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CUENTOS

Marcos Desfasa

EDITORIAL DESORDEN
ABRIL 2011
ÍNDICE

Más fuerte que la lluvia...........................................................................3


La nada....................................................................................................6
Pero ellos eran demasiado idiotas para saber
agradecérmelo y me denunciaron por asesinato...................................8
El hombre más poderoso del mundo....................................................12
Homo Blatella........................................................................................13
La nada II...............................................................................................16
Cristo lloró.............................................................................................17
Esencia y apariencia..............................................................................19
La línea 56.............................................................................................20
Un gilipollas...........................................................................................21

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MÁS FUERTE QUE LA LLUVIA

Aquel día todo había salido mal. Aquel día todas las mierdas de todos los perros que habían
cagado a lo largo de una semana entera estaban en las suelas de mis zapatos; ya me
entiendes, uno de esos días. Mi casa rosa, mi dinero rosa, mi rosa soledad… Ese día eran grises
y eran especialmente grises cada vez que recordaba que llevaba más de nueve años pensando
la misma mierda; cada día de mi vida desde hace nueve años lo había pasado cagándome en
cada hora que aguantaba vivo. En fin, “vivo”…

Aquel día, aquel martes nueve de abril, como cada día, había salido a comprar el periódico
para recordar al leerlo que la gente muere desgraciada, que sufren catástrofes naturales, que
un día su marido llega a casa y les mata de una paliza, que se quedan en la calle con su casa
embargada. Leía el periódico para saber que no soy el único desgraciado que anda por la calle
pensando en pasar por la tienda de armas en lugar del quiosco de diarios y revistas (y tabaco y
fascículos y chuche-rías…). Recuerdo que aquel día compré todos: compré el ABC y la Razón; el
Público y el País; compré el Diagonal. Estaba pagando para olvidar quien soy. Últimamente ni
siquiera leía los anuncios de las putas, ya no me sentía tan afortunado como para reírme de
ellas.

Y entonces situé mi cuerpo gris, mi cerebro gris, mi grisáceo culo a la derecha del banco del
parque que desde hacía nueve años llevaba soportando mis 73 kilos para entregarnos, a mí y a
mis nalgas, la comodidad que su sencillo diseño proporcionaba. Comodidad más que suficiente
para leer el periódico, para regodearme en la desgracia ajena y olvidarme de la mía propia.
¿Qué quieres? Al fin y al cabo soy un ser humano, los seres humanos somos así de fáciles.

Aquel día decidí empezar por el País. No por nada especial, simplemente fue que la portada
me llamó más la atención que la de los otros. El cielo estaba nublado, pero no le di demasiada
importancia, toda la semana había hecho un sol flipante y no pensé que pudiera ponerse a
llover de repente. Esa vez iba a leer cada página, incluso las de política, el mundo entero
estaba lo bastante jodido como para conseguir un poco de abstracción. Iba a leer hasta las
páginas de deportes, días antes se me había ocurrido pensar que todos esos hijos de puta
estaban tan forrados de caprichos gracias a los niños zombis que lloran al borde de la muerte
en Etiopía, Ganha, la India, etc. Primera página, un periodista pone a parir a no sé qué
diputado del PP, nada del otro mundo. Entonces llega la segunda página y las siguientes.
Violaciones, terrorismo, un chaval tirotea a sus compañeros de instituto y obliga a uno de ellos
a chupar la sangre de las paredes; niñas secuestradas, empresas en quiebra y miles de
trabajadores a la calle, el triunfo de la telebasura, un indigente torturado e incinerado en un
cajero… ¡Oh sí! Esto era realmente bueno. En el parque empezaba a chispear, pero seguí sin
darle importancia. El Papa, Cristiano Ronaldo, las víctimas de ETA, los secuestros de la ley
antiterrorista, las desgracias; todo ello me hacía sentir mejor.

De pronto me di cuenta de algo: estaba sonriendo. Joder, este número era realmente bueno,
estaba disfrutando de verdad. Pero no duraría tanto… Justo cuando estaba a punto de soltar
una carcajada, terminando de leer el artículo que relataba casi con todo detalle las secuelas de
la mujer a quien habían rociado con ácido su cara preciosa y joven, justo cuando algo parecido
a la felicidad auténtica cruzó mi mente, justo en el mejor momento, me percaté de que la
lluvia ya tenía mucha fuerza y estaba empapando las hojas de los periódicos.

“¡Mierda!” pensé, “esto no, ahora no”. La lluvia había llegado en el peor momento y con todo
el dolor imaginable me dispuse a levantarme del banco, pero… ¡Qué cojones! Aquel día, lo
juro, estaba realmente puteado; aquel día hubiera aceptado con tolerancia severa la llegada
de mi muerte y ni si quiera hubiera deseado una despedida. Pero justo en ese momento

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estaba disfrutando, estaba sonriendo. “Vale” me dije, “la lluvia ha mojado y estropeado los
periódicos, vete a casa, no hay nada que hacer”. Pero no, ya había soportado suficiente, no
disfrutaría de mi macabra lectura, pero no me sublevaría una vez más, ahora a las fuerzas
naturales, ya había tenido bastante tío. Así que a tomar por culo, iba a quedarme ahí sentado,
esperando a que pasara la lluvia.

Estaba empapado y estaba enfadado. Estaba sentado en aquel banco rodeado de papeles
mojados y sólo tenía una cosa en mente: vencer a la lluvia. No quería demostrarme nada a mí
mismo, que va, quería demostrárselo al mundo, quería ser más fuerte que todo lo que me
daba asco, algo así como decirle al universo que ya estaba cansado de aguantar y que un poco
de lluvia no iba a empeorar mi situación. La gente corría a esconderse, sacaba sus paraguas y
yo me quedaba en el banco del parque que desde hacía nueve años me había visto leer el
periódico, con la lluvia mojando mi pelo, mi cara, mi ropa y mis artículos sobre gente
desgraciada. Eran las doce del mediodía y pretendía quedarme ahí hasta que la tormenta
parase o hasta las tres, que me iría a comer. Pero esta hora llegó en seguida. Sí, había pasado
tres horas bajo el agua, tres horas que pasaron ante mí sin apenas darme cuenta, con
absolutamente todos mis pensamientos girando alrededor del odio hacia el todo y de esa
obsesión recientemente adquirida de querer ser más fuerte que la lluvia. No me fui a comer.

El reloj siguió corriendo y yo me sentía mejor con cada minuto que pasaba. Cada minuto le
estaba enseñando a cualquier posible espectador que puedo ser tan fuerte como una
tormenta, que hasta ahora había sido un borrego en todo y que esa etapa de mi vida
encontraría aquel día un paréntesis en el que fui yo quien gobernó a las adversidades. Jódete
policía asesinado, jódete vagabundo, jodeos todos los desgraciados que aparecéis en mis
periódicos, ninguno venceréis nunca a nadie como estaba yo dispuesto a vencer a la lluvia;
pero sobre todo, ¡Jodeos quienes me habéis humillado hasta verme hundido en la basura
anímica! Porque luchando contra la lluvia estaba luchando contra todos vosotros. Tenía todos
los pelos de punta, más por la excitación que por el frío y una vez más, sin enterarme de nada,
habían pasado otras tres horas.

Las seis de la tarde… Y de pronto sentí un bajón, empecé a pensar. Estaba realmente helado,
seguramente mañana no podría salir de la cama con el chungazo que me iba a pillar. Y todo
esto, ¿para qué? ¿Para ganar una batalla que nadie vería y que no cambiaría nada en mi
existencia, triste hasta el extremo? “Se acabó” murmuré, “me rindo”. Me puse de pie, quería
irme a casa y tomarme un café calentito mientras asumía que aquel día había sido el peor de
toda mi vida. Sacudí la cabeza, me metí las manos en los bolsillos y, cuando estaba ya más que
dispuesto a dar el primer paso, cayó un trueno casi ensordecedor y la tormenta se convirtió en
diluvio. Era una señal, estaba convencido de que no era casualidad, la lluvia me estaba
retando, se reía de mí como lo había hecho todo el mundo cada vez que me rendí ante algo.

Me di la vuelta y me puse sobre el banco, con un pie en el respaldo y otro en el asiento,


apreté los puños, miré al cielo y grité: “¡Estoy hasta la poya!” y realmente lo estaba y en ese
momento más que nunca. La tormenta contestó con otro relámpago, yo apreté aún más mis
puños y empecé a pegar gritos, grité con todas mis fuerzas hasta asfixiarme y tener que parar
por la tos. No recordaba haber gritado más alto en toda mi vida. Ya no pensaba en marcharme,
ni en rendirme, de hecho, ya no pensaba en nada. Y así pasaron otros sesenta minutos, toda
una hora bajo una lluvia que ya había dejado pequeños riachuelos a ambos lados del asfalto.
Aquello no tenía pinta de que fuera a parar pronto.

Pero estando a punto de gritar una vez más, aún más alto si podía, algo me toco el hombro.
Una mano. Me di la vuelta, y miré hacia abajo. Había un hombre con un abrigo negro, un
abrigo pequeño, como toda su figura. Llevaba unos pantalones de tela y unos zapatos también

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negros; media cara estaba cubierta por un gran bigote blanco que se mantenía seco gracias a
un paraguas que, a su lado, parecía enorme. “No puedes vencer” me dijo. Entonces me bajé
del banco, me puse frente a él y le agarré del pecho con una mano mientras la otra se cerraba
en un puño y apuntaba directamente a su cabeza. Con los ojos como platos y una mirada que,
involuntariamente, reflejaba toda la ira que estaba sintiendo, le dije apretando los dientes:
“toda la vida he oído una voz dentro de mí que me dice esas mismas palabras, ¿quién coño
eres?”. “Soy esa voz” dijo tranquilamente, “si quieres que me vaya dilo, pero entonces no
volverás a saber nada de mí y acabarás haciendo alguna locura”. Logró que mi puño se
disparara contra su nariz, y el hombrecillo, con su abrigo, su traje, su paraguas y su puto
bigote, cayó de espaldas contra la arena encharcada del parque. El tío se levantó a duras
penas, se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Mientras lo hacía, yo le observaba, hasta que me
di cuenta de que, al tirarle al suelo, le había arrancado del pecho una cadena de plata con un
crucifijo pequeño.

Lo extraño de aquello era que ese mismo crucifijo era el que una vez mi padre me regaló hace
nueve años, antes de irme de casa y que, desde entonces, siempre había llevado conmigo. Lo
miré fijamente, lo apreté y se lo lancé al hombre de negro que ya estaba despareciendo entre
las gotas de agua.

Estuve a punto de echar a correr y pegarle la paliza de su vida. Le odiaba. No estaba seguro de
quien era pero le odiaba. Un segundo antes de empezar a mover mis pies hundidos hasta el
tobillo en un charco, me percaté de que la lluvia estaba parando. Esperé… Espere quince
segundos y la lluvia paró. La tormenta se convirtió en chispeo y el chispeo en nada. Salió el sol
y miré fijamente hacia el lugar por el cual había desaparecido el hombre este. No había nadie.

Me miré a mí mismo de arriba abajo y me vi empapado y con los nudillos manchados por la
sangre de aquel tipo. Luego miré al cielo y le vi humillado. Por primera vez en muchísimos años
miraba a alguien, o más bien a algo, humillado y no pensaba “le comprendo” o “este está
mejor o peor que yo”. Esta vez le miraba y pensaba “he sido yo, yo te he vencido y me
regodearé en mi victoria cada vez que piense en ella, vuelve a retarme si tienes huevos”. Tenía
ganas de correr, pero ahora hacia ningún lado, había vencido a la lluvia, había sido más fuerte
que ella; por fin, había sido más fuerte que algo. Agarré mi bíceps, doble el codo y extendí mi
dedo anular a las nubes mientras las miraba y susurraba “iros a la mierda”.

Aquello era mejor que mis artículos de gente humillada y derrotada, aquello era la
humillación de mi enemigo. Volví a casa con la cabeza alta, no recuerdo si ya había empezado
a salir la gente a la calle aprovechando el fin del diluvio, no recuerdo qué camino cogí, no
recuerdo nada más que andar con mis pies moviéndose solos y con mi cerebro y pensamientos
rondando una única idea: el orgullo, que tenía en esos momentos una fuerza sentimental tan
grande que se había transformado en racional y ya lo sentía en mí como una idea aferrada en
mi forma de vida. Más tarde recordaría que también sentí una tremenda felicidad.

No llovió en todo el mes y, cuando volvió a hacerlo, yo nunca más interrumpí lo que estuviera
haciendo antes de que lloviera, porque sabía que podía vencer cuando me diera la gana; sabía
que era más fuerte que la lluvia.

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LA NADA

José destrozaba el bocadillo entre el constante y feroz rumiar de sus enormes mandíbulas.
Frente a él estaba, apoyado en la fachada de un edificio cualquiera de pisos pequeños, Ramón,
que consumía con paciencia su cigarro. Eran muchos años fumando pacientemente y el tabaco
también había consumido parte del rostro de Ramón. Lo cierto es que todo su cuerpo menudo
y frágil parecía estar seco y podrido como el de un cadáver al lado de su fornido y vasto
compañero.

“Tío, desde que el pijo ese nos da media hora todos los día para hacer el vago, venir a currar
no se me hace tan jodido”.

“Sí, ya, pero yo prefiero darle bien ahí, todo seguido y salir media hora antes para estar en
casa”.

“Ya bueno, la verdad que...”

“No me mola desconcentrarme, si dejo de pensar en que estoy currando...”

“¡No te jode! Pero si se trata de eso. Anda, no seas capullo, lo que tienes que hacer es traerte
algo de almuerzo y ya verás como empiezas a agradecerlo”.

“Seguro... Pues está la cosa como para almuerzos. ¿Viste ayer lo que decía el Zapatero en la
tele?”

“¡Qué va! Ayer nada más que vi el partido. Que, por cierto, vaya... Vaya percal nos ha dejao el
cabrón del presidente, ¡vaya equipo de mariconas!”

“¡Hostias! Si a él... Mientras siga con sus millones, lo demás se la... ¡Eh! ¿Qué coño haces?”

Dos jóvenes con mochilas caminaban por la misma acera en la que Ramón y José estaban
detenidos. Al pasar a su lado, uno de ellos chocó involuntariamente su hombro contra la
espalda de José y el delgaducho salió en su defensa, dado que el otro acababa de introducir en
sus fauces un nuevo y gigantesco trozo de bocadillo. Los jóvenes siguieron andando y no llegó
a pasar nada. Absolutamente nada.

“¿Qué ha pasado?”

“Nada, que sin querer le he dado con el hombro. ¿Falta mucho?”

“Joder, ¡qué tocahuevos! Si estamos aquí al lado.”

“Lo que no entiendo es cómo coño me has podido convencer para no pillar el metro.”

“Para una parada qué más te da. Además, paso de tener que colarme, que en este barrio es
bastante jodido con tanto segurata.”

“Bueno ya... ¿Te quedan porros?”

“¿Quieres fumar ahora? Si vamos a llegar en nada, no nos da tiempo ni de coña.”

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“No, si lo decía por la madera... Tío, ¿No tendremos problemas no? Que solo faltaba que
acabáramos recibiendo hostias por una puta manifestación.”

“Tío, no te ralles, no creo que hoy vaya a liarse ¿no?”

“No lo sé, pero espero que todo salga bien.”

Sin embargo, los dos sabían de sobra que no pasaría nada. Absolutamente nada.

Lo que no sabían era que, a su lado, esperando a que el semáforo se pusiera en verde para
cruzar la calzada en el mismo paso de peatones en que ellos se habían parado, un señor de
unos setentaicinco años que paseaba su perrillo, estaba intentando descifrar el significado de
las pocas palabras que su desgastado oído le permitía escuchar y que provenían de las
gargantas de aquellos jóvenes a quienes él miraba de reojo.

“¡Hay que joderse con los chavales! Si en vez de estar a lo que están se pusieran a hacer algo
productivo... ¡Unos buenos palos les daba yo a todos estos sinvergüenzas! Pero vamos,
déjales, que ya se darán cuenta ellos solos de cómo son las cosas. Cuando yo tenía su edad ya
era un hombre hecho y derecho. Claro, que antes era distinto... Ahora no se puede ni salir a la
calle tranquilo con tanto sinvergüenza. Aquí lo que hace falta es mano dura y dejarnos ya de
que se rían de nosotros. ¿Tengo o no tengo razón?”

Nadie respondió. El cascarrabias estaba a solas con su perro y entre tanto cacareo ya había
llegado a casa casi sin darse cuenta. Sacó el manojo de llaves y, sin soltar la correa, abrió una
pesada puerta de madera que daba acceso a portal envejecido y roñoso. Tan envejecido y
roñoso como cada uno de los doce o trece jubilados que ocupaban las viviendas de aquel
edificio.

Cuando subió a su piso y entró en casa, soltó al perro y se sentó en el sofá para,
inmediatamente, coger el mando de la tele y empezar a pasar canales. “A ver qué echan...”
murmuró. Pero no echaban nada. Absolutamente nada. No obstante dejó un programa que
apenas le interesaba. Estuvo viendo la tele en aquel sofá hasta que, por fin, se quedó dormido
allí mismo. Aquella noche podría haber sufrido un infarto y morir ahí sentado, en un pútrido
sofá de un pútrido tercer piso del más pútrido edificio. Genaro estaba enfermo del corazón y a
su edad no hubiera sido extraño que esa misma noche abrazara a la muerte. Pero no: esa
noche no pasó nada. Absolutamente nada.

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PERO ELLOS ERAN DEMASIADO IDIOTAS PARA SABER AGRADECÉRMELO Y ME
DUNUNCIARON POR ASESINATO.

Abrí el armario para elegir la camiseta más decente que tuviera y la combiné con unos
pantalones que tomé prestados de mi hermano. Hacía algo de frío, pero mi única chaqueta
estaba visiblemente desgastada y quería causar buena impresión. Solo estaba pendiente de
causar buena impresión. Recuerdo que incluso me afeité. También recuerdo que me levante
demasiado pronto y no me di ni un segundo extra para disfrutar un poco más de la cama.
Estaba realmente agobiado.

Todos mis nervios y mi afán por la buena apariencia se debían a que aquella mañana estaba
citado a las doce en punto para someterme a una entrevista de trabajo. Se trataba de una
franquicia dedicada a la elaboración y venta de pizzas de escasa calidad por todo el país, un
curro de mierda y mal pagado, pero tal como estaban las cosas necesitaba el dinero y mi
currículum no me permitía aspirar a algo mejor. Es más, dudaba incluso que me permitiera un
trabajo como este. No obstante me habían llamado y querían conocerme.

Salí de mi casa a las nueve y media de la mañana para fumarme un cigarro y coger el metro.
Tenía que ir hasta Carabanchel y sabía que llegaría demasiado pronto, pero no podía aguantar
ni un maldito segundo más en casa.

El camino en el metro fue horrible. Llevaba un libro que empecé a leer el mes anterior y que
de verdad me estaba entusiasmando. No pude leerlo. No pude asimilar frase alguna. Estaba
acojonado, no podía parar de pensar que tenía que causar una buena impresión y que muy
pocas veces en mi vida lo había conseguido y, cuando lo hice, fue delante de la gente más
penosa y sucia de la que puede rodearse alguien que estuvo enganchado a diversos tipos de
estupefacientes y que pasó la mayor parte de su adolescencia encerrado en una nave
semidestruida. ¿Qué pensarían de mí? ¿Cómo debe actuar la clase de persona apta para el
trabajo de pizzero? ¿Me habrían llamado para burlarse de mí? Todas estas dudas y muchas
otras que no escribo por pura vergüenza brotaban de entre mi retorcida imaginación para
invadir mi vida psíquica consciente. Sudaba, los pelos de los bazos y las piernas se endurecían
repentinamente de cuando en cuando; cada parada se me hacía eterna.

A las diez justas me bajé del vagón y subí tambaleándome al exterior. Había llegado dos horas
antes de lo necesario y eso no ayudaría nada a que me tranquilizara un poco. Tenía apuntado
en un papelillo la calle y el número del local donde me entrevistarían, así que encendí un
cigarro y caminé tranquilamente por el barrio buscando la dirección, tarea que,
desafortunadamente, no me llevó más de diez minutos.

Al ver frente a mí aquel lugar, todo mi cuerpo quiso desplomarse y únicamente logré
impedirlo con la ayuda de una farola cercana que me sirvió de apoyo. Opté por buscar un bar y
hacer algo de tiempo tomando un café. Todo mi cuerpo temblaba y en especial lo hacían mis
piernas. Caminaba dando descarados tumbos, centrando mi atención en cada charco de barro
que obstruyera mi camino lo más mínimo. Debía causar buena impresión. Encontré una
cafetería enseguida y entré para ser socorrido por quien quiera que estuviese atendiendo
clientes.

“Un café con leche, por favor”. Me cago en la puta, estaba a punto de desmallarme.

“¡Aquí lo tienes majo!”. Y apostaría un brazo a que sintió lástima. Una lástima que se estaría
batiendo en duelo con el miedo que mi brusca aparición le debió provocar.

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Lo que hice entonces fue coger una servilleta e intentar escribir en ella algo que no tuviera
que ver en absoluto con entrevistas de trabajo. Los sorbos de café ardiendo y la escritura de
versos de calidad nula consiguieron distraerme un poco. Pero seguía estando demasiado
nervioso y esto lo notamos el camarero y yo y los dos nos asustamos aún más. No paraba de
fumar, devoraba un cigarro tras otro mientras escribía apretando los puños y agitando las
piernas, cada vez que llevaba el vaso de café a mis labios, más de lo que entraba en mi boca se
derramaba por la mesa. Estaba seguro de que aquel hijoputa de detrás de la barra podía
incluso oír los latidos de mi corazón por encima del ruido de las tragaperras.

Entonces di un golpe con la palma de la mano sobre la barra lanzando el bolígrafo hacia
arriba, arrugué la servilleta y bebí lo que quedaba de café de un solo trago. Me puse en pie
para coger mi cartera del bolsillo trasero del pantalón y le arrojé una moneda de dos euros al
camarero sobre la vitrina de los aperitivos. Con paso brusco me dirigí al baño a quitarme las
ganas de mear. Allí me miré al espejo, me peiné, pensé que debería quitarme los pendientes y
así lo hice; cogí aire muy profundamente y lo solté de golpe en un sonoro suspiro para después
salir corriendo de allí. El camarero me llamó con cara de niño miedica para darme el cambio.
Lo cogí. Creo que no pude causar peor impresión ahí dentro. Había intentado salir de casa con
mi mejor aspecto y había conseguido asustar a aquel tipo. Todo iba de puta pena...

Caminé muy deprisa hacia el local, sin parar de fumar, aún con el estómago echando de
menos algo sólido, pero todavía era demasiado pronto. Entonces me percaté de que había
olvidado mear en el bar y empecé a buscar un sitio entre dos coches en la acera. Meé. Me
miré en el retrovisor de uno de ellos e intenté fijarme en si estaba tan despeinado como de
costumbre, aunque no fui capaz de averiguarlo. Todo parecía desmoronarse, el miedo estaba
destruyendo mi cuerpo y mi mente, tenía la maldita sensación de que ya todo estaba perdido,
de que no me darían el trabajo y tendría que volver a la mierda de vida que me esperaba en el
apartamento. No miré la hora y entré jadeando en el local, no importaba si llegaba demasiado
pronto.

“Hola, vengo por lo de... por una entrevista... me llamaron...”

“Sí”, me dijo un empleado. “Sube por ahí y espera a ser atendido”.

Arriba había una chica sudamericana preciosa que me saludó sonriendo, pero yo estaba
demasiado preocupado intentando mantener el tipo para alcanzar esa jodida buena impresión
y no la contesté. Ni si quiera me fijé en ella. Y lo mismo pasó con una empleada de la limpieza
de unos cuarenta años que estaba trabajando y que también se mostró complaciente en su
saludo. La chica sudamericana había venido a lo mismo que yo, también estaba citada para
una entrevista. Yo me desplomé sobre una silla de plástico, con el pulso descontrolado y me
quedé pálido, temblando y con la vista fija en una baldosa del suelo, intentando no pensar.

En la habitación de al lado se oía a la encargada del local explicandole a un chaval las


condiciones de trabajo de un repartidor. Pero no presté ninguna atención. No lo intente,
aunque tampoco hubiera podido hacerlo. No obstante, la voz de la encargada sonaba dulce
(tal vez empalagosa), pronunciando perfectamente cada palabra y hablando muy despacio.
¿Me estaba tranquilizando? Puede, pero no importa una mierda, porque al minuto llegó un tío
que también tenía intenciones de trabajar allí y que lo primero que hizo fue saludar a la otra

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candidata al puesto y entablar con ella una conversación al estilo de las que mantienen dos
personas que se conocen de toda la vida.

En ese mismo momento, el entrevistado se despidió de la encargada y se fue con una


estúpida sonrisa de imbécil que disparó contra cada uno de los presentes. Y ahora es cuando
de verdad mis huevos se abrieron paso a lo largo de todo mi cuerpo para situarse a la altura
del cuello: al salir la encargada y ver a los otros dos panolis que venían a buscar trabajo, les
miró sonriendo y les saludó llamándoles por su nombre. ¡A tomar por culo! Todos se conocían,
aquellos dos ya habrían trabajando allí en otro tiempo y entre ellos se advertía la descarada y
asquerosa confianza con su jefa. Joder, estaba perdido; perdido del todo. Aquello terminó de
destruir mi seguridad y la debilidad y la sensación de haber fracasado en absoluto ganaron con
creces la batalla por la conquista de mi ánimo; quería salir de allí.

La de la voz dulzona invitó a aquellos dos cabrones muy alegremente a que entraran en la
sala de entrevistas y a mí me miró con una sonrisa exageradísimamente grande y dijo
saboreando cada sílaba:

“Hola, ¿tú eres...?”. Le dije mi nombre y me impresioné a mí mismo de poder articularlo.


“¡Ah, sí! Toma, espera un segundito y vete rellenando esta hoja”.

Me extendió un papel en el que se me pedían montones de datos: nombre, teléfono,


dirección, estudios realizados, experiencia laboral... Y yo no sabía ni cómo empezar, me quedé
totalmente bloqueado en “NOMBRE Y APELLIDOS”. Algunas gotas de sudor caían sobre las
letras y la tinta se corría, el bolígrafo se agitaba violenta y rápidamente en mi mano y yo seguía
obsesionado con dar una buena imagen mientras me frustraba hasta el extremo el saber (o
creer) que estaba perdido.

Pasaron horas y para el mundo real sólo habían pasado tres minutos. Las voces de los tres
ocupantes de la habitación donde tendría que entrar cuando llegara mi turno resonaban en mi
cabeza como ecos insoportables de los cuales no asimilé una palabra mientras me impe-dían
captar cualquier otro sonido.

Por fin, los corderitos salieron de su guarida, seguidos de la de la voz azucarada hasta hacer
isla y los dos se despidieron de ella dándola dos besos cada uno en sus pálidas y suaves
mejillas. Estaba claro, no había nada que hacer, mis esfuerzos por esa “buena imagen” habían
sido en vano: iba a desmallarme. Y de pronto, volví a mi cuerpo; la lenta y clara voz me llamaba
educadísimamente. Por supuesto, no había rellenado la hoja que me dio.

Seguí su ñoñosa voz y entré en el cuartucho donde ya habían sido entrevistados los otros. Ella
me dio la mano, miró mi hoja vacía, sonrió incómodamente y me dijo su nombre.

“Supongo que ya sabes un poco de qué va esto... Bueno, no te preocupes por la hoja, ya la
rellenaremos más tarde”. ¡Qué zorra! “De momento, cuéntame...”

Su empalagosísima voz empezó a fusilarme con una ametralladora de preguntas lanzadas con
ese tono en el que las profesoras de infantil preguntan a sus alumnos o como las personas
normales preguntan a quienes consideran “tontitos”. Yo temblaba y sudaba y todo mi pellejo

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se estremecía y me entraron hasta ganas de vomitar. Hasta que, por fin, lo hice: solté una
jodida lágrima.

“¿Te pasa algo? ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres un vaso de...?”

“Estoy bien... Sigue preguntando, joder...”

Ella soltó una sarcástica risita y empezó a explicarme “cómo funcionaba este ventajoso
sistema de trabajo”. Su ametralladora de palabras comenzó de nuevo. Yo la miraba. La miraba
de arriba abajo, centrándome en cada uno de los detalles de su cara y de la ropa, en cada
movimiento de manos, en su mirada. La miraba y me daba asco... Esa explotadora seguía
hablándome sin parar y yo estaba al borde de la explosión.

“Eres gilipollas...”

“¿Perdón? ¿Te encuentras...?”

“¿Crees de verdad que voy a caer en tu trampa? Tráeme un vaso de agua, zorra”, susurré.

Cuando me lo trajo, confusa y orgullosa, no pude evitar hacer lo que hice: estrellé el vaso
contra el borde de la mesa y me levanté de un golpe. No me costó nada saltar por encima de la
mesas y rajar el ojo izquierdo de la que estaba sentada frente a mí. Ella gritaba y gritaba, pero
se lo tenía merecido; yo reía. También yo merecía aquello. La pegué un puñetazo en el cuello y
su reacción, mientras se asfixiaba, fue doblar todo su cuerpo hasta acabar tirada en el selo.
Entonces cogí el ordenador que tenía sobre la mesa y, con un fuerte tirón, le alcé sobre mi
cabeza para después arrojarlo sobre la suya, que yacía bocabajo en las baldosas. Y repetí una y
otra vez esto, levantando el ordenador del suelo y volviéndolo a lanzar sobre la nuca de esa
imbécil. Cuando me cansé, cogí una libreta y en su primera hoja escribí: “esto es lo que les
pasa a las zorras que quieren joderme”, pero lo pensé mejor y tiré la hoja para escribir sobre la
siguiente: “de nada”. Di la vuelta al cadáver y grapé la nota sobre su ensangrentada frente.

Ya no me importaba la buena imagen. Al oír ruidos abajo, salí corriendo de allí, esperando
que los empleados que encontraran el cuerpo con aquel mensaje supieran lo que eso
significaba y que agradecieran lo que por ellos había hecho.

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EL HOMBRE MÁS PODEROSO DEL MUNDO

Estoy en un despacho enorme con ventanas que dan a un jardín y con un montón de muebles
caros de madera, cristal y cuero. Es el despacho del hombre más poderoso del mundo. Bueno,
el despacho de su anfetamina.

Siempre he querido matar al hombre más poderoso del mundo y había pensado una y otra
vez en cómo sería el momento en que, al fin, lo hiciera y en qué pasaría después. Así que ahora
que estoy aquí, en su despacho, con un revolver humeante en el puño y el cadáver del hombre
más poderoso del mundo a mis pies, se perfectamente lo que va a pasar.

Con este tipo muerto, ahora la persona más poderosa del mundo sería otra, el número dos
del rankin. Iré a por él. Luego a por el siguiente y el siguiente, acabando por todo el mundo con
los más poderosos.

¿Qué pasará cuando todos esos poderosos estén muertos? Que ya habrá nuevos poderosos a
los que aniquilar. Se lo que estás pensando: “¿no llegará un momento en que tú seas el más
poderoso del mundo?” Mi único poder es el de arrebatar la vida. Teniendo en cuenta que a
quien mato son seres ya mortales, este poder no vale una mierda, yo soy la persona más pobre
y débil en cuanto a propiedad de poder se refiere. El verdadero poder es el de destruir la
felicidad de personas que permanecen vivas para construirte una vida feliz a costa de ellas.

Seguiré recorriendo el mundo en busca del nuevo hombre más poderoso del mundo para
matarle como a sus superiores. Hasta que llegue el día en que esté cara a cara con el último ser
humano, con el único hombre más poderoso que yo. Por supuesto, yo estaré armado. Y él no.

Cuando una bala se apalanque en su cerebro morirá casi al instante. Entonces seré la última
persona que quede en el mundo. Me subiré al pico más alto de la Tierra y, contemplándola
desde arriba, gritaré: “¡Este es mi imperio! ¡Este es el imperio que he construido con mi polla!”

En aquel momento seré el hombre más poderoso del mundo. Y es curioso, porque ya ni
siquiera tendré mi único poder, el de arrebatar la vida a los hombres.

Aunque pensándolo bien, ese poder no desparecerá, sino que se verá tremendamente
mermado. Mi único poder será el de arrebatarme la vida a mí mismo, al puto hombre más
poderoso del mundo, a la humanidad. “Sí, ahora yo soy la humanidad”, me diré. Y acabaré con
ella, con los hombres poderosos y con el último resquicio de vida con poderes de un tiro en la
cabeza.

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HOMO BLATELLA

El ángulo de visión que desde aquella mesa tenía me permitía ver prácticamente a todas las
personas del resto de mesas del restaurante. Allí había gente de todo tipo y yo estaba solo,
observándoles desde mi silla. Había una pareja joven, ella era alta, rubia y preciosa, de unos
veintitrés años; él, un chico alto, rubio y desagradable a mis ojos. Estaban sentados uno
enfrente de la otra y se cuchicheaban cosas al oído entre risitas y caricias que me estaban
poniendo un poco nervioso. No me jodas, ese pibón olisqueándole el cuello y el gilipollas
soltando mierda acerca de cuantísimo la quería. Seguro que el marica ni siquiera estaba
empalmado.

En la mesa de al lado divisé un trío de viejas de las que provocan escalofríos, emperifolladas
con todo tipo de adornos cantosísimos, haciendo alarde de una ristra de comentarios cargados
de prejuicios ultracristianos y rancios. Era como si en su cacareo cada una intentara dejarse en
ridículo ante el resto de comensales por encima de sus compañeras.

Tres mesas cuadradas se habían unido y colocado al lado de una de las paredes del local para
acoger a lo que interpreté como una de esas cenas de empresa, con unos diez o doce trajeados
medio borrachos que, horas más tarde, estarían en cualquier discoteca para carcas hasta el
culo de cubatas y cocaína, babeando a cada chica que pasara a su lado para acabar jodiendo
con cualquier puta de la calle Ballesta.

Una familia de ecuatorianos riendo y hablando a voces como si estuvieran ellos solos en el
local, tres chicas universitarias que se creían princesas y que se morían de ganas por guarrear
en el baño con un par de gafapastas que se sentaron en la mesa más cercana y que largaban
todo tipo de mierda acerca de la cantidad de libros de autores “cultos” y “undergrounds” con
que cualquier librería multinacional les había estafado; Don Ramón y señora haciendo gala de
los modales más gorrinos y de una sarta de críticas malsonantes contra los modales del resto
de los presentes. Y un tenebroso etcétera.

A toda esta panda de humanos estuve observando y analizando desde mi asiento durante
toda la cena. A ellos y al servicio. El camarero que me atendió aquella noche me tomó desde el
principio por un ser, sin duda, inferior a su rango en el ejército de personas civilizadas. Decidió
mostrarme hasta qué grado de ridículo idiotismo puede llegar una persona que toma por
imbécil a alguien que, como yo, está acostumbrado a mirar por encima de hombro a la
decadente humanidad y a cada uno de sus zafios componentes. ¿De verdad esperaba que
rindiera mi estimado orgullo ante un cuarentón fracasado que, después de nada menos que
quince penosos años trabajando de camarero, no es capaz de entender las palabras que él
mismo ha apuntado en una libreta hace medio minuto?

Pues a este notas le seguían una tropa de perros apestosos que husmeaban entre las mesas
de todos los presentes como si aquello les dignificara tanto a ellos mismos como a los propios
clientes (clientes que, por otro lado, permanecían indiferentes ante aquella deplorable
costumbre); por no hablar del que, tras un brevísimo análisis, deduje que era el encargado. Un
“pequeño empresario con costumbres campechanas y políticamente liberales”, un patriota,
cristiano y racista, que se las daba de mafioso ruso, o vete tú a saber de qué, y que, durante
todo el tiempo que yo estuve cenando, él iba por las mesas saludando a los clientes más
frecuentes con un puro mal encendido entre unos dientes negros y bajo un bigote
penosamente recortado.

Recuerdo que hubo un tipo sobre el que no centré mi atención hasta una vez comenzado el
postre. Tendría mi misma edad y estaba sentado él solo en una mesa que, por algún motivo,

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parecía estar alejada de las demás, como en otra habitación; una de esas que desde fuera se
ve un espejo y desde dentro un cristal transparente, como en las películas de policías. El tío me
dio buen rollo, parecía extraño (en el buen sentido de la palabra) y me entusiasmó el hecho de
descubrir que en su rostro se dibujaba una noble mueca de asco mientras analizaba de arriba
abajo a los dos individuos, ridículamente vulgares, que cenaban a su lado.

No noté en ningún momento que él reparara en mí, pero estaba convencido de que, si
llegáramos a entrar en contacto, hubiéramos tenido una conversación realmente interesante
y, por un momento, pensé en acercarme a hablar con él. Juraría que el tipo era como yo, que
se sabía superior, en todos los sentidos, a todos aquellos idiotas que nos rodeaban; que sentía,
no pena, sino asco y desprecio despiadados hacía los demás clientes del restaurante; sabía que
cada segundo que sus ojos reparaban en el prójimo, estos lloraban de pura rabia. Sabía que
era como yo soy y tenía que hablar con él.

No obstante, algo me distrajo mientras admiraba al solitario hombre que tanto me atraía. Se
trataba de un hecho inimaginable, algo que mi razón y mis sentidos no han podido aún asimilar
del todo.

De reojo noté una extraña circunstancia que se daba en una de las mesas que más me
repudiaba, en la que se sentaba un repeinado cachas con lo que debía ser su ingenuo y
molesto hermano pequeño. Mi mirada cayó sobre el chuloputas musculado para cerciorarme
de que, aquello que en principio me pareció una ilusión, era real: ¡al hijo de puta le estaban
creciendo dos antenas marrones y peludas de su cráneo!

Lo juro, dos asquerosas antenas articuladas como las de una puta cucaracha que, una vez
asomaron un par de metros, comenzaron a moverse muy rápidamente mientras frotaban sus
extremos en el suelo. Pero eso no era todo. Sus manos y brazos se deformaron en cuestión de
segundos para transformarse en dos patas vomitivas de insecto repelente y no tardaron en
romper la camisa y asomar, a la altura de las costillas, otro par de estas patas de escarabajo
para, una de ellas, acariciar la antena más cercana y, la otra para rascar un tobillo que, sin que
hubiera podido apreciarlo, ya formaba parte de una quinta pata trasera de cucaracha, tan
asquerosa como las otras y de tamaño considerable.

Poco a poco, el individuo fue mutando; toda su ropa quedó desgarrada y sobre el asiento que
el repelente ser humano ocupaba hace medio minuto, ahora se encontraba una cucaracha de
metro ochenta todavía más repelente.

No podía dar crédito a lo que veía. ¿Qué me estaba pasando, joder? ¿Una alucinación? ¿Un
sueño? Imposible. Aquello debía estar sucediendo realmente, pero todo parecía indicar que el
que estaba flipando era yo; principalmente el hecho de que nadie se inmutara lo más mínimo
ante lo que estaba ocurriendo. El resto de clientes ni siquiera... ¡Mierda! ¡No, no podía ser! El
resto de clientes estaba sufriendo el mismo proceso de transformación. Coño, ¿me estaba
volviendo loco o qué?

Las pijitas universitarias, las ancianas, los gafapastas, la familia escuatoriana... Todos eran
asquerosas cucarachas gigantescas que seguían a lo suyo. En algunos de ellos no se había
producido aún el cambio en el momento en que me fijaba, pero en cuestión de segundos
completaban el proceso. ¿Qué estaba pasando en aquel restaurante? No lo sé, no sé qué coño
pasó... Me estaba poniendo de los putos nervios.

Una cucaracha, que antes fuera un camarero estúpido (este sí era tan asqueroso en su
antigua forma como en la nueva), se acercó a mí y, mirándome a la cara con sus enormes ojos,

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murmuró una especie de sonido desagradable; el mismo sonido que invadía el ambiente
cargado, hace unos minutos, de barullo, de voces humanas horribles, tornadas ahora en
sonidos insectarios.

Me levanté de mi asiento dispuesto a huir de allí tan pronto como me fuera posible y, antes
de empezar a andar hacia la puerta, recordé al hombre que estaba sentado solo en su mesa y a
quien yo había estado adulando mentalmente. Le busqué entre la plaga de insectos y lo que vi
llegó a horrorizarme hasta el punto de desear mi propia muerte: el tío estaba de pie, sobre sus
patas traseras, tan peludas y asquerosas como las del resto y su cuerpo había mutado también
a esa repugnante forma a la que todos habían mutado.

Y aún pude estar a punto de arrancarme los pelos de la cabeza cuando me pareció interpretar
los gestos que el antiguo hombre estaba efectuando. Dos de sus patas delanteras estaban
colocadas en su “vientre” y, de las otras dos, una había puesto su “mano” sobre su cabeza y la
otra señalaba a las cucarachas que le rodeaban. De entre todos los insoportables ruidos que
los gigantescos artrópodos emitían por esas bocas, los suyos eran los más estridentes. Su
cuerpo se agitaba violentamente en todas direcciones y sólo paraba para dar tremendos
golpes en la mesa con la pata que estaba señalando a los bichejos de al lado. No era posible...
¡aquel insecto se estaba riendo!

Pero, ¿de qué se reía el condenado? ¡De qué! Pronto lo entendí. Aquel sucio ser se reía de los
demás; se reía de que se hubieran convertido en cucarachas del tamaño de seres humanos y
todavía le hacía más gracia el comprobar que no se estaban dando cuenta. Pero entonces...
Entonces el imbécil no era consciente de su propia desgracia, de que él mismo, el único de
toda esa plaga que se enteraba de algo, era también uno más, una sucia cucaracha más. De
pronto sentí que me iba a dar un infarto; durante una fracción de segundo a mi imaginación se
le antojó una idea espantosa. Si él no se daba cuenta, quizá... Mire mis manos. Miré mi rostro
reflejado en un cristal. Sólo entonces empecé a comprenderlo todo.

¡Era como ellos! Me senté y pedí un chupito que me bebí con calma, alargando
tranquilamente mi estancia en el restaurante de las cucarachas, ahora ya, sin juzgar a nadie
como un ser inferior a mí mismo, pues si al fin y al cabo todos somos horribles insectos, ¿cómo
iba yo a burlarme de nadie?

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LA NADA II

Frente a su ordenador, Samuel Yosef Resnizky, un niño de catorce años, jugaba a uno de esos
juegos de estrategia en los que el usuario puede tener la sensación de controlar el mundo,
diciendo a cada habitante de su partida qué debe hacer, eligiendo a quién debe atacarse y a
quien no, controlando los recursos, la economía, el diseño y funcionamiento de las ciudades...

Samuel Yosef se lo estaba pasando realmente bien. Justo en el momento que estamos
describiendo, el chaval se encontraba en uno de los niveles más sencillos y él, que poseía gran
experiencia en este juego, estaba logrando unas puntuaciones tan altas que, seguramente,
sería tachado de mentiroso prepotente cuando se lo contara a sus amigos.

De pronto experimentó una sensación que jamás había conocido, una sensación que le hizo
pensar. Comenzó a preguntarse por los soldaditos y demás habitantes que poblaban la
pantalla de su ordenador. ¿Son realmente algo? ¿O no son nada, sino simples dibujos, unos y
ceros que se mueven según sus clicks y ya está? ¿Tendrán algún tipo de inteligencia, de
voluntad, algún sentimiento... real? Si fuera así, ¿quién era él entonces? ¿Dios? Solo de
pensarlo le entraban escalofríos.

Poco duraron sus cavilaciones. Acababa de completar el nivel y las cifras eran asombrosas.
“Venga, siguiente pantalla, ¡no hay quien me venza, joder!” decía el muy cabrito.

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CRISTO LLORÓ

Cuando tenía siete años, mi padre nos dejó a mamá y a mí. Se fue de casa y nunca volvimos a
saber nada de él. Aquello me dolió. A partir de entonces, mamá y yo cuidamos el uno de la
otra, como pudimos. Por supuesto, no fue fácil. Había rachas... o mejor dicho, había
momentos; todo era una larguísima época de mierda con pequeños buenos momentos en los
que podías olvidar la tristeza y el dolor. Sí, todos aquellos años me dolieron.

Mamá siempre confió en que aquello tendría recompensa. Era una mujer muy religiosa y
todos los días rezaba por las noches y me leía extensos fragmentos de la Santa Biblia. Dolía ver
cómo las esperanzas de mamá se rompían cada vez que alguno de esos señores llamaba a la
puerta de casa para encerrarse con ella en su cuarto durante unas horas. Dolía mucho ver
llorar a mamá.

A los diecisiete años conocí a Sonia, una chica de mi instituto con quien empecé a salir. Desde
luego, jamás disfruté con aquella relación; sin embargo, en esos tiempos lo normal era tener
novia y prácticamente todos los chicos de mi edad la tenían, hasta el desgraciado de Mateo.
Recuerdo que un día, Sonia me obligó a que la tocara. Tuve que hacer cosas horribles con ella y
aún hoy recuerdo sus risas atronando en mis tímpanos por encima de mis gemidos. No me
gustó hacer aquello y, desde luego, me dolió durante meses.

No era feliz con mi novia y, cuando su padre se enteró de que ella estaba embarazada, vino a
casa con un palo enorme que usó sin piedad contra mamá y contra mí. La paliza me dolió; pero
no lloré, yo jamás he llorado, jamás. Tampoco lloré cuando vi cómo el padre de Sonia pegaba y
desnudaba a mamá; aunque no me faltaron las ganas.

Tras todo aquello y bajo lo que Sonia llamaba una “amenaza de muerte” por parte de su
padre, me casé con mi novia. En la boda estuve nervioso y, por supuesto, también aquel día
sufrí. Sufrí cuando toda la familia de Sonia, y ella misma, empezaron a insultar y a reírse de
toda mi familia, es decir, de mamá. El día de mi boda mamá lloró mucho más de lo que la había
visto llorar nunca. Y la escena dolió.

Mamá se quedó sola y yo me fui a vivir con mi mujer y mi hija Sandra a un piso que costaba
dinero y que yo pagaba gracias a mi trabajo en el bar de uno de los hermanos de Sonia.
Aquella época fue muy dolorosa para mí. Una señora nos quitó a nuestra hija porque decía que
estaría mejor en un sitio con cientos de niños y niñas que vivían allí porque no tenían padres.
Yo quería mucho a Sandra...

Salía muy tarde del bar y el hermano de Sonia me pegaba cuando le pedía salir antes. A veces
me quedaba dormido sin terminar mi tarea y el hermano de Sonia se enfadaba mucho. El
trabajo me dolía. Pero también me dolía ver a mi mujer (cuando la veía) con amigos suyos que
me obligaban a dormir en el incómodo sofá y ellos se pasaban toda la noche con ella. El sofá
era realmente doloroso; pero más doloroso era que los hermanos de mi mujer supieran que yo
había permitido que ella durmiera con un amigo.

Cuando cumplí veintinueve años, el bar se quemó y el hermano de Sonia, en vez de cobrar el
seguro, fue detenido por la policía. No volví a saber nada de él. Aquello no me dolió, no me
importaba, porque mi mujer empezaba a caerme muy bien por aquellos momentos; pero dos
días después, ella también desapareció. Eso sí me dolió.

Volví a vivir con mamá y ella se puso muy contenta. Se puso tan contenta que quiso que
fuéramos a cenar fuera, a un restaurante chino, como hacen los ricos... Yo también estaba muy

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contento. Cuando salimos del restaurante, en el camino de vuelta, el coche de mamá se chocó
contra un autobús. A mí me dolió un poco, pero a mamá debió dolerle mucho. Cuando salió
del hospital, iba en una silla con ruedas y ya no volvió a hablar en toda su vida.

Recuerdo aquellos días con mucho dolor. Había que estar muy pendiente de mamá, darla de
comer, vestirla, acostarla, lavarla... Mamá no hablaba ni se movía, pero no estaba muerta.
Tuve que contratar a un cuidador para que me ayudara y, para pagar sus servicios y los
aparatos de mamá, me busqué un trabajo en el que me pedían llevar un horrible cartel
colgado sobre los hombros con unas cuerdas y repartir papeles a la gente que pasaba. Cuidar
de mamá era muy caro y yo tenía que trabajar mucho tiempo. Estaba siempre muy triste,
porque estaba solo y mi trabajo no me gustaba. Además, me dolía ver a mamá así.

Un día salí antes de trabajar para comprar una Biblia que le leería por las noches, como hacía
ella conmigo cuando tenía siete años. Al entrar en casa vi a Mario, el cuidador, con los
pantalones bajados, metiendo su pene en la boca de mamá. Eso me dolió demasiado.

Mario se subió los pantalones y cogió su mochila para irse de casa mientras decía cosas que
no pude entender. Sólo pensaba en una cosa. Agarré a Mario por el cuello de la chaqueta y le
pegué en la cara con mucha fuerza. Le pegué un puñetazo tras otro mientras le insultaba por
haber hecho eso con mamá. Le estuve dando golpes en la cara con todas mis fuerzas hasta que
ya no puede más. Todo estaba lleno de sangre y la policía vino a buscarme porque habían oído
mis gritos. Yo se lo expliqué todo, pero en vez de ayudarme, me dijeron, días después, que
pasaría muchos años en la cárcel. Sí, también dolió aquello...

Después de ocho años muy dolorosos, salí de la cárcel. Allí estuve leyendo la Biblia que iba a
regalarle a mamá. Leí muchas veces la historia de Cristo. Cristo era muy bueno y ayudaba a la
gente. Lo que más me gustaba de aquella historia era que él, el hijo de Dios, el propio Dios, se
había hecho hombre para sufrir como nosotros. Y lo hizo. Cristo sufrió mucho para salvarnos.

Cuando caminaba mucho le dolían los pies, pero seguía caminando. Si el Diablo le tentaba, le
costaba resistir, porque era un ser humano, pero aguantó. Dios, por haberse hecho hombre,
sufrió. Pero, de todas las veces que leí la historia de Cristo, muy pocas llegaba hasta el final. El
final no me gustaba. Cristo, cuando estaba en la cruz, lloró. ¡Cristo lloró! Y lo hizo por puro
dolor.

Yo no había llorado en toda mi vida y, el descubrir que Cristo sí lo hizo, me obligó a hacer lo
que hice nada más salir de prisión. Mi compañero de celda, que salió unos mese antes que yo,
me dijo que si algún día necesitaba un arma, podía contar con su ayuda. Le busqué y me
vendió un rifle muy caro, un Kalashnikov lleno de munición. Fui directo a la iglesia más
cercana; una iglesia que, por dentro, se parecía mucho a la de la cárcel. Maté a sesenta y dos
personas. Aquello me divirtió.

Recuerdo a esa pada de viejas y estúpidos cristianos. ¿Para qué quieren a Cristo? Él lloró ante
el dolor para demostrar que era el dios hecho hombre. Sin embargo yo, sufriendo un dolor
mayor, jamás he llorado. Así yo he demostrado que soy el hombre hecho Dios. Yo soy el nuevo
Dios, el que sufre. El que no llora.

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ESENCIA Y APARIENCIA

Los dioses no han muerto todavía. Creemos que dejando de ir a la iglesia matamos a Dios.
Pero no. Dios está en cada puto sitio al que miramos; está detrás de cada concepto. Detrás del
concepto. Es así, no hay una puta cosa que puedas hacer sin reavivar el fuego del poder divino.
Así están las cosas.

Pienso en esto y... ¿Sabes de qué tengo ganas? De correr. Tengo ganas de salir a la calle en
calzoncillos, con unas buenas botas (sólo unas buenas botas pueden salvarte la vida en la
mayoría de casos en los que esta corra peligro, apúntatelo). Abrir la puerta, pirarme de aquí y
correr durante días. Correr por toda la ciudad, te lo juro, y seguir corriendo por las autopistas,
hasta llegar a los pueblos para correr por todos ellos. Correr tío, correr... Correr más allá de los
pueblos y llegar hasta el campo, hasta la puta naturaleza.

Tío, la gente menosprecia la naturaleza. Ya a muy pocos les atrae el rollo que transmite.
Joder, no nos damos cuenta, no sabemos sentir su esencia, ¿esencia? No aprendemos de ella,
de los valores que nos muestra.

Aunque, por otro lado, se entiende que prefiramos las ciudades. La verdad es que yo, en la
mayor parte de mi vida consciente, elijo la ciudad frente a los bosques, las playas, las
montañas y todo eso. La ciudad tiene una dramática y hermosa belleza; un aspecto; algo que
parece encerrar una verdad última; la imposibilidad de los juicios falsos parece tangible en la
ciudad. Pero solo parece. Preferimos la Estética ante la Ética, la estimamos y la adulamos
mucho más. La belleza de algo, el ideal de Belleza, ha doblegado al de Bien y este ya nos la
suda del todo.

No existe apenas naturaleza. Si oponemos la Belleza al Bien y elegimos la primera, estamos


eligiendo la ciudad. Es normal que ya no nos importe cargarnos la naturaleza; no es cómoda,
no es bella, es, simplemente, buena.

Bueno, le estamos dando demasiadas vueltas al tema... el caso es que estoy hasta la polla. Me
quiero ir de este edificio y ¿sabes por qué no puedo? Porque no tengo huevos. Estoy aquí
sentado contigo, hablando y hablando y realmente no estoy diciendo una puta mierda, sólo
porque me da miedo tener que salir. ¿Sabes qué? Me voy, que te den por culo.

“¿A dónde vas?”

“Ya te lo he dicho, gilipollas” y cerró la puerta de un golpe.

Volvió a los quince minutos, con un cigarro encendido y un paquete de tabaco en la mano.
Había ido al estanco. Se sentó de nuevo junto a mí, me miró a los ojos y dijo: “¿Vas a pintarte
otro par de tiros o qué?”

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LA LÍNEA 56

Antonio López tenía cincuentaisiete años, dos hijas y una mujer. Su vida (la vida que ahora
lleva) comenzó hace treintaiocho años, cuando se casó, tuvo una hija y entró a trabajar como
conductor de autobús de la línea 56, en la cual encontró pronto un sitio, pues la línea fue
inaugurada un par de días antes de que Antonio fuese admitido en la plantilla.

Aquel día fue, para Antonio, un día como todos los demás. Cada día de su vida era siempre
como todos los demás. Llevaba años trabajando en la misma línea, haciendo el mismo
recorrido, con el mismo horario, con los mismos días de vacaciones, llevando de un lado a otro
a la misma gente, haciendo que cada uno de ellos subiera y bajara siempre en las mismas
paradas.

Era siete de abril y estaba lloviendo. Era previsible. Antes de acostarse, la noche anterior,
Antonio vio las noticias de las nueve, las de siempre, para enterarse de que aquel día llovería
por la mañana – algo que, por otro lado, no le sorprendió en absoluto, teniendo en cuenta la
fecha.

Aquel día, todo sucedió como estaba previsto. La gente de siempre se subía y se bajaba en las
paradas de siempre; hubo algún desconocido, pero incluso los desconocidos estaban previstos.
Antonio sabía perfectamente que, teniendo en cuenta el día de la semana, la hora, el clima... el
número de pasajeros a quienes no conocería era calculable. De hecho, aquel siete de abril
podría haber sido profetizado hace más de treinta años.

Eso era lo que Antonio pensaba más a menudo mientras trabajaba. No veía cambios desde
hacía mucho: su alquiler, su trabajo, su casa, sus amigos, su bar para ir a tomar cañas... hasta
su mujer parecía no haber envejecido en absoluto desde hacía ya mucho tiempo. El tiempo
pasaba en ciclos no lineales que siempre se repetían año tras año.

Aquel día, aquel siete de abril, todo sucedió como estaba previsto. Ese mismo día ya había
sido vivido por el conductor de autobús y la experiencia le decía que aún lo viviría unas cuantas
veces más. En su cabeza ya no existían los conceptos “cambio”, “evolución”... El instante, el
aquí y el ahora, carecían plenamente de sentido para Antonio; toda su vida era como un
gigantesco libro que ya estaba escrito y que, ni siquiera el lector más paciente, hubiera podido
acabar.

A veces, mientras conducía, imaginaba que lo estaba haciendo en una jornada idéntica a la
presente pero veinticinco años atrás o incluso diez años en el futuro. Nada cambiaba entre una
ilusión y la otra.

Antonio no se sentía bien. Antonio se sentía aburrido, olvidado. Se sentía apartado del
mundo, en otro plano... Antonio López, conductor de la línea 56 de autobuses, se sentía
eterno.

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UN GILIPOLLAS

Pelo blanco, arrugas muy marcadas en la cara, los ojos claros y diminutos y una boca de labios
muy finos. Tendría unos ochenta años, quizá más. No acertaría si intentara determinar su
altura, pues estaba sentado en una vieja silla de madera que, por cierto, no parecía demasiado
cómoda. Permanecía quieto, con los ojos abiertos y con una extraña expresión en su rostro
que me intrigaba y me emocionaba. Parecía estar observando los coches que pasaban y a la
gente que nunca se fijaba en él. Esto lo hacía siempre con una mirada que reflejaba
superioridad. Superioridad determinada por un estado de satisfacción que para nosotros sería
inalcanzable.

Llevaba cuatro días observando a aquel anciano al que bauticé con el nombre de Marcos, en
honor a mi ídolo. Durante esos cuatro días el viejo pasó cada minuto sentado en aquella silla
cochambrosa en su porche, el de la casa número 90 de la calle V. Día y noche permanecía
quieto, sin dormir – al menos yo no le vi hacerlo –. Me había atrevido a pasar por la acera de
enfrente para verlo más de cerca un par de veces y ni siquiera le vi pestañear. Se quedaba
quieto como una estatua, con ese gesto puro de felicidad. Ese tipo de felicidad que sólo se
alcanza cuando hechas a correr y, batiendo un nuevo record personal, te superas hasta
alcanzar todas las metas que te propusiste y, además, seguiste hacia delante. Pero Marcos no
corría, no hacía nada y a la vez, parecía haberlo hecho ya todo. Era un santo.

Marcos había sido coronado rey. Esa pobre silla era su trono, ese porche su palacio y el
mundo su imperio. Me sentía parte del imperio de Marcos, yo era su siervo; su gesto lleno de
luz me había vuelto loco.

Le miraba y pensaba en acercarme a hablar con él. Quería preguntarle. ¿Sobre qué? Sobre
todo. Quería que me enseñara y yo sabía que estaría dispuesto a hacerlo, a aceptarme como
su alumno. Pero no me atrevía. Aquel bendito anciano me imponía un respeto y una
admiración que hacían que me sintiera indigno de estar cerca de él.

Me obsesioné tanto con su enigmático rostro que en los cuatro días de observación no pude
dormir más de tres horas en las que caí de puro agotamiento. Y entonces soñé con él. Soñé
que se acercaba a mí y me hablaba. Soñé que él LO tenía y me LO contaba todo.

“¿Qué vas a hacer ahora?”

“Te seguiré a donde vayas, seré tu ayudante y tu súbdito y se LO desvelaré a todo el que me
encuentre. Ahora que conozco tu imperio, yo también soy un santo. Pero un santo a tu sombra
y te conseguiré seguidores por todo el mundo.”

Entonces su rostro se volvía pálido y su divina expresión se transformaba en un amargo gesto


de decepción. El viejo caía de espaldas en un ataúd y se enterraba con éste bajo el suelo.
Cuando desperté, seguí observándole.

Seguí allí mirando durante horas y empecé a tener frío. Joder, debía ir a casa a por un abrigo y
una bufanda. La noche estaba avanzada y la temperatura ya se acercaba a los 0 ºC desde esa
misma mañana. Me levanté. ¡Qué putada! No quería perder ni un segundo lejos de mi amado,
iría corriendo a por mi abrigo y volvería lo antes posible a mi puesto de guardia. Calculé que

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tardaría unos veinte minutos. Aunque eso fuera demasiado tiempo, tenía que hacerlo o
moriría de frío sin llegar a conocerle.

Comencé mi camino a casa a toda prisa, no sin antes despedirme del emperador con una
mirada que decía: “lo siento”. Pero no anduve ni medio minuto cuando en mi cerebro explotó
una nueva voluntad: iría a hablar con aquel hombre santo.

Así que di media vuelta y corrí hacia el porche. ¿Qué le diría? ¿Qué es lo que tenía que
enseñarme? ¿Qué sentiría al mirarle cara a cara? O incluso, ¿me aceptaría? Tenía que hacerlo,
yo era su elegido, su me-sías. Me temblaba todo el cuerpo y no era por el frío. Sólo me
separaban unos metros de la sabiduría (¿Sabiduría? No lo sé, pero algo así) y se me estaba
haciendo eterno. Parecía que no iba a llegar nunca. ¿Se habría ido al notar mi ausencia? ¿Le
habría pasado algo? Tal vez la carcomida silla se hubiera roto al fin y el accidente fuera...
mortal. ¡No, eso no podía pasar, él no podía morir! Joder, ¿por qué coño tardaba tanto? Corría
todo lo deprisa que podía. Tras un desesperado trayecto de segundos interminables, al fin,
llegué al porche.

Me quedé parado frente a él a unos cinco metros. No me miraba, seguía con su apasionante
expresión mirando a nada y a todo. Mi aparición no le hizo reaccionar en absoluto. Mírale, ahí
estaba ese maldito genio, con una inmensa vida llena de experiencias gozosas y sufridas, con la
llave que da acceso al Cosmos guardada en un bolsillo de su mente. Yo estaba acojonado, le
miraba fijamente y él no decía ni hacía nada.

Comencé a caminar hacia él.

“Marcos, soy yo, tu mesías”, pero él permaneció con esa jodida cara que ponía la piel de
gallina. “¿Puedes oírme?”

Me acerqué del todo a él y ya podía tocarle si extendía el brazo. Y él aguantaba el tipo, el


mismo santísimo tipo. No pude evitar sentirme confuso. Acerqué mi cara a la suya hasta
quedarme a escasos centímetros de ella: seguía sin mirarme. Continuaba con esa profunda
mirada. Entonces una terrible sospecha conquistó mi intuición. No podía ser pero... Levanté la
mano y, con temerosa parsimonia la acerqué a su cuello. Iba a tocarle; iba a poner mis dedos
sobre un santo, sobre una divinidad. Sí, estaba seguro de que debía hacerlo. Mientras acercaba
la palma de mi mano al cuello del viejo sudaba y millones de miedos se acurrucaban en mi
nuca. Pero seguía haciéndolo.

Le toqué.

Estaba frío y... No tenía pulso. Mi mayor sospecha, que era también mi mayor miedo al
ridículo, a la decepción, a la vergüenza, se confirmó entonces: Marcos estaba muerto. Todo en
mí se derrumbó, mis huesos y mis músculos se entremezclaron en un amasijo informe que
desafiaba a la biología moderna. Marcos, aquel anciano a quien tomé por un dios por la santa
expresión de su rostro, era solo un cadáver que, a lo sumo, merecía una leve admiración por
haber “logrado” morir feliz. Ni si quiera me atrevía ya a juzgarle sabio.

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Mi memoria rechazó por completo la historia de mi adulación a aquel hombre y no volví a
recordar este fracaso. No hasta hace dos día que soñé una vez más con él, aunque esta vez se
me apareció muerto desde el principio y no dijo nada.

Ahora entiendo que este capítulo de mi vida no explica ni significa nada. Solo hice el ridículo y
no se siquiera por qué lo estoy contando ahora.

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