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Siempre imaginé que el Señor requeriría de mucho dolor físico para recoger a papi
de este mundo. A él le incomodaban los temores y preocupaciones constantes de
mamá Justina (su suegra) porque los modelaba a sus hijos y nietos. Se me ocurre
que se veía reflejado en ella, pues, irónicamente, tuvieron en común el mayor
temor de ambos: tener que irse de este mundo dejando atrás a los suyos. Se
acostumbraron a verse a sí mismos como el eje de la familia, como el agente
aglutinador.
Este mes de septiembre me sentí feliz. Antes de la muerte de papi era una época
del año difícil para mí. Pasé por dos divorcios que iniciaron en mayo y se
concretaron en septiembre. Subconscientemente, la época de mayo a septiembre
me hacía sentir deprimida. Cuando papi murió tuve la oportunidad de explorar mi
vida y percatarme de esa coincidencia de fechas y de que a ella se añadía la pérdida
del hombre que fue más significativo en toda mi vida, proceso que se dio en un
espacio de tiempo parecido. Este año pasé ese tiempo viajando, paseando,
compartiendo con seres amados, planificando la celebración de mis 50. Siento que
voy a extender mis alas para volar.
Papi solía decir varias cosas. Mis sobrinos y sobrinos nietos llegaron a escuchar de
sus labios el consabido: “Primero Dios, después la familia, tercero los estudios o el
trabajo y luego todo lo demás”. Creo que se daba cuenta de que eran cosas que
había que repetirse uno mismo y recordar una y otra vez porque la condición
humana hace que las olvidemos. Buscar a Dios era algo que él podía hacer por sí
mismo e instruir o animar a los demás a hacerlo también, pero no dependía de él el
que nosotros buscáramos a Dios o no.
Probablemente él sentía que era su responsabilidad mantener a la familia en una
posición de importancia para nosotros. Se empeñó en agruparnos, posiblemente
tratando de “obligarnos” a hacernos importantes y necesarios los unos para los
otros. Mami aprendió de mamá a no visitar a los hijos si no la invitaban para no
convertirse en una suegra entrometida. Ella esperaría pacientemente nuestra
iniciativa de buscarla o visitarla. Todavía sigue siendo así. Papi copió esa
renuencia a “invadir” las casas ajenas, pero se obstinó en provocar el encuentro.
Se inventaba cualquier excusa para reunirnos y celebrar la familia.
Viví una buena parte de mi vida sintiendo que era una decepción para mi padre. En
este momento de mi vida me satisface pensar que soy aquello que mi padre habría
esperado de mí: alguien con temor de Dios, con amor a la familia y feliz. Las tres
cosas requieren esfuerzo y determinación, pero pueden convertirse en una forma de
ser cuando llegamos a comprender quiénes somos, cuando nuestra identidad está
basada en el reconocimiento del amor que el Padre Eterno y la familia (los amigos
incluidos) nos ofrecen.
Les estaré esperando. El altar será una mesa con bizcocho y velas para soplar.
El culto no será a mí, será al Dios que me dio la vida y las riquezas de un padre que
–a pesar de mis muchas rebeldías- se obstinó a amarme, de una familia y amigos
que me valoran y aman y del Salvador que condujo mi vida a la paz con Dios y a la
felicidad: Jesús. Allí los espero.
Los amo,
Yoly