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THEODOR STORM EL JINETE DEL CABALLO BLANCO

El Jinete del
Caballo Blanco
Theodor Storm
© Pehuén Editores, 2001 )1(
THEODOR STORM EL JINETE DEL CABALLO BLANCO

L O QUE ME PROPONGO REFERIR, LO LEÍ SENTADO JUNTO A UN


sillón hace más de medio siglo, en casa de mi abuela, la
esposa del senador Feddersen, en un librito ilustrado,
encuadernado en cartón azul, no pudiendo recordar si era el
Leipziger o el Pappes Hamburger Lesefruechen. Aún siento una sen-
sación semejante a un escalofrío cuando recuerdo la linda mano
de la octogenaria acariciando mi cabellera. Tanto por ella como
su tiempo, están sepultados ya en el olvido. En vano he buscado
nuevamente aquellas hojas, y, por consiguiente, no puedo ase-
gurar la verdad de los hechos; si alguien los negase, no tendría
pruebas de convicción, pero lo que sí puedo asegurar es que, sin
que nadie me los haya recordado, jamás se han apartado de mi
memoria.
Era una tarde del mes de octubre, de la tercera década de
nuestro siglo –así empezaba el narrador de antaño–, cuando,
montado a caballo, continuaba mi camino sobre un dique de la
Frisia del Norte, durante una fuerte tempestad. A mi izquierda,
tenía desde hacía más de una hora, todo el terreno conquistado
al mar, totalmente desierto, pues el ganado que acostumbraba a
pastar allí durante el verano había sido retirado. A mi derecha, y
en una proximidad inquietante, las marismas del mar del Norte.
Decían que, desde este punto, veíanse varias islas e islotes; pero
yo no vi nada; solamente las olas, de un gris amarillento, que sin

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cesar batían el dique con furioso bramido, salpicando de vez en Entonces vi que por el dique venía algo a mi encuentro; yo
cuando a mi yegua con sucias espumas. Más allá, el crepúsculo, no oía nada, pero, cada vez más distinta cuando la luna proyec-
sin dejar distinguir el cielo del mar, pues la luna en creciente, taba su escasa luz, creí reconocer una figura oscura, que, al fin,
que pudiera producir claridad, estaba cubierta por negros nuba- dada la rapidez con que se acercaba vi que marchaba sobre un
rrones que pasaban veloces. Hacía un frío glacial; mis manos, caballo, un caballo blanco, esquelético, de largas patas; un capo-
entumecidas, apenas podían sostener las riendas; comprendí por te oscuro envolvía el cuerpo de la figura y, al pasar volando, me
qué los grajos y las gaviotas se dejaban arrastrar por el viento miraron dos ojos llameantes, hundidos en una faz pálida.
tierra adentro, exhalando sus lúgubres graznidos. Comenzaba un ¿Quién sería? ¿Qué querría? Y entonces me di cuenta de
anochecer tan cerrado, que no podía distinguir los cascos de mi que yo no había oído ningún ruido de cascos, ningún resoplido
cabalgadura; no había encontrado alma viviente; sólo oía el gri- de caballo, y eso que jinete y caballo cruzaron casi rozándome.
tar de las aves cuando pasaban rozando casi, con sus largas alas, Pensativo seguí mi camino; pero no tuve tiempo de cavilar
a mi fiel yegua, y el fragor del viento y del agua. No niego que mucho; nuevamente pasó por mi lado el misterioso jinete, que
hubiera deseado estar en seguro cobijo. retrocedía, y hasta me pareció como si me rozara su flotante
El temporal duraba ya tres días, y yo había permanecido capote; la aparición cruzó como la primera vez, silenciosa. Lue-
más tiempo del debido en casa de unos parientes míos muy que- go la vi alejarse más y más y bajar de pronto su sombra por el
ridos, propietarios de una finca. Pero no podía continuar allí: lado de tierra del dique.
tenía quehaceres en la ciudad (que distaba aún un par de horas Indeciso, le seguí. Cuando llegué al sitio aquel, vi brillar abajo,
en dirección sur), y desoyendo los ofrecimientos de mi primo y cerca del dique, un gran charco profundo.
de su esposa, y renunciando al placer de gustar las especies más El agua estaba muy agitada, a pesar de encontrarse resguar-
finas de manzanas de su cosecha, marché aquella tarde. Antes dada por el dique. De seguro que el jinete no la había revuelto,
de alejarme, aún pude oír que mi primo, desde la puerta de su pues no se veía rastro de él.
casa, me gritaba: Pero vi otra cosa, que me produjo alegría. Ante mí, abajo, en
–¡Tú verás, cuando llegues al mar, cómo te vuelves; deja- la tierra, brillaban numerosas luces diseminadas, que indicaban
mos preparada tu habitación! la frecuencia de algunas casas frisias, generalmente situadas en
Y, efectivamente, cuando después fui envuelto por una masa lugares más o menos elevados; cerca de mí, a media altura del
de nubes negrísimas, y las bramantes ráfagas de viento trataban dique, había una casa grande, del mismo estilo. En su fachada
de empujarme del dique abajo, me pasó por la cabeza: «No seas sur, a la derecha de la puerta, vi todas las ventanas iluminadas y
tonto, vuélvete con tus parientes y quédate con ellos en su ca- tras ellas gente, cuyas voces me parecio oír a pesar de la tempes-
liente hogar». tad. Mi yegua tomó el camino que bajaba del dique y me condu-
Pero en seguida reflexioné que el camino de vuelta era más jo ante la puerta de la casa, que era una posada, pues delante de
largo que el que faltaba para el término de mi viaje; por lo que las ventanas distínguí los llamados Ricks, vigas de madera apo-
seguí cabalgando, subiéndome el cuello de mi abrigo hasta ta- yadas sobre dos pies derechos provistas de grandes anillas de
parme las orejas. hierro para atar el ganado y los caballos que allí se detenían.

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Até el mío en una de ellas y lo encomendé al mozo que salió Él me escuchó muy atento, pero noté de pronto que la con-
a mi encuentro al entrar yo por el pasillo. versación había cesado en torno mío.
–¿Hay alguna reunión? –le pregunté al oír distintamente el –¡El jinete del caballo blanco! –gritó uno de la reunión, y un
ruido de copas y voces, que venía de la puerta. movimiento de pánico se apoderó de los demás.
–Algo de eso hay contestó le modo en Plattdeutsh*. (Supe El Deichgraf se había levantado. –No hay que asustarse –
después que se hablaba este dialecto a la par que el frisio desde dijo a los de la mesa–; no es un augurio solamente para nosotros:
hacía más de cien años). El Deichgraf**, los apoderados y otros en el año diecisiete lo fue para los de enfrente. Que se preparen
cuantos de los demás interesados exclamaron: ellos a todo.
–¡Ha sido tan grande la subida de la marea! ¡Ha subido tan- Sentí un escalofrío:
to! –Perdonad –dije–. ¿Qué es eso del jinete del caballo blanco?
Al entrar, vi a una docena de hombres sentados en torno a Apartado y detrás de la estufa, un poco agachado, estaba
una mesa situada bajo las ventanas, sobre la cual había una pon- sentado un hombre pequeño, flaco, algo contrahecho, que vestía
chera. El más corpulento de los reunidos parecía tener predomi- un traje negro raído: no había pronunciado palabra en la conver-
nio sobre los demás. sación pero, a pesar de sus escasos y grises cabellos, conservaba
Les saludé, y les rogué que me permitieran sentarme a su sus pestañas negras en unos ojos que demostraban servir no sólo
mesa, lo que me concedieron gustosos. para dormir.
–¿Está usted aquí de guardia? –pregunté, dirigiéndome a Señalándolo, dijo el Deichgraf levantando la voz:
aquel hombre–. Hace muy mal tiempo ahí fuera; los diques se –Nuestro maestro de escuela se lo podrá contar mejor, aun-
verán apurados. –Ciertamente contestó él–, en este lado, cree- que de manera distinta de como podría hacerlo mi ama de llaves
mos estar fuera de peligro, pero los del otro lado no están segu- Antje Vollmers.
ros: en esta zona todos los diques son antiguos; nuestro dique –Bromeáis, Deichgraf –dijo con voz doliente el maestro de
principal se renovó el siglo pasado. Ya hemos pasado ahí fuera escuela–, igualándome con vuestro viejo dragón
mucho frío, y a usted –continuó– le habrá pasado lo mismo; pero –Sí, sí –contestó el otro—, pero dicen que los dragones guar-
nosotros hemos de aguantar aún un par de horas: tenemos gente dan esta clase de historias de mejor manera.
de confianza fuera que nos comunican las noticias. –Naturalmente –replicó el diminuto señor–, no somos de la
Antes de que yo hubiera pedido algo al posadero, me habían misma opinión –mientras se dibujaba una sonrisa de superiori-
servido una humeante copa de ponche. dad en su fina cara.
Pronto supe que mi amable interlocutor era el Deichgraf. –Como ve usted –me dijo el Deichgraf– todavía es un poco
Continuamos la conversación, y yo conté mi raro encuentro en orgulloso; estudió Teología en su juventud y, por unos amores
el dique. contrariados, se ha quedado en su pueblo como maestro.
Mientras tanto salió éste del rincón de la estufa y se sentó a
*Dialecto del alemán. mi lado en la larga mesa. –Contad, contad, maestro –gritaron
**Encargado oficial de la administración y conservación de los diques. dos de los más jóvenes de la reunión.

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–Bueno –dijo el viejo, dirigiéndose a mí–, les voy a dar gus- Al día siguiente el chico fue a la buhardilla y pronto encon-
to; pero, como quiera que hay mezclada mucha superstición, es tró el libro pues no había muchos en la casa; pero el padre se reía
un arte contarlo despojándola de ella. cuando lo dejó sobre la mesa. Era un Euclides en holandés, y,
–Os ruego –supliqué– que no prescindáis de nada, pues sé aunque esta lengua es medio alemana, ni el uno ni el otro la
muy bien distinguir la paja del grano. entendían.
El viejo me miró con una sonrisa comprensiva y dijo: –Sí, sí –decía el padre–, este libro era de tu abuelo; él lo
–Comencemos. A mediados del siglo pasado, o, para decirlo entendía: ¿No hay otro en alemán?
con más seguridad, antes o después, había aquí un Deichgraf El chico, que era de muy pocas palabras, miró a su padre y
que entendía de cosas de diques lo que otros labradores y pro- dijo solamente:
pietarios suelen entender, pero aun así no era lo suficiente, por- –No hay ninguno en alemán.
que no había leído todo lo que habían escrito sobre ello los pro- Y cuando el viejo, con un movimiento afirmativo de cabe-
fesionales; había adquirido su ciencia por sí solo desde su niñez. za, le mostró otro librito medio roto:
Habréis oído, señor, que los frisios entienden mucho de cuentas, –¿Éste también? –preguntó de nuevo el muchacho.
y seguramente también habréis oído hablar de nuestro Hans –Toma los dos –dijo Tede Haien–, no te servirán para mu-
Mommsen von Fahretoft, un labrador que, no obstante esta cir- cho.
cunstancia, sabía construir relojes de navegación, telescopios y Pero el segundo libro era una pequeña gramática holandesa,
órganos. Bueno: una cosa parecida, pero en mucho menor grado, y como el invierno aún era largo, cuando al fin florecieron las
había sido el padre del que más tarde fue Deichgraf, Poseía tie- frambuesas en su jardín el chico entendía el EucIides en holan-
rras donde cultivaba nabos y judías Y también pastaba alguna dés.
vaca. En otoño y primavera frecuentaba las ferias y, en invierno, –No ignoro, señor –se interrumpió el narrador–, que esta
cuando el noreste soplaba y movía los postigos de las ventanas, misma historia se cuenta de Hans Mommsen; pero me consta
se metía en su vivienda. Casi siempre le acompañaba su chico, el que, muchos años antes del nacimiento de aquél, se contaba ya
cual miraba por encima de su cartilla cómo su padre medía y de Hauke (que así se llamaba el muchacho). Ya sabéis que siem-
calculaba mientras hundía su mano en su rubia cabellera. Una pre que aparece un hombre famoso, se le achaca todo aquello
noche, preguntó al viejo por qué todo lo que acababa de escribir que sus antecesores han hecho, tanto de bueno como de malo.
tenía que ser así y no de otra manera, y después dio su propia Cuando vio el viejo que el chico no tenía interés ni por va-
opinión sobre lo escrito. cas ni por ovejas, y no se daba cuenta de cuándo florecían las
Pero el padre, que no sabía qué contestarle, movió la cabeza judías, que es la alegría de todos los habitantes de la Marsch*,
y dijo: entonces pensó que su pequeña finca podía prosperar con un
–Eso no te lo puedo decir; basta, es así y tú estás equivoca- labrador y un chico, pero no con un sabihondo y un mozo, por lo
do. Si quieres saber más, busca mañana un libro que hay dentro que mandó al chico, ya mayor, al dique, donde tenía que aca-
de un cajón en nuestra buhardilla, que lo ha escrito uno que se
llama Euclides, y en él encontrarás la explicación. *Tierra conquistada al mar.

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rrear la tierra en unión de otros trabajadores, desde Pascua hasta –No –respondió al rato el viejo, mirándole vagamente a la
San Martín. «Eso le curará de Euclides», se dijo para sí. cara–, esta vez aún no.
El chico acarreaba tierra, pero el Euclides lo tenía siempre –Pero –dijo Hauke, de nuevo–, nuestros diques no valen
en el bolsillo, y, cuando los trabajadores almorzaban o merenda- nada.
ban, se sentaba sobre su carretilla vuelta del revés, con su libro –¿Qué?
en la mano. Cuando en otoño las mareas subían más y alguna –Los diques, digo.
vez había que dejar de trabajar, no se marchaba con los demás a –¿Qué pasa con los diques? –Que no valen nada, padre –
casa; se quedaba sentado al lado del dique que caía hacia el mar, dijo Hauke. El viejo se le rió en la cara. –¿Pero es que te crees el
con las manos cruzadas sobre las rodillas y miraba horas y horas niño milagroso de Lübeck?
cómo las turbias olas del mar del Norte subían batiendo cada Mas el chico no se desconcertó y dijo:
vez más altas las manchas verdes y el dique; solamente cuando –El talud del lado del agua es demasiado agudo, y, si se repi-
las olas le mojaban los pies y la espuma salpicaba su rostro subía te lo que ha sucedido más de una vez, nos podemos ahogar tam-
un par de pies más arriba y se sentaba de nuevo. No oía el ruido bién, aun estando detrás del dique.
del agua, ni el chillido de las gaviotas y aves marinas que vola- El viejo sacó de su bolsillo el tabaco de mascar, retorció
ban a su alrededor, rozándole casi con sus alas, fijando sus pe- despacio una bolita y se la llevó a la boca.
queños ojos en los suyos; no veía tampoco cómo se extendía la –¿Y cuántas carretillas has empujado hoy? –le preguntó en-
noche delante de él sobre el inmenso mar embravecido. Lo que fadado, pues comprendió que su ocupación en el dique no le
únicamente veía era, durante la pleamar, el rebozo de las olas, había quitado tiempo para pensar.
que, con duro golpe, daban siempre en el mismo sitio del empi- –No lo sé, padre –respondió el chico–, tantas como los de-
nado dique, lavando la mancha de capa vegetal. más; tal vez media docena más. Los diques, hay que modificar-
Después de mirar fijamente largo tiempo el mismo punto, los.
movía lenta y afirmativamente la cabeza, o dibujaba sin levan- –Bueno –dijo el viejo con risa burlona–, tal vez llegues a ser
tar la vista una suave línea en el aire, como si quisiera con esto Deichgraf, y entonces los cambiarás.
dar al dique un declive más suave. Cuando oscurecía tanto que –Sí, padre –dijo el chico.
ya no podía ver y sólo oía el fragor de las olas, se levantaba de su El viejo le miró y tragó saliva un par de veces. Después salió
asiento y trotaba medio calado hacia su casa. fuera, no sabiendo qué contestarle.
Cuando, una noche, entró así en la habitación de su padre, Cuando, a fines de octubre, habían terminado los trabajos
que estaba limpiando sus instrumentos de medida, éste le gritó: en el dique, le quedaron a Hauke, como mejor pasatiempo, sus
–¿Qué hacías ahí fuera? Te has podido ahogar; las aguas paseos hacia el mar; esperaba, como los niños esperan la Noche-
muerden hoy el dique. buena, el día de Todos los Santos, cuando las tempestades
Hauke le miró altanero. equinocciales braman y de las que Frisia tanto tiene que lamen-
–¿No me oyes? Te digo que te has podido ahogar. tarse. Si se esperaba una marea viva, se podía estar seguro de
–Sí –dijo Hauke–; pero no me he ahogado. encontrarlo, completamente solo, tendido sobre el dique sin im-

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portarle viento ni tempestad; y, cuando graznaban las gaviotas na soledad, donde solamente soplaban los vientos sobre el di-
al lanzarse las aguas contra el dique y arrastrar al retroceder gran- que, donde no se oían más que los lúgubres graznidos de las
des terrones de la capa vegetal, entonces se podía oír la risa ra- aves que cruzaban con rapidez: a su izquierda el amplio y vacío
biosa de Hauke: –¡No podéis hacer nada bueno, lo mismo que Marsch; al lado opuesto, la inmensa playa con su ancha maris-
los hombres! –gritaba. ma, brillante por el hielo. Era como si el mundo entero vistiese
Y después, muchas veces en plena oscuridad, salía de aque- la blancura de la muerte. Hauke se detuvo y su mirada penetran-
lla soledad para ir corriendo a su casa. te se hundió en la profunda lejanía; pero no vio más cadáveres:
Alguna vez traía un puñado de barro; entonces, sentado junto sólo las invisibles corrientes de la marisma bajo el hielo subían y
al viejo, que ahora le dejaba hacer cuanto quería, amasaba, a la bajaban la capa que la cubría, en lineas como torrentes.
luz de una débil bujía, algunos modelos de diques que colocaba Regresó a su casa, pero, a la noche siguiente, volvió de nue-
en una vasija de poca altura con agua y procuraba imitar el des- vo. En aquellos lugares se había roto el hielo; como nubes de
gaste de las olas, o bien, tomando su pizarra, dibujaba en ella el humo salían de las resquebrajaduras, sobre toda la marisma se
perfil del dique del lado del mar, según debía ser en su opinión. extendía una gasa de vapor y niebla que se mezclaba de extraña
Nunca se le ocurrió tratar con los que se sentaban junto a él manera con el crepúsculo de la noche. Hauke miró con ojos fi-
en los bancos de la escuela; tampoco parecía que a ellos les im- jos, pues envueltas en la niebla iban y venían negras figuras que
portara mucho el soñador. Cuando llegó de nuevo el invierno y parecían tan altas como personas. Las vio en la lejanía, junto a
heló, aún se alejaba más por el dique hasta donde no había ido las grietas humeantes, pasearse majestuosas gesticulando de
nunca, solo ante la inmensa llanura del mar cubierto de hielo. manera rara e infundiendo pánico con sus largas narices y estira-
En febrero, habiendo aún hielo permanente, se encontraron dos cuellos. De pronto empezaron una danza grotesca, saltando
unos cadáveres que erraban a la deriva. Una joven parlanchina las grandes sobre las pequeñas y éstas sobre aquéllas. Después
que estaba presente cuando los trajeron a la aldea le dijo al viejo se extendieron y perdieron toda forma.
Haien: Hauke se preguntó: «¿Qué quieren éstos? ¿Serán los espíri-
–No creáis que parecen personas, no; son como demonios tus de los ahogados?»
de mar, con las cabezas así de grandes –y ensanchaba sus manos –¡Hoiko! –gritó; pero los de allá no hicieron caso de su grito,
abiertas–, negras como la pez y relucientes como pan caliente–. y siguieron con sus raros juegos.
Estaban mordidos por los cangrejos, y los chicos gritaban asus- Entonces pasaron por su mente aquellos horribles fantas-
tados cuando los veían. mas de Noruega que le contara un viejo capitán y que tienen en
Para el viejo Haien, no era nada nuevo. –Estos estarán des- lugar de cara un manojo de hierbas marinas. Pero no corrió, hun-
de el mes de noviembre a la deriva dijo sin inmutarse. dió los tacones de sus botas fuertemente en el barro y siguió
Hauke permanecía a su lado, silencioso; pero, así que pudo, mirando aquella escena fantástica que el oscurecer mostraba ante
se escabulló, al dique. No se sabe si para buscar nuevos muertos su visita.
o porque le atraía el ambiente misterioso del que aún estaban –Aunque estéis ahí vosotros, a mí no me apartaréis de aquí
saturados aquellos lugares. Corrió y corrió hasta hallarse en ple- –dijo con voz dura.

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Sólo cuando la oscuridad lo envolvía todo marchó con len- causa fue un viejo gato de Angora blanco, regalo y recuerdo de
tos y firmes pasos hacia su casa. Pero seguían tras él el batir de un viaje a España hecho a su madre, la vieja Trin’ Jans, por su
unas alas y unos gritos retumbantes. No volvió la cabeza ni apretó hijo marinero, fallecido después. Trin’ vivía fuera, en el dique,
el paso, llegando muy tarde a su hogar. Jamás refirió nada de en una pequeña choza, y mientras la vieja trajinaba en su casa,
esto, ni a su padre, ni a nadie. Sólo, muchos años después, llevó, solía sentarse el monstruoso gato ante la puerta, mirando las
a la misma hora y en la misma época, a su hijita –niña anormal, avefrías que pasaban volando. Cuando pasaba Hauke, el gato le
con que Dios lo castigó– al dique, y se le aparecieron los mismos maullaba y Hauke movía afirmativamente la cabeza; así se en-
fantasmas allá, lejos, en el mar. Pero él le dijo que lio tuviese tendían los dos.
miedo, que eran grajos y aves zancudas que sacaban los peces Era un día de primavera, y Hauke se tendió, según su cos-
por las grietas abiertas en el hielo, y a quienes la niebla formaba tumbre, fuera, en la parte baja del dique, cerca del agua, entre
aquellas fantásticas figuras. claveles de playa y aromáticos ajenjos, dejándose acariciar por
–Dios sabe, señor –se interrumpió el maestro–, que hay el ya fuerte sol. El día anterior se había llenado los bolsillos de
muchas cosas en la tierra que pueden turbar a un ser sencillo, guijarros encontrados en un terreno más alto y, cuando, durante
pero Hauke no era ni un tonto ni un loco. la marea baja, las marismas se quedaban al descubierto y los
Como no contesté nada, quiso seguir su narración, pero, entre pequeños pájaros de la playa corrían sobre ellas, sacó rápida-
los demás oyentes, que hasta ahora habían escuchado silencio- mente una piedra y se la tiró a los pájaros. Se había adíestrado en
sos, llenando la habitación con el espeso humo del tabaco, se esta operación desde niño, tan perfectamente, que casi siempre
produjo de pronto un movimiento; primero algunos y después quedaba uno tendido sobre el fondo grisáceo de la marisma; pero
todos, dirigieron su vista a la ventana. Fuera –se vio a través de muchas veces no los podía recoger. Hauke había pensado en
la ventana sin cortina– corrían las nubes empujadas por el vien- varias ocasiones llevarse el gato y amaestrarlo como un perro de
to, y luz y oscuridad cambiaban; pero a mí me parecía también caza, pero como también había sitios de tierra firme o arenas,
ver pasar velozmente al enjuto jinete sobre su caballo blanco. corría por ellos y cobraba por sí mismo su pequeña caza. Cuan-
–Espere un poco, maestro –dijo en voz baja el Deichgraf. do regresaba a casa y el gato aún estaba en la puerta, el animal le
–No tengáis miedo –repuso el enclenque narrador–; no le he pedía con su instinto de fiera hasta que Hauke le tiraba uno de
ofendido, ni tengo motivo para ello –y le miró con sus penetran- sus pájaros.
tes ojos. Aquel día, cuando con su chaqueta al hombro volvía a casa,
–Sí, sí, está bien; que le llenen de nuevo su vaso –dijo el llevaba un solo pájaro, para él desconocido; era un pájaro de
otro. seda, de colores y brillo metálico, y el gato le maulló como de
Después que lo hubieron hecho y los oyentes se volvieran a costumbre cuando le vio venir. Pero esta vez Hauke no quería
él, con caras un tanto perplejas, continuó su historia. entregarle su caza, y no hizo caso de su voracidad, diciéndole:
–Viviendo en la soledad, escuchando sólo el viento y el agua, –Estamos a turno; hoy para mí, mañana para ti, y, además,
se hizo un mozo alto y flaco. Hacía más de un año que lo habían ésta no es comida de gatos.
confirmado cuando su vida cambió de pronto de rumbo, y la Pero el gato se le acercó cauteloso. Hauke seguía de pie,

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mirándole con el pájaro colgado de su mano, y el gato frente a él, dejaba de pensar en el gato muerto; y al llegar cerca de las casas,
con la zarpa levantada; pero el chico no parecía conocer bien a pasó de largo ante la suya y siguió un buen trecho por el dique en
su amigo, porque, al volver la espalda para seguir andando, notó dirección al pueblo.
que de un tirón le arrebataba su presa al mismo tiempo que sen- Trin’ Jans caminaba, mientras, en la misma dirección. Lle-
tía clavarse en su carne las afiladas uñas del animal. Una rabia vaba en el brazo un bulto, metido en una funda vieja de tela a
feroz se apoderó del joven, que gesticuló como un loco hasta cuadros blancos y azules, con tal cuidado como si fuese un niño.
que cogió al ladrón por la nuca. Con su mano cerrada apretó al Su pelo blanco flotaba agitado por el aire de la prímavera.
gato hasta que le salieron los ojos de las órbitas, ahogándole, sin –¿Qué llevas ahí, Trin? –le preguntó una labriego que se cru-
fijarse en que, mientras tanto, aquél le destrizaba el brazo con zó con ella.
sus fuertes patas traseras. –Más que tu casa y hacienda –respondió la vieja siguiendo
–¡Hoiko! –gritó cogiéndole aún más fuertemente–; veremos su camino–. Cuando llegó cerca de la casa del viejo Haien, se
cuál de los dos resiste más tiempo. adentró por la senda que conducía del dique a la casa.
De repente cayeron lacias las patas traseras, y Hauke retro- El viejo Tede Haien estaba ante su puerta mirando el tiem-
cedió unos pasos y lo arrojó contra la choza de la vieja. Como po que hacía.
ésta no se enteró, siguió el camino de su casa. –Hola Trin –dija al ver llegar la vieja resoplando y hundien-
Pero el gato de Angora era el tesoro de su ama; era su com- do su cayado en tierra–, ¿qué traes de nuevo en tu saco?
pañero y lo único que le había dejado su hijo el marinero, que –Primero, déjame,entrar en tu casa, Tede Haien; después lo
halló la muerte en la costa ayudando a su madre en la pesca de verás –y sus ojos lo miraron con un brillo extraño.
mariscos, un día de tempestad. Apenas habría dado Hauke unos –Entra –dijo el viejo sin dar importancia a aquella mirada
cien pasos mientras se limpiaba con un pañuelo la sangre de sus de la pobre mujer.
heridas, cuando oyó alaridos y llantos que partían de la choza. Cuando los dos hubieron entrado, prosiguió ella:
Se volvió y pudo ver a la vieja tendida en el suelo. El viento le –Quita primero esa vieja tabaquera y el tintero de la mesa.
agitaba sus blancos cabellos y el pañuelo rojo que cubría su ca- ¿Qué es lo que tienes siempre que escribir? Así, y ahora límpiala
beza. bien.
–¡Muerto –chilló–, muerto! –y levantaba su enjuto brazo El viejo, que sentía curiosidad, hizo cuanto ella le dijo.
amenazador–. Maldito seas; tú lo has matado, tú, inútil vaga- Entonces, cogiendo la vieja la funda por dos de sus puntas,
bundo de playas; tú, que no merecías ni haberle cepillado el rabo. dejó caer sobre la mesa el cadáver del gato.
Se echó sobre el animal y limpió amorosa con su delantal la –Ahí lo tienes –dijo–; tu Hauke lo ha matado –después co-
sangre que aún le salía de la nariz y del hocico. Después empezó menzó a llorar amargamente, acariciando la gruesa piel del ani-
de nuevo a sollozar. mal muerto: juntaba las zarpas, inclinaba sus grandes narices
–¿Has terminado ya? –le dijo Hauke–. Ahora te voy a pro- sobre su cabeza y susurraba en sus oídos incomprensibles cari-
porcionar un gato que se contente con sangre de ratones y ratas. cias.
Y se marchó sin preocuparse, al parecer, de nada. Pero no Tede Haien la miró.

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–¿De modo –dijo–, que Hauke lo ha matado? funda de almohada, limpió con su delantal las manchas de san-
No sabía qué hacer con la mujer que sollozaba. gre de la mesa y salió por la puerta.
La vieja movió rabiosa la cabeza. –No te olvides del gato joven –gritó al marchar.
–Sí, sí. ¡Dios mío!, él lo hizo –y se secaba las lágrimas con su Un poco más tarde, mientras el viejo Haien paseaba por la
mano torcida por la gota. habitación, entró Hauke y echó sobre la mesa su pájaro de colo-
–Ni hijo ni nadie vivo me queda –se quejaba–. Y tú ya sabes res, y, cuando vio sangre, preguntó como de pasada:
que nosotros, los viejos después de Todos los Santos por la no- –¿Qué es esto?
che tenemos las piernas frías en la cama y, en lugar de dormir, El padre dijo:
oímos cómo el noroeste mueve los postigos en nuestras venta- –Esto es sangre que tú has hecho brotar. El semblante del
nas. A mí no me gusta oírlo, Tede Haien, pues viene del sitio chico enrojeció: –¿Es que ha estado aquí Trin’ Jans con su gato?
donde se hundió mi chico en el fango. El viejo afirmó con la cabeza.
Tede Haien asentía, y la vieja acariciaba la piel de su gato –¿Por qué lo has matado?
muerto: Hauke desnudó su ensangrentado brazo:
–Pero éste –continuó de nuevo–, cuando en invierno me –Por esto –dijo–. Me había arrebatado el pájaro.
sentaba a la rueca, estaba a mi lado, haciendo el mismo ruido y El viejo guardó silencio y reanudó sus paseos durante un
mirándome con sus ojos verdes. Si me metía en la cama cuando rato, parándose después ante el chico, al que miró vagamente
tenía frío, no pasaba mucho rato sin que saltara él conmigo y se unos minutos: –Lo del gato lo he arreglado –dijo después–, pero
acostase sobre mis piernas heladas, y así dormíamos calentitos como ves, la casa es demasiado pequeña y dos hombres no ca-
juntos, como cuando tenía a mi joven tesoro en la cama. La ben en ella... es hora de que te busques una ocupación.
vieja buscaba con este recuerdo como una conformidad de par- –Sí, padre, yo también he pensado lo mismo –respondió
te del padre de Haien, al que miraba con ojos relucientes. Hauke.
Pero Tede dijo reposadamente: –Yo sé un remedio, Trin’ Jans –¿Por qué? –preguntó el viejo. –Porque uno rabia consigo
–y fue a su arquilla y sacó una moneda de plata–. Decías que mismo cuando no tiene en qué trabajar.
Hauke le ha quitado la vida al animal, y sé que no mientes; pero –¿Ah, sí? ¿Y por eso has matado al de Angora? Me parece
aquí tengo tres coronas en una sola moneda de Christian IV, que con esto estás empeorando las cosas.
para que con ella te compres una piel de borrego curtida para tus –Puede que tengas razón, padre; como el Deichgraf ha echa-
piernas frías, y, cuando nuestra gata para te puedes escoger el do a su mozo menor, yo podría sustituirle.
más grande. Entre las dos cosas creo que harán tanto como un El viejo reanudó sus paseos y escupía la negra saliva del
gato de Angora achacoso. Y ahora coge el bicho y lo llevas tabaco. –El Deichgraf es un imbécil, tonto como un ganso; es
alcurtido, y te callas la boca para que no se sepa que lo tiraste Deichgraf solamente porque lo fueron su padre y su abuelo, y
sobre mi mesa limpia. por sus veintinueve parcelas. Cuando lleva San Martín y tiene
Mientras hablaba, la mujer había cogido ya la moneda y la que rendir cuentas del dique y esclusas, entonces convida al
guardaba en su faltriquera; después metió otra vez el gato en la maestro a ganso asado, cerveza dulce y roscas de harina, y se

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sienta con él y da su conformidad cuando el otro recorre rápida- alto de la aldea, un gigantesco fresno. El abuelo del actual, el
mente con su pluma las columnas de números, y dice: –Sí, sí, primer Deichgraf de la generación, había plantado en su juven-
maestro, ¡Dios se lo pague! ¡Cuánto sabe contar! –Pero cuando tud un fresno al lado de la puerta; pero tanto aquél como otro
el maestro, alguna vez, no puede o no quiere, y lo tiene que que plantó después se secaron, y éste, que fue el tercero, lo plan-
hacer él mismo, entonces se sienta y escribe y tacha, y su grande tó el día de su boda. Su cada vez más frondosa copa parecía
y atontada cabeza se enrojece y calienta, y los ojos se le salen murmurar, movida por el viento, de aquellos viejos tiempos.
como bolas de cristal, como si por allí escapase su poco entendi- Cuando subía el camino que conducía a la casa, a través de
miento. un huerto de nabos y coles, vio a la hija del dueño, de pie junto
El chico permanecía de pie frente a su padre y le extrañó lo a la puerta, con un brazo caído y con el otro cogida a una de las
que decía; nunca le había oído hablar así. –¡Sí!, válgame Dios – dos anillas de hierro que, empotradas en la pared, había a cada
dijo–, debe de ser tonto; pero su hija Elke, ésa sabe calcular. lado de la puerta para que en ellas arrendasen sus caballos los
El padre le miró con dureza. –¡Hola! ¿Esas tenemos, Hauke? visitantes. La moza parecía dirigir su mirada sobre el dique, al
–gritó–. ¿Qué sabes de Elke Volkerts? mar, por donde, en la tranquila tarde, sumergíase el sol en el
–Nada, padre, lo que el maestro me ha dicho. agua, dorando a la tostada muchachuela con sus últimos rayos.
El viejo no le contestó, sólo, dentro de su boca, cambiaba Hauke aminoró el paso y dijo para sí: –¡No es tan idiota! –y
lentamente la bola de tabaco de un lado a otro. una vez arriba. –Buenas tardes –saludó, y, acercándose a ella, le
–¿Crees tú –dijo después– que podrías ayudar a contar? dijo: –¿Adónde miras con esos ojazos, Elke? –A lo que pasa
–¡Oh, si! Ya lo creo que podría ser –dijo con un temblor de aquí todas la noches, aunque no todas se puede ver –replicó
boca. ella. Dejó caer la anilla de su mano, que sonó al golpear la pa-
El viejo dijo: –No creo, pero por mí, prueba tu suerte. red– ¿Qué quieres, Hauke Haien? –preguntó.
–Gracias, padre –dijo Hauke, y subió a su alcoba de la bu- –Lo que confío no te parecerá mal a ti; tu padre ha despedi-
hardilla. Allí se sentó al borde de la cama y se preguntó por qué do su mozo menor, y pensaba entrar a vuestro servicio.
le habrá gritado su padre a causa de Elke Volkerts. Naturalmen- Elke pasó su mirada por él, de arriba a abajo: –Aún eres algo
te, conocía a la larguirucha chica de dieciocho años, con su alar- blando, Hauke –dijo–, pero a nosotros nos sirven mejor dos bue-
gada y tostada cara, sus cejas oscuras que se juntaban sobre sus nos ojos, que dos fuertes brazos –añadió retándole con la mira-
retadores ojos y su nariz afilada; pero nunca le había dirigido la da, que él sostuvo valientemente–. Así, pues, ven –continuó–;
palabra. Y ahora, cuando fuese a ver al viejo Tede Volkerts, pro- el amo está en casa, entremos.
curaría mirarla con detenimiento. Pensaba ir en aquel momento Al día siguiente, entró Tede Haien con su hijo en la espacio-
para que nadie le pudiese coger el puesto, pues aún no era de sa vivienda del Deichgraf; las paredes de la estancia estaban re-
noche. Se vistió con su chaqueta de domingos y sus mejores vestidas de azulejos que distraían al visitante, pues unos repre-
botas y se encaminó con ánimo resuelto. sentaban un barco con las velas hinchadas, otros un pescador de
La casa alargada del Deichgraf se distinguía a lo lejos por su caña y otros una vaca rumiando ante una casa de labor. Este
situación sobre un pequeño cerro y sobre todo por el árbol más duradero tapiz, se hallaba interrumpido por una enorme cama–

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armario que tenía sus puertas correderas cerradas, y una alacena Mientras tanto, Hauke examinaba los marcos de las venta-
que dejaba ver, a través de sus puertas de cristal, la vajilla de nas, con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada apoya-
porcelana y de plata; al lado de la puerta que conducía a una da en la jamba de la puerta.
habitación reservada a las grandes solemnidades, había también, El Deichgraf levantó los ojos y asintió con la cabeza.
empotrado en la pared, bajo cristal, un reloj holandés de campa- –No, no, Tede, vuestro Hauke no me estortorbará el des-
na. canso de la noche. Ya me contó el maestro que le gusta más
El grueso y apoplético amo de la casa hallábase sentado en tener delante una tabla de calcular que una copa de aguardien-
un sillón de alto respaldo, sobre el que había un cojín de vivos te.
colores, al extremo de una mesa de madera cruda; cruzadas sus Hauke no escuchaba lo que decían, porque Elke había en-
manos sobre el vientre, miraba satisfecho con sus ojos redondos trado en la estancia para retirar de la mesa los restos de la comi-
el caparazón de un grasiento pato. Tenedor y cuchillo descansa- da; cruzaron sus miradas. Entonces, él pensó otra vez: –¡Gran
ban sobre un plato que tenía ante sí. Dios, no tiene aspecto de tonta!
–Buenos días, Deichgraf –dijo Haien. El interpelado movió La chica salió.
lentamente su cabeza fijando en él su mirada. –Vos sabéis, Tede –empezó de nuevo el Deichgraf–, que
–¿Sois vos, Tede? Sentaos; es un buen trecho el que media Dios Nuestro Señor me ha negado un hijo.
de vuestra casa aquí. –Sí, Deichgraf –respondió el otro–, pero no os duela, por-
–Voy, Deichgraf –dijo Tede Haien, sentándose en el banco que, en la tercera generación de la familia, la inteligencia se atro-
que corría a lo largo de la pared, cerca de él–. Habéis tenido un fia; vuestro abuelo –esto lo recordamos todos– era uno que de-
disgusto con vuestro mozo menor y os habéis entendido con mi fendía nuestro país.
chico, para que ocupe su puesto. El Deichgraf, después de meditar un poco,
El Deichgraf asentía: quedóse perplejo e, incorporándose en la butaca, dijo:
–Sí, sí, Tede, pero... ¿qué entendéis por disgusto? A noso- –¿Qué queréis decir con esto, Tede Haien? Porque yo soy la
tros, la gente del Marsch, nos consuela Dios, y tenemos algo con tercera generación.
que quitarnos el disgusto –y cogió el cuchillo con el que acarició –No lo toméis a mal Deichgraf; es lo que se dice –y el flacu-
el caparazón del pato–; era mi ave predilecta, comía en mi mano cho Tede Haien miró al viejo dignatario con ojos maliciosos.
–dijo riendo satisfecho. Pero aquél, sin preocuparse, repuso:
–Yo creí –dijo el viejo Haien, sin poner atención en las últi- –No debéis hacer caso de esas habladurías de viejas, Tede
mas palabras– que el chico os había causado algún perjuicio en Haien; vos no conocéis a mi hija; ella me da a mí tres vueltas.
el establo. –Perjuicio, sí, Tede, bastante; el muy zopenco no ha- Quería deciros que vuestro Hauke, además del trabajo en el cam-
bía dado de beber a los terneros, sino que estaba borracho en el po, podrá aprovechar su tiempo, en mi habitación, con la pluma
pajar, y el ganado, mugiendo de sed toda la noche, no me deja y el lápiz, lo cual no le perjudicará.
dormir. Así no puede prosperar la hacienda. –Sí, Deichgraf, eso sí lo hará, tenéis mucha razón –dijo el
–No, Deichgraf, con mi chico no correréis ese peligro. viejo Haien, y empezó a proponer algunas condiciones ventajo-

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sas en el contrato de trabajo, en las cuales, la noche anterior, no vierno, cuando, después de San Martín, llegaron para su revisión
había pensado su hijo. Y así propuso que, además de las camisas las cuentas del dique.
de hilo, recibiese en otoño ocho pares de medias de lana, como Era una tarde de mayo, pero el tiempo parecía como de no-
suplemento de su salario, y que, en primavera le dejasen ocho viembre; desde dentro de la casa se oían los golpes del mar al
días libres para que trabajase en su casa, y otras cosas por el batir contra el dique.
estilo. Pero el Deichgraf estaba conforme con todo; Hauke Haien –¡Eh, Hauke! –dijo el amo de la casa–; entra: quiero que me
le parecía la persona deseada. demuestres que sabes calcular.
–¡Que Dios te ampare hijo –dijo el viejo después de aban- –Señor, primero tengo que dar de comer al ganado joven.
donar la casa–, si éste te tiene que enseñar el mundo! –¡Elke! ¿Dónde estas, Elke? Dile a Ole que dé de comer al
Pero Hauke respondió tranquilo: ganado: Hauke tiene que hacer cuentas.
–Déjalo, padre, que todo se arreglará. Elke corrió al establo y dio el encargo al mozo que estaba
Hauke tenía razón: el mundo, o lo que para él significaba el guardando los arneses que se habían utilizado utilizado aquel
mundo, se le aclaraba a medida que permanecía más tiempo en día.
la casa, tal vez más cuanto menos era ayudado por una inteli- Ole Peters golpeaba con el látigo el soporte que tenía más
gencia superior y tenía que valerse por sí mismo, como había próximo, como si lo quisiera hacer pedazos. «Que se lleve el de-
hecho siempre. Pero había uno en la casa para el cual no fue monio al maldito escribano», decía.
persona agradable, y éste era el mozo Ole Peters, un hábil traba- Elke oyó sus palabras, antes de haber cerrado la puerta del
jador que no se mordía la lengua. Había sido más de su agrado establo.
aquel mozo anterior, perezoso y tonto, pero forzudo, al que po- –¿Qué? –preguntó el viejo cuando ella entró en la habitación.
día cargarle sobre las espaldas un barril de cebada tranquilamen- –Ya lo arreglará Ole –dijo la hija mordiéndose los labios, y
te y zarandearle a su placer, que el silencioso pero espiritual- se sento frente a Hauke en una silla toscamente tallada, como
mente superior Hauke, al que no se atrevía a mandar como al en aquellos tiempos se fabricaban en casa, durante las noches de
otro, porque tenía una manera muy especial de mirarle. A pesar invierno. Había sacado de un cajón una media blanca con un
de eso, sabría elegirle trabajos no adecuados a su escaso desarollo dibujo de pájaros en rojo, en la cual siguió tejiendo aquellos pá-
físico, y Hauke, cuando Ole Peters le decía: «Debías haber visto jaros, de largas patas, que parecían garzas o cigüeñas.
al gordinflón Niss qué bien lo hacía», entonces, con un esfuerzo Frente a ella, Hauke estaba ensimismado en sus cálculos; el
extraordinario redoblaba sus fuerzas y lo terminaba. Era una Deichgraf descansaba en su poltrona y parpadeaba soñoliento,
suerte para él que Elke, por sí misma por su padre, en la mayor mirando la pluma de Hauke. Sobre la mesa, flameaban, como de
parte de los casos, tratase de evitarlos. Se pregunta uno a veces: costumbre en casa de Deichgraf, dos velas delante de los posti-
¿Qué une entre sí a las personas extrañas? Tal vez porque los gos atornilladas en las vidrieras emplomadas batidas por el vien-
dos habían nacido con aficiones más científicas, la chica no que- to. De cuando en cuando, Hauke levantaba la vista de su trabajo
ría ver agotarse a su camarada con burdos trabajos. y miraba un momento los pájaros de las medias o al fino y tran-
La pugna entre los dos mozos no se dulcificó durante el in- quilo rostro de la muchacha.

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De pronto se oyó un fuerte ronquido procedente de la pol- –Pero, señor –le dijo de nuevo–, puesto que es preciso mo-
trona, y una mirada y una sonrisa se cruzaron entre los jóvenes; lestar a uno o a otro si no lo queréis hacer vos mismo molesta-
después venía una respiración tranquila, que podía aprovechar- réis a quien tiene la obligación de cuidar de eso.
se para hablar de algo, pero Hauke no sabía de qué. –¿Cómo, qué dice el chico? –y el Deichgraf se incorporó por
Cuando, al levantarse de nuevo la labor, mostró los pájaros completo al tiempo que Elke dejó caer su artística media y pres-
en toda su altura, le preguntó él con voz apenas perceptible: tó atención.
–¿Dónde has aprendido eso, Elke? –Sí, señor –continuó Hauke–, ya habéis hecho la revista de
–¿Aprendido el qué? –preguntó a su vez la muchacha. primavera; a pesar de eso, Peters Hansen aún no ha quitado la
–A tejer pájaros –respondió Hauke. mala hierba de su parcela, y así podrán jugar, en el verano, los
–¿Eso? De Trin’ Jans, en el dique; ella sabe muchas cosas: jilgueros alrededor de las flores de los cardos; y al lado (no sé a
hace tiempo estuvo sirviendo en esta casa con mi abuelo. quién le pertenece) hay otra parcela en la parte exterior del di-
–¿Entonces tú no habías nacido? –preguntó Hauke. que, que parece una inclusa, pues los días de buen tiempo se
–Creo que no, pero después ha venido muchas veces a casa. llena de niños pequeños que allí se revuelcan; pero... ¡Dios nos
–¿Le gustan también los pájaros? Yo creía que sólo le gusta- libre de mareas altas!
ban los gatos. Los ojos del viejo Deichgraf se hicieron cada vez más gran-
Elke movió negativamente la cabeza. des.
–También cría patos para venderlos, pero la primavera pa- –Y entonces... –siguió diciendo Hauke.
sada, cuando tú mataste el gato, entraron las ratas en el gallinero –¿Qué más, chico? –preguntó el viejo–. ¿Aún no has termi-
detrás de la casa, y ahora quiere hacer uno delante. nado? –en un tono que expresaba que el chico hablaba de más.
–Entonces, para eso se ha llevado el barro y las piedras de –Sí, señor –continuó–. Vos conocéis la gorda Vollina, la hija
allá arriba; pero se saldrá al camino interior, ¿es que tiene conce- del apoderado Harders, la que siempre va a buscar los caballos
sión? –dijo Hauke haciendo silbar el aire entre sus dientes. de su padre, y, montada con sus redondas pantorrillas sobre la
–No lo sé –replicó Elke; pero dijo tan fuerte la última pala- vieja yegua rojiza, arre que arre, sube de costado por el declive
bra, que el Deichgraf despertó sobresaltado–. ¿Qué concesión? del dique.
–preguntó, y miró furioso de uno a otro–. ¿Qué habláis de con- Hauke notaba ahora que Elke tenía fijos en él sus inteligen-
cesión? tes ojos y movía lentamente la cabeza.
Después que Hauke le explicó el asunto, le golpeó el hom- Guardó silencio, pero un puñetazo del viejo sobre la mesa le
bro riéndose. zumbó en los oídos.
–Bueno, no importa; el camino interior es bastante ancho. –¡Rayos y truenos! –gritó con una voz que asustó por su
Dios tenga misericordia del Deichgraf, si tuviera también que tono a Hauke–; ¡para romper el dique! ¡La gorda ésa! ¡Toma nota!
ocuparse de los gallineros. ¡Para romper el dique, Hauke! Esa mala mujer, el verano pasa-
Hauke lamentó que por su culpa las ratas hubiesen atacado do, me quitó tres patos pequeños; sí, sí, toma nota –cuando vio
a los patos, y admitió la razón. que Hauke titubeaba–, creo que eran cuatro.

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–Pero, padre, ¿no fue la nutria la que se llevó los patos? Cuando, en el otoño siguiente, vino el alcalde y Oberdeich-
–¡Una nutria grande! –siguió soplando el viejo–. ¿No sabré graf, para hacer la inspección, miró al viejo Tede de pies a cabe-
yo distinguir la gorda Vollina de una nutria? No, no, cuatro pa- za, mientras éste le invitaba para el almuerzo.
tos, Hauke... Cuando vino en primavera el señor Oberdeichgraf*, –De veras, Deichgraf, ya me parecía a mí que os habíais
y después de comer en mi casa pasamos los dos en coche delan- quitado la mitad de los años. Me habéis calentado la cabeza con
te de tu mala hierba y de tu inclusa, no vimos nada de eso. Voso- vuestros proyectos; no sé si los podremos terminar todos los
tros dos –dijo moviendo significativamente la cabeza y mirando diques.
a Hauke y a su hija– dad gracias a Dios de que no seáis Deichgraf; –Ya se podrá, ya se podrá, señor Oberdeichgraf –respondió
no tiene uno más que dos ojos y debería mirar con cien. Toma el viejo riendo con satisfacción–. El ganso asado os dará fuer-
las cuentas sobre los trabajos de extensión de paja y repásalos, zas. Gracias a Dios, me encuentro joven y animoso –y mirando a
que los tipos esos son muy chapuceros. su alrededor, no fuera que estuviese Hauke en la habitación,
Se arrellanó de nuevo en su poltrona y moviendo un par de continuó con tranquila satisfacción–; así confío en Dios que aún
veces su pesado cuerpo se entregó a un sueño sin preocupacio- podré cumplir mi obligación un par de años.
nes. Entonces su superior respondió levantándose:
Escenas como ésta se repetían muchas noches, y Hauke, –Para que eso se cumpla, vamos a beber esta copa, querido
que era muy perspicaz, las aprovechaba para poner ante los ojos Deichgraf.
del Deichgraf aquellos hechos perjudiciales o negligencias res- Elke, que había servido el almuerzo, salió silenciosa y son-
pecto al dique. Como no siempre los tenía cerrados, la adminis- riente de la estancia; mientras sonaban las copas, cogió en la coci-
tración cobró nueva vida, y cuando los que hasta entonces, por na una fuente llena de desperdicios y, atravesando el establo, fue a
pereza, habían cometido verdaderos sacrilegios, notaban que dar de comer a las aves en la puerta de fuera. En el establo encon-
inesperadamente les golpeaban los nudillos, se volvían malhu- tró a Hauke Haien, que, con la horquilla, llenaba de heno los pe-
morados y asombrados sin saber de dónde procedía el castigo. sebres de las vacas, ya estabuladas por el mal tiempo. Cuando la
Pero Ole Peters, el mozo mayor, no tardó en extender todo lo vio llegar, metió la horquilla hasta el fondo, diciéndole:
posible la revelación de la procedencia, originando en aquella –¿Qué hay, Elke?
esfera cierto malestar contra Hauke y su padre, al cual también Ella se paró, respondiéndole:
culpaban; pero los otros, los que no habían sido molestados o –Hace un momento que debías haber estado ahí dentro.
tenían interés en que las cosas fuesen bien, se reían y veían con –¿Crees tú? ¿Por qué, Elke?
alegría que el chico hiciese andar al viejo más de prisa. –El señor Oberdeichgraf ha elogiado al amo. –¿Al amo? ¿Qué
–Lástima –decían– que el chico no tenga suficiente tierra me importa a mi eso? –No, no: ha elogiado al Deichgraf.
bajo los pies; sería más adelante un Deichgraf como los de an- El rostro del joven se tiñó de un rojo oscuro.
tes; pero la escasa propiedad del viejo no es suficiente. –Ya sé lo que quieres decir –respondió. –No te sonrojes,
Hauke; verdaderamente, era a tí a quien elogiaba el Oberdeich-
*Jefe de los oficiales de la administración de los diques. graf. La miró con ligera sonrisa. –También a ti, Elke –dijo.

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Ella negó con la cabeza: de acuerdo. A éstos pertenecía Ole Peters, el mozo mayor del
–Cuando ayudaba yo sola, nunca nos elogiaron. Yo sola- Deichgraf.
mente sé hacer cuentas, pero tú ves todo lo de fuera, lo que Al anochecer de la víspera de la fiesta, se había reunido cier-
verdaderamente debía ver el Deichgraf; me has desplazado. to número de lanzadores en una habitación trasera del mesón de
–No he querido hacerlo, y menos a ti –dijo tímidamente la parroquia, para decidir la aceptación de unos que se habían
Hauke. Apartó la cabeza de una vaca. presentado a última hora, entre los cuales estaba también Hauke
–Ven –le dijo–, «Florida», no me comas la horquilla, que te Haien. Primero no quería, a pesar de estar seguro de su brazo,
daré lo que quieras. adiestrado en el lanzamiento, porque temía ser rechazado por
–No creas que a mí me disgusta –dijo la chica después de Ole Peters, quien tenía puesto de honor en el juego: quería evi-
pensar un poco–, eso es cosa de hombres. tar el fracaso. Pero Elke le había hecho cambiar de pensamiento
Hauke le tendió la mano, diciéndole: –¡Chócala! a última hora.
La chica se ruborizó. –No se atreverá, Hauke –le había dicho–; es hijo de un jor-
–¿Por qué? Yo digo siempre la verdad. nalero: tu padre tiene una vaca y un caballo y es el hombre más
Hauke quiso contestarle; pero ella había salido del establo y listo de la aldea.
él se quedó con la horquilla en la mano y solamente oyó cómo –¿Y si, a pesar de todo, lo hace?
fuera graznaban los patos y las gallinas cacareaban a su alrede- Ella le miró con sus oscuros ojos sonriendo levemente.
dor. –Que se lave –dijo–, si piensa bailar esta noche con la hija
Era el mes de enero del tercer año en que Hauke trabajaba de su amo.
en la casa, y se organizaba una fiesta de invierno que llaman Hauke asintió con la cabeza, animándola.
Eisboseln. Una helada persistente había cubierto durante la cal- La gente joven que pensaba tomar parte en el juego per-
ma de los vientos de la costa todas las zanjas que separaban las manecía aún de pie frente al mesón, helándose y golpeando
distintas propiedades con una dura y casi lisa capa de hielo; así fuerte el suelo con los pies, para procurarles algún calor. Con-
es que los cortados trozos de tierra formaban una extensa pista templaban la torre de la iglesia de sillería de granito, situada a
muy a propósito para el juego del lanzamiento de unas pequeñas un costado del mesón. Las palomas del pastor, que en verano
bolas de madera rellenas de plomo con las que se tenía que al- se alimentaban en los trigales de la aldea, volvían ahora de los
canzar la meta. Hacía varios días que soplaba un ligero nordes- graneros y corrales de los campesinos, donde buscaban sus gra-
te. Todo estaba preparado; se había invitado al concurso a los nos, para recogerse bajo las pizarras de la torre, donde tenían
vecinos de la aldea parroquias situada al este del Marsch, que sus nidos. Al oeste, sobre el mar, se encendía una magnífica
habían triunfado el año anterior. De cada bando se habían esco- puesta del sol.
gido nueve lanzadores, así como el árbitro y el jurado para el que –Mañana hará buen tiempo, aunque frío, muy frío –dijo un
se elegían mozos que poseyeran, además de un sano sentido co- joven que se paseaba de un lado a otro.
mún y una alegre charla, gran justicia en sus apreciaciones, para, Ya no volaban las palomas. Llegó otro joven que entró en el
en casos de discusión sobre lanzamientos dudosos, estar pronto mesón y, situándose junto a la puerta, se paró a escuchar una

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viva discusión entablada dentro. En esto se acercó Hauke y le –Creo que es el Deichgraf.
dijo: –Bueno .–dijeron los demás– por nosotros, aceptado.
–Escucha, tú: ahora gritan refiriéndose a ti –le dijo. –¿Y quién es el Deichgraf ? –preguntó de nuevo Ole Hansen–
Se oía la voz chillona de Ole Peters que decía: –Ni mozos ; pero pensadlo bien...
menores ni chicos pueden tomar parte en esto. Entonces empezó uno a sonreírse, después otro y, finalmen-
–Ven –le propuso el otro, tirándole de la manga y procuran- te, todos, en alborotada risa.
do acercarlo a la puerta–. Aquí podrás apreciar el concepto en –Llamadle entonces –continuó–, si no queréis dejar fuera al
que te tienen. Deichgraf. Creo que aún están riéndose, pero la voz de Ole Peters
Pero Hauke se soltó y salió de la casa. no se oyó más –terminó de relatar el chico.
–No nos han dejado fuera para que escuchemos –dijo. Casi simultáneamente se abría con violencia la puerta de la
Frente a la casa se encontraba el tercero de los aspirantes al habitación, y las voces de «¡Hauke!», «¡Hauke Haien!», resona-
concurso. ron en la noche fría.
–Me temo que también a mí me pongas reparos, porque ten- Entonces, Hauke penetró en la casa y ya no oyó más decir
go dieciocho años; confío en que no me pidan la fe de bautismo. quién era el Deichgraf. Lo que germinó en su mente nunca lo
A ti, Hauke, ya te sacará tu mozo mayor. supo nadie.
–Si; fuera, sí –murmuró, y lanzó con el pie una piedra sobre Cuando, más tarde, fue a casa de sus amos, vio a Elke al pie
el camino–; pero no dentro. de la rampa; la luna alumbraba la inmensa pradera cubierta de
La discusión se avivó, pero poco a poco vino después la escarcha.
calma. Los que se hallaban fuera sentían de nuevo el suave nor- –¿Aquí me esperas, Elke? –preguntó.
deste que se rompía contra la torre. El que había estado escu- Ella lo afirmó con la cabeza.
chando se unió a los demás. –¿Qué ha pasado? –dijo–. ¿Se ha atrevido? –¿Hay algo a lo
–¿De quién hablaban? –Preguntó el que dijo tener diecio- que no se atreva? –replicó.
cho años. –Bueno, y ¿entonces?...
–De éste –respondió el otro, señalando a Hauke. –Sí, Elke, me permiten competir.
Ole Peter quería rebajarlo a la categoría de chico; pero to- –Buenas noches, Hauke –Y se alejó rápida por la rampa a su
dos gritaban en contra: casa.
–Su padre tiene ganado y tierras –dijo Jess Hansen. El la siguió despacio.
–Sí, tierras –contestó Ole Peters–; tierras que pueden trans- Sobre la amplia pradera que se extendía al este del lado inte-
portarse en trece carretillas. rior del dique, se veía por la tarde una oscura masa de gente que
Al final, acudió Ole Hensen: tan pronto estaba inmóvil, como avanzaba lentamente, dejando
–¡Callaos! –chilló–. Os quiero dar una lección. Decidme. tras ella las bajas y alargadas casas, después de haber lanzado
¿Quién es la primera persona en la aldea? dos veces una bola de madera sobre el suelo, libre ya de la escar-
Guardaron silencio unos instantes; después, dijo una voz: cha por los rayos del sol. Los jugadores ocupaban el centro, ro-

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deados de sus familiares y amigos, jóvenes y viejos. Los hom- Pero al fin llegó.
bres de más edad vestian largas casacas, fumando lentamente –No gritéis; queréis chapucear el juego; ya me lo figuraba
sus cortas pipas; las mujeres, envueltas en mantones o con cha- yo.
quetas, tiraban de los chicos que conducían de la mano o en los –¡Qué va! Hauke debe volver a tirar; demuestra que tienes
brazos. En las zanjas heladas, que una tras otra quedaban atrás, la boca en su sitio.
a través de las delgadas cañas, el pálido sol de la tarde. El juego –Ya la tengo –dijo Ole, y se acercó al juez contrario, con el
continuaba, a pesar del intenso frío, y todos seguían con la vista que entabló un galimatías, sin emplear las palabras enérgicas y
cada nuevo lanzamiento de la bola, porque de ella dependía, cortantes que tenía por costumbre. A su lado estaba Elke, que le
para toda la aldea, el honor del día. Los jueces de cada bando miró con ojos coléricos; pues no podía hablar, porque las muje-
eran portadores de sendos palos con junta de hierro, blanco el res no tenían voz ni voto en el juego.
juez de abajo y negro el juez de arriba. Donde una bola termina- –Son tonterías –dijo el otro juez–, porque no tienes razón;
ba su curso se clavaba un palo, cuyo acto era acompañado, bien sol, luna y estrellas brillan en el firmamento igual para todos. La
de un silencio de aprobación, o bien de una risotada de burla de tirada torpe, y todas las tiradas torpes valen.
los contrarios, ganando el juego para su bando el que lograba Así estuvieron discutiendo un buen rato, pero el final fue
llegar primero con su bola a la meta. que, a juicio del árbitro podía repetir la tirada.
La concurrencia hablaba poco; sólo cuando se tiraba una –Seguid –gritaron los de arriba, Y su juez sacó el palo negro
bola con gran maestría oíase una exclamación de la gente joven, de la tierra, y el tirador, después de oír vocear su nombre, se
o uno de los viejos retiraba la pipa de su boca y golpeaba el adelantó y lanzó la bola. Ole Peters, para observar la tirada tuvo
hombro del tirador, acompañando la acción con unas cuantas que pasar por delante de Elke Volkers: –¿Por quién dejaste hoy
palabras de elogio, tales como «Tiraste tan bien como Zacarías, tu juicio en casa? –le dijo.
cuando tiró a su mujer por la escotilla». «Así tiraba tu padre, que –Por ti –respondióle–, pues tú también olvidaste el tuyo. –Y
Dios tenga en su gloria.» la miró con dureza, pues toda expresión de broma había desapa-
En su primera tirada, la suerte no favoreció a Hauke, pues, recido de su ancho rostro.
en el momento que alzó el brazo para lanzar la bola, desapareció –Vete, te conozco, Ole Peters –dijo la chica irguiéndose;
una nube que ocultaba el sol y sus rayos casi horizontales le pero él siguió su camino como si no la hubiera oído.
cegaron; resultó corta la tirada, cayendo la bola sobre el hielo de El juego y ambos palos, negro y blanco, siguieron adelante.
una zanja en el quedó clavada. Cuando de nuevo le tocó tirar a Hauke, lanzó su bola tan
–No vale, no vale; otra vez, Hauke –gritaban los de su ban- lejos, que la meta (un gran tonel blanqueado con cal) quedó ya a
do. la vista de la gente. Era hoy un joven fuerte, pues desde su niñez
Pero el juez del otro bando protestó: se había ejercitado a diario en el arte del lanzamiento.
–Vale, que tirada es tirada. –¡Oh, Hauke! –dijo una voz entre la gente–, has tirado como
–¡Ole Peters! –gritaba la juventud de la Marsch–. ¿Dónde el propio arcángel San Miguel.
está Ole? ¿Dónde demonio se ha metido? Una mujer vieja con roscos y aguardiente se apretujó para

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salir de entre la gente a su encuentro; luego cogió una copa, la estridente voz Ole Peters, cerca de sus oídos–. ¿Quieres que te
llenó y se la ofreció: lo cambiemos por un puchero gris?
–Ven –dijo–, vamos a hacer las paces. Hoy lo has hecho Hauke se volvió, mirándolo con fijeza:
mejor que cuando me mataste el gato. –La miró y reconoció a –Yo tiro por la Marsch –dijo–. ¿A dónde perteneces tú?
Trin’ Jans–. Te lo agradezco, vieja –dijo–, pero no bebo. –Metió –Creo que también al mismo grupo: tú me parece que tiras
la mano en el bolsillo y deslizó en la de la vieja una moneda de por Elke Volkers.
un marco recién acuñado–. Toma esto y bébete tú la copa, Trin’, –¡Apartarse! –gritó Hauke, y se puso de nuevo en postura;
y así quedan hechas las paces. pero Ole acercó aún más su cabeza, echándose casi sobre él.
–Tienes razón, Hauke –dijo, siguiendo su indicación–, tie- De pronto, antes de que Hauke pudiera apartarlo por sí mis-
nes razón; es lo mejor para mo, una mano cogió al importuno y echó atrás haciéndole tam-
una vieja como yo. balearse contra sus divertidos camaradas. No habla sido ningu-
–¿Cómo te va con tus patos? –le gritó cuando ya se alejaba na mano fuerte quien lo hizo, pues cuando Hauke volvió de pa-
con su resta. Pero ella agitó sus manos en el aire haciendo vagas sada su cabeza vio a su lado a Elke Volkers arreglando su man-
señas, sin volver la cabeza: ga, con ceñudos ojos y rostro enrojecido.
–Nada, nada, Hauke; hay demasiadas ratas en vuestras zan- Hauke se inclinó, sintió invadido su brazo por una acerada
jas; Dios me consuele. Debe una ganarse la vida de otra manera fuerza, balanceó un par de veces la bola en su mano, echó el brazo
–y desapareció de nuevo entre la gente ofreciendo sus roscos y atrás y la lanzó. Un silencio sepulcral se hizo en ambos bandos;
su aguardiente. todos los ojos siguieron la bola que volaba; se oía su silbido cor-
Por fin se puso el sol por detrás del dique, brillaba en su tando el aire; lejos ya del punto en que fue lanzada, la tapó con sus
lugar un fulgor rojo violeta; de tiempo en tiempo, pasaban vo- alas plateadas una gaviota que gritando venía del dique; a la vez
lando negros grajos, que, en algunos momentos, Parecían dora- que se oyó a lo lejos un golpe contra el tonel. «Hurra por Hauke –
dos: se hacía de noche. Por la pradera seguía avanzando la mul- gritaban la gente de la Marsch–. ¡Hauke Haien ha ganado el jue-
titud, alejándose cada vez más de las ya oscuras casas y aproxi- go!», corría de boca en boca por la alborotada multitud.
mándose al tonel: con una tira suficientemente fuerte se podía Pero éste, cuando todo el mundo se apretujaba a su alrede-
alcanzar. Le tocaba a la gente de la Marsch, y debía tirar Hauke. dor, solamente cogió una mano que tenía a su lado, y cuando le
El encalado tonel se destacaba por su blancura entre la som- preguntaron: «¿Qué haces aquí, Hauke?, la bola está en el to-
bra de la noche, que ahora se extendía sobre el dique y la llanura. nel», sólo movió la cabeza, sin cambiar de sitio. Únicamente
–Éste –refiriéndose al tonel– nos lo dejaréis esta vez para después de sentir que la pequeña mano apretaba la suya, dijo:
nosotros dijo uno del bando negro– porque os llevamos diez –Debéis de tener razón; yo también creo que he ganado.
pies de ventaja. Después, la multitud, que retornaba en tropel, separó a Elke
La enjuta figura de Hauke salió de entre la gente: llevando de Hauke, quienes se vieron arrastrados entre la humana co-
la bola en su mano colgante, sus ojos grises miraron el tonel. rriente por el camino que, subiendo por la casa del Deichgraf,
–¿Es que te parece demasiado grande el pájaro? –dijo con conducía al mesón. Cuando llegaron a la proximidad de la casa,

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pudieron escaparse ambos de las apreturas y, mientras Elke pe- clarinetes: había terminado aquella danza; pero al momento co-
netraba en su vivienda, Hauke se quedó mirando, desde la puer- menzó otra. Hauke se preguntó si Elke cumpliría su palabra o
ta del establo, cómo la oscura muchedumbre se dirigía lenta- pasaría ante él bailando con Ole Peters. Casi lanzó un grito al
mente hacia el mesón, donde se había preparado una sala para el pensarlo. ¿Qué haría entonces? Pero, al parecer, no bailaba este
baile. Poco a poco se extendió la oscuridad sobre la extensa re- baile. Por fin, terminó éste también, y, con estrépito, empezó la
gión, a la vez que un gran silencio. Sólo a sus espaldas sentía música un paso doble muy de moda; los mozos corrían en busca
moverse el ganado dentro del establo. Le pareció percibir las de sus parejas y las luces de las paredes temblaban. Hauke estiró
agudas notas de los clarinetes, que venían del mesón, y el roce el cuello para reconocer a los que bailaban. El de la tercera pare-
de un vestido y los pequeños pero firmes pasos de una persona ja era Ole Peters, ¿pero quién era su compañera? Un fornido
que bajaba por el sendero: vio en la sombra una figura y recono- mozo de la Marsch le impedía verle la cara. El baile seguía y Ole,
ció a Elke, que se dirigía al baile. La sangre se le subió a la cabe- con su pareja, dio la vuelta: «Vollina, Vollina Harders», dijo Hauke
za. ¿No debo correr tras ella y acompañarla? Pero Hauke no era casi en voz alta, y suspiró como si se aliviara de un peso. ¿Pero
un héroe con las mujeres. Preocupado con esta duda se detuvo, dónde estaba Elke? ¿No tenía pareja o los había rechazado a
hasta que la perdió de vista en la oscuridad. todos, por no querer bailar con Ole? De nuevo tocó la música
Después, cuando hubo pasado el peligro de encontrarse con otro baile; tampoco vio a Elke... Pasó Ole con la gorda Vollina
ella, se fue por el mismo camino hacia el mesón hasta llegar aún entre sus brazos. «Bueno, bueno –se dijo Hauke–; pronto
junto a la iglesia. Hasta allí llegaba un ruido ensordecedor pro- quedará arrinconado con sus tierras Jess Harders. ¿Dónde esta-
ducido por diversos motivos: de un lado, la gente que, ante la ría Elke?».
casa, comentaba o discutía en voz alta; de otro, el que causaban Abandonó la puerta y penetró en la sala. Allí la encontró
con los pies, al penetrar en tropel por el pasillo, unido a las notas sentada en cornpañía de una amiga de más edad.
vibrantes de clarinetes y violines. Sin llamar la atención, entró –Hauke –dijo ella al verlo–, ¿estabas aquí?
en la Sala de los Gremios, tan llena de gente, dadas sus reduci- No te he visto bailar.
das dimensiones, que no se podía dar un paso. Silencioso, per- –No, he bailado–, respondió.
maneció junto a la puerta y miró el bullicioso hervidero, pare- –¿ Por qué no, Hauke? ¿Quieres bailar conmigo? –dijo, ha-
ciéndole locas todas aquellas personas. No tenía que preocupar- ciendo ademán de levantarse–. He rechazado a Ole Peters y no
se de que alguien se acordase de la lucha de la tarde, ni de quién volverá.
había ganado el juego hacía una hora. Cada cual miraba a su Pero él siguió inmóvil.
pareja y giraba con ella. Sus ojos buscaban solamente a una. Sí, –Gracias, Elke –dijo–, no sé podrían reírse de ti, y enton-
allí estaba bailando con su primo, el joven apoderado del dique. ces...
Pero no volvió a verla; únicamente a otras chicas de la Marsch y Guardó silencio y la miró cariñosamente con sus ojos grises,
de la Geest* que no le importaban. Cesaron de tocar violines y como si les quisiera encargar que dijeran ellos lo que él silenciaba.
–¿Qué quieres decir, Hauke? –le preguntó con voz
*Marsch y Geest, marismas y arenales en la región del Mar del Norte. inperceptible.

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–Quiero decir, Elke, que no puedo ser más feliz en el día de pués, latiéndole el corazón, como si se tratase de un acto solem-
hoy, que lo que ya he sido. ne, lo metió en el bolsillo de su chaleco. Allí lo llevaba desde
–Sí, sí –dijo ella–, has ganado el juego. –¡Elke!, ¿no recuer- aquel día, con intranquilidad, pero con orgullo, como si aquel
das nada más? Ella se ruborizó. bolsillo estuviera destinado solamente para llevar dentro un ani-
–Vete –dijo–, ¿qué quieres? –Y bajó la vista. llo.
Pero cuando un mozo se llevó a la amiga para bailar y que- Así lo llevó más de un año; aún tuvo que trasladarlo al bol-
daron solos, Hauke le dijo: –Creí, Elke, que había ganado algo sillo de otro chaleco nuevo pues la ocasión de su liberación no
mejor que el juego. se quería presentar. Había tenido el propósito de presentarse re-
Aún miraron un momento sus ojos al suelo; después los le- sueltamente ante su amo. Su padre también era oriundo de este
vantó con lentitud, y una mirada llena de cariño buscó la suya, país. Pero cuando lo pensaba más tranquilo, se daba cuenta de
produciendo en su cuerpo un calor como de verano. que el Deichgraf se reiría de él. Y así vivían, él y la hija del
–Haz lo que te mande tu corazón –dijo ella–; debíamos co- Deichgraf, uno al lado del otro; ella también con el silencio pro-
nocernos. pio de una muchacha, pero los dos como si fueran siempre cogi-
Elke ya no bailó aquella noche, y cuando se fueron a casa dos de la mano.
los dos, iban cogidos de la mano. En el cielo brillaban las estre- Un año después de aquel día de invierno, Ole Peters dejó
llas sobre la silenciosa Marsch–. Un fino viento este soplaba tra- sus servicios en casa del Deichgraf, y se casó con Vollina Harders.
yendo fuerte frío. Los dos iban sin muchas prendas de abrigo, Hauke había tenido razón. Al viejo lo arrinconaron y en lugar de
como si de pronto hubiera llegado la primavera. su gorda hija, montaba el alegre yerno la amarillenta yegua y
Hauke pensó en una cosa que aún era prematura, pero con subía con ella sobre el declive del dique, Hauke ascendió a mozo
la que se proporcionarla una honda satisfacción, para lo cual mayor y su puesto lo ocupó otro más joven. Al principio, el
fue, el siguiente domingo, a la ciudad, a casa del viejo joyero Deichgraf no quería el cambio. –Estás mejor de mozo menor –
Andersen, y encargó un macizo anillo de oro. gruñía–, te necesito para mis libros.
–Mostrad el dedo para medir –dijo el viejo tomándole el Pero Elke le reprochó:
anular–. ¡Pues no es tan grueso como lo suelen tener la gente de –Entonces, Hauke también se marchará.
vuestra clase! El viejo sintió temor y lo dejó de mozo mayor, ayudando, no
Pero Hauke dijo: obstante, al Deichgraf como antes.
–Medid mejor el meñique –y se lo presentó. Después de pasado otro año, Hauke le habló a Elke de que
El joyero lo miró asombrado, aunque sin darle importancia su padre, Tede Haien: se hacía demasiado viejo para ocuparse
a la ocurrencia del joven mozo. de su campo, y, como se cansaba demasiado, él no podía consen-
–Entonces, podremos encontrar alguno entre los de las chi- tirlo más tiempo; los pocos días que le concedía el amo, no le
cas –dijo, y a Hauke se le agolpó la sangre en ambas mejillas. eran suficientes para ayudarle durante el verano. Una tarde en
El pequeño anillo ajustó a su delgado dedo. 61 que los dos estaban bajo el gran fresno, delante de la puerta de la
Lo tomó precipítado, pasándolo con su reluciente plata; des- casa, mirando en silencio la copa del árbol, habló ella.

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–Yo también te lo quería decir, Hauke; debes seguir el cami- casa. Dos meses después, falleció Tede Haien; pero, antes de
no más indicado. morir, llamó a su hijo junto a su lecho.
–Tendré que marcharme de vuestra casa, y no podré volver –Siéntate a mi lado, hijo –dijo el viejo con voz apagada–;
–dijo él. así, cerca de mí, no tengas miedo: es el Ángel del Señor el que
Guardaron silencio un rato, mirando el rojo crepúsculo, que está conmigo, que ha venido a llamarme.
se extendía por el dique y el lejano mar. El hijo, conmovido, se sentó cerca de la oscura cama:
–Quisiera que sepas –dijo ella– que esta mañana estuve –Hablad, padre, lo que aún me tengáis que decir.
en casa de tu padre; lo encontré dormido en la poltrona, con –Sí, hijo mío, aún me resta decirte algo –y extendió sus ma-
el tiralíneas en la mano y sobre la mesa el tablero de dibujo nos sobre la colcha de la cama–. Cuando tú, siendo casi niño,
con uno empezado; cuando despertó, conversó trabajosamente entraste al servicio del Deichgraf, me pasó por la cabeza que,
conmigo un cuarto de hora y, al irme a marchar, me retuvo, más adelante..., tú pudieras serlo también. Tú me contagiaste la
miedoso, de la mano, como si presintiese que fuera la última idea, y yo iba comprendiendo poco a poco que tú serías el hom-
vez pero... bre a propósito. Pero como tu herencia para semejante puesto
–¿Pero qué, Elke? –Preguntó Hauke al ver que no se atrevía era demasiado pequeña... he vivido durante el tiempo de tu ser-
a continuar. vicio con grandes privaciones, porque quería aumentar tu fortu-
Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. na.
–Pensaba en mi padre –dijo–. Créeme, sentiría mucho tener Hauke asió con vehemencia las manos de su padre; el viejo
que prescindir de ti. –Y como si necesitase tomar aliento para intentó incorporarse para mirarle.
decirlo, continuó–: Muchas veces me parece que él también está –Sí, sí, hijo mío –dijo–; ahí, en el cajón de arriba del arca
preparando su fúnebre viaje. está el documento. Tú sabes que la vieja Antje Wohlers tiene
Hauke no contestó. Le pareció como si de pronto se movie- unos terrenos; pero, como está paralítica, con la renta sola no
se el anillo en su bolsillo, pero antes que pudiera influirle esta tenía bastante para pasar San Martín le daba a la pobre mujer
involuntaria manifestación de vida, Elke continuó. cierta suma y a veces más, si lo tenía, y ella me traspasó sus
–¡No te enfades, Hauke! Creo que aun así no nos dejarás. terrenos con toda legalidad. También ella se está muriendo del
Entonces él cogió afanoso la mano que ella le abandonó, mal de nuestra Marsch: el cáncer la atacó, así es que no tendrás
permaneciendo aún los dos jóvenes en la oscuridad que aumen- ya nada que pagar.
taba, hasta que separaron sus manos y cada cual marchó por su Cerró los ojos un rato; aún dijo:
lado. Una ráfaga movió las hojas del fresno y sacudió los posti- –No es mucho, pero es más de lo que tú hubieras tenido.
gos de las ventanas; lentamente se hizo de noche y el silencio Que te sirva para tu vida en esta tierra.
reinó en la inmensa llanura. Escuchando las palabras de agradecimiento de su hijo, se
Gracias a la intervención de Elke, el viejo Deichgraf permi- durmió el viejo. Ya no tenía nada que le preocupara. Unos días
tió marchar a Hauke, a pesar de no haber avisado con tiempo su después, el Ángel del Señor le cerró los ojos para siempre, Y
propósito de abandonarle; y ahora había dos nuevos mozos en la Hauke se hizo cargo de su herencia paterna.

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Al día siguiente del entierro, entró Elke en su casa. guos amigos. Ven y acércate más –y cuando Hauke estuvo de-
–Gracias, Elke, por acordarte de mí –le dijo Hauke al salu- lante de su sillón, tomó una mano del mozo entre sus manos
darla. redondas–. Bueno, bueno, hijo mío –le consoló–, tranquilízate;
Pero ella contestó: todos tenemos que morir; tu padre no era de los peores. ¡Pero,
–No es que te recuerde; es que vengo a que puedas vivir en Elke! ocúpate de que traigan el asado a la mesa, ¡tenemos que
tu casa arreglada. Tu padre no se podía ocupar mucho de esto, tomar fuerzas! Hay mucho trabajo para nosotros, Hauke. La re-
por tener bastante con sus números y planos; además la muerte vista de otoño está próxima. Hay cuentas del dinero y de la es-
también trae desorden. Quisiera hacerte tu vivienda un poco clusa a montones altas como casas; los destrozos del otro día en
más agradable. el dique, al lado del Westerkoog... No sé dónde tengo la cabeza;
La miró con sus ojos grises, lleno de confianza. la tuya, gracias a Dios, es más joven que la mía; Hauke, eres un
–Sí, pon las cosas en orden, que a mí también me parece buen chico.
mejor. Después de este largo discurso, con el que descubrió todo lo
Entonces ella empezó a hacer algunos arreglos: limpió el que tenía en el corazón, se acomodó bien en su poltrona y, gui-
tablero de dibujo, que aún andaba por el medio, lleno de polvo, y sando un ojo, miró ansioso a la puerta, por la que entraba Elke
lo llevó a la buhardilla, guardó cuidadosamente, en el arca, tira- con la fuente de asado en la mano. Hauke estaba a su lado, son-
líneas, lápices y tiza– Después llamó a la joven criada, para que riente.
le ayudase a poner los enseres de la habitación en otra disposi- –Ahora, siéntate –dijo el Deichgraf–, para que no perdamos
ción mejor, de modo que apareciese más amplia y más clara. el tiempo en vano; frío no está bueno.
Sonriéndose, dijo: «Esto sólo lo sabemos hacer las mujeres», y Hauke se sentó. Parecíale natural ayudarle en el trabajo al
Hauke, a pesar de su tristeza por la muerte de su padre, miraba padre de Elke y cuando pasaron la revista de otoño y un par de
on ojos llenos de felicidad cómo se afanaba ella, y la ayudaba meses más, la mayor parte del trabajo la había realizado él.
alguna que otra vez. El narrador se detuvo y miró a su alrededor. Se oyó el gritar
Cuando al anochecer (era al principio de septiembre) todo de una gaviota por la ventana y fuera sonó un ruido semejante al
estuvo arreglado como ella quería, le cogió la mano, mirándole que produjera alguien al quitarse contra el suelo el barro de sus
con sus hermosos ojos: pesadas botas.
–Ahora ven –le dijo– y cena con nosotros; he tenido que El Deichgraf y sus apoderados miraron hacia la puerta vol-
prometer a mi padre llevarte conmigo. Luego, cuando vuelvas, viendo la cabeza.
podrás entrar tranquilamente en tu casa. –¿Qué pasa? –gritó el primero.
Cuando penetraron en la espaciosa vivienda del Deichgraf, Un hombre grueso, con un sombrero marinero de cuero, ha-
donde, cerrados los postigos de las ventanas, flameaban dos ve- bía entrado:
las sobre la mesa, quiso levantarse éste, pero dejó caer de nuevo –Señor –dijo– lo hemos visto los dos, Hans Nickels y yo: el
su pesado cuerpo en la poltrona, a su antiguo mozo: jinete del caballo blanco se tiró por la rotura del dique.
–Bien, muy bien está, Hauke, que vengas a buscar tus anti- –¿Dónde lo habéis visto? –pregunto el Deichgraf

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–Únicamente en el sitio donde está la tierra de Jansen, don- –¿Cree usted? –dijo mirándome, después de acomodarse bien
de empieza el Hauke Haienkoog. en su sillón–. ¿Dónde quedamos? ¡Sí, sí... ya sé! Pues...
–¿Lo habéis visto una sola vez? Hauke se posesionó de su herencia, y como la vieja Antje
–Sólo una vez, como una sombra; pero esto no quiere decir Wohlrs también había sucumbido a su enfermedad, engrandeció
que fuese la primera aparición. con las fincas de ésta su patrimonio.
El Deichgraf se había levantado. Pero desde la muerte, o, mejor dicho, desde las últimas pala-
–Dispénseme usted –dijo dirigiéndose a mí–, tenemos que bras de su padre, maduraron en él lo que tenía en germen dentro
mirar ahí fuera a dónde se quiere dirigir la desgracia. de sí, desde niño. Más de una vez había pensado que sería la
Salió con el mensajero por la puerta, siguiéndole todos los persona que necesitaban para un futuro Deichgraf. Así era. Su
demás allí reunidos. padre lo había previsto; fue el hombre más listo de la aldea, y si
Me quedé solo con el maestro en la amplia y vacía habita- en sus últimos momentos se lo comunicó a su hijo, lo hizo para
ción y, a través de las ventanas desmanteladas, que hasta ahora añadir una última manda a su herencia. La finca de Antje Wohlers
habían tapado con sus espaldas los circunstantes, se vio la leja- sería el primer peldaño para subir a esta altura. Un Deichgraf
nía y cómo empujaba el huracán las negras nubes sobre el firma- necesitaba poseer muchas tierras. Pero si su padre había sufrido
mento. privaciones durante años para que él fuese propietario de estas
Seguía sentado en su sitio, con una sonrisa de superioridad nuevas tierras, él sabría también pasarlas, y aun podría hacer
en los labios, casi compasiva. más. La energía de su padre estaba agotada, pero él podía hacer
–Esto se ha quedado demasiado vacío –dijo–. ¿Me permite durante muchos años los trabajos más pesados, con el fin de
usted que le invite a venir a mi habitación? Vivo aquí, en la casa, ponerse en condiciones por este lado, pues por el de las amista-
y, puede creerme, conozco las tempestades de la comarca; no des no esperaba nada, debido a que, por la recta administración
tenemos nada que temer. que había llevado con su antiguo amo, no tenía grandes simpa-
Acepté, dándole las gracias, pues empezaba a tener frío, y, tías en el pueblo. Además, su contrario Ole Peters había tenido
llevándonos una vela, subimos la estrecha escalera, que nos con- recientemente una herencia y poco a poco se hacía un hombre
dujo a una buhardilla orientada al oeste, pero cuyas ventanas rico. Una serie de rostros pasaron mentalmente ante sus ojos y
estaban tapadas por gruesos tapices. En un armario vi una pe- todos le miraron con malignidad. Entonces sintió odio contra
queña biblioteca entre los retratos de dos viejos profesores. De- aquella gente; extendió sus brazos como para aprisionarlos, ra-
lante de una mesa, un gran sillón. bioso porque le querían quitar el puesto que sólo él era el llama-
Acomódese –dijo el amable maestro, y puso unos trozos de do a ocupar. Estos pensamientos no le abandonaban, y siempre
turba, en una pequeña estufa, que estaba coronada por una tete- volvían de nuevo, y así anidaron en su corazón, a la vez que el
ra de hojalata–. Dentro de un ratito, tan pronto como borbotee, amor y la honradez, el orgullo y el odio. Pero estos dos últimos
tomaremos una copita de grog; esto nos despabilará. los llevaba tan dentro de sí, que ni siquiera Elke podía sospe-
–No me hace falta –dije–; no me duermo acompañando a charlo.
Hauke por la senda de su vida. Al llegar el nuevo año, se celebró una boda: la novia era una

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parienta de los Haien, y Hauke y Elke fueron invitados. Casual- cientes como dos ascuas, a traves de los finos encajes de su go-
mente, por ausencia de uno de parentesco más próximo, tuvie- rrito recamado en oro. El creciente bullicio de los comensales
ron sus puestos juntos en la mesa. La alegría de ambos se mani- no le permitía entender nada de lo que hablaba los dos; tampoco
festó con una sonrisa. Pero Elke estaba silenciosa, sin tomar quiso llamar otra vez la atención de su vecino, por no estorbar
parte en las conversaciones ni el chocar de copas. –¿Te pasa futuros matrimonios (pues de esto parecía que se trataba), si-
algo? –preguntó Hauke. quiera fuese por no malograr la probable ganancia de su marido.
–¡Oh!, nada; siento sólo que hay aquí demasiada gente. El presentimiento de Elke se había realizado. Una mañana
–Parece que estás triste. después de Pascua de Resurrección , encontraron muerto en su
Ella movió la cabeza, y no siguieron hablando. cama al Dichgraf Tede Volkerts. Los rasgos de su rostro denota-
Entonces él sintió como celos y le cogió la mano por debajo ban que su fin había sido tranquilo. En los últimos años no ape-
del mantel que colgaba. Pero ella, que no vacilaba, aprisionó la tecía el asado, ni siquiera de pato, su plato predilecto. También
suya, llena de confianza. ¿Se sentía abandonada teniendo a su se quejaba con frecuencia de estar harto de la vida.
lado a su padre cada día más postrado? Hauke no se hizo esta Se le hizo un gran entierro en la aldea. Arriba, en la Geest, en
pregunta, pero contuvo la respiración al sacar de un bolsillo el el cementerio de la iglesia una sepultura rodeada de una verja de
anillo de oro. hierro forjado; contra un sauce llorón, se apoyaba una imagen de
–¿Te lo dejarás puesto? –preguntó temblando mientras se la la muerte, con sus prominentes mandíbulas fuertemente apreta-
ponía en el anular de su fina mano. das; al pie, en grandes caracteres, decía en dialecto bajo alemán:
Frente a ellos estaba la esposa del Pastor. Soltó de pronto su «Ésta es la Muerte, que todo lo devora. No respeta ni al
tenedor sobre la mesa y, dirigiéndose a su vecino, le dijo: Arte ni a la Ciencia. El hombre sabio también ha perecido. Dios
–¡Dios mío, esa chica está blanca como una muerta! le dé una resurrección».
Pero de nuevo afluyó la sangre a su rostro y enrojeció. Era la tumba del Deichgraf anterior el Volkerts Tedsen: ahora
–¿Puedes esperar, Hauke? –preguntó con voz baja. habían abierto una nueva fosa donde enterrarían al recientemente
El joven frisio pensó unos momentos. –¿A qué? –dijo luego. fallecido, Tede Volkerts. Se acercaba la fúnebre comitiva; ve-
–Ya lo sabes, creo que no te lo tengo que explicar. nían de abajo, de la March, muchos coches de todas las aldeas
–Tienes razón, Elke –dijo él–, puedo esperar siempre que que tenían parroquia. El primero, tirado por los dos negros caba-
no sea un plazo demasiado largo. llos de la cuadra del Deichgraf, llevaba el pesado ataúd; subían,
–¡Oh, Dios mío!, temo que sea pronto; ¡no hables así, Hauke!; por el camino que llevaba a la Geest, con las colas y crines flotan-
hablas de la muerte de mi padre. –Puso la mano sobre su pecho– tes en el cortante viento de la primavera. El cementerio estaba
. Hasta entonces –continuó– llevaré aquí el anillo de oro; no repleto de gente. Ante la puerta de piedra, se apiñaban los chi-
temas, no te lo devolveré mientras viva. cos, con otros más pequeños en sus brazos; todos querían pre-
Sonrieron; sus manos se apretaron tan fuerte que en otra senciar el sepelio.
ocasión la chica hubiera lanzado un grito. En casa había quedado Elke preparando la comida: se ha-
La esposa del Pastor miraba sin cesar los ojos de Elke, relu- bían dispuesto en las dos estancias principales las mesas, con

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vinos añejos, para el Oberdeichgraf, que también había venido, su padre, en su juventud, en un concurso hípico. La sacó y la
y para el Pastor. Una vez lo tuvo todo arreglado, fue al establo, colocó en puesto reservado al Oberdeichgraf. Asomóse después,
donde no encontró a nadie pues los dos mozos conducían sus a la ventana, pues se oían subir los coches cuesta arriba. Uno
coches en el entierro. Salió por la puerta y, mientras el viento tras otro se detuvieron ante la casa y los invitados descendieron
agitaba su traje de luto, vio cómo subían los últimos coches el animados, de sus asientos. Frotándose las manos y conversando,
camino arenoso de la iglesia. Poco después, a un gran rumor, penetraron en la vivienda, no tardando en sentarse a la mesa de
siguió un profundo y muy emocionante silencio. ceremonia, sobre la que humeaban los bien condimentados man-
Elke cruzó las manos sobre su pecho; ahora deberían bajar jares. En la mesa del Pesel* estaban el Oberdeichgraf y el Pas-
el ataúd a la fosa. «¡Y en polvo te convertirás!» Sin darse cuenta, tor, en tan animada y ruidosa conversación, que parecía como si
pronunció estas palabra,como si las hubiera escuchado desde la muerte jamás hubiese extendido allá su terrible silencio. Muda,
allí arriba. Se llenaron sus ojos de lágrimas, sus manos cruzadas repasando con la vista, a los, invitados, iba Elke de mesa en
bajaron hasta el regazo. «¡Padre nuestro, que estás en el cielo!», mesa, cuidando que no faltara nada en aquel banquete mortuono.
oraba con fervor. Hauke también estaba, en la habitación inmediata, sentado con
Termino la oración y aún perrnaneció mucho tiempo inmó- Ole Peters y otros pequeños propietarios.
vil, ella, la dueña actual de esta propiedad tan grande de la Marsch. Una vez terminada la comida, sacaron de un mueble las blan-
Ideas de muerte y de vida entablaron una viva lucha en su men- cas pipas de barro, que se encendieron mientras Elke se ocupa-
te. ba de servir a los invitados las consabidas tazas de café, pues en
Un lejano rodar de coches la volvió a la realidad. Abrió los un día como aquel no se prescindía de este detalle. En la estan-
ojos y pudo, ver cómo bajaban de la Geets, en rápida carrera o un cia, junto al pupitre del difunto, estaba de pie el Oberdeichgraf
coche tras otro, en dirección a su finca. Se irguió, miró una vez conversando con el Pastor y el canoso apoderado del dique Jewe
más a lo lejos y se fue por el establo, como había venido, a las Manners.
habitaciones solemnemente ornamentadas,aún permanecían –Bueno, señores – dijo el primero–, hemos enterrado con
vacías; a través de las paredes, llegaba el rumor de las mucha- todos los honores al viejo Deichgraf; ¿pero de dónde sacamos al
chas en la cocina. Las mesas perrnanecían solitarias; el espejo, nuevo? Creo, Manners, que tendréis que aceptar este honor.
entre las dos ventanas, estaba cubierto con blancos paños, lo El viejo Manners se quitó sonriente de su blanca cabeza el
mismo que los tiradores de metal: nada relucía en las habitacio- gorrito de terciopelo negro que la cubría.
nes. Elke vio que las puertas de la cama donde su padre durmió –Señor Oberdeichgraf –dijo–, el juego sería demasiado cor-
el último sueño estaban abiertas, y las cerró corriéndolas, sin to: cuando eligieron Deichgraf al difunto Tede Volkerts, me
poder evitar leer el proverbio que tenían escrito con letras dora- nombraron apoderado y lo soy hace ya cuarenta años.
das, entre claveles y rosas, pintado del tiempo de su abuelo. «Si –Esto no es ningun inconveniente, Manners; como cono-
has hecho tu tarea en regla, el sueño viene por sí solo». Dirigió céis bien el asunto, no tendréis dificultades.
una mirada a la alacena, que estaba casi vacía, pero, a través de
sus puertas cristaleras, vio la copa de cristal tallado que ganara *Pesel. Sala de visitas de las casas campesinas del norte.

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Pero el viejo movía la cabeza. –Hablad, joven Elke –respondióle–; cuando la sabiduría sale
–No, no, déjeme su merced en mi puesto, y aún podré seguir de los labios juveniles de una muchacha, siempre se escucha
un par de años. con gusto. –Perdone vuestra merced; no es sabiduría, sólo quie-
El Pastor fue en su socorro: ro decir la verdad.
–¿Por qué no nombráis al que verdaderamente llevaba el –También ésta hay que escucharla, joven Elke.
cargo en los últimos tiempos? La chica miró a todas partes para asegurarse de que no había
El Oberdeichgraf lo miró: ningún oyente inoportuno a su alrededor.
–No comprendo, señor Pastor. –Su merced –empezó (y su pecho se levantaba con movi-
Pero éste señaló a Hauke, que, seria y pausadamente, pare- mientos más acelerados)– recordará que mi padrino Jewe Manners
cía explicar algo a dos hombres de más edad. os ha dicho que Hauke Haien no posee más que veinte Demath:
–Ahí está –dijo–ese frisio largo; con sus grises e inteligentes eso es cierto en este momento; pero, cuando deba ser, conside-
ojos, su nariz afilada y su cráneo abovedado, ha sido el mozo del rará como suyos todos los Demath que tiene la hacienda de mi
viejo; ahora vive en su pequeña propiedad; tal vez sea demasia- padre, ahora mia, y, para un Deichgraf, todo junto debe de ser
do joven. bastante.
–Parece tener unos treinta años –dijo el Oberdeichgraf, exa- El viejo Manners adelantó la cabeza, para ver bien a quién
minando al que así le presentaban. hablaba así.
–Apenas tiene veinticuatro –añadió el apoderado Manners– –¿Qué es eso? –dijo–. ¿Qué hablas, niña? Pero Elke sacó de
; pero el Pastor tiene razón; todo lo bueno que se propuso con el su corpiño el reluciente anillo de oro, colgado de una cinta ne-
dique y las esclusas y otras cosas más, obra suya fue; el viejo, gra.
poco valía últimamente. –Estoy prometida –dijo–; aquí está el anillo: Hauke Haien
–Así, pues –preguntó el Oberdeichgraf–, ¿opináis que sería es mi novio.
el hombre a propósito para ocupar el puesto de su antiguo amo? –¿Y desde cuándo? Permíteme que te lo pregunte, pues te
–Sería el hombre –respondió Jewe Manners–; pero le falta saqué de pila. ¿Cuándo pasó eso?
«tierra bajo los pies», como dicen aquí: su padre tenía unos quin- –Hace ya tiempo, ya era yo mayor de edad; pero como mi
ce él tendrá unos veinte Demath*; pero con esto nadie ha llega- padre empezó a enfermar, y yo le conocía bien, no quise intran-
do a ser Deichgraf. quilizarse. Ahora que está con Dios, comprenderá que su hija
El Pastor se disponía a replicar, con ánimo de discutir, cuan- estará bien amparada por este hombre. Hubiera querido callar
do se acercó Elke Volkerts, que permanecía desde hacía un rato durante el año de luto, pero, por Hauke a causa de lo que decían
en la estancia. de las tierras, he considerado un deber hablar ahora.
–¿Me permite su merced unas palabras? –dijo al jefe–, para –Y, dirigiéndose al Oberdeichgraf, dijo–: Su merced me per-
que de un error no salga una injusticia. donará.
Los tres hombres se miraron: el Pastor reía, y el viejo apode-
*Demath. Medida de superficie. rado se contentaba con refunfuñar un «¡Hum, hum!», mientras el

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Oberdeichgraf, ante decisión de tal importancia, se rascaba la El marido tenía cosas más apremiantes que hacer que des-
frente. cansar delante de la puerta de la casa, porque, a pesar de la ayuda
–Bueno, querida joven –dijo al fin–. ¿Pero qué hay aquí de que prestara antaño, había remanentes de la gestión del viejo, una
estipulaciones matrimoniales?, porque, ahora, no estoy muy fuerte infinidad de asuntos sin resolver, los cuales no le pareció pruden-
en esta materia. te mover entonces, y ahora había que quitar de en medio, barrer-
–No hace falta que lo esté vuestra merced –replicó la hija los con una fuerte escoba. A esto había que añadir la administra-
del Deichgraf–. Yo cederé los bienes a mi novio antes de la boda. ción de su propia finca, agrandada, en la que, por ahora, quería
También tengo un poco de orgullo; quiero casarme con el hom- ahorrar un mozo; así es que, al joven matrimonio, no se les veía
bre más rico de la aldea. juntos más que los domingos en la iglesia; durante las comidas,
–Entonces, Manners –intervino el Pastor–, creo que vos, rápidamente hechas por Hauke, y al empezar y terminar el día.
como padrino, no tendréis inconveniente en que case al joven Era una vida de continuo trabajo, pero a la vez de felicidad.
Deichgraf con la hija del anterior. Pero empezaron a circular conversaciones molestas. Cuan-
El viejo movió la cabeza denegando. do un domingo, a la salida de la iglesia, se quedaron reunidos en
–Dios Nuestro Señor les dé su bendición –dijo con devo- el mesón, para beber, unos cuantos propietarios jóvenes de la
ción. Marsch y de la Geest, y habían llegado al cuarto o quinto vaso, no
El Oberdeichgraf dio su mano a la muchacha: hablaron ni del rey ni del gobierno (tan alto no apuntaban enton-
–Habéis hablado con veracidad y sabiduría, Elke Volkerts; ces), pero sí de empleados del ayuntamiento y jefes más o me-
os doy las gracias por vuestras explicaciones, tan claras, y confío nos altos; sobre todo de tributos parroquiales y cargas municipa-
que también en lo futuro, y por motivos más alegres que hoy, les; cuanto más hablaban, más censuraban y mayormente los
seré un invitado en vuestra casa; pero que se elija un Deichgraf nuevos impuestos sobre el dique. Todas las esclusas y compuer-
por una moza tan joven corno vos, es lo milagroso del asunto. tas, que hasta ahora habían aguantado, necesitaban de pronto
–Vuestra merced –repuso Elke, y miró una vez más con sus ser reparadas. En el dique siempre se encontraban nuevos hue-
inteligentes ojos al bondadoso jefe– comprenderá que una mujer cos que exigían centenares de carretillas de tierra. ¡Que el demo-
puede ayudar a un hombre de bien. –Después, entró en la habita- nio se lleve estas historias!
ción inmediata y puso su mano en la de Hauke, sin decir palabra. –Todo esto procede de vuestro sabio Deichgraf, que siem-
Unos cuantos años después, vivía en la pequeña casa de pre anda cavilando y después mete sus narices en todo –gritó
Tede Haien un robusto trabajador con su esposa y un hijo. El uno de la Geest.
joven Deichgraf habitaba con su Elke Volkerts la finca paterna –Sí, Marten –dijo Ole Peters, que estaba frente al que ha-
de ésta. En verano, delante de la casa, mecía sus ramas, como blaba–, tienes razón; es falso y busca tener carta blanca con el
siempre, el enorme fresno; pero en el banco, que ahora estaba a Oberdeichgraf. Pero tenemos que aguantarlo.
su sombra, se veía por la noche, sentada, casi siempre sola, la –¿Por qué pues os lo habéis dejado montar? –preguntó otro–
joven esposa con una labor entre las manos. Aún no tenía hijos . Ahora tenéis que sufrir las consecuencias.
este matrimonio. Ole Peters reía...

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–Sí, Marten Fedders, así es, y no se puede remediar. El viejo Casi sin darse cuenta, se encontró arriba en el dique del abra,
llegó a Deichgraf por su padre, y el nuevo por su mujer. un buen trecho al sur, en dirección a la ciudad: la aldea, que esta-
–Las risas que corrían ahora por la mesa demostraron el éxi- ba situada por este lado, hacía rato que1a había perdido de vista a
to que había tenido esta frase mordaz. su izquierda. Aún continuaba andando, con la vista fija en la an-
Pero como se había dicho en público,en el mesón, no quedó cha tierra de fuera, por el lado del mar. Si alguien hubiera ido a su
allí corrió en la Geest y la Marsh de boca en boca y así llegó también lado, habría podido ver qué trabajo intelectual tan intenso se de-
a oídos de Hauke. De nuevo pasaban entonces ante los ojos de su sarrollaba detrás de su frente. Por fin, se paró. La tierra de fuera se
imaginación la fila de malévolos rostros, y oía las risas en la mesa estrechaba aquí tanto, que se perdía junto al dique.
del mesón, aún más malignas de 1o que en realidad habían sido. –Se tiene que poder hacer –dijo hablando para sí–. Hace
–¡Perros! –gritó, y sus ojos miraron ferozmente a su alrede- siete años que estoy en mi puesto, y no quiero que me digan más
dor, corno si los quisiera azotar. que soy Deichgraf gracias a mi mujer.
Elke puso la mano sobre su brazo. Estaba allí y sus miradas vagaban penetrantes y pensativas
–¡Déjalos, todos ellos quisieran ser lo que tu eres! por todos lados, sobre la ver de tierra de fuera; después retroce-
–Eso es –replicó rencoroso. dió, hasta llegar a donde sucedía a una estrecha faja de verde pra-
–Y Ole Peters– continuó ella– ¿no se casó también aumen- do la extensa y amplia tierra que tenía ante sí. Muy cerca del di-
tando sus bienes? que, la atravesaba un gran brazo de mar, que separaba casi toda la
– Sí lo hizo. Pero lo que le trajo Vollina no era lo suficiente tierra de fuera de la tierra firme, formando así una isla, que un
para ser Deichgraf. tosco puente de madera unía a aquélla y que permitía poder llevar
– Di mejor que él no era lo suficiente – Elke hizo volverse a y traer el ganado y los carros cargados de trigo y paja. La marea
su marido para que se viese en el espejo (estaban entre las dos estaba baja y el dorado sol de septiembre brillaba sobre la tira de
ventanas de la habitación)– Ahí tiene el Deichgraf –continuó– ; grisácea tierra de unos cuantos pies de anchura con un profundo
mírale ahora; sólo el que sabe cumplir en su puesto lo tiene. lecho en el centro, por donde el mar empujaba sus aguas ahora.
–Tienes razón –respondió él, pensativo–; pero... Bueno Elke, «Éstas se pueden encauzar», dijo,para sí, después de haber obser-
tengo que ir a ver la esclusa; las compuertas no cierran bien. vado un rato el juego de las olas. Levantó la vista y, desde el di-
Ella le apretó la mano. que, donde se encontraba, trazó mentalmente una línea a lo largo
–Ven, mírame, ¿qué tienes? ¿Por qué tus ojos se pierden en de la tierra separada del sur y volvíendo al este, sobre la corriente
la lejanía? que por aquí continuaba hasta el dique. Pero la línea imaginaria
–Nada Elke, no tengo nada; tienes razón. Se marchó; pero, que había trazado era un nuevo dique, nuevo también en la cons-
a los pocos pasos, olvidaba la compuerta de la esclusa. Otro trucción de su perfil, que hasta aquel momento sólo existía en su
pensamiento, que sólo había desarrollado durante algunos años, mente. –Esto daría un Koog* de cerca de mil Demath –dijo sonrien-
y que desapareció después, por sus múltiples ocupaciones, do–; no es muy grande, pero...
apoderóse ahora, nuevamente, de él, más fuerte que nunca, como
si le hubieran crecido alas. *Koog. Zona de tierra ganada al mar.

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Después hizo otro cálculo. La tierra de fuera era de la parro- Koog de tierra firme: las grandes mareas lo respetaron durante casi
quia; cada vecino tenía unas cuantas parcelas, según la impor- la vida de un hombre; pero si alguna vez viene una de las malas y
tancia de su propiedad dentro de la parroquia u otros derechos arrasa los sembrados se estropeará de golpe toda magníficiencia.
para adquirirla. Empezó a contar las parcelas que le habían co- Sólo la pasada negligencia lo ha permitido hasta hoy.
rrespondido por la muerte de su padre, cuántas por el padre de Ella lo miró llena de asombro –¡Te censuras a ti mismo! –
Elke, contando también las que había adquirido después de ca- dijo. –Es cierto, Elke, ¡pero tenía tantas cosas que hacer!
sado, pensando en una probable ventaja en el porvenir, o para –Sí, Hauke, trabajaste bastante.
aumentar las tierras de pastos para las ovejas. Era una cantidad Él se había sentado en la poltrona del viejo Deichgraf y sus
respetable, pues también había comprado todas las tierras que manos oprimieron fuertemente los brazos del sillón.
fueron de Ole Peters, porque éste las aborreció, por habérsele –¿Tienes suficiente valor para emprender la obra? –le pre-
ahogado uno de sus mejores borregos durante, una inundación guntó su mujer.
parcial. Pero aquella desgracia fue una rara casualidad, pues nun- –Lo tengo, Elke –respondió rápido.
ca, desde que Hauke tuvo uso de razón, llegó el agua más allá de –No corras tanto, Hauke; es una obra de vida o muerte; ten-
mojar las orillas durante las grandes mareas. ¡Qué tierras de la- drás a casi todos en contra; no te agradecerán tus preocupacio-
bor y de pastos serían y de cuánto valor, si se rodeasen todas de nes y trabajos.
un nuevo dique! Sintió una ola de embriaguez subirsele a la ca- Él asintió con la cabeza.
beza; pero él hundió sus uñas en las palmas de las manos y obli- –Lo sé –dijo.
gó a sus ojos a mirar claros y serenos todo lo que tenía ante sí: –¿Y si no saliese bien? –habló de nuevo ella–. Desde muy
una llanura grande, sin diques, en cuya margen exterior pastaba niña, he oído decir que no se podía atajar la corriente, y que por
ahora un hato de sucios borregos, y Dios sabe si abandonada eso no se debía tocar aquello.
dentro de pocos años a tempestades y mareas; sobre todo, para –Ha sido el pretexto de los perezosos –dijo Hauke–. Por
él, un cúmulo de trabajos y disgustos. A pesar de todo, cuando qué no se va a poder atajar la corriente?
volvió bajando del dique y se fue por la senda cruzando el cam- –No lo he oído decir; tal vez porque sea demasiado fuerte–
po a su finca, le pareció llevar un gran tesoro a su casa. . Un recuerdo pasó por su mente y una sonrisa casi pícara inva-
Al entrar, Elke le salió al encuentro: dió su rostro tan serio–. Cuando yo era niña –dijo–, lo oí contar
–¿Qué pasó con las compuertas? –preguntó. una vez a los mozos; opinaban para que durase un dique así,
Él la miró con una sonrisa misteriosa. había que meter dentro un ser vivo y utilizarlo como material en
–Pronto necesitaremos nuevas compuertas esclusas y un la obra del dique. Al otro lado, hace más de un siglo, sacrificaron
nuevo dique –dijo. un niño que habían logrado comprar a unos gitanos por mucho
–No te comprendo –replicó Elke entrando en la estancia–, dinero; pero ahora nadie vendería su hijo.
¿qué quieres decir, Hauke? Hauke movió la cabeza
–Quiero –dijo, y se detuvo un momento–, quiero que la gran –Gracias que no tenemos nosotros ninguno, pues segura-
extensión de tierra de fuera sea rodeada de un dique, para crear un mente nos lo exigirían.

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–No lo daría –dijo Elke, y abrazó su regazo como con mie- no, embarcaba con un mozo, y salía mar afuera para medir con
do. sondas y palos la profundidad de aquellas corrientes, de las cua-
Hauke sonrió, pero ella preguntó de nuevo. –¿Has pensado les aún no estaba seguro. Elke, muchas veces temblaba por su
en los enormes gastos? suerte; pero, al regresar, sólo notaba él la emoción que la embar-
–Sí, Elke; lo que se sacará los cubrirá con ventaja, y los gaba en el fuerte apretón de manos y el rayo luminoso que salía
gastos de conservación del antiguo dique disminuirán a favor de sus ojos, tan tranquilos de costumbre.
del nuevo; además, trabajaremos nosotros mismos; tenemos en –Paciencia, Elke –dijo en una ocasión porque notó que no
la parroquia más de ochenta troncos de tiro y no faltarán brazos le quería dejar marchar–; primero tengo que estar bien orienta-
jóvenes para trabajar. do, para poder formular mi petición.
Quiero demostrar que tú no me has hecho en balde subir a Entonces ella se conformó y lo dejo irse. También eran fre-
Deichgraf; les demostraré que lo soy de veras. cuentes las salidas a caballo, para visitar la ciudad y al
Elke se había inclinado hacia él, mirándole llena de preocu- Oberdeichgraf; y a la tarea en el campo seguían los trabajos en
pación; irguiéndose después, con un suspiro, dijo: casa hasta bienavanzada la noche. Desapareció casi por com-
–Tengo que seguir mi faena –y pasó lenta, su mano por la pleto su trato con la gente, fuera del trabajo y de los negocios, y
mejilla–, tú sigue la tuya, Hauke. hasta también disminuía el de su mujer. «Los malos tiempos aún
–Amén, Elke –respondióle con una ligera sonrisa–. Sobra durarán mucho», decíase Elke a sí misma, y seguía su trabajo.
trabajo para los dos. Por fin, cuando ya el sol y los vientos primaverales rompían
Y hubo trabajo para los dos, pero la carga más pesada cayó los hielos, se terminaron los últimos trabajos preparatorios. La
sobre los hombros de él. Los domingos por la tarde, y muchas propuesta de construcción de un dique en la tierra de fuera, para
veces después de terminar la tarea del día, se sentó a su lado un el fomento del bien público, especialmente del Koog, y en benefi-
experto agrimensor, dedicándose a cálculos, planos y dibujos. cio de la caja señorial, pues en pocos años entrarían en ella la
Cuando estaba solo, sucedía lo mismo, y terminaba muchas ve- contribución anual correspondiente a mil Demath, fue entregada
ces a medianoche, entrando silencioso en el dormitorio común al Oberdeichgraf, para su presentación y recomendación al de-
(pues las lúgubres camas de la estancia no las utilizaban ya), y su partamento correspondiente. Estaba bien puesta en limpio, e iba
mujer, para que pudiese él descansar, estaba con los ojos cerra- acompañada de planos y dibujos de los distintos lugares, de aho-
dos, como durmiendo; pero esperábalo latiéndole el corazón. ra y para lo futuro, de las esclusas y compuertas y de cuanto de
Entonces la besaba en la frente, murmurando unas palabras de ello derivaba. Iba metido en un fuerte sobre cerrado con el sello
cariño, y a veces se acostaba cuando cantaban ya los gallos. oficial del Deichgraf.
Durante los temporales del invierno, corría fuera y subía al di- –Aquí está, Elke –le dijo su joven esposo–; dale tu bendi-
que papel y lápiz en mano, y allí se estaba, dibujando y tomando ción.
notas; hasta que una ráfaga de aire le quitaba la gorra de la cabe- Ella puso su mano en la de él:
za, y el largo y descolorido pelo volaba en derredor de su rostro –Debemos trabajar en estrecha unión –dijo.
encendido. Otras veces, mientras el hielo no le cerraba el cami- –Eso es lo que debemos hacer.

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Mandaron entonces la solicitud a la ciudad, por un mensaje- –Ven Iven –dijo–, esto no es nada bueno: vámonos a casa.
ro a caballo. El otro se reía, aunque se le notaba el pavor cuando dijo:
–Quiero hacer constar –interrumpió el maestro su narración, –Es una criatura viva y grande. ¿Quién demonio la ha hecho
mirándome fijo y amable–, que todo lo comunicado hasta ahora llegar allí? Fíjate, ahora estira el cuello y nos mira. No, baja la
lo he reunido por la tradición de gente formal del Koog o relatos cabeza y come. ¡Creí que ahí no había nada que comer ¿Qué
de nietos y bisnietos. Lo que ahora le voy a contar, necesario será?
para aclarar algunos hechos de la historia, era entonces y lo es –A nosotros, ¿qué nos importa? –dijo el otro–. Buenas no-
aún ahora la conversación de todo el vecindario de la aldea de la ches, Iven; si no quieres venir, yo me voy a casa.
Marsch, tan pronto empiezan a hilar las ruecas, después de To- –Sí, sí; tú tienes mujer; tú te metes en la cama caliente, en
dos los Santos. mi cuarto también sopla el aire de marzo.
Unos quinientos o seiscientos pies más al norte de la finca –Entonces, buenas noches contestó el jornalero mientras se
del Reichgraf, se veía en aquellos tiempos, mirando desde el di- alejaba por el dique en dirección a su casa. El mozo volvió un
que, a unos mil pies de distancia mar adentro, y otros tantos par de veces la cabeza mirando al que se marchaba, pero el afán
distantes de la orilla de la Marsch de enfrente, un pequeño islote de ver cosas misteriosas le retuvo aún. Vio venir por el dique en
que llamaban Jeverssand o también Jevershallig. En tiempos de dirección a la aldea una persona bajita. Era el recadero del
los abuelos de aquella generación, aún había servido como tie- Deichgraf.
rra de pastos para las ovejas, pues entonces crecía la hierba en –¿Qué quieres, Carsten? –le gritó el mozo. –yo, nada –dijo el
ella. Pero aquello se terminó, porque, durante un verano, el bajo chico–; pero nuestro amo quiere hablar contigo, Iven Johns.
islote fue inundado varias veces por el mar, que, al estropear los El mozo miraba otra vez el islote. –En seguida voy, en se-
pastos, impidió pudieran ir a él las ovejas. Así que, excepto las guida –dijo. –¿Adónde miras así? –preguntó el chico. El mozo
gaviotas y demás aves marinas, nadie volvió a visitar aquellos levantó el brazo y señaló, mudo, el islote.
lugares; sólo durante las noches de luna se veían desde el dique –¡Oh! –susurró el chico–, por allí anda un caballo, un caba-
flotar los vapores de la niebla, tan pronto ligeros como espesos, llo blanco; lo montará el demonio. ¿Cómo habrá llegado un ca-
cuando el astro de la noche alumbraba el islote. ballo a Jevershallig?
También creían reconocer un par de esqueletos descolori- –No lo sé, Carsten. ¿Será un caballo?
dos de ovejas allí ahogadas, y otro de un caballo, que nadie sabía –Sí, sí, Iven; míralo; come como un caballo. ¿Pero quién lo
cómo habría podido llegar a parar allí. ha llevado allí? No tenemos en la aldea lanchas tan grandes.
Era a fines de marzo cuando, en este lugar del dique, se Acaso no será más que una oveja: Petrs Oms dice que a la luz de
habían reunido el jornalero que vivía en la casa de Tede Haien e la luna, diez montones de turba parecen toda una aldea. Pero
Iven Johns, el mozo del joven Deichgraf. Miraban inmóviles en mira, ahora salta; debe de ser un caballo.
dirección al islote, que apenas se distinguía a la débil luz de la Los dos quedaron un rato mudos, con la vista fija en lo que
luna. Algo sorprendente parecía retener su vista allí. El jornale- allí vieron de una manera incierta. La luna estaba en su punto
ro se metió sus manos en los bolsillos estremeciéndose. más alto y alumbraba el ancho mar, que empezaba a bañar la

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reluciente marisma, pues comenzaba a subir la marea. Sólo se –Suena raro –dijo aquél.
percibía el ruido suave del agua, No se oía voz alguna en la –Naturalmente, ten cuidado; he trenzado clavos en la cuer-
dilatada llanura, ni tampoco en la Marsch, detrás del dique, que da.
estaba solitaria, pues el ganado aún estaba retenido en los esta- –Pues ven –dijo el otro.
blos. Nada se movía; sólo lo que creían un caballo blanco pare- La luna estaba a una altura como la del día anterior y alum-
cía estar en movimiento en Jevershallig. braba con luz clara. Pronto salieron al dique y miraron a
–Hay más luz –dijo el mozo rompiendo el silencio–; veo Jevershallig, que, como una mancha de niebla, se destacaba del
relucir claramente los blancos esqueletos de las ovejas. agua.
–Yo también, yo también –dijo el chico, y alargó el cuello; –Ahí anda de nuevo –dijo el mozo–; después de comer estu-
Pero de pronto tiró al mozo de la manga–. Iven –musitó–, el ve aquí, y no estaba; pero vi con claridad el blanco esqueleto de
esqueleto del caballo que estaba ahí, ¿dónde está? Yo no lo veo. caballo. El chico estiró el cuello. –El esqueleto no está ahora,
–Tampoco lo veo yo. ¡Qué raro! –dijo el mozo. Iven –musité. –Bueno, Carsten, ¿qué hay?, ¿te pica aún la curio-
No es tan raro, Iven; a veces, no sé en qué noches, dicen sidad y quieres ir?
que se levantan los huesos y hacen como si tuvieran vida. Carsten pensó un momento; restalló el látigo.
–¿Si? –dijo el mozo–; esos son cuentos de viejas. –Suelta la lancha, Iven –dijo.
–Puede ser, Iven –opinaba el chico. Ya no vieron más, pues bajaron por el dique hasta el lugar
–Creo que venías a buscarme; ven, vámonos a casa; aquí donde estaba la lancha.
seguirá pasando lo mismo. –Entra –dijo el mozo después de haberla soltado–. Yo me
Al chico no había manera de llevárselo de allí, hasta que el quedo hasta que vuelvas.
mozo le cogió y le hizo andar a la fuerza. Boga hacia el este, que por allí siempre se ha podido saltar a
–Escúchame, Carsten –le dijo cuando hubieron dejado ya tierra.
bastante atrás el misterioso islote–: tienes fama de ser un chico El chico, sin pronunciar palabra, asintió con la cabeza y se
muy valiente creo que te gustaría comprobar por ti mismo lo que embarcó con su látigo, alejándose en la noche iluminada por la
pasa allí. luna. Iven subió al dique y se quedó en el mismo sitio de antes.
–Sí –contestó Carsten, temblando–; sí, eso quisiera, Iven. Pronto vio cómo atracaba la lancha en un punto alto y oscuro,
–¿Lo dices en serio? Entonces –dijo el mozo después de haber- por donde pasaba la corriente, y una figura bajita saltaba a tierra.
le chocado la mano al chico–, se puede hacer. ¡Llevaré mi látigo! ¿No parecía que restallaba el látigo del chico? Pero también po-
–Hazlo. día ser el ruido de la marca que subía. Unos cientos de pasos
Llegaron silenciosos a la casa de sus amos, subiendo despa- más al norte, vio ahora lo que le había parecido un caballo blan-
cio la empinada cuesta. co; y que la figura del chico iba derecha hacia él. Levantó la
A la noche siguiente, a la misma hora, estaba el mozo senta- cabeza quedóse como suspenso: y el chico (ahora sí que se oía
do en una gran piedra, delante de la puerta del establo, cuando bien) restallaba el látigo. ¿Pero qué pensaría el muchacho? Re-
se acercó el chico, restallando su látigo. trocedía y se volvía por el mismo camino que había llevado.

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Aquello de allí enfrente parecía seguir un repastando; no se ha- Así, dieron la vuelta y se marcharon, el chico al lado del
bía oído ningún relincho; de cuando en cuando pasaban como mozo, pero sin hablar; un profundo silencio envolvía a la Marsch.
blancas franjas de agua sobre la aparición. El mozo miraba en- Cuando menguó la luna y las noches se hicieron obscuras,
cantado. sucedió otra cosa:
Entonces oyó que llegaba la lancha a la orilla de acá, y pron- En ocasión de la feria de caballos, montó un día Hauke Haien
to vio al chico surgir de la oscuridad y subir al dique. el suyo, para ir a la ciudad. No llevaba el propósito de comprar
–¿Qué, Carsten, qué era? –preguntó. nada, y, a pesar de eso, cuando al anochecer regresó a casa, trajo
El muchacho movió negativamente la cabeza, un segundo caballo, pero de pelo áspero, y tan flaco, que se po-
pensativamente. dían contar sus costillas; y los ojos, sin brillo, hundidos en las
–No era nada –dijo–: aún lo vi desde la lancha; mas cuando cuencas del cráneo. Elke, que había salido a la puerta de la casa
salté al islote, no sé dónde se metió el animal; la luna alumbraba para recibir a su marido, gritó:
bastante, pero al llegar yo al sitio, no había más que los blancos –¡Cielos! ¡Qué haremos con este caballo blanco tan viejo? –
huesos de media docena de ovejas Y, un poco más allá, también, pues cuando Hauke llegó con él, delante de la puerta, vio que el
el esqueleto de caballo, con su larga y blanca calavera, en la que pobre animal también cojeaba.
entraban los rayos de la luna por sus dos grandes cuencas, El joven Deichgraf saltó de su caballo castaño.
–¡Hum! –exclamó el mozo–. ¿Pero has mirado bien? –Déjalo, Elke, también me ha costado barato.
–Sí, Iven, lo vi; un ave fría que dormía detrás del esqueleto La inteligente mujer replicó:
levantó, chillando, el vuelo; tanto, que me asusté y restallé el –Bien sabes que lo más barato suele ser lo más caro.
látigo. –Pero no siempre, Elke. El animal tiene, a lo más, cuatro
–¿Y eso era todo? años: míralo de cerca; ha sufrido hambre y malos tratos; le sen-
–sí, Iven; no sé nada más. tará bien la cebada, y yo mismo lo cuidaré, para que no le echen
–Ya es bastante –dijo el mozo, y tiró del brazo del chico, de más.
para acercarlo; señaló hacia el islote–: Allí. ¿ves algo, Carsten? Mientras el animal bajaba la cabeza, le colgaban las largas
–¡Es verdad! Por allí anda de nuevo. crines a los lados del cuello. Elke, mientras su marido llamaba a
–¿De nuevo? –dijo el mozo–. He mirado todo el tiempo, y los mozos, miraba con detención al caballo; luego movió la ca-
no se ausentó. Tú ibas derechamente a su encuentro. beza y dijo:
El chico miró de hito en hito; en su cara siempre audaz, se –Como éste no hemos tenido nunca ninguno en nuestra cuadra.
dibujó una sombra de terror que pasó totalmente desapercibida Asomó el chico por la esquina de la casa y se paró con ojos
al mozo. asustados.
–Ven –le dijo éste–, vámonos a casa. Desde aquí se le ve –Pero, Carsten –dijo el Deichgraf–, ¿qué te sucede?, ¿no te
moverse, y allí no hay más que huesos; esta es más de lo que gusta mi caballo blanco? –Sí, ¡oh!, sí, mi amo, ¿por qué no? –
podemos comprender tú y yo. Pero cállatelo; de esas cosas no se Pues llévate los animales a la cuadra; no les des de comer; ahora
debe hablar. mismo iré yo.

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El chico cogió con cuidado el ronzal del caballo blanco, y E1 se inclinó sobre su rostro y la besó.
después, como buscando amparo, las riendas del castaño. Hauke y –Tú eres mi mujer, Elke, y yo tu marido; esto ya no cam-
entró con su mujer en la estancia, donde encontró un jarro de biará.
cerveza caliente, no faltando tampoco pan ni manteca. Entonces ella le echó sus brazos fuertemente al cuello.
Tan pronto sació su apetito, se levantó y se puso a pasear por –Tienes razón, Hauke, y lo que venga vendrá para nosotros
la habitación con su mujer. –Deja que te cuente, Elke –le dijo, dos –y se soltó de él ruborizándose–. Me querías contar lo del
mientras la luz del crepúsculo jugaba sobre los azulejos de la pa- caballo blanco –dijo.
red– cómo me he hecho con el caballo. Había estado como cosa –Eso quería, Elke. Ya te dije que estaba lleno de alegría por
de una hora en casa del Oberdeichgraf que tenía buenas noticias la buena noticia que me había dado el Oberdeichgraf. Salía ya a
para mí: habrá que cambiar alguna que otra cosa en los planos, caballo de la ciudad, cuando en el dique, cerca del puerto, me
pero lo principal, mi proyecto de perfil, lo han aceptado, y ya, un encontré a un individuo desgreñado (no sé si era un vagabundo,
día de estos, darán la orden de empezar las obras del nuevo dique. un calderero o cosa semejante), el cual llevaba el caballo blanco
Elke suspiró sin querer. del ronzal; pero el animal levantó la cabeza y me miró con sus
–¿Conque sí? –dijo preocupada. ojos tristes, como si quisiera pedirme algo. Me creí rico en aquel
–Sí, mujer –confirmó Hauke–; duro será, mas para eso creo momento. «¡Eh, paisano! –grité–, ¿adónde vais con ese enco?»
que nos ha unido Dios Nuestro Señor. En nuestra hacienda todo El hombre se paró y el caballo también. «A venderlo», dijo él y
está en orden; gran parte del trabajo puedes llevarlo tú sobre tus me saludaba astuto. «Pero no a mí», grité alegre. «Pues yo creo
propios hombros, y piensa que, dentro de diez años, tendremos que sí –repuso–; es un buen caballo y no se paga con menos de
otra propiedad. cien escudos.» Me reí en su cara. «Bueno –dijo–, no os riáis asi,
Al oír sus primeras palabras, había cogido la mano de su ¡si no me vais a pagar tanto! En mis manos se echará a perder;
marido, apretándola fuertemente entre las suyas, en señal de con vos pronto tendrá otro aspecto.» Entonces salté de mi caba-
aprobación; pero las últimas no podían alegrarla. llo y le miré los dientes al blanco, y vi que aun era un animal
–¿Para quién quieres la finca? Tendrás que casarte con otra joven. «¿Cuánto queréis por él», pregunté, pues el caballo me
mujer; yo, ya ves, no te doy hijos. miró de nuevo suplicante. «Señor, tomadlo por treinta escudos –
Se le arrasaron de lágrimas los ojos; pero él la estrechó entre dijo el hombre , y os regalaré el ronzal ... » Y entonces, mujer,
sus brazos. choqué la mano morena de aquel hombre, mano semejante a
–Esta es cuestión que se la dejaremos a Dios Nuestro Se- una garra, que él me tendía. Así tenemos el caballo, y creo que a
ñor; pero somos tan jóvenes, que podremos disfrutar del pro- buen precio. Lo que me pareció raro fue, cuando me alejaba con
ducto de nuestro trabajo ahora, y después, más tarde. los caballos, oír detrás de mí una risa y, al volver la cabeza vi al
Ella lo miró largo rato con sus oscuros ojos mientras la tenía bohemio que estaba parado, con las piernas abiertas y las manos
entre sus brazos y dijo: en la espalda y reía como un demonio.
–Perdóname, Hauke, a veces soy una mujer falta por com- –Qué asco –dijo Elke–; lo que es menester es que ese caba-
pleto de ánimo. llo no traiga nada de su antiguo amo. Que te prospere, Hauke.

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–Si de mí depende, prosperará –y el Deichgraf se fue a la cias. Mas cuando el mozo quiso saltar sobre su lomo, se apartó
cuadra tal como dijo al muchacho. con un brusco salto a un lado y quedó parado de nuevo mirando
Pero no fue sólo aquella tarde la que echó de comer al caba- a su amo con sus grandes ojos.
llo blanco: lo hizo siempre desde entonces, y no le quitaba la –¡Qué es eso, Iven! –le gritó–, ¿te ha hecho daño? –y procu-
vista; quería demostrar que había hecho una buena compra; y, ró ayudar al mozo a levantarse del suelo.
por lo demás, deseaba que no le faltase nada. A las pocas sema- Éste se frotó fuertemente la cadera y repuso..
nas mejoró de aspecto el animal; poco a poco, fue desaparecien- –No, señor, no mucho; pero al caballo blanco, que lo monte
do la aspereza del pelo y se descubrió una piel lustrosa llena de el demonio.
rodales azulados, y, cuando un día lo paseó por el corral, andaba –Y yo –añadió riendo Hauke–: llévalo de las riendas al cam-
esbelto sobre sus seguras patas. Hauke se acordaba del gitano po.
vendedor. «Aquel tío era un tonto, o un bribón que lo habría El mozo obedeció, algo avergonzado, y el caballo se dejó
robado», dijo para sí. También muy pronto lo conoció el caballo, llevar tranquilamente por él.
que cuando oía sus paso en la cuadra, levantaba la cabeza hacia Tardes después, estaban mozo y chico delante de la puerta
él, relinchando. Notaba que el animal tenía lo que tanto se apre- de la cuadra. Al otro lado del dique se apagaba el crepúsculo y
cia en los caballos árabes: una cara descarnada y unos ojos par- en el lado interior ya se extendía la oscuridad sobre el Koog. De
dos y ardientes. Lo sacó de la cuadra y lo ensilló, y apenas lo vez en cuando se oía el mugido de algún buey asustado o el grito
hubo montado le salió de la garganta un relincho semejante a un dolorido de una alondra al ser, devorada por una rata de agua. El
grito de alegría. Más que correr con él, volaba, bajando de la mozo, apoyado en el marco de la puerta, fumaba una corta pipa
finca en dirección al dique. Como el jinete lo montaba con más lanzando bocanadas de humo que no se podía distinguir ya. No
dominio, cuando llegó arriba, lo notó más tranquilo, ligero y como había hablado una palabra al chico, pero éste llevaba dentro de
bailoteando, volviendo la cabeza. Galopaba hacia el mar. El sí una idea que no sabía cómo participársela al callado mozo.
Deichgraf le acariciaba su reluciente cuello, pero no necesitaba –Tú, Iven –dijo por fin–, te acuerdas del, esqueleto de caba-
las caricias; caballo y jinete eran como una sola pieza. Después llo de Jeverssand.
de haber ido un trecho al norte del dique lo volvió con ligereza y –¿Qué es de él? –preguntó el mozo.
regresó pronto a su finca. –Sí, Iven, eso: ¿qué es de él? Sí, ya no está allí; no se ve ni de
Los mozos esperaban la vuelta de su amo abajo, al pie de la día ni a la luz de la luna; unas veinte veces he estado en el dique,
cuesta. o más.
–Así, John –dijo éste, bajando del caballo–; ahora monta tú –Se habrán desparramado los viejos huesos contestó Iven, y
y llévalo al campo con los demás; te llevará como en una cuna. siguió fumando tranquilamente.
El caballo movía la cabeza y daba unos relinchos que se –Pero también estuve una noche de luna, y no vi nada en
oían en toda la Marsch, inundada de sol, mientras el mozo le Jeverssand.
quitaba la silla que el chico llevó al guardarnés; después puso la –Bueno –dijo el mozo–, si se han separado los huesos, no
cabeza sobre el hombro de su amo buscando gozoso sus cari- podrá levantarse más.

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–No lo tomes a broma, Iven; yo ahora lo sé, ya te puedo el de su petición, después el del informe del Oberdeichgraf y
decir dónde está. por último la respuesta concluyente que contenía la aceptación
El mozo se volvió bruscamente: del proyectado perfil. El nuevo dique no tendría la empinada
–Bueno, ¿dónde está? cuesta del antiguo, su declive caería suavemente hacia el mar;
–¿Dónde? –repitió el chico recalcando–. pero nadie lo escuchó con alegría, ni siquiera con rostro satisfe-
Está en nuestra cuadra. Ahí está desde que ha desaparecido cho.
del islote. No en balde le da de comer el amo por sí mismo; yo sé –Sí, sí –dijo un viejo apoderado–, ya tenemos aquí el regalo,
lo que me digo, Iven. y no valdrán las protestas, porque el Oberdeichgraf proteje a
El mozo dio unas cuantas chupadas con furia a su pipa. nuestro Deichgraf.
–Tú no estás bien de la cabeza, Carsten –dijo después–. –Tienes razón, Detlev Wiens –añadió un segundo–. El tra-
¿Nuestro caballo blanco? Si alguna vez ha habido un caballo bajo de primavera está en puerta y ahora se tiene que hacer un
vivo, es éste. ¿Cómo puede, un chico tan valiente como tú, creer dique sin fin y todo quedará sin hacer.
en cuentos de viejas? –Aún podéis terminar el trabajo de este año –dijo Hauke–.
Pero no se dejó convencer. Si el demonio estaba dentro del Tan pronto no se quita una estaca de una valla.
caballo ¿por qué no podía estar vivo? Al contrario, así era aún Pocos estaban conformes.
peor. Cada vez que entraba en la cuadra, al anochecer, donde –Pero tu perfil... –habló un tercero–. ¡El dique también, en
también en verano estaba a veces el animal, se sobresaltaba cuan- la parte de afuera, por el lado del agua, será tan ancho como
do volvía bruscamente su cabeza hacia él. largo era el niño de Lawranz! ¿De dónde va a venir tanto mate-
–¡Que se lo lleve el demonio! –gruiña entonces–; no estare- rial? ¿Cuándo se terminará el trabajo?
mos mucho tiempo juntos. –Si no este año, el que viene; eso dependerá de vosotros
Así, se buscó calladamente otro amo; avisó su despido y mismos– dijo Hauke.
entró como mozo, por Todos los Santos, en casa de Ole Peters. Una risa burlona corría por entre los reunidos. ¿Pero para
Aquí encontró devotos oyentes para su historia del infernal ca- qué trabajar inútilmente? «El dique no debe ser más alto que el
ballo del Deichgraf. La gorda señora Vollina y su idiotizado pa- antiguo –dijo otra voz–, y ya existe desde hace más de treinta
dre, el antiguo apoderado del dique, Jes Harders, escuchaban años.»
con placentero pavor y lo contaban después a todas aquellas –Decís bien –asintió Hauke–; hace treinta años que se rom-
personas que guardaban algún rencor contra el Deichgraf, o a las pió el dique viejo, y antes otra vez, treinta y cinco años antes, y
que consideraban un placer oír estas cosas. cuarenta y cinco anteriormente. Desde entonces, a pesar de ser
Entre tanto, y a fines de marzo, había llegado por conducto tan empinado, las grandes mareas nos han respetado. Pero el
del Oberdeichgraf la orden de empezar el nuevo dique. Hauke nuevo dique, no obstante las grandes mareas, durará cientos y
llamó primero a los apoderados, para reunirse en el mesón junto cientos de años, porque no se romperá el suave declive hacia el
a la iglesia. Cuando un buen día todos estuvieron reunidos, dio mar no ofrecerá punto de ataque a las olas, y así ganaréis pára
lectura a los principales puntos de los distintos escritos; primero vuestros hijos una tierra firme, y por esta causa tengo la protec-

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ción del Oberdeichgraf. Esto también, debéis comprenderlo, va –Antes –empezó–, preguntó uno de dónde se sacaría tanta
en vuestra propia ventaja. tierra. Podéis ver que, en toda la distancia que avanza la tierra
Como los reunidos no parecieran dispuestos a contestar en de fuera en el mar, se ha dejado libre una faja de tierra fuera del
seguida, se levantó con dificultad de su silla un hombre viejo de dique. De ahí y de la tierra de fuera que desde el nuevo Koog
blanca cabellera. Era el padrino de Elke, Jewe Manners, que, a corre de norte a sur a lo largo del dique, podemos tomar tierra,
ruegos de Hauke, seguía siendo apoderado. teniendo para los lados del agua una capa de greda; para la parte
–Deichgraf Hauke Hein –dijo–, nos causas muchas interior y para el centro, sirve también la arena. Hay que nom-
intranquilidades y gastos, y yo habría querido que hubieses espe- brar un agrimensor para que marque la línea del nuevo dique en
rado para plantear esto hasta que me hubiera dejado descansar el la tierra de fuera. El que me ayudó en el replanteo del plano será
Señor; pero... tienes razón; solamente la sinrazón te la puede ne- el más apropiado. Habrá que encargar unos carros volquetes con
gar. Debemos dar gracias a Dios cada día porque nos ha conserva- varas de horquilla para el transporte de greda y otros materiales.
do contra tempestades y mareas un precioso pedazo de tierra de Necesitamos, para atravesar la corriente, para la parte interior
fuera, a pesar de nuestra negligencia. Mas parece que ha llegado la donde se pueda aprovechar la arena y para cubrir por cabas el
hora de que nos tengamos que defender por nuestro propio saber dique, no sé aún cuántos cientos de carretadas de paja; quizá
y poder, y no apuremos más la paciencia de Dios. Yo, amigos míos, más de la que se puede prescindir en la Marsch. Vamos a conve-
soy un anciano; he visto construir y romper diques, pero el dique nir primero cómo nos haremos con todo esto y también, más
que Hauke Haien ha proyectado y conseguido, para vosotros, con adelante, hay que encargar a un buen carpintero la nueva esclu-
la ayuda de Dios, ninguno de los vuestros lo verá romper. Si voso- sa contra el agua para el lado oeste.
tros mismos no se lo queréis agradecer, vuestros nietos, en lejanos Los reunidos habíanse agrupado alrededor de la mesa y mi-
tiempos, no le negarán los laureles. raban el plano muy por encima; empezaron una conversación
Jewe Manners se volvió a sentar. Sacó del bolsillo un pañue- general; pero más parecía que lo hacían por no permanecer si-
lo azul y se secó unas gotas de sudor de la frente. Aún era consi- lenciosos, que por discutir el asunto. Cuando se trató de traer un
derado el anciano como hombre trabajador y de una intachable agrimensor, uno de los más jóvenes opinó.
honradez, pero como la reunión no estaba dispuesta a dar su –Vos que lo habéis ideado, Deichgraf, debéis de saber mejor
aprobación, siguieron callando. Hauke Haien tomó la palabra; que nadie quién sirve para el caso.
todos vieron cómo había palidecido. Hauke contestó:
–Os doy las gracias, Jewe Manners, por haber venido, por –Como sois jurados, debéis manifestar vuestra propia opi-
vuestras palabras pronunciadas y porque aún estéis aquí –dijo–. nión, Jacob Meyen; si opináis mejor que yo, retiraré mi propuesta.
Vosotros, los demás apoderados, cuando menos veréis la obra –Bueno, yo creo que está bien así –dijo Jacob Meyen.
del nuevo dique pesar sobre mí como una cosa que no tiene Pero uno de los de más edad no estaba conforme del todo;
remedio; por lo tanto, vamos a convenir lo que es necesario. tenía un sobrino carnal que, según no había quien valiera más
–Hablad –dijo uno de los apoderados, y ya Hauke extendía que él en toda la Marsch, salvo el difunto Tede Haien, padre del
sobre la mesa el plano del nuevo dique. Deichgraf.

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Trataron, así, sobre los dos agrimensores, y por fin quedó mujer fingiéndose dormida como antaño; hoy tenía ella también
decidido encargar el trabajo a los dos. Cosa parecida sucedió tanto trabajo, que por la noche caía rendida, como en el fondo
con los volquetes, abastecimiento de paja y todo lo demás, y de un profundo pozo, con un sueño imperturbable.
Hauke regresó tarde y casi agotado, sobre su caballo castaño, Cuando Hauke había dado a conocer su proyecto y había
que aún montaba. Cuando estuvo sentado en la vieja poltrona, extendido sobre la mesa los planos durante tres días, se hallaban
reliquia de su antecesor, de cuerpo más pesado, pero que había presentes hombres serios que, respetuosos, miraban su consciente
tomado la vida más a la ligera que él, su mujer vino pronta a su laboriosidad y, después de tranquila meditación, se sometían a
lado. la propuesta económica de su Deichgraf; pero también había
–Tienes aspecto de estar cansado, Hauke –dijo mientras le otros que se quejaban de que les quisieran hacer tomar parte en
apartaba el cabello de la frente con su fina mano. los gastos del nuevo Koog, habiéndose desprendido de sus parce-
–Tal vez un poco –contestó él. –¿Y cómo va? las, sus padres, ellos mismos, u otros propietarios no tenían en
–Ya va –dijo con amarga sonrisa–; pero las ruedas tendré cuenta que, a consecuencia de los nuevos trabajos, sus antiguas
que empujarlas yo, y estar contento si no me las atascan en su tierra quedarían poco a poco libres de pagar tributos; y otros que
marcha. tenían muchas parcelas en el nuevo Koog, vociferaban que las
–¿Pero todos no serán iguales? querían vender y las darían por poco dinero, pues, teniendo que
–No, Elke. Tu padrino Jewe Manners es una buena persona; pagar tantos y tan injustificados tributos, no se podrían mante-
¡ojalá tuviera treinta años menos! ner. Pero Ole Peters, que estaba apoyado en el marco de la puer-
Cuando, pasadas unas semanas, se habían marcado la línea ta, gritó con cara feroz:
del dique y entregaño la mayor parte de los volquetes, llamó el –Recordad primero, y después fiaos de nuestro Deichgraf.
Deichgraf a reunión, en el mesón de la parroquia, a todos los ¡Él sabe calcular bien! Ya tenía la mayor parte de las parcelas,
propietarios de las parcelas de tierra que se habían de separar del cuando supo persuadirme para que también le vendiera las mías,
mar por el nuevo dique, como también a los de tierras situadas y, cuando las tuvo, decidió hacer el nuevo dique.
detrás del antiguo. A estas palabras siguió un penoso silencio en la reunión. El
Se trataba de mostrarles un proyecto sobre el reparto de tra- Deichgraf, de pie, al lado de la mesa sobre la que estaban exten-
bajo y gastos, y escuchar probables oposiciones, pues también didos los papeles, levantó su cabeza y miró a Ole Peters. –Bien
los últimos verían disminuidos los gastos de conservación del sabes, Ole Peters –dijo–, que si me calumnias lo haces para que
dique viejo por quedar defendidos éste y sus compuertas por el una buena parte del lodo que me tiras quede sobre mí. La verdad
nuevo, debiendo participar por consiguiente igualmente en los es que tú querías desprenderte de tu parte y a mí me hacía falta
gastos de éste. Para Hauke, el proyecto había sido un trabajo entonces para el pasto de los borregos, y si quieres saber más, te
pesado y, si no le hubieran mandado un escribiente y un recade- diré que aquellas frases sucias que proferiste aquí, de que yo era
ro, por orden del Oberdeichgraf, no habría podido terminarlo a Deichgraf sólo por mi mujer, me despertaron, y os he querido
pesar de trabajar todos los días hasta bien avanzada la noche. demostrar que puedo ser Deichgraf por mis propios méritos, y
Cuando entonces, rendido, buscaba su lecho, no le esperaba su así, Ole Peters, he hecho lo que ya debía haber hecho el Deichgraf

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que me antecedió. Pero si me tienes rencor porque tus parcelas Ya de lejos, cuando subía desde el Koog, se oía el resoplar de
hoy son mías, ya sabes tú que muchos ofrecen las suyas por poco su corcel, y todos se ponían a trabajar.
dinero, sólo porque les parece demasiado trabajo. –¡Hala, hala!, que viene el jinete del caballo blanco.
De una pequeña parte de los hombres allí reunidos salió un Era la hora del almuerzo, cuando los trabajadores se tendían
murmullo de aprobación, y el viejo Jewe Manners, que estaba en el suelo en grupos para comer, el momento propicio en que
entre ella, gritó fuerte. Hauke revisaba la obra, entonces solitaria, y sus ojos veían pronto
–¡Bravo, Hauke Haien! Nuestro Señor hará prosperar tu obra. dónde se habían manejado bien las palas o dónde lo habían he-
Pero no terminaron aquel día las discusiones, a pesar del cho con pereza; pero cuando, después, les explicaba cómo te-
silencio de Ole Peters y haber permanecido reunidos hasta que nían que trabajar, levantaban la vista para mirarle, y seguían
fueron a cenar. En una segunda reunión todo quedó arreglado, masticando pacientemente su pan; mas nunca oyó de ellos afir-
aunque sólo después de ofrecer Hauke contribuir, en el próximo mación o manifestación alguna. Un día, a aquella hora, encontró
mes, con cuatro troncos de caballos en lugar de los tres que le muy bien hecho un trozo del dique y, acercándose a un grupo de
correspondían. trabajadores, saltó del caballo y preguntó, alegre, quién había
Por fin, cuando las campanas de Pentecostés sonaron sobre hecho tan buen trabajo; pero le miraron con recelo, malhumora-
la tierra, empezó el trabajo. Los volquetes iban incesantes desde dos y de mala gana dijeron unos cuantos nombres.
la tierra de fuera hasta la línea del nuevo dique, para volcar su El hombre a quien había entregado su caballo que estaba
carga de greda, retornar al punto de origen, y repetir otra vez su manso como una oveja lo sujetaba con ambas manos y miraba
cometido. En la misma línea del dique había cuadrillas de hom- lleno de miedo los hermosos ojos del animal, que, como de cos-
bres con palas de carga y corte para trasladar a su sitio lo allí tumbre, los fijaba en su amo.
descargado y allanarlo. Entonces se traían enormes carretadas ¿Qué, Marten? –dijo Hauke–. parece que te has quedado sin
de paja, que se descargaban para cubrir, no solamente el mate- sangre en el cuerpo.
rial más ligero, como la arena y la tierra suelta que utilizaban –Señor, vuestro caballo está tan quieto, como si quisiera in-
para los lugares interiores, sino que también se cubrían con den- tentar algo malo.
sas capas de ella, para proteger de las olas los trozos que se ter- Hauke, riéndose, cogió en seguida las riendas al caballo, que
minaban una vez recubiertos por pedazos de césped arraigado. frotaba la cabeza contra el hombro de su dueño. Los trabajadores,
Los capataces iban de un lado a otro gritando sus órdenes a tra- unos miraban huraños a jinete y caballo, y otros seguían comiendo
vés de la lluvia y del viento. Entre ella anda el Deichgraf monta- su almuerzo, echando de vez en cuando unas migas de pan a las
do sobre su caballo blanco, que ya usaba invariablemente, y el gaviotas, que, conociendo ya el lugar de la comida, bajaban hasta
animal volaba de acá para allá, para que él diese secas y rápidas casi rozar las cabezas de los hombres con sus estrechas alas. El
sus órdenes, o bien elogiase o despidiese a los trabajadores, sin Deichgraf miró un rato como abstraído las aves que pedían y co-
compasión alguna, por torpes o perezosos. gían con sus picos el pan en el aire; desués saltó a la silla y se fue,
–No hay más remedio –decía entonces–, por tu pereza, no sin volverse a mirar a la gente. A sus oídos llegó el eco de algunas
se va a malograr el dique. palabras pronunciadas entre ellos y que parecían casi de burla.

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«¿Qué es esto? –pensó– Elke tenía razón cuando decía que detenía en su oración. Cuando se marchó el viejo doctor, se de-
los tenía a todos en contra. ¿También estos mozos y la gente tuvo al lado de la ventana mirando la crudeza del día invernal, y,
humilde, que gracias a mi nuevo dique lograrán cierto bienes- mientras la enferma gritaba en su delirio, cruzaba las manos: él
tar?» mismo no sabía si por devoción o por no perderse a sí mismo en
Clavó las espuelas al caballo, que bajó como un loco hacia su terrible miedo.
el Koog. Hauke ignoraba los cuentos que su antiguo criado había –¡Agua, agua! –gimió la enferma–. ¡Tenme, tenme Hauke! –
tejido alrededor del jinete del caballo blanco. Y la gente lo había gritó. Bajaba la voz; parecía que lloraba–: ¿A la mar, fuera, a la
visto ya con su cara enjuta y los ojos fijos, y como volaba su mar? ¡Dios mío, no lo volveré a ver jamás!
capa en la carrera, como arrancaban chispas del suelo los cascos Él se volvió, apartó del lado de la cama a la enfermera que
de su cabalgadura. la cuidaba, cayó de rodillas y abrazó a su mujer atrayéndola ha-
Así pasaron el verano y el otoño; habían trabajado hasta cia sí:
fines de noviembre, cuando el frío y la nieve no dejaron prose- –¡Elke, Elke! ¿No me conoces? ¡Estoy aquí contigo!
guir las labores, que no se habían terminado; así que decidieron Pero ella sólo abrió los ojos, encendidos por el fuego de la fie-
dejar abierto el Koog. Ocho pies se levantaba el dique sobre la bre, y miró en torno suyo, como si se viera perdida y sin salvación.
llanura: sólo al oeste, donde se colocaría la esclusa, se había La dejó reposar de nuevo sobre las almohadas y juntó las
dejado un hueco. Tampoco arriba, delante del dique viejo, se manos convulsas:
había tocado la corriente. Así podría entrar la marea en el Koog, –¡Señor, Dios mío –gritó–, no me la quites! Tú sabes que no
como en los últimos treinta años, sin hacer grandes daños ni allí puedo prescindir de ella.
ni en el nuevo dique. Se dejaba, pues encomendaba a la protec- Entonces, como si volviera en sí, y bajando la voz, añadió:
ción del Dios Grande y Todopoderoso la obra del hombre, hasta –Yo sé que tú tampoco puedes conceder siempre lo que
que el sol de la primavera permitiera su terminación. quisieras; Tú eres la fuente de la sabiduría; Tú debes hacer lo
Mientras, en casa de Hauke ocurría un fausto suceso: al no- que te mande tu sabiduría. ¡Oh, Señor! háblame y aliéntame.
veno año de su matrimonio Elke dio a luz una niña. Tenía la piel De repente se hizo un gran silencio. No se oía más que una
roja y arrugada, y pesaba unas siete libras, peso normal en los respiración suave. Al volverse hacia la cama, vio a su mujer en-
recién nacidos de su sexo: sólo su llanto era raro; sonaba a hueco tregada a un sueño tranquilo. Sólo la enfermera lo miró con ojos
y no le gustó a la comadrona. Lo peor fue que, al tercer día, Elke espantados. Oyó el ruido de la puerta.
tenía fiebre puerperal; deliraba y no conocía a su marido, ni a la –¿Quién es? –preguntó a la mujer. –Señor, la moza Ann Gret
vieja comadrona. La alegría sin límites que sintió Hauke al ver a salió, y había traído el calentador.
su niña se trocó en tristeza. Se hizo venir al médico de la ciudad. –¿Por qué me mirais tan confusa, señora Levke?
Éste se sentó junto a la cama para tomarle el pulso, recetó y –¿Yo? Me habéis asustado con vuestra oración. Con ella no
miró en derredor suyo sin saber qué hacer. Hauke movía la cabe- salvaréis a nadie de la muerte.
za. «Si éste no ayuda, sólo Dios puede ayudar.» Él se había for- Hauke la miró con ojos penetrantes. –¿Frecuentáis también,
mado sus propias creencias cristianas, pero había algo que lo como nuestra Ann Gret, las reuniones de casa del sastre Jantje?

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–Sí, señor, las dos tenemos las verdaderas creencias. –¡Hauke, Hauke!, ¿dónde estás? –gritó; y cuando él entró
Hauke no contestó. Había tomado gran incremento entre corriendo a su cuarto y se acercó a la cama, echó ella los brazos
los frisios una secta religiosa separatista, llamada «onventikel». a su cuello–: ¡Hauke, marido mío, salvada! ¡Ya me quedo conti-
Artesanos venidos a menos, o maestros de escuela separados de go!
su cargo por el vicio de beber, desempeñaban el papel principal El viejo doctor sacó un pañuelo de seda del
en estas reuniones ocultas, a las que acudían mozas, mujeres bolsillo, se lo pasó por la frente y las mejillas y salió de la
jóvenes y viejas, gandules y gente solitaria, y en las cuales podía habitación haciendo signos afirmativos con la cabeza.
hacer de sacerdote cualquiera. De casa del Deichgraf, acudían A la tercera tarde después de este día, un zapatero despedi-
Ann Gret y el recadero, que estaba enamorado de ella, y allí do del trabajo por el Deichgraf, actuaba de orador devoto en
pasaban las tardes que tenían libres. Elke no había dejado de casa del sastre holandés. Explicaba a sus oyentes las cualidades
informar a Hauke de estas reuniones; pero él opinaba que, en de Dios y decía:
cosas de religión, nadie tenía que meterse, y que, como nadie se –El que niega la omnipotencia de Dios, el que dice «Yo sé
perjudicaba con esto, era mejor que ir a la taberna. que Tú no puedes hacer lo que quieres», (todos conocemos al
Así quedó el asunto, y por eso ahora había callado. Pero de desgraciado; pesa como una losa sobre nuestra parroquia) ha
él no callaban. Las palabras de su oración corrían de casa en caído en el olvido de Dios y busca el enemigo de Dios, al amigo
casa. Él había dudado de la omnipotencia de Dios. ¿Qué era del pecado, para que le consuele, porque la mano del hombre
Dios sin omnipotencia? Hauke era un renegado; la historia del necesita donde agarrarse. Pero, vosotras, guardaos de él; su ora-
caballo infernal debía de ser verdad. ción es una maldición.
Hauke no se enteró de nada de esto. Él no tenía aquellos También esto corría de casa en casa. ¿Qué es lo que no se
días, ni ojos ni oídos más que para su mujer; hasta ni la niña difunde en una parroquia tan pequeña? Y también llegó a oídos
parecía existir para él. El viejo doctor volvió; venía todos los de Hauke. No habló ni una palabra sobre ello, ni siquiera con su
días; algunos incluso repetía la visita. Una noche se quedó; es- mujer; solamente la abrazaba alguna vez con vehemencia y la
cribió otra receta y el mozo Iven Johns la llevó deprisa a la far- apretaba contra sí.
macia. Después la cara del médico fue alegrándose y dijo al –Séme fiel, Elke, séme fiel.
Deichgraf : « ¡Va bien, va bien!, con la ayuda de Dios.» Y un, Ella le miraba con asombro.
día... su arte venció a la enfermedad o Dios había escuchado la –¿Fiel a ti? ¿A quién he de ser fiel sino a ti? –Pero, al cabo de
oración de Hauke... Cuando el doctor estuvo solo con la enfer- un rato, había entendido sus palabras–: Sí, Hauke, no somos
ma le habló de esta manera: fieles; y no solamente porque nos necesitamos.
–Señora, ahora ya os lo puedo decir; hoy el doctor tiene su Y cada cual se fue a su trabajo.
día de fiesta; habéis estado muy grave; pero ya sois nuestra y Todo hasta aquí marchaba bien; mas, a pesar del intenso
pertenecéis de nuevo al mundo de los vivos. trabajo, él se encontraba solitario, y en su corazón anidaba el
Los ojos de Elke brillaban de alegría y su rostro estaba an- retraimiento y el rencor contra sus semejantes; sólo con su mu-
sioso. jer era siempre el mismo, y por la mañana y por la noche se arro-

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dillaba junto a la cuna de su niña, como si fuera el lugar de su sus ojos pardos a la niña, le solía decir: «Ven aquí, también tú
eterna salvación. Con los criados y trabajadores era más riguro- vas ha tener este honor»; y sentaba en la silla a la pequeña Wienke
so. A los torpes y descuidados que antes tratara con tranquila (así la habían bautizado) y llevaba al caballo de paseo por la
censura, los asustaba ahora con sus bruscos modales, y Elke, a colina. También al viejo fresno le cupo a veces tal honor: senta-
veces, trataba de arreglar su comportamiento con suaves pala- ba a la niña en sus ramas y la mecía. La madre contemplaba
bras. contenta esta escena desde la puerta. Pero la pequeña no reía;
Al acercarse la primavera, empezaron de nuevo los trabajos sus ojos, un poco apagados, miraban a la lejanía, y sus pequeñas
del dique. Para proteger las obras de la compuerta, se tapó el manos no cogían el palito que le ofrecía su padre. Hauke no se
hueco dejado para la esclusa, con un dique especial que tenía la fijaba, no entendía de niños pequeños: sólo Elke, cuando mira-
forma de media luna, en sus partes interior y exterior. La altura ba a la pequeña niña de ojos azules que llevaba su asistenta en
del dique principal crecía poco a poco a la par que la esclusa. El brazos, y que tenía la misma edad que Wienke, decía a veces
Deichgraf no se vio en nada aliviado de su trabajo, pues, en con dolor: «La mía no está tan adelantada como la tuya, Stina».
lugar de Jewe Manners, fallecido durante el invierno, entró Ole Y otra mujer que llevaba de la mano a su chico, un pequeño
Peters como apoderado. Hauke no quiso evitarlo; pero, en lugar gordinflón, sacudiéndolo con cariño, intervino una vez: «Sí, mujer;
de las palabras alentadoras y los golpecitos cariñosos sobre su los niños son todos diferentes; éste ya me robaba las manzanas
hombro izquierdo, que recibía del padrino de su mujer, encontró del cuarto, cuando no tenía más que dos años». Elke apartó de
en su sucesor una secreta resistencia, y tenía que responder a los ojos el rizado pelo al niño y apretó silenciosa contra su cora-
innecesarias objeciones, pues si bien pertenecía Ole a los más zón a la callada pequeñuela.
importantes propietarios, en las cuestiones del dique no era in- En octubre, ya estaba puesta y afirmada la esclusa en el
teligente. El «mozo escribano» de antes le seguía estorbando en dique nuevo. Tenía quince pies de altura sobre el nivel ordinario
su camino. de la marea alta. Sus perfiles descendían suaves en estos lados
Un cielo diáfano se extendía sobre el mar y la Marsch, y el del agua, menos en aquellos huecos que quedaban al lado del
Koog se animaba con el hermoso ganado, cuyo bramido rompía estero. Desde su lado noroeste, se veía, más allá de Jevershallig,
el silencio de la llanura de cuando en cuando. Cantaban sin cesar el inmenso mar. Pero también soplaban allí los vientos más fuer-
las alondras en las alturas. Ninguna tormenta había estorbado el tes, volaban al aire los cabellos y, él que se detenía contemplati-
trabajo y la esclusa ya estaba puesta con sus vigas de madera sin vo, tenía que calarse bien la gorra.
pintar, sin que ni un sólo día hubiera necesitado el amparo del A fines de noviembre, cuando comenzaron los temporales y
dique provisional. Dios Nuestro Señor parecía proteger la nueva las lluvias, sólo quedó por cerrar la garganta formada junto al
obra. Tambíén la señora Elke sonreía a su marido cuando volvía viejo dique, en la que, por el lado norte, entraba el agua del mar
a casa montando su caballo blanco. «Te has hecho un hermoso al nuevo Koog, por el estero. A ambos lados se levantaban las
animal», le decía, y golpeaba el lustroso cuello del caballo. Cuando paredes del dique, el espacio entre las cuales tenía ahora que
ella tenía su niña en brazos, saltaba Hauke a tierra y hacía bailar desaparecer.
en los suyos a la menuda criatura, y si el caballo blanco dirigía El tiempo seco del verano hubiera facilitado el trabajo; pero,

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de todos modos, aun con mal tiempo, había que hacerlo, pues un aullido de dolor del animalito. Hauke miró abajo; había visto
temporal fuerte podía poner en peligro toda la obra; y Hauke cómo lo lanzaron desde arriba; una ola de coraje le subió al ros-
hizo todo lo que pudo para llegar a su terminación. La lluvia tro enrojeciéndoselo. « ¡Parad, parad!», gritó a los de los carros
caía a torrentes y silbaba el viento, pero su figura enjuta, sobre el de abajo, que volcaban sin interrupción la greda mojada.
fogoso caballo blanco, se destacaba entre la masa oscura de los –¿Por qué? –gritó una voz ronca desde el fondo–. No será
hombres que, tanto arriba como abajo, trabajaban junto a la gar- por el mísero perro.
ganta en el lado norte del dique. Ahora se le veía abajo, junto a –¡Para! te digo –gritó Hauke de nuevo tráeme el perro; en
los volquetes que traían la greda de lejos, de la tierra de fuera. nuestra obra no se cometen barbaridades.
En este momento llegaban un buen número de ellos al estero y Pero nadie se movió; sólo cayeron un par de paletadas de la
trataban de volcar allí su carga. A través de la cortina de lluvia y pegajosa greda junto al animal que continuaba chillando. El
del zumbido del viento, se oyeron las enérgicas órdenes del Deichgraf picó con tal fuerza las espuelas al caballo que el ani-
Deichgraf, que quería mandar solo. Llamaba a los carros por sus mal dejó escapar un relincho y se lanzó vertiginoso dique abajo.
números y rechazaba a los que los empujaban. Salía un «¡Alto!» Todos le abrieron paso.
de su boca, y cesaba todo trabajo. «¡Paja!, una buena carretada –El perro –gritó–; quiero el perro.
de paja», gritaba a los de arriba, y de la carreta se precipitaba la Una mano suave le tocó el hombro, como si fuera la de Jewe
paja sobre la mojada greda. Abajo saltaban los hombres entre Manners; pero, cuando se volvió, reconoció a un amigo del vie-
ella y la deshacían, gritándoles a los de arriba que no les fuesen a jo.
enterrar. Vinieron nuevos carros y Hauke ya estaba otra vez arri- –¡Tened cuidado, Delchgraf! –le musitó–, no tenéis amigos
ba mirando desde su caballo blanco cómo revolvían con las pa- entre esta gente; dejad estar lo del perro.
las y volquetes el abra. El aire cortaba, y observó, por el brillan- El viento silbaba y la lluvia caía con estrépito; los hombres
te filo del agua, que cada vez subía más por el dique, y cómo las habían clavado las palas en la greda; algunos las habían tirado.
olas se levantaban cada vez más. También vio cómo chorreaban Hauke se inclinó hacia el viejo.
los hombres, empapados por la fuerte lluvia que caía sobre ellos, –¿Queréis sujetar mi caballo, Harke Jens? –preguntó, y, ape-
y que apenas podían respirar, fatigados por el pesado trabajo y nas le hubo tomado las riendas, saltó Hauke al fondo y cogió
por el viento que les cortaba el aliento. entre sus brazos al pequeño animal; que gemía, y casi en el mis-
–¡Aguantad, hombres, aguantad! –les gritó–, sólo un pie más mo instante estaba ya en la silla y subía por el dique. Sus miradas
de altura, y es bastante para esta marea. pasaron sobre los hombres que estaban junto a los carros–. ¿quién
A pesar de todo el estrépito del temporal, se oía el rumor de ha sido? –preguntó–. ¿Quién ha tirado al animal?
los trabajadores, el ruido de la arcilla al caer, el matraqueo de los Todos callaron al momento, porque la enjuta cara del
carros, el roce de la paja al resbalar; todo seguía incesante. Tam- Deichgraf destellaba ira y le tenían miedo, un miedo supersti-
bién se oía el gemir de un gozquezuelo canela que, perdido, y cioso. Después se le acercó un gañán con una nuca como un
temblando de frío, huia de los golpes de los hombres y las ruedas toro. –Yo no he sido, Deichgraf –dijo, y mordió un pedazo de
de los carros. De pronto, en el fondo de la garganta, se oyó un tabaco de marcas que introdujo con calma en la boca–; pero el

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que lo hizo, ha hecho bien; si queréis que dure vuestro dique, –Hacía ya días que vagabundeaba por la aldea; no es de na-
hay que enterrar algo vivo en él. die.
–¿Algo vivo? ¿En qué catecismo has aprendido eso? –Entonces, es mío –repuso el Deichgraf–. No olvidéis: ma-
–En ninguno, señor –respondió el hombre, y en su boca se ñana, a las cuatro –y se alejó cabalgando.
dibujó una sonrisa descarada–; eso lo sabían ya nuestros abue- Cuando llegó a su casa, salía Ann Gret por la puerta: llevaba
los, que se podían medir bien con vuestro cristianismo. Un niño el vestido limpio y a él le pasó por la cabeza que iría a casa del
es mejor; pero, cuando no lo hay, también sirve un perro. sastre holandés.
–Cállate con tus doctrinas paganas –le gritó Hauke–. ¡Mejor –Ponte el delantal –le gritó–. Y, como ella lo hiciera, le tiré
se taparía echándote a ti! el perrito lleno de barro–. Lléveselo a la pequeña Wienke; quie-
«¡Oh, oh!», se oyó salir de una docena de gargantas, y el ro que sea su compañero de juegos. Pero lávalo y caliéntalo pri-
Deichgraf vio a su lado caras furiosas y puños alzados. Com- mero; así harás una buena obra, porque el animalito está medio
prendió que no eran amigos, y el terror se apoderó de él pensan- muerto.
do en su dique. ¿Qué pasaría si tirasen ahora todas sus palas? Y, Y como Ann Gret no podía dejar de obedecer a su amo, por
al dirigir de nuevo la mirada hacia abajo, vio al amigo del viejo eso no fue aquel día al conventículo.
Jewe Manners: estaba entre los obreros, y hablaba con éste o Al siguiente día se dio la última paletada en el nuevo dique.
aquél, reía con uno y con cara amable golpeaba a otro en el hom- El viento habíase calmado; en vuelo gracioso, pasaban las ga-
bro. Uno tras otro cogieron nuevamente sus alas. Unos instantes viotas y zancudas sobre la tierra y el mar; desde Jevershallig,
más y el trabajo volvió a estar en plena marcha. ¿Qué más podía saliendo de mil picos a la vez, se oía el graznido de las ocas, que
querer? aún vivían a su placer en las costas del mar del Norte; y de la
Tenían que tapar la corriente, y al perro lo cobijaba seguro blanca niebla matutina que se elevaba de la vasta Marsch, surgió
entre los pliegues de su capa. Con resolución repentina. «¡Paja al lentamente un dorado día de otoño que alumbró la nueva obra
canto!», gritó imperioso, y como maquinalmente le obedeció el del ingenio del hombre.
carretero: pronto se oyó deslizarse la paja a la profundidad. En Pasadas unas semanas, vinieron con el Oberdeichgraf los
todas partes se movían de nuevo los brazos. comisarios señoriales a visitar el dique; en casa del Deichgraf se
Una hora más siguieron trabajando así; ya eran las seis y se celebró un gran banquete, el primero después de la muerte del
hacía de noche; la lluvia había cesado y Hauke llamó a los capa- viejo Tede Volkerts. Todos los apoderados e interesados más
taces a su lado. importantes estaban invitados. Después de comer, engancháronse
–Mañana por la mañana, a las cuatro en punto –dijo–, todos los coches de los invitados y del Deichgraf. El Oberdeichgraf
aquí, en su sitio; aún habrá la luna en el cielo y terminaremos, ayudó a subir al cabriolé a la señora Elke; después subió él y
Dios mediante. Y, ahora, otra cosa –gritó, cuando se iban a mar- cogió las riendas; quería llevar por sí mismo a la inteligente mu-
char–: ¿conocéis al perro? –y sacó al animal temblando de entre jer del Deichgraf. Así fueron, alegres, bajando la pendiente si-
su capa. guiendo por el camino hacia fuera, subiendo otra vez para llegar
Dijeron que no; uno añadió: al dique nuevo y, sobre este último, dieron una vuelta alrededor

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del recién creado Koog. Empezó a soplar un ligero noroeste y, a sólo quedaría en los escritos... El caballo blanco galopaba orgu-
los lados norte y poniente del nuevo dique subía la marca empu- lloso, Hauke continuaba percibiendo como un eco: «¡Hauke Haien
jada por el aire, pero con un choque más suave, gracias, sin duda Koog! ¡Hauke Haien Koog!»
alguna, al suave declive que se le había dado a aquél. De los En su pensamiento, el nuevo dique casi llegó a ser la octava
labios de los comisionados señoriales salían los mayores elogios maravilla del mundo; en toda Frisia no había otra cosa igual.
para el Deicharaf, y las objeciones en contra que apagadamente Hizo bracear a su caballo; le parecía estar en el centro de
hacían algunos apoderados quedaron pronto ahogadas, con lo todos los frisios, a muchos codos sobre ellos, y los miraba con
que todo aquello terminó. compasión.
Pero un día el Deichgraf recibió otra nueva satisfacción. Poco a poco pasaron tres años desde la terminación del di-
Paseaba a caballo por el nuevo dique, reflexionando tranquila- que; la nueva obra daba buen resultado: los gastos de conserva-
mente y satisfecho de sí mismo. Debía de surgir en su mente esta ción eran insignificantes; en el Koog florecía ahora por todas
pregunta: ¿Por qué al nuevo Koog, al que había entregado su su- partes el trébol blanco, y el aire de verano deleitaba a todo el que
dor y sus desvelos, y que sin él no existiría, le habían puesto el pasaba por sus prados, protegidos por el dique, con intensos eflu-
nombre de una de las princesas señoriales y le llamaban el Nue- vios de perfumados aromas. Había llegado el momento de trans-
vo Koog Carolina? En todos los documentos referentes a la obra, formar los ideales en realidades. Los propietarios de las parcelas
aparecía este nombre; en algunos, hasta en rojas letras góticas. lo serían definitivamente para siempre.
Levantó la vista y vio venir en dirección suya a dos campesinos. Hauke no había descuidado adquirir alguna más. Ole Peters,
Marchaban con sus herramientas el uno tras el otro, a unos vein- rencoroso, habíase abstenido; nada el pertenecía en el nuevo Koog.
te pasos de distancia. El reparto no pudo hacerse tampoco sin riñas y disgustos; pero
–Espérate –oyó gritar al que venía el último; pero el otro se había terminado al fin, y aquella fecha también quedó atrás
(que estaba cerca de uno de los caminos que bajaban del dique) para Hauke.
le contestó: Vivía ahora sólo para sus obligaciones, como amo de la fin-
–¡Otro día, Jens! Ya es tarde; luego tengo que partir greda. ca y como Deichgraf y entregado a la atención de los suyos.
–¿Dónde? Ya no estaban en este mundo los viejos amigos, y no quería
–¡Pues aquí en Hauke Haien Koog! adquirir otros nuevos. Pero bajo su techo había paz, no alterada
Lo gritó fuerte, bajando el camino, como si quisiera que lo tampoco por la sosegada niña, muy poco habladora. El incesan-
oyese toda la Marsch, que se extendía allá abajo. A Hauke le te preguntar, la curiosidad propia de los niños vivarachos, casi
pareció como si pregonasen su gloria; se irguió en la silla, picó nunca se daba en ella, y, cuando así sucedía, era en forma que
espuelas al caballo y miró insistente sobre el vasto paisaje que se resultaba difícil la respuesta. Pero en su carita linda y cándida
extendía a su izquierda. casi siempre había una expresión de alegría. Tenía dos camara-
«¡Hauke Haien Koog!» repetía en voz baja; y sonaba en sus das de juego que le bastaban; el perrito salvado por su padre que
oídos como si nunca más pudiese tener otro nombre. Hiciesen saltaba alrededor de ella cuando correteaba por la finca, y eran
lo que hiciesen, no podrían evitar su nombre; el de la princesa... tan inseparables que, cuando se le veía en algún sitio, de seguro

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que no se hallaba lejos la pequeña Wienke. El segundo camara- –Si –dijo la vieja–, si yo tuviese tus piernas ágiles, Deichgraf.
da era una gaviota de cabeza negra. El perro llamábase «Perle», Así, y con cosas por el estilo, agradecía la ayuda que le pres-
y la gaviota «Claus». taban en casa del Deichgraf; pero, de pronto, cambió. Una ma-
Una anciana había acomodado a «Claus» en la finca. La octo- ñana, asomó su cabeza la pequeña Wienke, por la puerta entre-
genaria Trín’ Jans, por falta de medios, no podía seguir en su cho- abierta.
za de fuera del dique. Elke opinó que la antigua criada de su abue- –Bueno –gritó la vieja, que estaba en su silla de madera,
lo podía encontrar con ellos una vejez tranquila y una buena cama mano sobre mano–, ¿qué me tienes que decir?
donde terminar sus días, y medio a la fuerza se la llevaron ella y Pero la niña se acercó silenciosa y la miró con indiferencia.
Hauke a su finca. Y allí tenía un cuartito al noroeste, en el nuevo –¿Eres la hija del Deichgraf ? –le preguntó Trin’ Jans; y, como
hórreo construido por Hauke, años antes, con la intención de agran- la niña hiciese un signo afirmativo con la cabeza, continuó–:
dar su importante hacienda, al lado de la casa principal. Una par Siéntate, pues, aquí, en mi banqueta. ¡Era un gato de Angora...
de mozas tenían sus dormitorios a su lado, y así podían asistir a la así de grande! Pero tu padre lo mató. Si aún estuviese vivo, lo
anciana por la noche. En su habitación, a lo largo de las paredes, podrías montar ahora mismo.
tenía todos sus viejos enseres: una arquilla de madera hecha de Wienke dirigió su mirada sobre la piel blanca; después se
cajas de azúcar; encima, dos cuadros en colores del hijo perdido; arrodilló y empezó a acariciarla con sus manecitas, como suelen
una rueca que hacía tiempo no se utilizaba, y una cama con corti- hacerlo los niños con un gato o un perro vivos.
nas muy limpias ante la cual había una tosca banqueta forrada con –i Pobre gato! –dijo, y continuó sus caricias.
la piel de aquel dichoso gato de Angora. También poseía un ser –Así –dijo al rato la vieja–, por ahora, basta, y también hoy
viviente, y se lo llevó consigo: la gaviota «Claus», que tenía desde puedes montarlo; tal vez lo mató tu padre para esto–. Levantó a
hacía unos cuantos años y a la que daba de comer con sus manos. la niña por ambos brazos y la sentó en la banqueta con brusque-
En invierno, se marchaba, con las demás gaviotas, hacia el sur, y dad. Pero como se quedó sentada, muda y sin moverse, sólo
volvía cuando florecía el ajenjo. mirándola, empezó a mover la cabeza:
El hórreo estaba situado un poco más bajo que la casa, por –Le estás haciendo daño. ¡Dios mío!; sí, sí, le estás haciendo
lo que la vieja no podía ver el mar desde su ventana. daño –murmuraba; pero parecía sentir lástima de la niña; y pasa-
–Me tienes aquí como prisionera, Deichgraf –gruñó, un día ba su huesuda mano sobre los cortos cabellos de la pequeña,
que la visitó Hauke, y señalaba con sus dedos torcidos hacia las que la miró como si le acariciase.
parcelas de fuera que se extendían abajo–: ¿Dónde está Desde entonces, Wienke iba todos los días al cuarto de la
Jeverssand?, ¿más allá del buey rojo o del buey negro? vieja; en seguida se sentaba por sí sola en la banqueta de Angora,
–¿Qué quieres de Jeverssand? –preguntó Hauke. y Trin’ Jans le ponía en su pequeñas manos pedacitos de pan y
–¡Qué Jeverssand! –gruñó la vieja–. Quiero ver el sitio des- carne, que siempre tenía guardados, para que los tirase al suelo.
de donde se fue con Dios mi hijo. Entonces salía la gaviota con las alas abiertas, gañiendo, y se
–Si quieres ver eso –respondió Hauke–, debes sentarte arri- precipitaba sobre ellos. Al principio, se asustaba la niña y gritaba
ba, debajo del fresno; desde allí verás todo el abra. temerosa del ave, grande y saltadora; pero pronto fue como un

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juego aprendido; cuando asomaba su cabecita por el quicio de la –Habrá tormenta –dijo–. Marchaos en seguida, y así esta-
puerta, se lanzaba el pájaro hacia ella posándose sobre su cabeza réis pronto de vuelta.
u hombro hasta que venía la vieja en su ayuda y empezaba a darle Hauke reía.
de comer. Trin’ Jans, a quien nunca le había gustado que nadie –A nosotros no nos cogerá –y subió la niña a la silla. Elke se
alargase la mano para tocar su «Claus», veía ahora, pacientemen- quedó allí un rato y, poniendo la mano sobre los ojos, haciéndo-
te, cómo la niña acostumbraba poco a poco el ave a su compañía. se sombra con ella, miró cómo bajaban los dos la cuesta. Trin’
Ya se dejaba coger mansamente por ella, que la envolvía en su Jans, sentada sobre la piedra, murmuraba palabras incomprensi-
delantal llevándola de un lado a otro, y cuando, en la finca, el bles con sus labios marchitos.
perrito canelo saltaba alrededor y se tiraba celoso sobre ella, solía La niña iba en los brazos de su padre, inmóvil, como si res-
gritar: «Tú, no, tú, no, «Perle»». Y la levantaba y la defendía hasta pirara con dificultad bajo la presión de la tormenta. Inclinó él la
que conseguía la libertad por sí misma y volaba chillando sobre la cabeza sobre la pequeña y le preguntó:
finca; entonces, el perro, saltando zalamero, buscaba conquistar –¿Qué, Wienke?
su puesto en los brazos que el pájaro había dejado. Lo miró un rato.
Si por casualidad, Hauke y Elke veían este raro trébol de –Padre –dijo–, tú sí que lo puedes ¿Tú lo puedes?
cuatro hojas, que sostenía en su tallo las cuatro hojas de la mis- –¿Qué es lo que puedo yo, Wienke?
ma condición, envolvían en una mirada cariñosa a su niña; pero Pero callaba; parecía como si ella misma no hubiera com-
cuando se volvían, quedaba en sus rostros una expresión de do- prendido su propia pregunta.
lor que cada uno de los dos llevaba oculta sin comunicársela. Era la pleamar; cuando subieron al dique, el reflejo del sol en el
Una mañana de verano estaba Wienke sentada con la vieja y los agua inmensa le deslumbró; un torbellino levantaba las olas hasta lo
dos animales sobre unas grandes piedras, delante del hórreo. Sus alto y luego venían otras nuevas que se reventaban chasqueando
padres pasaron por delante; el Deichgraf, que se dirigía al dique, contra la playa. La pequeña, llena de miedo, se agarró a la mano de
iba a pie, llevando detrás el caballo blanco, que él mismo había su padre que llevaba las riendas; el caballo dio un salto de costado.
traído del prado, con las riendas al brazo. Su mujer se había col- Entonces miró a su padre con sus azules ojos llenos de susto:
gado del otro. Calentaba el sol con un calor de tormenta y de –¡El agua, padre! –gritaba.
cuando en cuando soplaba una ráfaga del sureste. La niña no se Pero el le apartó las manos con suavidad y dijo:
encontraba a gusto en aquel sitio y quiso marcharse; quitó la –Calla, nena, estás con tu padre; el agua no te hará nada.
gaviota de su falda y se cogió a la mano de su padre. Sacudió ella sus cabellos de un rubio pálido de la fente y
–Bueno, ven –dijo éste. atrevióse a mirar de nuevo el mar.
–Señora Elke –gritó la vieja–. ¿Con este aire? ¡Te se volará! –No me hará nada –dijo temblando–; no, dile tú que no nos
–Ya la agarraré yo; hoy tenemos el aire caliente y el agua haga nada, tú que puedes, y entonces, no nos hará nada.
saltarina; así podrá ver cómo bailan las olas. –Yo no puedo hacerlo, nena –contestó Hauke, serio.
Elke entró en casa y sacó un mantoncito y una gorrita para –Pero el dique sobre el cual estamos, nos amparará; y éste lo
su niña. has pensado y mandado hacer tú, padre.

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Sus ojos lo miraban como si no comprendiera bien; después de los años, siempre será una niña. ¡Oh, Dios mío!, es imbécil;
escondió su cabecita, excepcionalmente pequeña, entre el am- necesito decirlo delante de ti.
plio capote de su padre. –Ya lo sabía hace tiempo –dijo Hauke, sin soltar la mano de
–¿Por qué te escondes, Wienke? le preguntó él–, ¿aún tie- Elke.
nes miedo? –Así estamos como si estuviéramos solos –añadió ella.
Y una vocecita temblorosa salió de entre los pliegues del Pero Hauke movió la cabeza:
capote: –Yo la quiero, y ella me echa sus bracitos al cuello y se aprieta
–Wienke prefiere no ver, ¿pero tú lo puedes todo, padre? fuertemente contra mi pecho; por nada del mundo quisiera per-
Se oyó un lejano trueno, y arreció el viento. –Hola –exclamó derla.
Hauke–. ¡Qué es lo que viene! E hizo retroceder su caballo–. La mujer miraba sombría.
Ahora vámonos a casa con mamá. –¿Pero por qué? –dijo–, ¿qué pecados tengo que purgar yo,
La niña respiró profundamente, y sólo cuando llegaron cer- su pobre madre?
ca de la casa levantó su cabecita del pecho de su padre. Una vez –Sí, Elke; eso mismo le he preguntado también yo a Él, a
despojada del mantoncito y la capucha, quedó embobada y muda quien solamente puede saberlo, pero tú sabes que el Todopode-
ante su madre. roso no da respuestas a los hombres... tal vez porque no las en-
–Bueno, Wienke –le dijo ésta, y la movió un poco–, ¿te gus- tenderíamos.
ta el mar, tan grande? Había cogido también la otra mano de su mujer y la atrajo
La niña abrió los ojos con expresión de admiración. suavemente hacia sí.
–Habla –dijo–, Wienke tiene miedo. –No te desanimes, sigue queriendo a tu hija como la quie-
–No habla, solamente rumorea y brama. res; ten la seguridad de que ella te comprende.
La niña miró a la lejanía: Entonces Elke inclinó su cabeza sobre el pecho de su mari-
–¿Tiene piernas? –preguntó–, ¿Puede pasar el dique? do y se hartó de llorar; pero no estaba sola con su pena. De
–No, Wienke, de eso se ocupa tu padre; él es el Deichgraf. pronto le sonrió; después de un fuerte apretón de manos salió
–Sí –dijo la niña dando palmadas y con una sonrisa, añadió– precipitadamente y se trajo la niña del cuarto de la vieja Trin’
: Padre lo puede todo...todo. Jans, la sentó sobre sus rodillas y la besó y acarició hasta que
De pronto, volvió la espalda a su madre diciendo: dijo balbuciendo:
–Deja a Wienke ir con Trin’ Jans, que tiene manzanas encar- –¡Madre, mi querida madre!
nadas. Así vivía la gente, tranquila y unida, en la finca del Deichgraf;
Elke abrió la puerta y dejó salir a la niña, y cuando cerró de si no hubieran tenido la niña, la hubieran echado de menos.
nuevo miró con profunda tristeza a su marido. Pasó lentamente el verano; los pájaros emigrantes se habían
Él le tomó una mano, apretándosela, como si no necesitase marchado; ya no cantaban las alondras en las alturas; sólo delan-
ninguna palabra; pero ella dijo: te de los graneros donde se trillaba picoteaban algunas los gra-
–No, Hauke, déjame hablar: la niña que te he dado al cabo nos y gorjeaban tímidas su breve canto; el hielo ya había endure-

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cido el suelo. Una tarde, estaba Trin’ Jans sentada en la cocina –Trin’ Jans –dijo una voz potente desde la puerta de la coci-
de la casa principal, en un peldaño de la escalera de madera que na, y la vieja se estremeció ligeramente. Era el Deichgraf, Hauke,
subía del hogar a la buhardilla. que estaba allí apoyado en una pilastra–. ¿Qué tonterías le cuen-
Parecía que en las últimas semanas había revivido; iba ahora a tas a la niña? ¿No te he mandado que te guardes tus cuentos
gusto alguna vez a la cocina y veía trajinar a la señora Elke; ya no para ti, o que se los cuentes a las ocas y las gallinas?
decía que sus piernas no la podían llevar, desde que un día la peque- La vieja le echó una torva mirada y empujó a la niña aleján-
ña Wienke la llevó, tirándola del delantal. La niña estaba ahora arro- dola de sí.
dillada a su lado y miraba con sus ojos tranquilos las llamas que –No son cuentos –murmuró–; me lo contó mi tío abuelo.
salían del hogar: una de sus pequeñas manos cogía la manga de la –Es lo mismo –dijo la vieja–. Pero no lo creéis, Hauke Haien;
vieja; la otra la tenía sobre su cabellera rubia. Trin’ Jans narraba: queréis dejar por embustero a mi tío abuelo.
–Tú sabes –dijo– que yo prestaba servicio como moza en Después se acercó al hogar y se puso a calentarse las manos
casa de tu bisabuelo, que era más listo que nadie. Fue una vez, sobre el fuego.
hace ya muchísimo tiempo, en una noche que hacía luna y tenía El Deichgraf echó una mirada a la ventana; fuera, empeza-
yo que dar de comer a los cerdos. Habían mandado cerrar la ba a anochecer.
esclusa del abra y ella no podía salirse al mar. ¡Oh, cómo chilla- –Ven, Wienke –y atrajo la niña hacia sí–; ven conmigo; te
ba y se cogía sus duros y revueltos cabellos con manos de pez! quiero enseñar una cosa en el dique; tenemos que ir a pie, el
Si, niña; yo la vi y la oía chillar, yo misma. Las zanjas que divi- caballo blanco está en la herrería.
dían las parcelas estaban todas llenas de agua, la luna las ilumi- Entró en la habitación inmediata y Elke le puso un grueso
naba y brillaban como la plata, y ella nadaba de una zanja a la pañuelo de lana al cuello y un mantoncito por los hombros a la
otra; se la oía chapotear desde bien lejos, y levantaba y juntaba niña. Poco después se marchaban padre e hija al dique viejo,
aquellas manos tan raras como si quisiera rezar. Pero, niña, cria- hacia el nordeste, pasando frente a Jeverssand hasta donde se
turas como éstas no pueden rezar. Yo estaba sentada en unas ensanchaba tanto la marisma que apenas podía abarcarse con la
vigas delante de la puerta de la casa y miraba a lo lejos por enci- vista.
ma de las parcelas; y la ondina seguía nadando por las zanjas y Tan pronto la llevaba en brazos como de la mano.
cuando levantaba los brazos, brillaban como plata y diamantes. Anochecía cada vez más aprisa; a lo lejos, todo desaparecía
Después desapareció, y las ocas silvestres y las gaviotas cruza- entre la niebla. Allá adonde apenas alcanzaba la vista, las co-
ron de nuevo el aire gañendo y chillando. rrientes invisibles habían roto el hielo y, como Hauke Haien vie-
Calló la vieja; la niña había entendido algunas palabras. ra en su juventud, salían de las grietas nubes humeantes entre
–¿Sabía rezar? –preguntó–. ¿Qué dices? ¿Quién era? las cuales aparecían otra vez las lúgubres y grotescas figuras que
–¡Niña! –dijo la vieja–. ¡Era la ondina! Son seres quiméricos saltaban unas contra otras, haciendo reverencias para de pronto
que no pueden ir al cielo. ensancharse horriblemente.
–No ir al cielo– repetía la niña como si lo hubiera compren- La niña se agarraba miedosa a su padre y se cubría la carita
dido, y un suspiro profundo salió de su pequeño pecho. con la mano de él.

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–¡Los demonios del mar! –murmuraba temblando–. ¡Los sol, que había estado luciendo, habíase ocultado hacía ya rato
demonios del mar! entre la niebla.
Su padre movía la cabeza: Durante el invierno había habido dos inundaciones, aunque
–No, Wienke, ni ondinas ni demonios del mar; no existen; sin importancia; solamente hubo que lamentar que se ahogase
¿quién te ha contado eso? un rebaño de ovejas, en la orilla de enfrente, y el mar se hubiere
La niña levantó la vista y le miró indecisa, pero no contestó. llevado un pedazo de la tierra de afuera; por el lado del nuevo
Él acarició con ternura sus mejillas. Koog no hubo daños que valiesen la pena de mencionar. Pero la
–Míralo bien –dijo–; son solamente pobres aves hambrien- pasada noche había arreciado la tempestad. Ahora tenía que sa-
tas: mira cómo ahora abre sus alas aquella tan grande; se llevan lir él mismo, para verlo todo por sus propios ojos. Subiendo des-
los peces que hay en las grietas humeantes. de el ángulo sudeste, había visitado ya el dique nuevo, encon-
–Peces –repitió Wienke. trándolo todo bien conservado; pero, cuando llegó al rincón del
–Sí, nena; todos son seres vivos como nosotros; otras cosas nordeste, allí donde se unía el dique nuevo con el viejo, vio, que,
no existen; pero Dios está en todas partes. aunque el primero estaba intacto, donde antes alcanzaba la co-
La pequeña Wienke miraba fijamente al suelo y retenía la rriente al viejo, siguiendo su curso a lo largo de él, la capa vege-
respiración; parecía como si mirase asustada a un abismo. El tal estaba destrozada en un ancho trozo que se había llevado la
padre la contempló largo tiempo, se agachó y observó su carita; corriente, y dentro de la masa del dique pudo observar una gran
pero ninguna emoción de su alma impenetrable se manifestaba cueva, minada por la marea, que dejaba descubiertas innumera-
en ella. La subió a su brazo y metió sus entumecidas manos en bles galerías hechas por los ratones. Hauke bajó del caballo y
uno de sus gruesos guantes de lana. miró el destrozo de cerca. Las galerías parecían seguir hasta más
–Así, mi Wienke –la pequeña seguro que no percibiría el lejos.
tono de efusión impetuosa de sus palabras–, así; caliéntate junto Se asustó. Todo esto debía haberse remediado ya durante la
a mí. Eres nuestra hijita, nuestra única hijita, y nos quieres. construcción del nuevo dique; pero como se había desatendido
La emoción ahogaba su voz; pero la chiquilla apretujaba entonces, era necesario arreglarlo ahora... El ganado aún no es-
cariñosa su cabecita contra la fuerte barba de su padre y de esta taba en los prados. Habíase retrasado como nunca en crecer la
manera volvieron tranquilos a su casa. hiebra: todo estaba yermo y desierto. Montó angustiado de nue-
Pasado Año Nuevo, volvió otra vez la inquietud a la casa. vo su caballo y recorrió todo de un lado a otro. Era la bajamar, y
Unas fiebres palúdicas pusieron al Deichgraf al borde de la tum- se dio cuenta de que la corriente, desde fuera, había excavado
ba, y cuando, gracias a los cuidados de Elke, recuperó la salud, un nuevo lecho, chocando, desde el noroeste, sobre el dique vie-
no parecía el mismo. La debilidad de su cuerpo pesaba sobre su jo; el nuevo, con su perfil bastante más suave había podido re-
espíritu, y Elke vio con preocupación con qué facilidad estaba sistir el choque.
casi siempre contento. Sin embargo, a fines de marzo, le fue ne- Un cúmulo de nuevos y fastidiosos trabajos, se presentaba
cesario subir a lo largo del dique, y montó en su caballo blanco ahora ante el Deichgraf: no solamente había que reforzar el di-
por primera vez después de su enfermedad. Era por la tarde, y el que viejo; también había que arreglar su perfil, igualándolo al

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nuevo. Sobre todo tendríase que desviar la nueva y peligrosa –Cosas del dique –murmuró–; quisiera encontrar a alguno
corriente, mediante otro cauce o una empalizada de madera. Otra de los apoderados.
vez más, recorrió el dique nuevo, hasta el rincón del noroeste, Ella le siguió y le apretó la mano cuando salía por la puerta. A
con la vista fija en el nuevo lecho de la corriente que se destaca- Hauke Haien, que siempre lo había decidido todo por sí mismo, le
ba claramente en el fondo de este lado. El caballo blanco se urgía hoy obtener una palabra de aquellos a quienes nunca había
apresuraba, resoplaba y golpeaba con sus cascos delanteros; pero querido consultar. En el mesón, encontró a Ole Peters en la mesa
el jinete lo retenía; quería ir despacio; también quería dominar la de juego, con dos de los apoderados y un vecino del Koog.
intranquilidad que crecía en su interior cada vez más. –Vendrás de fuera, Deichgraf –dijo el primero, recogiendo
Si viniese una marea grande... una como la que, en 1655, se las cartas a medio repartir, para tirarlas de nuevo.
llevó inmensos bienes y multitud de personas... Si volviese, como –Sí, Ole –repuso Hauke–: He estado allí; está mal aquello.
habían sucedido más de una vez, entonces... –un escalofrío –¿ Mal ?... Pues será cuestión de una capa de paja y poca
recorrío su cuerpo– el viejo dique no resistiría el golpe que se cosa más; también estuve allí mirándolo esta tarde.
lanzaría sobre él. Y en ese caso, ¿qué ocurriría entonces ... ? Sólo –No se podrá arreglar con tan poca cosa, Ole –contestó el
había un único remedio para intentar salvar al Koog viejo y las Deichgraf–, la corriente ha aparecido de nuevo y, aunque no
vidas y haciendas que en él había. Hauke sentía cómo se le para- ataque al viejo dique por el norte, lo hace ahora por el noroeste.
lizaba el corazón; su cabeza, tan fuerte siempre, sentíala vacilar; –Debías haberlo dejado como lo encontraste –dijo Ole, con
sus labios no lo pronunciaron pero en su interior una voz fuerte tono seco.
decía: «¡Tu Koog, el Hauke-Haien-Koog debiera sacrificarse, –Quieres decir –repuso Hauke–, que el nuevo Koog, como
preforando el dique nuevo!» no te importa, no debiera existir; pero eso es culpa tuya. Aunque
En su imaginación vio cómo se precipitaba la gran marea tuviésemos que hacer empalizadas para proteger el dique viejo,
invadiéndole todo, cubriendo la hierba y el trebol con su salada tendríamos, para pagarlo con creces, las cosechas de trebol que
y espesa espuma. Hirió con las espuelas los flancos de su caballo se cría detrás del nuevo.
blanco y, lanzando un grito, salió al galope por el dique, y bajó la –¿Qué decís, Deichgraf ? –gritaron los apoderados—. ¿Em-
cuesta hacia su finca. palizadas? ¿Cuántas? Os gusta escogerlo todo siempre por el lado
Llegó a su casa con la cabeza llena de planes desordenados más caro.
y poseído de un temor interior. Se sentó en la poltrona y, cuando Las cartas seguían abandonadas sobre la mesa.
Elke con su hija entraron en la habitación, se levantó, acercó –Te voy a decir, Deichgraf –dijo Ole Peters, apoyando los
hacia sí a la niña y la besó; después, apartó al perrito de su lado codos sobre el muelle–, que tu nuevo Koog es una obra que tú
con ligeros golpes. nos has levantado y que se lo come todo. ¡Aún estamos bajo el
–Tengo que salir y subir al mesón –dijo, y cogió su gorra del peso de tus diques tan anchos! Ahora nos come al dique viejo y
gancho de la puerta, donde la había dejado poco antes. hay que renovarlo. Por suerte, no hay para tanto; esta vez ha
Su mujer le miró preocupada: resistido y resistirá en el futuro. Monta mañana tu caballo blan-
–¿Qué quieres hacer allí? ¡Ya se hace de noche, Hauke! co otra vez.

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Hauke había ido allí, saliendo de la paz de su casa; tras de en el dique que las mareas. Desde luego, había que poner reme-
las casi moderadas palabras, que acababa de escuchar, había (no dio; pero con una excavación cuidadosa, y, como Ole Peters
dejaba de reconocerlo) una dura oposición. Sentía a la vez que dijo, cubriendo de nuevo con paja y raíces de césped la brecha,
le faltaba la energía de antes y dijo: se podía arreglar el daño causado..
–Haré lo que me aconsejas, Ole; pero me temo que todo lo –No fue para tanto –se dijo algo más aliviado–; ayer te por-
encontraré exactamente como lo vi hoy. taste como un tonto.
Una noche intranquila siguió a este día. Hauke daba vueltas Llamó a los apoderados y se convinieron los trabajos sin opo-
en la cama, sin dormir. sición, lo que hasta entonces nunca había sucedido. El Deichgraf
–¿Qué te pasa? –le preguntó Elke, que estaba despierta por sintió extenderse por su aún debilitado cuerpo una tranquilidad
la preocupación que sentía por su marido–. Algo pesa sobre ti; confortadora. Al cabo de unas semanas todo estaba hecho.
desahógate, como lo hemos hecho siempre. El año continuaba su curso pero cuanto más avanzaba y los
–No es nada de particular, Elke –respondió él–, hay algo recién puestos trozos de césped verdeaban y arraigaban a través
que reparar en las esclusas del dique; tú sabes que estas cosas de la capa de paja, con más intranquilidad pasaba Hauke a pie o
siempre las medito de noche. a caballo por aquel sitio que le producía horror y atracción a la
Y no dijo más: quería reservarse la libertad de acción. En vez: volvía la vista al lado opuesto o montaba al borde mismo
los momentos actuales de debilidad, la clara inteligencia y el del costado interior del dique; más de una vez, teniendo que
espíritu fuerte de su mujer, se le aparecían como un obstáculo pasar por aquel lugar, desistió, mandando llevar de nuevo a la
del cual se apartaba sin darse cuenta. cuadra su caballo ya ensillado; otro día, no teniendo nada que
A la mañana siguiente, cuando de nuevo llegó al dique, el hacer allí, fue a pie, para salir de su casa sin que nadie le viera;
mundo le pareció otro que el día anterior. También era la baja- en ocasiones, retrocedía, le faltaba valor para recorrer y mirar de
mar, pero aún no era el mediodía; un claro sol de primavera de- nuevo aquel sitio fatídico. Hubiera querido abrirlo todo súbita-
jaba caer sus rayos casi verticales, sobre la marisma intermina- mente con las manos; como un remordimiento que se hubiera
ble. Las blancas gaviotas planeaban tranquilas yendo y vinien- apoderado de él, tenía este trozo de dique ante su vista. Pero su
do, e, invisibles, en las alturas del cielo azul, cantaban las alon- mano no podía tocar nada allí y no quería hablar a nadie de ello,
dras sus melodías eternas. Hauke, que no sabía cómo nos puede ni siquiera a su mujer. Así había llegado septiembre; durante una
engañar la Naturaleza con sus encantos, estaba en el rincón del noche descargó una ligera tempestad, que tomó rumbo al no-
noroeste del dique y buscaba el nuevo lecho de la corriente, que roeste.
tanto le había asustado ayer; pero a la fuerte luz del sol, apenas A la mañana siguiente, que apareció nublada y triste en la
lo podía distinguir. Sólo haciéndose sombra con la mano sobre bajamar, montó Hauke su caballo dirigiéndose al dique, y se so-
los ojos, protegiéndoselos de los rayos cegadores del sol, lo veía; bresaltó al pasar la vista sobre la marisma: allí, al noroeste, vol-
pero aún así, las sombras del anochecer de la víspera debían de vió a ver de pronto el nuevo lecho de la corriente, con más visi-
haberle confundido. Se marcaba débilmente. Las galerías de los ble y profunda excavación. Creyó ver un fantasma; pero, por
ratones al descubierto tenían que haber sido mayor causa de daño mucho que forzaba su vista, no quería desaparecer.

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Cuando llegó a su casa, Elke tomó una de sus manos. –¿Qué hace? ¿Qué es eso, padre? –dijo en voz baja y miedo-
–¿Qué tienes, Hauke? –le dijo, mirando su cara sombría–; sa, hundiendo sus uñas en la mano de su padre.
¿hay alguna nueva desgracia? i Somos tan felices ahora! Me pa- –Se muere –dijo el Deichgraf.
rece que vives en paz con todos ellos. –¡Muere! –repetía la niña, y parecía caer en confusa reflexión.
Ante estas palabras, Hauke no podía manifestar su confuso –¡Jins, Jins! –y levantando sus descarnados brazos hacia el
miedo. mar resplandeciente allí fuera, gritó como pidiendo socorro–:
–No, Elke –dijo–, no me acosa nadie; es sólo la gran respon- ¡Ayúdame, ayúdame, tú que estás en el agua!... ¡Misericordia para
sabilidad de mi cargo, que ha de defender la parroquia del mar los demás!
de Dios Todopoderoso. Sus brazos cayeron; se percibió un leve crujido de la cama:
Se soltó de su mano, para evitar más preguntas de su amada había dejado de existir.
mujer. La niña suspiró profundamente y, alzando sus claros ojos,
Fue al establo y al granero, como si tuviese que inspeccio- miró a su padre diciendo:
narlos; pero no se fijó en nada: estaba solo, afanado en tranqui- –¿Aún se está muriendo?
lizar sus remordimientos de conciencia y en convencerse de que –¡Ya ha terminado! –dijo el Deichgraf cogiendo la niña en
todo era un miedo enfermizo y exagerado. brazos–. Ahora está lejos de nosotros, está con Dios.
El año de que os hablo y que nunca olvidarán en estos luga- –Con Dios –repitió la niña, y guardó silencio un rato, como
res –dijo después de haber hecho un prolongado silencio mi amigo si pensara sobre las palabras oídas–: ¿Se está bien con Dios?
el maestro–, era el 1756. Trajo una muerte a casa de Hauke –Sí, es lo mejor... –pero en el interior de Hauke resonaban
Haien. fuertemente las últimas palabras de la moribunda. «¡Misericor-
A fines de septiembre, Trin’ Jans, que casi tenía noventa dia para los demás!» ¿Qué quería decir la vieja bruja? ¿Es que
años, yacía moribunda en su cuartito junto al granero. acaso los moribundos son profetas?...
Habíanla incorporado en el lecho, según su deseo, y sus ojos Poco tiempo después de enterrar a Trin’ Jans en el cemente-
miraban a la lejanía a través de los pequeños y emplomados cris- rio de la iglesia, se hablaba y repetía, cada vez con mayor fre-
tales. Debía de haber una capa de aire más sutil sobre otra más cuencia, de toda clase de desgracias y plagas que atemorizaban a
densa, pues se producía un considerable espejismo, que en aquel la gente de la Frisia del norte; y fue cierto que el domingo de San
momento subía del mar como una franja de plata sobre el borde Lázaro cayó el gallo dorado de la veleta de la torre de la iglesia,
del dique, penetrando su luz cegadora en el aposento; también arrancado por un torbellino; también era cierto que durante la
se distinguía la punta sur de Jeverssand. canícula, cayó, como una granizada, una gran nube de bichos,
A los pies de la cama estaba la pequeña Wienke asida fuer- cegando a la gente y cubriendo los campos en una altura de casi
temente a una mano de su padre. La muerte ya dibujaba sus un palmo. Nadie había visto cosa semejante. Cuando, a fines de
huellas en el rostro de la moribunda, y la niña contemplaba fija- septiembre, fueron al mercado de la ciudad, el mozo mayor con
mente, sin respirar, la lúgubre e incomprensible transformación trigo y la moza Ann Gret con manteca, al regresar descendieron
de aquella faz fea, pero tan familiar para ella. de su carro con las caras pálidas como la cera. «¿Qué hay?, ¿qué

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os pasa?», exclamaban las demás mozas, que al ruido del carrua- Era a fines de octubre, antes de Todos los Santos.
je salieron de la casa. Había reinado un fuerte suroeste durante todo el día. Por la
Ann Gret entró jadeante en la amplia cocina. noche, lucía la media luna en el cielo; corrían pardas nubes, que
–¡Cuenta, cuenta! –gritaban de nuevo las mozas–. ¿Dónde la cubrían a intervalos; sombras y luz mortecina se confundían
es la desgracia? en la tierra. La tempestad iba en aumento. En la estancia del
–¡Ay, que Dios nos ampare! –dijo Ann Gret–. Me lo ha con- Deichgraf aún estaba la mesa sin quitar. Los mozos habían ido
tado la vieja Mariken, la de ahí enfrente, al otro lado del agua; la al establo para cuidar del ganado; las mozas revisaban la casa y
de la tejera, con la que estoy siempre junto a la farmacia para subieron a la buhardilla, cuidando que estuviesen bien cerradas
vender la manteca. Me lo ha contado ella, e Iven Johns también ventanas y puertas, no fuese a entrar el viento y causase daños.
lo decía: «¡Va a suceder una desgracia!» dijo él, «una desgracia Hauke estaba detrás de la ventana, al lado de su mujer. Acababa
sobre toda Frisia; me lo puedes creer Ann Gret ... » Y ella bajaba de devorar su cena. Había estado fuera, en el dique adonde de
la voz: Lo del caballo había ido a pie a primeras horas de la tarde. Había mandado
blanco del Deichgraf, también debe de ser verdad. llevar pilotes de madera y sacos llenos de greda y tierra a aque-
–¡Chist, chist! –dijeron las demás mozas. –Bueno, bueno, ¿a llos lugares del dique que le parecieron ofrecer poca resistencia:
mi qué me importa? Allí enfrente en el otro lado, aún es peor que en todas partes empleó gente para clavar los palos y echar los
aquí. No han llovido solamente moscas y bichos; también ha caí- sacos de tierra tan pronto la marea empezase a destrozar el di-
do sangre del cielo, y, el domingo por la mañana, el pastor encon- que.
tró dentro de su palangana cinco calaveras del tamaño de un gui- En el rincón del noroeste, donde se unían el nuevo y el viejo
sante y todos fueron a verlo. En el mes de agosto, unas horribles dique, estaba reunido el mayor número de hombres; sólo en un
orugas con cabeza encarnada invadieron el campo y se comieron caso de urgencia podían ausentarse de los sitios indicados. Así
el trigo, la harina y el pan, y no había fuego que las extinguiera. lo había ordenado. Apenas haría un cuarto de hora que había
La narradora calló de repente; nadie había visto entrar en la llegado a su casa, mojado y con el pelo en desorden; y, ahora,
cocina a la señora de la casa. con el oído atento a las ráfagas de viento, que sacudían y hacían
–¿Qué habláis? –dijo ésta–. Que no os oiga el amo –y, como sonar los emplomados cristales, miraba, como sin pensar en nada,
todas querían ahora contar algo–: –No hace falta, he oído bas- hacia fuera, en la desierta noche. El reloj de pared, tras de su
tante; marchad a vuestro trabajo, que es de más provecho. cristal, tocó las ocho. La niña, que estaba al lado de su madre, se
Y se llevó a Ann Gret a su habitación, para hacer la cuenta estremeció y escondió su cabeza en las faldas de aquélla.
de la venta en el mercado. –¡«Claus»! –gritó llorando–. ¿Dónde está mi «Claus»?
En casa del Deichgraf las habladurías supersticiosas caían Preguntaba esto, porque la gaviota ya no había hecho su
en el vacío, pero en las demás casas se infiltraban, y cada vez viaje de regreso en el invierno, ni aquel año ni el pasado. El
más, conforme iban creciendo las noches. Pesaba sobre todos padre no oyó la pregunta; pero la madre, cogiendo la niña en
corno una atmósfera cargada y en la intimidad se decía que una brazos le contestó:
desgracia muy grande iba a caer sobre toda la Frisia del norte. –Tu «Claus» está en el granero; allí está caliente.

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–¿Por qué? –dijo Wienke–. ¿Es bueno eso? Se oyeron los pasos del caballo delante de la puerta, ella se
–Sí, es bueno. abrazó al cuello de su marido y por un momento pareció que no
Hauke aún estaba junto a la ventana. podía dejarlo; pero fue sólo un momento.
–Esto no puede seguir así, Elke –dijo–: llama a una de las –Esta es nuestra lucha –dijo Hauke–aquí, estáis seguros; a
mozas; el viento romperá los cristales; hay que atornillar los pos- esta casa nunca ha llegado la marea. Rézale a Dios para que
tigos, también esté conmigo.
Al mandato de su señora, una moza había salido corriendo; Hauke se embozó en su capa y Elke, con un pañuelo, le
desde la habitación se veía cómo el aire le hacía revolotear los envolvió cuidadosamente el cuello; fue a decirle una palabra,
vestidos. pero sus labios temblaban y no la obedecieron.
Al aflojar los ganchos, el viento le arrebató un postigo de las Fuera relinchaba el caballo, y sus relinchos sonaban como
manos y lo batió contra las ventanas rompiendo unos cuantos una trompeta entre los bramidos de la tempestad. Elke salió con
cristales que saltaron en pedazos dentro de la habitación mien- su marido; el viejo fresno crujía como si fuese a desgajarse. –
tras el aire apagaba una de las velas. Hauke tuvo que salir a Subid, señor –dijo el mozo–; el caballo está como loco; tened
ayudar, y a duras penas pudieron cerrar poco a poco los posti- cuidado, podrían romperse las riendas.
gos. Cuando, al entrar de nuevo en la casa, abrieron la puerta, Hauke abrazó a su mujer.
entró tras ellos una racha de aire que hizo sonar la cristalería y la –A la salida del sol estaré de vuelta.
plata dentro de la alacena; arriba, en la casa, sobre sus cabezas, Ya había montado su caballo. El animal se alzó sobre las
temblaban y crujían las vigas como si el viento quisiera arrancar patas traseras, como un caballo de lucha que se lanza a la bata-
de los muros el tejado. lla, y se lanzó al galope con su jinete cuesta abajo entre la som-
Pero Hauke no volvió a la estancia. Elke le oyó atravesar la bría noche y los bramidos de la tempestad.
era como si fuese a la cuadra. « ¡El caballo blanco; el caballo blan- –¡Padre, padre mío –gritó una voz quejurnbrosa de niña de-
co, John; deprisa!», le oyó gritar. Después volvió a entrar en la trás de él–. ¡Padre!
habitación, con el cabello en desorden, y sus ojos grises brillantes. Wienke corrió tras él en la oscuridad; pero no había dado
–¡El viento ha cambiado! –gritó– Ahora sopla hacia noroes- más de cien pasos cuando tropezó con un montón de tierra y
te, en medio de la pleamar. Esto no es viento... nunca hemos cayó al suelo. El mozo Iven John llevó a su madre la niña, que
tenido una tempestad semejante... estaba llorando. Elke se había apoyado en el tronco del fresno,
Elke se puso pálida como una muerta. –¿Y tienes que vol- cuyas ramas azotaba el aire sobre su cabeza mirando fijamente
ver a salir otra vez?... Él le cogió sus dos manos y las apretó en la oscuridad el camino por donde había desaparecido su ma-
convulso, entre las suyas. rido. Se estremecía asustada cuando cesaban un, instante el bra-
–Debo hacerlo, Elke. mido de la tempestad y el lejano ruido del mar. Le parecía que
Ella levantó lentamente sus oscuros ojos y se miraron unos todos lo buscaban persiguiéndolo y que tenían que enmudecer
segundos, que parecieron una eternidad. bruscamente cuando lo tuvieran cogido. Sus rodillas temblaban;
–Sí, Hauke –dijo la mujer–, yo sé que es tu deber. el viento había soltado sus cabellos y jugaba con ellos.

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–Aquí está la niña, señora –le gritó John–. Retenedla fuerte ¿Sería la gaviota de su hija? ¿Habría reconocido a jinete y
–y puso la pequeña en brazos de su madre. caballo y vendría a refugiarse en ellos? No lo sabía. «¡Adelante!»,
–¿La niña?... Te había olvidado, Wienke, Dios me lo perdo- volvió a gritar, y el caballo levantó de nuevo sus cascos para
ne. salir disparado. Cesó un momento el rumor de la tempestad, para
Después la apretó, todo lo fuerte que puede apretar el cari- volver con nueva furia. Luego se hizo un profundo silencio, y el
ño, y cayó con ella de rodillas: oído del jinete percibió voces humanas y ladridos de perros, y, al
–¡Dios mío, y Tú, mi Jesús, no hagáis una viuda y huérfana volver la cabeza hacia la
de nosotras! Ampáralo, ¡oh, Dios mío!; sólo Tú y yo lo conoce- aldea, vio a la luz de la luna, sobre las colinas y delante de
mos. las casas, como se movía la gente alrededor de carros cargados
La tempestad ya no callaba: tronaba como si se fuera a aca- muy altos. Vio cómo subían más carros a la Geest. Ahora llegó a
bar el mundo entero entre bramidos monstruosos y zumbidos. sus oídos el mugir del ganado; provenía de las bestias que saca-
–Entrad en casa, señora –dijo John–; venid –les ayudó a ban de sus calientes establos, y llevaban hacia arriba. «Gracias a
levantarse y las guió a la finca hasta que estuvieron en la estan- Dios, están salvando su ganado», le dijo una voz interior, y lue-
cia. go, con un grito de terror: «¡Mi mujer, mi hija! No, no, a nuestra
El Deichgraf Hauke Haien galopaba en su caballo blanco colina no sube el agua.»
hacia el dique. El estrecho camino estaba enfangado, pues los Pero no fue más que un momento; pasó como una visión.
días anteriores había caído la lluvia sin cesar; pero la greda mo- Una ráfaga terrible vino rugiendo del mar y a su encuentro
jada y pegajosa no retenía los cascos del caballo; parecía como si se lanzaron jinete y caballo, por el estrecho camino de subida al
tuviese bajo sus patas el suelo seco del verano. En veloz carrera, dique. Cuando llegaron allí, Hauke paró en seco su caballo. ¿Dón-
pasaban las nubes por el cielo; abajo se extendía la vasta Marsch de estaba el mar? ¿Dónde Jeverssand? ¿Y dónde quedaba la ori-
cual un desierto imposible de distinguir y lleno de inquietas som- lla de enfrente?... Sólo montañas de agua que se remontaban
bras. Del mar, tras el dique, venía un ronco mugido, cada vez amenazadoras hasta el cielo oscuro, que buscaban subir unas
más terrible, como si quisiera devorarlo todo. sobre otras en la horrible negrura y que, unidas, golpeaban la
–¡Adelante, caballo blanco! –gritó Hauke–; corremos nues- tierra firme. Coronadas de blancas espumas, venían ululando
tra peor carrera. como si llevasen dentro de ellas el grito horrísono de las terribles
Sonó como un grito de muerte bajo los cascos del animal. fieras de la selva. El caballo golpeaba el suelo con los cascos
Lo refrenó con las riendas y miró a ambos lados. Rozando casi el delanteros y soplaba furioso entre aquel estrépito. Al jinete le
suelo, medio volando, medio arrastradas por el viento, iba una asaltó la idea de que allí había terminado el poder del hombre y
banda de blancas gaviotas dando gritos burlones. Buscaban re- que todo lo debieran invadir la noche, la muerte, la nada.
fugio tierra adentro. Una de ellas –la luna entre nubes la alumbró Luego reflexionó: era una marejada, aunque él nunca la ha-
furtiva– yacía en el suelo pisoteada por el caballo. Al jinete le bía visto así. Su mujer y su hija estaban seguras en su sólida
pareció ver una cinta encarnada en su cuello. «¡“Claus”! –excla- casa, situada en una elevada colina; pero su dique –y el orgullo
mó–, ¡pobre “Claus”!» inundó su pecho– el dique Hauke Haien, como lo llamaba la

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gente, podía ahora dar fe de cómo se tenían que construir los trechamente reunidos. Hauke medía con su vista penetrante la
diques. profundidad de la zanja y la altura del agua, que, a pesar del
¿ Pero... qué era esto? (estaba parado en el rincón que for- nuevo perfil, subía hasta casi la altura del dique, salpicando a
maban los dos diques). ¿Dónde estaba la gente que había puesto jinete y caballo. Diez minutos más de trabajo (lo vio claramente)
allí para hacer la guardia?... Miró al norte, sobre el dique viejo, y la marejada entraría por la zanja, y el Hauke Haien Koog, que-
porque también allí debía haber algunos. Pero ni aquí ni allí vio daría cubierto por el mar.
a nadie. Siguió más afuera y se encontró solo: el rugido del vien- El Deichgraf llamó a uno de los hombres para que viniese al
to y el fragor del mar desde incalculables lejanías, llegaba ensor- lado de su caballo.
decedor a sus oídos. Hizo retroceder su caballo y de nuevo se –Di –gritó–, ¿qué significa esto? ¿qué hacéis aquí?
dirigió al rincón visitado por él momentos antes pasando la vista El hombre respondió:
a lo largo del dique nuevo: distinguió claramente que las olas –Debemos perforar el dique nuevo, señor, para que no rom-
que llegaban allí eran más lentas, y se abatían con menos violen- pa el viejo.
cia; casi parecía que eran distintas las aguas. «Resistirá», mur- –¿Qué debéis hacer...?
muraba y se reía. –Perforar el dique nuevo.
Pero su risa quedó sofocada cuando sus miradas, siguiendo –¿E inundar el Koog?... ¿Quién demonios ha mandado esto?
la línea del dique, se fijaron en el rincón noroeste. ¿Qué era aque- –Ningún demonio, señor; el apoderado Ole Peters ha esta-
llo? Un montón oscuro hormigueaba allí... Vio como se movía y do aquí y ha sido él quien lo ha mandado.
apretujaba. Sin duda eran personas. ¿Qué querían, qué trabaja- El jinete, ciego de ira, gritó:
ban en su dique...? Sintió el caballo las espuelas en sus flancos, y –¿Me conocéis? Donde estoy yo, Ole Peters no tiene nada
el animal volaba sobre el dique; el viento venía de llado ancho; a que mandar. ¡Fuera de aquí! ¡A vuestros puestos, donde yo os he
veces las ráfagas barrían con tanta fuerza, que podrían lanzarlos mandado! –corno titubearan, les echó encima el caballo blanco–
del dique abajo, al nuevo Koog. Pero jinete y caballo sabían dón- . ¡Fuera! ¡Con vuestra abuela o con la del demonio!
de estaban. Pronto distinguió Hauke cómo un par de docenas de –Señor, guardaos –gritó uno del grupo, y golpeó con la pala
hombres estaban allí reunidos en afanoso trabajo y pudo ver cla- al caballo, que parecía haberse vuelto loco. Una coz le quitó la
ramente que habían cavado una zanja atravesando el nuevo di- pala de las manos; otro cayó al suelo del otro lado del grupo.
que. Paró su caballo bruscamente: Sonó entonces, de pronto, un grito; un grito como solamente el
–¡Para! –gritó. ¡Para! ¿Qué desmanes diabólicos son esos? terror a la muerte puede arrancar a una garganta humana. Du-
Del susto habían dejado descansar las palas, cuando vieron rante un momento todos quedaron como petrificados, incluso
de pronto al Deichgraf entre ellos. El viento les había llevado el Deichgraf y el caballo; sólo un trabajador estaba como un
sus palabras; comprendió que algunos intentaban contestar, pero índice en el camino; su brazo extendido señalaba el rincón no-
sólo vio sus gestos, pues como estaban a su izquierda, todo lo roeste de los dos diques, allí donde el nuevo se unía con el
que hablaban se lo llevaba la tempestad, que allí fuera tiraba los viejo. Sólo se oía el silbido del viento y el bramido del mar.
hombres vacilantes unos contra otros y los obligaba a estar es- Hauke se volvió en la silla: ¿Qué sucedía allí? Sus ojos se abrían

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desmesuradamente. ¡Señor, Dios mío! ¡Una rotura! ¡Una rotura na colina alguna que otra casa en ruinas; vendrán años malos
en el dique viejo! para las parcelas inundadas; habrá que reparar esclusas y com-
–Por vuestra culpa, Deichgraf –gritó una voz–. Es vuestra puertas. Tendremos que soportarlo, y yo ayudaré a todos; tam-
culpa; llevadla ante el trono de Dios. bién a los que me han hecho daño. Pero Señor, Dios mío, ¡ten
El rostro de Hauke, rojo de ira, se quedó más blanco que el piedad de nosotros!»
de un muerto; la luz de la luna que lo alumbraba no podía Miró de nuevo el Koog que tenía a su lado. Estaba cubierto
empalidecerlo más; sus brazos caían con laxitud; casi no se daba por el mar, lleno de espuma; pero en él reinaba la tranquilidad de
cuenta de que sostenía las riendas. Pero todo esto no duró más la noche. Un espontáneo grito de júbilo salió del pecho del jine-
que un instante: se rehizo, salió de su pecho un fuerte gemido y, te: «El dique de Hauke Haien resistió; resistiría después de cien
silencioso, hizo volver grupas a su caballo... y el caballo blanco años.»
soplaba y corría en veloz galope al este del dique. A sus pies, un ruido semejante al trueno le despertó de sus
Las miradas del jinete volaban en todas las direcciones; en sueños; el caballo blanco no quería seguir más adelante. ¿Qué
su cabeza hervían los pensamientos. ¿Qué culpas tenía que lle- era esto?... El caballo dio un salto atrás y él sintió caer a lo hon-
var ante el trono de Dios?... La perforación del nuevo dique... do un trozo de dique. Abrió los ojos espantado y concentró su
Tal vez la hubiera terminado, si no les hubiera mandado parar; pensamiento; estaba parado junto al dique viejo, el caballo blan-
pero... había otra cosa, y una ola de sangre le subió al corazón. co ya había posado los cascos delanteros en él. Instintivamente,
Él lo sabía muy bien... Si Ole Peters, con su mala lengua, no lo echó el caballó atrás; se apartó entonces la capa de nubes que
hubiera detenido, el verano pasado... Eso era. Él sólo había vis- ocultaba la luna y el astro alumbró aquel horroroso mar que,
to la debilidad del dique viejo: debía haberlo reparado a pesar de lanzando espumas, se precipitaba furioso delante de él, sobre el
todo. «¡Señor, Dios mío, sí, lo confieso! –gritó de pronto y con viejo Koog.
fuerza, mezclando su voz con el tumulto de la tempestad–. No Hauke no apartaba la vista: era como otro diluvio que venía
he desempeñado bien mi cargo». a aniquilar hombres y animales. De nuevo llegó una luz a sus
A su izquierda, junto a los cascos de su caballo, bramaba el ojos; era la misma de antes, que aun alumbraba su casa en la
mar; delante, tenía el Koog viejo, envuelto ahora en completa colina. Y cuando miró ahora con más aliento al Koog, notó que,
oscuridad, con sus colinas y casas tan familiares para él; la débil detrás de aquel remolino que se precipitaba perturbando los sen-
luz del cielo se había extinguido del todo; sólo de un punto ve- tidos, sólo estaba inundada una anchura de unos cien pasos. Podía
nía un rayo de luz, y un consuelo llegó a su corazón. Debía de distinguir claramente el camino que venía del Koog. Aún veía
proceder de su casa, como un saludo de su mujer y de su hija. más: un coche; no, un cabriolé de dos ruedas venía como loco
Gracias a Dios, ellas estaban seguras en la elevada colina. Los hacia el dique. Una mujer y una niña iban en él. Y ahora... ¿No
demás, seguramente estaban ya en la aldea de la Geest. Allí bri- se oía el ladrido agudo de un perro pequeño? ¡Dios Todopodero-
llaban muchas luces, como nunca; incluso arriba, en lo más alto, so! Eran su mujer y su hija; ya estaban cerca y la masa de agua
se veía una; debía de ser en la torre de la iglesia. «Todos se deben llena de espuma avanzaba hacia ellas. Un grito, un grito de
de haber marchado, todos –dijo Hauke para sí–. Habrá en algu- desesperacion salió del pecho del jinete: «¡Elke! –le gritó–. ¡Elke!

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¡Atrás!» Pero la tempestad y el mar no tenían piedad; sus brami- entre el torrente, aún brillaba la luz en la casa. Desde la Geest,
dos ahogaban sus voces; el viento se arremolinó en su capa, y donde las casas quedaban poco a poco oscuras, la linterna soli-
casi lo tiró del caballo. El vehículo, sin detenerse, volaba al en- taria de la torre de la iglesia mandaba su luz temblona sobre las
cuentro de la marejada, que se precipitaba. Vio entonces cómo olas espumosas.
la mujer levantaba sus brazos hacia él. ¿Le había reconocido? El El narrador calló. Cogí la copa llena que tenía ante mí hacía
anhelo, la angustia que sentía por él, la habían sacado de la casa rato, pero no me la llevé a los labios; dejé mi mano descansar
segura. ¿Y ahora... ¿le gritaría una última palabra?... Estas pre- sobre la mesa.
guntas sin respuesta cruzaron por su mente y quedaron. De ella –Esta es la historia de Hauke Haien –dijo de nuevo mi ami-
hacia él, de él hacia ella, las palabras se perdían; solamente un go– como yo la puedo contar. Naturalmente, el ama de llaves de
espantoso ruido, como si el mundo llegase a su fin, llenaba sus nuestro Deichgraf la habría relatado de otra manera, porque tam-
oídos sin dejar penetrar otro en ellos. bién pretenden saber que, después de la gran marejada, aquel
–¡Mi niña! ¡Oh, Elke! ¡Oh, fiel Elke! –gritó Hauke. esqueleto blanco de caballo volvió a verse en Jevershallig du-
Nuevamente cayó al abismo, delante de él, otra gran parte rante las noches de luna. Lo cierto es que Hauke Haien, con su
del dique, y tronando se lanzó el mar a ocupar su sitio. Y enton- mujer y su hija se ahogaron en el torrente, y que en el cementerio
ces vio allí abajo la cabeza del caballo, las ruedas del coche que de arriba no he podido encontrar sus sepulcros. Los cadáveres
subían a flote en aquellas aguas abominables para desaparecer serían arrastrados por las aguas al decrecer, llegando por la rotu-
entre sus remolinos. Los ojos fijos del jinete que tan solitario ra al mar, en cuyo fondo habrían vuelto poco a poco a su ori-
estaba sobre el dique no vieron nada más. «El fin», dijo para sí. gen... Así han tenido su descanso eterno. Pero el dique Hauke
Se acercó al borde del abismo, donde las aguas rugientes Haien se conserva firme después de un siglo, y si mañana, cuan-
empezaban a inundar su aldea nativa; aún seguía viendo la luz do vuelva a montar para ir a la ciudad, quiere dar una media
de su casa. Se sentía exámine. Se irguió y clavó las espuelas en hora de rodeo, lo puede tener bajo los cascos de su caballo.
los flancos de su caballo; el animal se encabritó hasta ponerse en –El agradecimiento que Jewe Manners prometió habían de
pie, pero la fuerza del hombre lo obligó a bajar. tener sus nietos al constructor no se ha cumplido. Porque siem-
–¡Adelante –gritó una vez más, como tantas veces había gri- pre sucede así, señor: a Sócrates le dieron a beber la cicuta y a
tado cuando cabalgaba sobre tierra firme–. ¡Dios mío, llévame, Nuestro Señor Jesucristo, lo crucificaron. Eso, en estos últimos
pero respeta a los demás! tiempos, no sería tan fácil, pero... de un déspota o de un cura
Por última vez picó las espuelas. Un fuerte relincho del ca- malo con cerviz de toro, hacen un santo, y de un hombre capaz,
ballo, más fuerte aún que el aullar del viento y de las olas; des- solamente porque nos sobrepasa una cabeza de altura, hacen un
pués, en la corriente que se precipitaba allá abajo, un sonido fantasma; esto se viene haciendo todos los días.
apagado, una breve lucha. Después de decir esto, aquel hombrecillo tan serio se levan-
La luna alumbraba desde lo alto; pero abajo, sobre el dique, tó y escuchó hacia afuera.
ya no había vida, solamente las tumultuosas aguas, que pronto –Ha cambiado el tiempo –dijo, y quitó la manta de lana de
inundaron el Koog viejo. Aún sobresalía la colina de Hauke Haien delante de la ventana. Hacía una luna clara–. Mirad –prosiguió–

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: ahí vuelven los apoderados; pero se separan para irse a sus


casas. En la otra orilla debe de haber habido una rotura; decre-
ció el agua.
Fui a su lado y miré hacia fuera: aquí arriba las ventanas
quedaban más altas que el borde del dique; era como él había
dicho. Cogí mi copa y la apuré:
–Muchas gracias por esta noche tan agradable –le dije–; creo
que podemos dormir tranquilos.
–Sí, podemos –replicó el pequeño señor–; le deseo una bue-
na noche. THEODOR STORM
Al bajar, encontré al Diechgraf en el pasillo; venía para lle-
varse a su casa una tarjeta que se había dejado en la habitación. EL POETA Y NARRADOR ALEMÁN THEODOR STORM, nació en 1817, en
–Todo ha pasado –dijo–; pero buenos embustes le habrá Husum, hermosa ciudad de la región nórdica llamada Schleswig-
contado nuestro maestro de escuela; pertenece a los que enga- Holstein, frente al mar del Norte. Esta región de marismas y
ñan a la gente. arenales pasó varias veces, a lo largo de los siglos, de las manos
–Parece un hombre sensato. de los alemanes a los daneses. Storm luchó, desde muy joven,
–Sí sí; ciertamente; pero usted no puede dudar de lo que ha con sus actos y su poesía, en favor de la germanización y auto-
visto con sus propios ojos; y al otro lado, se ha roto el dique; yo nomía de Schleswig-Holstein, y al ser invadida por los daneses
ya lo predije. en 1853 él tuvo que marcharse a vivir a otras ciudades alema-
Me encogí de hombros: nas, donde se sintió como desterrado. Porque toda su poesía y
–He de consultarlo con la almohada. Buenas noches, señor sus relatos están impregnados de aquel paisaje llano que el mar
Deichgraf. inunda con frecuencia.
Él se río: En 1864 regresó a su tierra donde prosiguió su tarea de rela-
–Buenas noches. tar con tonos líricos la belleza de la tierra de marismas y de cie-
A la mañana siguiente, con un sol espléndido, que había sa- los espesos, que la fantasía popular llenaba de espectros, de apa-
lido sobre una amplia devastación, subí a caballo sobre el dique recidos, y que él interpretó como país de melancolía y de silen-
Hauke Haien, y me dirigí a la ciudad. cio, animado por el eterno deslizarse de las olas, No es extraño
que ante las solitarias llanuras del mar y de su región, Theodor
Storm escribiera que «si lo meditarnos bien, la criatura humana
vive en una espantosa soledad, y es un punto perdido en los
espacios inconmensurables e incomprensibles ».
Sus novelas breves más famosas son las que describen esta
geografía en forma de leyendas, como Regentrude, En casa de

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Bulemann y, sobre todo, en la última de sus obras, escrita el mis-


mo año de su muerte, El jinete del caballo blanco. Otras novelas
suyas son: Aguas sumergidas, Carsten Curator, Hans y Heinz Kireh,
Renate, Una fiesta en Haderslevhuus y Eekenhof, donde relata el trá-
gico destino de los hombres.
Sus mejores poemas están contenidos en las obras Poesías
líricas, Sobre las landas, La ciudad, Playas del mar, Más allá, Consuelo
y Canción de octubre, donde canta el amor, la familia y la patria.

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