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La venganza de las palomas

Fernando Herrera Saavedra

La última vez que aparecieron en público, o la vez anterior por así decirlo,
estaban todas acurrucadas intentando soportar el frío con las plumas tensas y
claro, se veían más gordas, acolchadas y sanas, como los gatos del mercado
central; se ubicaban bajo una techumbre de la catedral y la gente se empeñaba
en recalcar lo molesto que resultaba escuchar sus arrullos en los días de misa, y
de lo sucio que estaba el palacete eclesiástico; sin embargo nunca se
preguntaron si a las palomas les molestaba escuchar sus penosas súplicas,
rezos y alabanzas, o la voz gangosa e incomprensible del sacerdote principal.

Siempre les resultó difícil vivir en la ciudad, aunque no se les vio felices en otro
lado tampoco, su cuerpo voluptuoso con esas pequeñas patas rosadas era
objeto de la continua burla de jóvenes y adultos humanos, la separación de sus
ojos, su torpeza al caminar, las heridas provocadas por los cables eléctricos, el
sonido de su voz invernal, cualquier característica de una paloma era
obligadamente tema de risas y burlas, las personas lo hacían eso sí, sin
intención de ofenderlas, casi todos tenían la plena convicción de que las
palomas no podían oír, y aún si así fuera el caso no podrían entender el idioma
de los humanos, aunque generalmente nadie llegaba siquiera a cuestionarse el
asunto.

Las palomas en general tenían una vida muy tranquila aunque no por ello feliz,
habían pasado ya cientos de años junto al hombre, en ciudades y pueblitos, y no
le tenían miedo, lo que había era rencor, una especie de odio contenido
hereditario y congénito, acrecentándose generación tras generación, odio que se
fue propagando en conjunto a otros emplumados, odio del que se cantaba
abiertamente y sin tapujos en la ciudad y el campo, no había razón de callarse,
los hombres estaban demasiado ocupados en sus trabajos y progreso como
para detenerse a pensar en el canto de algún ave, o quizás muy pegados al
suelo, con sus cuerpos demasiado pesados como para asimilar la liviandad y
elevación de aquellas armonías, como sea, el humano nunca llegó a entender el
lenguaje de los pájaros, ellos en cambio entendían a la perfección la lengua
humana, y algunas que habían vivido en varios lugares podían traducir en caso
de algún choque idiomático. Si bien todas las aves no hablan exactamente el
mismo dialecto, todos ellos son partes de un mismo idioma, y si bien a veces el
primer contacto lingüístico es un tanto complicado, la sonoridad de su canto es
finalmente la que pone los acentos y articula sus frases, la sinfonía metralla de
su voz amanecer.

En la ciudad la opinión era generalizada, el Departamento de Salud, en conjunto


con la Comisión de Limpieza y Ornato, les había declarado ya hace mucho
tiempo la guerra relegándolas a la condición de plaga, y su caza se había
liberado sin consecuencias para algún humano que tuviera dentro de sí el
espíritu necesario para acabar con ellas. Sólo una mujer en la ciudad era
conocida como ferviente defensora de los derechos animales, normalmente las
alimentaba e intentaba acariciarlas al atardecer, juntaba firmas entre los
derruidos edificios de la ciudad post – terremoto, organizaba algunas marchas y
usaba, una vez más y como siempre, la paloma como símbolo de paz y
esperanza, la misma paloma blanca que ensuciaba el hermoso edificio de Dios,
la misma que no dejaba escuchar las lindas palabras del curita, la misma que
colgaba en los carteles de los años 60, la misma de Noé.

El resto de la gente no las quería, muchos leían la Biblia, recordaban a Noé y la


ramita de olivo, pero lo olvidaban apenas escuchaban los arrullos, las
espantaban, maldecían las fecas grises que se posaban suavemente sobre cada
una de las cabezas de piedra y metal de los héroes muertos que habitan cada
plaza o plazoleta de la ciudad y que en vez de excremento en las cuencas de los
ojos deberían regar lágrimas, ya que no hay uno de los ofendidos ciudadanos
que recuerde sus nombres. No puede decirse que la molestia solo afectaba a las
señoras más quejumbrosas, para nada, los jóvenes góticos reclamaban
manchas blancas en el negro impoluto de sus atuendos, los chicos emo se
entristecían, los muchachos de skate pateaban las imperfecciones de la calle y
en ocasiones esquivaban los bombardeos de las palomas, dichos bombardeos
les llevaban a veces a bajar a la calle y eran esos los momentos en que los
automovilistas, con sus estruendosas bocinas odiaban a esos muchachos, y en
consecuencia a las palomas. Las señoras de la alta sociedad se quejaron en el
pasado porque las palomas despreciaron sus pomposos sombreros y ahora lo
hacían porque los diseñadores habían reducido los tamaños del ala del artilugio
aquel y ya no era posible separarse del gentío a simple vista. Así, con excepción
de los niños que aún corrían en las plazas para entrometerse entre los vuelos
masivos, que aún miraban el cielo pensando en que el volar sólo podía ser un
súper poder, el resto de la gente les llamaba “ratones con alas”.

Todo parecía ir relativamente bien, especialmente para los humanos, no les


importaba la gran cantidad de palomas electrocutadas por sus cables eléctricos,
ni los dedos pegados a los postes, el terremoto ayudó también a destruir los
últimos cubiles donde se resguardaban del frío y ahora andaban por ahí, entre el
acero, concreto y vidrio de los nuevos edificios, la ausencia de refugios
evidenció aún más la cantidad de palomas que habitaban la ciudad y un día
comenzó la campaña de negación alimentaria. La idea era simple, no dejar
comida a merced de esos bichos alados para que tuvieran que dejar la urbe, el
hambre las obligaría a trasladarse a los campos y playas, a las cordilleras, y
como ese ambiente les sería hostil, vencerían finalmente las otras aves y las
palomas habrían desaparecido de una vez de los problemas humanos.

No hay discusiones acerca del logro de la operación, se concretó a cabalidad y


luego de un par de semanas los ciudadanos limpiaron los techos, las cornisas,
las calles y las cabezas de los héroes olvidados.

Las palomas emigraron juntas, una gran nube gris de dolor se acercaba al
campo, a la costa, a la cordillera y las otras aves entendían lo que sucedía, pero
no estaban dispuestas a perder su comida y las palomas no fueron bien
recibidas en ningún lugar. Debieron moverse rápido, se acercaron cierto día a un
río, bajaron tomando turnos de seguridad, bebieron tanta agua como pudieron,
con el peso se les hizo difícil emprender nuevamente el vuelo pero lo lograron y
se fueron hacia el desierto o a cualquier lugar donde pudieran habitar. Al
principio no fue tan malo, las temperaturas no variaban demasiado y tenían
suficiente agua en sus cuerpos como para aguantar un par de semanas, cuando
nuevamente volverían a beber, sin embargo el hambre fue implacable.

La mitad de las palomas salió a buscar cobija y la otra mitad fue por el alimento,
sin embargo donde debía haber bosques solo había pino e industrias
madereras, o minas o alguna termoeléctrica y el día en que la primera de ellas
cayó muerta y no hubo dudas acerca de comérsela, comenzó la hecatombe. La
ley del más fuerte se hizo la única a respetar, las palomas más débiles
desaparecieron pronto, las más grandes y rudas bebían más agua, comían
mejor y las que les seguían comían los rastrojos, las únicas que no fueron parte
de esta mortandad fueron las palomas más ancianas, en un principio porque
había un cierto respeto hacia ellas y luego porque algún palomo intentó comer
de otro más viejo que había muerto, pero ya su carne era demasiado dura y
añeja, la cual no podía disfrutarse sin dientes.

Aún así las palomas lograron sobrevivir, respecto a la envergadura física se


desarrolló una especie de orden social, las hembras reproductoras eran
intocables, el grupo anciano lo fue también, los polluelos eran educados según
las leyes del nuevo orden palomo, aprendieron a robar, sus plumas se
recubrieron de una secreción oscura que endurecía con el contacto al aire, sus
ojos se hicieron más agudos y pequeños para resistir más peleas, su pico creció
en forma de garfio y otras aves se asustaron al creer que se trataba de cuervos,
las garras de sus patas se engrosaron por el doble, resistían todo tipo de golpes,
caídas y su fuerza rapaz se incrementó en un porcentaje no calculado. Las
palomas habían dejado de ser débiles, ahora eran rápidas y la docilidad fue sólo
parte del pasado, rosas de espinas venenosas, sus plumas habían cambiado el
tornasol por la oscuridad, y sus arrullos, sus arrullos acobardaban lobos.
Después de un tiempo el sistema volvió a sucumbir, ya no había comida y se
habían aburrido del canibalismo, peleas entre ellas, alas rotas, pechos rotos, la
mayoría de las palomas contaba con un sólo ojo útil y el otro seco, los polluelos
crecían voraces y amenazaban con comer a cualquiera. Fue por esos días que
se reunió un concilio de ancianos, estuvieron deliberando mucho tiempo palomo,
sólo ellas pudieron comprender lo que cantaban, las otras aves no podían ya
entender ese lenguaje nuevo, construido entre arcadas y alguna especie de
graznido, de los arrullos ya no había restos. Al cabo del coloquio, la solución fue
una sola, volver a la ciudad.

La gente vivía tranquila, sus techos relucientes competían con el brillo solar, ese
día en la plaza, ahora limpia como nunca antes, se inauguraba la nueva cúpula
de la catedral derruida. Todo iba a la perfección y los rostros felices de la gente
parecían plastificados y nuevos, como sonrisas de campaña presidencial, se
cortó la cinta tricolor con tijeras plateadas y cayó una paloma de espaldas, de
inmediato la duda y el asombro se hicieron múltiples, hubo una especie de
resoplido consolador y cuando alguien se acercaba al cuerpo difunto del ratón
volador, éste giró su cabeza y con el ojo funcional y rojo transformó el consuelo,
la duda y el asombro en terror. El brillo de la nueva cúpula y relucientes techos
sirvió a otras palomas de guía, ya mutadas y alienadas habían olvidado la
ciudad, el terror reinante en el ambiente en ese momento se hizo pánico, el cielo
se nubló y esa nube de palomas furiosas bajó como bombardeo de guerra, y con
garras de acero rasgo carne y hueso, basura, techos, cabelleras, vestidos,
bocas, ojos, lenguas y vientres; chillidos apocalípticos se mezclaban con los
gritos de la histeria generalizada, las palomas habían cambiado, los humanos
vieron ahora seres terroríficos deformes, oscuros y poderosos, se sintieron
víctimas una vez más, corrieron hacia sus hogares, los militares disparaban al
aire, los cuerpos grotescos e infernales de las palomas eran inmunes.

Una vez ubicados los ciudadanos en sus refugios, los principales estandartes del
poder civil decidieron implementar la ley del hambre y volver a erradicar a las
palomas, pero ya no fue lo mismo, ahora mas fuertes y desesperadas rompían
vidrios, desertificaron todas las cocinas de los restaurantes de la ciudad, de los
casinos, llenaron de excremento todo lo que pudieron, la ropa de las tiendas, los
billetes de los bancos, las chimeneas de las casas. Se declaró estado de sitio, la
lluvia se hizo presente mientras afuera, inalterables las palomas volaban y
violaban, buscaban donde comer y que destruir. Por las largas noches aquellas
el sueño infatigable luchaba a la par con el terror reinante, las madres abrazaban
a sus hijos y entre cantos de cuna se escuchaba el persistente rasgar de los
picos en las puertas y techumbres, los vidrios caían y los humanos iban de a
poco encerrándose más y más. En las últimas habitaciones de las casas se
resguardaban las familias, la energía eléctrica era cosa del pasado y los niños
cerraban sus ojos por el salar de las lágrimas eternas, los hombres cubrían con
sus cuerpos a sus más queridos, y con los ojos abiertos intentaban adivinar la
procedencia de los ruidos del infierno, mas era inútil, el miedo curvaba todos los
sentidos y en la desesperación más de alguien salió a combatir con los pájaros
vengativos, sin embargo no volvieron, con las luces de la mañana las familias
veían por rendijas los cadáveres devorados, los huesos rotos, la sangre regada.

Las autoridades del país conocieron la tragedia e idearon una estrategia para
combatir el problema, llegaron varios camiones, todos con comida para aves, los
abrieron en la parte superior y las palomas los devoraron, la estrategia venía
bajo el chasis del camión, perforaron ciertos puntos estratégicos de la ciudad,
túneles subterráneos que sólo algunos conocían se llenaron de comida
suplementaria y muchas máscaras antigás, cuando las palomas acabaron de
comer se encontraban sedientas, nuevos camiones fueron descubiertos,
camiones con agua envenenada. Las palomas más débiles sucumbieron ante el
engaño, pero fueron las menos, al principio las personas creyeron que la guerra
estaba ganada, sin embargo el ejército quería estar seguro de exterminar el
problema, los ciudadanos obedecieron y utilizaron las máscaras, afuera, aviones
regaban la ciudad con una especie de ántrax para palomas que terminó por
eliminar cualquier tipo de vida orgánica que encontrara su directo contacto. Las
palomas pelearon contra los aviones, se metieron en los motores, se suicidaron
frente a sus hélices, sacrificaron sus cuerpos contra los vidrios, nada fue efectivo
y finalmente murieron absolutamente todas, junto a grupos de indigentes que no
habían alcanzado a ocultarse o simplemente no habían podido entrar a los
refugios por falta de espacio.

Al otro día con el cese de la lluvia apareció el sol, gracias a ello se pudo ver los
millones de cuerpos emplumados agonizantes, algunos humanos desnudos
mutilados por los últimos esfuerzos palomos de sobrevivir, flores muertas,
césped seco, y alguien por ahí, impactado por el espectáculo visual y el hedor
apenas perceptible a través de la máscara, preguntó que habría pasado con la
muchacha activista, la que juntaba firmas y miraba mal a quien usara algo de
forma o compuesto por algo animal, seguramente habría muerto luchando contra
las estrategias de exterminación y se pensó en poner su nombre a alguna calle,
aunque nadie lo conocía, pero pocos sabían que la muchacha estaba en su casa
y aquella mañana de sol, junto a su novio, un tipo ordinario de torso desnudo y
diente de oro, se fotografiaba como quién se prueba un vestido nuevo, para
subir la foto a su perfil de Facebook.

Fernando Herrera Saavedra, Julio 2010

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