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CAPÍTULO SEGUNDO.

PEDRO ALONSO PALACIOS.

Vuestro bisabuelo, queridos nietos; mi padre, Pedro


Alonso Palacios, nació en el arrabal de San Lorenzo de
Tábara el martes 7 de octubre de 1890, en el seno de una
humilde familia de campesinos.

No considero necesario repetiros cual era la situación


social y, sobre todo, económica en aquellos momentos, en
aquel rincón de España. La miseria era un brazo poderoso
que empujaba a aquella pobre gente, sin otro oficio que el de
labrador y una exigua cultura, a abandonar su patria chica,
su cuna, su hogar y, en muchos casos, hasta la propia
familia, con la noble esperanza de conseguir algo más de
bienestar para ellos y los suyos. Desafortunadamente,
muchas veces, las cosas no pasaban de vanas esperanzas. Me
consta que los que acometieron estas empresas siempre
fueron los más valerosos y aguerridos: los mejores de la
tribu. Pero no voy a ser yo quien os cuente esta primera parte

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de la vida de mi padre y de mis abuelos Tomás y Francisca,
va a ser él, quien nos deleite con tan peregrinas historias.
Como ya dejé dicho en el preámbulo de este relato, en el
año 1974 el diario El Correo de Zamora, empezó a publicar
una hoja quincenal dedicada a Tábara, que además de
informar a los tabareses que andábamos errantes por el
mundo de las cosas que sucedían en el pueblo, sirvió de
ventana literaria para aquellos que estuvimos dispuestos a
comunicarnos con los demás a través de ella. Como vais a
tener tiempo de comprobar en sus manuscritos, los relatos
que me enviaba no estaban en condiciones de ser publicados
según salían de sus manos. Él también lo consideró así y por
ese motivo me los mandaba a mí para que yo los puliese y los
dejase listos para la publicación.
En enero del 74 me mandó una carta y un relato que os
ofreceré en su momento, pues quiero que antes disfrutéis de
otra que, aunque me la enviara al año siguiente, trata de
acontecimientos anteriores.
No quiero seguir más adelante sin expresaros la emoción
que me ha causado el volver a leer los viejos papeles de mi
padre y la enorme admiración que, al hacerlo, he vuelto a
sentir por él. Un hombre de 84 años y lleno de evidentes
limitaciones (gramaticales, me refiero), no se amedrenta a la
hora de coger un papel y una pluma con los que trasmitirnos
algunas de sus impactantes vivencias.
Los relatos que me envió no son confesiones secretas, e s
algo que él siempre quiso gritar, y lo hizo todo lo fuerte que
pudo y supo.
En sus cartas lo deja ver bien claro, me los manda para
que yo los sustancie , para que saque algo en limpio , algo que
pueda ser mostrado con dignidad, para airearlo con orgullo;
para que el mundo se entere de lo brutal que es a veces la
vida, y de que siempre hay alguien, como su madre

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Francisca, que son capaces de enfrentársele a pecho
descubierto, si lo que está en juego es el bienestar, cuando
no la vida, de los suyos.
De igual modo que en su día escribí “Campanadas en el
corazón”, basándome en un relato que él me había mandado,
en ésta ocasión he sacado en limpio y entrelazado
( sustanciado ) las historias de los viajes, primero de su padre
a Bilbao, y de él al Brasil y Argentina, que de su puño y letra
me enviara en una pequeña libreta bajo el título de “Mi
propia historia”. Añadiendo, tan sólo, que he procurando
guardar la esencia del contenido y su estilo personal, paso a
ofrecéroslas para que las disfrutéis.

VIVENCIAS DE PEDRO ALONSO PALACIOS.


Duermo en una habitación que da a la calle. Siento
todas las campanadas del reloj de la plaza durante la noche.
Por la mañana, si abro la ventana, se inunda de sol toda la
habitación y da gusto estar en la cama. Yo, a pesar de mis 84
años, no tengo ninguna enfermedad ni dolencia que me
priven de dormir bien. Así que estoy acostado, tan tranquilo,
hasta las diez o las once. Pasan los nietos, Pedro y Rafita,
por la calle, camino de la escuela, todas las mañanas y me
dicen: “Abuelito, ¿qué tal has pasado la noche?”. “Bien”, le
contesto, y sigo otro ratito enfrascado en mis pensamientos.
Entretenido en recordar acontecimientos ocurridos hace más
de setenta años.

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Si llevo una vida tan tranquila es por que ya estoy
jubilado. Empecé a cobrar la pensión el 1º de junio de 1.963,
750 pesetas mensuales. Era poco, pero no coticé
más que un año a la Mutua de Alimentación como trabajador
por cuenta propia. Esta pensión fue concedida, a los mayores
de 70 años, por orden del Ministerio de Trabajo de 13 de
diciembre de 1.961, y a mí no me permitió ni cotizar ni
cobrar más. Fui de los primeros en cobrarla, pues
anteriormente no existía esta ley.
Esta mañana me desperté temprano y, en la cama,
descansadamente, empecé a recordar cuando mi padre fue a
trabajar a Bilbao, y aquel viaje que hice con mis padres y
toda mi familia al Brasil.

DE SAN LORENZO A BILBAO.


En San Lorenzo, arrabal de Tábara, existía un
matrimonio compuesto por Tomás y Francisca. Tomás era un

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hombre de una estatura regular; las formas de su cuerpo
eran armoniosas y proporcionadas; tenía un buen tipo; su
cuerpo no tenía ninguna falta física, y su carácter era un
tanto grave. No era un hombre chistoso. Le gustaban las
cosas serias. Francisca era más bien baja, muy simpática y
agradable (todo lo contrario de su marido), continuamente
gastaba bromas a sus semejantes y siempre hacía gracia lo
que ella decía a cuantos la rodeaban.
El matrimonio, desde su unión, se dedicaba a los
trabajos del campo. Tenían una yunta de vacas, los aperos de
labranza correspondientes y unas fincas que le producían
trigo y otros cereales. En aquellos tiempos, por falta de
abonos, tanto naturales como químicos, las cosechas eran
muy pobres. La tierra no daba ni lo suficiente para el gasto y
consumo de los que la trabajaban. Mal se comía y mal se
vestía. La vida era penosa para los campesinos de las aldeas.
Tomás y su esposa, hartos ya; viendo que sus esfuerzo s
no eran recompensados, y lo mismo un año que otro, tomaron
la decisión de que él saliese a alguna parte a buscar otra
clase de trabajo y, si lo encontraba, ver de qué forma se
podía enmendar la situación; claro que en aquellos tiempos,
de un lugar de España a otro no había apenas diferencia y,
aunque las cosas costaban poco, los salarios eran muy
pequeños.
El bueno de Tomás se fue a Bilbao. Allí se colocó en
unas minas. El trabajo era duro y el jornal escaso, no
guardaban relación. Francisca se quedó en casa con la
“simple” obligación de cuidar de sus cuatro hijos, realizar las
faenas del campo y atender al ganado. A pesar de ser una
mujer habilidosa, la pobre no podía llegar a todo. Le escribe a
su marido explicándole su situación y cómo no podía seguir
en aquellas condiciones, que volviese. Tomás recibe esta
triste misiva y haciéndose cargo del problema de su esposa y

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cansado de un trabajo que no le producía lo suficiente para
remediar la situación familiar, no se hizo esperar y a los
pocos días ya se encontraba en compañía de sus seres
queridos.

LA AVENTURA BRASILEÑA.
Así pasaron algunos meses. En ese tiempo se abrieron
unas migraciones directas al Brasil. Admitían familias
completas, aunque tuviesen niños pequeños. Estas
migraciones eran para explotar terrenos por cuenta propia en
diversos estados del Brasil. En plena selva amazónica. Allí se
le llamaba "el mato".

El mato era un monte de arbolado alto y espeso, a


través del cual no se podía pasar. Seguramente que desde
que se creó el mundo no había llegado a aquellos lugares el
ser humano. Yo, uno de los hijos del matrimonio a que se
refiere esta historia, tenía la corta edad de ocho años, cuando

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en compañía de mis padres y mis tres hermanas me hallaba
en aquel lugar brasileño. Y más adelante, cuando llegue la
ocasión, os explicaré todo con más detalle y también el
paisaje del "mato". Aunque, por mi corta edad y corto
conocimiento, no me será posible daros todos los datos que
desearía, trataré de esforzarme al máximo para recordar lo
más posible y poder referiros, fehacientemente, cuanto allí
presencié y viví.
Pues bien, daré comienzo a la historia con la salida de
los emigrantes de sus hogares con destino a tierras
brasileñas.

BRASIL: En 1822 consiguió su independencia. En 1889 se


proclamó República. Y con la Constitución de 1891, se formó
la Confederación de Estados Unidos del Brasil que hoy
conocemos

En la primavera de 1.898 el Gobierno del Brasil empezó


a hacer propaganda por estas tierras zamoranas por medio de
unas personas, conocidas como “ganchos”, escogidas para tal
fin. Le pagarían bien, desde luego, a estos propagandistas;
pues su trabajo, el de enganchar, lo hacían a la perfección.
El Gobierno ofrecía a todas cuantas familias quisieran ir
a aquel país, todo el terreno que pudiesen trabajar, gratis y
en propiedad. También correrían por cuenta del Gobierno
brasileño el viaje, una vez de abandonar el puerto de Vigo, y
la manutención de todos los familiares hasta llegar a su lugar
de destino. Además, le darían alimentos para el
sostenimiento de la familia durante un año, utensilios de
cocina, aperos de labranza, herramientas para cortar el
arbolado de los terrenos que les entregasen y semillas
adecuadas para cultivar dichos terrenos.
Tomás y su esposa, al oír todo esto, sin dudarlo un
instante, enseguida trataron de arreglar los papeles y ponerse

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en condiciones de emprender el viaje. Desde el principio lo
tuvieron claro. Se pusieron de acuerdo con varias familias de
San Lorenzo y otras de los pueblos vecinos. Todo fue rápido.
A los pocos meses había apuntadas unas veinte familias
completas de este contorno. Vendieron la hacienda (me
refiero al ganado), todos sus enseres (las casas y las tierras,
casi todos, las dejaron sin vender) y, con toda la valentía, en
los primeros días de octubre del año 1.898, abandonaron sus
hogares, decididos a embarcar en el puerto de Vigo, con
destino al Brasil.
Pero resulto que, al llegar a Vigo, era tanto el gentío que
allí había (el Gobierno del Brasil no tenía bien organizado
aquello y no disponía de los buques necesarios para
transportar a tanta gente) que no consiguieron subir al
barco. Otros tantos como los que ya habían embarcado, entre
los que se encontraban ellos, tuvieron que esperar en Vigo a
que aquel vapor fuera al Brasil a descargar a aquella gente y
volviera a por los demás. El Gobierno brasileño no se hacía
cargo de los gastos que estas pobres -¡y tan pobres!- familias
pudiesen tener en Vigo hasta el regreso del vapor. El
problema que se les presentaba era angustioso. Habían salido
de sus casas ya con pocos recursos y no esperaban este
contratiempo. Recuerdo que a mis pobres padres se les vino
el cielo encima, sin saber que hacer de su vida. Los hijos
tenían hambre. Pedían pan. Y recuerdo, como si fuese ahora
mismo -y es que hay cosas que no se olvidan en la vida-, que
compraban mis padres un pan de centeno, que pesaría unas
seis libras,

LIBRA: Peso antiguo de Castilla, dividido en 16 onzas y


equivalente a 400 gramos.

que sabía a gloria. Otros días era de maíz. Éste no tenía tan
buen gusto; pero también nos gustaba. Y me pregunto ¿por

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qué nos sabría tanto? Pues muy sencillo, por que el hambre y
la necesidad eran incalculables. Tampoco he olvidado un día
que estábamos paseando por las calles de Vigo un grupo de
niños de mi edad, y al pasar por la puerta de un despacho de
pan, vimos que un carro se paraba a descargar varias
canastas con barras. No sé cómo ocurrió; pero de una de las
canastas se cayó una especie de chusco. Todos los allí
presentes, que desde hacía rato no le quitábamos el ojo a los
panes, nos abalanzamos hacia el chusco y antes de que
llegara al suelo se había desintegrado. El hombre que estaba
descargando hizo como si no hubiese visto nada y siguió su
trabajo, al tiempo que nosotros nos alejábamos tratando de
matar una poca de la mucha hambre que llevábamos encima .

Este episodio del chusco, en Vigo, no aparece en sus


escritos, pero se lo oí contar a mi padre infinidad de veces.

Creo que sólo puede uno hacerse cargo de tal situación,


pasando ocho días, sólo ocho, como aquel horrible mes que
nosotros estuvimos en Vigo (llegando hasta vivir de la
caridad) esperando al vapor que habría de llevarnos al Brasil.
Pobres mis padres, que fueron los que llevaron el mayor peso
de la situación.
Allá por la primera quincena de noviembre emprendimos
el viaje. El viaje pienso que debimos de hacerlo como una
manada de corderos enjaulados en vagones. La verdad es que
apenas recuerdo nada de él. Lo que sí recuerdo es que nos
llevaron a desembarcar, a una ciudad llamada Manaus,
capital del Estado de Amazonas. Una vez en tierra nos
condujeron a un desinfestadero. En una habitación nos
desinfestaban tanto a nosotros como a nuestras ropas. Nos
llevaron a comer a un pabellón grande, especie de entablado.
Allí nos tuvieron unos días, hasta que nos trasladaron a unos
caseríos en un lugar llamado Montealegre. En este lugar ya

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se podía vivir; pues era un descampado grande donde había
pastos y ganado. Por este pueblecito pasaba un río, puede
que se tratase del Río Negro, afluente del Amazonas. Y a
pesar de que Manaus está a más de mil kilómetros del
Océano Atlántico, yo siempre tuve la idea de que estaba
cercano al mar; pues quiero recordar que el tal río crecía y
decrecía como lo hacen las rías al ritmo de las mareas; o tal
vez esté equivocado. Como los componentes de las familias
que allí habíamos llegado todos eran trabajadores del campo;
para aquellos que estaban en edad de trabajar, tanto
hombres como mujeres, el ocio era un vicio al que no estaban
acostumbrados. Y como no se sabía el tiempo que íbamos a
permanecer en aquella situación de espera, pidieron trabajo
para estar más distraídos. Le ofrecieron la limpieza de un
campo, para que produjese pastos para el ganado, al otro
lado del río. Río que tendría unos doscientos metros de
anchura y que era necesario atravesar en un bote de remos.
Así transcurrieron unos días, ocupados en estas faenas. Uno
de los días que ya estaban preparados para ir a coger el bote,
llega uno de los jefecillos que organizaban aquello y dice:
“Tomás Alonso y Víctor Arias que se queden, tienen que salir
para la colonia que les ha sido adjudicada”. El resto del
grupo siguió hasta el muelle, a coger el bote. Empiezan a
cruzar el río; pero con tan mala suerte que, en la mitad, el
bote empieza a zozobrar y termina hundiéndose. De los ocho
que iban, cuatro se ahogaron y los otros cuatro lograron
alcanzar la orilla milagrosamente. Los supervivientes se
dirigieron a donde estaban las familias. Aquí se me parte el
corazón al recordar el triste cuadro que en aquellos
momentos viví: abrazos, lamentos, llantos...¡qué triste
escena! Cuatro amigos que se quedaron, para siempre, en el
fondo de río. Cuatro paisanos, con los que hacía unos días
habíamos cruzado el océano en busca de un futuro mejor,

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para los que ya no había futuro. Aquellos pobres ya habían
hecho las Américas.
Tomás y su familia todavía no habíamos emprendido el
viaje; pero las órdenes recibidas eran tajantes y, con todo el
dolor de su corazón, mis padres tuvieron que partir sin poder
acompañar a aquellas cuatro familias a enterrar a sus
muertos.
Colocamos los equipajes en una carreta arrastrada po r
una yunta de bueyes. Las personas, incluidos los niños,
seguíamos a la carreta a pie. A poco de emprender el viaje
nos metimos en una zona de una arena fina y deslavada, de
modo que según se caminaba por aquel atolladero se
avanzaba más para atrás que para delante. Entre el
cansancio, el calor y la arena no se aguantaba aquello. ¡Era
horrible! Y para colmo de tantas penalidades sólo había que
acordarse de la tragedia dejada atrás. ¡Pobre gente! El viaje
era lentísimo. La carreta iba a muy poca velocidad, muy poca;
pero suficiente para que las personas que la seguíamos a pie
hubiéramos de esforzarnos para no quedarnos rezagados. Voy
a hacer un comentario: Tomás, como ya hemos dicho, era
poco alegre; pero con todo lo que estaba ocurriendo se le
borró la sonrisa para siempre. Además era muy cobarde.
Cuando su mujer le expuso lo del viaje no estuvo de acuerdo
y lo emprendió en contra de su voluntad. Él nunca hubiese
querido salir de su pueblo y menos a esos países tan lejanos
y desconocidos. Sólo le daba algo de ánimo, la compañía de
sus padres, Pedro y Eusebia, de edad muy avanzada, y la de
una hermana soltera que los acompañaba. Cuando ocurrió el
accidente del río, a Tomás y a su padre le entró una tristeza
que ya no fueron capaces de quitársela de encima. Y durante
la marcha por aquel arenal, daba miedo ver la pena reflejada
en el rostro de aquellos dos hombres. Gracias a Francisca,
decidida y arrogante, que, con una niña de pecho al cuello y

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otra de tres años a la espalda, nos infundía a todos ánimo y
fuerzas.
Por fin llegamos a un espeso bosque, lleno de maleza y
perfectamente apropiado para escondrijo de alimañas, y allí
mismo nos refugiamos, entre las matas, hasta el día siguiente
que empezamos unos a cortar madera y otros a traer unas
chapas de cinc para cubrir la especie de chabola que
construimos, y que sería la vivienda de aquellas dos familias,
compuestas de padres, hijos y nietos. A los pocos días
comienzan Tomás y su padre a cortar árboles y matorrales, a
los que, una vez pasados por el sol, le prendían fuego, para a
continuación proceder a trabajar la tierra para poder
sembrarla. Lo que más pronto se daba eran las patacas…

PATACA: Tubérculo de la raíz de esta planta, que es de


color rojizo o amarillento, fusiforme, de seis a siete
centímetros de longitud y cuatro o cinco de diámetro por la
parte más gruesa, carne acuosa algo azucarada y buen
comestible para el ganado.

que eran dulces y se podían comer de diversas formas; pues,


al ser dulces, hasta en compota. También se producían, pero
tardaban más en darse, café y tabaco. Además, en el campo
se encontraban diversas plantas con frutos comestibles.
Como el monte era tan espeso, había muchos animales
salvajes. Lo que más se veía eran partidas de monos que
saltaban de rama en rama chillando. Pero estos animales no
eran ofensivos al hombre. También se veían muchas
serpientes, de un tamaño descomunal: capaces de comerse
una gallina entera, o un animal del tamaño de un cerdo de 40
kilos, o de un cordero. Pero no atacaban a la gente, más bien
huían al ver a las personas. Otros animales o bichos raros
nunca tuvimos ocasión de ver. O se ocultaban a los hombres
o no se criaban por aquellos parajes.

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Así transcurrieron unos meses. Aquello era aburrido,
triste y decepcionante; pues la maleza que cortabas por el
día, crecía durante la noche. En este medio tiempo se murió
la hija pequeña de Tomás, mi hermana Asunción que había
nacido el 17 de agosto de 1896, con poco más de tres años. A
mi padre empezó a hacérsele allí la vida insoportable y
decidió irse al pueblo que había sido nuestro primer punto de
destino, a Manaus, en busca de un trabajo menos duro y
mejor remunerado. En Manaus la vida era distinta. Por lo
menos allí había gente. Encontró trabajo en una empresa que
se dedicaba a arreglar calles y a hacer carreteras. Nosotros
nos quedamos en la selva, ya nos escribiría contándonos
como le iba por allí. Esperando noticias de él, los días se
hacían siglos. No había transcurrido mucho tiempo cuando
nos escribe diciendo que ya podíamos ir a donde él estaba. A
nosotros aquello nos llenó de alegría. Pero cuando llegamos,
la figura de mi padre -más parecía un muerto viviente que
otra cosa- nos hundió en la más profunda de las tristezas.
Estaba agotado. No parecía ni su sombra. Nos quedamos
asustados de ver aquel cadáver. Pocos días trabajó después
de nuestra llegada. Entre la tristeza y el agotamiento cayó
mortal. Al poco tiempo también muere nuestro abuelo, Pedro
Alonso. En un abrir y cerrar de ojos se quedan las dos
mujeres viudas y huérfanos todos sus hijos. Mi padre (lo digo
sinceramente) como dejó el pueblo en contra su voluntad y,
encima, todo le salía mal, después de la tragedia del río, le
entró una pena que poco a poco lo fue consumiendo.
Mi madre, desde luego, tenía otro carácter. Era má s
fuerte. Pero ante tanto sufrimiento y tanta miseria, se
apoderó de ella un malestar y una debilidad imposibles de
superar. Estaba sentenciada a morir; pero todavía tuvo
fuerzas suficientes para tomar una trascendental decisión:

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regresar a España. Entre el viaje al Brasil y el de regreso
habían transcurrido año y medio.
Conseguimos arreglar las cosas; pues aunque el
contrato que se firmaba obligaba a permanecer en el Brasil al
menos dos años; me temo que al ver aquellos señores nuestra
situación debieron de pensar que era mejor dejarnos volver
antes de tener que enterrarnos allí a todos, y emprendimos el
viaje de regreso a España, por cuenta del Gobierno brasileño,
mi madre, mis dos hermanas, mi abuela paterna y la
hermana de mi padre que había ido con nosotros. Allí
habíamos dejado, enterrados en aquel lejano país, a tres de
nuestros seres más queridos.
Por fin llegamos otra vez a España, a San Lorenzo, a
aquella casa que habíamos dejado vacía hacía dieciocho
meses.
Mi madre llegó bastante delicada; por lo que unos
primos de Pozuelo nos recogieron algún tiempo, hasta que
ella poco a poco se fue recuperando. Nosotros, a medida que
pasaba el tiempo, crecíamos e íbamos adquiriendo capacidad
para realizar algunos trabajos que pudieran servir de ayuda a
nuestra madre y lograr, poco a poco, ir reponiéndonos de lo
perdido.

“CAMPANADAS EN EL CORAZÓN”.
Uno de los trabajos, entre otros, que un niño de nuev e
años, como Pedro Alonso Palacios cuando regresó del Brasil,
podía realizar, era el de zagal.
Junto a la carta que mi padre me envió en 1974,
adjuntaba una historia en la que yo me basé para escribir un
artículo (que ya os prometí) que fue publicado en su día con

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el título de “Campanadas en el corazón”, y que firmé como
Pedro Amaro , en vez de Pedro Amaro, hijo; por lo que mi
padre recibió muchas felicitaciones y lo motivó para seguir
mandándome cosas.
Al introducirlo en mi libro de poemas como mío, después
del título coloqué una apostilla en la que decía que era mi
padre el que había vivido la historia y el que me la había
contado.
En publicaciones anteriores digo que el zagal tenía
nueve años (los que mi padre me dijo); pero con los datos que
tengo en mi poder, si fue al Brasil con ocho, vino con nueve y
medio, en abril o mayo, y esta historia tuvo lugar por el mes
de enero, forzosamente mi padre tenía que tener diez años.
También cambio la hora; pues considero que las ocho es muy
tarde, ya que en Zamora en enero a las seis es completamente
de noche.

CAMPANADAS EN EL CORAZÓN
( M i pa d re m e c o nt ó q u e
un dí a , s i e n do é l n i ño .. .)

Qué largas son las noches pasados los ochenta. Y


mucho más largas aún las noches de invierno.
Noches atrás, cansado de dormir -¡o de vivir cansado
una pesadilla!- me desperté; o puede que lo hiciera mi
decrépito carraspeo, o el frío de mi cuerpo -¡semejante al de
aquella noche!-, o tal vez las campanadas del reloj –her-
manas de aquéllas que entonces oí y hoy volvía a escuchar
mientras dormía-.
Tenía diez años, todo el valor que corresponde a esta
edad y pocas chichas; tal vez por esto, a la hora de sacar
fuerzas de flaqueza, me sobrara de donde hacerlo. Corría el
mes de enero, del mismo modo que las aguas corrían por
doquier a causa de las lluvias; pues, sin intermitencia, llovía

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desde hacía varios días. Empezaba a oscurecer y, no sin
trabajo, arreábamos el ganado hacia el corral, situado en la
Valina, el pastor y yo (zagal por aquel entonces en casa del
abuelo materno de Juan Villalón, Antonio Fincias). Era la
época de parir las ovejas y por ello la marcha resultaba más
lenta y entrañaba más dificultades; pues raro era el día que,
como aquél, no parían varias, y aunque algunos corderillos –
hijos de la miseria- nacían ya muertos, o morían a poco de
nacer, y eran abandonados a los lobos; con los vivos
habríamos de cargar a hombros y continuar hacia el corral
aquella marcha, al paso marcado por las esquilas de las
ovejas, sus balidos tristes y el berreo lastimero de los
corderillos. Pero antes de llegar, en el camino, nos sorprendió
la noche –esa hada mala para cualquier zagal de diez años- y
yo, además, tenía que volver a dormir a mi casa del arrabal;
cosa que, en el silencio de la noche y su oscuridad, me
resultaba más costosa que todo el trabajo de un día de cuidar
ganado. Encerrado el rebaño, me despedí del pastor y
emprendí el camino; cuando... a menos de un kilómetro,
empecé a notar el agua a la altura de mis rodillas; “sin duda
–pensé- estoy atravesando algún regato”; pero seguí andando
y cada vez el agua me llegaba más arriba -como cada vez la
noche se me antojaba más oscura-. Comprendí entonces que
todas las lluvias caídas días atrás habían anegado aquella
hondonada, convirtiéndola en una laguna, y yo... seguía
andando (hubiera dado la vuelta, pero no estaba seguro de
encontrar el camino de regreso), y ya me llegaba el agua a la
cintura, cuando advertí que estaba pisando sobre guijarros,
esta vez los de un regato de verdad; a continuación noté la
tierra más blanda y, poco a poco, cada vez más marcado,
empecé a oír el chapoteo de mis chanclos al andar: había
logrado salvar el peligro; pero ¿dónde me encontraba? En
vano busqué el camino; así que, entre jaras, urces y

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carrascas, seguí andando, andando, andando. Cesó al fin de
llover. Un cuerno le vi a la luna por entre dos nubes.
“Cuando la luna tiene cuernos de gavilucho –recordé- llueve
mucho, no llueve nada o queda el tiempo como estaba.” Y fue
este airoso recuerdo el hito de esperanza que me obligaba a
hacer un alto para orientarme de nuevo. Y en ese preciso
instante, a través de la noche, llegaron hasta mí las
campanadas del reloj de la plaza, dispuestas a indicarme el
camino; consecuentes, segundos después me repetían su
llamada. Eran las siete. A poco, la complaciente luna me
permitía ver a mis pies las tierras de la Chanica y, más
adelante ya, el tejar y las primeras casas de San Lorenzo;
pero hasta no llegar a la mía, al lado de mis padres y
hermanas, no arranqué a llorar.
Han transcurrido setenta y cinco años y he oído mucha s
campanadas desde aquel día; pero, en las que la otra noche
me despertaron, reconocí a las mismas de aquella vez:
campanadas propicias que, a punto de salvar esta bajura
anegada en lágrimas, venían a indicarme el verdadero
camino.
Fue, por fin, el amanecer quien me trajo consigo el
sueño, y ya llevaba el sol varias horas paseándose por las
calles del pueblo cuando me desperté. Nada más levantarme,
salí a la puerta de casa y alcé la vista hacia el reloj de la
torre; contemplé primero su esfera y, un poco más arriba, su
campana. ¡De qué forma tan fortuita me encontré mirando al
cielo!
Y mientras la radiante y cálida mañana de enero trataba
de levantar mi ánimo y borrarme de la mente aquella
pesadilla, de nuevo el reloj, con sus campanadas, vino a
poner triste música de fondo a mis meditaciones .

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LA EXPERIENCIA ARGENTINA.
Así transcurrieron tres o cuatro años, trabajando mucho
y pasando muchas fatigas. Un día mi madre volvió a casarse
y volvimos a tener una casa montada, como en los tiempos
anteriores al viaje al Brasil, o incluso mejor.
Mi hermana mayor, Emilia, un día se empeñó en que se
iba a Buenos Aires y se salió con la suya. Sacó el pasaporte y
a Buenos Aires con el cuerpo. Al año de estar allí nos reclama
a mí y a nuestra otra hermana María. A los dos meses nos
hallábamos en la capital de la Argentina los tres hermanos,
quedando en España mi madre con su nuevo marido, Martín
Villalón Franco.
Yo, que tenía más de cobarde que de valiente, salí de
casa casi sin darme cuenta de a donde iba. Mi madre me
preparó una ropita para el viaje que, en aquellos tiempos, era
de poco valor y baja calidad. El viaje se hacía a lo pobre,
éramos unos simples emigrantes, y el barco reunía unas
condiciones pésimas, en todos los sentidos. Cuando llegué a
Buenos Aires, al desembarcar y recoger el baúl donde iba la
ropa, ¡sorpresa!, ni una sola prenda quedaba dentro de él. Ni
tan siquiera tuve la ocurrencia de hacer una reclamación.
Éramos más inocentes que los niños del limbo.
Estas emocionantes historias serían, más bien, para se r
redactadas por un escritor que supiese darle la emoción
adecuada a las escenas; ya que el autor de los hechos
relatados, carece de los conocimientos suficientes para
expresar con el realismo que él desearía los acontecimientos
allí vividos.
En resumen, que el disgusto que me causó el robo de la
ropa fue mayúsculo; pues aunque el valor de lo sustraído era
escaso, me habían quitado toda la ropa que tenía y no me
quedaba nada para cambiarme; para remplazar la ropa sucia
del viaje (que buena falta tenía) y al menos presentarme algo

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decente ante mi hermana que nos esperaba en la casa donde
trabaja, en Buenos Aires, a una distancia como de un
kilómetro del puerto.
Tomamos una carreta arrastrada por dos caballos para
trasladarnos al lugar donde residía mi hermana. A parte de
mi hermana María y yo, iban dos chicas, también de San
Lorenzo, con las que habíamos viajado en compañía. Qué
cuadro más desolador, y qué vergüenza debió de pasar mi
hermana Emilia, cuando llegamos a la puerta de su casa con
aquellas trazas. Unos paletos sucios y en una miserable
carreta, en pleno centro de Buenos Aires. ¡Qué cosas nos
suceden en la vida a los pobres desamparados!
En este lugar trabajaba mi hermana de cocinera, y allí nos
instalamos. Era un colegio privado de primera enseñanza,
dirigido por un señor francés. María empezó a trabajar de
niñera y yo como mucamo, para hacer la limpieza del colegio
y servir las mesas del comedor a los niños que allí cursaban
sus estudios en régimen de internado. En estas condiciones
estuvimos los tres hermanos trabajando en el colegio durante
ocho meses. Yo, poco a poco, fui familiarizándome con el
trabajo y reponiendo el vestuario con arreglo a nuestras
humildes posibilidades. El amo era poco simpático y tenía un
carácter algo fuerte. Un día me riñó de malos modos; cosa
que a mí me molestó y me largué de allí. Me puse a trabajar
en un taller que se dedicaba a

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lavar y planchar ropa. Mi trabajo consistía en recoger a
domicilio la ropa sucia, entregar la limpia y hacer la limpieza
de casa. En esta casa estuve siete años. Allí aprendí a lavar,
a planchar y me fui haciendo hombre en todos los sentidos.
Los sueldos que en aquella época se ganaban eran
pequeños, poco más que para vivir. Poco podía yo ahorrar.
Además, cuando uno es joven gasta más de lo necesario
viciosamente y ahorra poco. Al final de estos siete años, mi

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hermana Emilia se vino para España, casada. Se casó allí con
un chico, emigrante como nosotros y de nuestro mismo
pueblo. Después se vino María y me quedé en Buenos Aires
sólo yo. Como allí, solo, me aburría, un buen día decidí
regresar a España. La verdad es que yo no sé que tiene la
patria chica que todo el mundo desea volver a ella. Aunque
en el país que estés vivas bien y ganes mucho dinero, el
pueblo donde naciste siempre termina tirando de ti.
Una vez en España, fui rehaciendo mi vida. Al poc o
tiempo me casé, y puedo decir, sinceramente, que fue cuando
empecé a vivir, lo que se dice vivir. Y si bien es cierto que en
la vida hay momentos buenos y momentos malos, a mí, hasta
entonces, sólo me habían tocado de los segundos, de los
malos. Y hoy, pasados los años, doy gracias a Dios por
haberme dado salud para llegar hasta aquí y poder contarlo,
y un bienestar inimaginable en aquellos mis años jóvenes,
donde los días de estrechez seguían a los de penuria.

---oooOOO O OOOooo---

Aún tratando de ser lo más exacto y veraz en mi relato,


hay momentos en los que me invaden ciertas dudas, una
especie de vació bajo mis pies, y la consiguiente falta de
equilibrio que me lleva a buscar algo donde apoyarte. El
problema es que no tengo donde hacerlo. No tengo a quien
recurrir.
Las cosas que mi padre me contó pienso que son ciertas .
Pero pienso, también, que son todo lo ciertas y exactas que
pueden ser al recordarlas y escribirlas 50, 60 ó 70 años
después de haber ocurrido.
Las fechas de los nacimientos, defunciones, bodas, etc.,
que os ofrezco, son exactas, cuando hay documentación; pero
las de ciertos viajes y o tros acontecimientos a veces son el

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resultado de cálculos aproximativos y conjeturas
indagatorias.
Mi padre nació el 7 de octubre de 1900, cierto, aunque
en su D.N.I. apareciera el día 15; pero ¿en qué año se fue con
su familia para Brasil?, eso ya es harina de otro costal.
Comenta el valor de su madre el día que iban por aquel
arenal camino de las tierras que le habían adjudicado, “con
una niña de pecho en brazos y otra de tres años a la
espalda”. Su hermana María la que llevaba a espaldas nació
en 1893, y Asunción, la que murió allí, la niña de pecho,
nació el 17 de agosto de 1896. O sea, que si mi padre tenía 8
años, Asunción podía estar tomando el pecho con 2 años y
tres meses; pero María andaría alrededor de los cinco años, si
no los había cumplido ya, en lugar de tres.
Lo mismo ocurre con su marcha a la Argentina y el
tiempo de estancia en aquel país, no me cuadran los cálculos.
Pero no importa, cuando me falte n las fechas (tratando de
minimizar la gran importancia que en realidad tienen), me
atendré a los hechos.
Digamos que mi padre se fue al Brasil con su familia
con ocho añitos, que allí murieron su hermana Asunción, su
padre Tomás y su abuelo paterno Pedro Alonso. Que al año y
medio regresaron corridos y apaleados por las circunstancias
y la parca. Que trabajó de porquero, zagal y tejero. Que…
Echémosle un vistazo, antes de seguir, a estas
ocupaciones.
Lo de porquero pudo tratarse de alguna transacción co n
algún vecino del pueblo: “Tú me aras o siembras tal tierra y
mi hijo Pedro te guarda los cerdos tanto tiempo”. Aunque
considero que no serían piaras muy grandes, al tratarse de
un niño de diez años. Lo de zagal quedó visto en
“Campanadas en el corazón”.

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El trabajo de tejero consistía en cavar la tierra, a la
que se añadía el agua correspondiente hasta conseguir un
espeso barro, pisoteándolo con una caballería, a base de dar
vueltas, como si de una trilla se tratase. Una vez el barro
amasado, se echaba una porción en un molde trapecial de
madera, de las medidas de la teja a fabricar y unos tres
centímetros escasos de espesor, se extendía sobre el molde
hasta llenarlo y con una tabla recta se rasaba. Se retiraba
el molde hacia arriba, ya que no tenía fondo. La pieza
conseguida se colocaba sobre una madera curvada con su
correspondiente mango, una especie de teja falsa que,
además de darle la forma deseada, ayudaba a colocar la
pieza en el suelo, lista para secar. Ya sólo faltaba, una vez
secas, colocarlas en el horno para cocerlas. Supongo que al
tratarse de un niño no le darían las tareas más duras; pero
de todos modos no debió de resultarle nada fácil, pues toda
su vida nos recordó los ardores de estómago que padeció en
aquellos tiempos al agacharse a colocar, o a recoger, las
tejas del suelo. Aseguraba que llegó a pensar que sus días en
este mundo estaban contados. Afortunadamente aquel mal
fue poco a poco remitiendo y nunca más volvió a padecer del
estómago.

Decía… que su madre volvió a casarse, como dejé dicho


con Martín Villalón Franco, “hombre de mucha comida, pero
de poco trabajo”, según la opinión sarcástico-poética de su
hijastro. Que tres o cuatro años, más tarde volvió a embarcar
rumbo a la Argentina, con su hermana María y otras dos
chicas de San Lorenzo, reclamados por su hermana mayor,
Emilia, que había nacido el 14 de abril de 1887. Las cuentas
me dan que él tendría alrededor de los 14 años. No quiero ni
pensar que su madre dejase ir a su hermana María con tan
sólo 11 añitos, al cargo de él, con 14.
Emilia y María se casaron en la Argentina con dos
hermanos, Nicolás y José del Rió Ferrero, ambos tabareses.
Emilia regreso en el año 1917, María el mismo año y Pedro no
creo que esperase hasta el 18.

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Pedro se casó en Tábara, el 25 de enero de 1919, con 28
años, con una preciosa tabaresa ocho años más joven que él,
Cipriana Antón Salvador.

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