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¿El éxodo existió?

Presentación bíblica y acontecimiento histórico


El presente artículo es tomado del libro de Israel FINKELSTEIN, profesor en la universidad de Tel-Aviv y
director del Instituto de Arqueología de esa universidad, conocido por sus excavaciones en IzbetSartah y Neil
Asher SILBERMAN, periodista científico apasionado por la arqueología, titulado TheBibleUnearthed(En
español: La Biblia desenterrada. En francés, ejemplar de donde hago la presente traducción para mis alumnos
del Seminario Buen Pastor de la Diócesis de Dorada Guaduas, La BibleDevoilée, Paris: Bayard, 2002, 65-90.

El heroísmo de Moisés de cara a la tiranía del faraón, las diez plagas de Egipto, el éxodo de una gran multitud
de israelitas, estos episodios altamente dramáticos, cuyo recuerdo se ha perpetuado a lo largo de los siglos,
se cuentan entre los eventos más alucinantes de la historia bíblica. Bajo la conducción de un jefe –y no más
de un patriarca- divinamente inspirado, que representa a Dios delante de la nación y a la nación frente a Dios,
los israelitas cumplen el periplo más inimaginable que tendrán que pasar después de la decadencia de la
esclavitud, hasta las fronteras de la tierra prometida. La narración de esta liberación toma tal importancia que
los libros bíblicos del Éxodo, del Levítico, de los Números y del Deuteronomio –que forman los cuatro quintos
de las Escrituras fundamentales de Israel- están esencialmente consagrados a estos acontecimientos
fabulosos que se desarrollaron en una única generación, en apenas cuarenta años. Esas decenas de años
serán testigo del cumplimiento de milagros como la zarza ardiente, las plagas de Egipto, la división de las
aguas del Mar Rojo, de la fuente en el desierto, de la revelación de la Ley en la cumbre del monte Sinaí,
manifestaciones visibles de la autoridad absoluta que Dios ejerce a la vez sobre la naturaleza y sobre la
humanidad. El Dios de Israel que hasta aquí no había sostenido una relación privada e individual con los
patriarcas, se revela a los ojos de la nación de Israel como una deidad universal.

Pero, ¿todo eso es histórico? ¿La arqueología tiene las condiciones de precisar en qué época un jefe de
nombre Moisés llegaría a movilizar a su pueblo para hacerlo cumplir la proeza de su propia liberación?
¿Somos capaces de delinear los caminos del éxodo y el itinerario de las tribus en el desierto? ¿Podemos
determinar si el éxodo –ese que la Biblia nos describe- tuvo realmente lugar? Doscientos años de
excavaciones y de estudios intensivos de innumerables vestigios de la antigua civilización egipcia nos ha
suministrado la cronología detallada de los hechos, de las personalidades y de los lugares clave de la época
faraónica. El relato del Éxodo rebosa -aún con más detalle que en el caso de los mismos patriarcas- de
detalles sobre los emplazamientos geográficos específicos. ¿Nos ofrecen un cuadro histórico confiable que
nos permita situar en el tiempo la grande epopeya israelita de la salida de Egipto y del don de la Ley recibido
en la cima del Sinaí?

ISRAEL EN EGIPTO

La historia del Éxodo describe dos transiciones importantes cuya conexión es crucial para el desenvolvimiento
ulterior de la historia israelita. De una parte los doce hijos de Jacob y sus familias, exiliadas en Egipto, se
convierten en una gran nación. De otra parte. Esta nación pasa por un doble proceso de liberación y de
compromiso respecto a la ley divina, que habría sido imposible antes. Es así como el mensaje de la Biblia
resalta el poder potencial de una nación piadosa y unida cuando ella reclama su libertad inclusive al más
poderoso soberano de la tierra.

El fin del libro del Génesis preparaba la escena en función de cierta “metamorfosis” espiritual: ahí se describe
a los hijos de Jacob viviendo en seguridad bajo la protección de su hermano José, que ocupa un rango
importante en la jerarquía egipcia. Ellos llevan una vida feliz y próspera en las ciudades de la parte oriental del
delta del Nilo, libres para ir y venir entre Egipto y su tierra natal de Canaán. A la muerte de su padre Jacob,
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ellos trasportan su cuerpo hasta la tumba prevista para su última morada: la gruta de Makpela, en Hebrón,
donde él reposará al lado de su padre Isaac y de su abuelo Abrahán. En el espacio de cuatrocientos treinta
años, los descendientes de los doce hermanos y de sus familias próximas han llegado a ser “una gran nación”
–como Dios se lo había prometido- que los egipcios llaman “hebreos”: “Ellos fueron fecundos y se
multiplicaron, ellos fueron más y más numerosos y poderosos, al punto que el país se llenó de ellos” (Ex 1,7).
Pero los tiempos cambian. Un nuevo faraón sube al trono “el cual no había conocido a José”. Por temor a que
los hebreos no traicionaran a Egipto en favor de alguno de sus enemigos, el nuevo faraón los redujo a
esclavitud y los condenó a trabajos forzados en las canteras de construcción de las ciudades imperiales Pitom
y Ramsés. “Pero cuanto más Israel sufría una vida dura, más crecía en número y sobreabundancia” (Ex 1,12).
El círculo vicioso de represión se intensifica: los egipcios le dan una vida aún más dura a los hebreos, al punto
de forzarlos a cumplir tareas más y más: “preparación de arcilla, argamasa para los ladrillos, diversos trabajos
de campo” (Ex 1,14).

Temiendo una explosión demográfica en estos peligrosos trabajadores inmigrantes, el faraón ordena ahogar
todos los nacidos varones en las aguas del Nilo. De esta medida radical nació el instrumento de la liberación
del pueblo hebreo. Un hijo de la tribu de Levi –confiado al Nilo en una cesta de papiro- es descubierto y
adoptado por una de las hijas del faraón. Ella lo nombra Moisés (de la raíz hebraica “retirado” o “rescatado” de
las aguas). El creció en el seno de la corte imperial. Años más tarde, ya adulto, Moisés percibe a un capataz
egipcio dispuesto a golpear a un esclavo hebreo. A Moisés se le sube la sangre y llevado por la ira mata al
egipcio y “lo esconde entre la arena”. Temiendo por su vida, Moisés huyó al desierto; se refugia en la región
de Madián, donde adopta la condición de un nómada del desierto. En el curso de su recorrido de pastor
solitario, cerca del Horeb, “la montaña de Dios”, él recibe la revelación que cambiará la faz del mundo.

En medio de unas llamas incandescentes de una zarza que brilla en el desierto, pero sin consumirse, el Dios
de Israel se revela delante de Moisés como un liberador del pueblo hebreo. Dios promete librarlo de la mano
de sus opresores para llevarlo sano y salvo a la Tierra de la promesa donde vivirá libre y seguro. Dios se
presenta como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Él revela a Moisés su nombre misterioso y místico,
YHWH, “Yo soy aquel que es”. Entonces Dios confía a Moisés la misión solemne de volver a Egipto, con su
hermano Aarón, para enfrentar al faraón con la demostración explosiva de poderosos milagros y exigir de él la
liberación de la casa de Israel.

Pero el faraón tiene el corazón endurecido. La única respuesta a Moisés será la de intensificar la persecución
de los esclavos hebreos. Es por esto que Dios ordena a Moisés a amenazar a Egipto con una serie de
calamidades espantosas si el faraón persiste en refutar de doblegarse a la divina conminación: “¡deja partir a
mi pueblo!” (Ex 7,16). El faraón no se doblega. El Nilo se cambia en sangre. Nubes de ranas, de mosquitos y
de tábanos caen sobre todo el país. Una epizootia (enfermedad contagiosa) misteriosa diezma los rebaños
egipcios. Úlceras y póstulas revientan la piel de personas y de animales que han sobrevivido. La granizada se
abate sobre la comarca y destruye las cosechas. Obstinado, el faraón no cede nunca. Nubes de langostas
devoran lo poco que resta de cosecha y las tinieblas ennegrecen todo el país de Egipto. Finalmente interviene
la plaga más terrible de todas: la muerte de los primogénitos, tanto de hombres como de animales, sobre toda
la tierra del Nilo.

Para proteger los primogénitos israelitas, Dios ordena a Moisés y a Aarón preparar la congregación de Israel
para la ofrenda especial de ovejas o de cabras cuya sangre deberá ser esparcida sobre el suelo y las casas
de los israelitas de modo que Dios los proteja en la noche en que Él golpeará a los niños de los egipcios. Da
entonces la orden de preparar provisiones de pan ázimo como quien saldrá precipitadamente. Cuando el
faraón descubra la pérdida terrible ocasionada por la segunda calamidad, la muerte de los primogénitos,
comprendido el suyo, él se reconoce vencido y suplica a los israelitas que dejen el país con todos sus
rebaños.
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Es así que la multitud de Israel “cerca de seiscientos mil hombres a pie, sin contar sus familias” (Ex 12,37),
abandona las ciudades de la región oriental del delta y se dirige hacia las llanuras desérticas del Sinaí.
“Cuando el faraón dejó partir al pueblo, Dios no lo condujo la ruta de la región de los filisteos, aunque era la
más próxima, pues Dios se dijo que al enfrentar combates el pueblo podía arrepentirse y devolverse a Egipto.
Dios entonces hizo hacer al pueblo un rodeo por la ruta del desierto del mar de las Cañas” (Ex 13,17-18). Pero
bien pronto el faraón se arrepintió de su decisión y envió una fuerza armada de “seiscientos de sus mejores
carros y todos los carros de combate de Egipto” en persecución de los israelitas. El mar Rojo se dividió en dos
para permitir el paso de los hebreos a pie enjuto a la orilla opuesta del Sinaí. Cuando hubo pasado el último
israelita entonces las aguas se cerraron sobre los perseguidores egipcios, sobre sus carros y sus caballos,
milagro inolvidable que conmemora el Canto de victoria (Ex 15,1-18).

Bajo la conducción de Moisés, la multitud de los israelitas cumple un interminable periplo a través del desierto.
Ellos siguen una ruta con un itinerario cuidadosamente agendado, que precisa los nombres de los lugares en
donde han sufrido sed, hambre o han experimentado descontentos, donde ellos han sido consolados,
alimentados y han matado su sed, gracias a la intervención de Moisés delante de Dios. Ellos llegan finalmente
a la “montaña de Dios”, donde Moisés recibe su primera revelación. El pueblo se reúne al pie del monte,
mientras que Moisés sube hasta la cima para recibir ahí la Ley destinada a regir la existencia de los israelitas,
nuevamente liberados. La reunión es arruinada por los israelitas, que adoran al becerro de oro mientras
Moisés estaba ocupado en la cumbre del monte. Llevado por un arranque de cólera, Moisés quiebra el primer
ejemplar de la Ley. A despecho de ese incidente, Dios se dirige a Moisés para comunicar sus diez
mandamientos a su pueblo, así como una legislación bien compleja en lo que respecta al culto, a la pureza
ritual y a los alimentos. El Arca de la alianza que guarda las tablas de la Ley servirá de ahora en adelante
como estandarte de batalla; símbolo nacional el más sagrado, ella acompañará a los israelitas a lo largo de su
recorrido.

De su campamento en el desierto de Parán, los israelitas envían espías para recoger informaciones sobre los
pueblos de Canaán (Nm 13). A su regreso, ellos hacen una relación muy impresionante sobre las fuerzas
cananeas y la dimensión formidable de las murallas que protegen las ciudades, a tal punto que los israelitas
pierden el valor. Se rebelan entonces contra Moisés, llegando inclusive a suplicarle que los devuelva a Egipto,
en donde al menos su seguridad física es garantizada. Viendo eso, Dios decreta que la generación que
conoció la esclavitud en Egipto no vivirá para disfrutar la herencia de la Tierra prometida y deberá seguir
caminando durante cuarenta años. También los israelitas no entrarán a Canaán directamente, sino por un
itinerario desviado, pasando por CadeshBarnea, después por Arabá, luego por la tierra de Edom y de Moab,
para desembocar al este del mar Muerto.

El acto final del Éxodo tiene lugar en las estepas de Moab, en la Transjordania, muy cerca de la Tierra
prometida. Moisés que ya ha alcanzado una edad bien avanzada, revela a los israelitas los términos
definitivos de la Ley que ellos deberán observar si quieren heredar Canaán. Esta segunda versión de la Ley
pertenece al Deuteronomio (deuteronomos=”segunda Ley”). Ella reitera los peligros mortales de la idolatría,
establece el calendario para las fiestas, enumera toda una serie de legislaciones sociales y ordena que, una
vez la conquista se haya cumplido, el Dios de Israel deberá ser venerado en un único santuario, “en el lugar
escogido por Yahveh tu Dios para hacer habitar ahí su nombre” (Dt 26,2). Después de imponer sus manos
sobre Josué, hijo de Nun, para que él comande a los israelitas durante la breve campaña de conquista, el
viejo Moisés, a la edad de ciento veinte años, sube a la cima del monte Nebo para entregar allá su alma. Así
se acaba la transición de familia a nación. Ésta no tiene otra cosa que hacer que aceptar el desafío más difícil:
cumplir el destino que Dios le ha reservado.

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EL ATRACTIVO DE EGIPTO

Un hecho es cierto: la situación general descrita por la saga del Éxodo –la de una inmigración de gente que
deja Canaán para ir a instalarse en la parte oriental del Nilo- es abundantemente verificada por los
descubrimientos arqueológicos y por los textos históricos. Después de tiempos inmemorables, durante toda la
antigüedad, Egipto representó un lugar de refugio y de seguridad para las populaciones de Canaán, cada vez
que la sequía, el hambre o la guerra hacían la situación insoportable o simplemente difícil. Esta relación
histórica se explica por los contrastes ambientales y climáticos entre Egipto y Canaán, dos opuestos
separados por el desierto del Sinaí. Canaán, de clima mediterráneo, tenía veranos secos y no llovía sino
solamente en invierno. La pluviometría podía variar considerablemente. La agricultura de Canaán dependía,
pues, enteramente del clima; la prosperidad bendecía los años de lluvias abundantes; sequía y hambre era el
resultado de la falta de precipitaciones. La existencia de los pueblos de Canaán se hallaba, pues,
directamente afectada por las fluctuaciones entre buena, media o escasa pluviosidad, traduciéndose
invariablemente en años de prosperidad o de escasez. Cuando el hambre castigaba en demasía, no quedaba
otra solución que irse para Egipto, que no dependía de lluvias porque siempre era bendecido por el Nilo.

Egipto también conocía años de abundancia y años magros –determinados por nivel de las cosechas, que
dependían de las diferencias de precipitaciones en sus fuentes de África central y de las altas mesetas
etíopes-, pero las hambres propiamente dichas eran raras. El Nilo, igual en su más bajo nivel, constituía una
reserva de agua suficiente para la irrigación; por otra parte, Egipto era un estado marcadamente bien
organizado, siempre listo a enfrentar las contingencias de años difíciles gracias a los graneros
gubernamentales. En la antigüedad, el Delta del Nilo ofrecía a la vista un paisaje bien más verdeante que el
de hoy. En nuestros días, en razón del encenagamiento y las transformaciones geológicas, el Nilo sólo se
separa en dos brazos, al norte del Cairo. Pero un número considerable de documentos antiguos, entre ellos
dos mapas del período romano-bizantino, prueban que el Nilo, entonces, se dividía en no menos de siete
brazos, que bañaba una gran extensión de tierras muy bien irrigadas. El brazo más oriental fertilizaba lo que
actualmente representa la zona más pantanosa, salina y árida del noroeste del Sinaí. Alimentaba una red
abundante de canales construidos a mano, que distribuían agua dulce a toda la región; esos canales
transformaron lo que en el presente constituye la cenagosa del canal del Suez en una tierra verdeante, fértil y
muy poblada. Ese brazo oriental del Nilo y los canales que le fueron anexados han sido recientemente
identificados durante las excavaciones geológicas y topográficas emprendidas en el delta y en los desiertos
que lo bordean al este.

Tenemos buenas razones para creer que, mientras el hambre golpeaba la tierra de Canaán –como lo describe
el relato bíblico- pastores y rebaños se iban a Egipto y se instalaban en el delta oriental para aprovecha la
fertilidad asegurada. Mientras tanto, la arqueología nos dibuja un cuadro aún más matizado sobre los grupos
importantes descendientes de pueblos semíticos, provenientes del sur del Canaán que, por diversas razones,
se habrían establecido, en la Edad de Bronce, en el delta y habrían encontrado más o menos éxito. Algunos
de entre ellos contribuyeron en las obras de las canteras de trabajos públicos. En otros períodos, su llegada
estaba simplemente motivada por mejores perspectivas económicas y comerciales que Egipto les ofrecía.
Las pinturas interiores de la famosa necrópolis de Beni-Hasan, situada en el Egipto Medio, muestran a un
grupo de visitantes, provenientes probablemente de la Transjordania, que llegan a Egipto con sus bestias de
carga llevando mercancías – visiblemente ellos no llegan para se embaucar como obreros, sino para
comerciar-. Otros cananeos instalados en el delta duran ahí y han sido introducidos como prisioneros de
guerra por la armada de los faraones, que volvían de campañas punitivas contra las ciudades rebeldes de
Canaán. Hay quienes se vean reducidos al estado de esclavos para cultivar las tierras que pertenecían a los
templos. Algunos pocos subieron los escalones de la sociedad egipcia y tuvieron acceso a la dignidad de
administradores, de soldados y hasta de sacerdotes.

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Estos esquemas demográficos de la parte oriental del delta –populaciones de origen asiático que inmigran en
Egipto para emplearse como obreros- no se restringen a la Edad de Bronce. Ellos reflejan el ritmo secular de
la región, que estaba siempre en vigor en los últimos siglos de la Edad de Hierro, próximos a la época en que
fue compuesto el relato del Éxodo.

LA ASCENSIÓN Y LA CAÍDA DE LOS HICSOS

La historia del éxito de José en Egipto, tal como nos lo cuenta el libro del Génesis, forma de muy lejos el relato
más célebre sobre la ascensión social de un inmigrante cananeo en Egipto. Hay otros documentos que hacen
igualmente una pintura idéntica, presentada desde el punto de vista egipcio. El testimonio más importante nos
ha sido transmitido por el historiador egipcio Manethon, en el tercer siglo a. C. Este historiador nos cuenta
sobre el destino exitoso y sorprendente de un grupo de inmigrantes, que para él –desde el punto de vista de
patriota nacionalista egipcio- es una tragedia nacional. Fundando su narración en los “anales sagrados” y en
“cuentos y leyendas populares” anónimos, Manaheton describe una invasión masiva y brutal a Egipto por
extranjeros venidos de oriente, que él llama “Hicsos” (una enigmática helenización de una palabra egipcia que
el autor traduce por “reyes pastores”, pero que significa en verdad “reyes extranjeros”). De lo que Manethon
dice, los Hicsos se habrían establecido en una ciudad del delta llamado Avaris. Ellos habrían fundado una
dinastía que habría reinado sobre Egipto, de modo fuertemente cruel, durante más de quinientos años.

Al comienzo de la era científica moderna, los estudiosos identificaban los Hicsos con los soberanos de la XVa
dinastía egipcia, que reinaron de 1670 a 1570 a.C. Tomando el relato de Manethon al pie de la letra, ellos
buscaban los vestigios de una nación o de un grupo étnico de poderosos extranjeros, venidos de lejos para
invadir y conquistar Egipto. Estudios posteriores han revelado que los nombres de los reyes Hicsos
encontrados sobre las inscripciones y los sellos era semíticos, de las regiones del oeste –y en consecuencia
cananeos. Las excavaciones arqueológicas recientes en la parte oriental del delta del Nilo confirman esta
conclusión. Ellas atestiguan igualmente que la “invasión” de los Hicsos corresponde en realidad a un proceso
gradual de inmigración de Canaán hacia Egipto, mucho más que a una campaña militar súbita y brutal.

Las excavaciones más importantes fueron emprendidas por ManfredBietak, de la universidad de Viena, en
Telled-Daba, un sitio del delta oriental identificado en Avaris, la capital de los Hicsos (mapa 4, p. 76). Los
descubrimientos prueban un lento y progresivo crecimiento de la influencia cananea en los estilos de alfarería,
en la arquitectura y en los ritos funerarios a partir de 1800 a.C. Bajo la XVa dinastía, es decir algo así como
ciento cincuenta años más tarde, esta influencia predomina claramente sobre el lugar, que llega a convertirse
en una gran ciudad. Los descubrimientos de Telled-Daba nos revelan un desarrollo gradual de la presencia
cananea en el delta, que resulta en una transferencia pacífica de poder. En sus grandes líneas, esta situación
recuerda extrañamente los relatos sobre las visitas que hacen los patriarcas a Egipto, que han desembocado
en la instalación duradera en ese país. El hecho que Manethon, que compuso su relato casi 1500 años más
tarde, nos describa una invasión brutal en vez de una gradual y pacífica se explica probablemente por el
contexto de su propia época, donde los recuerdos de las invasiones a Egipto por los Asirios, los Babilonios y
los Persas, durante los siglos VII y VI a.C. estaban todavía vivos en la conciencia egipcia.

Sin embargo, a pesar de la diferencia radical de tono, el paralelo es aún más impresionante entre la saga de
los Hicsos y el relato bíblico de los israelitas en Egipto. Manethon nos describe como un soberano egipcio
virtuoso coloca un final a esta “invasión” a Egipto: él atacó y venció a los Hicsos, “mató un gran número y
persiguió al resto hasta las fronteras de Siria”. Manethon deja entender que después de su expulsión de
Egipto, los Hicsos fundaron la ciudad de Jerusalén y construyeron allí un templo. Más fiable es el documento
egipcio, del siglo XVI a. C. que cuenta las hazañas del faraón Amosis, de la XVIIIa dinastía, que saqueó
Avaris, después persiguió a los Hicsos sobrevivientes hasta la ciudadela situada al sur de Canaán –Sharuhen,
cerca de Gaza-, que él dominó por asalto después de un sitio prolongado. Ahora, sucede que hacia la mitad
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del siglo XVI a.C., Tell-ed-Daba fue abandonada, y ese evento marca el fin de la influencia cananea en la
región.

Así, documentos arqueológicos e históricos independientes mencionan bien inmigraciones en Egipto de


pueblos semitas provenientes de Canaán, así como reyes egipcios que los expulsan a la fuerza fuera del país.
En sus grandes líneas, esta historia de inmigración seguida de un retorno brutal a Canaán corresponde muy
bien al relato bíblico del Éxodo. Resta responder a dos preguntas clave. Primera: ¿quiénes fueron esos
inmigrantes semitas? Segunda: ¿la fecha de la permanencia en Egipto concuerda con la cronología bíblica?

UN CONFLICTO DE FECHAS Y DE REINOS

Se acostumbra a datar generalmente la expulsión de los Hicsos a partir de los archivos egipcios y las pruebas
arqueológicas de destrucción de ciudades cananeas, alrededor del año 1570 a.C.. El libro de los Reyes (1Re
6,1) nos dice que la construcción del Templo, durante el año 4° del reinado de Salomón, comenzó 480 años
después del éxodo. Si uno se basa en la correlación de las fechas de los reyes israelitas y los documentos
exteriores, egipcios o asirios, se puede concluir que el éxodo tuvo lugar alrededor del año 1440 a.C., es decir,
más de un siglo después de la expulsión de los Hicsos por los egipcios. Pero las cosas se complican aún más.
La Biblia menciona específicamente la condena a trabajos forzados de los hijos de Israel, empleados en
particular sobre la cantera de construcción de la ciudad de Ramsés (Ex 1,11). Ahora, en el siglo XVI a.C., ese
nombre es inconcebible: el primer faraón a llevarlo no subirá al trono sino en 1320 a.C., es decir más de un
siglo después de la fecha sugerida por la tradición bíblica. En efecto, decenas de sitios arqueológicos ligados
a la instalación de los primeros israelitas han sido descubiertos en las regiones montañosas de Canaán y
datan de esta época. Numerosos estudiosos minimizan el valor literal de la datación bíblica explicando que el
número 480 no representa más que un valor simbólico, que cubriría doce generaciones de una duración de
cuarenta años cada una. Esta cronología muy esquematizada sitúa la construcción del Templo a medio
camino entre el fin del primer exilio (en Egipto) y el fin del segundo exilio (en Babilonia).

No obstante, a los ojos de la mayoría de los estudiosos, la referencia bíblica a Ramsés aparece como un
detalle destinado a preservar un recuerdo histórico auténtico. Dicho de otro modo, ellos afirman que el éxodo
tuvo que ocurrir durante el siglo XIII a.C. Otros detalles específicos de la historia bíblica del éxodo abogan en
favor de esta datación. En primer lugar, los documentos egipcios refieren que la ciudad de Pi-Ramsés (“La
Casa de Ramsés”) fue construida en el delta en tiempo del faraón Ramsés II, que reinó de 1279 a 1213 a.C. y
que los semitas participaron en su construcción. En segundo lugar, un detalle de los más convincentes, la más
antigua mención de Israel en un documento extra bíblico fue descubierto en Egipto sobre una estela que
describe la campaña militar emprendida por el hijo de Ramsés II, el faraón Merneptah, contra Canaán, en el
curso de la cual un pueblo llamado Israel habría sido aniquilado; el faraón declara perentoriamente que no
quedó nada. Él se vanagloria, es claro, pero la estela prueba que un grupo humano que llevaba el nombre de
Israel se había establecido en Canaán por aquella época. Entonces, según los estudiosos, si un éxodo
histórico tuvo lugar realmente, debió haberse desarrollado hacia el final del siglo XIII.

La estela de Merneptah contiene, pues, la primera mención del nombre de Israel en un texto de la Antigüedad
aún intacto. Esto levanta algunas cuestiones fundamentales: ¿quiénes eran los semitas instalados en Egipto?
¿Pueden ser considerados como israelitas en su totalidad? El nombre de Israel no aparece en ninguna otra
parte en las inscripciones o en los documentos que han llegado hasta nosotros sobre los Hicsos. No es
tampoco mencionado en otra parte de las inscripciones egipcias más tardías, ni en los abundantes archivos
cuneiformes del siglo XVI, descubiertos en Tell-Amarna, en Egipto, cuyas cuatrocientas letras describen de
modo detallado las condiciones sociales, políticas y demográficas de Canaán en esta época. Además, los
israelitas no comenzaron a emerger como un grupo distintivo de la región de Canaán sino a partir del siglo

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XVIII a.C., pues no existe ninguna prueba arqueológica de presencia israelita en Egipto anterior a este
período.

¿EL ÉXODO PODIA TENER LUGAR BAJO RAMSÉS II?

Está claro hoy que el problema del éxodo no puede resolverse alineando fechas y reyes. Después de la
expulsión de los Hicsos, que tuvo lugar en 1570 a.C., los egipcios pusieron a prueba infinitas precauciones
para evitar cualquier invasión futura de extranjeros al interior de su territorio. El impacto negativo del recuerdo
de los Hicsos es sintomático de un estado de espíritu que se refleja en los vestigios arqueológicos. Después
de algunos años solamente, sabemos que a partir del Nuevo Imperio, bien próximo a la expulsión de los
Hicsos, los egipcios ejercieron un control muy atento de los grupos de inmigrantes en el delta en la parte
proveniente de Canaán. Erigieron una serie de fortalezas, bien administradas y sólidamente equipadas de
guarniciones, sobre toda la frontera oriental del delta. Un papiro que data del final del siglo XVIII demuestra
con qué meticuloso cuidado los comandantes de estos fuertes vigilaban los movimientos de grupos
extranjeros: “Hemos completado la entrada de tribus de Edomitas-Sheasu (Beduinos), a través de la fortaleza
de Merneptah-satisfecho-con-la-verdad, que está en Tjkw, en los estanques de Pr-Itm que [están] en Tjkw,
para asegurar la supervivencia de sus rebaños”.

Este informe presenta un interés suplementario, pues designa dos de sus más importantes sitios mencionados
en la Biblia en relación con el éxodo: Sukot (Ex 12,37 y Nm 33,5), que debe ser la forma hebraica del egipcio
Tjkw, un nombre de un lugar que aparece en los textos egipcios a partir de la XIX a dinastía, la de Ramsés II.
Pitom (Ex 1,11) es la forma hebraica de Pr-Itm, que significa “la Casa (Templo) del dios Atoum”. Este nombre
aparece por primera vez bajo el Imperio Nuevo. Además, dos nombres de lugares, que intervienen en el relato
del Éxodo, corresponden en realidad el delta oriental en el período del Nuevo Imperio. El primero, ya
mencionado, es el de la ciudad de Ramsés (Pi-Ramsés). Esta ciudad fue construida en el siglo XIII, en el delta
oriental, no lejos de las ruinas de Avaris, para servir de capital a Ramsés II. La fabricación de ladrillos,
mencionada en el relato bíblico, era un fenómeno común y corriente en Egipto; frescos, que datan del siglo
XV, que adornan una tumba egipcia, dibujan detalladamente el proceso de fabricación. Para terminar, el
nombre de Migdol (Ex 14,2) designaba las fortalezas del Nuevo Imperio que guardaban la frontera oriental del
delta y la vía principal que comunicaba a Egipto con Canaán al norte del Sinaí.

La frontera entre Canaán y Egipto estaba, pues, estrechamente controlada. Si una horda de israelitas en
huida atravesó las fronteras fortificadas del territorio faraónico, se tendría algún trazo escrito. Ahora, en los
documentos egipcios superabundantes que describen la época del Nuevo Imperio, en general, y los del siglo
XIII en particular, no se encuentra la más mínima referencia a los israelitas, ni siquiera una sugerencia.
Sabemos que los nómadas de Edom entraban a Egipto por el desierto. La mención de Israel sobre la estela
de Merneptah se refiere a gente que habitan ya en Canaán. Pero no tenemos el menor vestigio, ni una sola
palabra, que mencione la presencia de israelitas en Egipto: ni una única inscripción monumental sobre los
muros de los templos, ni una sola inscripción funeraria, ni siquiera un papiro. La ausencia de Israel es total –
sea como enemigo potencial de Egipto, como amigo, o como simple pueblo siervo. Y Egipto no esconde
ningún descubrimiento que sea posible de asociar, directa o indirectamente, con la noción de agrupamiento
étnico particular (por oposición a fuerte concentración de trabajadores inmigrados provenientes de numerosos
países) que, que si uno cree en el relato bíblico sobre los hijos de Israel instalados “en la tierra de Gosén” (Gn
47,27), habría vivido en una región determinada del delta oriental.

Por otra parte, es por lo demás improbable que un grupo de talla no tan pequeña haya podido escapar al
control egipcio de la época de Ramsés II. En el siglo XIII, Egipto estaría en lo máximo de su poder. Este sería
el más grande de los poderes del mundo. La autoridad de Egipto sobre Canaán era absoluta: las fortalezas
egipcias cubrían su territorio y los oficiales egipcios administraban el conjunto del país. Las cartas de Tell-el-
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Amarna, un siglo antes, cuentan que una patrulla de cincuenta soldados egipcios era suficiente para devolver
la calma en caso de una revuelta cananea. Durante toda la época del Imperio Nuevo, amplios contingentes
egipcios marchaban a través de Canaán en dirección al norte, para llegar hasta el Éufrates, en Siria. El control
de la vía principal, que, partiendo del delta, bordeaba la costa del norte del Sinaí para llegar hasta el corazón
del país de Canaán representaba un objetivo de una importancia capital para el régimen faraónico.

La parte más vulnerable de esta ruta –que atravesaba el temible y más árido desierto del norte del Sinaí, entre
el delta y Gaza- era también el más vigilado. Un sistema muy abundante de fortalezas egipcias, dotadas de
pozos y de depósitos, construidas a intervalos de una jornada de camino, había sido establecido a lo largo de
la ruta llamada la vía de Horus. Esas ciudadelas permitían a la armada imperial atravesar tranquila y
rápidamente la península del Sinaí, en caso de necesidad. Los anales del gran conquistador egipcio,
Thutmosis III, relatan que el cubrió, con sus tropas, la distancia que separa el delta oriental de Gaza, con más
o menos 250 kilómetros, en solamente diez días. Un bajo relieve esculpido bajo el reino del padre de Ramsés
II, el faraón Seti I° (alrededor de 1300 a.C.), representa estos puestos avanzados, con sus reservatorios de
agua potable, bajo la forma de una especie de mapa que delinea la ruta que conduce del delta oriental a la
frontera sudoestes de Canaán. Los vestigios de estas fortalezas han sido exhumados en el curso de las
excavaciones arqueológicas emprendidas en el norte del Sinaí por Eliezer Oren, de la universidad Ben-
Gurión, en los años ’70. Oren descubrió que cada una de esas “fortalezas-etapas” egipcias, cuyo
emplazamiento correspondía a las indicaciones fornecidas por el bajo relieve egipcio, comprendía tres
elementos recurrentes: una ciudadela montada en ladrillo, según el tipo de arquitectura militar egipcia usada
en la época, un depósito de víveres y una cisterna.

Al menos que se acepte la idea de milagros debidos a la intervención divina, es bien difícil de considerar la
posibilidad de una huida fuera de Egipto de una masa de esclavos que, después de haber superado una
frontera tan poderosamente guardada, habrían inmediatamente atravesado el desierto hasta Canaán, en una
época en la que Egipto mantenía allí una cantidad tan formidable de tropas. No importa qué grupo huyendo de
Egipto contra la voluntad del faraón habría estado fácilmente cazado, no solamente por una armada egipcia
lanzada en su persecución a partir del delta, sino también por guarniciones egipcias de fortalezas del norte del
Sinaí y de Canaán.

De otra parte, el relato bíblico menciona el peligro de una tentativa de fuga por la vía litoral. La única opción
habría consistido en atravesar las llanuras desérticas y desoladas de la península del Sinaí. Ahora, la
arqueología contradice tanto la posibilidad de un gran agrupamiento de la populación como el desplazamiento
permitido en esta península.

¿CAMINANTES FANTASMAS?

Si se cree en lo que la Biblia dice, los hijos de Israel recorrieron a lo ancho y a lo largo los desiertos y los
mentes de la península del Sinaí, acampando en todo tipo de lugares, durante cuarenta años bien contados.
Admitiendo que el número de israelitas fugados (seiscientos mil, según el texto) haya sido un poco exagerado,
o que sea permitido interpretarlo como la representación simbólica de grupos más modestos, el texto no
describe en lo mínimo un número considerable de personas que sobrevivieron en condiciones extremas.
Deberían quedar huellas arqueológicas de su interminable recorrido a través del Sinaí. Ahora bien, faltando
los vestigios de fortalezas egipcias a lo largo de costa norte, ningún trazo de campamento, ningún signo de
ocupación de tiempos de Ramsés II, o de sus predecesores o de sus sucesores inmediatos, no han sido
encontrados en ninguna parte en el Sinaí. Y no es que no se hayan buscado. Exploraciones arqueológicas de
todos los ángulos y rincones de la península han sido emprendidas, comprendiendo montañas que rodean el
lugar supuesto como emplazamiento del monte Sinaí, cerca del monasterio de santa Catalina, pero ellas no
han dado nada positivo: ni un solo plato, ni la más mínima estructura ni la menor huella de habitación o signo
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de antiguo campamento. Podemos preguntar: ¿pero cómo una modesta banda de vagabundos israelitas
podría dejar alguna cosa a su paso? Las técnicas modernas de la arqueología permiten localizar huellas de
los más ínfimos vestigios dejados por recolectores-cazadores o de pastores nómadas no importa en qué lugar
del mundo. Además, los descubrimientos arqueológicos de la península del Sinaí revelan precisamente los
elementos de una actividad pastoral en el 3r milenio a.C., y durante los períodos bizantinos y helenísticos. No
existe la más mínima evidencia de este tipo de actividad en la época atribuida al éxodo, es decir al siglo XIII
a.C.

La conclusión –que el éxodo no se desarrolló en la época y de la forma que la Biblia lo cuenta- parece
irrefutable desde cuando se examinan los descubrimientos hechos sobre los sitios donde se presume que los
israelitas acamparon durante largos períodos en el curso de sus peregrinaciones en el desierto (Nm 33).
Cualquier índice arqueológico, si existe, debería allí ser descubierto. A partir del relato bíblico, los hijos de
Israel acamparon en Cadesh-Barnea durante treinta y ocho años sobre cuarenta que dura la peregrinación. La
descripción de la frontera sur de Israel en el capítulo 34 de los Números da una indicación clara que permite
localizar el lugar. Los arqueólogos lo han identificado con el grande y fértil oasis de Ain el-Queriat, en la parte
oriental del Sinaí, situado en la frontera del Israel moderno y de Egipto. El nombre de Cadesh se ha
transferido en el de una fuente vecina llamada Ain Quedesh. Una pequeña colina, vestigio de un fuerte que
data del Hierro reciente, ocupa el centro de ese oasis. Sin embargo, las excavaciones sistemáticas y repetidas
de la región no han entregado la menor prueba de cualquier actividad del Bronce reciente, ni siquiera un
minúsculo tiesto que no habría faltado inclusive a la más insignificante banda de fugitivos.

Eción-Guéber hace igualmente parte de estos lugares donde habrían estado acampados los israelitas. Otros
pasajes de la Biblia mencionan que el lugar llegó a ser una ciudad portuaria situada sobre la punta norte del
golfo de Aqaba. Eso permite a los arqueólogos identificarla con una elevación situada sobre la frontera
moderna que separa a Israel de Jordania, entre las ciudades de Eilat y de Aqaba. Las excavaciones
emprendidas allí entre 1938 y 1940 han permitido exhumar vestigios impresionantes de la Edad de Hierro
reciente, pero nada de ocupación del Bronce reciente. En una larga lista de campamentos en el desierto,
Cadesh Barnea y Eción-Guéber son los únicos identificables con evidencia. Y ahí no se encuentra ninguna
huella de israelitas en marcha.

Pero ¿qué podemos decir sobre los otros lugares y los otros pueblos mencionados en el recuento de la
marcha de los israelitas por el desierto? El relato bíblico describe cómo el rey cananeo Arad, “habitante del
Neguév”, atacó a los israelitas e hizo prisioneros a algunos de ellos. Furiosos, los israelitas apelaron a Dios
para que destruyera todas las ciudades cananeas (Nm 21,1-3). Casi veinte años de excavaciones sobre el
sitio de Tell-Arad, al este de Berseba, han permitido descubrir los restos de una ciudad del Bronce Antiguo,
que cubre una superficie de alrededor de diez hectáreas, así como una fortaleza de la Edad de Hierro, pero
nada que proceda del Bronce reciente, época en la cual el lugar estaba aparentemente desierto. Lo mismo se
puede decir de todo el valle de Berseba. Arad simplemente no existía en la época del Bronce reciente.

La situación se repite si nos dirigimos hacia el oriente, sobre la otra rivera del Jordán, donde los israelitas
combatieron la ciudad de Hesbón, capital de Sijón, rey de los amorreos, que intentó cerrarles el paso por su
territorio mientras se dirigían a Canaán (Nm 21,21-25; Dt 2,24-35; Jue 11,19-21). Las excavaciones de Tell-
Hesban, al sur de Amman, donde se sitúa el antiguo Hesbón, revelan que ninguna ciudad, ni siquiera una
aldea, no se encontraba allí en el Bronce reciente. Más todavía. Según la Biblia, cuando los hijos de Israel
marcharon a través de la meseta transjordana, ellos debieron combatir contra Moab, Edom y Ammón. Ahora
bien, hoy sabemos que en el Bronce reciente la meseta transjordana estaba muy esporádicamente poblada.
La mayor parte de la región, comprendido Edom, que el relato bíblico nos describe como un Estado
gobernado por un rey, no poseía populación sedentaria en la época. La arqueología prueba simplemente que
ningún rey se encontraba en Edom para enfrentar a los israelitas.
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La situación, al presente, es clara. Los lugares mencionados en el libro del Éxodo bella y verdaderamente
existieron. Algunos eran conocidos y fueron aparentemente ocupados, pero mucho después, o bien adelante
del tiempo presumido por el Éxodo – de hecho, después de la aparición del reino de Judá, cuando el texto del
relato fue compuesto por primera vez. Desafortunadamente para los que están apegados a la idea de un
éxodo histórico, estos lugares estaban deshabitados en el preciso momento en que, parece, habrían jugado
un papel en los eventos que han reforzado la peregrinación por el desierto de los israelitas.

RETORNO HACIA EL FUTURO: LOS INDICIOS QUE ESTÁN A FAVOR DEL SIGLO VII A.C.

¿A dónde nos lleva esto? ¿Podemos afirmar que el éxodo, la travesía del desierto y –lo esencial- la alianza
del Sinaí no contienen la mínima parcela de verdad? La historia del Éxodo reunió tantos elementos históricos
y geográficos que pertenecen a épocas muy diferentes, que es difícil determinar cuándo ese tipo de
acontecimiento pudo producirse. Existe el eterno ritmo migratorio hacia y proveniente de Egipto en la
antigüedad. Hay la dominación de los Hicsos sobre el delta oriental en el Bronce medio. Tenemos también
cierto correo que contiene correspondencias con la dinastía de Ramsés –con la primera mención del nombre
de Israel (sí, pero en Canaán, no en Egipto). En el Éxodo muchos nombres de lugares parecen tener raíces
egipcias, por ejemplo el mar Rojo (Yam Suph, en hebreo), el río Sihor, en el delta oriental (Jos 13,13), o la
parada que hicieron los israelitas en Pi-ha-hiroth. Ellos pertenecen a la geografía del éxodo, pero no dan
ninguna indicación clara en lo que dice respecto al período preciso de la historia egipcia a los que pertenecen.

El hecho que el relato del Éxodo no nombre ningún faraón del Nuevo Imperio (mientras que los textos de la
Biblia presentan a los faraones por sus nombres, como Shesonq I y Nekao II) se añade a la confusión
histórica. La identificación de Ramsés II con el Éxodo viene de la asociación de Pi-Ramsés y el del faraón (Ex
1,11; 12,37). Se encuentran allí, en contraposición, líneas indiscutibles con el siglo VII a.C. Aparte de una
vaga referencia al temor de los israelitas de tomar la vía litoral, las fortalezas egipcias del norte del Sinaí y de
Canaán no son allí mencionadas. La Biblia refleja tal vez la realidad del Nuevo Imperio, pero también podría
reflejar condiciones más tardías de la edad de Hierro, más próxima a la época en la que el relato del Éxodo
fue escrito.

Esto es precisamente lo que sugiere el egiptólogo Donald Redford. En el texto del Éxodo, los detalles
geográficos más evocadores y los más lógicos se relacionan al siglo VII, era de prosperidad del reino de Judá,
seis siglos después de la época a la cual los eventos contados se presume hayan tenido lugar. Redford ha
demostrado cómo un gran número de detalles del Éxodo se explican dentro de este contexto, que
corresponde, además, al crepúsculo del poder imperial egipcio, bajo la XXVIa dinastía.

Los dos más grandes soberanos de esta dinastía, Psamético I° (664-610 a.C.) y su hijo Nekao II (610-595
a.C.), se han modelado en los faraones mucho más antiguos. Ellos emprendieron grandes obras a través del
delta para intentar restituir al imperio egipcio su brillo de antaño y de incrementar su poder económico y
militar. Psamético instaló su capital en la ciudad de Saís (que da la forma adjetival de “saíta” asociada a la
XXVIa dinastía), situada en el delta occidental. Nekao II emprende trabajos públicos aún más ambiciosos en la
parte oriental del delta, tal como la penetración de un canal a través del istmo del Suez para comunicar el mar
Rojo con el Mediterráneo por el intermedio del afluente más oriental del Nilo. La exploración arqueológica del
delta oriental revela los esfuerzos iniciales de algunas canteras de grande envergadura emprendidos por la
dinastía saíta –así como la presencia de un gran número de inmigrantes instalados para morar en la región.

En efecto, la era da la dinastía saíta ofrece la mejor ilustración histórica de estos movimientos migratorios que
ven a extranjeros llegar para instalarse en el delta. Además de las colonias marchantes griegas, establecidas
después de la segunda mitad del siglo VII a.C., numerosos inmigrantes provenientes de Judá se encontraban
en el delta; establecidos al comienzo del siglo VI, ellos formaban una amplia comunidad (Jr 44,1; 46,14) en la

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región. Por otra parte, los trabajos públicos emprendidos en esta época corresponden perfectamente a los que
describe el libro del Éxodo. Un texto que data del final del siglo XIII menciona perfectamente un lugar que lleva
el nombre de Pitom, pero es solamente hacia el final del siglo VII que fue construida la famosa e importante
ciudad de Pitom. Algunas inscripciones encontradas en Tell Maskouta, en el delta oriental, condujeron a los a
identificar el sitio con la segunda Pitom. Las excavaciones hechas allí han revelado que, con excepción de
una breve ocupación en el Bronce medio, el sitio no fue habitado sino a partir de la XXVIa dinastía, en el curso
de la cual él abrigó una ciudad de una cierta importancia. Igual si, bajo el Nuevo Imperio, Migdol (que es
mencionada en Ex 14,2) significa, de manera general, un fuerte. Un Migdol muy importante es atestiguado en
el delta oriental durante el siglo VIII a.C.. Esto no es una simple coincidencia si el profeta Jeremías, que vivió
entre el final del siglo VII y el comienzo del VI a.C., hablando de los judíos instalados en el delta oriental,
menciona precisamente a Migdol (Jr 44,1; 46,14). En fin, el nombre de Gosén –la región donde los israelitas
se instalaron en el delta (Gn 45,10)- no es egipcio sino semita. A partir del siglo VII a.C., los árabes kedaritas
se expandieron hasta las extremidades de las tierras ocupadas del Levante, por alcanzar el delta en el curso
del siglo VI. Más tarde, durante el siglo XV, ellos jugaron un papel dominante en la vida del delta. Según
Redford, el nombre de Gosén deriva de Gesén –nombre de dinastía de la familia real kedarita.

Sin duda los nombres extranjeros mencionados en la historia egipcia de José presentan una relación evidente
con el siglo VII. Los cuatro nombres de Cophnat-Panéah (el gran visir del faraón), Putifar (oficial real), Potifera
(un sacerdote) y Asnat (hijo del anterior), raramente usados durante los períodos anteriores de la historia
egipcia, conocieron una popularidad sin precedentes durante los siglos VII y VI a.C. Un detalle adicional
parece querer consolidar las pruebas a favor de la relación entre el relato bíblico y este período específico de
la historia: el temor, expresado por los egipcios, de una invasión de su frontera oriental. Antes de los ataques
asirios del siglo VII, Egipto no había sido nunca invadido por esta frontera. Por tanto, en la historia de José,
este último acusa a sus hermanos, que acaban de llegar de Canaán, de ser espías venidos para “reconocer
los puntos débiles del país” (Gn 42,9). En la narración del Éxodo, el faraón se recusa a dejar partir a los
israelitas por temor a que ellos colaboren con un enemigo de Egipto. Estos detalles dramáticos toman todo su
sentido después de la edad de oro del poder egipcio de la dinastía de Ramsés, en una época en la que,
precisamente, las invasiones asirias y babilónicas del siglo VII habían debilitado gravemente a Egipto.

En fin, todos los lugares que juegan un papel importante en la peregrinación de los israelitas estaban bien
habitados durante el siglo VII. De otra parte, algunos entre ellos lo fueron únicamente en esta época. En el
siglo VII, una gran fortaleza fue erigida en Cadesh Barnea. Se debate la identidad de los constructores de este
fuerte; se ignora si servía de ante-puesto meridional del reino de Judá para proteger las rutas del desierto
hacia finales del siglo VII o bien, si fue construido al comienzo de ese mismo siglo con los auspicios de Asiria.
Cualquiera sea la respuesta, este sitio, que es protagonista en el relato del Éxodo pues los israelitas lo utilizan
como lugar favorito de campamento, era una vanguardia importante y tal vez, célebre, durante el período
monárquico tardío. El puerto meridional de Ecyon-Géber era también floreciente en la misma época. Los
reinos de Transjordania eran igualmente prósperos y muy poblados en el siglo VII. El caso de Edom es
particularmente elocuente. La Biblia explica que Moisés, de Cadesh Barnea, delegó junto al rey de Edom
emisarios encargados de pedirle permiso para atravesar su territorio para llegar a Canaán. El soberano no lo
permitió y los israelitas debieron hacer un demorado rodeo por su país. Si se cree lo que está escrito en el
relato bíblico, un reino existía en Edom en la época. Ahora bien, las exploraciones arqueológicas demuestran
que Edom no alcanzó una dimensión estatal sino con el apoyo de los asirios en el siglo VII a.C. Antes, esta
era una comarca casi despoblada, ocupada esencialmente por pastores nómadas. Y, detalle importante,
Edom fue arrasada por los babilonios en el siglo VI y no conoció un renacimiento de actividad sedentaria sino
en la época helenística.

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Todo eso parece indicar que el relato del Éxodo encontró su forma definitiva bajo la XXVI a dinastía, en el
curso de la segunda mitad del siglo VI a.C. Las numerosas referencias a lugares y a acontecimientos
específicos de este período sugieren claramente que el autor, o los autores, integraron en la historia muchos
detalles que les eran contemporáneos. De modo similar, los europeos de la Edad Media ilustraron sus
manuscritos bíblicos representando Jerusalén como una ciudad europea, rodeada de murallas, con torrecillas
y almenas, de modo que los lectores quedaran más impresionados. Leyendas más antiguas, de contornos
demasiado confusos, girando alrededor de alguna liberación cualquiera de manos de los egipcios, han sido tal
vez hábilmente bordado sobre el tejido general de una formidable saga que tomó en préstamo los paisajes y
los monumentos que les eran familiares. Pero ¿cómo considerar como una simple coincidencia el hecho de
que los detalles geográficos y étnicos de los relatos que conciernen a la vez a los patriarcas y al éxodo lleven
las marcas indudables de una composición que data del siglo VII a.C.? ¿Habría allí un núcleo más antiguo de
verdades históricas, o entonces el fundamento mismo de las historias fue inventado en esta época?

EL DESAFIO DEL NUEVO FARAÓN

Es evidente que la saga de la liberación del yugo egipcio no fue compuesta como una obra original en el siglo
VII a.C. Las grandes líneas de esta historia eran ciertamente conocidas, como lo prueban las alusiones al
éxodo y a la marcha dentro del Sinaí presentes en los oráculos de Amós (2,10; 9,7) y Oseas (11,1;13,4) que
datan de un buen siglo antes. Esos oráculos participan del recuerdo de un gran acontecimiento histórico que
concierne a Egipto y que había tomado lugar en un pasado muy lejano. ¿Cuál podría ser ese recuerdo?

Según el egiptólogo Donald Redford, el eco de acontecimientos sobresalientes de la ocupación de Egipto por
los Hicsos, seguido por la expulsión brutal del delta, debió resonar durante siglos, para llegar a ser un
recuerdo central y compartido por todos los pueblos de Canaán. Esas historias de colonos cananeos
establecidos en Egipto, que habían dominado el delta antes de ser obligados a volver a su tierra natal, habría
muy bien podido servir de foco de solidaridad y resistencia, en el momento en el que el control egipcio sobre
Canaán se hacía más estrecho, en el Bronce reciente. Como veremos, en la medida que el número de
pueblos cananeos fueron asimilados a la nación de Israel en formación, ese poderoso símbolo de libertad
seduciría una comunidad cada vez más extendida. Bajo los reinos de Judá y de Israel, el relato del Éxodo se
habría conservado para transformarse en saga nacional, un llamado a la unidad de cara a las amenazas
permanentes que provenían de grandes imperios vecinos.

Imposible afirmar con certeza que el relato bíblico fue compuesto a partir de recuerdos vagos de una
emigración en Egipto procedente de Canaán, seguida de una expulsión del delta en el 2° milenio. Pero, con
toda evidencia, la historia del Éxodo debía sacar su poder no sólo de tradiciones más antiguas adaptadas a
los detalles geográficos contemporáneos, sino aún más directamente de realidades políticas de la época.

Al igual que para Egipto también para Judá, el siglo VII fue una época de gran renovación. En Egipto, después
de un largo período de decadencia y de largos años de sumisión al imperio asirio, el faraón Psamético I° toma
el poder y da una recuperación importante al Egipto decadente. Mientras se derriba el imperio asirio, Egipto
ocupa el terreno político vacante y se apodera de antiguos territorios asirios para imponer allí su poder. Entre
640 y 630 a.C., los asirios retiran sus fuerzas de satrapías filisteas, de Fenicia y de todo el territorio ocupado
precedentemente por Israel; Egipto penetra en la mayoría de estas regiones y su dominación política
remplaza al yugo asirio.

Por su lado, el rey Josías reina sobre Judá. Que YHWH terminaría por cumplir las promesas hechas a los
patriarcas, a Moisés y a David –que Israel sería poderoso y unificado una vez establecido en seguridad en su
tierra- es incontestablemente una de las ideas fuertes, tanto en el plano político como en el espiritual, que
anima los propósitos de Josías. En esta época, el soberano judío se lanza en la tentativa audaz de aprovechar

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la caída de Asiria para unir a todos los israelitas bajo su cetro. El proyecto es el de extenderse hacia el norte
para reunir todos los territorios en donde viven todavía los israelitas, un siglo después de la caída de Israel.
Piensa en concretizar el sueño de una monarquía unificada y gloriosa, de fundar un grande y poderoso
Estado, reuniendo a todos los israelitas que adoren a un Dios único en un Templo único, dominado por una
única capital –Jerusalén- bajo el gobierno de un único rey del linaje de David.

Las ambiciones del poderoso Egipto, que quiere extender su dominio, contrarían las de la minúscula Judá,
que intenta anexar territorios del antiguo reino de Israel y de imponer su independencia. El Egipto de la
dinastía XXVI, de ambiciones imperialistas, intercepta el camino que conduce a la realización de los sueños
de Josías. Surgiendo de la bruma de un pasado lejano, ciertas imágenes y ciertos recuerdos sirven de
munición en la prueba de fuerza nacionalista que opone a los hijos de Israel al faraón y a sus regimientos de
carros.

Desde entonces, la composición del Éxodo se nos presenta bajo una perspectiva nueva e impresionante. Lo
mismo que la composición de la historia de los patriarcas recogía diversas tradiciones originales puestas al
servicio de la ascensión del nacionalismo, en Judá, en el siglo VII a.C., igual la composición elaborada del
relato de un conflicto con Egipto –contando el inconmensurable poder del Dios de Israel y la salvación
milagrosa de su pueblo- sirvió a una finalidad política y militar todavía más inmediata. Esta gran saga, de una
nueva partida y de un segundo chance, debía resonar en las conciencias de los lectores del siglo VII,
recordándoles sus propias dificultades y llenándolos de esperanza para el futuro.

La actitud del nuevo reino de Judá respecto a Egipto fue un hecho, mezcla de resto, miedo y aversión. De un
lado, Egipto era considerado como un refugio seguro en tiempo de hambre, un lugar de asilo para los
fugitivos; representaba igualmente un aliado potencial en caso de invasión por el norte. De otro lado, una
animosidad doblada de sospechas era experimentada permanentemente frente a este gran vecino meridional,
que no cesó jamás de manifestar su ambición por conservar el control del pasaje vital a lo largo de Israel
hacia el Asia Menor y Mesopotamia. Ahora bien, he aquí que un joven rey de Judá se declara listo para
enfrentar el poderío del gran faraón; antiguas leyendas tradicionales, provenientes muy variadas, son, pues,
reunidas en una epopeya única para apoyar las visiones políticas de Josías.

Durante el exilio babilónico y en el curso de los siglos que siguieron, nuevas capas se añadieron al relato del
Éxodo. Pero vemos ahora cómo, durante el siglo VII a.C., una tensión creciente con Egipto permite que esta
composición sorprendente se cristalice. En consecuencia, la saga del Éxodo de Israel fuera de Egipto no es
una verdad histórica, pero tampoco es una ficción literaria. Ella expresa poderosamente los recuerdos y las
esperanzas de un mundo en mutación. El enfrentamiento entre Moisés y el faraón refleja el encuentro
inminente y fatídico que opondrá al joven rey Josías al faraón Nekao II, que acaba de ser coronado. Intentar
atribuir a esta alegoría bíblica una fecha precisa sería traicionar su profunda significación. La pascua judía no
celebra un acontecimiento histórico preciso, sino una experiencia de resistencia nacional contra los poderes
establecidos.

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