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Humanismo y cultura

La revolución científica
No importa que se sabe, sino como se sabe

Por el C.D. José Antonio Carballo Junco

Palabras clave odontología,


Key words dentistry,

A esta altura de la historia de la humanidad, al terminar la primera década del siglo


XXI, el pensamiento áureo “a la griega” ha recorrido un largo camino. La práctica
de ir acumulando solamente aquel conocimiento que se puede constatar y
sistematizar armónicamente con lo que ya se tiene, de no aceptar aportes
revelados por dios alguno ni impuesto por la autoridad de ningún sabio, no se
reduce al mero ensamblado de una colosal máquina para conocer, sino que su
producto principal es un ser humano con una mente nueva. Recordemos que,
mientras que la información se puede acumular en bibliotecas y en memorias de
computadoras, el conocimiento depende de la mente que conoce. La revolución
científica no se refiere tanto a una explosión informativa, como a la transformación
del ser humano que conoce. La máquina de conocer que se va perfeccionando,
no es tanto la ciencia en sí, sino un cerebro, una mente, una cosmovisión que
permite hacer esa ciencia. Cuando se hacen propuestas de “transferencia de
tecnología” del primero al tercer mundo, debemos entender que es un error
suponer que con las recetas informativas se nos está transfiriendo también la
sabiduría que las hace posibles.
Otro elemento importante de aquella revolución, es que hasta entonces los
interlocutores de los sabios eran los mismos sabios; en cambio, con la ciencia, el
interlocutor de todo científico es la realidad. Un científico que se basa en mis
conclusiones para planear sus estudios, está poniendo a prueba lo que dije. Ante
un nuevo conocimiento, la pregunta no es tanto que se sabe, sino como se lo
sabe. Cuando esa realidad nos contradice, debemos reformar nuestros esquemas
explicativos; la ciencia resulta ser entonces una larga e interminable puesta a
prueba de lo que ella misma va diciendo, e inaugura así un método de curarse a sí
misma. Si bien la ciencia necesita apoyarse en principios, como la religión se
apoya en dogmas, se trata por así decir de principios “prácticos”, en el sentido de
que los respeta hasta tanto no se demuestra que están equivocados, pero que no
son respaldados ni protegidos por ninguna autoridad. Esta práctica la va
convirtiendo en un instrumento universal y democratizador, en el sentido de que,
cuando alguien señala un error o aporta una idea, su clase, color, sexo o edad no
cuentan, de modo que incluye e integra los cerebros de todo el mundo, tanto
pasados como presentes.
Baruch Spinoza, poco antes de morir en 1677, al meditar sobre el hecho de que el
científico se obliga a renunciar a sus opiniones en cuanto se le demuestra su error,
afirmó que la verdadera humildad radica en la ciencia. Así como algunos se
esforzaban por recopilar solo aquellos “secretos” comprobables, Sir Thomas
Browne publicó su Pseudoxia Epidemica, en la que catalogó múltiples errores
populares entre el vulgo, que debían ser desechados porque, según opinaba, la
ciencia no avanzaría hasta que la mente humana se liberara de los mitos y
prejuicios que obstruyen el progreso del conocimiento. No sería descabellado
ensayar esa receta en nuestra Latinoamérica de hoy día
Dada la sistematización y la comunicabilidad de la ciencia, Blaise Pascal la
comparaba con el cerebro de un solo hombre que aprendiera continua e
indefinidamente. En su entusiasmo, Alexandre Koyré y Herbert Butterfield llegaron
a opinar que la revolución científica constituye un cambio tan radical que, en
comparación, el Renacimiento y la Reforma son simples episodios.
Vemos entonces que una de las estrategias centrales de esa “larga lucha contra el
principio de autoridad, esa expresión memorable con la que Huxley describe la
historia de la ciencia, fue quitar de la jugada al intermediario. Este intermediario
podría ser tanto el traductor como al censor que cuida que las interpretaciones no
contradigan las normas aceptadas y con ello eliminan los conceptos espurios
surgidos de revelaciones. Si hoy un investigador quiere convencer a sus colegas
de que existe tal o cual enzima, partícula subatómica, galaxia o documento
histórico, no insiste con su palabra, no recurre a la vehemencia de sus
declaraciones ni al peso institucional, sino que simplemente expone sus puntos de
vista y evidencias y se aparta. Consciente de que podría haber cometido errores,
ni siquiera llamará “pruebas” a sus datos y demostraciones, sino “interpretación
con base en tal o cual evidencia, y dando por sentadas tales o cuales premisas”. A
lo sumo se solaza con el mérito de haber sido el primero a quien se le ocurrió
buscar, de haberlo encontrado, de haberlo examinado exhaustivamente, de
ofrecer una interpretación plausible. De manera que, nuevamente, se vuelve
necesario ejercitarse en la discusión del tipo que habían desarrollado los griegos
en el siglo V a.C., en esa época dorada en la que los sabios repetían sus
argumentos y sus experimentos delante de una audiencia.
Sin duda, al terminar la primera década del siglo XXI, el pensamiento áureo “a la
griega” confirma que en la revolución científica moderna, no importa tanto que se
sabe, sino como se sabe

PARA COLUMNA
La trama de la realidad se puede observar externamente y separar sus hebras
éticas, estéticas, históricas y geométricas como si se tratara de cosas
independientes y no de cualidades solidarias de un sistema complejo. Cuando de
esta trama unitaria se escinde la razón, ésta, sin más compromiso que la
coherencia consigo misma, se hipertrofia y comienza a examinarlo todo, ya se
trate de objetos y asuntos profanos, como sagrados, reales o ideales. Esta
estampida de la razón produjo una ciencia que, desligada de la moral, sólo
obedece a sus propias reglas de juego y acepta únicamente aquello que se puede
demostrar, le cree solamente a quien es capaz de convencer y, aún así, lo
mantiene en cuarentena por si en el futuro surgen nuevas evidencias que
aconsejen hacer reinterpretaciones.

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