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Nuestro asunto no es aquí el de tratar de la ilusión empírica (v. g. de la óptica)


que se produce en el uso empírico de reglas del entendimiento -que por lo demás son
exactas- ilusión por la cual el juicio es seducido por influjo de la imaginación; sino que
hemos de tratar tan sólo de la ilusión transcendental, que penetra en principios, cuyo uso
no es ni siquiera establecido en la experiencia, caso en el cual tendríamos al menos una
piedra de toque de su exactitud, sino que nos conduce, contra todos los avisos de la
crítica, allende el uso empírico de las categorías y nos entretiene con el espejismo de
una amplificación del entendimiento puro. Vamos a llamar inmanentes los principios,
cuya aplicación se contiene del todo en los límites de la experiencia posible; y
transcendentes, los principios destinados a pasar por encima de esos límites. Entre estos
últimos, empero, no cuento el uso transcendental o mal uso de las categorías, el cual es
sólo una falta del Juicio, insuficientemente frenado por la crítica, y no bastante atento a
los límites del territorio en el cual tan sólo le es permitido moverse al entendimiento
puro. Sólo considero transcendentes ciertos principios reales que nos piden que
echemos abajo los cercados todos y pasemos a otro territorio, completamente nuevo, en
donde ninguna demarcación es conocida. Por lo tanto, no es lo mismo transcendental
que transcendente.

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Puede decirse que el objeto de una mera idea transcendental es algo de que no
se tiene concepto, aun cuando dicha idea ha sido producida necesariamente en la razón,
según sus leyes originarias. Pues en realidad, de un objeto que debe ser adecuado a la
exigencia de la razón no es posible ningún concepto del entendimiento, es decir un
concepto que pueda ser mostrado en una experiencia posible y hecho intuible en ella.
Mejor y menos expuesta a malas inteligencias sería la expresión que dijera: que
nosotros no podemos tener del objeto, que corresponde a una idea, ningún
conocimiento, aunque sí un concepto problemático.
Ahora bien, por lo menos la realidad transcendental (subjetiva) de los
conceptos puros de la razón se, funda en que, por un raciocinio necesario, somos
conducidos a esas ideas. Así pues, habrá raciocinios que no contengan premisas
empíricas y por medio de los cuales de algo que conocemos inferimos alguna otra cosa,
de que no tenemos ningún concepto, y a la cual, sin embargo, por una ilusión inevitable,
damos realidad objetiva. Esos raciocinios, pues, por su resultado, merecen llamarse
más bien paralogismos que raciocinios; aun cuando por su advenimiento podrían muy
bien llevar este último nombre, pues no han sido fingidos ni han nacido casualmente,
sino que han sido originados en la naturaleza de la razón. Son sofismas no de los
hombres sino de la razón pura misma, de los cuales ni el más sabio de los hombres
podría desasirse; acaso podrá, después de mucho esfuerzo, evitar el error, pero de la
ilusión que sin cesar le obsede y engaña, no puede librarse nunca por completo.
De estos raciocinios dialécticos hay pues tres especies, tantas como son las
ideas a que conducen sus conclusiones. En el raciocinio de la primera clase, infiero del
concepto transcendental de sujeto, que no contiene nada múltiple, la absoluta unidad de
ese sujeto mismo, del cual, de esta manera, no tengo ningún concepto. A este raciocinio
dialecto le daré el nombre de paralogismo transcendental. La segunda clase de
raciocinios sofísticos está dispuesta sobre el concepto transcendental de la absoluta
totalidad de la serie de las condiciones, para un fenómeno en general dado; y de que
tengo siempre un concepto contradictorio de la incondicionada unidad sintética de la
serie, en una parte, infiero la exactitud de la unidad opuesta, de la cual, sin embargo, no
tengo ningún concepto. Al estado de la razón, en estos raciocinios dialécticos, daré el
nombre de antinomia de la razón pura. Por último, en la tercera especie de raciocinios
sofísticos, infiero de la totalidad de las condiciones para pensar objetos en general, en
cuanto pueden serme dados, la absoluta unidad sintética de todas las condiciones de la
posibilidad de las cosas en general; es decir, de cosas que no conozco, según su
mero concepto transcendental, infiero un ser de todos los seres, que conozco menos aún
por un concepto transcendental y de cuya incondicionada necesidad no me puedo
formar ningún concepto.
A este raciocinio llamaré ideal de la razón pura.



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El paralogismo lógico consiste en la falsedad de un raciocinio según la forma,


sea cual fuere su contenido. Pero un paralogismo transcendental tiene un fundamento
transcendental, para inferir falsamente según la forma. De este modo, esta conclusión
falsa tendrá su fundamento en la naturaleza de la razón humana y llevará consigo una
ilusión inevitable, si bien no insoluble.

Ahora llegamos a un concepto, que no fue anotado arriba en la lista general de


los conceptos transcendentales y sin embargo debe ser contado entre ellos, sin, por eso,
alterar en lo más mínimo aquella tabla y declararla defectuosa. Éste es el concepto o, si
prefiere, el juicio: «yo pienso». Pero pronto se ve que éste es el vehículo de todos los
conceptos en general y, por lo tanto, también de los transcendentales; y que, por ende,
siempre está comprendido entre éstos y es por ello igualmente transcendental, mas no
puede tener un título particular, porque sólo sirve para exponer todo pensamiento como
perteneciente a la conciencia. Pero por muy puro de elementos empíricos
(impresiones de los sentidos) que sea, sirve sin embargo para distinguir dos especies de
objetos en la naturaleza de nuestra facultad de representación. Yo, como pensante, soy
un objeto del sentido interior y me llamo alma. Aquello que es un objeto de los sentidos
externos, llámase cuerpo. Por ende la expresión «yo», como ser pensante, significa ya el
objeto de la psicología, la cual puede llamarse doctrina racional del alma, si no aspiro a
saber acerca del alma nada más que lo que pueda inferirse, independientemente de toda
experiencia (que me determina más de cerca e in concreto) de ese concepto yo, en
cuanto se presenta en todo pensamiento.
«Yo pienso», es pues el único texto de la psicología racional. De él debe ésta
desenvolver todo su saber. Se ve fácilmente que ese pensamiento, si ha de ser referido a
un objeto (a mí mismo) no puede contener otra cosa que predicados transcendentales de
ese objeto, porque el más mínimo predicado empírico macularía la pureza racional y la
independencia de la ciencia respecto de toda experiencia.

No hay, pues, psicología racional como doctrina, que nos proporcione un


aumento del conocimiento de nosotros mismos. Solo existe como disciplina, que pone a
la razón especulativa en este campo límites infranqueables; por una parte, para no
echarse en brazos del materialismo sin alma, y, por otra parte, para no perderse
fantaseando en el espiritualismo, sin fundamento para nosotros en la vida. Más bien nos
recuerda que debemos considerar esa negativa de nuestra razón a dar respuesta
satisfactoria a las curiosas preguntas acerca de lo que sucede allende esta vida, como una
advertencia de la misma, para que, apartándonos de la estéril especulación
transcendente acerca de nuestro propio conocimiento, nos apliquemos al uso práctico
lleno de riquezas; éste, aun cuando siempre está dirigido a objetos de la experiencia,
toma sin embargo sus principios de algo más alto y determina la conducta como si
nuestro destino sobrepujase infinitamente la experiencia y por lo tanto la vida.

Por todo esto se ve que la psicología racional debe su origen a un simple


malentendido. La unidad de la conciencia, que está a la base de las categorías, es
tomada aquí, por la intuición del sujeto, como objeto, y la categoría de la substancia le
es aplicada. Es empero sólo la unidad en el pensar; por ella sola ningún objeto es dado
y la categoría de la substancia no puede por tanto serle aplicada, porque esta siempre
supone la intuición dada; ese sujeto por ende no puede ser conocido. El sujeto de las
categorías no puede, por el hecho de pensarlas, recibir de sí mismo, como objeto de las
categorías, un concepto; pues para pensar éste, tendría que poner como base la
conciencia pura de sí mismo, que es precisamente lo que ha debido ser definido.
Asimismo el sujeto, en el cual tiene su fundamento originariamente la representación
del tiempo, no puede por ella determinar su propia existencia en el tiempo y, si esto
último no puede ser, tampoco puede tener lugar lo primero, como determinación de sí
mismo (en cuanto ser pensante en general) mediante categorías.

Así desaparece un conocimiento buscado allende los límites de la experiencia


posible y, sin embargo, perteneciente a lo que más interesa a la humanidad. Es una
esperanza fallida, si queremos deberla a la filosofía especulativa. En esto, sin embargo,
la severidad de la crítica, al mostrar la imposibilidad de decir nada dogmáticamente
acerca de un objeto de la experiencia, más allá de los límites de la experiencia, hace a la
razón en ese su interés, un servicio no pequeño, poniéndola también a cubierto de todas
las posibles afirmaciones de lo contrario. Esto no puede hacerse más que o bien
demostrando apodícticamente una proposición, o bien, si esto no se hace con éxito,
buscando las fuentes de tal incapacidad, las cuales, si se hallan en las necesarias
limitaciones de nuestra razón, deben someter a todo enemigo a esas mismas leyes, que
se oponen a todas las pretensiones de afirmación dogmática.

   
 

 

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