Vous êtes sur la page 1sur 10

www.monografias.

com

David Hume

Indice
1. Introducción
2. Investigación sobre el conocimiento humano, sección IV
3. Investigación sobre los principios de la moral, apéndice I

1. Introducción
David Hume nació en Edimburgo en el seno de una familia acomodada el año 1711 y murió en esta
misma ciudad en 1766. Su vida transcurrió entre Edimburgo, París y Londres.
En vez de seguir el estudio de las leyes, a lo que le orientaba la tradición familiar, quiso probar fortuna
en el comercio, pero sin mucho éxito, lo cual le llevó a abandonarlo pronto.
Tras un período de intensa dedicación a la lectura, en 1726, durante una estancia de varios años en
Francia, escribió su obra más importante, el Tratado sobre la naturaleza humana, que no sería publicado
hasta el año 1740 en Londres.
Esta obra no tuvo el reconocimiento que esperaba. Hume tuvo que atraerse la atención del público por
medio de una serie de ensayos menores, antes de encontrar alguna consideración. Posteriormente,
decidió reelaborar los temas y problemas del Tratado y así, en 1748 publicó la Investigación sobre el
conocimiento humano (que refunde la primera parte de su primera obra), y en 1751 sacó a la luz la
Investigación sobre los principios de la moral (en la que se vuelven a tratar los temas del libro tercero del
Tratado).
Tras aspirar por dos veces, de forma infructuosa, a un cargo académico, aceptó un puesto como
bibliotecario en Edimburgo, donde escribió una Historia de Inglaterra que le haría rico y famoso. Más
tarde, como secretario de legación, vivió en París varios años, y allí entró en contacto con varios
pensadores franceses, como Rousseau.
Ocupó luego un alto cargo en el gobierno inglés, en Londres, pero pronto se cansó de la vida pública y
se retiró a Edimburgo, donde pasó los últimos años de su vida, hasta su muerte, ocurrida en 1776,
rodeado de sus amigos y seguidores.
Hume llevó el empirismo de Locke hasta sus últimas consecuencias. Según Hume, el conocimiento
humano se compone de impresiones sensibles y de ideas, que se forman a partir de los datos de los
sentidos. No podemos ir, pues, más allá de lo que nos aportan los sentidos, y la existencia y verdad de
las ideas resultan injustificables para nosotros.
El propio Hume reconoció que este análisis del conocimiento lleva inevitablemente al escepticismo.
Además, su filosofía desemboca en un emotivismo moral, dado que de las proposiciones o verdades de
hecho no pueden deducirse los mandatos o recomendaciones morales. En definitiva, los valores y las
normas morales se basan únicamente en el sentimiento y no en la razón.
El primer texto de lectura y comentario propuesto en el programa es la sección IV de la Investigación
sobre el conocimiento humano. En esta sección se estudian las verdades de hecho y nuestro
conocimiento de las mismas.
El segundo fragmento que propone el programa de Madrid es el apéndice I de la Investigación sobre los
principios de la moral, en el que Hume defiende su tesis de que la razón no puede fundar el juicio moral,
por lo que los valores morales sólo se basan en el sentimiento.

2. Investigación sobre el conocimiento humano, sección IV


Parte 1
Dudas escépticas acerca de las operaciones del entendimiento
Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente, dividirse en dos grupos, a
saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la
Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente
cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que
expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta
expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la
mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del
universo. Aunque jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades
demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia.
No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón
humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la
precedente. Lo contrario de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás
puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si
fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos
inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos
demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser
concebida distintamente por la mente.
Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza es la evidencia que nos
asegura cualquier existencia real y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual de los sentidos, o
de los registros de nuestra memoria. Esta parte de la filosofía, como se puede observar, ha sido poco
cultivada por los antiguos y por los modernos y, por tanto, todas nuestras dudas y errores, al realizar una
investigación tan importante, pueden ser aún más excusables, en vista de que caminamos por senderos
tan difíciles sin guía ni dirección alguna. Incluso pueden resultar útiles, por excitar la curiosidad o destruir
aquella seguridad y fe implícitas que son la ruina de todo razonamiento e investigación libre. El
descubrimiento de defectos, si los hubiera, en la filosofía común, no resultaría, supongo,
descorazonador, sino más bien una incitación, como es habitual, a intentar algo más completo y
satisfactorio que lo que hasta ahora se ha presentado al público.
Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa
y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y
sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera que no esté
presente —por ejemplo, que su amigo está en el campo o en Francia—, daría una razón, y ésta sería
algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento de sus propósitos y promesas
previos. Un hombre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la
conclusión de que, en alguna ocasión, hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos
acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay una
conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la
inferencia sería totalmente precaria. Oír una voz articulada y una conversación racional en la oscuridad,
nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué? Porque éstas son efectos de producción y fabricación
humanas, estrechamente conectados con ellas. Si analizamos todos los demás razonamientos de esta
índole, encontraremos que están fundados en la relación causa-efecto, y que esta relación es próxima o
remota, directa o colateral. El calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de los efectos puede
acertadamente inferirse del otro.
Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella
evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al
conocimiento de la causa y del efecto.
Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta
relación en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la
experiencia, cuando encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos
entre sí. Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón y luces naturales. Si este objeto le
fuera enteramente nuevo, no sería capaz, ni por el más meticuloso estudio de sus cualidades sensibles,
de describir cualquiera de sus causas o efectos. Adán, aun en el caso de que le concediésemos
facultades racionales totalmente desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido inferir de la fluidez
y transparencia del agua, que le podría ahogar, o de la luz y el calor del fuego, que le podría consumir.
Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni
los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar inferencia
alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho.
La siguiente proposición: las causas y efectos no pueden descubrirse por la razón, sino por la
experiencia, se admitirá sin dificultad con respecto a los objetos que recordamos habernos sido alguna
vez totalmente desconocidos, puesto que necesariamente somos conscientes de la manifiesta
incapacidad en la que estábamos sumidos en ese momento para predecir lo que surgiría de ellos. Si
presentamos a un hombre, que no tiene conocimiento alguno de filosofía natural, dos piezas de mármol
pulido, nunca descubrirá que se adhieren de tal forma que para separarlas es necesaria una gran fuerza
rectilínea, mientras que ofrecen muy poca resistencia a una presión lateral. No hay dificultad en admitir
que los sucesos que tienen poca semejanza con el curso normal de la naturaleza son conocidos sólo
por la experiencia. Nadie se imagina que la explosión de la pólvora o la atracción de un imán podrían
descubrirse por medio de argumentos a priori. De manera semejante, cuando suponemos que un efecto
depende de un mecanismo intrincado o de una estructura de partes desconocidas, no tenemos reparo
en atribuir todo nuestro conocimiento de él a la experiencia. ¿Quién asegurará que puede dar la razón
última de que la leche y el pan sean alimentos adecuados para el hombre, pero no para un león o un
tigre?
Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no tiene la misma evidencia cuando concierne a
los acontecimientos que nos son familiares desde nuestra presencia en el mundo, que tienen una
semejanza estrecha con el curso entero de la naturaleza, y que se supone dependen de las cualidades
simples de los objetos, carentes de una estructuración en partes que nos sea desconocida. Tendemos a
imaginar que podríamos descubrir estos efectos por la mera operación de nuestra razón, sin acudir a la
experiencia. Nos imaginamos que si de improviso nos encontráramos en este mundo, podríamos desde
el primer momento inferir que una bola de billar comunica su moción a otra al impulsarla, y que no
tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con certeza acerca de él. Tal es el influjo del
hábito que, donde es más fuerte, además de compensar nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece
no darse meramente porque se da en grado sumo.
Pero, para convencernos de que todas las leyes de la naturaleza y todas las operaciones de los
cuerpos, sin excepción, son conocidas sólo por la experiencia, quizá sean suficientes las siguientes
reflexiones: si se nos presentara un objeto cualquiera, y tuviéramos que pronunciarnos acerca del efecto
que resultará de él, sin consultar observaciones previas, ¿de qué manera, pregunto, habría de proceder
la mente en esta operación? Habría de inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar
como el efecto de dicho objeto. Y es claro que esta invención ha de ser totalmente arbitraria. La mente
nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio o examen más riguroso, pues el
efecto es totalmente distinto a la causa y, en consecuencia, no puede ser descubierto en él. El
movimiento, en la segunda bola de billar, es un suceso totalmente distinto del movimiento en la primera.
Tampoco hay nada en el uno que pueda ser el más mínimo indicio del otro. Una piedra o un trozo de
metal, que ha sido alzado y privado de apoyo, cae inmediatamente. Pero, considerando la cuestión
apriorísticamente, ¿hay algo que podamos descubrir en esta situación, que pueda dar origen a la idea
de un movimiento descendente más que ascendente o cualquier otro movimiento en la piedra o en el
metal?
Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la invención o la representación imaginativa iniciales
de un determinado efecto son arbitrarias, mientras no consultemos la experiencia; de la misma forma
también hemos de estimar el supuesto enlace o conexión entre causa y efecto, que los une y hace
imposible que cualquier otro efecto pueda resultar de la operación de aquella causa. Cuando veo, por
ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea recta hacia otra, incluso en el supuesto de que la
moción en la segunda bola me fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un contacto o de un
impulso, ¿no puedo concebir que otros cien acontecimientos distintos podrían haberse seguido
igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse quedado quietas ambas bolas? ¿No podría la
primera bola volver en línea recta a su punto de arranque o rebotar sobre la segunda en cualquier línea
o dirección? Todas esas suposiciones son congruentes y concebibles. ¿Por qué, entonces, hemos de
dar preferencia a una, que no es más congruente y concebible que las demás? Ninguno de nuestros
razonamientos a priori nos podrá jamás mostrar fundamento alguno para esta preferencia.
En una palabra, pues, todo efecto es un suceso distinto de su causa. No podría, por tanto, descubrirse
en su causa, y su hallazgo inicial o representación a priori han de ser enteramente arbitrarios. E incluso
después de haber sido sugerida su conjunción con la causa, ha de parecer igualmente arbitraria, puesto
que siempre hay muchos otros efectos que han de parecer totalmente congruentes y naturales a la
razón. En vano, pues, intentaríamos determinar cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier
causa o efecto, sin la asistencia de la observación y de la experiencia.
Con esto podemos descubrir la razón por la que ningún filósofo, que sea razonable y modesto, ha
intentado mostrar la causa última de cualquier operación natural o exponer con claridad la acción de la
fuerza que produce cualquier efecto singular en el universo. Se reconoce que el mayor esfuerzo de la
razón humana consiste en reducir los principios productivos de los fenómenos naturales a una mayor
simplicidad, y los muchos efectos particulares a unos pocos generales por medio de razonamientos
apoyados en la analogía, la experiencia y la observación. Pero, en lo que concierne a las causas de
estas causas generales, vanamente intentaríamos su descubrimiento, ni podremos satisfacernos jamás
con cualquier explicación particular de ellas. Estas fuentes y principios últimos están totalmente vedados
a la curiosidad e investigación humanas. Elasticidad, gravedad, cohesión de partes y comunicación del
movimiento mediante el impulso: éstas son probablemente las causas y principios últimos que podremos
llegar a descubrir en la naturaleza. Y nos podemos considerar suficientemente afortunados si somos
capaces, mediante la investigación meticulosa y el razonamiento, de elevar los fenómenos naturales
hasta estos principios generales, o aproximarnos a ellos. La más perfecta filosofía de corte natural sólo
despeja un poco nuestra ignorancia, así como quizás la más perfecta filosofía de tipo moral o metafísico
sólo sirve para poner ésta al descubierto en proporciones mayores. De esta manera, la constatación de
la ceguera y debilidad humanas es el resultado de toda filosofía, y nos encontramos con ellas a cada
paso, a pesar de nuestros esfuerzos por eludirlas o evitarlas.
Tampoco la geometría, cuando se la toma como auxiliar de la filosofía natural, es capaz de remediar
este defecto o de conducirnos al conocimiento de las causas últimas mediante aquella precisión en el
razonamiento por la que, con justicia, se la celebra. Todas las ramas de la matemática aplicada operan
sobre el supuesto de que determinadas leyes son establecidas por la naturaleza en sus operaciones, y
se emplean razonamientos abstractos, bien para asistir a la experiencia en el descubrimiento de estas
leyes, bien para determinar su influjo en aquellos casos particulares en que depende de un grado
determinado de distancia y cantidad. Así, es una ley del movimiento, descubierta por la experiencia, que
el ímpetu o fuerza de un móvil es la razón compuesta o proporción de su masa y velocidad; y, por
consiguiente, que una fuerza pequeña puede desplazar el mayor obstáculo o levantar el mayor peso si,
por cualquier invención o instrumento, podemos aumentar la velocidad de aquella fuerza, de modo que
supere la contraria. La Geometría nos asiste en la aplicación de esta ley, al darnos las medidas precisas
de todas las partes y figuras que pueden componer cualquier clase de máquina, pero, de todas formas,
el descubrimiento de la ley misma se debe solamente a la experiencia, y todos los pensamientos
abstractos del mundo jamás nos podrán acercar un paso más a su conocimiento. Cuando razonamos a
priori y consideramos meramente un objeto o causa, tal como aparece en la mente, independientemente
de cualquier observación, nunca puede sugerirnos la noción de un objeto distinto, como lo es su efecto,
ni mucho menos mostrarnos una conexión inseparable e inviolable entre ellos. Muy sagaz tendría que
ser un hombre para poder descubrir, mediante razonamiento, que el cristal es el efecto del calor, y el
hielo del frío, sin conocer previamente el modo en que operan estas cualidades.

Parte 2
Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a la primera pregunta planteada. Cada
solución da pie a una nueva pregunta, tan difícil como la precedente, y que nos conduce a
investigaciones ulteriores. Cuando se pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de nuestros razonamientos
acerca de cuestiones de hecho?, la contestación correcta parece ser: están fundados en la relación
causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál es el fundamento de todos nuestros razonamientos
y conclusiones acerca de esta relación?, se puede contestar con una palabra: la experiencia. Pero si
proseguimos en nuestra actitud escudriñadora y preguntamos: ¿Cuál es el fundamento de todas las
conclusiones de la experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede ser más difícil de resolver
y explicar. Los filósofos que se dan aires de sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea
cuando se enfrentan con personas de disposición inquisitiva, que los desalojan de todas las posiciones
en que se refugian, y que con toda seguridad los conducirán finalmente a un dilema peligroso. El mejor
modo de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras pretensiones, e incluso descubrir la
dificultad antes de que nos sea presentada como objeción. Así podremos convertir de algún modo
nuestra ignorancia en una especie de virtud.
Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil, pretendiendo sólo dar una contestación negativa al
problema aquí planteado. Digo, entonces, que, incluso después de haber tenido experiencia de las
operaciones de causa y efecto, nuestras conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no están
fundadas en el razonamiento o en proceso alguno del entendimiento. Esta solución la debemos explicar
y defender.
Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido a gran distancia de todos sus
secretos y nos ha proporcionado sólo el conocimiento de algunas cualidades superficiales de los
objetos, mientras que nos oculta los poderes y principios de los que depende totalmente el influjo de
estos objetos. Nuestros sentidos nos comunican el color, peso, consistencia del pan, pero ni los sentidos
ni la razón pueden informarnos de las propiedades que le hacen adecuado como alimento y sostén del
cuerpo humano. La vista o el tacto proporcionan cierta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero
en lo que respecta a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo
indefinidamente en movimiento local continuo, y que los cuerpos jamás pierden más que cuando la
comunican a otros, de ésta no podemos formarnos ni la más remota idea. Pero, a pesar de esta
ignorancia de los poderes y principios naturales, siempre suponemos, cuando vemos cualidades
sensibles iguales, que tienen los mismos poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los
que hemos experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera presentado un cuerpo de color y
consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente, no tendríamos escrúpulo en repetir
el experimento y con seguridad preveríamos sustento y nutrición semejantes. Ahora bien, éste es un
proceso de la mente o del pensamiento cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado que
no hay una conexión conocida entre cualidades sensibles y poderes ocultos y, por consiguiente, que la
mente no es llevada a formarse esa conclusión, a propósito de su conjunción constante y regular, por lo
que puede conocer de su naturaleza. Con respecto a la experiencia pasada, cabe aceptar que da
información directa y cierta solamente de aquellos objetos de conocimiento y de aquel período preciso
de tiempo que son abarcados por su acto de conocimiento. Pero por qué esta experiencia debe
extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por lo que sabemos, pude ser que sólo en
apariencia sean semejantes, ésta es la cuestión en la que deseo insistir. El pan que en otra ocasión
comí, que me nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas cualidades, estaba en aquel momento
dotado de determinados poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que otro trozo distinto de pan
también ha de nutrirme en otro momento y que las mismas cualidades sensibles siempre han de estar
acompañadas por los mismos poderes secretos? De ningún modo parece la conclusión necesaria. Por
lo menos ha de reconocerse que aquí hay una conclusión alcanzada por la mente, que se ha dado un
paso, un proceso de pensamiento y una inferencia que requiere explicación.
Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas: He encontrado que a tal objeto ha
correspondido siempre tal efecto y preveo que otros objetos, que en apariencia son similares, serán
acompañados por efectos similares. Aceptaré, si se desea, que una proposición puede correctamente
inferirse de la otra. Sé que, de hecho, siempre se infiere. Pero si se insiste en que la inferencia es
realizada por medio de una cadena de razonamientos, deseo que se presente aquel razonamiento. La
conexión entre estas dos proposiciones no es intuitiva. Se requiere un término medio que permita a la
mente llegar a tal inferencia, si efectivamente se alcanza por medio de razonamiento y argumentación.
Lo que este término medio sea, debo confesarlo, sobrepasa mi comprensión, e incumbe presentarlo a
quienes afirman que realmente existe y que es el origen de todas nuestras conclusiones acerca de las
cuestiones de hecho.
Este argumento negativo debe, desde luego, con el tiempo, hacerse del todo convincente, si muchos
hábiles y agudos filósofos orientan sus investigaciones en esta dirección y si nadie es capaz de
descubrir una proposición que sirva de conexión o un paso intermedio que apoye al entendimiento en
esta conclusión. Pero como la cuestión es por ahora nueva, no todo lector confiará tanto en su propia
agudeza como para concluir que, puesto que un razonamiento se le escapa a su investigación, por eso
no está fundado en la realidad. Por este motivo, quizá sea necesario entrar en una tarea más difícil y,
enumerando todas las ramas de la sabiduría humana, intentar mostrar que ninguna de ellas puede
permitir tal razonamiento.
Todos los razonamientos pueden dividirse en dos clases, a saber, el razonamiento demostrativo o aquel
que concierne a las relaciones de ideas y el razonamiento moral o aquel que se refiere a las cuestiones
de hecho y existenciales. Que en este caso no hay argumentos demostrativos parece evidente, puesto
que no implica contradicción alguna que el curso de la naturaleza llegara a cambiar, y que un objeto,
aparentemente semejante a otros que hemos experimentado, pueda ser acompañado por efectos
contrarios o distintos. ¿No puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de las nubes, y
que en todos los demás aspectos se parece a la nieve, tiene, sin embargo, el sabor de la sal o la
sensación del fuego? ¿Hay una proposición más inteligible que la afirmación de que todos los árboles
echan brotes en diciembre y en enero, y perderán sus hojas en mayo y en junio? Ahora bien, lo que es
inteligible y puede concebirse distintamente no implica contradicción alguna, y jamás puede probarse su
falsedad por argumento demostrativo o razonamiento abstracto a priori alguno.
Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos fiásemos de nuestra experiencia pasada, y
de que la convirtiéramos en la pauta de nuestros juicios posteriores, estos argumentos tendrían que ser
tan sólo probables o argumentos que conciernen a cuestiones de hecho y existencia real, según la
distinción arriba mencionada. Pero es evidente que no hay un argumento de esta clase si se admite
como sólida y satisfactoria nuestra explicación de esta clase de razonamiento. Hemos dicho que todos
los argumentos acerca de la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestro conocimiento
de esa relación se deriva totalmente de la experiencia, y que todas nuestras conclusiones
experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado. Intentar la
demostración de este último supuesto por argumentos probables o argumentos que se refieren a lo
existente, evidentemente supondrá moverse dentro de un círculo y dar por supuesto aquello que se
pone en duda.
En realidad, todos los argumentos que se fundan en la experiencia están basados en la semejanza que
descubrimos entre objetos naturales, lo cual nos induce a esperar efectos semejantes a los que hemos
visto seguir a tales objetos. Y, aunque nadie más que un tonto o un loco intentará jamás discutir la
autoridad de la experiencia, o desechar aquel eminente guía de la vida humana, desde luego puede
permitirse a un filósofo tener por lo menos tanta curiosidad como para examinar el principio de la
naturaleza humana que confiere a la experiencia esta poderosa autoridad y nos hace sacar ventaja de la
semejanza que la naturaleza ha puesto en objeto distintos. De causas que parecen semejantes
esperamos efectos semejantes. Esto parece compendiar nuestras conclusiones experimentales. Ahora
bien, parece evidente que si esta conclusión fuera formada por la razón, sería tan perfecta al principio y
en un solo caso, como después de una larga sucesión de experiencias. Pero la realidad es muy distinta.
Nada hay tan semejante como los huevos, pero nadie, en virtud de esta aparente semejanza, aguarda el
mismo gusto y sabor en todos ellos. Sólo después de una larga cadena de experiencias uniformes de un
tipo, alcanzamos seguridad y confianza firme con respecto a un acontecimiento particular. Pero ¿dónde
está el proceso de razonamiento que, a partir de un caso, alcanza una conclusión muy distinta de la que
ha inferido de cien casos, en ningún modo distintos del primero? Hago esta pregunta tanto para
informarme como para plantear dificultades. No puedo encontrar, no puedo imaginar razonamiento
alguno de esa clase. Pero mantengo mi mente abierta a la enseñanza, si alguien condesciende a
ponerla en mi conocimiento.
¿Debe decirse que de un número de experiencias uniformes inferimos una conexión entre cualidades
sensibles y poderes secretos? Esto parece, debo confesar, la misma dificultad formulada en otros
términos. Aun así, reaparece la pregunta: ¿en qué proceso de argumentación se apoya esta inferencia?
¿Dónde está el término medio, las ideas interpuestas que juntan proposiciones tan alejadas entre sí? Se
admite que el color, la consistencia y otras cualidades sensibles del pan no parecen, de suyo, tener
conexión alguna con los poderes secretos de nutrición y sostenimiento. Pues si no, podríamos inferir
estos poderes secretos a partir de la aparición inicial de aquellas cualidades sensibles sin la ayuda de la
experiencia, contrariamente a la opinión de todos los filósofos y de los mismos hechos. He aquí, pues,
nuestro estado natural de ignorancia con respecto a los poderes e influjos de los objetos. ¿Cómo se
remedia con la experiencia? Ésta sólo nos muestra un número de efectos semejantes, que resultan de
ciertos objetos, y nos enseña que aquellos objetos particulares, en aquel determinado momento,
estaban dotados de tales poderes y fuerzas. Cuando se da un objeto nuevo, provisto de cualidades
sensibles semejantes, suponemos poderes y fuerzas semejantes y anticipamos el mismo efecto. De un
cuerpo de color y consistencia semejantes al pan esperamos el sustento y la nutrición correspondientes.
Pero, indudablemente, se trata de un paso o avance de la mente que requiere explicación. Cuando un
hombre dice: he encontrado en todos los casos previos tales cualidades sensibles unidas a tales
poderes secretos, y cuando dice cualidades sensibles semejantes estarán siempre unidas a poderes
secretos semejantes, no es culpable de incurrir en una tautología, ni son estas proposiciones, en modo
alguno, las mismas. Se dice que una proposición es una inferencia de la otra, pero se ha de reconocer
que la inferencia ni es intuitiva ni tampoco demostrativa. ¿De qué naturaleza es entonces? Decir que es
experimental equivale a caer en una petición de principio, pues toda inferencia realizada a partir de la
experiencia supone, como fundamento, que el futuro será semejante al pasado y que poderes
semejantes estarán unidos a cualidades sensibles semejantes. Si hubiera sospecha alguna de que el
curso de la naturaleza pudiera cambiar y que el pasado pudiera no ser pauta del futuro, toda experiencia
se haría inútil y no podría dar lugar a inferencia o conclusión alguna.
Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la experiencia pueda demostrar esta semejanza del
pasado con el futuro, puesto que todos los argumentos están fundados sobre la suposición de aquella
semejanza. Acéptese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto, por sí solo,
sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo. Vanamente se
pretende conocer la naturaleza de los cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta
y, consecuentemente, todos sus efectos e influjos, pueden cambiar sin que se produzca alteración
alguna en sus cualidades sensibles. Esto ocurre en algunas ocasiones y con algunos objetos: ¿por qué
no puede ocurrir siempre y con todos ellos? ¿Qué lógica, qué proceso de argumentación le asegura a
uno contra esta suposición? Mi modo de actuar, dices, refuta mis dudas. Pero, al responder así,
confundes el alcance de mi pregunta. Como agente estoy satisfecho en este punto, pero como filósofo
tocado de curiosidad, por no decir de escepticismo, quiero conocer el fundamento de esta inferencia.
Ninguna lectura, ninguna investigación ha podido solucionar mi dificultad, ni satisfacerme en una
cuestión de tan gran importancia. ¿Puedo hacer algo mejor que proponerle al público la dificultad,
aunque quizá tenga pocas esperanzas de obtener una solución? De esta manera, por lo menos,
seremos conscientes de nuestra ignorancia, aunque no aumentemos nuestro conocimiento.
Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha
escapado a su investigación, es culpable de imperdonable arrogancia. Debo admitir también que, aun si
todos los sabios, durante varias edades, se hubieran consagrado a un estudio infructuoso sobre
cualquier tema, de todas formas podría ser precipitado concluir decididamente que el tema sobrepasa,
por ello, toda comprensión humana. Aunque examinásemos todas las fuentes de nuestro conocimiento y
concluyésemos que son inadecuadas para tal cuestión, aún puede quedar la sospecha de que la
enumeración no sea completa ni el examen exacto. Pero con respecto al tema en cuestión, hay algunas
consideraciones que parecen invalidar la acusación de arrogancia o la sospecha de equivocación.
Es seguro que los campesinos más ignorantes y estúpidos, o los niños, o incluso las bestias salvajes,
hacen progresos con la experiencia y aprenden las cualidades de los objetos naturales al observar los
efectos que resultan de ellos. Cuando un niño ha tenido la sensación de dolor al tocar la llama de una
vela, tendrá cuidado de no acercar su mano a ninguna vela, dado que esperará un efecto similar de una
causa similar en sus cualidades y apariencias sensibles. Si alguien asegurara, pues, que el
entendimiento de un niño es llevado a esta conclusión por cualquier proceso de argumentación o
raciocinio, con razón puedo exigirle que presente tal argumento, y no podría tener motivo para negarse a
una petición tan justa. No puede decirse que el argumento es abstruso, y quizá escape a su
investigación, puesto que admite que resulta obvio para la capacidad de un simple niño. Si dudara por
un momento, o si tras reflexión presentase cualquier argumento complejo y profundo, él, en cierta
manera, abandonaría la cuestión, y reconocería que no es el razonamiento el que nos hace suponer que
lo pasado es semejante al futuro y esperar efectos semejantes de causas que al parecer son
semejantes. Esta es la proposición que pretendo imponer en la presente sección. Si tengo razón, no
pretendo haber realizado un gran descubrimiento. Si estoy equivocado, me he de reconocer un
investigador muy rezagado, pues no puedo descubrir un argumento que, según parece, me era
perfectamente familiar antes de que hubiera salido de la cuna.
Hume: Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza Editorial, Madrid.

3. Investigación sobre los principios de la moral, apéndice I


Sobre el sentimiento moral
102. Si la hipótesis anterior es aceptada, nos será fácil ahora determinar la primera cuestión propuesta,
relativa a los principios generales de la moral; y aunque pospusimos la decisión de esta cuestión para no
envolvernos entonces en intrincadas especulaciones, inadecuadas en discursos morales, debemos
proseguirla ahora y examinar en qué medida la razón o el sentimiento entran en todas las decisiones de
alabanza o de censura.
Supuesto que un fundamento principal de la alabanza moral está en la utilidad de cualquier cualidad o
acción, es evidente que la razón ha de tener una participación notable en todas las decisiones de esta
clase; puesto que nada, sino esta facultad, puede instruirnos sobre la tendencia de las cualidades y
acciones y señalar sus consecuencias beneficiosas para la sociedad y para su posesor. En muchos
casos es un asunto sujeto a gran controversia: pueden surgir dudas, darse intereses opuestos y debe
darse preferencia a un extremo, por sutiles consideraciones y por un pequeño predominio de la utilidad.
Esto es de notar, particularmente, respecto a la justicia, como es natural suponer por esa especie de
utilidad que acompaña a esta virtud. Si cada uno de los casos de justicia fuera útil, como los de la
benevolencia, a la sociedad, la situación sería más simple, y rara vez estaría sujeta a controversia. Pero
como los casos individuales de la justicia son perniciosos con frecuencia en su primera e inmediata
tendencia, y como las ventajas para la sociedad resultan sólo de la observación de la regla general y de
la concurrencia y combinación de varias personas en la misma conducta equitativa, el caso aquí se
vuelve más intrincado y complejo. Las varias circunstancias de la sociedad, las varias consecuencias de
cualquier práctica, los varios intereses que pueden proponerse: todo ello, en muchas ocasiones, es
dudoso y sujeto a gran discusión y encuesta. El objeto de las leyes municipales es determinar todas las
cuestiones respecto a la justicia: los debates de los ciudadanos; las reflexiones de los políticos; los
precedentes de la historia y archivos públicos; todos ellos se enderezan al mismo propósito. Y a menudo
son necesarios una razón o juicio muy certeros para pronunciar la determinación verdadera entre tan
intrincadas dudas, nacidas de utilidades oscuras u opuestas.
103. Pero, aunque la razón plenamente asistida y mejorada sea bastante para instruirnos sobre las
tendencias útiles o perniciosas de las cualidades y acciones, no es, por sí sola, suficiente para producir
ninguna censura o aprobación moral. La utilidad es sólo una tendencia hacia cierto fin; y, si el fin nos
fuera totalmente indiferente, sentiríamos la misma indiferencia por los medios. Hace falta que se
despliegue un sentimiento para dar preferencia a las tendencias útiles sobre las perniciosas. Este
sentimiento no puede ser sino un sentimiento por la felicidad del género humano, y un resentimiento por
su miseria, puesto que éstos son los diferentes fines que la virtud y el vicio tienden a promover. Por
tanto, la razón nos instruye sobre las varias tendencias de las acciones, y la humanidad distingue a favor
de las que son útiles y beneficiosas.
104. De la anterior hipótesis aparece clara la división entre las facultades del entendimiento y del
sentimiento en todas las decisiones morales. Mas supondré que esta hipótesis es falsa: hará falta, pues,
buscar otra teoría que sea satisfactoria; y me atrevo a afirmar que no se hallará ninguna, mientras
supongamos que la razón es la única fuente de la moral. Para probarlo convendrá sopesar las cinco
consideraciones siguientes:
I. Es fácil para una hipótesis falsa mantener una apariencia de verdad; mientras no se sale de
generalidades, usa términos indefinidos y emplea comparaciones en vez de ejemplos. Esto es notable,
particularmente, en esa filosofía que adscribe el discernimiento de todas las distinciones morales sólo a
la razón, sin que el sentimiento concurra. Es imposible que, en ningún caso concreto, pueda hacerse
inteligible esa hipótesis, sea cual fuere la especiosidad de la figura que tome en declamaciones y
discursos. Examínese el crimen de la ingratitud, por ejemplo; ocurre éste siempre que observamos, por
una parte, buena voluntad expresada y conocida, junto con la prestación de buenos oficios y, por otra, y
a cambio, mala voluntad o indiferencia, y malos oficios o descuido. Anatomizad todas esas
circunstancias y examinad, sólo con la razón, en qué consiste el demérito o censura. Nunca llegaréis a
una conclusión.
105. La razón juzga sobre cuestiones de hecho o relaciones. Inquirid, primero, dónde está aquí la
cuestión de hecho que hemos llamado crimen e indicadla; determinad el tiempo de su existencia;
describid su esencia o naturaleza; explicad a cuál sentido o facultad se revela. Reside en la mente de la
persona ingrata. Debe, pues sentirla y tener conciencia de ella. Pero no hay nada allí, excepto la mala
voluntad o la indiferencia absoluta. No podéis decir que éstas, por sí mismas, siempre y en todas las
circunstancias sean crímenes. No, son crímenes solamente cuando van dirigidas contra personas que,
antes, han expresado y desplegado buena voluntad hacia nosotros. En consecuencia, podemos inferir
que el crimen de ingratitud no es un hecho concreto e individual, sino que se origina de una
complicación de circunstancias, las cuales, presentadas al espectador, excitan el sentimiento de
censura, debido a la particular estructura y constitución de su mente.
106. Esta representación, me diréis, es falsa. El crimen no consiste en un hecho individual, de cuya
realidad nos asegura la razón; consiste en ciertas relaciones morales, descubiertas por la razón, del
mismo modo que por ella descubrimos las verdades de la geometría o del álgebra. Pero, pregunto, ¿de
qué relaciones habláis? En el caso expuesto antes, veo en una persona buena voluntad y buenos oficios
y, en otra, voluntad y oficios malos. Entre éstas hay una relación de contrariedad. ¿Consiste el crimen
en esta relación? Mas supongamos que una persona manifestara mala voluntad hacia mí o que me
hiciera malos oficios, y yo, a cambio, fuera indiferente con él o le hiciera buenos oficios. Aquí se da la
misma relación de contrariedad. Y, sin embargo, mi conducta es frecuentemente muy laudable.
Retuérzase y dese a esta materia tantas vueltas como se quiera. Nunca se logrará hacer descansar la
moralidad en la relación, sino que habremos de recurrir a las decisiones del sentimiento.
Cuando se afirma que dos más tres son igual a la mitad de diez, comprendo perfectamente esta relación
de igualdad. Concibo que si diez es dividido en dos partes, una de las cuales tiene tantas unidades
como la otra y si una de estas partes es comparada a dos más tres, contendrá tantas unidades como el
número compuesto. Pero, cuando se compara esto con las relaciones morales confieso que no puedo
entenderlo en modo alguno. Una acción moral, un crimen, tal como la ingratitud, es un objeto
complicado. ¿Consiste la moralidad en la relación de sus partes entre sí? ¿Cómo? ¿De qué manera?
Especificad la relación, sed más concretos y explícitos en vuestras proposiciones, y fácilmente veréis su
falsedad.
107. No, decís; la moralidad consiste en la relación de las acciones morales con la regla de lo justo; y
son denominadas buenas o malas, según concuerden o no con ella. ¿Qué es esa regla de lo justo? ¿En
qué consiste? ¿Cómo se determina? Por la razón, decís, que examina las relaciones morales de las
acciones. De tal modo las relaciones son determinadas por la comparación de la acción con la regla. Y
esa regla es determinada considerando las relaciones morales de los objetos. ¿No es éste un
razonamiento refinado?
Todo esto es metafísica, exclamáis. Basta, entonces; no hace falta más para tener una fuerte sospecha
de falsedad. Sí, contesto, aquí hay metafísica, con toda seguridad, pero por vuestra parte, que avanzáis
hipótesis absurdas que nunca pueden hacerse inteligibles, ni cuadrar con ningún caso ni ejemplo
concreto. La hipótesis que defendemos es sencilla. Mantiene que la moralidad es determinada por el
sentimiento. Define que la virtud es cualquier acción mental o cualidad que dé al espectador un
sentimiento placentero de aprobación; y vicio, lo contrario. Pasamos entonces a examinar un caso
concreto, a saber, qué acciones ejercen esta influencia. Consideramos todas las circunstancias en las
cuales coinciden esas acciones y, de ahí, nos encaminamos a extraer algunas observaciones generales
respecto a estos sentimientos. Si a esto lo llamáis metafísica y halláis en ello algo abstruso, no tendréis
otra cosa que hacer, sino reconocer que vuestro tipo de mente no es apropiado para las ciencias
morales.
108. II. Siempre que un hombre delibera sobre su propia conducta (por ejemplo, si en una emergencia
concreta ayudará al propio hermano o a un benefactor), él debe considerar estas relaciones separadas,
con todas las circunstancias y situaciones de las personas, para determinar el deber y la obligación
superiores; y, para determinar la proporción de las líneas de cualquier triángulo, es necesario examinar
la naturaleza de esa figura y las relaciones que sus varias partes guardan entre sí. Pero, pese a esta
aparente similaridad de los dos casos, hay en el fondo una gran diferencia entre ellos. Un razonador
especulativo considera, respecto a los triángulos y círculos, las relaciones dadas y conocidas entre las
partes de estas figuras y de ahí infiere alguna relación desconocida que depende de las primeras. Pero
en las deliberaciones morales debemos estar familiarizados de antemano con todos los objetos y todas
sus relaciones mutuas; y, de la comparación del todo, determinamos nuestra elección o aprobación. No
hay ningún hecho nuevo del que cerciorarse, ni ninguna nueva relación que descubrir. Se da por
supuesto que todas las circunstancias del caso están ante nosotros antes de que podamos determinar
una sentencia de censura o de aprobación. Si una circunstancia material fuera todavía desconocida o
dudosa hemos de ejercer primero nuestra investigación o nuestras facultades intelectuales para
asegurarnos de ella; y debemos suspender durante cierto tiempo toda decisión o sentimiento moral.
Mientras ignoramos si un hombre fue el agresor o no, ¿cómo podemos determinar si la persona que lo
mató es criminal o inocente? Pero, después de ser conocidas todas las circunstancias, todas las
relaciones, el entendimiento no tiene ya lugar para operar, ni objeto sobre el que emplearse. La
aprobación o la censura que se sigue no puede ser obra del juicio, sino del corazón; y no es una
proposición especulativa, sino un sentir activo o sentimiento. En las disquisiciones del entendimiento, a
partir de circunstancias y relaciones conocidas, inferimos otras nuevas y desconocidas. En las
decisiones morales, todas las circunstancias y relaciones deben ser conocidas previamente; y la mente,
por la comparación del todo, siente una nueva impresión de afecto o de disgusto, de estima o de
desprecio, de aprobación o de censura.
109. De ahí la gran diferencia entre un error de hecho y otro de derecho; y de ahí la razón por la que uno
es criminal, por lo común, y no el otro. Cuando Edipo mató a Laio, ignoraba la relación y, por las
circunstancias, de modo inocente e involuntario, formó una opinión errónea de la acción que realizó.
Pero cuando Nerón mató a Agripina, todas las relaciones entre él y la persona, y todas las
circunstancias del hecho, le eran conocidas previamente; pero el motivo de la venganza, miedo o
interés, prevalecieron en su salvaje corazón sobre los sentimientos del deber y de la humanidad. Y
cuando abominamos de él, a lo que en seguida se hizo insensible, no es porque veamos relaciones que
él ignoraba, sino que, por la rectitud de nuestra disposición, experimentamos sentimientos para los que
él estaba endurecido por la lisonja y una larga perseverancia en los más enormes crímenes. En estos
sentimientos, por tanto, y no en el descubrimiento de relaciones de cualquier tipo, consisten todas las
determinaciones morales. Antes de pretender formar una decisión de esta clase, todo debe ser conocido
y averiguado respecto al objeto o a la acción. Por nuestra parte no queda sino experimentar un
sentimiento de censura o aprobación, a partir del cual decidimos si la acción es criminal o virtuosa.
110. III. Esta doctrina se hará más evidente todavía si comparamos la belleza moral con la natural, con
la que guarda semejanza en muchos aspectos. La belleza natural depende de la proporción, relación y
posición de las partes; pero sería absurdo inferir de ahí que la percepción de la belleza, como la de la
verdad en los problemas geométricos, consiste totalmente en la percepción de relaciones, y es realizada
por entero por el entendimiento o las facultades intelectuales. En todas las ciencias nuestra mente
investiga, a partir de las relaciones conocidas, las desconocidas. Pero en todas las decisiones del gusto
o de la belleza externa todas las relaciones son, de antemano, obvias para los ojos; y de ahí pasamos a
experimentar un sentimiento de complacencia o de disgusto, según la naturaleza del objeto y la
disposición de nuestros órganos.
Euclides ha explicado completamente todas las cualidades del círculo; pero en ninguna proposición ha
dicho una palabra sobre su belleza. La razón es evidente. La belleza no es una cualidad del círculo. No
está en ninguna parte de la línea cuyos puntos equidistan de un centro común. Es sólo el efecto que esa
figura produce sobre la mente, cuya peculiar estructura la hace susceptible de tales sentimientos. En
vano se buscaría en el círculo, por los sentidos o por el razonamiento matemático, en todas las
propiedades de esa figura.
Escuchad a Paladio y a Perrault, cuando explican todas las partes y proporciones de una columna.
Hablan de la cornisa y del friso, de la basa y del entablamiento, del fuste y del arquitrabe; dan la posición
y descripción de cada uno de estos miembros. Pero si les preguntarais por la posición y descripción de
su belleza, responderían al punto que la belleza no está en ninguna de las partes o miembros de una
columna, sino que resulta del conjunto, cuando esa complicada figura se presenta a una mente
inteligente, capaz de tener tales refinadas sensaciones. Hasta que aparece uno de esos espectadores
nada hay, sino una figura de dimensiones y proporciones determinadas: su elegancia y belleza surgen
solamente de los sentimientos.
Escuchad también a Cicerón, cuando pinta los crímenes de un Verres o de un Catilina. Debe
reconocerse que la torpeza moral resulta, de la misma manera, de la contemplación del todo cuando es
presentado a un ser cuyos órganos tienen una determinada estructura y formación. El orador puede
pintar ira, insolencia, barbarie, por una parte; mansedumbre, sufrimiento, tristeza, inocencia, por la otra.
Pero, si no sentís ni indignación ni compasión en vosotros por estas complicadas circunstancias, en
vano le preguntaríais en qué consiste el crimen o la villanía contra la que tan vehemente clama. ¿En qué
momento y en qué sujeto empieza a existir por vez primera? ¿En qué se ha convertido pocos meses
después, cuando todas las disposiciones y pensamientos de todos los actores se han cambiado por
completo o se han aniquilado? No se puede responder satisfactoriamente a ninguna de estas preguntas
desde una hipótesis abstracta de la moral; y hemos de confesar, al fin, que el crimen o la inmoralidad no
es un hecho particular o una relación, que puede ser objeto del entendimiento, sino que surge por entero
del sentimiento de desaprobación, que, debido a la estructura de la naturaleza humana, sentimos
inevitablemente al aprehender la barbarie o la traición.
111. IV. Los objetos inanimados pueden guardar entre sí las mismas relaciones que observamos en los
agentes morales; aunque aquéllos no puedan ser nunca objeto de amor o de odio, ni susceptibles, por
ende, de mérito o iniquidad. Un árbol joven que sobrepasa y destruye a su padre guarda en todo las
mismas relaciones que Nerón cuando asesinó a Agripina; y si la moralidad consistiera meramente en
relaciones, sin duda alguna sería igualmente criminal.
112. V. Parece evidente que los fines últimos de las acciones humanas no pueden ser explicados, en
ningún caso, por la razón, sino que se recomiendan por entero a los sentimientos y afecciones del
género humano, sin dependencia de las facultades intelectuales. Pregúntese a un hombre por qué hace
ejercicio; contestará que porque desea conservar la salud. Si se le pregunta entonces por qué desea la
salud, responderá al punto, porque la enfermedad es penosa. Y si se prosigue la encuesta y se desea
saber la razón por la que odia el dolor, no podrá dar ninguna. Es éste un fin último, que no va referido a
ningún otro objeto.
Quizá a la segunda pregunta, por qué desea la salud, pueda contestar también que es necesaria para el
ejercicio de su vocación. Si se le pregunta que por qué desea esto, contestará, sin más, que porque
desea dinero. Si se le pregunta ¿por qué?, contestará que es un instrumento de placer. Y es absurdo
preguntarle la razón de esto. Es imposible que haya un proceso in infinitum; y que una cosa pueda ser
siempre la razón por la que otra es deseada. Algo debe ser deseable por sí, y por su acuerdo y
conveniencia inmediata con el sentimiento y el afecto humanos.
113. Ahora bien, como la virtud es un fin y es deseable por sí misma, sin premio o recompensa,
meramente por la inmediata satisfacción que procura, se requiere que haya algún sentimiento al que
afecte, algún sentido interno o gusto, como quiera llamársele, que distinga el bien y el mal moral, y que
abrace uno y rechace otro.
114. Así, las fronteras y oficios de la razón y del gusto pueden fijarse con facilidad. La primera procura el
conocimiento de la verdad y de la falsedad; éste da el sentimiento de belleza y deformidad, de vicio y de
virtud. La una descubre los objetos tal y como están realmente en la naturaleza, sin adición ni
disminución. El otro tiene una facultad productora; y embelleciendo y tiñendo todos los objetos naturales
con los colores que toma del sentimiento interno, origina, en cierto modo, una nueva creación. La razón,
fría e independiente, no es motivo de acción y dirige sólo el impulso recibido del apetito o inclinación,
mostrándonos los medios de lograr felicidad y evitar la miseria. El gusto, en cuanto que da placer o dolor
y, por tanto, constituye la felicidad o la miseria, se convierte en motivo de acción y es el primer resorte o
impulso para el deseo y volición. De circunstancias o relaciones, conocidas o supuestas, la primera nos
lleva al descubrimiento de lo oculto y desconocido. Después que todas las circunstancias y relaciones
están ante nosotros, el último nos hace experimentar, por el conjunto, un nuevo sentimiento de censura
o aprobación. El canon de aquella, fundado en la naturaleza de las cosas, es eterno e inflexible, incluso
por la voluntad del Ser Supremo; el de éste, nacido de la estructura y constitución interna de los
animales, se deriva últimamente de esa Suprema Voluntad que otorgó a cada ser su naturaleza peculiar
y dispuso las varias clases y órdenes de existencia.
Hume: Investigación sobre los principios de la moral. Aguilar, Buenos Aires.

Trabajo enviado por:


Samuel Darío Moreno Rincón
samidejsj@hotmail.com

Vous aimerez peut-être aussi