echar una mano en el trabajo… Colaboramos porque es lo mejor
para todos y esperando que cuando nosotros necesitemos la ayuda también estarán
dispuestos a hacerlo.
CONCLUSIÓN