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Universidad de Morón
guido@fernándezparmo.com.ar
Por suerte, sabemos que en la actualidad el mito puede ser entendido de otra
manera. Vamos a entender al mito como un discurso. Más precisamente, como un discurso
en el sentido foucaulteano: como un tópos o entramado en donde se configura una verdad
histórica. Este concepto de discurso, que tiene su pasado estructuralista, nos dice que el
sentido y la verdad no emergen de las cosas mismas sino del particular orden del discurso.
Recordando a Kant, podríamos pensar que la cosa misma, la cosa en sí, termina siendo algo
desconocido y, por el contrario, las cosas conocidas, un paisaje por ejemplo, son más bien
la construcción discursiva que hacemos de ellas. Esta interpretación postestructuralista del
discurso puede ser cruzada con los tradicionales estudios hermenéuticos, especialmente con
el concepto de texto que aparece en Ricoeur. La realidad se transforma en texto y lo que el
estudioso hace es leer un texto. La mitología es nuestro texto y, en el caso de Grecia,
cuando el griego ve su geografía, lo hace a través de ese particular texto.
Odisea, por otro lado, define un universo plano, horizontal, en donde los espacios se
abren según un recorrido superficial (aunque pueda bajar al Hades). Los seres y los
espacios en donde éstos habitan no nacen de otros seres, no son el producto de seres
primeros, sino que son abiertos, como cuando un explorador abre el camino. Odiseo es ese
explorador que, como Apolo yendo de Delos a Delfos, traza los caminos y abre el espacio
superficial (Detienne 2001: 32). Esta tarea de abrir el camino es el dispositivo cartográfico.
El propio relato es el dispositivo cartográfico: la narración abre los espacios, descubre
siempre un lugar nuevo detrás del conocido, recorre lo desconocido para trazar un mapa.
El paisaje y los símbolos
La interpretación simbólica del mito se ha vuelto hegemónica gracias a Eliade. Para esta
interpretación, el mito es una forma en que el hombre produce sentido, le da sentido a la
realidad, según su propia estructura inconciente. La ventaja de esta interpretación del mito
es que piensa que el sentido de la realidad no proviene de la realidad misma sino del
hombre como, en un sentido bien amplio, hacedor de cultura. En un contexto en donde
todavía no existe el saber filosófico, el saber sobre el cosmos y la naturaleza se encuentra
en los mitos, y, de esta manera, lo que los griegos sabían de su mundo circundante se
encontraba en sus relatos mitológicos. La Odisea es así un primer caso de este tipo de
saber: el poema ordena el cosmos según las estructuras inconcientes de la mente humana,
carga de sentido al paisaje que lo rodea conforme a los símbolos universales que poseen los
propios poetas. Lo primero que hace el poema es distribuir el espacio en función de la
tensión entre el mar y la tierra firme. El plano de la superficie terrestre donde vive el
hombre griego está simbólicamente cargado en esta tensión.
La interpretación simbólica nos dice, así, que lo que resulta ser el paisaje y el
cosmos es producto de la mente inconciente del hombre, es decir, que su significado no está
en las cosas mismas, sino en los hombres. El paisaje es un asunto humano en la medida en
que la descripción del mismo es más una expresión interior del hombre que una
representación de la realidad externa. El paisaje es, entonces, un paisaje mental.
El simbolismo del agua tiene una larga lista de representantes, y en Odisea está
claramente en relación con el aspecto caótico del paisaje. El mar es un abismo sin fondo en
donde habitan, por ejemplo, criaturas metietas tan inmarcables como el terrible “abismo sin
fondo”. El mar, como Métis, no puede ser apresado, ordenado. No hay cómo ponerle
límites. El cosmos, propiamente hablando, comienza en la tierra firme. En el libro VI,
Odiseo cuenta: “ayer mismo escapé del océano / tras dejar el islote de Ogigia y errar veinte
días / entre embates de olas y raudos ciclones y el hado / para nuevas desgracias aquí me
arrojó” (171). El movimiento continuo es el movimiento caótico de los embates de las olas
y de los raudos ciclones, y los adjetivos y verbos asociados con el mar indican siempre un
carácter caótico, sin coordenadas: sin rumbo, errar, vagar, etc.
Así, para Eliade, los valores que el mar posee, su carácter simbólico, provienen de
una representación invariante del inconciente humano. De esta manera, el paisaje cargado
de sentido encuentra su explicación en la naturaleza humana, y, así, la experiencia negativa
del mar para los griegos tiene un valor universal. El agua como caos es un símbolo grabado
en el inconciente de la especie: aquí no hay ninguna construcción. De la universalidad de la
realidad pasamos a la universalidad del símbolo.
El paisaje y la interpretación
El mito también puede ser pensado como un texto que se escribe y reescribe sin cesar. Un
texto es, como dice Rocoeur, todo “discurso fijado por la escritura” (Ricoeur, 1998: 154).
El símbolo ahora será en realidad lo producido por el discurso-escrito, como un efecto del
discurso. Más allá de lo dicho, más allá del significante y del significado, entre uno y otro,
el discurso produce algo, produce un plus de sentido. Ahora ya no se trata de decir que el
sentido proviene del símbolo y no de la realidad, sino de decir que el sentido proviene de un
punto intermedio entre las representaciones mentales y el lenguaje (significados y
significantes). Este sentido, sin embargo, nunca puede ser dicho, sino que, como motor de
todo discurso, impulsa a un nuevo discurso (Deleuze 1994: 50). A esto se lo puede llamar
tanto círculo hermenéutico como implicación entre el texto mitológico del mito y del
intérprete. Así lo decía Lévi-Strauss en Mitológicas I: “Lo que importa es que el espíritu
humano, sin cuidarse de la identidad de sus mensajeros ocasionales, va manifestando aquí
una estructura cda vez más inteligible a medida que siguen su curso doblemente reflexivo
dos pensameintos que actúan uno sobre otro, y de los cuales, uno aquí y otro allá puede ser
la mecha o la chispa que, al unirse, causarían su iluminación común” (Lévi-Strauss 2005:
23).
Del mismo modo, el agua, como dijimos, se relaciona con métis, con los piratas, con
los vagabundos, terrestres o acuáticos, con el caos, la hybris, lo primitivo, el anonimato, el
olvido. Mantenerse en pie en un tópos como el mar es, para Odiseo, mantener vivo el
recuerdo de la tierra de los padres, mantener “la luz del regreso” (por ejemplo: I, 344; V,
220; VI, 311; VIII, 466).
Para el Popol Vuh, para el Génesis bíblico, para el Enuma Elish, para el Rig Veda,
el agua no se relaciona con estos elementos, ni la tierra firme con la luz, el nombre, etc.
Podemos pensar, un poco arbitrariamente, que Odisea reescribe la mitología. Hesíodo es
otra reescritura. Odisea y la cartografía, Teogonía y el linaje, como si se trataran de dos
estilos diferentes, de dos obras de arte construyendo discursos diferentes. Lo que tienen en
común ambas obras no es ni los símbolos ni las relaciones invariantes, sino el hecho de ser
escrituras y versiones que producen sentidos particulares a develar. La Odisea reescribe y
describe un universo que se define por las superficies sólidas y las firmes, teje una trama de
sentido en donde la espesura del agua, la espesura discursiva del agua, todo lo que podemos
interpretar de este elemento, está puesto en relación con otros elementos en función del
sentido producido por la obra en su totalidad.
El mito es así una trama discursiva que en cada caso se apropia de un elemento ya
cargado de significación, y lo deshace y rehace arbitrariamente. El significado de las cosas
observables, el paisaje, es lo que hace que la cultura sea un hecho simbólico. El agua, la
tierra, el mar, las cuevas, los campos cultivados, los montes, están cargados por un
significado que surge de los textos, es decir, de los discursos escritos. La Odisea como
texto, como fijación de un discurso, teje una trama espesa de significados de tal manera que
se vuelve imposible enfrentarse desnudamente a la geografía, al paisaje. Lo simbólico no es
una entidad que subyace ni una estructura, sino una propiedad inmaterial que sin embargo
se encuentra en lo material.
Conclusión
El texto odiseico produce un espacio mental sobre el que lo propiamente humano se da. La
dimensión simbólica humana, ese tópos en donde todos habitamos, es el resultado de una
producción textual compleja, de un conjunto de escrituras y reescrituras que pierden,
siempre, el texto original. Un texto mitológico supone, como pensaba Lévi-Strauss, una
reescritura, una apropiación, pero libre, contingente y azarosa. La espesura del texto no
radica en las múltiples relaciones invariables que un texto contiene, sino más en la
acumulación contingente y heterogénea de discursos. Esa es la profundidad del texto que
una interpretación densa, espesa, debe poder dar cuenta. Odisea, el texto mismo, es la
escritura de la geografía griega para el poeta y sus oyentes. Cuando el griego mira el
paisaje, a través de la Odisea, se está viendo a sí mismo como hombre.
Bibliografía