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ANTROPOLOGÍA GENERAL

“Más cuando ya no se trata de salvar sustancia humana


alguna, cuando nos las habemos con un sujeto
descentrado, de quien nadie sabe ya decir, qué es, qué
quiere o qué es lo que hay en él aun de intocable: ¿qué es
lo que queda por salvar? ¿en nombre de qué se puede
garantizar que no se volverá a secuestrar, matar,
torturar?”
U. Beck

"La luz que nos guía y da un perfil reconocible a esas


sombras, propias y ajenas, es ese esbozo de lo humano.
Esbozo que ha tratado de caracterizar lo humano
formulando distintas versiones del fundamento de su
unidad: la unidad psíquica de la especie, la mente
humana, las leyes de su inconsciente, su necesidad de
orden, la naturaleza humana, la condición humana, la
capacidad cultural, la dependencia de la estructuración
social o la necesidad de dotar de sentido a la
experiencia".
R. Sanmartín

El término Antropología tiene su origen en dos palabras griegas: anthropos


(hombre) y logos (razón, argumento, sentido, estudio). Significa literalmente estudio
del hombre, es decir, comprensión global del ser humano. Ahora bien, esta
aproximación etimológica es demasiado vaga y general y, por lo tanto, poco
esclarecedora de lo que es una ciencia en sentido estricto. De ahí la necesidad de fijar de
una manera más precisa la naturaleza de este saber. Ahora bien, perseguir este objetivo
solamente tendrá valor científico si lo encuadramos dentro del horizonte mental de
nuestra época, es decir, si nos situamos dentro del contexto del saber que configura la
cultura de nuestros días en la que ciencia se identifica con Tecnociencia occidental. Ésta
se caracteriza por tres rasgos. De una parte la historicidad del saber que lentamente ha
ido transformando tanto el núcleo como los fines de las disciplinas y por consiguiente
los del saber antropológico. En efecto, desde la aparición del término Antropología
hasta nuestros días se ha producido un desarrollo progresivo de esta ciencia tanto en
temas como en enfoques metodológicos. Ello exige que determinemos el significado
preciso que tiene en la actualidad. De otra parte, la creciente interdisciplinariedad, que
progresivamente ha ido configurando el saber de nuestros días desde la consolidación
de las ciencias de la complejidad. Este nuevo enfoque podría difuminar su especificidad
en el amplio espectro de ciencias en las que de manera directa o indirecta se aborda el
tema del hombre. Y finalmente la afinidad con otras disciplinas sociales que empiezan a
usar los mismos métodos y plantearse los mismos objetivos como ocurre en el caso de
la Sociología que según muchos de sus representantes tiene como misión ineludible
estudiar al hombre en toda su complejidad.
Este complejo panorama explica que en el campo de la Antropología sea una
constante el debate disciplinar. Se sigue y se seguirá discutiendo para intentar fijar cuál
debe ser en la actualidad el núcleo del saber antropológico así como los campos
específicos en los que y desde los que se debe estudiar al hombre. Y no solamente en lo

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referente a la naturaleza de la teoría antropológica sino también en lo que atañe a las
técnicas o métodos que se deben usar. Nadie discute la relevancia del trabajo de campo
pero se empiezan a oir voces que piensan que debe no solamente ser ampliado sino
también completado con técnicas de tipo cuantitativo.
En esta contribución me centraré única y exclusivamente en tratar de explicar lo
que, a mi modo de ver, constituye el núcleo de la teoría antropológica. Para ello tomaré
como punto de partida una descripción aproximativa y provisional —working definition
— de Antropología: un saber que tiene como meta la comprensión de la naturaleza y el
sentido del hombre desde categorías específicas. Lo relevante no es la definición sino la
reflexión sobre los tres términos clave que en ella aparecen —naturaleza, sentido y
categorías— que, a mi entender, constituyen el núcleo de este saber. Pienso que su
exposición nos permitirá alcanzar a una concepción más rigurosa y precisa de qué se
pueda entender por Antropología en nuestros días.

A.- NÚCLEO CONSTITUTIVO DE LA ANTROPOLOGÍA


Situado en una perspectiva estrictamente epistemológica me centraré y expondré
aquellas ideas-guía, los conceptos-clave más significativos que nos van servir para
comprender la esencia de la Antropología.

1.- La naturaleza humana


El concepto de «naturaleza humana» es una categoría técnica sumamente
controvertida pero que constituyó y debe seguir siendo el objeto específico de la
investigación antropológica. Es una noción que se remonta a la Filosofía de los griegos
pero que en el pensamiento moderno y posmoderno es un concepto que ha sido
totalmente «deconstruido», visto como un «mito» o idea falsa y confusa que hay que
desterrar de la ciencia, un concepto cribado a través del cedazo de la «ironía» y
rechazado taxativamente incluso por parte de los que se consideran humanistas, pero,
por supuesto, no humanistas especulativos que celebran la grandeza de la naturaleza
humana en la que no creen. Pues bien, a pesar del rechazo que todavía suscita en
muchos pensadores conviene recordar esta sabia advertencia: numerosos antropólogos
han llegado a negar la existencia de una naturaleza humana sin darse cuenta que hacían
de la Antropología una ciencia sin objeto. Son muchas las disciplinas que pretenden
alcanzar este objetivo y por ello a muchos de sus representantes les produce extrañeza el
constatar que en el campo de las Ciencias Humanas y Sociales se rechaza y se niega la
existencia de la naturaleza humana. Les resulta increible que se siga cuestionando la
existencia de la naturaleza humana, cuando los nuevos datos y conocimientos que
actualmente poseemos proporcionan sólidas bases científicas para fundamentar nuevos
modos de entender la naturaleza humana históricamente configurada. “Sabemos no
obstante, que existe algo que denominamos naturaleza humana, con cualidades físicas y
manifestaciones inevitables en muy diversas situaciones. Sabemos que algunas
propiedades fijas de la mente son innatas, que todos los seres humanos poseen ciertas
destrezas y habilidades de las que carecen otros animales, y que todo eso conforma la
condición humana. Y hoy sabemos que somos el resultado de un proceso evolutivo que,
para bien o para mal, ha modelado la especie. Somos animales grandes” (Gazzaniga:
2006, 168; Mosterín: 2006, 23; Terradas: 2006, 370; Wilson: 2006, 99; Arsuaga: 2007,
53; Roos y Rotkirsch: 2005, 95).
Si nos situamos en esta cosmovisión evolucionista podemos constar que se ha
dado diferentes descripciones de esta categoría: el núcleo constitutivo del ser humano,
lo común que existe en todos los hombres, las maneras semejantes de ser, pensar y
actuar presentes en todos los seres humanos, aquel conjunto de rasgos en los que cada
hombre es igual a todos los demás hombres, la suma del comportamiento y las

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características que son propias de la especie, el patrimonio común de la humanidad
como especie, rasgos universales del diseño de la mente humana moldeados a través de
una historia evolutiva común, etc... La mejor definición que conozco es ésta: “La
naturaleza, en todas las formas que tienen alguna importancia, siempre es sólo aquello
que el hombre ha hecho o se ha visto obligado a hacer con ella” (Schelsky: 1962, 64;
Scruton: 2010, 52).
Ahora bien, más allá de las definiciones, las dudas y las discursiones teóricas a
las que ha estado sometida esta categoría lo importante es darse cuenta lo que con este
concepto se quiere resaltar. Desde un punto de vista ontológico que la unidad e
individualidad de cada persona no cierra el paso a la posibilidad de que cada sujeto
pueda moldear creativamente su propia estructura entitativa, es decir, conjuga el ser y el
llegar a ser. Desde un punto de vista cultural el reconocimiento de que los rasgos
universales que conforman cualquier tipo de sociedad en manera alguna estan reñidos
con el reconocimiento de la diferencia y la especificidad con las que cada sociedad
plasma y concreta en un entorno físico particular esa universalidad. No se opone a la
especificidad e individualidad de los seres humanos, es decir, a la alteridad cultural
concretada en la riqueza y variedad de sistemas sociales en los que se han configurado y
se siguen configurando los modos de ser, pensar y vivir de los seres humanos. Esta
complementariedad la condensa maravillosamente el director de cine J. Chahine en el
Informe Mundial de la Cultura 2001: "Creo que mantenemos nuestra especificidad,
dentro de nuestra naturaleza universal". Afirmación que concuerda con una tesis que la
Antropología comparada nos ha venido haciendo patente desde hace muchas décadas:
existe un sustrato común a todo lo humano en que las cualidades de cada una de sus
expresiones concretas — en todos los pueblos, todas las edades— se encuentran
presentes —activas o dormidas— en todas las demás. Se trata de capacidades
universales que cada sociedad concreta a su manera a través de fórmulas propias (Lisón
Tolosana: 2011, 23; Fernández-Martorell: 2008, 22; Delgado: 2007, 265).
Es un concepto nuclear puesto que desde él se iniciaron los primeros pasos en la
construcción de un saber que tenía como objeto la comprensión científica del ser
humano. En efecto, el término «Antropología» aparece en la Historia del saber el año
1594 de la mano de O. Casman quien, en su obra Psychologia anthropologica, sive
animae humanae doctrina, la define como «doctrina de la naturaleza humana». Añadir
inmediatamente que en esta época la idea del hombre que se proyectaba con este
concepto era de carácter «esencialista» ya que provenía y se encuadraba dentro de una
visión de la realidad que Lovejoy en La gran cadena del ser caracterizó como un
cosmos estático y jerárquico. Era, por tanto, una categoría de corte sustancialista. Ello
explica su posterior rechazo e incluso eliminación del campo de las ciencias humanas y
sociales. Lo podemos ver con claridad recordando la manida y tantas veces repetida
frase de Ortega y Gasset: el hombre no tiene naturaleza sino historia, ésta constituye el
auténtico «ser» del hombre. Posteriormente la Filosofía existencialista, resaltando la
unicidad e irrepetibilidad de los individuos, renunció a este concepto para sustituirlo por
el de «condición humana». Se pretendía subrayar el hecho de que no existe el Hombre
con mayúscula, el hombre en general, solamente sujetos concretos, particulares y
singulares. Es clave la figura de Sartre en la introducción de esta nueva visión del ser
humano. Define al hombre como una síntesis de rasgos biológicos, psíquicos y sociales,
pero tiene una manera específica de interpretar y aplicar esta síntesis: ser de
«situación». En este supuesto se han apoyado muchos autores para describir al hombre
como un ser histórico y, por supuesto, no natural. De acuerdo con este rechazo
sostienen que, desde un punto de vista filosófico y antropológico, inventarse una
naturaleza constituye la verdadera naturaleza del hombre. Lo ven como un ser nunca
acabado que se inventa a sí mismo, el único que se extiende a sí mismo un documento
de identidad, libre y en perpetuo trance de significación. Continuan este camino los

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posestructuralistas que intentan deconstruir y desterrar esta categoría del vocabulario
científico cuando afirman que las «metanarrativas de la naturaleza humana» son
hipótesis represivas de la modernidad que impiden la modelación de la vida individual
y social. Y sobre todo porque desde un punto de vista ético es concepto vacío de
contenido que no sirve para orientar la vida de las personas, es decir, para fijar con
claridad qué clase de conducta fomentar y qué clase de conducta desalentar (Rorty:
2004, 21; Compte-Sponville: 2008, 41).
También en el campo de las ciencias sociales se aborda el tema de lo humano
con estas mismas reticencias las cuales se concretan en un aluvión de preguntas irónicas
sobre el sentido y el significado de este concepto. En efecto, se parte del supuesto de la
diversidad de hombres y culturas, y este dato evidente implica, según muchos
investigadores, la exclusión por principio de la categoría básica de «naturaleza
humana». Se subraya que lo más específico e interesante del ser humano, visto tanto a
nivel diacrónico o sincrónico, es precisamente la inmensa variedad de estilos de vida.
Podemos constatarlo tanto a lo largo y ancho del planeta como si echamos una ojeada a
la evolución histórica de la humanidad. Hay un texto de dos autores clásicos en
Ciencias Sociales que sintetiza esta visión y que no me resisto a transcribir: “Afirmar
que las maneras de ser y de llegar a ser hombre son tan numerosas como las culturas del
hombre, es un lugar común en la etnología. La humanidad es variable desde el punto de
vista socio-cultural. En otras palabras, no hay naturaleza humana en el sentido de un
substrato establecido biológicamente que determine la variabilidad de las formaciones
socio-culturales Si bien es posible afirmar que el hombre posee una naturaleza, es más
significativo decir que el hombre construye su propia naturaleza o, más sencillamente,
que el hombre se produce a sí mismo”. (Berger y Luckmann: 69; Viveiros de Castro:
2010, 19-20). Es decir: construye su propia identidad. Una versión más reciente de este
enfoque de la identidad es la distinción entre persona e individuo, ontología y
ontogénesis para dar prioridad al segundo término de esta dicotomía. Se abandona la
dimensión ontológica que tenía el concepto de persona y el ser del hombre queda
disuelto en las múltiples formas de relación que establece consigo mismo y con las
demás miembros del grupo al que pertenece. Se rechaza la denominada imagen
monolítica del ser humano para sustituirla por otra nueva en la que el ser del hombre es
percibido más bien como una especie de devenir, un continuo hacerse. El símbolo de
esta concepción del ser humano es el denominado yo virtual que es capaz de vivir
múltiples identidades digitales. En esta concepción la naturaleza humana o bien se niega
o bien se considera como algo trivial, y en cualquier caso irrelevante para comprender
la importancia de las diversas y diversificadoras culturas. Para comprenderlas se
introduce paulatinamente la categoría de «identidad» esencialmente asociada y
generadora de diversidad. Es más, en la actualidad se ha convertido en un concepto de
moda y una idea-guía, pero también una categoría-fetiche que sirve para explicar todos
los aspectos de la vida individual y social y, por tanto, susceptible de ser manipulada
sobre todo cuando aparecen las identidades colectivas con expresión política. Ya es un
tópico decir que vivimos en la era de las identidades y que nuestra época está marcada
por el signo de la identidad (Velasco: 2007, 725; Scandroglio et alii: 2008, 80). Bien es
verdad que despojada del sabor metafísico que tiene en su origen. Deja de ser un
concepto ontológico —consistencia entitativa basada en la unidad de forma y función—
para convertirse en un concepto sociocultural —el modo como una persona o un grupo
se concibe y se relaciona con otras personas o grupos—. No se trata, por tanto, de la
unidad consigo misma que posee cualquier persona, el núcleo constitutivo de un ser que
funge como límite que encierra a una persona en si misma y lo aisla de todo lo demás,
la dimensión estable que le garantiza su estructura orgánica, ni siquiera una
organización autopoyética que no produce nada que no sea distinto de su propia
organización. Refiere más bien a la dimensión relacional y dinámica de los miembros

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de cualquier grupo social que construyen su propia personalidad en la relación con otros
sujetos. Se prima la dimensión colectiva que supone un estado de conciencia
compartido, un sentimiento más o menos explícito de pertenecer a una categoría de
personas. La pertenencia a un grupo que posee unos ideales e intereses comunes es lo
que, en última instancia, conforma y además constituye el ser del hombre (Spencer:
2006, 26; Bauman: 2005, 26; Forcadell: 2005, 30; Jenkins: 2003, 7; Dubar: 2002, 10;
Bauman: 2002, 51; Melucci: 2001, 89; Barrera: 2000, 12; Comas d’Argemir: 1998, 37).
En este nuevo contexto hay que situar el rechazo de esta categoría por parte del
movimiento social feminista en cuyo seno el mantenimiento del concepto de
«naturaleza humana» sirve para seguir justificando la sociedad patriarcal que ha
configurado todo el devenir de la sociedad occidental. Tanto el movimiento feminista
como el movimiento LGTB lo sustituyen por el de identidad (individual y colectiva)
entendida como un trabajo continuo y progresivo que se construye y altera en el curso
de la totalidad de la vida. “Entender la identidades en términos relacionales, procesuales
e, incluso fluidos, pero corporales, lleva en consonancia con lo dicho hasta aquí, a
rechazar de plano ese cerrojo que clausuraba la noción de identidad y que no es otro que
la idea de «igual a sí mismo» (la propia identidad, lo que le/a identifica como lo que es,
el ser idéntico a sí mismo/a), y, consecuentemente, a abrir la identidad a distintos
procesos y juegos de relaciones (subjetivización, interpelación, tomas de posición,
diferenciación, presentación, encarnación, etc) que se escondían tras las muchas veces
monótona y desmaterializada noción de identidad, personal y/o colectiva” (García
Selgas y Casado Aparicio: 2010, 125; Lakoff: 2009, 142). Recuerdan aquella analogía:
el hombre es a la cultura como la mujer es a la naturaleza. Este axioma no solamente
devalúa a la mujer sino que con él se pretende justificar teóricamente esa situación de
esclavitud como algo natural. La narrativa feminista lucha por la abolición de la
desigualdad de género en todos los ámbitos de la sociedad. Tiene como objetivo
prioritario erradicar la jerarquización androcéntrica de la sociedad patriarcal que
impone el modelo heterosexual a todos sus miembros, es fundamentalmente una lucha
contra la heterosexualidad obligatoria según la feminista J. Butler. En realidad no existe
una obsesión por destruir la distinción sexual pero sí modificar el modelo de sociedad
vigente a través de una nueva concepción de la sexualidad como paso previo a su total
eliminación. Y estamos obligados a reconocer que es un ideal legítimo y quizás todavía
necesario. Pero también debemos recordarles que usan argumentos y promueven
prácticas en las que se obvia la alteridad y se difumina la diferencia de sexos: priman el
orden símbólico y prescinden de los condicionantes biopsíquicos, rechazan la dicotomía
naturaleza/cultura pero olvidan el carácter relacional de la naturaleza humana e incluso
existen autoras que proclaman como ideal la construcción de la sociedad unisex
(Touraine: 2007, 27; Schneider: 2007, 23). Quien mejor representa esta corriente es el
«ciberfeminismo» que defiende un género difuso, diluído entre los matices de lo
recreado/virtual y lo real representado. En cualquier caso, como movimiento social,
rechazan la existencia de una única y universal naturaleza para buscar explicaciones
basadas en la categoría de «identidad de género». Esta categoría les sirve de hilo
conductor para oponerse a todas las construcciones culturales e históricas que reducían
la mujer a la condición de esclava del hombre oponiéndose, por tanto, a un esencialismo
biológico articulado en torno a la idea de una naturaleza universal de carácter innato.
Las diferencias entre varón y mujer no corresponden a una naturaleza «dada», sino que
serían meras construcciones culturales «hechas» según los roles y estereotipos que en
cada sociedad se asigna a los sexos, es dcir, roles socialmente construidos. Frente a un
sujeto único y universal proclaman la existencia de «moldes de sujeto» que cada uno
actualiza creativamente en el contexto sociocultural que le toca vivir, y frente a una
sexualidad jerárquica, dicotómica y heterosexual defienden una identidad de género
diversa, híbrida y contradictoria. La condición de varón o mujer no depende de rasgos

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inscritos en la naturaleza humana y, en consecuencia, la idea de naturaleza humana se
convierte en un concepto no solamente falso sino además innecesario. Afirman que la
mujer y el varón no son algo natural, como la hembra y el macho. Por el contrario, lo
natural en el hombre es precisamente el artificio, la elaboración simbólica, la imaginería
(Dinshaw: 2008, 90; Otaola: 2007, 165; Busoni: 2007, 256; Esteban: 2006, 14; Fausto-
Sterling: 2006, 103; Vendrell: 2003, 25; Truzzoli: 2003, 77-78; Gregorio: 2002, 44;
Maquieira: 2001, 129-30; Borral: 2001, 157-8; Vendrell: 1999, 18).
A pesar de este rechazo hoy vuelve a plantearse la eterna pregunta: “Qué es el
ser humano? ¿Cuál es la esencia de nuestra naturaleza?” (Gergen y Gergen: 2011, 40).
Y son muchos los científicos que empiezan a reconocer que el estudio adecuado de los
seres humanos es a través del concepto de «naturaleza humana». “The basic question in
anthropology is “Who are we humans in essence?” Or in other words: what is the
conditio humana, our human condition?” (Schiefenhoevel: 2009, 18). Esta cuestión
eternamente disputada en el campo del saber, ha cobrado especial auge en nuestros días
y con una intensidad creciente. El hombre no se puede disolver en la pura relación que
implica la categoría de identidad. Es necesario tener en cuenta el tipo de realidad que
es, el cuerpo que somos y la conciencia que de él poseemos, el sustrato entitativo en el
que se sustentan nuestros modos de ser y pensar. Nuestra compleja identidad personal
tiene un fundamento ontológico que impide la disolución del sujeto en la identidad
social. Una ontología liberada por las contribuciones de la visión dinámica y la
aportaciones de la neurofisiología impone el reconocimiento de la esencialidad del
individuo. “La «seidad» (ser) de la vida está específicamente presente en cada persona”
(Gilligan: 2008, 99; Damasio: 1999, 150; Goffman: 1989, 73). De ahí que sean muchos
los investigadores en Ciencias Sociales que recuperen esta categoría porque con ella se
puede describir tanto el tipo de criatura que somos como el modo como deberíamos
comportarnos, y que la cuestión fundamental que debemos retomar es la naturaleza del
hombre (Candau: 2008, 278; Gauchet: 2007, 63; Alonso: 2007, 94 Eagleton: 2005, 131;
Núñez Ladezéve: 2005, 128). Además regresa al saber esta categoría por su carácter
inclusivo y fertilidad teórica, incluso se habla de un acercamiento entre las humanidades
y la ciencia de la naturaleza humana. Desde luego sin el matiz esencialista que tuvo en
su origen: estructura dada a priori, innata, eterna e inmutable que posee una conciencia
totalmente transparente a sí misma. Nos puede ayudar a expresar su genuino sentido la
metáfora de que propone Mumford del telar que tiene hilos fijos y la actividad
consciente del hombre que introduce nuevos colores y dibujos y modifica el diseño
íntegro, o los conceptos matemáticos de «constante» y «variable» que nos servirán para
comprender este punto de vista. Ontología y ontogénesis no son incompatibles sino
enfoque complementarios y además necesarios. En suma: desde que el hombre es
hombre existe algo que permanece constante, una naturaleza; pero el ser humano
dispone también de numerosos elementos variables que le capacitan para la novedad, la
creatividad, la productividad y el progreso (Markl: 2008, 37; Burgraf: 2008, 126;
Fromm: 2007, 39-40; Mumford: 1960, 251; Beorlegui: 2005, 150; Ansermet y
Magistretti: 2006, 129; Waal: 2007, 235; Cronin: 2007, 89). Y es que se puede rechazar
el presupuesto de la inmutabilidad y que el hombre tenga una esencia eterna e
inmutable, pero al mismo tiempo constatar que los seres humanos tienen ciertas
características permanentes que nos definen como tales. “Puesto que la carne y la sangre
nos constituyen, la universalidad de la especie pasa a formar parte de nuestro aliento y
nuestra gestualidad. Esto es lo que la posmodernidad —una corriente de pensamiento
que ha sustituido las formas más clásicas del fundacionalismo por un nuevo tipo de base
absoluta conocido como cultura— se empeña en negar. La carne y la sangre son el
grado cero de la humanidad, a un tiempo monstruosa en su anonimato y el medio para
nuestro contacto más querido. Lo local y lo universal no están reñidos en última
instancia porque el cuerpo mortal, afligido, está en la raíz de toda cultura” (Eagleton:

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2010, 562). Sin caer en los excesos de la Psicología evolucionista se puede demostrar y
aceptar que la vida humana tiene cierta estructura, que el ser humano posee un conjunto
de rasgos definitorios que se remontan a nuestro pasado filogenético. La Antropología
física ha demostrado la profunda unidad que conecta al hombre con la tierra, y reune a
todos los hombres en la misma base genética y en la misma aventura sobre la tierra. Las
diferencias entre los hombres son provisionales. Lo que queda es la base biocultural
común y la pertenencia fundamental a la misma especie (Gazzaniga: 2010, 398;
Facchini: 2007, 231; Siegel: 2007, 62; Gigerenzer: 2008, 57). Se comienza a aceptar
una tesis de sentido común: cada uno de nosotros es un ser único e individual pero al
mismo tiempo pertenecemos y somos miembros de la especie humana, y esa
pertenencia nos provee y dota de una serie de rasgos comunes y de semejanzas que en
manera alguna podemos negar. “El hombre es a la vez un ser autónomo y un ser
relacional: se dignifica pensando y decidiendo por sí mismo y, a su vez, se crece y se
configura socializándose. Ahí está el nudo de la condición humana: para poder hablar
de ella necesitamos un mínimo factor común: el denominador de especie” (Ramoneda:
2010, 61). En efecto, los hechos están demostrando la existencia de una serie de pautas
genéticas y referentes culturales que en manera alguna determinan pero sí condicionan
el comportamiento humano. No podemos prescindir de lo que somos. Los
condicionantes neuro-genéticos existen pero ello en manera alguna permite deducir que
estemos genéticamente programados y determinados en nuestro comportamiento. Bien
es cierto que muchos autores para obviar el carácter biologista que muchas veces
aparece en esta interpretación de la naturaleza humana —estructuras inscritas en los
genes de nuestro organismo, un chip en el que están grabados modos de ser y pensar
que determinan y prefijan el comportamiento humano— prefieran el término de
condición humana. Incluso hay quienes prefieren hablar de «naturalezas humanas» en
plural para oponerse a la inmutabilidad y subrayar la diversidad de estilos de vida
(Ehrlich: 2000, 13).
Más allá de la cuestión terminológica y las disputas que pueda suscitar este
término lo relevante es su contenido: una síntesis unitaria de programas genéticos y
experiencias personales, una individualidad biológica socioculturalmente construida,
una persona compleja (Juarrero: 2009, 63). En esta formulación se recogen las críticas
pero al mismo tiempo se reelabora y se reconstruye esta categoría para entenderla como
una síntesis plástica de rasgos genéticos y culturales indesciniblemente conjuntados. En
efecto, conviene subrayar que se trata de rasgos inextricablemente unidos, que el ser
humano consta de elementos genéticos y culturales inseparables, que existe una
unicidad ontológica de biología y cultura, que el ser humano es al mismo tiempo 100%
biológico y 100% cultural, que no tiene ningún sentido establecer una línea divisoria o
separación entre ambos, y que los porcentajes tienen un valor relativo y meramente
indicativo. Es cierto que en aras de la investigación se han usado esquemas duales. Era
hasta ahora un enfoque necesario debido al escaso conocimiento que poseemos de cómo
se ha ido conformando ese todo unitario a lo largo de la evolución biocultural. Una
perspectiva hasta ahora útil para poder avanzar en la comprensión de ese ser complejo
que llamamos hombre. Y también es una práctica extendida en la cultura occidental la
categorización binaria que distingue entre el cuerpo y la mente, que la mente occidental
materia y espíritu. Pero también es cierto que existen culturas y teorías que son
monistas sin por ello materialistas. Pues bien, a pesar de que se trata de una dicotomía
omnipresente en la cultura occidental conviene reconocer que es un enfoque limitado y
ya no tiene ningún sentido seguir manteniendo. “Una cultura no se posee como puede
poseerse cualquier objeto que sumamos a los que ya tenemos (que sumamos a la
naturaleza o a lo vital); no es una envoltura añadida, una nueva capa agregada al sujeto
trascendental: y ello porque lo cultural no es ni aislable (como si se tratara de un sector
particular de actividad) ni susceptible de ser estabilizado (puesto que no cesa de

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transformarse) ni separable (de los sujetos implicados). O bien, admitiendo que
tradicionalmente se juzga que la cultura es algo adquirido, hemos de reconocer que se
trata de una adquisición que arranca en el origen mismo de la condición humana: yo no
me expreso ni concibo ni trabajo sino culturalmente (el binomio «naturaleza»/«cultura»
constituye en sí mismo un antagonismo esclerótico al que hoy se tiene en buena medida
por una circunstancia a superar” (Jullien: 2010, 209; Bennett y Hacker: 2008, 19;
Gowaty: 2008. 137; Blakemore y Frith: 2007, 25; Brizendine: 2007; 50; Schaeffer:
2005, 62-3; Goldschmidt: 2006, 9; Descola: 2005, 48; Fox Keller: 2003, 67;
Kennepohl: 1999, 365-366). Es cierto que muchos investigadores todavía siguen
utilizando el modelo de intersección de dos órdenes hererogéneos cuando de hecho
existe una reunión en el que se confunden ambos órdenes. De todas maneras esta
«ontología intuitiva» ya no es un fundamento seguro, no constituye un esquema útil y
tampoco un programa fértil de investigación y que ha llegado el momento de
abandonarla definitivamente. Se ha cosificado y nos aleja de una comprensión clara del
ser humano: genera discusiones estériles sobre porcentajes o peso de cada uno de estos
rasgos y está propiciando explicaciones sobre el comportamiento y el sentido del
hombre con un fuerte trasfondo ideológico. Por ello empieza a abrirse una visión
sistémica y relacional de la naturaleza humana que trata de superar este lenguaje dual.
En ella se define al ser humano como un sistema autoconsciente dinámica y
relacionalmente estruturado.
Esta visión renovada de la categoría de naturaleza humana supone un avance
decisivo en la comprensión del ser humano, una categoría mucho más fértil que la de
identidad, un progreso importante para resolver la cuestión eterna del saber
antropológico: ¿en qué consiste y qué significa ser humano?. Y en ella nos podemos
apoyar para afirmar que solamente una teoría acerca de la naturaleza humana hace
viable que la Antropología se convierta en una disciplina que pueda aplicar sus
conocimientos al mundo real. Solamente un sólido conocimiento teórico de lo que es el
hombre puede ser el fundamento en el que se pueda asentar cualquier intervención,
modificación o planificación de los modos de vida de los miembros de un sistema
socio-cultural. De lo contrario cualquier Antropología aplicada no hará más que
reproducir los modelos de hombre que nos proporcionan las ideologías de todo tipo. Es
lo que está sucediendo con la categoría de identidad convertida en marcador diferencial
e instrumento de control social por parte de las élites. Y también debemos tener en
cuenta en el contexto cultural de nuestra época una nueva ideología: la visión ADN-
céntrica del ser humano. En esta situación que nos toca vivir no podemos prescindir de
este concepto clave porque es necesario para entender, juzgar y poder orientar los
grandes avances y cada vez mayor cantidad de aplicaciones de la Ingeniería Genética.
“La biotecnología, como producto de la naturaleza humana, ha tocado y transformado
componentes esenciales de la vida humana y no humana, lo cual exige respuestas
institucionales ante dimensiones inexploradas; sin embargo tecnología no es ni
inevitable ni inmutable y se pueden ejercer controles sociales y culturales sobre ella. El
fondo del asunto en cuestión parece ser nuestra capacidad creativa y transformadora
como Homo Sapiens Sapiens, el libre albedrío, la libertad.... pero entonces ¡cuanta más
libertad, mayor responsabilidad!” (Araujo Yaselli: 2010, 238). El progreso técnico nos
ha traido el riesgo nuclear y el deterioro del medio ambiente pero empieza a emerger el
riesgo genético en el que se está produciendo una biomolecularización del cuerpo
humano y la persona al diluirse y sobrepasarse la frontera que delimitaba lo natural de
lo artificial (Beriaín: 2008, 120). No es de extrañar, por tanto, que en estos momentos el
debate ético se centre en una cuestión clave: si se pueden poner o no poner barreras y
límites al progreso científico, si todo lo que es técnicamente posible es éticamente
aceptable. Es una cuestión que está incidiendo y afectando profundamente el campo de
lo humano y generando tremendas dudas en los miembros de nuestras sociedad: ¿quién

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es humano, en qué consiste, qué significa ser humano, qué distingue al hombre del resto
de la Naturaleza, a qué refiere el concepto de Humanidad? (Gillebaud: 2002, 19; Braun:
2007, 11; Pedrosa: 2006, 67; Fernández-Armesto: 2005, 172; Agamben: 2005, 28-9;
Buchanan et alii: 2003, 93; Fukuyama: 2002, 214; Descola y Pállson: 2001, 19). Es,
además, una cuestión en la que todos deberíamos participar porque genera un inmenso
debate de naturaleza jurídica, moral, psicológica, económica y política. No existe un
solo aspecto de nuestra existencia al que no afecte este tema. Pues bien, el hilo
conductor que deben tomar los científicos sociales para contribuir a su esclarecimiento
y solución es el concepto de naturaleza humana. Pienso que, a pesar del tiempo
transcurrido, todavía sigue siendo válida la propuesta que hiciera el gran pensador y
profundo conocedor de los problemas de la cultura occidental R. C. Eucken, premio
Nobel de Literatura en 1907: para vencer las confusiones del momento debemos volver
a los fundamentos eternos de la naturaleza humana. En esta misma línea nos advertía
hace ya tiempo A. Carrel de la necesidad de sacar a la luz nuestra verdadera naturaleza,
nuestras potencias y la manera de actualizarlas a través de una ciencia del hombre
(1967, 35). Ha transcurrido mucho tiempo pero se empieza a reconocer la validez de
esas propuestas. No es de extrañar, por tanto, que se oigan muchas voces que nos
invitan a reconocer la relevancia de esta categoría, que se comience a invertir esta
tendencia de rechazo, a corregir esa orientación, a reconocer que el hombre tiene
ciertamente una «naturaleza», aunque a renglón seguido se nos recuerde que es
maleable, plástica, es decir, modelada por el entorno y la experiencia (Sperry: 1966, 6;
De Felipe: 2003, 84; García Coll, Bearer, y Lerner: 2004, 226; Arruda: 2005, 81;
Gómez Pin: 2005, 25; Changeux: 2007, 80). Por ello frente a todo tipo de
interpretaciones de corte existencialista —del hombre se puede hacer lo que se quiera
porque es una entidad infinitamente plástica, los hombres pueden hacerlo todo,
podemos llegar a ser lo que queramos, etc.— hay que subrayar que el hombre tiene
límites a lo que es capaz de ser, constricciones de las cuales no puede prescindir
ninguna teoría que aspire a entender el comportamiento humano tanto a nivel individual
como colectivo. El desafío que presenta la vida consiste en aprovechar las posibilidades
que brindan los genes y el entorno físico y social. La habituación correcta es la forma
adecuada que tenemos para conformar nuestras disposiciones. Es el mecanismo mental
que hace posible la revisión, respaldo o el rechazo de nuestros modos de ser, pensar y
actuar. “Ante todo es imprescindible reconocer y aceptar lo que somos. Nadie puede
eliminar de un tijeretazo los genes de su comportamiento primate, pero sí podemos
canalizar con habilidad lo que la naturaleza nos impone (Bermúdez de Castro: 2010,
227; Appiah: 2010, 218Díaz Viana: 2009, 31; Fuchs: 2010, 45).
Son muchos los investigadores que empiezan a reconocer que es la única
categoría que en el campo la Antropología puede ayudarnos a resolver una de las
grandes cuestiones que se plantea la Antropología Social: ¿Cómo mantener y conjugar
la unidad de la especie humana con la diversidad cultural? ¿Cómo explicar la riqueza y
variedad de culturas con la unidad de la humanidad? ¿Cómo superar la aparente
antinomia entre la unicidad de la condición humana y la pluralidad aparentemente
inagotable de las formas en las cuales las aprehendemos? ¿Cómo es posible que el Otro
sea diferente pero al mismo tiempo igual? (Levi-Strauss: 1986, 58; San Román: 2000,
196-7; Hayek: 2003, 125; Sanmartín: 2003, 22; Benhabid: 2006, 63). Pues bien, para
resolver estos interrogantes es necesario comparar partiendo de un sustrato único
humano. Esta afirmación nos invita a conectar con las tesis de Tylor que partía de la
existencia de unos modos de ser y pensar comunes a todos los hombres. Estos
principios no solamente permiten que todos los humanos nos podamos entender sino
que constituyen la base teórica de cualquier estudio comparado. Y es que la eliminación
de la categoría de naturaleza anula la posibilidad de comparar culturas diferentes o
diferentes condiciones humanas ya que ello exige la presencia de algo común entre

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ellas. Solamente si se acepta la unidad psíquica de la humanidad, es decir, de la
categoría de naturaleza humana se puede considerar válida una comparación en la que
se ponen en relación rasgos, aspectos, elementos o comportamientos pertenecientes a
sociedades a veces radicalmente diferentes. La comparación ayuda a cuestionar muchas
de las ideas preconcebidas de superioridad que se tiene sobre otras sociedades tanto
cercanas como lejanas. Y desde luego solamente se puede aceptar a los otros como tales
si todos somos vistos como hombres, es decir, si poseemos una naturaleza humana
común. Es la aceptación de este supuesto lo que permite hacer propuestas de futuro que
revitalicen la vida de los grupos y sean capaces de configurar su propio destino en este
mundo «glocalizado» que configura la vida de todos los pueblos. Frente a las ideas
pesimistas que proclaman la decadencia de la cultura debemos recordar este principio
básico: Las culturas vivas se basan en la diversidad cultural pero reconocen nuestra
humanidad común y universal. Una cultura viva es aquella cuyos miembros deciden
tomar las riendas del proceso social para configurar su propio futuro. Es aquella que
respeta a otras comunidades y dentro del contexto global que nos embarga negocia con
el resto para poder construir en libertad su propia historia. Es aquella que, sin renunciar
a su propia identidad cultural, decide apropiarse de su destino y buscar el sentido de su
propia existencia como comunidad dentro del amplio arco de posibilidades que ofrece
la naturaleza humana (Fernández-Martorell: 2008, 23; Shiva: 2006, 133).

2.- El «sentido»
Se puede describir como el significado y valor que el ser humano otorga y/o
descubre en las cosas. La creación de sentido es una necesidad básica de la naturaleza
humana, una constante antropológica. Somos criaturas que le buscamos significado a
todo. Y si esto es así se puede concluir que la antropología no tendría ninguna razón de
ser si no fuera ante todo estudio del sentido, es decir, del significado y del valor que el
hombre proporciona a la realidad. En efecto, a la antropología no sólo le preocupa
analizar holísticamente el lugar que ocupan los seres humanos en la sociedad y en la
naturaleza, sino también, especialmente, su forma de construir marcos culturales con el
fin de dar sentido a sus vidas. Es, por tanto, un objeto de estudio ineludible para la
Antropología. Existen una serie de preguntas límite, de cuestiones últimas que nos
hacemos continuamente: ¿Qué va a pasar con nosotros?, ¿Hay algo después de la vida?,
¿Acabamos aquí radicalmente o existe alguna esperanza de trascendencia? Este es un
problema exclusivamente humano. (Lisón Tolosana: 2011, 3; Auge: 1998, 35-36;
Alvarez Munárriz: 2000, 153; Peacok: 2005, 48; Prat: 2007, 293). Y es que de entre los
múltiples ámbitos en los que se genera sentido dentro del grupo social el que más
interés suscita en los seres humanos, y a mi modo de ver, el de mayor relevancia es el
que refiere a su propia existencia, es decir, el de su propio sentido. La pregunta por el
sentido de la vida es una pregunta que se hace todo ser humano en la medida que
siempre aspira a dar plena significación a su existencia. Es la pregunta básica del ser
humano que ha tenido y seguirá teniendo respuestas variadas dependiendo de la libertad
de la personas y de la especidad de cada cultura. Pero es el gran reto que tienen por
delante los miembros de cualquier sociedad porque la pregunta por el sentido pide una
respuesta, una responsabilidad que en nuestra sociedad acelerada no queremos afrontar.
“El nivel donde es preciso actuar no es el de la economía sino el de la cultura. Lo peor
de la situación actual es que no sabemos a dónde vamos. Por eso lo más urgente es
ponerse a pensar sobre el sentido de la vida humana y el lugar que la persona ocupa en
el mundo” (Llano: 2011, 33; Wilson: 2005, 208).
Es, por otra parte, un tema que hay que recuperar porque pertenece a las grandes
cuestiones referidas a la naturaleza de la condición humana. Nadie puede dudar que el
sentido de la vida es uno de los grandes temas que han preocupado y siguen
preocupando al ser humano. “La búsqueda del sentido no es un producto de la

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cultura, ni un fenómeno artificial. Emerge de lo más hondo del ser, como una
necesidad primaria, como una pulsión fundamental. Puede permanecer en un estado
silente, como en letargo, pero en determinados contextos, brota con fuerza. El ser
humano, en virtud de su inteligencia espiritual, es capaz de interrogarse por el
sentido de su existencia, tiene el poder de preguntarse por lo que realmente dota de
valor y de significado su estancia en el mundo” (Torralba: 2010, 79; Gazzaniga: 2010,
399). Existe, además, una razón de peso que nos obliga a recuperar la cuestión del
sentido. Es un tema del que desde hace mucho tiempo se certificó su muerte. Muerte
que se puede rastrear en muchos ámbitos del saber. Una reciente formulación es la que
proviene de la epistemología constructivista de corte posmoderno. En efecto, se sostiene
en este enfoque antropológico que el mundo se reduce a un conjunto de puntos de vista
individuales e inconmensurables, interpretación de interpretaciones como decía
Nietzsche, y que de ninguna manera podemos agarrarnos a un fundamento último o
referencia absoluta. De ahí la invitación a acostumbrarnos a vivir una vida sin sentido.
La razón es simple: la vida no obedece a ningún diseño u organización ni, por supuesto,
a propósito alguno. Las consecuencias de esta tesis se han formulado recientemente
como la idea de «la alegre desesperanza»: una vez que hemos entendido que hay cosas
que no podemos controlar y que solo nos espera la muerte, nos damos cuenta de que lo
mejor que podemos hacer es disfrutar al máximo de la vida que tenemos (Compte-
Sponville: 2008, 43; Berzonsky: 2005, 127). Ahora bien, a pesar de estas tajantes
afirmaciones se debe decir que se trata de una visión teórica que no concuerda con los
hechos de la vida cotidiana. Es cierto que en nuestros días existen muchas personas que,
acuciadas por el incesante ajetreo de la vida diaria, rara vez se plantean preguntas
referentes al sentido de la existencia humana, que exaltan la necesidad de unos valores
morales pero que su indivualismo les incita a presindir de estas cuestiones para
dedicarse a disfrutar al máximo de la vida. A pesar de ello la mayoría de los hombres de
la sociedad contemporánea no renuncian ni prescinden del tema de la seguridad
ontológica entendida como aspiración encontrar respuestas a cuestiones existenciales
fundamentales que se plantea de alguna manera todas los personas. Todo ser humano
suele plantearse, alguna vez en su vida, como lo demuestra la experiencia, la cuestión
del sentido, del más allá o del para qué de su existencia. A nivel social jóvenes, adultos
y ancianos no es raro que discutan espontáneamente estos temas, a propósito de algún
acontecimiento fronterizo: la visita de alguna personalidad religiosa, alguna polémica
pública con connotaciones éticas (aborto, divorcio, eutanasia, etc.), el fallecimiento de
algún familiar amigo o conocido, el encuentro, ocasional o sistemático, con alguna
persona sinceramente convencida de alguna respuesta, la que fuere, a los interrogantes
trascendentales que nos ocupan, etc. A nivel individual existen acontecimientos vitales
que no se pueden soslayar y que obligan a afrontar esta cuestión: crisis personales,
desgracias, enfermedad, aburrimiento, cansancio de la vida, cercanía de la muerte, etc.
(Guix: 2008, 43; Ries: 2008, 106; Bauman: 2004, 33; Reeves: 2000, 66; Giddens: 1994,
66; Tierno Galván: 1988, 23). En todas las generaciones los seres humanos han anclado
profundamente en sí mismos la convicción de que en alguna parte la realidad tiene un
sentido y han intentado formular, con los conocimientos disponibles en cada época, la
expresión de ese sentido. Ello nos permite afirmar que la muerte de Dios, la muerte del
sujeto, y la muerte del sentido son anuncios hechos desde una lectura precipitada y
distorsionada de los que ocurre en nuestra sociedad. Para sus miembros la búsqueda de
la felicidad a través de una vida significativa se ha convertido en uno de sus objetivos
en la época de incertidumbre que le toca vivir. “Como civilización y como especie
hemos llegado a una hora decisiva, con el futuro del espíritu humano y el futuro del
planeta en juego. Nunca hicieron tanta falta como ahora la osadía, la profundidad y la
claridad de visión. Sin embargo, tal vez sea justamente esta necesidad la que haga nacer
en nosotros el valor y la imaginación que precisamos”. El estado actual de irresolución

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metafísica y epistemológica nos exige perfeccionar y recrear las categorías actuales para
poder interpretarlo y así poder caminar hacia una nueva forma de civilización (Tarnas:
2008, 516; Béji: 2008, 73).

3.- Categorías de interpretación


La categorización es uno de los actos más básicos de la mente humana que
cumple diferentes funciones entre las que cabe destacar la creación de conceptos que
usamos en la vida cotidiana y además constituyen la base del saber científico (Jones:
2009, 185; Croft y Cruse: 2008, 82 y 107; Peacock: 2005, 52; Gärdenfors: 2006, 55).
En este ámbito las categorías se pueden definir como conceptos clave y específicos de
una disciplina. El uso de categorías es una condición necesaria de cualquier proceder
científico y por tanto de cualquier disciplina que aspire a alcanzar el estatuto de ciencia.
Son palabras expresamente fijadas que sirven para realizar una investigación y además
poder comunicarla a los demás. Tienen como función principal determinar las unidades
de investigación, operar con ellas y establecer un orden dentro de la variedad de
fenómenos que nos proporciona la experiencia del mundo físico y social. Esta unidad a
la que aspira cualquier tipo de saber únicamente se consigue a través del uso de
categorías. No se puede ver todo ni pensar en todo y sobre todo si es complejo. La
consecuen cia es obvia: hay que seleccionar, limitar y construir diferencias, es decir
categorizar. Solo de esta manera se puede comprender y explicar. De ahí la necesidad
de establecer y operar con categorías.
Es, por otra parte, un proceder que posee una larga tradición en la historia del
pensamiento. Su uso se remonta a la filosofía de Aristóteles, se mantiene a lo largo de
la historia del saber y, por supuesto, en la Antropología social. Así Lévy-Bruhl define
las categorías como principios de unidad en el espíritu para representaciones que,
difiriendo entre sí por todo o en parte de su contenido, lo afectan, sin embargo, de la
misma manera; Durkheim las definió como nociones esenciales que dominan nuestra
vida intelectual (1993, 40); Lévi-Strauss las ve como elementos invariables entre
diferencias superficiales, (1987, 26); Bourdieu como principios de visión y de división
(1997, 174), Lisón Tolosana como palabras-talismán que irradian valor o significado
intensivo en sus respectivos campos semánticos (1998, 3); y recientemente Krotz como
campos semánticos centrales de la antropología (2005, 414). Esta enumeración grandes
pensadores que se han servido del pensamiento categorial no debe tomarse como excusa
para refugiarse en el cómodo principio de autoridad sino para que nos demos cuenta que
es imposible atribuir el rango de ciencia a la Antropología si renunciamos al uso de
categorías.
El1término «categoría» es un vocablo técnico que se puede describir como un
esquema de interpretación de la realidad, un constructo del pensamiento a través del
cual se intenta captar, articular y reflejar la semejanza estructural de un conjunto de
cosas. Su función es agrupar y ello se consigue pasando de los elementos particulares,
de las individualidades, a las propiedades o equivalencias generales, descubriendo y
fijando rasgos o propiedades que son compartidos por los ejemplares que pertenecen a
una categoría o clase específica para poder ser tratados de manera equivalente (Crespo:
2002, 401; Pinker: 2007b, Kubler: 1988, 189; Mondimore: 1998:, 20; Fernández-
Abascal, E. G. et alii : 2001, 213; Sierra: 2000, 120; Riviere y Núñez: 2001, 97-8;
Cuenca y Hilferty: 1999, 32). Las categorías son conocimiento condensado y expresado
lingüisticamente. Son palabras para traducir lo que está expresado en un lenguaje a una
expresión de un lenguaje diferente. Nos ayudan a seleccionar y fijar en las cosas una
cierta cualidad con el fin de que podamos agruparlas, ordenarlas y clasificarlas. De ello

12
se deduce que la categorización es una necesidad básica de los organismos que agrupan
los estímulos del medio en clases significativas. Y por supuesto imprencindimble en el
ámbito del saber. Nuestro Ramón y Cajal lo expresaba maravillosamente: “Nombrar es
clasificar, es establecer filiaciones ideales, relaciones de analogía entre fenómenos poco
conocidos y una noción o principio general, donde se hallan latentes, como el árbol en
su germen” (1946, 76).
Las categorías no son entidades que existan en el universo. Todas las categorías
son constructos mentales y, por tanto, se las debe aceptar con el carácter relativo y
arbitrario de cualquier esquema conceptual. También sabemos que son dependientes de
la cultura en las que se crean y que además el pensamiento occidental ha impuesto sus
propias categorías. Pero también sabemos que ha sido la recreación de las categorías lo
que ha permitido avanzar en el saber. En el clima del saber en el que vivimos,
configurado por el relativismo y el posmodenismo, el progreso en el saber es el
argumento más sólido en en que nos podemos apoyar para defender su uso
(Weizsäcker: 1981, 76). Todo ello implica que no es el criterio de verdad sino el de
fertilidad el que justifica su mantenimiento. Un realismo pragmático que jamas pierde
de vista el horizonte de la verdad: cuanto más prácticas más verdaderas. De este
principio tan simple no se ha dado cuenta ni el posmodernismo ni su reciente
actualización en el poscontructivismo. Su aparición, que tanto impacto tuvo en las
ciencias sociales y de un modo especial en la Antropología, obliga a completar la
definición inicial de Antropología precisando el marco teórico desde el que se estudia la
naturaleza humana y el sentido del hombre: a través de categorías. Y conviene precisar
y aclarar el alcance de esta afirmación porque para estos pensadores en manera
constituyen un apoyo firme puesto que son meras construcciones culturales. Son
muchos los antropólogos y filósofos que sostienen que las categorías son convenciones
arbitrarias, meras construcciones de la mente humana. Veamos una formulación
reciente: “El cerebro reinterpreta lo real y realiza una construcción subjetiva de ideas y
conceptos. Por tanto, no descubre los caracteres que conforman el conocimiento de
manera objetiva, sino que los recrea de manera subjetiva para hacerlos más aptos en una
escala de valores prefijada para armonizar un conocimiento con la necesidad biológica
que tiene el organismo vivo de ese conocimiento. El cerebro no piensa con palabras,
sino que atribuye organizaciones de símbolos, significados y significantes a los rasgos
de la realidad con los que interactúa” (Rodríguez de la Torre: 2010, 23). De ello se
deduce que todo conocimiento es situado y relativo a las necesidades concretas de los
organismos y de los seres humanos, por tanto, producto de un lugar y periodo
determinado y además tan subjetivo que imposibilita la consecución de un
conocimiento neutral de corte universal. Es fruto de de una cosmovisión vigente en una
sociedad y en épocas concretas y por consiguiente es totalmente erróneo pretender que
sean verdaderos. El deconstructivismo, el posestructuralismo y el posmodenismo han
llevado esta tesis hasta sus últimas consecuencias (Mitchell: 2007, 90; Martín Serrano:
2006, 143; Pinker: 2000, 399). Nadie puede negar las aportaciones y la contribución
decisiva de la conciencia posmoderna al desarrollo de la Antropología. El
constructivismo en forma de «mirada hacia adentro» que se ha ejercido en este enfoque
ciertamente tiene su lado positivo porque ha puesto de manifiesto como muchas de las
ideas que consideramos de sentido común y tenemos por verdaderas y sólidamente
fundadas, son en muchas ocasiones meras interpretaciones. “Los continuos progresos en
antropología, sociología, historia y lingüística han sacado a la luz la relatividad del
conocimiento humano y han aumentado el reconocimiento del carácter «eurocéntrico»
del pensamiento occidental, así como de los prejuicios cognitivos producidos por
factores tales como la clase social, la raza y la etnia. Ha sido especialmente revelador el
análisis de género como factor decisivo en la determinación y limitación de lo que se
tiene por verdad. Diversas formas de análisis psicológico, tanto cultural como

13
individual, han desenmascarado más aún los determinantes inconscientes de la
experiencia y el conocimiento humanos (Tarnas: 2008, 500). Pero tambien conviene
reconocer sus fallos y contradicciones porque son precisamente las debilidades de la
Antropología posmoderna de corte reflexivo las que han puesto de manifiesto la
necesidad de recuperar el pensamiento categorial. El saber en manera alguna se puede
reducir a una «interpretación de interpretaciones» como proclaman sus representantes.
En manera alguna se puede reducir a crítica, deconstrucción, rechazo de
interpretaciones ideológicas que mediatizan nuestra visión de la realidad. No podemos
caer en las redes de este dogmatismo de nuevo cuño de antropólogos que se apropian
del papel de ser críticos de la cultura, guardianes de la racionalidad y profetas de las
nuevas y pequeñas utopías de corte narcisista. El perfomativo absoluto posmoderno se
excava, desnuda y reconstruye hasta el infinito (Glucksman: 2010, 207). Lo podemos
ver en esta reciente versión:
Todo es interpretación. Pero no todas las interpretaciones son iguales, como
quisieran los relavistas”
Perogrulladas o discursos vacíos como éste del absolutismo relativo que se absolutiza y
al mismo tiempo se relativiza a sí mismo conducen a un círculo vicioso: Pero una
reflexión sobre este principio también nos lleva a darnos cuenta de una cuestión
importante: lo que necesitamos no es deconstruir sino construir, no contentarnos con
nuevos sueños sino edificar sobre bases firmes. Para ello, y en contra de las tesis
escépticas de Kuhn, lo primero que hay que comprender y aceptar es que el saber no
progresa por saltos revolucionarios sino por perfeccionamiento de categorías. No se
producen revoluciones intelectuales de las que surgen nuevos paradigmas porque la
ciencia es un saber acumulativo. Su historia nos muestra, por ejemplo, que las
categorías de «espacio y tiempo» son conceptos nucleares que aparecen en pensadores
tan distantes y dispares como Aristóteles, Newton y Einstein. Pero la genialidad de
estos grandes pensadores no consistió en rechazar o «deconstruir» estas categorías sino
en ser capaces de exprimir toda su potencialidad teórica y heurística para
perfeccionarlas en lo que a contenido y sentido refiere. “Sabemos por la experiencia que
no hay nada tan infructuoso en la ciencia como el axioma que dice que hay que hacer
algo nuevo, al precio que sea. Con semejantes reglas, la ciencia no habría ido a ninguna
parte. En primer lugar, sin las formas viejas nunca se habrían encontrado formas
nuevas; y en segundo lugar, ni en la ciencia ni en el arte nada surge por sí mismo, es
precisa nuestra creación e inventiva” (Heisenberg: 1971, 219; Weizsäcker: 1981, 76-
77). Y este es el reto que tiene cualquier saber: ejercer nuestra creatividad para dar un
nuevo sentido a las categorías de las que siempre partimos y de esta forma conseguir
una visión más amplia y perfeccionada del tema que abordamos. Lo que necesitamos es
un nuevo Renacimiento que sepa conjugar lo antiguo y lo nuevo pues ese intento ha
sido lo propio de etapas creadoras y además constituye la esencia del verdadero
humanismo (Béji: 2008, 80).
Es cierto que el uso de categorías supone abstraer y generalizar, y
consiguientemente desligarse de la riqueza y especificidad de lo singular y lo individual
que cada persona expresa. A pesar de estas limitaciones es necesario el mantenimiento y
la potenciación del pensamiento categorial tan denostado en nuestros días. Subrayar la
necesidad del pensamiento categorial no significa cerrar el paso a la interpretación
creativa pues como decía Einstein “el hombre de ciencia debe reunir los desordenados
datos disponibles y hacerlos comprensibles y coherentes por medio de un pensamiento
creador” (Einstein e Infeld: 1939, 12; Comas: 1995, 15; Bertaux: 2005, 110). De ahí
que su mantenimiento implique el rechazo de cualquier cierre categorial y la aceptación
de que ninguna categoría es capaz de agotar la riqueza de posibilidades significativas
que contiene la realidad. Sin embargo, no podemos prescindir de un marco categorial
tanto para desenvolvernos en la vida cotidiana como para construir una teoría científica

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sobre el ser humano. Y es que por mucho que proclamemos los límites de esta manera
de proceder, por mucho que nos esforcemos en anclarnos en lo real —y debemos
hacerlo porque de lo contrario desembocamos en el mundo de la especulación salvaje
para construir castillos en el aire— en manera alguna podemos prescindir del enfoque
categorial que guía el pensamiento en la comprensión de la realidad. En efecto, resulta
imposible acceder a una representación del mundo físico, social o cultural sin usar
categorías, tipos, clasificaciones, taxonomías, estructuraciones, etc., es decir, de todo el
instrumental teórico que exige el conocimiento científico. Con estas herramientas
teóricas ordenamos la realidad y además constituyen la base en que el antropólogo se
apoya para describir, comparar y diseñar. En todas las disciplinas existe un cuerpo de
categorías, aquellas que se consideran fundamentales para entender un asunto o tema.
"La construcción de una teoría coherente —esto es, de un conjunto de ideas conexas
relativas a una cuestión global— comienza con la solución de un problema central, es
decir, con el establecimiento de un concepto clave..El concepto que se levanta tiene
implicaciones y por implicación erige otras ideas, las cuales aclaran otros conceptos del
tema global, para responder a interrogantes, a veces ya antes que uno se los plantee. Un
concepto clave resuelve más problemas que los que estaba destinado a resolver"
(Langer: 1966, 13; Nozick: 2003, 77-8; Trinidad, Carrero y Soriano: 2006, 36; Ramírez
Goicoechea: 2007, 54). También en el campo de la Antropología que desde sus
orígenes fue elaborando, perfeccionando y cuando fue necesario creando nuevas
categorías de interpretación del ser humano.
Las categorías son ideas directrices que guían pero en manera alguna determinan
la investigación. Y es que el uso de categorías tampoco implica una visión esencialista
puesto que se parte de la necesidad de respetar la complejidad de los temas y en manera
alguna reducirlos a meros signos, a objetos puros y abstractos. Ni son una mera
construcción de la mente humana ni tampoco una imagen fiel y exacta de la realidad. Se
contrastan experimentalmente y por ello pueden ser modificadas e incluso suprimidas a
medida que se avanza en la investigación. En efecto, no siempre podemos usar
categorías especialmente diseñadas para una investigación y nos vemos obligados a
recrearlas en el curso de la propia investigación. Cuando un buen antropólogo se decide
a conocer e interpretar los modos de vida de una determinad sociedad siempre debe
cuestionar sus propias categorías para asegurarse de que no está contruyendo el objeto
de su investigación. La experiencia del trabajo de campo nos lleva a la conclusión que
todo trabajo de investigación serio casi siempre conduce a reelaborar las categorías
usadas para adecuarlas a la complejidad de los hechos. En este enfoque la cuestión de la
verdad pasa a un segundo plano para dar prioridad a la fertilidad, es decir, a la
capacidad para abrir nuevas vías de interpretación y comprensión. Y de categorías se
sirve porque anticipan y guían la investigación que inicia para entender y comprender
cada vez más y mejor una determinada realidad. Pero no se aferra a ellas porque es
consciente de que “no existe una verdad definitiva: los paradigmas y las epistemes son
inevitablemente construcciones sociales, productos de un tiempo y espacio particulares.
Sin embargo, algunas construcciones son menos adecuadas que otras para entender el
mundo, y cuando no esclarecen nada y se demuestra que son contrarias a la experiencia
es preciso revisarlas o abandonarlas” (Descola y Pállson: 2000,20; Calame: 2002, 60;
Auge y Colleyn: 2004, 11). Este criterio de fertilidad es el que nos permite comprender
que todas las categorías son provisionales y por tanto revisables, es decir, susceptibles
de modulaciones, matizaciones y ampliaciones. La rigidez categorial está reñida con la
ambigüedad y polisemia que entrañan los hechos que el antropólogo investiga. De ahí
que las categorías rígidas no tienen cabida en el campo de la Antropología. Sin
embargo, sí debe apostar por una ontología y una epistemología realistas en la medida
que las categorías refieren a lo que existe y es cognoscible.

15
La categorías no pueden congelar el dinamismo creador de las personas que
crean y recrean continuamente sus modos de orientar su vida en el mundo físico y
social. Las categorías, sobre todo las clásicas, deben ser un impulso nunca un lastre. Por
ello hay que usarlas siempre como conceptos abiertos de modo que puedan reflejar el
carácter dinámico del ser humano y con ello ser fértiles de cara a la comprensión del
hombre. Esta potencialidad heurística se manifiesta en dos aspectos que se deducen de
la definición de la ciencia como tensión entre experiencia e imaginación creadora y que
podemos aceptar como criterios últimos de validez. De una parte, promueve el
desarrollo de nuevos puntos de vista dentro de los temas desde los cuales se estudia al
hombre. Y por el lado de la experiencia abre nuevos temas de investigación que
prolongan o renuevan los lugares privilegiados desde los que nos acercamos al tema de
lo humano. Ello es en última instancia lo que posibilita el avance cuantitativo en una
disciplina. Y de otra parte, si el tema lo exige construye nuevas categorías de
interpretación del ser humano. Se trata de una dimensión relevante puesto que la
creación y la recreación de las categorías de interpretación es lo que realmente permite
el avance cualitativo del saber cuando los paradigmas vigentes están agotados. “De
hecho, las categorías perceptuales basadas en estructuras neuronales, reforzadas por la
categorización conceptual y asistidas por la planificación y elección conscientes en un
medio lingüístico, han conducido al desarrollo de los extraordinarios sistemas de
pensamiento que subyacen a la investigación científica del mundo” (Edelman y Tononi:
2000, 259; Ellen: 2008, 593; Jones: 2009, 185; Martin y Sugarman: 2009, 21).

B.- ORIENTACIONES DE LA ANTROPOLOGÍA


Existen múltiples enfoques desde los cuales se ha pretendido desvelar la
naturaleza humana y el sentido del hombre. A lo largo de la historia del pensamiento se
han ido elaborando diferentes categorías de interpretación y elaborado diversos modelos
del hombre en los que se han seleccionado o destacado rasgos que se consideran
importantes según criterios de relevancia que se ajustaban al horizonte mental vigente
en una época concreta. Podemos tipificar para organizar esta riqueza de interpretaciones
distinguiendo tres grandes orientaciones que dependen del marco teórico y de las
categorías usadas, y que todavía están presente en nuestra cultura. Aunque la
interdisciplinariedad del saber hace que se mezclen, apoyen y solapen entre sí, se
pueden diferenciar en aras de la exposición.

1.- El enfoque metafísico:


Es un punto de vista que investiga tanto el ser como el fundamento del ser
humano. Estudia la naturaleza y el sentido del hombre a través de categorías de corte
ontológico. Su objetivo es alcanzar una teoría del «ser» del hombre, es decir, desvelar la
estructura entitativa del ser humano. Pues bien, existen diversas y variadas versiones de
este enfoque metafísico, pero el más relevante y el que aquí realmente nos interesa
conocer es el que proviene de la denominada «Antropología filosófica».
La Antropología filosófica es aquella rama reciente de la filosofía que intenta
aclarar y establecer los aspectos fundamentales de la estructura ontológica del ser
humano, desvelar la unidad integrada que lo constituye, es decir, su naturaleza y desde
ella el lugar que le corresponde en el mundo. Lo recordaba el sociólogo N. Luhmann:
“Prácticamente nadie negará hoy en día que la antropología humanista de la tradición
europea iba unida a una metafísica ontológica. Esto significa que en dicha tradición la
descripción del hombre obedecía a un esquema objetivo. Desde la perspectiva de la
ontología esto había sido interpretado como el problema de la esencia humana, o como
el problema de que era el hombre en sí mismo” (Luhmann: 1998, 215; Honneth y Joas:
1988, 44; Nipperdey: 1978, 40; Fischer: 2006, 322; Marquard: 2007, 136; Torralba:
2008, 27). En efecto, Scheler, fundador, junto con Plessner y Gehlen de esta disciplina,

16
la definió como estudio de la esencia del hombre: das ganze Sein des Menschen
(Scheler: 1960, 145). La categoría clave de «esencia» se puede tomar en un doble
sentido: lato y estricto. En sentido lato, refiere a cualquier propiedad o característica,
cualquier nota o conjunto de notas de un ser que nos posibilite su conocimiento. En
sentido estricto dice relación al núcleo constitutivo de una cosa, aquello por lo una cosa
es lo que es y no es otra cosa, a la unidad primordial de un ser. El conocimiento de la
esencia permite entender lo más específico del ser humano y al mismo tiempo sirve
para diferenciarlo del resto de los seres del universo. Recientemente se ha descrito
como el estudio de aquello en lo que el conjunto de humanos, pese a todo,
participamos. Estudio de problemas, necesidades, etc. que son comunes a todos y a cada
uno de cuantose participamos de aquello que denominamos esencia humana. De manera
sintética: estudio de los principios esenciales del ser y del obrar humanos, es decir, de la
naturaleza humana “La naturaleza de un ser expresa su forma de ser y actuar: sus
cualidades esenciales y sus operaciones” (Ayllón: 2011, 44; García Cuadrado: 2006, 24;
Cabada Castro: 2005, 28; González Garza: 2005, 216; Morin: 2003, 16; Aranguren
Echeverría: 2003, 21; Evens: 2001, 75; Beorlegui: 1999, 45; Metzinger: 1996, 103).
La esencia del hombre en la cultura occidental siempre se había identificado con
racionalidad. Se había convertido en un tópico definir al ser humano como ser racional.
La visión intuitiva del pensamiento humano que propone Scheler abre nuevas vías de
interpretación que culminan en la obra de Cassirer quien define al hombre como
«animal simbólico». Con esta nueva visión del hombre este pensador no niega la
racionalidad pero subraya la libre creatividad del espíritu: la conciencia del hombre abre
un horizonte creativo de expansión y de mayor comprensión. En efecto, la conciencia
proyecta todo su contenido psicocultural sobre los objetos otorgándoles preñez
simbólica que multiplica el significado y la trascendencia de los mismos. Pero es a
partir de la obra de Heidegger cuando la ontología se convierte en análisis existencial:
desvelamiento de las estructuras y categorías fundamentales de la existencia humana.
Para este filósofo «Ontología» y «ontológico» mientan un preguntar y determinar
dirigido hacia el ser en cuanto tal, sin embargo qué ser y qué modo de ser queda
totalmente indeterminado (Heidegger: 1982, 7). En ver de estudiar el «ser» del hombre
se centra en la investigación de los modos de ser y la clave que nos da acceso a su
comprensión es la hermenéutica. En sus lecciones de 1934 lo expresa con claridad:
“Frage und Anwort nach dem Wesen des Menschen haben sich uns von Grund aus
gewandelt… Wir begriffen das sein des Menschen als Zeitlichkeit, Sorge, Sorge des
Bestinmung”. Pues bien, las diversas perspectivas desde las cuales se ha enfocado el
estudio del «comportamiento del hombre en el mundo» históricamente conformado ha
dado origen a diferentes escuelas dentro de la antropología filosófica: trascendental,
cultural, hermenéutica, dialéctica, filosofía de la acción, etc. En la actualidad prima la
corriente narrativa: somos lo que expresamos ser y además necesitamos que los demás
lo reconozcan. Somos el personaje que aspiramos a representar en el drama de nuestra
existencia histórica. Es la identidad de la historia la que hace la identidad del personaje.
El relato construye la identidad de las personas, que podemos llamar su identidad
narrativa, base y fundamento de la individualidad y guía que orienta al hombre hacia su
madurez personal. "La individualidad se desarrolla en el tiempo en tanto que relato de
una vida. (Schwanitz: 2002, 493; Ricoeur: 1990a, 143; Ricoeur: 1990b, 85; Mactintyre:
1981, 40; Taylor: 1989; 47; Rivas: 2000, 75; Sennett: 2001, 249).
En esta orientación la categoría de naturaleza humana es la base y el fundamento
de una ética que proporciona las reglas que orientan el sentido de la vida. La naturaleza
humana es el único a priori antropológico desde el que se puede fundar una Ética
racional y universal. En ella se sustentan ciertos valores y normas básicas que deben
orientar la vida de las personas. “Estos valores son legítimos para todos los hombres y
están arraigados en la naturaleza humana, en la misma condición de su existencia”

17
(Fromm: 2007, 17; Trias: 2001, 114-15; Ruiz Díaz: 2001, 7; Ladriere: 1999, 163-4).
Este enfoque permite entender, sin renunciar a la perennidad de los valores, su carácter
histórico. Lo que cambia es la concretización de los valores por parte de los miembros
de una determinada sociedad. Solamente desde estos supuestos se podrá superar la falsa
distinción entre Ética descriptiva que esta enfocada al descubrimiento de los valores
vigentes en una sociedad (Estadística cultural), y la Ética normativa que nos aporta
criterios para juzgar la validez de esos valores. Una etica absoluta que prescribe el
respeto a las personas, la protección de la vida, y el respeto a dignidad del prójimo en
las que se basan los Derechos Humanos. “¿Qué es la condición humana hoy? El hombre
es a la vez un ser autónomo y un ser relacional: se dignifica pensando y decidiendo por
sí mismo y, a su vez, se crece y se configura socializándose. Ahí está el nudo de la
condición humana: para poder hablar de ella necesitamos un mínimo factor común: el
denominador de especie. La coexistencia de múltiples relatos entre los humanos no
impide que la condición humana sea pensable como un todo: una sola especie, una
verdad universal posible, una moral mínima compartida. El relato que debía cubrir esta
función tiene un nombre: derechos humanos” (Ramoneda: 2010, 61). Afirmar su
existencia es una tarea urgente porque en el clima intelectual de nuestros días
predomina y campea a sus anchas el relativismo en cuestiones éticas. Es bastante común
aceptar que los valores solamente tienen vigencia en tanto que son aceptados
socialmente. En efecto, cada vez más y más se va consolidando en nuestra cultura una
sutil forma de relativismo: la estadística. Esta herramienta sociológica se esta
constituyendo en Ética normativa como ya anticipara A. Huxley: "Los más importantes
proyectos Manhattan del futuro serán vastas encuestas promovidas por los gobiernos
sobre lo que los políticos y los científicos que intervienen en ellas llamarán «el
problema de la felicidad» —en otras palabras, el problema de hacer que la gente ame su
servidumbre" (Huxley: 1931, xxiii; Appadurai: 2007, 108). Es cierto que la idea de lo
universal es un producto de la cultura judeocristiana y que ha producido amargos frutos:
violencia totalitaria en forma de liberalismo y comunismo, colonialismo, racismo
cultural, destrucción de culturas originarias, etc. Esos excesos todavía constituyen un
escollo que todavía tenemos que superar, pero ello en manera alguna implica renunciar
al ideal de una ética universal. “Todos los demócratas deberíamos estar atentos a esos
valores de la tradición que dio origen a Europa y a la cultura occidental. Defender los
valores propios de la tradición judeocristiana es deber de todos, porque la democracia
necesita fundamentos sólidos, compartidos por todos los ciudadanos. Por eso creo que
no son estas conquistas exclusivas para los cristianos. Si ha tenido lugar un feliz
hallazgo, ha de ser disfrutado y respetado por todos, también por parte de un ateo, un
agnóstico o un creyente de otra religión distinta de la cristiana. El 'todo vale' acaba por
ir en contra del hombre, sea cristiano o no. Una conquista que ha durado siglos,
sangre y no pocos errores debe ser mantenida no porque sea cristiana, sino porque es
la mejor de las posibles para todos los ciudadanos europeos. No hace falta ser
creyente para apreciar los valores de una civilización. La mente occidental ha creado
una cosmovisión que ha proporcionado enormes beneficios a la humanidad (Tarnas:
2008a, ). Es una ganancia de la civilización cuya negación desemboca a la larga en un
relativismo y en la pérdida del sujeto que es el gran problema que ha tenido que
afrontar toda la historia de la sociedad occidental. Desgraciadamente el nihilismo
posmoderno ha contribuido decisivamente a precipitar y finalmente consolidar esta
tendencia. Complejidad y multiplicidad de las realidades humans. “El desafío dialéctico
que muchos experimentan consiste en desarrollar una visión de una cierta profundidad o
universalidad intrínseca que, aunque sin imponer ningún límite a priori a la gama de
interpretaciones legítimas, aporte de alguna manera auténtica y fructífera coherencia a
partir de la fragmentación presente y suministre también un terreno más fértil de
perspectivas y posibilidades para el futuro”. Es una tarea de cíclopes revertir esta

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tendencia, y por ello frente a esta forma de relativismo conviene repetir
incansablemente que hay universales morales. Hay comportamientos que se tienen por
buenos, y a otros que se tienen por malos. No todo está permitido. La raza humana,
sencillamente, desconoce el relativismo moral. Es decir: algunas cosas no son relativas.
Hay pocas, difíciles de conocer y sobre todo respetar, pero haberlas, haylas (Giner:
2008, 24; Pera: 2008, 3; Tarnas: 2008a, 515-516).

2.2 El enfoque biofísico:


Es un enfoque del saber que aspira a proporcionar una explicación científica de
la mente y de la naturaleza humana. Estudia la naturaleza y el sentido del hombre
tomando como base de sus investigaciones categorías tomadas de las denominadas
«ciencias duras» en sus diferentes modalidades: la ciencia cognitiva, la neurociencia, la
genética del comportamiento, la psicología evolutiva, etcétera. Sostienen que ya
estamos llegando a una comprensión de la naturaleza humana capaz de cerrar las
últimas fracturas en el conocimiento: las divisiones entre la materia y la mente, y entre
la biología y la cultura. Este enfoque promete llevar a una comprensión especialmente
satisfactoria y profunda de lo que somos, cumpliendo con el antiguo mandato del
conócete a ti mismo. Es una interpretación de la naturaleza humana que se inicia y
sustenta en el paradigma evolucionista y culmina en la actual Neuroantropología.
Promueve una concepción diferente de quiénes somos y como podremos ser los seres
humanos y que propiciará cambios revolucionarios en nuestros modos de ser y pensar.
Se trata una nueva y comprensiva Antropología que debe poseer desde el punto de vista
teórico el rasgo de coherencia conceptual y además estar libre de contradicciones
lógicas, atenerse los hechos y, sobre todo, tener en cuenta las decisivas aportaciones de
las ciencias Neurobiológicas (Lamote de Grignon: 2003, 175; Wulf: 2008, 162;
Metzinger, 2009, 212; Praetorius: 2009, 337). En él se promueve una concepción
dinámica de la Naturaleza y de la naturaleza humana y en cuyo desarrollo la conciencia
desempeña un papel esencial. Suponen que fue en las primeras etapas de la humanidad
cuando a través de la selección fueron apareciendo una serie de comportamientos
adaptativos que son los rasgos universales que conforman la naturaleza humana
universal. Tienen su soporte en diferentes órdenes de realidad que se concentran en el
ser humano definido como un sistema psicobiofísico cuyo núcleo reside en un conjunto
de módulos neuronales de los cuales emerge la conciencia. De ahí que entre sus
objetivos prioritarios esté el desvelar el que hoy se considera uno de los mayores
enigmas del saber: misterio de la conciencia. Es un programa de investigación que se
fundamenta en el siguiente axioma: los mecanismos y procesos cerebrales son causas
necesarias y suficientes para explicar la estructura y el funcionamiento de la conciencia.
La posesión de conciencia proporciona ventajas adaptatativas a los organismos que la
poseen. La aparición de la conciencia humana, raíz del pensamiento y del lenguaje,
supone una revolución en un universo sometido a un constante y creativo cambio. Pues
bien, en cualquier modelo de la conciencia se debe partir de los conocimientos que
proporciona la biología evolucionista sobre la estructura, la función, el desarrollo y la
evolución del cerebro. El cerebro humano constituye toda una recapitulación de la
evolución animal. Se puede seguir la secuencia evolutiva que va desde el nivel de red
nerviosa —centro de control simple e indiferenciado— que poseen los organismos más
simples hasta el sistema nervioso centralizado de los animales y el hombre para ver
cómo encaja la conciencia en el orden natural de las cosas. Se parte del supuesto de que
progresivamente van apareciendo los siguientes niveles de organización para explicar la
secuencia evolutiva que desemboca en el cerebro humano:
2

19
(a) Conjunción de átomos que en circunstancias propicias hace posible el
surgimiento de las moléculas.
(b) Nivel celular compuesto por redes con múltiples prolongaciones y
que culmina en la construcción de circuitos neuronales.
(c) Cerebro altamente desarrollado y complejo con la capacidad de
percibir y pensar, sede del entendimiento y del lenguaje y cuyo núcleo
está constituido por la conciencia.
Fue Darwin quien abrió un nuevo camino para avanzar en el conocimiento del
origen y la evolución de los seres vivos y quien predijo que su teoría nos permitiría
llegar hasta el mundo de la conciencia humana. Pues bien, una prolongación del
paradigma evolucionista son las denominadas «ciencias de la complejidad» (Sanjuán:
2007, 894). En ellas se pretende evitar las consecuencias reduccionistas que implica la
teoría darwinista de la selección natural que llevada hasta sus últimas consecuencias
desemboca en la negación de la creatividad, es decir, de la aparición de organismos
nuevos o modificación de su estructura en el curso de la evolución. En ellas existen tres
conceptos clave: «sistema complejo adaptativo», «emergencia» y «causalidad circular»
(Alvarez Munárriz: 2005a, 25; León y García: 2007, 212). El modelo que sirve para
elaborar una teoría básica del hombre se prolonga actualmente en los conocimientos
que aportan las neurociencias. Las ciencias del cerebro están recomponiendo y
configurando un nuevo marco teórico sobre el hombre en el que convergen los
conocimientos empíricos y las teorías científicas provinientes de casi todos los campos
del saber. En3este enfoque la conciencia aparece como el emergente superior del
sistema cuerpo, más en concreto del cerebro. “Parto de la experiencia subjetiva como
algo dado y asumo que la actividad del cerebro es tanto necesaria como suficiente para
que las criaturas biológicas tengan experiencia de algo. Nada más se necesita. Busco la
base física de los estados fenomenales con las células del cerebro, sus organizaciones y
actividades. Mi objetivo es identificar la naturaleza específica de esta actividad, los
correlatos neuronales de la conciencia, y determinar hasta que punto el correlato
neuronal de la conciencia se diferencia de la actividad que influye la conducta sin
desencadenar la conciencia” (Koch: 2004, 19; Damasio: 2010, 38; Shet y Baars: 2005,
15; Kamitani y Tong: 2005, 680; Kandel: 2006, 382; Edelman: 2006, 1/15).
La4conciencia es la raíz del comportamiento inteligente y libre. Su estudio se está
conviritiendo en uno de los retos más apasionantes tanto para los humanistas como para
los científicos debido al escaso conocimiento que poseemos de esta facultad. Hay una
gran distancia entre lo que se sabe y lo que es mera especulación y además se necesita
un conocimiento mucho más profundo de cómo funciona la intrincada red de células
nerviosas que conforman el cerebro. A pesar de estas limitaciones esta visión que
proviene de la neurobiología y que se está desarrollando lenta pero de manera segura
nos proporcionará una nueva imagen de lo que es el ser humano. Además el progreso en
la comprensión de los mecanismos y procesos cerebrales que explican el surgimiento de
la conciencia tendrá un enorme impacto en la terapia y cura de enfermedades mentales.
Un tema crucial para la sociedad que se nos avecina en la que la salud y la calidad de
vida se están convirtiendo en valores fundamentales con el aumento de la esperanza de
vida de las personas.
En esta orientación se parte del supuesto de que en el mundo no existen cosas
como «si-mismos», se habla del mito del self y se rechaza el concepto de agencia por
no ser necesario para explicar la actividad humana. Son muchos los neurocientíficos

20
que sostienen que el yo puede ser una ficción cerebral, una más a las que el cerebro nos
tiene ya acostumbrados. Argumentan, en primer lugar, que en el desarrollo
ontogenético ese yo aparece sólo tras algunos años de vida. En segundo lugar, que
parece ser una construcción cultural, es decir, que la experiencia de nuestra propia
persona depende del entorno cultural en el que esa persona se desarrolla. Y en tercer
lugar, que ese yo no es indivisible, como lo muestra el caso de los enfermos con cerebro
partido o escindido, donde existen dos yos diferentes, o en la enfermedad conocida
como el trastorno de personalidades múltiples. De ahí concluyen que la idea del yo, el
sentimiento de mismidad es una ilusión, un falso mito que crea nuestra conciencia. Esta
es un fenómeno emergente que surge de la actividad del conjunto de neuronas. Nuestra
mente se reduce al cerebro que se compone de un conjunto de módulos que en la
mayoría de los casos funcionan de manera inconsciente. No somos una entidad unitaria
sino una sociedad de mentes distintas. La arquitectura de la mente es social y lo que
realmente da consistencia al ser humano es la intercomunicación que se convierte en el
fundamento básico de toda identidad.
Anuncian la aparición de un nuevo ciclo del pensamiento que puede ayudar a
mejorar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos haciéndolo más acorde con
nuestra naturaleza. Va a permitir el surgimiento de una concepción nueva y diferente
que explique definitivamente quiénes somos los seres humanos y será la base de una
nueva cultura capaz de afrontar los cambios sociales revolucionarios que se nos
avecinan. Se espera encontrar una respuesta convincente de por qué los seres humanos
somos diferentes, y en qué grado ésto se ven afectado por la biología, por la educación
o por el contexto, es decir, responder a este interrogante: ¿el hombre nace o se hace?. El
motor de esta nueva fase en la historia será la Neuroética que nos proporcionará un
adecuado conocimiento de cómo opera nuestro cerebro, órgano productor de cuanto
somos y origen último de cómo nos comportamos. Desde estos supuestos se sostiene
que se puede intentar explicar la naturaleza humana comprendiendo mejor el sustrato
físico de nuestros pensamientos. Afirman que las actuales investigaciones nos están
mostrando que existen muchos aspectos del comportamiento moral que están
incorporados a la naturaleza de nuestro cerebro, mezclados con otras reglas que
provienen de vivir en un grupo social. Ello nos obliga a reconocer que las personas
deben su manera de ser a la naturaleza de su cerebro, que allí es donde se construye lo
que somos, es decir, nuestra propia naturaleza. “La Neurociencia es el camino para
conocer las causa últimas por las que las conductas se mueven y se rigen. La
neurociencia le ayudará a comprender y a comprenderse (que no es lo mismo que
justificarse). La Neurociencia está creando un edificio donde se busca la verdad de cada
proceso mental por sublime que éste sea y el edificio tiene forma de cerebro” (Tirapu.
2008, 279; Gazzaniga: 2007, 103; Singer: 2007, 40; Mora: 2007, 31; Pinker: 2007a, 86;
Metzinger: 2006a, 25; Wilson: 2006, 99-100; Punset: 2006, 87; Pinker: 2005, 58;
Tooby y Cosmides: 2005, 5; Buller: 2005, 12).
Todas las culturas de la humanidad, en cualquier época y en cualquier rincón del
planeta, han afrontado la sensación de orfandad y angustia que surge cuando se
preguntan por el puesto del hombre en el cosmos. Han ofrecido una respuesta a través
de sistemas de creencias, mitos y/o dogmas que el pensamiento posmoderno ha tachado
despectivamente de «metanarrativas». Ha sido nuestra cultura tecnocrática la primera en
la historia que, por el contrario, ha procurado reprimir la pregunta misma. Pero la
cuestión de la «seguridad ontológica» se le cuela por la puerta trasera. En efecto, al
mismo tiempo que la filosofía posmoderna deconstruía y rechazaba los grandes relatos,
los científicos elaboraban y nos contaban la más grande, fascinante y hermosa de todas
las narraciones que uno pueda imaginar: la historia del «Gran tiempo» que se inició
hace 13.730 millones de años según datos recientes que proporciona la sonda espacial
Wmap de la NASA. Una grandiosa teoría que pretende explicar el origen y el sentido

21
de todo lo que existe. En ella se afirma que en los primeros minutos se produjo y
desencadenó algo parecido a una gran explosión (Big-Bang) que dio origen al cosmos
que habitamos. Un cuento maravilloso que los cosmólogos nos aseguran y además
garantizan que es cierto por ser una descripción coherente y consistente del Universo
(Singh: 2008, 422), una narración que ha calado profundamente en la cultura occidental
porque conecta con toda la tradición eurocéntrica que jamás ha renunciado a explicar el
sentido del todo. En ella también se nos dice cuál es el significado y el sentido de la
vida humana: satisfacer la libertad de elegir, de actuar y de construir no solo nuestro
futuro sino el de toda la humanidad y el de la economías planetarias en las que estamos
profundamente implicados. “Estamos en plena transición histórica de observadores
pacíficos de la danza de la naturaleza a coreógrafos de esta danza, con la capacidad de
manipular la vida, la materia y la inteligencia. Sin embargo, ese poder importante va
acompañado de una gran responsabilidad para asegurar que las fuentes de nuestras
esperanzas se usen consolidaridad y en benficio de la Humanidad” (Kaku: 2008, 405;
Rose: 2005, 304; Christian: 2005, 571-2; De la Pienda: 2006, 263; Laszlo: 2007, 37). Y
la única vía para lograrlo es ejerciendo la facultad más específica del hombre: la
conciencia reflexiva. El proceso de concienciación constituye una dimensión
fundamental del comportamiento humano y uno de los factores más relevantes que en
un proceso de realimentación incide en la configuración de la propia conciencia y por
consiguiente uno de los factores más relevantes en la configuración de la identidad
personal. Lo que nos hace más humanos es “el hecho de poder hacernos autoconcientes,
reflexionar sobre nuestros sentimientos y describirlos, tomar decisiones y modificar
profundamente nuestra conducta emocional” (Solomon: 2007, 314; Brook: 1998, 583).
Las personas son más plenamente personas ellas mismas y están más abiertas al mundo
cuando pueden tener conciencia de sí mismas. Por ello los ciudadanos deben
convercerse de que no solamente constituyen un yo diferenciado y aparte dentro del
medio en el que se hallan coimplicados, sino que también pueden devenir centros
dinámicos y creadores, que esta capacidad de autocreación puede y deber ser el punto
de partida desde el que deben comenzar a proyectar su existencia concreta. Solamente
la conciencia es la facultad que nos posibilita mirar la realidad física y social con
nuevos ojos para poder transformarla. “Cualquier individuo, de hecho, debe
pretenderlo, si quiere permanecer cuerdo, conferir cierto orden y coherencia a la
corriente de sensaciones, emociones e ideas que fluyen a su conciencia desde el interior
o el exterior. Cada uno de nosotros está obligado a hacer por sí solo lo que en épocas
anteriores hacían la familia, moral, la Iglesia, y el Estado; es decir, formar los mitos
según los cuales poder dar cierto sentido a la experiencia” (May: 1998, 145). En efecto,
la conciencia debe ser vista como el fundamento desde el cual puede surgir el sentido.
El yo consciente es el núcleo desde el que se debe articular la trama que da sentido a
toda su vida, es decir, las múltiples significaciones de la experiencia y de la acción en la
existencia humana. "Cobrar conciencia es también volver en sí, pues no se puede cobrar
conciencia de algo sin saberse consciente de ello, sin volver a la propia conciencia. De
modo que en rigor cobra conciencia es también recobrar el sentido” (Segovia: 2005, 9).
Pero esto último es lo que falta en la sociedad actual. Los individuos viven en una
sociedad acelerada y no tienen ni espacio ni tiempo para reflexionar, deben tomar
decisiones rápidas y actúan guíados por una conciencia orientada y reificada por un
bombardeo continuo de informaciones las cuales saturan y embotan la atención
individual y colectiva. En este contexto no pueden construir libremente su propia
biografía y poco a poco pueden terminar por convertirse en la suma de hábitos y sus
roles externos, es decir, en robots: una máquinas que cuanto más información reciben
más expertas, cuanto más expertas más mecánicas y, en definitiva, menos conscientes.
De ahí la relevancia de recordar el lema propuesto por Osho: "A menos que la
conciencia penetre en tu ser, seguirás siendo una máquina" (Osho: 2007, 150; Arnaiz

22
Konpanietz: 2010, 45; Beriain: 2008, 178; Fromm: 1980, 266; Kerckhove: 1999, 38;
Tulku: 2002, 58; Tolle: 2006, 31; Koch: 2007, 63; Berardi: 2007, 57; Ferry: 2007, 282;
Doménech: 2008, 323). A ello están contribuyendo muchos enfoques reduccionista de
la conciencia que la identifican con esa masa compacta de sustancia gris y sustancia
blanca que conforma el cerebro. Es una visión reificante el intento de explicar el sentir
y el actuar humanos mediante el mero análisis de las conexiones neuronales en el
cerebro pues se prescinde y abstrae de todo saber del mundo de la vida y con ello se
está tratando al ser humano como a un autómata sin experiencia, en último término,
como una cosa (Honneth: 2007, 17). Frente a cualquier intento de reificación se debe
resaltar la necesidad de ejercer continuamente las posibidades de la conciencia
reflexiva, fuente de la identidad y libertad personal. Lo que necesitan los miembros de
nuestra sociedad es desacelerar para ser dueños de sí mismos. Urge ordenar nuestras
vidas con energía pero orientada según hábitos lentos, reaccionar en la vida cotidiana
con tranquilidad, con equilibrio, inteligencia y cordialidad (Ariz-Navarreta: 2007 29).
En una sociedad fragmentada la autoconciencia es raíz y el fundamento del que puede
surgir la unidad y el sentido de la vida humana. Su ejercicio es la única vía que nos
puede liberar del indidualismo narcisista que conforma nuestra cultura y cuyo símbolo
es el consumo sin límite de nosostros mismos y sobre todo de los recursos del planeta.
“Esta toma de conciencia hace que el individuo pase de ser mero objeto de procesos,
sistemas y estructuras a sujeto de transformación, se convierte en agente activo de la
resistencia, de la defensa del planeta y de la vida, del cambio posible” (Toledo: 2010,
366). Acuciados y obsesionados por el deseo irrefrenable de consumir no tenemos o se
nos niega el tiempo necesario para procesar e integrar la información en nuestra mente
consciente. Sin el apoyo de los marcos y normas sociales que antaño orientaban de una
manera segura nuestra vida, ciertamente que podemos ejercer nuestra libertad de
decisión, pero la ejercemos a través de un yo desagregado y plural. Lo único que puede
dar sentido a través vida es la participación consciente y activa en la configuración de
los contextos sociales, la invención de uno mismo dentro del mundo consumista en el
que vivimos. Se trata de caminar hacia el «individualismo responsable». No implica la
renuncia al consumo ni al desarrollo sino que obliga a concienciarse de la necesidad de
practicar un nuevo estilo de vida ausatero y, sobre todo, acorde con los principios de un
desarrollo no solo sostenible sino sobre todo culturalmente compatible como nos enseña
el enfoque sociocultural. El reto que tenemos por delante es la construcción consciente
de la humanidad que pasa por la coevolución de las conciencias desarroladas en el
interior de cada cultura y de esta manera poder caminar hacia la construcción de la
conciencia de la especie. El desafío es construir un futuro más humano y menos
homínido a nivel planetario. “Si la creatividad se orienta con éxito, aunque sea
modestamente, permitiremos una vez más que la conciencia cumpla su papel
homeostático y regulador sobre la conciencia. Saber ayudará a ser. Sea como sea, la
mejora de la existencia que nos ha caído en suerte es precisamente aquello en que
consiste la civilización, esa consecuencia principal de la conciencia, y lo que por lo
menos durante tres mil años lleva intentando con mejor o peor resultado” (Damasio:
2001, 319; Carbonell: 2007, 164). El estudio de los «progresos» pero también de los
«pregresos» de la civilización es el objeto específico de la Antropología sociocultural.

3.- El enfoque sociocultural:


La Antropología Social estudia la naturaleza y el sentido del hombre a través de
la descripción y comparación de la gran riqueza de expresiones y enorme variedad de
grupos sociales en los que se manifiesta la naturaleza humana. Esa fue sin lugar a dudas
la finalidad que perseguían de los fundadores de esta disciplina. A través de la
descripción e interpretación etnográficas intentaban buscar datos que les permitieran
fijar categorías y leyes que les permitieran entender la estructura y el cambio a largo

23
plazo de la sociedades. Siempre fue un enfoque transcultural, es decir, de toda la
humanidad. Pero más alla de las variaciones y expresiones fenoménicas su objetivo
último era encontrar las constantes de la naturaleza humana. “No obstante, la razón
principal cabe en pocas palabras: existe una “naturaleza humana” y es la vocación del
antropólogo estudiarla. Por consiguiente, la Antropología es la ciencia histórica y
natural de la cultura, término que remite aquí a la infinita diversidad de las formas del
compartir. Está justificado ver en ella una ciencia, de hecho indispensable, a condición
de asumir plenamente esta definición de la disciplina. En efecto, gracias a este doble
enraizamiento en las ciencias históricas y naturales, la Antropología afirma su
especificidad de ser la única disciplina capaz de pensar juntos lo particular y lo
universal” (Candau: 2008, 278; Bloch: 2005, 2; Sperber: 1982, 89; Pujadas: 1999, 8;
Fernández McClintock: 1983, v). el hilo conductor que orienta el estudio de esa
multiplicidad de manifestaciones de la naturaleza humana es la de «Cultura». “Más que
la singularidad de los individuos, a la antropología le interesa la repetición de los
elementos del comportamiento de los hombres y el orden de estos elementos dentro de
patterns (patrones) que reciben el nombre de cultura" (Cone y Pelto: 1977, 11; Beals y
Hoijer: 1974, 749). Es una categoría central en la medida que permite vislumbrar la
relación o unión entre conceptos teóricos de cara a poder dar una explicación de los
fenómenos sociales. Constituye el objeto específico de investigación de esta disciplina.
Y aunque no debemos caer en la tentación de dar definiciones definitivas y cerradas,
una buena aproximación es describir esta orientación como el estudio global,
comparado y aplicado de la cultura en sus diferentes modulaciones sociales. En esta
línea hay que situar la descripción que nos proporcionan Auge y Colleyn: “La
descripción minuciosa de los comportamientos humanos en su contexto histórico y
cultural, por un lado, y la comparación con otras formas en el tiempo y el espacio, por
otro, fundamentan la capacidad de análisis de la antropología. Por esta misma razón, la
antropología sobrepasa su definición en términos de objetos y métodos para desembocar
en un auténtico proyecto intelectual. A través de la confrontación de modelos, de
normas, de esquemas culturales, de horizontes de pensamiento, a través de su
comparación, la idea es examinar la condición humana” (Auge y Colleyn: 2004, 25). En
efecto, es la riqueza de formas de vida, tanto presentes como pasadas, de cualquier
época y región, que están configuradas por una determinada cultura y constituyen
sistemas socioculturales específicos, los supuestos que conoforman la base y el
fundamento desde el que se pretende responder a la pregunta qué es el hombre. La tarea
del antropólogo se concentra en el análisis de la diversidad de sociedades configuradas
por diferentes culturas en las que desarrollan su vida los individuos. En el trabajo de
campo, a través de la observación rigurosa y participante, tratan de comprender los
rasgos o categorías que estructuran la vida social. “En Antropología postulamos, insisto,
la cultura como modo de ser relacional. Siendo esto así, dirigimos particularmente
nuestra atención —partiendo siempre de su fundamentación socio-material— al
universo de ideas, actitudes, creencias, significados e intenciones, signos, ritos y
símbolos, a la especificidad cromática de cada cultura, a su discurso diferencial en su
parcial inconmensurabilidad, a la ontología polisémica más o menos permanente y
transitiva de sus creaciones. (Lisón Tolosana: 1998, 15).
La tensión entre el conocimiento de lo particular y lo universal es lo que ha
constituido la esencia del saber antropológico, y que en la actualidad es lo que puede
dar unidad y consistencia a la Antropología que aspira a constituirse en una ciencia
autónoma e independiente. “Establecer, a través de sus modalidades concretas más
íntimas, lo que los hombres comparten -universales- y lo que es propio de algunos
-diversidad cultural-: esto es el núcleo del proyecto antropológico. Para ello, la
disciplina dispone de un utillaje teórico y metodológico, logrado y mejorado a lo largo
de decenios de puesta en práctica. La Antropología es, pues, un sistema de

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conocimiento que posee un objeto determinado y un método propio. Esto es la
definición misma de la ciencia, considerada como una empresa de conocimiento exacto
y razonado de ciertos hechos particulares. En este sentido, la Antropología no difiere
-por ejemplo- de la citología o de la genética, pues ellas también tienen un objeto y un
método propios” (Candau: 2008, 275). El método comparativo es la clave indispensable
para poder generalizar analógicamente a través de lo particular y desde él llegar a lo
general y si fuera posible universal. Por ello el método comparativo es el único camino
que nos puede llevar a una teoría del hombre de carácter sistemático. Este suspuesto
permite generar teorías nomotéticas que expliquen de forma lógica y coherente las
semejanzas y diferencias de los sistemas socio-culturales para ver al ser humano tal
como es (Harris: 1981, 15). Se trata de un estudio indirecto, ya que ese conocimiento
del hombre se hace a través de las creaciones culturales que él ha producido a lo largo
de la historia. Las culturas son el medio del que se sirve el antropólogo para desvelar
los modos de ser, pensar y actuar del ser humano. Desde ellas podemos entrever y
comprender lo específicamente humano, es decir, la naturaleza del hombre. . "La meta
más general de la antropología cultural podría formularse como el intento de
comprender las semejanzas y las diferencias entre todas las culturas humanas y los
proceso que los han producido. Para lograr este propósito debemos comparar datos de
todo tipo de sociedades, lenguas, tecnologías e ideologías vivas o extinguidas. Puesto
que si queremos comprender cualquier cultura —incluyendo la nuestra— debemos
verla en relación y contraste con otras culturas. De lo contrario, podríamos atribuir a la
«naturaleza humana» creencias y comportamientos que sólo son las convenciones de
una sociedad particular" (Bock: 1977, 512).
La labor del antropólogo no se reduce a un interés puramente teórico sino que
todas sus investigaciones tienen una dimensión práctica, es decir, enfocadas a la praxis
social. Es una forma de investigación cultural en la que partiendo del análisis del
pasado y del presente ofrece alternativas de futuro. Se ha servido de los resultados de la
investigación antropológica para hacer propuestas, evaluar, asesorar e implementar
estrategias de acción en diferentes campos: cambio social, alimentación, instituciones
educativas, inmigración, empresas, turismo, etc. Es lo que clásicamente se denominó
antropología aplicada: uso de los datos, las perspectivas, la teoría y los métodos de la
antropología para identificar, evaluar y resolver problemas sociales. Hoy debemos
recuperar y ejercer este enorme potencial creativo para abordar los problemas que
presenta nuestra sociedad (Alvarez Munárriz: 2008, 83; Rylko-Bauer et alii: 2006, 186;
San Román: 2006, 385). Y es el conocimiento de la gran riqueza de culturas lo que
capacita y justifica que los antropólogos puedan y deban recuperar una de las funciones
esenciales que Tylor asignaba a la ciencia de la cultura: ser esencialmente una ciencia
de reformadores. Por ello Evans-Pritchard consideraba que la Antropología social debía
estudiar las sociedades como sistemas morales o simbólicos, y no como sistemas
naturales. La investigación se enfoca y concentra en una visión normativa de la cultura
desde la que juzga la cualidad de los esquemas culturales en función de la actuales
necesidades del presente. Es una dimensión de la Antropología social que se nos ha
recordado recientemente: “Una ciencia social holística es, seguramente, una ciencia
social crítica, alterna, descentrada, y hasta ciento punto excéntrica, pues en la génesis de
nuestro holismo metodológico se encuentra también el reconocimiento de nuestro
individualismo moral y nuestra búsqueda de modelos alternos de experiencia” (Díaz de
Rada: 2003, 65; Krotz: 2005, 426-7; Krotz: 2002, 29; Clifford: 1999, 22; Lisón
Tolosana: 1997, 182; Beck: 1997, 21; Godelier: 1993, 177; Mumford: 1960, 207). Será
la interpretación de estos análisis comparativos los que capacita al antropólogo para
elaborar de una manera efectiva y fiable modelos de futuro, es deir, el diseño cultural.
En este contexto conviene recordar que una de las tareas prioritarias de la Antropología
social es diseñar alternativas de futuro, elaborar nuevos modelos de sociedad que

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despierten el interés y la fuerza creativa de los ciudadanos. La razón es simple: estamos
en un mundo estallado y acelerado y por tanto ante un futuro abierto e incierto, y
reflexionar sobre él para imaginarlo y orientarlo según nuestros valores y necesidades
no solo es un reto sino también una exigencia social. “En cualquier caso, a pesar de los
evidentes riesgos, nunca está de más intentar prever algunas de las líneas directrices por
las que acaso transitará el futuro; al fin y al cabo nos va –especialmente a nuestros
descendientes- mucho en ello” (Sánchez Ron: 2007, 21). En una situación de cambio
cultural constante pero también totalmente incierto, lo más urgente es la selección de
aquellas posibilidades que más se adecuen a los valores y necesidades del ser humano.
No es una afirmación retórica si pensamos por un instante en el impacto que está
teniendo en nuestras vidas la denominada «globalización»: un proceso doble en el que
se particulariza lo universal pero también se universaliza lo particular. En este nuevo
contexto social en el que el sujeto es olvidado una de las grandes responsabilidades que
tiene el antropólogo para con los miembros del grupo social al que pertenece es el
«diseño cultural» que consiste reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos y desde
ese trampolín proponer nuevas alternativas que permitan no solamente adaptarnos sino
también dominar la complejidad caótica que nosotros mismos estamos creando para que
en manera alguna nos desborde y ponga en peligro nuestro futuro. Lo que está en juego
para la antropología del siglo XXI no es la desaparición o la preservación de las
llamadas sociedades «tradicionales», sino hacer propuestas sobre como se deben
conformar las relaciones entre grupos que pueblan el planeta, es decir, las interacciones
entre lo local, empíricamente observable sobre el terreno, y lo global o mundial. “El
reto intelectual de la antropología es la relación entre el individuo y los otros; la
simbolización, es decir, el pensamiento de la relación tomando en cuenta el contexto. El
problema es que hoy el contexto es global, pero la mirada antropológica todavía es
posible en cualquier parte. Y no sólo posible, sino necesaria en este mundo planetario:
nunca el poder del contexto ha sido tan determinante” (Auge: 2005, 144; Peacok: 2005,
105).

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