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José de Diego
(Aguadilla, 1866- San Juan, 1918)
De Cantos de rebeldía
“Última cuerda”
El son de campana,
el zumbo profundo del rum-rum de una cuerda broncínea,
que lloró con el viejo Profeta
la maldad humana,
¡anteviendo al Arcángel doliente de la honda corneta
en el último trágico día sin luz ni mañana!
“A España”
I
A través del Atlántico desierto,
veo tu imagen, que la niebla esfuma,
rígida hundirse entre la blanca espuma,
Cristo yacente en el sepulcro abierto.
II
“Profecías”
...En la penumbra
indecisa y lejana del otero,
súbitamente al águila columbra
absorta en devorar tierno cordero...
Al poderoso embate
de sus alas de acero,
sobre un ciclón el águila descuella:
írguese rápido el león guerrero,
mira al cenit: el águila del Norte
mira al abismo: y al fulgente corte
de sus miradas vibra una centella,
cual de dos meteoros
al chocar en los ámbitos sonoros.
Espíritu de raza,
que a través de los tiempos infinitos
comunica y enlaza
a mil generaciones en sus ritos,
fe, historia, amor y pensamiento iguales,
los mismos ideales,
las mismas ansias y los mismos gritos
de triunfos y derrotas inmortales...
“Octavas de corneta”
De Cantos de pitirre
“¡Pitirre!”
La cruz se alargaba
sobre los brazos batientes y, encesa
de lumbres de oro la pupila brava,
el guaraguao inquiría en las sombras del monte su presa...
“Al guaraguao”
El trino
sonoro
ha muerto en el bosque latino.
Ha muerto la negra bravura en el circo y el foro...
El tribuno pide su salario. El loro
su comida en la jaula. Paciente y cansino
no embiste en la lidia, arrastrando su coyunda el toro...
Múcaro, múcaro,múcaro,
tu carcajada profunda
va resonando en la noche
como un rosario de angustia...
Órgano de los crepúsculos
que en el follaje te ocultas,
te estoy oyendo sin verte,
pero estás en la penumbra,
sobre un cafeto posado,
bajo la bóveda obscura
del retorcido ramaje
donde tus ojos relumbran,
donde en la sombra retumba,
con su escala de amargura,
con su rumor de liturgia.
Múcaro, múcaro, múcaro,
tu carcajada profunda.
En la profunda arboleda,
que mis jardines circunda,
tras el estrépito urbano
cayendo las noches mudas
sorprendió tu canto el alba
de cincuenta plenilunas:
y hora, aquí, en los cafetales,
que esconden la casa rústica,
vuelvo a oír en mis insomnios
tu cadencia gemebunda
desgranarse entre las sombras
como un rosario de angustia.
¿Qué me dices? ¿Qué me quieres?
¿Qué me avisas? ¿Qué me buscas?
Nueva, no puede advenirme
ya ninguna desventura,
y es vieja ya la esperanza,
en mi ocaso firme y última,
de que un día mi bandera
florezca en mi sepultura.
Si de esa esperanza sabes
de esa esperanza me anuncia,
y alza el vuelo indicativo
del rumbo de la fortuna,
que así tus alas trazaron
a Julio César la ruta
de sus águilas triunfantes
sobre la ciudad augusta.
Mas ¿qué triunfo augurar puedes,
si no hay victoria sin pugna
y en inercia y desaliento
dóblanse las almas mustias
al favor que las deshonra
y al poder que las subyuga?
Canta, búho solitario,
que tu canción es la única
buena y amable a la noche
que nos envuelve en sus brumas;
y, hasta que el Señor encienda
las alboradas futuras,
desgránese entre las sombras
como un rosario de angustias,
ruede por valles y alturas
y se prolongue y difunda
en la soledad nocturna.
Múcaro, múcaro, múcaro,
tu carcajada profunda.
*Desde que llegué a mi casa de Santurce, noche tras noche, hasta el amanecer,
sentía el canto de un múcaro en un árbol vecino a mi alcoba. Le hice perseguir
inútilmente, y una tarde, que le vi casi limpio entre dos ramas, le disparé un tiro de
revólver: aquella misma noche escandalizó más que nunca. En la clínica Miramar lo
advertí varias veces. Aquí, en el campo, otro múcaro, ¿otro?, vela al pie de la casa.
Durante ese tiempo me han ocurrido tantas desgracias, que no puedo dominar una extraña
inquietud al sentir al pájaro agorero.
“De mi vida”
“Alta noche”
Vigilia
Sombra...
Dos lamparitas verdes atraviesan la alcoba...
Sueño
Sombra.
Dos lamparitas negras aparecen y flotan.
Desprendidas y solas
de mis ojos sin órbitas
las pupilas redondas,
suspensas en la alcoba,
con extraña zozobra,
me contemplan atónitas.
Tornan,
vuelan,
tornan, vuelan, destellan
y a intervalos anegan
su luz en las tinieblas.
De nuevo reverberan
y en la penumbra densa
una Virgen despliega
su manto azul... Se acercan
las lamparitas negras
¡y es el manto bandera
donde aparece de pronto encendida una heráldica estrella!
Sombra...
Una visión de gloria
mis párpados colora,
agítanse en la atmósfera
alas, brisas y hojas,
canta un gallo en la fronda
y asoma
por el cristal de la puerta la faz de la aurora.
De Jovillos
Como “irse de montiña” usan decir los chicos de España, cuando faltan a la escuela por el
placer de vagar fugitivos o entregarse a juegos y travesuras en las horas de clase, “irse de
jovillos” decíamos en Aguadilla los muchachos de la escuela de aquel magnífico Dómine
de ojos negros sonrientes, que de pura bondad nos daba unos ridículos palmetazos tan
leves y suaves como caricias.
La frase venía de que, torciendo el camino de la escuela, nos íbamos al “Caimital”, una
finca rústica cercana al pueblo, donde, además de caimitos, había un alto jovillo, de
copioso ramaje, que a su tiempo se iluminaba y nos brindaba con millares de áureos
globos de la agridulce fruta.
Jovillos son, pues, “de jovillos” fueron compuestas, mis coplas de estudiante, aquí
mismo, en Barcelona, ausente de mis clases de Economía Política y Derecho Romano, o
en las cátedras, cuando a ellas iba, con un lápiz sobre mi libreta de apuntes, mientras el
sabio profesor explicaba la Ley de Malthus o las Constituciones del Imperio.
Entonces, hacia el año 1890, dirigía “Madrid Cómico” el ingeniosísimo Sinesio Delgado
y “La Semana Cómica” este bueno y excelente amigo José Fernández de la Reguera:
alrededor de ellos, un estado mayor de escritores, Vital Aza, Eduardo Bustillo, Luis
Taboada, Mariano de Cavia, Eusebio Blasco, José Extremera, José Jackson Veyan, y una
vanguardia de incipientes mozos, Luis de Ansorena, Ricardo Catarineu, José López Silva,
Fiacro Irázoz, José Borrás, Brissa, De la Cruz Ferrer y otros que cayeron en el olvido o
brillaron en la fama, seguidos de los dibujantes Mestres, Cilla, “Mecachis”, Cuchy,
Escaler, sostenían como banderas de arte y alegría los dos celebrados periódicos de
caricaturas y letras festivas.
Porque a veces, en el fondo de estos versos de regocijo asoma y se esconde una tristeza
inefable que ha estado siempre en mi corazón: al mismo tiempo escribía cálidos y tristes
poemas, que contiene mi libro “Pomarrosas”, y no eran ficción, sino entrañable verdad, la
angustia y la alegría de mis versos.
Ahora, después de veinticinco años, al recorrer estas páginas, parece que el mundo gira
en sentido inverso para volverme otra vez al espacio y el tiempo en que canté mis coplas
de estudiante... Pero ¿en cuál punto del infinito están los sueños que cruzaron por mi
fantasía, las visiones que iluminaron mis ojos, las mentiras que ofuscaban mi
entendimiento, el amorcillo inconstante y loco que desplegó sus alas sobre tantas
cabecitas encantadoras?
¿Dónde están Lucía, Pura, Juana, Rosa, Pilar, Catalina, Violante, Maruja, Paca,
Angustias, y tantas otras sin nombre expreso, como la gitana y la pelona de mis
romances? Todas han vivido y en mi vida dejaron un perfume de la suya: sólo fue quizás
el roce de una mano, la luz de una mirada, el rumor de un suspiro, pero siempre un
fragmento de vida, relámpagos de emoción que no mueren jamás y se perpetúan en las
ondas inagotables de la divina esencia del Universo.
Evocadores de mis cosas lejanas, mis versos de estudiante llenan este libro; no todos,
porque he tenido que destruir muchos de audacia desmedida y máximo sacrilegio.
Todavía he dejado algunos como pregón de mis errores, tal como los antiguos cristianos
confesaban sus culpas, por vergüenza y arrepentimiento, en los sitios públicos.
[Introducción a Pomarrosas]
Bien aconsejaba el gran maestro latino a los hijos de Lucio Calpurnio desechar el poema,
no reservado por mucho tiempo y por muchas veces corregido. Yo no guardaba mis
versos ni un día, y ahora, releyendo en calma las ardientes y rápidas estrofas de mi
primera juventud, cuando me anima el natural deseo de recogerlas e imprimirlas, siento el
impulso de abandonarlas para siempre.
No tenía once años, al balbucir en líneas métricas mis nacientes emociones, ni quince
cumplidos, cuando se difundían en los periódicos, que debieron acogerlas por la
benevolencia que inspiran las travesuras de los niños. Felizmente, perdiéronse en su
mayor número aquellas atolondradas parlerías y de las que fueron apareciendo, en
papeles borrosos, como planas de escuela, unas, las más, tornaron a su olvido, y otras
muy contadas y descontadas, figuran en este libro, para muestra, razón y castigo, de mis
jactancias de poeta.
Versos rosados y distintos, a la descompuesta luz de mis ensueños infantiles, están hoy,
cual eran, a la firme luz de la crítica, negros y confusos, como el oro impuro envejecido;
cantaban, como el viento en el ramaje verde, y ahora resuenan sordamente, como hojas
secas en lejanos remolinos. Todavía lo que fue bello, engañosamente bello, conserva la
simpatía de los recuerdos agradables, y pluguiera a Dios que todos mis pecados literarios
hubiesen consistido, como entonces, en torpezas del lenguaje, y no del alma, y que jamás
hubiera profanado su divino nombre y eterno misterio: insensato después, en las
agitaciones de una adolescencia nublada y tormentosa, no ya contento de aquellas rimas
santamente bárbaras y locas, entré en delirios más funestos y, envenenado y ciego por
malsanas lecturas, me encontré súbito cercado de sombras externas impenetrables y de
fuegos inmanentes abrasadores, como el espíritu rebelde en el fondo del abismo.
Sofocado en mis propias ideas, dentro de un ambiente mortífero a la vida lúcida del alma
abierta a los esplendores del Universo y de la ciencia; ante la negación hierática y muda,
cual un inmenso fantasma, llenando con su sombra los espacios inagotables, busqué
anheloso la prístina fuente de la verdad; estudié, analicé los secretos de la naturaleza
revelados por sus más insignes observadores; me dejé guiar por los astrónomos, por los
geólogos, por los naturalistas; asistí a la manifestación del primer átomo vibrante en la
inercia sin límites, a la concentración nebulosa de los gérmenes cósmicos, a la génesis de
los mundos, a la evolución progresiva de la materia inorgánica, al nacimiento de las
especies organizadas y a su diferenciación en la perpetuidad del tiempo; penetré en las
maravillosas circunvoluciones cerebrales del tipo perfecto, que resume y condensa, en
breve síntesis, la historia de los seres; sorprendí sus lentas demudaciones a través de los
siglos, en el embrión humano elaborándose en el seno materno; retrocedí, adelante, por
múltiples caminos, giré alrededor de las hipótesis, de las teorías, del vuelo angustioso del
espíritu en pos de su origen..., y, cuando dirigía el último esfuerzo al fulgor primitivo de
la creación, me encontré solo, perplejo, extático ante la eternidad, en la profunda sombra
del misterio absoluto.
Proceso intelectual piadosamente ayudado por la experiencia del corazón, en las luchas,
en los dolores, en el afán continuo de la existencia: yo he blasfemado y he orado y sé
cómo es asfixiante y maléfico el hálito de la blasfemia y trascendente y eficaz el perfume
de la oración.
Mis versos llevan la historia de mi alma y tenía que decir aquí sus motivos esenciales,
porque la historia aparece en este libro mutilada en sus páginas más negras; ya que no he
sabido, como el desgraciado y luminoso Verlaine, rendir mis culpas y cantar mis
arrepentimientos, a los pies de la Virgen Madre:
El tránsito espiritual, que el conjunto revela, está vivamente señalado en los dos sonetos
que forman la composición Dios provee, escrito el primero en 1887 y el segundo en
1896: por rara coincidencia, durante el período de nueve años, que fija el lírico admirable
(...nonumque prematur in annummembranis intus pósitis) el pensamiento original quedó
invertido y completa la transubstanciación milagrosa de la sombra en luz, al soplo
invisible y seguro del que “todo lo provee”, en el mundo de las cosas y las almas.
***
¿Qué más hay en mis versos? El ideal sufriente, moribundo, de una patria adorada,
llorada, perdida... el pueblo puertorriqueño, que se divide y agota en míseras disputas,
cuando tiene sobre el cuello la férrea mano del coloso, que le agita, que le absorbe, que le
consume, sin resistencia, sin clamor, sin protesta, ayudado por el mismo afán de la
víctima en sacrificarse y extinguirse.
No puede ser este lugar propicio al desarrollo de una cuestión política, mas la toco
involuntariamente, porque sale de todo mi ser, como el resplandor de un incendio. Lo que
pasa en Puerto Rico, lo que pasó en México, lo que acaba de pasar en Colombia, lo que
pasará en Santo Domingo y en toda nuestra desventurada América latina, si un grandioso
movimiento de concentración federativa no la salva en lo porvenir, es gravísimo asunto
digno de la atención de los sociólogos y de los estadistas. Este odio histórico y esta lucha
de razas, que bañaron de sangre el mundo antiguo: este odio y esta lucha, modificados en
sus procedimientos por la acción de los tiempos corrientes y las ideas predominantes,
pero inmutables en su esencia y en su acometividad, continúan su obra de exterminio en
el mundo americano, y somos nosotros los que perecemos, y somos nosotros los que
debemos sobrevivir, si no es posible la convivencia.
Es posible, entre dos razas fuertes, que se confunden, o marchan unidas por el estímulo al
triunfo de la civilización, y no hay convivencia entre débiles y poderosos, y es necesario,
imprescindible, que los pueblos débiles de América se reconstituyan en la paz, se
vigoricen en la unión, se eleven a la altura y se midan en la fuerza de la gran República
del Norte, para que el respeto recíproco engendre el mutuo afecto y para que se realice, al
fin, en América, la reconciliación de todas las razas de la tierra y la conjunción de todos
los ideales de la humanidad.
Pero yo sólo veo y canto que perdimos la maternidad gloriosa de la nación hispana, que
no tenemos patria, ni la creamos con nuestra vida, que no tenemos bandera, ni la
estampamos con nuestra sangre, y que seremos acaso, en no dilatado curso, un pueblo,
como el israelita, nómada, errante, perseguido, arrastrando por la superficie del planeta
la terrible resonante cadena de los recuerdos dolorosos.
***
Así entrego mis ritmos, como pájaros errátiles, a los vientos del mar, para que crucen una
vez siquiera sobre la isla del ensueño desvanecida en las soledades del cielo y del océano:
con ellos van mis amarguras, mis alegrías, mis ansiedades, mis culpas, mis
arrepentimientos, mis quejas de vencido, mis gritos de victoria, la pasión efímera y el
ideal eterno, cuanta luz y cuanta sombra pasaron por mi alma.
***
Hojas de mi vida encierra este libro, y en la primera escribo el nombre de mi esposa y en
la última el de mi hija: lo oscuro de las otras va cubierto por estas dos blancas insignias,
que llevan el símbolo de toda esperanza, de todo bien, de todo amor y de toda felicidad.
El Director literario de la casa editora de mis libros de versos me expresó sus deseos de
insertar en cada uno de aquéllos el retrato mío perteneciente a la época en que las
composiciones del respectivo tomo fueron escritas. Teniendo los retratos, se los di,
porque me pareció que se buscaba, no una exhibición personal, sino una exposición
fisiopsicológica de las ocultas afinidades entre el curso de los años y el curso del
pensamiento, en las misteriosas correspondencias por las cuales tal vez una arruga del
rostro contiene un abismo de dolor, una corriente de vida, una onda del alma.
Algunas de las tristezas más antiguas de Pomarrosas son contemporáneas de las más
ingenuas alegrías de Jovillos y esto ya no puede medirse ni compararse por la mutación
de la faz, que en los inquietos giradores días de la adolescencia tenemos siempre dos
caras en una cabeza “cual la de Jano, que siendo una, mira a Oriente y a Occidente”,
según la estrofa de Rubén Darío, contemplando una los fulgores del alba y otra las
agonías del véspero.
Mas por seguro que ya no era el mismo a los quince que a los treinta años el autor de
Jovillos que el de Pomarrosas y que, con ser muy grandes, no lo eran tanto las
diferencias fisiognómicas como las espirituales entre el autor de Jovillos y el de Cantos
de rebeldía.
Inicia e impulsa este proceso una fuerza espontánea, ayudada también en numerosos
individuos por el poder de una voluntad consciente de la aptitud, objeto y decoro de la
propia vida.
Mas al mismo tiempo la orientación única y fija de mis últimos versos, ya principiada en
muchos de Pomarrosas fue en gran parte regida por el libre conocimiento y la tensa
voluntad encaminados al ideal que imanta y alumbra la visión de mis ojos y la
determinación de mi existencia.
La poesía no es cosa de futil adorno y vano recreo: ninguna ciencia, ninguna arte podrán
desligarse de la universal cooperación al bien humano, como nada en el orden físico
puede ausentarse del trabajo universal de la naturaleza. La producción y la contemplación
de la belleza en sí mismas constituyen un bien y la poesía cumple siempre un propósito
estético; mas la poesía, como toda obra humana, debe acudir preferentemente al bien
necesario, sentido y clamoroso en cada momento y en cada lugar del mundo.
Infinito el progreso, ningún país en ningún instante puede tener por logradas sus
aspiraciones; pero, aquellos que han realizado los fines principales de su destino, la
independencia, la libertad, el orden, el bienestar común, pueden distraer sus energías en
las sutiles artes de la contemplación y el éxtasis emotivos de la belleza o irradiar las
fuerzas de su espíritu más allá de la existencia nacional, por la universidad del Orbe.
Francia, después de tantos siglos de cuidado y lucha por el propio bien, soberana, libre,
rica, victoriosa, expandía por el Globo el desbordamiento de su potencia y desde
principios de la centuria diecinueve alentó una generación de poetas que buscaban y
cantaban los paisajes lejanos, los ideales pretéritos, el amor de las hermosuras muertas o
jamás conocidas, los subjetivismos recónditos. Los parnasianos, simbolistas,
decadentistas y los poetas y escritores comprendidos en tantas recientes nomenclaturas
(siempre creí que todas ellas sólo envuelven modalidades o aspectos evolutivos de la
escuela romántica), exploraron desde las cumbres de su Patria la redondez del Mundo y
la eternidad del Espíritu, en un arte raro, exótico, ambiguo, que volaba de las cúpulas de
una pagoda a una torre medioeval y de los oblícuos ojos de una princesa del Japón a las
doradas pupilas, ya tierra, agua, o aire o luz, de una dama del Directorio: así era, mas
cuando una conmoción terrible desgarró el cuerpo y el alma de la Nación francesa, en el
desastre de 1870, una literatura nacional, reivindicadora, agresiva, acudió al corazón
adolorido del pueblo para prepararlo, como se está viendo, a la guarda y defensa del
territorio patrio.
El más grave daño de esa literatura en América fue que apartó de la tierra, del ambiente,
de los sentimientos e ideales patrios la inspiración y el afán de los poetas nacidos en
aquellos dolorosos países, tan necesitados del concurso de sus filósofos, de sus artistas,
de sus hombres de Estado, de todas sus fuerzas morales y orgánicas, en las tremendas
crisis de su crecimiento nacional. La Grecia antigua, el Japón, moderno, dioses paganos,
emperatrices, hetairas, geishas y obispos endiablados y marquesitas galantes y todo lo
“muy siglo diez y ocho”, fueron cantados por poetas que tenían en sus nativos lares las
bellezas más grandes de la Creación, y los empeños más altos de la lucha por el triunfo de
la libertad y por la subsistencia y el predominio de nuestra raza oprimida y escarnecida en
las tristes patrias del hemisferio americano.
Darío, que se elevó desde una pequeña República como poeta del Universo, podía
hacerlo así y extender las alas de su genio por los horizontes mundiales; pero lo hizo
mejor y en su magnificente obra nada hay más grandioso que la salutación a las “ínclitas
razas ubérrimas” ni más dulce y tierno que el idilio al “buey que vi en mi niñez echando
vaho un día –bajo el nicaragüense sol de encendidos oros”...
Dichosamente pasó como una áurea nube aquella convencional literatura y hoy la
América hispana puede mostrar con orgullo “sus” poetas, los insignes poetas de su
paisaje, de su historia, de su libertad, de su vida, de su raza y de su futura hegemonía de
los pueblos de su raza en las cumbres del Planeta.
Puerto Rico sufrió también la racha de aquella vanal literatura y goza también ahora del
renacimiento de su poesía: viejos y jóvenes líricos marchan a la cabeza del movimiento
nacional, como iban los antiguos bardos anglosajones a la vanguardia de los ejércitos: el
perfume de nuestros bosques, el fulgor de nuestro cielo y nuestras llanuras, el rugir de
nuestros tormentosos desgraciados mares, el cántico melancólico de nuestros jíbaros,
nuestro dolor, nuestra esperanza, se desprenden de las liras en ráfagas de vibrante
espíritu...
Entre esos poetas, yo, el último, lanzo mis Cantos de Rebeldía, mis gritos de protesta y de
combate contra el tirano de mi patria a los vientos y al corazón del mundo...
Ver:
“Diálogo de arcillas”
Al volver del extranjero, trajo para la amada aquel Buda que compró en Bakú. Era una
maravilla de perfección la estatuita: en cuclillas, bajo y regordete, con su mantán rojo,
líneas doradas, ojos dormidos sobre el panorama del vientre y las manos cruzadas en
actitud de languidez, lucía expresión sinónima a un largo cansancio de siglos, y más bien
que la figura de un dios, daba la impresión de ser un liviano biscuit de tocador.
El viajero, tipo de cultura que había llegado a la ironía, gozaba íntimamente al ver
juntos, sobre los pulidos castillos de caoba, aquellos dos muñequitos de arcilla que
para dos mundos simbolizaban creencias de una alta estimación de valores tan relativos
en unos casos, y tan exuberantes en otros. Un buda y un cemí… Realidad de dos credos
que al analizarse en la espirutualidad de su íntima subjetivación bien podrían unir, por la
paradoja de una anomalía, orígenes de principios, que separados por el procedimiento
aún fueran integrales en la realidad de la mente humana. Buda fue un protector por
la sabiduría, y por la sabiduría tiranizó con el miedo: puede ser un dictador el más
filósofo; ¿no as acaso la humildad de Epicteto la más elegante soberbia? ¿Y el cemí?
Este, por la fuerza, constituyó una tiranía sabia. Y entre la lanza y el concepto, ¿no hay,
acaso, una relación de fuerza tan humanamente parecida que promueva a la sonrisa?
Fijas una en la otra, bajo la gasa de la penumbra, quedaron las dos estatuitas viéndose en
los espejos de pulida luz veneciana y contemplándose de reojo. El cemí era
antagónico en expresión al buda. El idolillo indio atesoraba un aspecto heroico y bravo:
tal parecía que acababa de sufrir los horrores de una batalla en sublime esfuerzo contra
los caribes: tenía la nariz rota, un ojo con expresión de pánico y otro a medio cerrar. La
boca, de rasgadura macábrica, torcida y violenta, aún parecía sentir rozar por sus labios el
grito espasmódico de un viva. Y en todo su cuerpo brillaba el tono mate de la arcilla
expuesta al desamparo, la lluvia y el sol… Era aquel fetiche como la encarnación
simbólica de una casta indómita, desaparecida, en plena resistencia, a golpes de espada y
pica…
Así, como enemigos, a ese instante en que la penumbra esmaltaba con su matiz los
tenues rincones, los dos héroes se encontraron escudriñándose con extraña impresión
de incredulidad. El buda abrió los ojos y buscó en aquel vecino alguna razón de ser,
algún derecho a perpetuarse. Y el cemí, enardecido por la imprudencia de aquel extraño
ceremonioso, quieto, sentado con deje de olvido reflexivo y hasta displicente, contrajo
los músculos, arrugó el rostro y enristró la lanza… Por el rostro del buda pasó algo
como una sonrisa y después dijo:
- Soy Buda, el que todo lo puede con el esfuerzo de la mente; si más hubiera
querido, más hubiera hecho.
- Yo, Tucay, un dios indio, guerrero; consiguieron matarme, pero no hacerme morir.
- ¿Un indio?
- Sí…
- En mi tierra jamás conocí a tal descendiente de Visnú.
- Ni en la mía a tal representante de Huracán.
Los dos idolillos de nuevo tornaron al silencio. Mas el buda notó las heridas y las
rasgaduras que en su cuerpo tenía el cemí.
- Dí… ¿Has vencido siempre?
Por los ojos del guerrero cruzó algo sombrío y doloroso; imágenes extrañas de
instantes pavorosos surgieron ante sus pupilas, como si del recuerdo brotara la realidad
del ayer, y al fin repuso:
- No…
Sonrió el buda victorioso. Por su faz de tierra vagó la sonrisa de una íntima
seguridad y dejó caer de sus labios la sentencia:
Reinó el silencio. El cemí vio plegarse en su alma los mirajes del recuerdo, a manera de
paisajes milagrosos. Las tropas de los blancos, aquella bandera roja y amarilla, los
tercios recios y atrevidos, más fuertes que Yukuyú, ágiles como las flechas y más
valerosos que los caciques; resonó de nuevo en sus oídos el golpear de las espadas finas,
el eco lejano de los arcabuces; después el oro, la esclavitud, la rebeldía, y, al fin, la
muerte, héroe sobre una colina, firme su cuerpo de cobre hasta caer atravesado por la
espada de un capitán…
¿Tendría razón el Buda? ¿La fuerza no podría eternizarse en la Victoria?… Mas como
quien surge de entre tinieblas, preguntó también:
La risa de triunfo que vagaba trémula por el rostro de buda fue desapareciendo como un
crepúsculo ante el avance de la noche… Sus ojos buscaron el vientre y en larga
meditación quedó el que todo lo pudo con el pensamiento… Al fin, tras un suspiro,
exclamó:
- Fui vencido…
- ¿Y cómo? ¿No es la paz el símbolo de la victoria eterna?
- Tú caíste en la guerra, la tiranía de las armas venció tu fortaleza. A mí me venció
la paz, la tiranía de la fraternidad anuló mi victoria…
- Mis guerreros siempre fueron leales.
- Y tan leales fueron conmigo mis prosélitos, que para interpretarme cayeron en
la abulia.
- ¿La paz entonces es una faz de la guerra?
- La guerra también es una forma de paz.
- Pero ¿y tus dioses?
- Toda creencia fue desconsuelo.
- ¿Y los tuyos?
- Toda imploración fue un desencanto.
Hubo un largo silencio. El indio paseó de un extremo a otro en el castillo fino de
caoba; fueron sus pasos violentos, agitados; en su rostro, contraído, vibraba la
emoción de la soberbia. Después, como vencido, se puso en cuclillas, soltó la lanza y se
estuvo fijo en el recuerdo… El buda de su inquietud nirvanesca se alzó a la agitación; su
cuerpo, rechoncho, ahora tenía elegancias marciales. Y empuñando la lanza del cemí
quedó en posición de asalto…
La luz del sol se coló ágilmente por entre las cortinas y los cristales. La plata
maravillosa de la mañana se hizo polvo en los rincones. Unas rosas se enderezaron por
las ventanas…
El viajero, aquel hombre culto que llegó a la ironía abrió los ojos y retiró a la amada. Al
volverse notó el cambio en la posición de los dos fetiches. Sonrió. Hasta la tierra tenía
espíritu; el hombre la insuflaba de ánimo; de seguro que los dos símbolos conspiraban
contra la felicidad. Era mejor romperlos…
Se levantó, llegó al tocador, alzó a los idolillos y los hizo caer contra el mármol…
Todo quedó en silencio. La amada dormía aún. Sólo él, que conocía la burla, sonrió
suavemente…
El noble inglés que se había aburrido en todos los países gustando a las mujeres más
hermosas; el maniático raro que importa para su castillo de Londres, junto a flores
exóticas y momias egipcias, mujeres como verdaderos lotos caprichosos; el dueño de un
hotelillo pulcro en cada comarca de todos los países, contempla silenciosamente el
extenso panorama desarrollado a su vista, el cual, al descomponerse los tintes del
crepúsculo, se tornaba azul en el linde de las montañas, gris perla en las cuencas
apartadas y, por último, negro sobre los picos de la cordillera.
El aire del trópico azotó su traje, y al componerse la solapa fina de la americana notó en
una de sus manos la prenda rica, el anillo inseparable, compañero discreto de sus
aventuras galantes.
Del anillo incrustado con piedras preciosas había dicho el mago indio: “Con esta
prenda se abrirán los corazones de todas las mujeres.” Y no mintió el solemne adorador
de Buda. La piedra preciosa había pasado de mano en mano; fue de una turca
desencantada que murió de amor en el harén de un califa, en las orillas del Mármara
azuloso; después, de una rusa princesa, de ojazos azules y carne blanca como la leche;
más tarde, de una diabólica princesita parisién, hija de un minero, que deslumbraba a las
cocottes, y, por ultimo, estuvo en el poder de una miss yanqui, danzadora antiartística de
los cabarets neoyorquinos, la cual sentó un pleito contra el lord por pérdida de tiempo.
Mas hoy el noble descendiente de los infatigados diplomáticos venía a esta islita con el
buen propósito de distraer su spleen.
II
La criolla acariciaba con su mano de fuego las mejillas del exótico viajero.
“Todo ha terminado sin luz ideal. Nuestra unión es imposible: el fuego y la nieve no
se conservan mutuamente. Soy un hijo del Norte y sus nieblas viven en mis nostalgias.
Inglaterra me llama; ahora de lo que fue no debe quedar ni un rastro que guíe a nuevas
perturbaciones. Por honor debemos devolver lo que no es nuestro. Te envío lo tuyo,
que seas feliz con otro. Adiós.”
El lord esperó la contestación algunos días, y cuando, al fin, impaciente, suponía poner
en juego medios más complicados, recibió esta epístola de la criolla:
“Las criollas no nos parecemos, amando, a las mujeres de otros países; ni siquiera
somos extravagantes que hagamos de nuestra ilusión un vicio. El amor, para nosotras, es
uno solo; lo perdemos, y hemos perdido el corazón. Un hombre que ha sido nuestro y se
va, no deja cabida a otros hombres; pero cuando se nos habla de orgullo, rechazamos la
debilidad del amor. En América latina torrentes de sangre lavaron la afrenta del
servilismo. Aquí somos fuertes y orgullosas hasta amando. Hemos terminado.”
“Lo que no es nuestro, lo devolvemos; pero siendo engañoso el amor que se nos ha
ofrecido, ¿por qué no evitar que continúen siendo medio de otro engaño las mismas
prendas que estimularon nuestra pasión? El fuego quema las cartas para que las cartas no
recuerden días mejores, y las piedras preciosas que nos alegraran una vez con el brillo de
su transparencia, deben convertirse en polvo para que no fascinen nuevamente a otras
niñas más caprichosas. Allá va eso.”
“Granada”
(1899)
De Sonetos sinfónicos
“Escudo”
“Pegaso”
“Bolívar”
A Rufino Blanco Fombona
“Pancho Ibero”
A Antonio Pérez-Pierret
“Guayama”
A Luis F. Dessuse
Oíd mi voz
y contemplad mi omnicolor bandera.
Soy la universal hoz.
Soy la universal sementera.
Escuchad mi voz que trae la armonía
de todas las vibraciones del mundo,
desde la fermata que el nido al romper sus huevos pía,
hasta el miserere que en el circo muge el toro moribundo.
Soy la Carne. Y os hablo desde los abismos
del fondo de vosotros mismos.
“Amanecer”
“Barcarola”
“Vida criolla”
De Alturas de América
¡Somos grandes! En la historia y en la raza. En la tenue luz aquella que al temblar sobre
las olas
dijo “¡tierra!” en las naos españolas.
Y más grandes, porque aquí
se conocieron
los dos mundos, y los Andes
aplaudieron
la oración de Guanahaní.
Y aún más grandes, porque fueron
nuestros bosques los que oyeron,
conmovidos, en el mundo de Colón,
los primeros y los últimos rugidos
del ibérico León.
Y aún más grandes, porque somos: en las playas de Quisqueya,
la epopeya
de Pinzón, la leyenda áurea del pasado fulgente;
en los cármenes de Cuba,
la epopeya de la sangre, la leyenda del presente
de la estrella en campo rojo sobre franja de zafir;
y en los valles de Borinquen,
la epopeya del trabajo omnipotente,
la leyenda sin color del porvenir.
No sé si danés o ruso,
genial cuentista relata
que en el nido de una pata
la hembra de un cisne puso.
Y ahorrando las frases de uso
en los cuentos eruditos,
diz que sin más requisitos,
en el tricésimo día,
la pata sacó su cría
de diez y nueve patitos.
En tu historia y religión
tus claros timbres están;
que fuiste el más alto afán
de Juan Ponce de León.
Mírate, con corazón,
en tu origen caballero,
en tu hablar latinoibero,
en la fe de tus altares,
y en la sangre audaz que en Lares
regó Manolo el Leñero.
Ya surgieron de la espuma
los veinte cisnes azules
en cuyos picos de gules
se desleirá la bruma.
A ellos su plumaje suma
el cisne de mi relato.
porque ha visto su retrato
en los veinte cisnes bellos.
porque quiere estar con ellos.
porque no quiere ser pato.
“Todo a todos”
“Mariyandás de mi gallo”
Amanecer
Guíñale al sol la cabaña.
El río es brazo que se pierde
por entre la manga verde
que cuelga de la montaña.
El yerbazal se desbaña.
La luz babea la colina.
Y más que el veloz caballo,
hiere la paz campesina
la puñalada honda y fina
del cantío de mi gallo.
Medianoche
Mediodía
Desafío
“Manolo el leñero”
No sé si la desgracia o si la suerte
abrió tu fosa en la primer jornada.
¿No oyes la envilecida carcajada
de tu pueblo, incapaz de comprenderte?
“Mi rancho”
En el cafetal, mi rancho,
nido de pajas parece,
que a viento y lluvia se mece,
cual si colgara de un gancho.
Con la hija del viejo Pancho,
las lluvias son placenteras;
porque al caer las goteras,
ella se acuesta conmigo
y me echa encima el abrigo
de su seno y sus caderas.
“Banquete de gordos”
“Valle de Collores”
La campestre floración
era triste, opaca, mustia.
Y todo, como una angustia,
me apretaba el corazón.
La jaca, a su discreción,
iba a paso perezoso.
Zumbaba el viento oloroso
a madreselvas y a pinos.
y las ceibas del camino
parecían sauces llorosos.
No recuerdo cómo fue
(aquí la memoria pierdo).
Mas en mi oro de recuerdos,
recuerdo que al fin llegué:
la urbe, el teatro, el café,
la plaza, el parque, la acera...
Y en una novia hechicera,
hallé el ramaje encendido,
donde colgué el primer nido
de mi primera quimera.
Arcadio Díaz Quiñones, “La isla afortunada: sueños liberadores y utópicos de Luis
Lloréns Torres”. [Se publicó en dos números de la revista Sin Nombre, San Juan,
Puerto Rico: VI, Núm. 1 (julio-septiembre, 1975) y VI, Núm. 2 (octubre-diciembre,
1975); y, con algunas variantes, en: El almuerzo en la hierba, R. P., Huracán, 1982; y
en: Arcadio Díaz Quiñones, Luis Lloréns Torres. Antología verso y prosa., R. P.,
Huracán, 1986]. [Sinopsis]
Pocos escritores puertorriqueños han logrado en vida la aceptación casi unánime que
alcanzó Lloréns. No es frecuente la identificación tan radical del público con la poesía, ni
el surgimiento de una identificación tan entusiasta con obras específicas, como ocurrió en
Puerto Rico con poemas como “La canción de las Antillas” y “Valle de Collores”.
Pero Lloréns también entabló diálogo con sus contemporáneos a través de la palabra
impresa. Publicó cuatro libros: América (1898), Sonetos sinfónicos (1914), Voces de la
campana mayor (1935) y Alturas de América (1940). Hizo periodismo literario en la
Revista de las Antillas, Juan Bobo, Idearium y La Semana. También colaboró en Puerto
Rico Ilustrado, La Correspondencia de Puerto Rico, El Imparcial, La Democracia y El
Mundo.
II.
El primer crítico de Lloréns Torres fue Antonio Cortón, que prologó en 1897 el libro
América, elogiando la inteligencia y los ensayos del joven escritor.
Dijo también que Lloréns era el Whitman puertorriqueño y que tanto él como Pérez
Pierret eran poetas “americanos, fuertes, de energía para alentar a la acción…”
Casi veinte años después, en 1933, Concha Meléndez y Antonio S. Pedreira publicaron el
artículo “Luis Lloréns Torres, el poeta de Puerto Rico”. Allí examinaron sus temas, sus
teorías estéticas y su erotismo; consignaron el aplauso que recibía su poesía jíbara; y
destacaron su vocación de poeta americano.
Margot Arce vio la relación entre la vieja tradición juglaresca y el círculo mágico, el
ritual de identificación y experiencia colectiva, que creaba Lloréns con la lectura de su
poesía:
Quien lo haya escuchado recitar “Valle de Collores” o “La hija del viejo
Pancho” recordará [que] la naturalidad de su decir, su gran simpatía
comunicativa, el regusto que hallaba en recrear con la propia voz viva la
experiencia ya recreada por la poesía escrita, transformaban su persona en la
encarnación palpable y viviente de los seres y los estados espirituales que
evocaba con la magia de su palabra. La identificación era completa; el acto
una verdadera y convincente “representación”, digamos una especie de “rito”.
Entre el juglar y su público –Llorens era un verdadero juglar en el modo de
crear y de transmitir su poesía- se establecía una comunicación misteriosa, un
sentimiento tan sin reservas que su voz parecía traducir la intimidad del alma
colectiva y entenderse con ella en el más perfecto diálogo…
Arce volvió a ocuparse de la obra de Lloréns a raíz de la muerte del poeta, en 1944:
explicó su erotismo y el valor patriótico de su obra, de la cual destacó las décimas como
lo más logrado y duradero; vio en su obra defectos y virtudes; resaltó su dimensión
criolla e iberoamericana; y lo propuso como modelo, por su cultivo de la lengua española
y por su aportación a la formación de la conciencia nacional puertorriqueña. Señaló
asimismo que el poeta no se limitó a atacar el colonialismo en Puerto Rico, sino que
también repudió el imperialismo norteamericano en el continente. Para ella, muy pocos
poetas nuestros contribuyeron tanto como él a la formación de una conciencia nacional.
“Tiene derecho –dijo- a llamarse el poeta de Puerto Rico.”
Luis Palés Matos, Julia de Burgos y Juan Antonio Corretjer, todos influidos por Lloréns,
también escribieron sobre el poeta.
Julia de Burgos afirmó que lo singular de Lloréns era su preocupación por el porvenir de
las Antillas y su fusión de lo tradicional y lo moderno. Vio en él un “alma de jíbaro
perenne” y lo catalogó de “eminentemente folklórico”.
Corretjer publicó un penetrante trabajo sobre Lloréns en 1945, en el que hizo un balance
de su obra y su personalidad. Lo consideró escritor universal por ser poeta nacional,
representativo de la puertorriqueñidad. También lo reconoció como símbolo de
resistencia cultural por su defensa de la lengua española. El alegato independentista de
Lloréns constituyó para Corretjer una conducta ejemplar de hombre de letras ante el
problema nacional puertorriqueño. No obstante, señaló igualmente las inconsistencias del
poeta, como los poemas elogiosos que dedicó a Rafael L. Trujillo, el tirano dominicano, y
a Teodoro Roosevelt, cuando éste fue gobernador de Puerto Rico.
III
Como hijo de hacendados de café, Lloréns siguió la ruta de muchos jóvenes de su clase.
Estudió Derecho en España, primero en Barcelona y luego en Granada, ciudades donde
despertó su vocación histórica y literaria.
En su libro América, publicado en España en 1898, cuando apenas tenía veintidós años,
mostró por primera vez su pasión americana y regionalista, y los conocimientos que
luego elaboró poéticamente en sus poemas de la raza. Para realizar esta tarea, examinó
las crónicas de Indias, la Biblioteca histórica de Tapia, la Historia de Iñigo Abbad, las
notas de José Julián Acosta, y la obra de Salvador Brau. Pedante, lírico y romántico,
Lloréns se ocupó en este libro, entre seudoproblemas, tesis ingenuas y un positivismo
extravagante, de los héroes del descubrimiento y de la descripción geológica y geográfica
del país.
El libro América, quizás por influjo de los cronistas y los románticos, mostraba ya los
mitos de la isla afortunada y edénica. Lloréns redactó en este libro pasajes repletos de
lugares comunes y clisés románticos. Era el surgimiento de una fe que empleó luego en
su obra para contrarrestar el mito degradante del imperialismo.
Durante la primera década del siglo XX, Lloréns se dedicó principalmente a su profesión
jurídica y al quehacer político. Fue miembro del Partido Unión de Puerto Rico,
legislador, colaborador de Rosendo Matienzo Cintrón, Luis Muñoz Rivera, Nemesio R.
Canales y, con altibajos, de José de Diego. Durante más de diez años, guardó silencio
literario, pero no dejó de fortalecer su formación artística.
IV
En una sociedad en la que el arte y la literatura eran privilegio de una minoría muy
reducida, Lloréns ensayó muchos caminos para dilatar el espacio literario. Instalado en la
modernidad de Rubén Darío y Leopoldo Lugones, comunicó sus versos desmesurados y
entrañables, irónicos e incisivos; elaboró sus mitos eróticos e históricos, sus nostalgias y
sus profecías hiperbólicas; y proclamó sus convicciones políticas.
Sin embargo, logró comunicarse con su público, abrió nuevos caminos a la poesía y
contribuyó a conquistar un lugar para la literatura en su país. Apoyó a los poetas de su
generación y estimuló a los más jóvenes, como a Julia de Burgos y a Luis Palés Matos.
Llegó incluso a gestionar un empleo a Palés en el consulado dominicano, afirmando que
“en Guayama se embotaba y estaba a punto de perderse la promesa poética más grande
de Puerto Rico, de las Antillas…”. La gestión cultural de Lloréns, intensa y constante,
ayudó a vincular la sociedad puertorriqueña con la modernidad cultural y con el mundo
latinoamericano.
Lloréns imprimó a sus textos históricos, a su poesía jíbara y a su visión del porvenir, el
paradigma de lo utópico: la felicidad o la nostalgia de la felicidad. Fue poeta de
certidumbres, de reinos perdidos o futuros, de paraísos imaginarios y de insaciables
ilusiones heroicas. Para ello tuvo que sustituir la Historia por la Estética y detener el
Tiempo.
Además del influjo romántico, Lloréns tomó ciertos componentes del modernismo y de la
tradición costumbrista y criollista para satisfacer su apetito de una historia fabulosa y
heroica. Durante la primera década del XX, se apropió de los libros canónicos de la
modernidad y el americanismo literario: Ariel (1900), de Rodó; Prosas profanas (1896),
Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907) y Canto a la Argentina
(1910), de Darío; Alma América (1906), de Santos Chocano; y Los crepúsculos del jardín
(1905), Lunario sentimental (1909) y Odas seculares (1910), de Leopoldo Lugones.
Posiblemente también leyó a Martí, Poe y Whitman.
Rodó, con voz seductora, habló en su Ariel a las élites intelectuales sobre una pretendida
superioridad espiritual latinoamericana frente al Calibán materialista norteamericano.
Esa oposición entre materialismo y espiritualismo halló eco en toda una promoción de
arielistas que exaltaron la “raza latina”. Rodó concibió también a “nuestra América como
una entidad, al igual que Martí, y advirtió los peligros del imperialismo. Como dice
Octavio Paz, con los modernistas aparece el antimperialismo que ve en América un
choque de dos civilizaciones.
La obra de Lloréns es inexplicable fuera de la nueva literatura que Darío hizo posible. En
carta dirigida a Darío en 1914, Lloréns se declaró su “discípulo más adicto y firme”.
Aprovechó del bardo nicaragüense los ritmos, las rimas, las imágenes, en fin, toda una
literatura. Su obra como la de Darío, es erótica. Darío fue también, aunque no tanto como
otros modernistas, poeta civil, a la manera romántica. Con cierta ambigüedad, fue
asimismo poeta antimperialista, americano, utópico, predicador de un futuro político
latinoamericano fabuloso, apocalíptico. Su canto profético al mundo, latino Salutación
del optimista, fue posiblemente uno de los modelos de Lloréns para la “Canción de las
Antillas”. También pudo interesar a Lloréns la oda “A Roosevelt”, donde Darío cantó la
grandeza y la antigüedad de América, el pasado mítico de la Atlántida.
Entre las muchas lecciones que Lloréns recibió de los modernistas, se destacan dos: la
“espiritualidad” del Arte y las posibilidades del periodismo. Los modernistas condenaron
el materialismo burgués y subrayaron la función espiritual del arte frente al mundo
industrial y comercial.
Pedro Henríquez Ureña atribuía esta nueva concepción del arte a los cambios socio-
económicos ocurridos a finales del XIX, lo que él llamaba “la prosperidad” nacida “de la
paz y de la aplicación de los principios del liberalismo económico”, sobre todo en
Argentina y Uruguay. Según Henríquez, la prosperidad llevó a una división del trabajo
que empezó a separar la vida literaria de la política: “La transformación social y la
division del trabajo disolvieron el lazo tradicional entre nuestra vida pública y nuestra
literatura”.
La obra periodística de Lloréns fue uno de los signos más evidentes de la aspiración a
cumplir su vocación intelectual y literaria. El periodismo fue actividad casi permanente
en escritores como Darío, Martí y Unamuno. Para Angel Rama, fue la clave de la
conversión de Darío al Modernismo y la explicación de ciertas tendencias estilísticas de
la época. Algo semejante puede afirmarse de Lloréns, que logró consolidarse como
caudillo intelectual no sólo a través de su poesía, sino también desde las revistas y los
periódicos. Éstos difundieron los nuevos valores literarios, así como las posiciones
políticas de Lloréns y su promoción. Frecuentemente, su prosa guarda estrecha relaciones
temáticas y estilísticas con su poesía, como puede apreciarse en sus mitos heroicos y
utópicos, y en la exaltación del jíbaro. Nada como su obra periodísta refleja mejor su
sueño de vincularse (así como la estirpe intelectual que representa) al ámbito más amplio
del mundo antillano y latinoamericano.
El poeta peruano José Santos Chocano, cuya poesía se conocía por su afirmación
americanista, llegó a Puerto Rico en 1913, invitado por la élite intelectual del país.
Durante su estancia de tres meses, dictó conferencias, ofreció recitales y pronunció
discursos en lugares como el Ateneo, el Teatro Municipal de San Juan, la Universidad de
Puerto Rico, y los pueblos de Ponce y Guayama. El Puerto Rico Ilustrado le dedicó un
número especial en el que colaboraron casi todos los escritores prominentes de entonces.
Lloréns manifiesta en el prólogo gran entusiasmo por las ideas de Chocano sobre la
poesía y el poeta, y parece suscribir su programa literario y politico. Chocano propone la
fusión del poeta con la historia y la naturaleza, con la raza y la tierra, a la manera
romántica, así como la nacionalización de la poesía, frente al peligro del exotismo:
Los colaboradores de la Revista de las Antillas se sintieron muy atraídos por estas ideas,
aunque, al igual que otros modernistas, no sin contradicciones: siempre se puede sentir
una tensión entre la función nacionalista del arte y la autonomía y la libertad del escritor
en las polémicas y en la práctica del Modernismo. Pero las circunstancias histórico-
sociales de la élite puertorriqueña que invitó a Chocano, explican el entusiasmo con que
se recibió su mensaje nacionalista y panamericano en la Isla.
Chocano, por su parte, también halagó a sus anfitriones elogiando la vitalidad de la Raza
que había podido, a s juicio, resistir quince años de dominio norteamericano.“Ningún
otro país de las Américas se jactaría de ser más cultamente apto [para] gozar del orden
dentro de la libertad”.
Lloréns dedicó buena parte de su obra a darle forma literaria a esa conciencia nacional e
hispanoamericana, cantando el pasado fabuloso de la estirpe latina, exaltando los
cachorros del león ibérico, glorificando a los héroes del Grito de Lares y elevando el
mundo campesino a mito representativo de la perfecta armonía del Hombre y la Tierra,
haciéndose eco de la epifanía que cantó Darío.
“La canción de las Antillas” (1913) fue un poema consagrado durante mucho tiempo.
Sócrates Nolasco la llamó “sinfonía de timbres diversos, cuya orquestación conquista y
arrebata”. El poema refleja la huella del Modernismo en su concepción rítmico-métrica y
por su americanismo. Es también ejemplo de poesía declamatoria de gran aliento. Es un
himno exhortatorio; una larga acumulación de elogios, en estancias, a manera de coro de
voces antillanas.
“La canción de las Antilla” canta al pasado y a la certidumbre del porvenir. La élite
política y literaria, amenazada por la expansión imperial, celebró ese himno, como
celebró ese mismo año a Chocano. El poema propone una patria más ancha en el tiempo
y en el espacio y una historia portentosa.
Dos o tres días después, conseguí el apasionado libro de Pérez Moris, Historia
de la Revolución de Lares, y algunas otras fuentes históricas, ninguna de mucho
valor. Me vi con Muñoz y le indiqué la necesidad de ir a pasarnos un día a
Lares, a fin de hablar allí con varias personas que aún vivían y que ya sabíamos
que habían tomado parte en la rebelión. Fuimos a Lares y nos comunicamos con
dichas personas, hombres ya viejos, de prestigio, honorables, de cuya veracidad
no se podía dudar. De ese modo reunimos los datos históricos para el drama…
En la obra, Lloréns presenta como aspiraciones de todos los puertorriqueños, los sueños
de libertad, el patriotismo y el amor a la tierra de aquellos héroes. En palabras de Manolo,
el Leñero, el Grito de Lares aspiraba a la libertad y a la consolidación nacional. Lloréns
ve a los revolucionarios como representantes de la totalidad social: son loss “padres de la
patria”. El propósito de Lloréns en la obra no es exclusiva o primordialmente literario. Se
trata de una lección moral y política que propone a sus contemporáneos. Hay en la obra
más intención didáctica que reflexión histórica. El autor quiere levantar un friso de heroes
que puedan estimular acciones heroicas.
Esta obra, como la épica, aspira a ser la memoria histórica y heroica de un pueblo, la
fundación de la nacionalidad. Surgen en ella las preocupaciones de la clase social de
hacendados puertorriqueños, desbordados por las circunstancias históricas y el desarrollo
del capitalismo imperialista. Ellos quieren crear urgentemente una patria, ante la
incertidumbre de su propia posición.
Las décimas son contemporáneas del canto a Hispania y del drama “El Grito de Lares“.
Margot Arce ha estudiado la variedad del decimario tradicional, conocido por Lloréns, y
ha ofrecido razones ideológicas, sicológicas y estéticas para explicar por qué el poeta
escogió esta forma estrófica. Lloréns idealiza el mundo campesino, sus costumbres y
formas culturales, y los ve como antídoto contra los valores de la sociedad capitalista;
propone una visión idílica del mundo campesino y consagra sus formas literarias. Otros
escritores, siguiendo esta postura, vieron al campesino como símbolo del “alma
colectiva” y como la reserva espititual y moral de la sociedad puertorriqueña.
En su visión del mundo campesino hay una tendencia ahistórica, llena de reminiscencias
arcádicas y edénicas. No se ven en las décimas los cambios y las realidades que sufrió el
campesinado puertorriqueño en las primeras décadas del siglo, la acelerada
proletarización o la migración. El mundo jíbaro de Lloréns es el mundo perdido de la
infancia y la juventud, la felicidad añorada de una inocencia primera, su personalísima
edad dorado, alejada de las pasiones del poder y la gloria. Así se ve en “Valle de
Collores”. A veces, presenta un incontamidado paraíso terrestre, lugar de belleza natural
y libre unión amorosa. El jíbaro también aparece como bastión de la resistencia cultural y
política frente al poder colonial y frente a los pitiyanquis. En otros de sus escritos, el
jíbaro es símbolo de la nacionalidad y de la unidad social. Cuando mure Muñoz Rivera,
Lloréns escribió: “Sea cada uno lo que sea: el obrero, obrero; el comerciante,
comerciante; el agricultor, agricultor; el periodista, periodoita; el poeta, poeta. Pero todos
seamos, ante todo, netamente puertorriqueños, netamente jíbaros. Es decir, seamos todos
de nuestra patria”. Lo jíbaro adquiere un valor cultural y politico, y de ahí la importancia
que Lloréns atribuye a la décima: “¡La copla jíbara! La canta el alma ancestral del
pueblo. Mana de la pura fuente de la espiritualidad puertorriqueña.”.
Esas urgencies nacionales explican por qué en la obra de Lloréns conviven la nueva
estética modernista y la poesía tradicional. Claro está, que en sus manos muchas veces
ocurre a la décima lo que decía Borges sobre la décima gauchesca: que “es un género
literario tan artificial como cualquier otro”, que frecuentemente se distanciaba de la
poesía popular. Tanto los moldes tradicionales y costumbristas como la nueva literatura,
proporcionan a Lloréns instrumentos que él pondrá al servicio de sus sueños. En todo ello
hay una tendencia romántica al populismo literario e ideológico. En el soneto “Del libro
borrador”, dice:
Esto corresponde, en el plano político, a su exaltación del pueblo, a quién atribuye las
virtudes quijotescas en contraste con el egoísmo de Sancho, que representa a los
politicos. En una réplica a un discurso de José de Diego y de Hernández López, de 1916,
dice Lloréns:
Hay una estrecha relación entre los sueños y mitos de Lloréns y los valores culturales e
ideológicos de una élite que luchó infructuosamente por mantener la hegemonía de los
hacendados criollos en Puerto Rico después de la invasión de 1898. La literatura adquirió
gran importancia en la elaboración de una cultura patriótica en Puerto Rico.
En 1904, los hacendados fundaron el Partido Unión de Puerto Rico, la “unión de la gran
familia puertorriqueña”. Quintero trata de explicar cómo la aspiración hegemónica de los
hacendados, sin embargo, se frustró. Afirma que en el país se desarrolló una lucha
política “triangular”: la clase de hacendados se vio amenazada, de un lado, por la nueva
metrópolis, y, por otro, por la clase obrera, que se fortaleció en las primeras décadas. El
proletariado, a su vez, estaba en lucha contra los intereses azucareros y contra los
hacendados. El poder colonial destruyó el poder politico y económico de los hacendados,
aunque durante algunos años (sobre todo de 1913-1921) se caracterizó por una política
más benébola con los hacendados y por un trato más hostil al proletariado. Durante esa
segunda década, el Partido Unión desarrolló una política “nacional”, pero no logró el
apoyo de otras clases sociales.
Hijo de hacendados, Lloréns estaba ligado a una clase atrapada históricamente. Desde la
literatura, se empeñó en construir unos valores nacionales, en forjar una historia nacional,
y en crear una fe en el porvenir de la Antilia, que correspondía, en general, a la política
nacional y patriótica y al populismo paternalista de los hacendados durante la segunda
década del siglo XX. En su poesía criolla y en su canto a las legiones hispánicas, intentó
reconciliar las diferencias y las tensiones reales de la sociedad puertorriqueña
No tuvo mucho éxito en sus aspiraciones políticas dentro del Partido Unión; se destacó
más como caudillo en el terreno intelectual, donde planteó el conflicto puertorriqueño
como una lucha entre dos civilizaciones, entre dos culturas. Es por eso, que su obra tiene
carácter apologético, de “defensa e ilustración” de la cultura humillada. Percatándose
quizás de la reducción del papel de la clase a la que pertenecía, del desmoronamiento de
su base socio-económica, propuso el ámbito amplio del mundo antillano y
latinioamericano como alternativa.
Lloréns se aproximó como pocos a ser el portavoz de la cultura “nacional”; mucho más,
en todo caso, que los hacendados en el terreno politico y económico. Su palabra
desmesurada, su apasionada defensa de los valores culturales, sus sueños utópicos y
mitos históricos han dejado una huella profunda. Ya la sociedad puertorriqueña se ha
transformado lo suficiente como para que parte de su obra carezca de vigencia. Sin
embargo, Lloréns está presente en nuestra moderna literatura: creó un espacio literario
donde muchos se han movido con relativa comodidad, y ayudó a sentar las bases para que
se pudiera ejercer una función intelectual y literaria que hoy continúa, aunque con
orientación distinta. Buena parte de su obra está vinculada con unas circunstancias
históricas y sociales concretas, pero a la vez se ha alejado de ellas y ha quedado libre para
fecundar otras obras. Como decía Proust, al final de su novela: “la hierba firme de la
obras fecundas, sobre la cual vendrán las generaciones a hacer, sin preocuparse de los que
duermen debajo, su ‘almuerzo en la hierba’”.
Abril 1975
[Nota de la editora: Se remite a las fuentes citadas en el título de esta sinopsis para tener acceso a las notas
y llamadas del ensayo original.]
“Canto al tornillo”
¡Padre Tornillo!…
Padre de lo estable y lo fuerte en la mecánica…
A ti, por cuya gracia se ajusta el Orbe entero;
tú que tienes la fuerza que taladra y que muerde,
gusano alucinante de la vida del Hierro…
¡Padre Tornillo! Oruga tan frágil y tan fuerte,
para ti, en que se enrosca la energía del fuego,
es mi canto potente…
¡Padre Tornillo!
Pujante violador silencioso de todos los metales…
Tú tienes de las cosas el equilibrio eterno;
tuyo es el garfio único de la espiral; tú eres
quien contra el infinito ha sujetado el cielo;
(¡Oh estrellas; oh tornillos de oros incandescentes!)
¡Padre Tornillo!…
Por ti las cosas son contra todos los tiempos…
Por ti se puebla el mundo de esperanzas y fuerzas,
(Pequeño Emperador de Inconcebible imperio!)…
Y los pueblos se ajustan y se engranan y tiemblan,
ante tu hermano solo y único: el Pensamiento…
¡Padre Tornillo!…
Tu marcha es transformista: engaña en el vértigo
de tu espiral; acabas donde empiezas y vuelves
sobre ti mismo, raro, encogido e incierto…
¡Padre Tornillo!…
Tu labor será eterna, porque tú eres eterno…
Sujetas los cilindros; mareas en las hélices;
muerdes metal o piedra y violas en tu esfuerzo…
Vives donde halla vida de músculo o de fuego…
Y tu boca minúscula se agarra a las estrellas,
en las grúas titánicas que giran en los cielos…
¡Padre Tornillo!…
Dedo de Dios entre nosotros. Dedo,
que en cada vena tiene un empuje secreto…
Hablan del clavo y el clavo es sólo sombra
de lo que eres… ¡El clavo es sólo un sueño!
Tú eres la realidad potente y vigorosa,
y tu espiral la honda fuerza del Universo…
“Motivos de la rana”
Yo canto la rana.
Nadie ha cantado la rana.
Ni nadie la ha cantado como yo.
Yo soy el creador de mi modo.
Mi modo inicia una era
en el carapacho de la rana.
Yo canto la rana.
Yo canto la rana.
Yo he cantado la rana.
I
Manifiesto
II
La larga mirada
III
La tierra
He aquí que sobre aquel mundo que era sólo tierra ancha
rodó cubriéndolo todo el mar que en la calabaza se ocultaba.
IV
Los desposados
Hasta esta paz unos vecinos cazadores han conducido una figura extraña.
V
Oubao-Moin
VI
Perfil del ser
VII
Inmediata a la idea
VIII
Luego
“Nada”
“A Julia de Burgos”
Ver:
1) Rivera Villegas, Carmen M. “JUlia de Burgos aqua y allá: su poética en Puerto Rico y
en Estados Unidos”, http://www.sg.inter.edu/revista-ciscla/volume30/rivera.htlm
La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral
como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se
bañaba a menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en
cola de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve.
La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados
con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos
habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una
mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a casa en
parihuelas retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida
por una chágara viciosa. Sin embargo, pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de
un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido
dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a
engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La tía
estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el
muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún
más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover
sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara
enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa
de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando
a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su
hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por
aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor
con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se
desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella
las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su
alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el
perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de inquietud.
Cuando las niñas fueron creciendo, la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al
principio, eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones
perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la
reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de
regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de
ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar
necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que
correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve
y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa
para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió dieciocho
años había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la
puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en un cuarto de muñecas del palacio
de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de
hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos
placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una
de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así
cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la
dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al
cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los
cambios de aguas de las cañas y sólo sal-a de su sopor cuando la venía a visitar el doctor
o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar
para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los
peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros
incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de
todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su
habitación a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego he
hacía una mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva
dentro de dos caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito
en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte
marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el
cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y
con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos
relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para
que el sol y el aire secaran los cerebros algobonosos del guano gris. Al cabo de algunos
días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia
por la boca de la muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviera
hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en
todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado
sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendieses a
reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los
lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre
camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las
muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las
más pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada
una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
La niñas comenzaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba
a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa:
“Aquí tienes tu Pascua de Resurrección”. A los novios los tranquilizaba asegurándoles
que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las
casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las
niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta
maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella
exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas
de bordados nevados y pantaletas de Valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas,
sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada.
Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de
guano, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el
doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de
sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y
se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada
por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó cuidadosamente..
La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba
viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que
palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró
fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es
cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había
pagado los estudios durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su
interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se
presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler
de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se
sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que
le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas
de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge
el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su
perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne del delfín.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque
de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban
por la calle supieses que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de
calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de
papel, sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los
ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con
una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero
con los ojos bajos.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela
del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de
cerca de un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada
en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando
los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban
cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas,
percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la
lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles
de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo
viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando él la iba a
visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar a su habitación para observarla
durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre
su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y
por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las
chágaras.
Mi madre era una mujer que tenía grandes los ojos y hacía llorar a los hombres. A veces
se quedaba callada por largos ratos y andaba siempre de frente al mundo; pero aunque
estaba en contra de la vida, a mí, que nací de ella, nunca me echó de su lado. Cuando me
veían con ella, toda la gente quería quedarse conmigo. “Te voy a robar, ojos lindos”, me
decían los dependientes de las tiendas. “Déjala unos meses al año acá, en el verano, no es
bueno que esa niña viaje tanto”, le habían pedido por carta unas tías. Pero mi madre
nunca me dejaba. Caminábamos el mundo de mil calles y cien ciudades y ella trabajaba y
me miraba crecer y pasaba sus manos por mi pelo cada vez que me iba a hacer cariños.
En cada lugar que vivíamos mamá tenía muchos amigos –compañeros les decía ella- y
venían a casa de noche a hablar de cosas, y a veces a tocar guitarra. Un día mamá me
llamó seria y suave como hacía cuando me iba a decir algo importante. “Vamos a
regresar a casa”, me dijo, “papá ha muerto”. Muerto. Los muertos estaban en los
cementerios, eso sí lo sabía yo, y nuestra casa era este departamento azul donde, como en
todos los que habíamos estado, mamá tenía la pintura del señor de sombrero con fusil en
la mano, la figura de madera de una mujer con su niño, un par de fotos de un hombre que
ella ponía en el cuarto y una de otro hombre que ella pegaba en la pared junto a mi cama.
“No hay tal papá Dios, este hombre es tu padre, tu único papá”, me decía. Y yo lo miraba
todas las noches, a ese hombre de pelo tan claro y ojos verdes que ahora estaba muerto y
nos hacía irnos de casa.
No me puedo acordar cómo llegamos a la isla, sólo recuerdo que allí no podía leer casi
nada aunque ya sabía leer, porque les daba por escribir los nombres de las tiendas en
inglés. Entonces alguien nos llevó en un auto a San Antonio. Antonio se llamaba mi
padre y ése era su pueblo. Antes de salir para San Antonio mi madre me compró un traje
blanco y otro azul oscuro y me puso el traje azul para el viaje. “Vas a ver a tu abuela de
nuevo”, me dijo. “Tú vas a pasar unos días con ella, yo tengo unos asuntos que atender y
luego iré a buscarte. Tú sabes que mamá no te deja nunca, ¿verdad? Te quedarás con
abuela una semana, ya estás grande y es bueno conocer a los familiares”.
Y así de grande, más o menos, llegué dormida con mamá a San Antonio. El auto nos dejó
al lado de una plaza llena de cordones con luces rojas, verdes, azules, naranjas y
amarillas. Una banda de músicos tocaba una marcha y muchos niños paseaban con sus
papás. ¿Por qué hay luces, mamá”? “Es Navidad”, fue su única respuesta. Yo cogí mi
bultito y mamá la maleta, y me llevó de la mano calle arriba, lejos de la plaza que me
llenaba los ojos de colores y de música. Caminamos por una calle empinada y ya
llegando a una colina nos detuvimos frente a una casa de madera de balcón ancho y tres
grandes puertas. Yo me senté en un escalón mientras mi madre tocaba a la puerta de la
izquierda. Desde allí, sentada, mis ojos quedaban al nivel de las rodillas que una vez le
habían dicho que eran tan bonitas.
“Tus rodillas son preciosas, y tú eres una chulería de mujer”, le decía el hombre rubio a
mamá y yo me hacía la dormida en la camita de al lado y los oía decirse cosas que no
entendía. De todo lo que se dijeron y contaron esa noche, lo único que recuerdo es que
sus rodillas eran preciosas. Aquel hombre rubio le decía que la quería mucho, y que a mí
también, y que quería casarse con ella –pero ella no quiso. Un día estábamos sentados en
un café y le dijo que no volviera, y allí mismo él pagó la cuenta y se fue llorando. Yo
miré a mi madre y ella me abrazó.
Hacía frío y creí que me iba a dormir de nuevo, pero no me dio tiempo porque detrás de
la puerta con lazo negro una voz de mujer preguntó: ¿Quién? “Soy yo, Doña Matilde,
Luisa, he venido con la niña”. La mujer abrió la puerta y sacó la cabeza para mirar al
balcón y allí en la escalera a su derecha estaba yo, mirando a esa mujer con los ojos
verdes de mi padre. “Pasen, pasen, no cojan el sereno que hace daño”, dijo la abuela.
Pasamos un pasillo ancho con muchas puertas a los dos lados, y luego un patio sin techo,
en el medio. ¿”Por qué tiene un hoyo esta casa, mamá”? “Es un patio interior, las casas de
antes son así”, dijo mamá, y seguimos caminando por la casa de antes hasta llegar a un
comedor. Allí estaba Rafaela, la muchacha de abuela que era casi tan vieja como ella.
Nos sentamos a tomar café con pan y mamá habló con la abuela.
Al otro día amanecí con la payama puesta en una cama cubierta con sábanas y fundas de
flores bordadas, tal alta que tuve que brincar para bajarme. Busqué a mamá y me asustó
pensar que quizás ya se había ido por una semana y me había dejado sin despedirse, y yo
en payamas. Entonces oí su voz: “La nena ha crecido muy bien, Doña Matilde. Es
inteligente, y buena como su padre”. “Tiene los ojos Ocasio”, dijo la abuela. “Yo sé lo
que usted piensa, que tanto cambio le hace daño, y yo sé que usted no está de acuerdo con
la vida que yo llevo, ni con mis ideas políticas, pero deje que la conozca a ella para que
vea que no le ha faltado nada: ni cariño, ni escuela, ni educación”. “El preguntó por ti
antes de cerrar los ojos, siempre creyó que tú volverías”, contestó la abuela, como si cada
una tuviera una conversación aparte. “Mamá, mamá, ya me desperté”, dije. “Ven acá,
estamos en el patio”, me contestó. “Pero no sé dónde está mi bata”, grité, porque ella
estaba diciéndole a abuela que yo tenía educación y aunque nunca me ponía la bata eso
ayudaría a lo que mi mamá decía. “Olvídate de eso, si tú no te la pones, ven”, repitió
mamá, que nunca fingía nada. Yo me acerqué y vi de frente a la abuela que era casi tan
alta como mi madre y con su pelo recogido en redecilla me sonreía desde una escalerita
donde estaba trepada podando una enredadera en ese patio sembrado de helechos y
palmas. “Saluda a tu abuela”. “Buenos días, abuela”, dije. Y ella bajó de la escalera y me
dio un beso en la cabeza.
“Mamá, ¿esta noche me llevas a aquel sitio de las luces?” le pregunté ese día. ¿”A qué
sitio”? preguntó la abuela, recuerda que en esta casa hay luto”. “A la plaza pregunta ella,
Doña Matilde. No frunza el ceño, recuerde que en este pueblo nadie nos conoce, que ella
nunca ha estado unas Navidades en un pueblo de la isla, y que yo me voy mañana...” y
terminó de hablar con miradas. Abuela respiró hondo y se miró en mis ojos.
Esa noche fuimos a la plaza mamá y yo. De nuevo, había mucha gente paseando.
Vendían algodón de azúcar color rosa, globos pintados con caras de los reyes magos y
dulces y refrescos. Había kioskos con comida y muchas picas de caballitos donde los
hombres y los muchachos apostaban su dinero. Y la banda tocó marchas que le daban a
uno ganas de saltar. Yo me quedé calada todo el tiempo porque todo eso me iba entrando
por los ojos y de tanto que me gustaba me daba ganas de llorar. “No te pongas triste”, me
dijo mamá. “No estoy triste, es que estoy pensando, mamá”, le expliqué, y ella me llevó
hasta un banquito de piedra. Nos sentamos justo encima de donde decía: “Siendo alcalde
de San Antonio el honorable Asencio Martínez, se edificaron estos bancos con fondos
municipales para el ornato de esta ciudad y la comodidad de sus habitantes”. “Mamá se
tiene que ir mañana a la ciudad a donde llegamos primero. Va a estar solamente una
semana yendo a muchas oficinas y es mejor que te quedes esos días acá con abuela, ¿me
entiendes, cariño? Tú sabes que mamá nunca te ha mentido, si te digo que vuelvo,
vuelvo. ¿Te acuerdas la vez que te quedaste unos días con Francisco, el amigo de mamá?
Las dos cotorras que tenía Francisco hablaban. Vivimos con él un tiempo y una vez que
mamá tuvo que ir a un sitio importante me dejó con él unos días. Cuando regresó me trajo
una muñeca japonesa con tres trajecitos que se le cambiaban y Francisco me hizo cuentos
de los hombres del Japón. Un tiempito después mamá llegó y nos dijo que había
conseguido trabajo en otra ciudad y que teníamos que mudarnos ese día. Francisco quiso
mudarse con nosotras; mamá le dijo que no. Y nos despidió en la estación del tren con los
ojos llenos de lágrimas, de tan enamorado que estaba de mi madre.
“Sí, mamá, me acuerdo”, le dije. “Pues es igual. Mamá tiene cosas muy importantes que
hacer. La abuela Matilde es la mamá de tu papá. Ella te quiere mucho ¿viste que sobre su
tocador hay un retrato de cuando tú eras pequeñita. Ella te va a hacer mañana un
bizcocho de los que te gustan. Y te hará muchos cuentos. Y ya enseguida pasa la semana.
¿Estamos de acuerdo?”. Yo no lo estaba por nada del mundo, pero mamá y yo éramos
compañeras, como decía ella, y siempre nos dábamos fuerzas una a la otra. Así que yo
cerré mi boca lo más posible y abrí mis ojos lo más que podía, como hacía cada vez que
me daba trabajo aceptar algo y le dije sí, mamá, de acuerdo, porque yo sabía que ella
también se asustaba si estaba sin mí. Y nos dimos un abrazo largo allí sentadas encima
del nombre del alcalde y del ornato, que quería decir adorno, me explicó mi mamá.
Al otro día, frente a la plaza ahora callada después del almuerzo, nos despedimos de
mamá, que subió en un auto lleno de gente. “Las cosas en la ciudad no están muy
tranquilas, Luisa, cuídate, no te vaya a pasar nada”. “No se preocupe, Doña Matilde, sólo
voy a ver al abogado para arreglar eso de los papeles de Antonio y míos, y enseguida
vuelvo a buscar la niña y nos vamos. Cuídela bien y no se preocupe”.
¿”Tú sabes cuánto es una semana”? “Sí, abuela, es el mismo tiempo que papá lleva
enterrado”. “Sí, pero en tiempo, hijita, en días ¿sabes? “me preguntó abuela luego de que
se fuera mamá. “No, abuela”. “Son siete, siete”, me repetía, pero yo nunca fui buena con
los números ni entendí bien eso del tiempo. Los que sí recuerdo es que entonces fue
tiempo de revolú. Una noche se oyeron tiros y gritos, y nadie salió a las calles ni a la
plaza. Por unos días todos tenían miedo. Abuela tomaba el periódico que le traían por las
mañanas al balcón y leía con mucho cuidado la primera página y luego ponía a Rafaela a
leerle unas listas de nombres en letras demasiado chiquititas para su vista que venían a
veces en las páginas interiores. A mí no me lo dejaban ver. Yo sólo podía leer rápido las
letras negras grandotas de la primera página que decían cosas como DE TE NI DOS LE
VAN TA MI EN TO SOS PE CHO SOS Y IZ QUIER DIS TAS que yo no entendía.
Una noche después, llegaron unos hombres cuando nos íbamos a acostar Rafaela, abuela
y yo. “Súbete a la cama, anda”, me dijo muy seria la abuela. Yo la obedecí primero y
luego me bajé. Corrí de cuarto en cuarto hasta llegar al que daba a la sala y me puse a
escuchar. Ya los hombres estaban en la puerta y sólo pude oír cuando decían: “De modo
que no trate de sacarla del pueblo y mucho menos de la isla. Sabemos que ella vendrá por
la niña, y tenemos orden de arresto”. “Mire, señor policía”, le decía la abuela, “yo estoy
segura que ella no tuvo nada que ver. Le repito que vino a la isla solamente porque murió
mi hijo, ella ya no está en política, créame, ¿por qué hay orden de arresto”? “Ya está
avisada, señora, hay que arrestar a todos esos izquierdistas para interrogarlos. Y si no
tuvo que ver ¿por qué se esconde Hay testigos que afirman que la vieron en la Capital,
armada... ¿eso es ser inocente? Con que ya lo sabe, la niña se queda en el pueblo.
La niña era yo, eso lo supe enseguida, y en lo que la abuela cerraba la puerta corrí cuarto
por cuarto de vuelta a mi cama. Abuela vino hasta donde mí. Yo me hice la dormida pero
no sé si la engañé porque se me quedó parada al lado tanto rato que me dormí de verdad.
Ahora estoy en el balcón esperando que me venga a buscar mi mamá, porque sé que
vendrá por mí. Todos los días pienso en ella y lo más que recuerdo es que tenía unos ojos
grandes marrones y que era una mujer que hacía llorar a los hombres. Ah, y que nunca
me mentía; por eso estoy aquí, en el balcón, con mi bultito, esperándola, aunque ya ha
pasado más de una semana, lo sé porque ya sé medir el tiempo, y porque mis trajes
blanco y azul ya no me sirven.
En 1884, Francisco Oller regresó a Puerto Rico. Nuestro más destacado pintor del siglo
XIX, cuya paleta se formó en Francia junto a la de Cézanne y el también caribeño Camile
Pisarro, participando en el desarrollo del impresionismo como uno de sus principales
propulsores, daba así un paso irrevocable en su desarrollo como artista plástico. La tenue
luz impresionista del cuadro El estudiante –pintado en 1877- iría quedando atrás, ya para
siempre. La luz mortificante del trópico entonces comenzaría a inundar sus cuadros.
Si Fanon nos señaló la realidad del maniqueísmo colonial, los grandes escritores y artistas
del Caribe coinciden en hablarnos de esa modorra, o taedium vitae, tan característica de
estos tristes trópicos, condición colonial en que el alma, la interioridad, está como
suspendida, indecisa entre una sociedad chata, a medio hacer, esa exterioridad de la vida
con un pasado precario y un porvenir incierto, y la nostalgia de una tradición no del todo
ajena pero tampoco propia, es decir, la cultura occidental del colono, la cultura asiática
del emigrante o peón, la cultura africana del esclavo arrastrado a estas tierras.
Los paisajes y bodegones de Oller son una especie de asidero; a través de ellos el artista
desarraigado recupera su país de origen. Estos son espacios perfectos y apacibles; sólo se
escucha ese silencio yacente de los guineos manzanos junto a los mangós, de los plátanos
detrás de las guanábanas, o el rumor de la quebrada bajo la sombra de las palmas reales.
Es la promesa de una raza cósmica alimentada con el panapén traído de la lejana Tahití,
donde el sol inclemente se ha domeñado con las palmeras de Malasia, donde los trapiches
se adormilan bajo las frondas de un flamboyant transplantado de Madagascar. La galería
y los barandales evocan ese otear de la sociedad esclavista, la mirada señorial tendida
desde la posesión de vidas, cultivos y haciendas.
En 1893 Oller pinta un enorme lienzo tamaño mural que tituló El Velorio. Oller se ha
transformado en un costumbrista satírico; la amargura comienza a traspasar su arte.
Ledrú señalaba que el elemento más hacendoso y digno de aquella sociedad dieciochesca
era el mulato. En El Velorio la única figura digna es la de un negro pordiosero de Río
Piedras llamado San Pablo. Éste le sirvió de modelo a Oller para destacar la única
posibilidad de recato en todo el lienzo.
En este lienzo el calor del trópico es una coraza asfixiante que reduce cada personaje a su
soledad. Pasamos de la apacible utopía señorial que se resume en los bodegones,
coincidencia lírica de todos los frutos del orbe, a una heterotopía perturbadora donde las
distintas etnias de nuestro duelo sólo pueden convivir en disonancia. La imagen como en
la novela La charca, de Zeno Gandía, es la de un mundo estancado y sin salida, donde el
mestizaje es sólo la piel de distancias insalvables, soledades irredentas.
Estas dos imágenes de la utopía y la heterotopía, el diálogo íntimo entre ellas, enmarcan
las meditaciones que siguen.
***
Decía mi maestro Charles Rosario, que para nosotros, los puertorriqueños, el término
antillana tiene significado pleno, pero no los términos caribeño o caribeñidad. Uno nos
congrega en la experiencia histórica y cultural compartida con las Antillas Mayores, el
otro –the Caribbean- nos somete a una categoría suprahistórica, a un invento de la
objetividad sociológica, antropológica o etnológica de origen anglófono, objetividad que
siempre funciona en contra del colonizado, como señaló Fanon.
He aquí una polémica que no pienso bizantina, y a la cual debemos dirigirnos hoy que se
habla de caribeñizar a Puerto Rico, de la caribeñización de la sociedad puertorriqueña.
El pensamiento independentista antillano del siglo XIX concibió una especie de utopía, o
desiderátum histórico, que conocemos como Confederación Antillana. Aquel espacio de
congregación, sitio de supuestas coincidencias históricas y culturas evidentemente
hermanadas por la lengua, se formuló desde un racionalismo progresista que hoy nos
parece algo ingenuo: los pueblos que habían sufrido el mismo colonialismo, y también
sistemas parecidos de explotación económica, estarían llamados a reunirse bajo una
organización política que garantizase su pasado histórico y protegiese su independencia
venidera. En el caso de Santo Domingo se trataría de coartar aquella tendencia a la
anexión que representó la mala aventura de Buenaventura Báez.
Una vez liquidada esa posibilidad por las vicisitudes históricas que todos conocemos, a
Puerto Rico se le presenta hoy otro desiderátum, esa caribeñización que, nuevamente,
presupone la coincidencia, en un espacio político, de pueblos hermanados por un pasado
de colonialismo europeo y sistemas parecidos de explotación. Y esta propuesta, o este
discurso, supone ya no una lengua común, o una experiencia histórica derivada del
mismo colonialismo español, sino unas coincidencias más abarcadoras, a veces difusas,
otras veces aterradoramente concretas.
Ahora bien, ¿qué bases reales existen para la llamada caribeñización de Puerto Rico?
La idea de la Confederación Antillana, hoy, vista de cerca, nos resulta ingenua cuando
nos adentramos en las diferencias y semejanzas de las Antillas Mayores. Si bien es cierto
que Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba fueron hermanadas por una potencia europea
que les impartió el sello de un colonialismo común, fácilmente podemos advertir las
diferencias fundamentales entre la experiencia histórica nuestra y la del resto de las
Antillas Mayores.
Ya hacia finales del siglo XIX, Santo Domingo era independiente, Cuba había sufrido
una guerra independentista de diez años y Puerto Rico había protagonizado un Grito de
Lares que apenas duró dos días. Tanto en Cuba como en Santo Domingo, el sistema de
explotación económica había sido más cruento: en Cuba la caña y el tabaco habían sido
cultivados intensamente, la mano de obra esclava era más numerosa. Santo Domingo
tendría que luchar por su independencia contra una potencia vecina –Haití- cuyo
fundamento económico se remontaba a una de las explotaciones más intensas de hombres
y tierras que ha conocido la historia de la humanidad. En Puerto Rico la explotación que
tenía como marco de referencia la hacienda se desarrolló, a una escala menor, junto a
modos autárquicos de sobrevivencia y junto al contrabando. Las otras Antillas Mayores
forjaron burguesías nacionales independentistas. Puerto Rico, como bien ha dicho José
Luis González, nunca desarrolló una burguesía nacional con capacidad para defender
eficazmente sus intereses. En Puerto Rico, la debilidad del estado como tal, esa situación
que tanto alarmó a O’Reilly y al despotismo ilustrado de Carlos III, se debió tanto a
nuestra condición de baluarte militar como a la debilidad ancestral de nuestra economía.
A pesar de esto, hay unos vínculos evidentes que se remontan a una cultura surgida de la
misma situación geográfica y el contacto de lo español con otras culturas: el ajiaco
cubano, el sancocho dominicano y el guiso puertorriqueño, que también se llama
sancocho, surgen de esa suculenta olla podrida peninsular que el criollo y el esclavo
preparaban según las menudencias de viandas y carnes que proveía una sobrevivencia
muchas veces paupérrima. Si el barroco cubano de un Lezama Lima y un Carpentier
lograron sus mejores páginas desde una escritura arcaizante, la mejor poesía de Palés
evoca la poesía española renacentista. La salsa puertorriqueña no es otra cosa que la
música cubana –el son montuno y el guaguancó- pasada por la experiencia puertorriqueña
de Nueva York y su contacto con el jazz latino; el trombón de nuestra instrumentación
plenera se integra al sonido de las charangas y conjuntos cubanos. El merengue
dominicano ha sustituido a la salsa como el baile favorito de los puertorriqueños.
Entonces está la misma lengua española: tres variantes antillanas del español atlántico
matizado por andaluces y canarios. En nuestros campos los jíbaros más viejos hablan un
español arcaico que evoca el castellano del siglo XVI.
Del mismo modo que mi generación ya no recuerda los bohíos de los campesinos más
pobres de la década de los treinta. A veces la falta de techo se resolvía con la
construcción de un bohío techado con matojos o yaguas y levantado con tablas de palma.
El piso era de tierra. Lo que aún se puede ver en Haití, mi generación, los hijos del ELA,
lo conocemos por las anécdotas y advertencias de nuestros padres. La restauración del
Viejo San Juan nos queda como un vínculo con un pasado aún más remoto; pero los
espacios del Puerto Rico contemporáneo comienzan a distanciarse, ya irremediablemente,
de los del resto del Caribe. Aquella cultura criolla y señorial, de las tardes lánguidas que
transcurrían según el rechinar de los sillones de caoba, casi ha desaparecido en Puerto
Rico.
Mi tío abuelo, el novelista Ramón Juliá Marín, se lamentaba hacia 1912 de cómo la casa
solariega de su familia había sido convertida en almacén. Me crié en una de esas casas de
amplias galerías; en los bajos, la parte a nivel de la calle, se almacenaba el café; a veces
mi abuela cedía a la tentación de quebrar la armonía del caserón y alquilaba esos bajos
para algún negocio. Si le contara esto a mi hijo sería como hablarle de un país remoto.
Pocos jóvenes puertorriqueños saben lo que es una estantería de ausubo; todos saben lo
que es MTV y dónde queda Orlando. Nuestros espacios se van pareciendo más a los de
esta ciudad en la Florida que a los de Santo Domingo.
Cuando José Luis González habla de caribeñizar a Puerto Rico está hablando de
recordarle a Puerto Rico dónde está. Pero en verdad, ¿estamos más cerca de Puerto Rico
que de Orlando?
Los bodegones de Oller, con sus mangós de la India, guanábanas antillanas, guineos
africanos y pajuiles, se confunden con las cornucopias que vienen del norte: los
puertorriqueños consumimos manzanas, peras, albaricoques, uvas sin semillas de
California y melocotones. Algunas veces los food stamps nos permiten comprar alguna
que otra rodaja de salmón fresco. La mayoría de nuestros adolescentes no podría
diferenciar hoy entre un níspero y una batata. Es una generación que jamás ha visto un
mosquitero.
¿Qué quiere decir caribeñizarnos? Aquel Caribe horizontal, el cotidiano, que nos unía, en
muchas instancias se remonta a modos de producción felizmente superados. ¿Es que no
estamos hablando también de una cotidianidad que tuvo por marco la vida de la gran y
pequeña burguesía rural patricia, el mundo de la hacienda y la esclavitud, del peonaje en
el infierno del cañaveral o el cafetal? ¿No es la añoranza de aquel pasado una forma
sinuosa de esa vocación reaccionaria que padecen muchos intelectuales y artistas de
países en desarrollo?
Alguien me dirá que es precisamente nuestra alineación lo que nos obliga a plantear el
Caribe como consigna. Pero entonces, ¿no se va pareciendo nuestra disyuntiva a la de la
intelectualidad española a partir de 1898? Para ellos –desde su marginalidad- la consigna
era españolizar a Europa o europeizar a España. Hacia los años sesenta esa disyuntiva se
le plantearía a Juan Goytisolo con una urgencia progresivamente contradictoria: deseaba
que España saliera del estancamiento medieval del franquismo; reconocía, a la vez, que
los éxitos de éste en el plano social y económico –la modernización de España- habían
transformado, ya sin remedio, modos de vida ancestrales que él apreciaba.
Tendríamos que formular nuestra pregunta: ¿hay que caribeñizar a Puerto Rico o hay que
puertorriqueñizar al Caribe?
Al intentar una respuesta honesta para esta pregunta vuelven a surgir distancias
insalvables. Nos habíamos olvidado de que el Caribe es simultáneamente un espacio de
congregación y una heterotopía, sitios donde culturas y razas han coincidido en una
yuxtaposición precaria. ¿Somos las islas donde se han congregado memorias de un
pasado que no fue del todo nuestro? De frente a futuros inciertos, Walcott nos habla de
una particular amnesia que sufre el exiliado caribeño:
¿Puede ser el desarrollo de Puerto Rico modelo para alguien? ¿Será posible que nuestra
dependencia política y económica, nuestra violencia social se conviertan en proyectos
para un Caribe alterno? ¿Qué diálogo se puede establecer entre países en vías de
desarrollo y un país cuyo progreso se ha hipertrofiado, transformándose en un furor
consumista que posterga la producción?
Se puede señalar que mis temores apenas tienen fundamento; la caribeñización es, en
realidad, un proceso que ya empezó: entonces se me hablaría de la presencia de los
cubanos en Puerto Rico por dos décadas, de los desembarcos de dominicanos en Rincón
y Aguada. Los cubanos que llegaron a Puerto Rico después de la Revolución Cubana,
casi todos de clase media, son hermanados con los dominicanos pobres emigrados que se
insertan en una economía de abundancia para todos y despilfarro para muchos.
Las relaciones entre los puertorriqueños y los cubanos exiliados no han sido del todo
serenas. Veinticinco años después de haber comenzado a llegar, aún no se arriesgan a
postularse a puestos públicos. Usan la política nuestra para cultivar su anticomunismo y
son usados por los partidos políticos nuestros como contribuyentes. Pero no son invitados
a participar como iguales. Es posible que no se atrevan. Muchos cubanos, luego del tercer
trago, se quejan de un sutil prejuicio contra ellos.
Los dominicanos casi siempre son tratados con gran condescendencia; los chistes sobre
su inteligencia son ofensivos, a pesar de que sus hijos superan a los nuestros en las
pruebas de aprovechamiento académico administradas por el sistema escolar de New
York.
Pero ¿cuál es la Tierra prometida de los dominicanos que llegan a Puerto Rico? ¿San
Juan o Nueva York? Nos mofamos de la ropa chillona que usan cuando abordan los
aviones para ir al norte. Es la misma ropa que usamos hace treinta años cuando nosotros
también nos embarcábamos. Y ahora, como ha dicho Juan Manuel García Passalacqua, se
nos impondrá diferenciarnos de ellos en Nueva York cuando, en realidad, allá somos la
misma gente pobre y marginada.
Cuando Luis Ferré era gobernador de Puerto Rico, Félix Benítez Rexach lo visitó en La
Fortaleza para pedirle que proclamase desde la gobernación la independencia de Puerto
Rico. Don Félix, el millonario nacionalista amigo de Trujillo y de Albizu, ingeniero
visionario a quien Santo Domingo le debe el trazado de la Avenida Jorge Washington y
algunas casas en forma de barco que enternecen por su mal gusto, llegó a La Fortaleza en
un vistoso Rolls Royce y vestido de blanco. Se reuniría con el gobernador millonario de
estilo calvinista y sobrio, asimilista y educado en MIT. Uno era gobernador de Puerto
Rico, el otro era un empresario que ya sólo vivía de nostalgias, evocando los años
dorados en que se casó con una cantante francesa y anclaba su yate junto al de Onassis.
Don Félix, en lo que parecía un sainete sólo concebible por Valle Inclán, pidió a Ferré
que declarara la República de Puerto Rico por ser nosotros un pueblo superior, el más
desarrollado del Caribe; fácil se nos haría poner bajo nuestra tutela a ese otro Caribe
pobre e ignorante. No pudo imaginar mejor símbolo de nuestra marginalidad y
presunción: la independencia que aún no acababa de llegar nos serviría para establecer
nuestra hegemonía caribeña. En Don Félix ya habitaba el espíritu de la caribeñización.
Pero en tantos equívocos deberá existir algún tipo de diálogo caribeño, alguna comunidad
profunda,. Regresemos a las poderosas imágenes del arte popular y culto del Caribe para
comenzar ese diálogo.
Cuando me criaba durante los años cincuenta, se oía mucho la frase en tiempos de los
españoles. Siempre me pareció curiosa aquella frase que un poco secuestraba nuestro
pasado, colocándolo fuera de nosotros, otorgándole al colonialismo español la capacidad
de poseer parte de nuestro tiempo. El rescate del pasado por el colonizado siempre tiene
esa connotación de lucha con el otro que le ha robado parte de su tiempo. Nuestros
pasados son nuestros sólo a medias; en el caso de Puerto Rico, el presente también sólo
es nuestro a medias. La recuperación del país natal es entonces esa inmersión en algo
irreductible, algo nuestro y sin regateos, ese cadastre, la parcela que podemos reclamar
como propia sin disputas miserables. Lo criollo es una definición de esa parcela
irreductible donde habita nuestra identidad. Pero lo criollo es algo más que la memoria de
la cotidianidad creada por el colonialismo, o el inventario de unos modos de apropiación
que empiezan en la cultura alimenticia y culminan en la plástica, en la literatura, en la
música.
***
La experiencia alterna de Puerto Rico, su marginalidad doble respecto del Caribe, nos
coloca en una soledad que es característica de toda la región.
Hace poco leí una crónica de Naipaul sobre su viaje iniciático, siendo un joven, a
Inglaterra. Narra que se se detuvo por algunas horas en el aeropuerto de San Juan. La
descripción que hace del aeropuerto es escueta y no hay retrato de la gente.
El joven escritor sólo se interesó en un trinitario negro que viajaba con él. A pesar de la
inteligencia con que narra aquel encuentro con su propia sombra, la narración no deja de
tener un sabor claustrolífico, solipsista; el viajero carga con su propia soledad, con su
inevitable neurastenia isleña, y apenas puede ver más allá de su melancolía. Puerto Rico
era sólo un punto geográfico, un lugar de referencia para la memoria ensimismada. A
través de su pluma nuestro aeropuerto se convirtió en un lugar desolado. Yo recuerdo ese
aeropuerto de forma muy distinta: el bullicio era ensordecedor; aquel nervioso ir y venir
de jíbaros asustados, las bolsas de papel de estraza con productos criollos, el ambiente de
plaza del mercado, componen una de las imágenes imborrables de mi infancia. Por aquel
aeropuerto pasaba no sólo el viaje iniciático del trinitario, sino también una de las
emigraciones más importantes que ha conocido el siglo.
Ese ensimismamiento tan isleño recorre la obra de Palés. Cuando le canta a las Antillas
usa epítetos y caracterizaciones sin profundidad. Jamás viajó por el Caribe. Una vez
imaginado el Caribe, éste sería invocado como presencia casi por arte de magia poética.
En la poesía antillana de Palés hay muchos nombres de islas y pocas concreciones
isleñas. En él la imaginación también se vuelve solipsista, reduciendo a epíteto o punto
geográfico, toda una complejidad humana. También soñaba con las regiones árticas del
Wallhala. Me pregunto si esas lejanas regiones estaban equidistantes, en su imaginación,
de Haití o Santo Domingo. Tales ensoñaciones son la fuga de su imaginación cuando
rechaza esa vida chata, mediocre, sin interioridad, que nos describe con tanta precisión en
la crónica de su infancia en Guayama [Litoral].
Este solipsismo también está en el cubano Lezama Lima. Las pocas veces que menciona
a Puerto Rico en sus novelas, nuestra isla es únicamente un sitio, un punto geográfico
ciego y mudo respecto de connotaciones vitales. Lo mismo le ocurre cuando menciona a
París. Sus viajes novelísticos fueron como los de la novela bizantina, es decir,
descabelladas apropiaciones de sitios separados por distancias enormes. Le bastaron los
paseos por La Habana para construir uno de los edificios más fantásticos de la literatura
antillana. El único viaje que hizo fuera de Cuba fue A Jamaica. Pero su poema “Para
llegar a Montego Bay” es un viaje inmóvil a su propia poesía. Montego es sólo un lugar
de ensoñación.
Esta soledad, la ausencia de imaginación que la circunda, esa chatedad que a veces
desemboca en fantasías descabelladas, la ha recogido Rafael Ferrer en sus recientes
pinturas de Las Terrenas: el juego de dominó bajo las palmeras, los músicos del dancing
hall en el barrio pobre playero, todo ese paisaje y paisanaje que ha ido a buscar a Santo
Domingo, recuperación de su propio espacio y tiempo puertorriqueños, se caracteriza por
la misma modorra que Palés consideraba lenta agonía del espíritu. La búsqueda de su
pasado puertorriqueño es el encuentro con la memoria de una circunstancia vital que
aprisiona, que no ofrece salida.
Otra variante de esa soledad también aparece en la pintura de Ferrer. Se trata de ese lento
acercamiento del lugareño, del native, a la presencia del gringo, del extranjero, del turista.
Sentí esto por vez primera cuando viajé por tierras tan opuestas como las Islas Vírgenes
norteamericanas y Haití. La mirada con que se recibe al extranjero es una mezcla de
hostilidad, orgullo y curiosidad. La memoria del colonialismo servil, mezclada con ese
lento rescate de la propia humanidad alienada en la esclavitud, hace de nuestros países el
lugar donde la mirada es siempre una complicada transacción de valía. En muchos
cuadros de Rafael Ferrer hay una distancia insalvable entre el sujeto pintado y el pintor.
Esa distancia es la distancia que media entre el colono y el colonizado, entre el
extranjero que puede venir y yo que no puedo salir.
Una de la imágenes más perdurables del libro de James sobre Haití es su comentario en
torno a cómo los colonos franceses odiaban el sitio donde perfeccionaban su explotación
inmisericorde. Las memorias y crónicas de los hacendados franceses están llenas de
testimonios sobre el tedio, y el deseo de hacer fortuna para regresar pronto a Francia. Esta
imagen recurrente es la de un Caribe caluroso y azaroso, el infierno de la explotación
sobre la faz de la tierra. Y me pregunto si esa visión es sólo del colono.
Cuando advertimos que de nuestras tierras han emigrado los tataranietos de los esclavos
traídos de Africa, o los nietos y los biznietos de emigrantes llegados aquí en diversas
épocas, nos preguntamos si el Caribe no es ese sitio donde el no poder salir es sólo la
forma más extrema de no haber llegado nunca.
Y nos ocurre a los puertorriqueños, los primeros en lanzarnos a una emigración masiva,
que no bien comenzamos a deshacer la maleta en tierras del norte, ya estamos añorando
la isla. Así permanecemos siempre a mitad de camino. Nunca deshacemos la maleta del
todo. Esta es una de la razones de nuestra pobre integración al mundo norteamericano.
¿Es ésta, o será, la condición de otros pueblos caribeños que también han emigrado
masivamente?
En las salas de los campesinos, allá por los años cincuenta, se colgaban los retratos, las
tarjetas postales y los recordatorios de los que habían emigrado. Junto a los objetos más
preciados de aquella pobreza, como los almanaques con el Sagrado Corazón de Jesús y
las hornacinas con los santos de yeso y madera, se destacaban los retratos de emigrantes
orgullosos de sus coats bajo su primera nevada. Los que lograro salir a semejante
extrañeza, cobraban el valor de íconos. En esa devoción quizás exista la convicción de
que los que se fueron eran los mejores, los más valientes: el recuerdo de ellos es también
la memoria de la patria como una condena.
Entonces los puertorriqueños sufrían el destino de muchas veces nacer, vivir y morir en el
mismo barrio o pueblo. Hoy el puertorriqueño es uno de los pueblos más desarraigados
sobre la faz de la tierra. Apenas empezamos a valorar cómo nos han transformado esas
vivencias del exilio, de la emigración y la nostalgia.
En este aspecto, la historia del Caribe cada vez se parece más a la nuestra. En las salas
pobres de nuestros países serán más frecuentes esas devociones a los que se atrevieron a
saltar fuera del ciclo de la necesidad y la desesperanza. Se trata de puertorriqueñizar al
Caribe. Miro con preocupación un proceso que en nuestro país ha creado una fisura
hiriente, destructiva. Parece que el Caribe nos alcanza en el tránsito por derroteros que
sólo pueden conducir a un mayor distanciamiento de nosotros mismos.
En su Historia del Caribe, decía Eric Williams que el destino, la suerte de Puerto Rico
como parte de Estados Unidos ya estaba echada. No estoy muy seguro de eso, a pesar de
que la sociedad creada durante los últimos cuarenta años, las bases materiales de la
misma, nos obligaría a pensar que sí.
De todos modos, lo que más nos debe asustar es nuestra incapacidad para crear
sociedades más justas y a la vez más libres, sitios donde la patria no sea ese lugar donde
abandonamos toda esperanza, y deseamos cualquier salida.
***
Terminó sus días tratando de que Mr. Miller, Comisionado de Educación, le consiguiera
una pensión vitalicia por medio de la legislatura colonial. Esa legislatura, formada por sus
propios compatriotas, denegó la petición.
Ver:
Sinopsis de: José A. Rosado, Ritos del recuerdo: de la vitrina caribeña a la guagua
aérea, Separata, La Torre, R.P., U.P.R., Año VI, Núm. 20-21, p. 381-410.
Estados Unidos asignó a Puerto Rico un papel importante en este proceso, convirtiéndolo en
modelo económico para los países de América Latina y el Caribe. El nuevo proyecto
desarrollista que se iniciaba en la Isla, conocido como Operación Manos a la Obra, comenzó
a darse a conocer fuera del país con la colaboración de los ideólogos y tecnócratas del Partido
Popular Democrático, la Universidad de Puerto Rico y el Programa de Fomento Industrial. A
estos fines, Puerto Rico asumió el nombre propagandístico de Showcase of the Caribbean
(Vitrina del Caribe). (1) También se le aplicó insistentemente la imagen de puente entre dos
culturas. (2)
La utilización del léxico geográfico junto a la noción de vitrina tuvo al menos dos funciones.
En primer lugar, propuso una nueva definición política y cultural del país, un nuevo
imaginario que alteró el utilizado hasta entonces. La percepción de Puerto Rico como una
tierra azotada y las imágenes consagradas como la casa solariega, el barco a la deriva y la
gran familia puertorriqueña, comenzaron a transformarse. En segundo lugar, el binomio
geografía-vitrina implicó la manipulación del objeto y de la palabra según una orientación
visual intencional, que pudo aparejar la construcción imaginativa del propio observador.
Éste, atraído por lo que se le ofrecía a la vista o al oído, posiblemente acomodó su búsqueda
al ofrecimiento que tenía ante sí. De este modo, se estableció la idea de una cultura definida
por medio de la mirada y el espectáculo. La redefinición y la memoria, siempre tan
importantes en el quehacer artístico puertorriqueño, se manifestaron durantes estos años en la
colaboración –matizada de nostalgia- de los intelectuales con el proceso modernizador del
país, y en la reflexión sobre la naturaleza de esta colaboración.
Algunos comentaristas han visto en el ensayo “El despertar de un pueblo” (1940), de Vicente
Géigel Polanco, y en la celebración del “Foro” de 1940, la versión oficial de la cultura. El
Foro recogió ponencias sobre asuntos del país: economía, política, religión, cultura, ciencia y
educación. Fue un intento de soñar la futura nación en el programa de progreso y justicia
social de Operación Manos a la Obra. Las sesiones dedicadas a la educación destacaron la
necesidad de una reforma educativa que adiestrara al pueblo sobre las nuevas realidades
económicas. La imagen de una muchedumbre dócil, reiterada en la obra del treintista Antonio
S. Pedreira, se transformaba en la de un pueblo industrioso y activo. (4)
Durante este período, también se produjo la legislación cultural que creó el Reglamento de
Zonas Antiguas e Históricas (1949) y el Instituto de Cultura Puertorriqueña (1955). Esta
legislación provocó, según Carlos Gil, una demarcación simultánea de un pasado nuestro y
nacional, así como una reconstrucción que permitió al pueblo reconocerse en su historia.
Tanto el “Foro” como la legislación cultural de la época, demostraron una interacción entre
los intelectuales y el Estado a los fines de desarrollar la modernización y de lograr, mediante
la metáfora integradora de la gran familia puertorriqueña, la legitimación del moderno
Estado puertorriqueño (Rodríguez Castro, “El Foro”, 77). (5) Los intelectuales y el Estado se
unieron en la creación de un discurso que defendió la democracia y la cultura. En poco
tiempo, los letrados se transformaron en intermediarios entre los centros de poder y los
sectores marginados del pueblo. Difundieron el proyecto modernizador y dieron a entender
que el cambio y el progreso no eran producto de un grupo en particular, sino de toda la
colectividad.
Otro hecho que ayudó a configurar la interacción entre letra y política fue la fundación de la
División de Educación de la Comunidad (DIVEDCO), creada en 1949 por Luis Muñoz
Marín. Esta agencia sustituyó al Taller de Cinema y Gráfica de Parques y Recreos Públicos,
que se había originado en 1946, bajo la dirección de Irene Delano. La División tuvo a su
cargo la difusión del modelo desarrollista y la dirección del proceso de alfabetización en el
país. [A los fines de cumplir esta encomienda, se valió tanto de la palabra escrita, como del
cine y de las artes gráficas.] (6) Los artistas de la División, sin embargo, redefinieron sus
instrumentos de trabajo y, a la vez que desempeñaban su rol de propagandistas y educadores,
crearon un arte contestatario y crítico.
La película Modesta (1956), dirigida por Benjí Doninger, abogó por los derechos de la mujer
y los noticieros Viguié proyectaron la idea del progreso mediante el logo de la Compañía de
Fomento, que representaba la unión entre el hombre y la máquina. (7). La película Juan sin
seso (1959), escrita por René Marqués, destacó la eficiencia de la máquina y la
automatización del individuo. El filme, que recuerda la sociedad robotizada de Metrópolis,
de Fritz Lang, los murales de Diego Rivera y la máquina devoradora de La carreta, [también
de René Marqués], transformó la función propagandística del documental en reflexión sobre
los peligros de la modernidad y el progreso, sobre todo en cuanto a la publicidad y el
consumismo. (8)
Durante las décadas del cincuenta y del sesenta, sin embargo, el cartel puertorriqueño, a la
vez que alcanzaba una gran calidad estética, modificaba su contenido y su alcance. Se
reorientó hacia la publicidad de actividades culturales y remitió a las expresiones de la
cultura popular vigente y al reconocimiento de las figuras históricas del país. (10)
[Algunos de los escritores puertorriqueños más importantes de este período son: Arcadio
Díaz Quiñones, Luis Rafael Sánchez, Edgardo Rodríguez Juliá y Magali García Ramis.]
Así por ejemplo, escribir sobre los inicios de la modernización en Puerto Rico es grabar,
recuperar a un grupo letrado: la élite del Partido Popular y los artistas e intelectuales, que,
desde la División de Educación de la Comunidad, intentaron definir lo que en ese momento
era el país, a la vez que sentaron las bases discursivas de lo que éste sería en el futuro. De
igual modo, escribir es recuperar el taller creativo, fundamental en el desarrollo de nuestras
artes plásticas y de nuestra conciencia colectiva. También es rescatar el significado de la
legislación cultural de aquellos años.
En su novela La guaracha del Macho Camacho (1976), Luis Rafael Sánchez examina las
voces del contexto histórico-social puertorriqueño. Otra de sus novelas, La importancia de
llamarse Daniel Santos (1988), realiza un enfoque similar en cuanto a la cultura popular
latinoamericana. Aquí el autor se transforma en una especie de cronista-oidor-andariego que
intenta redefinir América Latina en función de su heterogeneidad y su constante
desplazamiento. Los ensayos de La guagua aérea (1994) muestran la ampliación de los
límites territoriales mediante el uso del léxico turístico-aeronáutico y las referencias al
Caribe, Estados Unidos, América Latina y Europa. Aníbal González ha afirmado que
Sánchez evoca las crónicas de viajes de los modernistas, como Darío, Rodó y Martí, así
como las crónicas de Indias, en especial, Los infortunios de Alonso Ramírez (1690). (14)
En el prólogo del libro, “Tarjeta de embarque”, Luis Rafael Sánchez inscribe el viaje en
la tradicional búsqueda y redefinición de la puertorriqueñidad. Sin embargo, mediante el
fenómeno migratorio, trasciende los espacios arquitectónicos de cohesión y estabilidad de
la cultura española o el mestizaje caribeño, presentes en imágenes como la casa solariega
de Pedreira, o el edificio de cuatro pisos, de José Luis González. La sustitución del léxico
marítimo de Pedreira (brújula, ancla, nave, puerto) por un léxico aeronáutico (viaje sin
escala, clase turística, pasaporte, tarjeta de embarque) expresa un cambio geográfico en
cuanto al concepto nación.
Sánchez insiste en la redefinición de los bordes geográficos cuando, en el ensayo “El cuarteto
nuevayorkes”, afirma que “en Nueva York se cimenta la capital ensoñada por Bolívar, la que
aloja todas las nacionalidades de la América en español”.
[El ensayo más conocido de esta colección], “La guagua aérea”, interpreta a Puerto Rico en
su relación con Estados Unidos, partiendo de una connotación adverbial. El objeto de su
exploración es la emigración, una parte de la memoria colectiva que el desarrollismo trató de
mantener en el silencio y el olvido, “la gran ausente” de la versión oficial, según Arcadio
Díaz Quiñones. La noción de “guagua aérea” sugiere un espacio geográfico de constante
tránsito, que nos sitúa en la cultura migratoria latinoamericana y nos obliga a revisar las
metáforas surgidas con la modernización de Puerto Rico. El texto, que sigue el modelo de La
guaracha, emplea un narrador-testigo-cronista, transcribe el lenguaje coloquial y alude
insistentemente a ciertos objetos. Su efecto es la demolición de la utopía desarrollista y la
política migratoria muñocista de integración e identificación con una nueva cultura.(13) En
esto coincide con El entierro de Cortijo (1983), de Edgardo Rodríguez Juliá, que también
pone en crisis la utopía urbanística de la igualdad de clases, mediante la descripción del
caserío Llorens Torres, el terror del cronista y la exploración de la cultura marginada del
lumpen.
El ensayo de Sánchez también demuestra que la letra y la mirada están determinadas por la
experiencia cultural. Según John Berger, el observador decodifica lo que ve a partir de sus
conocimientos y creencias particulares. [Cuando se trata de personas], el acto de ver es
recíproco entre el que ve y el que es visto. Así, tanto el norteamericano como el
puertorriqueño tienen un modo aprendido de verse entre sí. El grito de la azafata gringa con
que se inicia in media res “La guagua aérea”, produce una sensación de ansiedad
e incertidumbre que viola el silencio y obliga a depender de la mirada colectiva para
descifrar incógnitas.
Hugo Rodríguez Vecchini y Aníbal González han observado que Pedreira define a Puerto
Rico mediante las oposiciones y las semejanzas con el extranjero. Luis Rafael Sánchez, en
cambio, hace que, en el afuera de la emigración (Nueva York, cualquier otra ciudad, la
cabina del avión), sea posible ver al otro, que es uno mismo, de un modo desapasionado,
destacando la ruptura y la extensión de las fronteras más que los límites territoriales.
Sánchez significa una mirada cultural de recapitulación regeneradora. Recuerda, mediante el
desplazamiento y el deseo de grabar (según lo explica Arcadio Díaz Quiñones en La
memoria rota) su experiencia visual y auditiva, la historia cultural de un Caribe migratorio,
en el que se destaca la transformación de los puertos en lugares de tránsito, de trasbordo e
intercambio de bienes y gente. Estos puertos son importantes, más que por su territorialidad,
por formar parte de la trayectoria hacia un destino seguro que es la emigración.
Sánchez también redefine la concepción que se tiene del viaje y del lugar de pertenencia.
Afirma en el prólogo que viajar ya no es el mero traslado de un lugar a otro con el único fin
de llegar a un destino, sino que es “desafío y riesgo, desperdigamiento y diáspora”. El viaje
manifiesta lo que la persona es, pero no en función de la limitación territorial, sino de la
apertura, con todas sus peripecias, con las definiciones de los lugares y las connotaciones del
habla y los objetos transportados. El Aquí y el Allá, así como las expresiones del inglés no
destacan tanto la diferencia geográfica y cultural entre la gente de la Isla y la de Nueva York,
pues todo se reduce a “una trillita sencillona”, a una llegada y a un regreso fácilmente
intercambiables.
A través del devenir temporal y por medio de los cambios tecnológicos, el emigrante elabora
diferentes respuestas culturales. Julio Ramos ha dicho que el emigrante, carente de casa en el
lugar de origen (el desalojo estaba subyacente en el modelo desarrollista puertorriqueño),
puede vivir en la casa construida por la escritura, la fotografía o la música. También puede
vivir en la casa más moderna del habla telefónica y el vídeo. Si con esto no es suficiente,
siempre es posible, como ha hecho Manuel Ramos Otero o como se percibe en el Desfile
Puertorriqueño y en el Proyecto de las Casitas de Manhattan –el rescate de los espacios
baldíos de la ciudad para redefinirlos según la cultura y la arquitectura puertorriqueñas-
fundir las islas de Manhattan y Puerto Rico.
Sin embargo, los personajes son estereotipos y algunos no forman parte del universo literario
de Sánchez. El episodio de los jueyes caracteriza sólo a un personaje que no proyecta la
cultura popular urbana, sino que se asemeja a los personajes de Abelardo Díaz Alfaro. La
película no refleja la mentalidad colectiva de la década del ochenta propia del ensayo de
Sánchez, sino una libre interpretación de relatos cercanos a los cincuenta que se aleja de los
planteamientos de Sánchez. El discurso del –como se percibe en el último parlamento de
Chavito Marrero- recuerda el tono telúrico de La carreta, obviando el Aquí y Allí conflictivo
del emigrante.
Llama la atención la reproducción del periódico El Imparcial –20 de diciembre de 1960- que
se entregó durante la gala premier de la película, celebrada el 17 de agosto de 1993 en el
Centro de Bellas Artes. La fotografía de primera plana –un choque de dos aviones sobre
Brooklyn, Nueva York- junto a la lista de varios puertorriqueños muertos, resulta
emblemática del mensaje que se deseaba transmitir en el filme. En la perspectiva de Molina,
el viaje en la guagua aérea parece estar abocado al desastre y a la destrucción del sueño.
Puerto Rico se convierte en un espacio para permanecer que olvida el dinamismo
aeronáutico del ensayo de Sánchez.
“La casa en el aire”, pieza también oscilante entre dos puertos, se define mediante choques y
encuentros que muestran una serie de vías en donde lo uno invade a lo otro. En Sánchez, el
habla popular y la palabra soez desacralizan el orden del buen hablar poniendo en crisis las
diferencias idiomáticas. En Martorell, la acumulación de objetos, la música y la letra,
intentan llenar “el horror al vacío”, ha dicho él, de una ciudad indiferente y fría como Nueva
York. Ante las combinaciones de grises, azules y neutros no ofensivos propios de un avión;
la acumulación de alfombras, linóleos, tapetes, azulejos, cuadros, fotografías y estampas
religiosas; la excesiva decoración, la brillantez en el color y los diseños, así como una letra
traviesa y picaresca que saliendo de los límites impuestos, tal vez, por el libro o la
publicidad, recuerda la tradición del graffiti neoyorquino y el barroco americano, se
representa una estética de la mirada, una cultura caribeña de apropiación e invasión que
pretende, dice Martorell, “desterrar el espacio en blanco tan amenazante por no estar lleno de
nosotros”.
Los objetos, al igual que el habla, son el equipaje con que cargan los emigrantes. Afirma
Mrtorell en una entrevista que si en el proyecto modernizador puertorriqueño se recurrió al
desahucio, la pieza La casa en el aire, “les ofrece finalmente un hogar, una casa portátil que
pueden llevar a cuestas como la tortuga”. Es a su vez, un medio de transporte de bienes y
mercancías que manifiesta esa cultura de contrabando caribeña, de constante desplazamiento,
de entradas y salidas hacia otros puertos, de invasión constante y redefinición del espacio del
otro. La pieza se compone de objetos propios de una sociedad de consumo y graba para no
olvidar el fenómeno migratorio. Manifiesta cómo la cultura se apropia y, desde la
marginalidad, redefine y pone en crisis, como antes lo hizo el mendigo baudeleriano,
estudiado por Benjamin, la modernidad. En Martorell, al igual que en Sánchez, hay, como
notaría Benjamin, un gusto por la adquisición, por el acto de coleccionar: en uno, el de la
palabra; en el otro, los objetos, palabras e imágenes; en ambos, la posesión, no de su valor
útil, sino la esencia instigadora implícita en los “ritos del recuerdo”.
De la misma manera que el texto de Sánchez abre sus páginas a través de la letra, invitando a
la lectura, la pieza de Martorell deja de ser objeto contemplativo para propiciar la
participación en la medida que inspira la memoria del espectador. Aunque en el trabajo de
Martorell se destaca el constante tono autobiográfico, siempre se intenta representar una
experiencia colectiva. El artista ha participado en numerosos trabajos de conjunto, como lo
demuestran su aprendizaje con Lorenzo Homar, la fundación del Taller Alacrán (1966-1971),
su experiencia como escenógrafo, su trabajo en los Teatreros de Cayey, dirigidos por Rosa
Luisa Márquez, y sus diversas exposiciones. Nelson Rivera Rosario, en su tesis doctoral,
comenta que la gran contribución de Martorell radica en la continuidad de la tradición del
grabado, tanto en temática como en técnica, así como la incorporación de estrategias
modernas de composición. En el grabado continúa usando la técnica del corte y diseño en
madera, pero introduce el collage, y el frote de papel y tinta sobre objetos reales. También
utiliza objetos cinemáticos, como la repetición o el contraste de imágenes, y transforma el
papel en el elemento esencial de la composición. Dice Rivera Rosario que, mediante estos
procedimientos, Martorell “includes not only its maker’s opinions but its viewers’ as well,
engaging all the participants in the artist’s process in a dialogue, a dialogue that hopefully
may be politically or socially useful”. (15)
La exposición “La casa de todos nosotros”, que hace años viaja a través de Puerto Rico, el
Caribe y Estados Unidos, evoca la narrativa de Magali García Ramis y puede a primera vista
vincularse con el libro de Martorell, La piel de la memoria (1993). (Ver separata.) Muchas de
las piezas se inspiran en sucesos de la niñez acontecidos alrededor del hogar materno. La
casa Singer (1991), instalación adornada a base de patrones, lentejuelas, encajes y bordados,
recuerda según Martorell la orden de desahucio, el trabajo de costura de la madre y recrea el
Bazar de la Muchachas, la tienda de misceláneas de la tía. El bazar y el taller son también
espacios de producción, acumulación, colaboración y tránsito. En las vitrinas de la tienda,
sugiere Martorell en su memoria, la decoración reproduce el área comercial santurcina de los
cincuenta, mientras muestra mercancía internacional. La casa Singer produce trajes y
materiales decorativos y transforma la visión apocalíptica del maquinismo destructor de René
Marqués. Se define por su capacidad nominativa: funde objetos, el bilingüismo, introduce
neologismos y destaca la fonética para nombrar, como antes hicieron los pintores de los
cincuenta, el presente histórico. (16) Es un centro reproductor que, instigando la vista y la
adquisición de bienes, implica un proceso decodificador en el que la reelaboración del
espacio particular, como es el de la costura, pone en crisis la conceptualización del lugar de
pertenencia, el aquí del presente y el allá, los lugares a los que se aspira a llegar o a
pertenecer.
Igual situación se percibe en las instalaciones La casa verde (1991), La casa blanca (1990),
La casa de los mapas (1991) y La casa del grabador (1992). Mientras en La casa blanca se
recrea un pasado señorial que recuerda las viviendas ponceñas, La casa verde, construida con
dólares y centavos, replantea el concepto del hogar y el vecindario: se destaca la
urbanización alejada, como se percibe en el arte literario de García Ramis y Sanabria
Santaliz, del espacio comunitario de pueblo pequeño. La casa de los mapas, en cambio, es ,
en su composición, colorido y estilo, una extensión de La casa Singer. Al igual que los
objetos del Bazar de la Muchachas, los mapas representan, respectivamente, el lugar de estar,
una silla de barbero, la inmovilidad física por el obvio recorte de cabello, el aquí del
momento, mientras el niño constituye mediante el referente geográfico, el espacio exótico del
otro. Para llevar a cabo este proceso, lo imaginativo está vinculado con la letra: el otro existe
en tanto el niño Martorell lee y se regodea con sus objetos más preciados: los libros. De ahí
que las instalaciones Casa del grabador y Casa de Babel, que en el Museo del Barrio se
tituló La ola letrada, y los trabajos al óleo –retratos de colaboradores y amigos titulado La
casa de todos nosotros (1992)- sugieran no sólo el contacto con el mundo exterior, sino el
homenaje a la tradición letrada y al grabado puertorriqueño.
Toda esta producción artística y literaria provee un espacio casi atemporal donde la memoria
reflexiona sobre la cultura que surge tras el proceso de modernización puertorriqueño.
Representa, como aconteció con la metáfora vitrina de la democracia, a los sectores letrados
y artistas reflexionando sobre lo que es el país en el presente. Si con la Operación Manos a la
Obra se constituyó por medio de la letra y el arte un proyecto modernizador que cuestionó las
metáforas definitorias de los treinta, Sánchez, Martorell y otros artistas parten también del
pasado, de la experiencia inicial del asombro en un intento por construir el porvenir. Lo más
curioso es que este proceso no se puede desvincular del modo en que los ideólogos y
tecnócratas de fines del XX perciben y construyen al país. Basta pensar en el modo en que la
política de globalización, el Tratado de Libre Comercio, el Pabellón Puertorriqueño en
Sevilla y la más reciente campaña publicitaria de Turismo que representa a Puerto Rico como
un “pequeño continente: afecta la manera en que el país se ve a sí mismo y el proceso de
constitución de las imágenes que se desean proyectar hacia el exterior. En Sánchez y
Martorell hay una experiencia cultural de gran impacto: a fines de siglo y sin aún haberse
resuelto el problema colonial, el arte por medio de la innovación y la creatividad pone en
crisis las concepciones oficiales que se tienen del país. No somos sólo una sociedad urbana,
aislada en la geografía de una isla; representamos, gracias al gesto político de expulsar gran
parte de la población del proyecto modernizador, una cultura esencialmente migratoria. Al
igual que todo el Caribe, Puerto Rico existe en el constante desplazamiento, en la creación de
espacios que, oscilando entre el Aquí y el Allá, problematiza al puertorriqueño tomando
como base su lengua y cultura. En momentos en que el idioma resulta baluarte de la nación,
el ensayo en su oralidad y bilingüismo, junto a la acumulación de objetos en Martorell,
redefinen la vitrina oficialista, reproducen un espacio celebratorio y desjerarquizador, donde
la presencia del puertorriqueño redefine los adverbios y sus fronteras: como sugiere una voz
en el ensayo, Nueva York es un pueblo de Puerto Rico. Y si extendemos más las fronteras,
como se percibe en los otros ensayos de Sánchez y en las piezas de Martorell (Casaribe-
Caricasa y Pasaporte-Portacasa), entonces es necesario decir que Nueva York es un pueblo
caribeño y latinoamericano. Allá radica, tal vez, lo que se intentó borrar de la versión
oficialista implícita en la vitrina: la emigración y en consecuencia, no la incorporación a la
nueva cultura, sino la evolución regeneradora de la diferencia.
Notas:
2) Hugo Rodríguez Vecchini, en su ensayo “Foreword: Back and Forward”, cita a Margarita
Ostolaza quien sugiere que el primer Comisionado Residente en Washington, Federico
Degetau (1901-1905), ya había usado el concepto de “puente entre dos culturas” para definir
la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos. Hugo Rodríguez sugiere, en el análisis de la
Revista de las Antillas, magazine hispanoamericano (1913-1914), que desde la invasión
norteamericana los autonomistas han utilizado el concepto de puente como parte del discurso
político: “In 1913, these gentlemen proposed that Puerto Rico assume its historical misión
assigned either ‘by accident or Divine Providence’ as the place of encounter (not conflict)
between the two major civilizations of the New World and proceed to play the role of
mediating and diffusing channel (The imposing image of the inter-oceanic Panama Canal
[1904-1914] was in the background)” (70) La revista, como portavoz de los intelectuales de
la época, entre ellos, Luis Llorens Torres, tiene como objetivo, según Rodríguez Vecchini,
“procaimed the mediating role that the Magazine was to play in promoting mutual
understanding between the Spanish speaking and English Speaking Americas: to bring the
two Americas closer to each other, as if it were another far-reaching Inter American Canal”
(71). En el discurso “La abolición de la miseria en una generación: programas y metas de
Puerto Rico” (1954), Luis Muñoz Marín alude la concepto puente cuando considera que la
Isla al estar “entre la frontera marina entre Norte Sur América, en la frontera del idioma y la
cultura de las grandes civilizaciones de las Américas” tiene “la tarea de promover entre
ambas entendimiento y voluntad” (Citado, Santana Rabell, 199). Jaime Benítez, en la
ponencia “Cultura y democracia” destaca la posición geográfica-cultural de Puerto Rico al
sugerir que “puede ser baluarte, monasterio de la democracia, en medio de una barbarie
ideológica” e “inestabilidad política que se le adjudicara al resto de América Latina”
(Rodríguez Castro, “El foro” 83).
3) Gaston Bachelard en La poética del espacio destaca la íntima relación entre la vivienda,
los objetos, los sueños y la memoria. Existe la casa natal, la de los recuerdos primarios, la
choza refugio en oposición al universo, la casa rascacielos, inherente a la ciudad, así como la
del porvenir vinculada a la poesía, el ensueño y el proyecto. La casa se transforma en espacio
privilegiado de la memoria, la imaginación; constituye los valores de una comunidad
transformándose en “el relato de nuestra historia” (35).
5) Juan Gelpí, partiendo de los estudios de Angel G. Quintero Rivera, sugiere que el hecho
de que la Isla no logra consolidarse como estado nacional da pie a que los hacendados de
fines del siglo XIX sostuvieran la concepción “metafórica del país” como una “gran familia”
presentándose, de este modo, sus propios intereses “como si fueran... de todos los
puertorriqueños” (65). Luis Angel Ferrao en su estudio sobre los letrados de la Generación
del Treinta, destaca que el nacionalismo de la época funda su definición en los orígenes
hispánicos de la sociedad puertorriqueña. Destaca, al hablar del ensayo de Emilio S. Belaval,
“Problemas de la cultura puertorriqueña”, que “la génesis del tipo llamado puertorriqueño, la
ubicó en la hacienda decimonónica y en el hombre blanco europeo” (47).
8) En la poesía de Luis Palés Matos, según Díaz Quiñónez, se percibe también una situación
similar. Ante la modernización del país, Palés, “lee esa ‘modernidad’ como una pesadilla, un
mundo corrído por una gran angustia” (73).
9) Entre los carteles iniciales producidos por el Taller se puede mencionar: “Peligro” que
aconsejaba –a través de la imagen de una mosca- sobre higiene, el que anuncia la película
“Jesús T. Piñiro”, ambos de Irene Delano , y de Edwin Rosskam dos carteles de contenido
político: “Inscríbase” y “El voto es la herramienta con que hacemos gobierno”: (Tió 12).
11) Otro ejemplo de esta tendencia se percibe en el cartel de Tufiño “La letra D inicial”
(1965), donde “la magnificación de la letra D va acompañada por los motivos
ornamentales arabescos vegetales propio en el diseño de iniciales. Es un cartel
superlativo por el concepto y la simplificación del mismo” (Tió 20-21).
12) Homar define la caligrafía “como el arte del bello escribir sin convertirle en una manera
personal de escritura y define la tipografía como la letra ya hecha para la reproducción
gráfica con sus características universales para uso industrial” (Cupeles 20).
13) El emigrante puertorriqueño debía –cita Sylvia Alvarez Curbelo a Muñoz Marín-
“adaptarse a su nueva comunidad como lo hicieron antes que él los irlandeses, polacos,
italianos, escandinavos” (“Las coartadas” 93).
14) La picaresca vinculada a los procesos migratorios se percibe también –como ha visto
Rodríguez Vecchini- en el concepto autobiografía neopicaresca con que analiza Cuando
era puertorriqueña de Esmeralda Santiago.
15) Desde la década de los sesenta Martorell, escribe Nelson Rivera, ha diseñado la
escenografía de varias obras de teatro. Entre ellas se pueden mencionar La viuda alegre y
Las sillas de Ionesco (1966), Mariana o el Alba, de René Marqués, Retablo y un guiñol de
Juan Canelo (1967) y varias de las producciones del Taller de Histriones, dirigido por
Gilda Navarra y Alma Concepción.
16) Desde la marca Singer la pieza reproduce palabras y neologismos: Singher, Sing-siing,
sisi, sisa, Sísifo, Sin gerundios, Sin Jerusalem, Sin herramientas, etc.
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