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Universidad de Puerto Rico en Cayey

Espa. 4232 (Literatura Puertorriqueña)

Antología complementaria de Literatura Puertorriqueña. Siglo XX.

Prof. Esther Rodríguez Ramos Departamento de Estudios Hispánicos

Antología complementaria de Literatura Puertorriqueña. Siglo XX.


(Espa 4232)

Prof. Esther Rodríguez Ramos

José de Diego
(Aguadilla, 1866- San Juan, 1918)

De Cantos de rebeldía

“Última cuerda”

Yo traje del fondo del mundo una lira curvada,


una lira curvada en un arco de flecha,
brillante, flexible, como hecha
de una hoja acerada
que puso en la lira su atávico instinto,
porque es del acero de la misma espada
que mi padre llevaba en el cinto.

Tuvo en su vario registro la nota apolínea


del himno sonoro,
que elevó a la belleza femínea
el cántico trémulo y fúlgido de una cuerda de oro;

el rígido timbre del duro diamante,


la cuerda fulmínea
del súbito apóstrofe potente y tonante;

el trino de un ave saltando en la línea


de una cuerda de plata radiosa,
que cantó la inocencia virgínea
de una fuente, un lucero, una rosa.

El son de campana,
el zumbo profundo del rum-rum de una cuerda broncínea,
que lloró con el viejo Profeta
la maldad humana,
¡anteviendo al Arcángel doliente de la honda corneta
en el último trágico día sin luz ni mañana!

Una cuerda de oscuro zafiro


en que azules memorias dormían su noche secreta,
y una cuerda de claro rubí, que el suspiro
daba al cielo en el lánguido giro
de las esperanzas y las ilusiones que perdió el poeta...

Y en el largo clamor penetrante de túrgida octava,


en el grito que rompe los vientos, como una saeta,
la cuerda más brava...
¡La cuerda que tiene alaridos de clarín guerrero,
hecha de una tripa del santo Cordero
que gime en la roca de mi Patria esclava!

Siete cuerdas que, a los golpes de mi mano,


percutían a la vez en el acero,
con murmullos de Océano:
en cadencias multiformes
exhalaban el sollozo del abismo,
los estrépitos enormes
de un oculto cataclismo
y el misterio de unas alas, de una onda, de un poema,
porque a veces, en el fondo de su música polífona,
el rugir de un anatema
terminaba en el susurro de una antífona.

Así fue... Mas hoy contemplo, como en brusca epifonema,


que los ecos de mi lira, como pájaros sin nido,
se extinguieron en el aire enrarecido
del ambiente de tormento que nos quema...
¡Cada cuerda emitió ya su última nota
seca y rota
de estallido!...
Y una sólo vibra y trema,
y su nota es un balido...
¡¡Un balido del Cordero de mi Patria, en la suprema
rebeldía de su pecho desgarrado y dolorido!!

Esa cuerda está en mi mano,


y la pulso y la conservo,
y estará en mi ronca lira hasta la muerte,
como el bien más soberano,
que pudiera la fortuna dar al siervo...
¡Una cuerda larga y fuerte!
¡¡Una cuerda larga y fuerte para el cuello del tirano!!

“A España”

I
A través del Atlántico desierto,
veo tu imagen, que la niebla esfuma,
rígida hundirse entre la blanca espuma,
Cristo yacente en el sepulcro abierto.

¿Has muerto? -Sí.- Como Jesús has muerto,


para surgir con la potencia suma...
¡Bajo la sombra, que a tu cuerpo abruma,
tu espíritu inmortal brilla despierto!

¿Quién celebra en América tu muerte?


¿Quién maldice el altar de tu memoria?
¿Cuál de tus hijos te injurió con saña?

¡Ah, miserable ciego, que no advierte,


como un río de luz sobre la historia,
la mirada de Dios guiando a España!

II

Guíate al bien, al porvenir dichoso,


con la enseñanza del dolor: tu llanto
es un nuevo bautismo, tu quebranto
es redención y tu quietud reposo.

¡Término al sacrificio generoso,


la cruz es una escala al cielo santo,
y el último gemido empieza el canto
de la ascensión, el renacer glorioso!

¡Oh, madre de naciones! Llega el día


de tu imperio feliz: de tu alma oriundos,
cien pueblos glorifican tu destino...

¡Y, centro de la luz y la armonía,


gira hacia ti, como hacia el Sol los mundos,
el Universo de tu Sol latino!

“Profecías”

Al Dr. Andrés Orsini


Amaba las repúblicas pequeñas,
con el amor de la ciudad nativa,
Rousseau inmortal, el hijo de las ondas
del lago azul y de las selvas líricas
que bajan de los Alpes, donde triunfa
cumbre de libertad, la breve Suiza.

La intensa luz de sus pupilas de Aguila


tendió el vate filósofo a la orilla
del Mar Tirreno, en cuyo fondo gime
la eterna gloria de la edad antigua,
y, contemplando a Córcega en silencio,
dejó esta hermosa profecía escrita:
-“Tengo el presentimiento de que al mundo
ha de asombrar esta pequeña Isla”.

...Dos lustros no cumplidos, nació en Córcega


el nuevo Marte de la Francia olímpica;
el águila imperial que voló a Italia,
cruzó a Europa del Norte al Mediodía,
cantó de Grecia en los sagrados montes,
subió de Rusia hasta las cumbres rígidas
y cayó en Santa Helena, desde el cielo,
ante la tierra absorta, de rodillas...

Yo también, como el sabio de Ginebra,


siento una voz providencial divina,
Patria mía infeliz... ¡Oh, dulce Patria,
cuna y sepulcro de la raza india,
paraíso perdido entre las olas,
ideal apagado entre las brisas!
¡tú has de salir de tu profundo sueño,
para asombrar al Universo un día!

Allá en el horizonte de los mares,


la verde luz de la esperanza brilla,
a través de los tiempos infinitos
en el curso triunfante de la vida...

¡Dios redentor, en los espacios libres,


tiene una estrella para cada isla!

“La epopeya del cordero”

...En la penumbra
indecisa y lejana del otero,
súbitamente al águila columbra
absorta en devorar tierno cordero...

“La epopeya del cóndor”


Aurelio Martínez Mutis

Mas no fue en la penumbra del otero...


En una Isla alumbrada
por el sol tropical, gime el cordero,
con una cruz al cielo levantada...

Y un león extenuado, viejo y fiero,


que le guardaba, en desigual combate
trágicamente sucumbió primero.

Al poderoso embate
de sus alas de acero,
sobre un ciclón el águila descuella:
írguese rápido el león guerrero,
mira al cenit: el águila del Norte
mira al abismo: y al fulgente corte
de sus miradas vibra una centella,
cual de dos meteoros
al chocar en los ámbitos sonoros.

Súbito el ave se inclinó en la altura:


silba una sombra en el rasgado ambiente
y una gran masa oscura
cae en el lomo del león rugiente,
que salta enloquecido por la ira.
La enorme fauce de estupenda hondura
en torno al cuello ensangrentado gira
y alcanza un ala, que en sus dientes cruje
como a un bote de lanza una armadura.

Brinca el león, con la cabeza vuelta,


y en vano acrece el prodigioso empuje:
no contiene la herida sus raudales,
la garra no le suelta,
ni descansan del pico los puñales.
Corre hacia el mar, con su último heroísmo,
como al sepulcro de los dos rivales,
pero, al tocar las ondas, se desprende
y el amplio vuelo tiende
¡el águila entre cánticos triunfales!...
Ruge al cielo el león, desde el abismo...
cércale el sol de rubias aureolas,
de círculos el agua y de rumores...
¡Y un instante, en grandioso simbolismo,
quedan sobre las cumbres de las olas
sangre, espumas, melenas y fulgores
y un rosal de banderas españolas!

Volvió de los eternos resplandores


el ave constelada
de astros y azul, en explosión de albores,
y en la isla, atormentada
por la tragedia del León ibero,
místico y solitario halló al Cordero
con una Cruz al cielo levantada...

¡Con una cruz, que invita a una cruzada!


¡Con una cruz, que es el dolor fecundo,
a un tiempo cruz y espada,
conquista, escarnio y salvación del mundo!

Aquí está el Águila de Jove y ora,


junto al Cordero de San Juan posada,
no con el rudo pico le devora,
ni con la garra sin piedad le hiere;
pero el Cordero de San Juan ¡se muere,
al contacto del ala enervadora
que le abrasa y consume,
no el blando cuerpo que a la luz se inclina,
sino aquella sutil, como el perfume
de un pebetero antiguo, alma latina!

¡El alma que resume,


como en su cáliz una flor el santo
prístino aroma del primer helecho
que germinó en la tierra, como el pecho
de una paloma el primitivo canto
que escuchó el bosque sorprendido, aquella
de veinte siglos trascendente vida,
que de lo alto del Gólgota destella,
como un fulgor, de una sangrante herida!

Espíritu de raza,
que a través de los tiempos infinitos
comunica y enlaza
a mil generaciones en sus ritos,
fe, historia, amor y pensamiento iguales,
los mismos ideales,
las mismas ansias y los mismos gritos
de triunfos y derrotas inmortales...

¡Tus gritos orquestales,


oh sinfónica lengua castellana,
que tienes en tus nítidas vocales
el estruendo, el murmullo,
el rugido, el arrullo,
y una clara cadencia de campana,
por donde vuela en ondas musicales
todo el registro de la voz humana!

En uno de esos gritos, tú, poeta,


hierático en la sombra del misterio,
evocas el conjuro del Profeta,
para anunciar la ruina del Imperio
del Águila vencida
por el Cóndor del Sur, cuando la vida
del Cordero infeliz sacrificaba...

Si el caudal de tu voz sapiente y brava


descendiera del Ande por las cumbres
a los pueblos hermanos
y, en cien ríos de ideas y armonías,
hasta las tormentosas muchedumbres
y hasta los tormentosos Océanos,
para llenar de luces y alegrías
las regiones sombrías
de donde salen monstruos y tiranos...
¡Así no más, oh soñador, verías
brotar de sus arcanos
las nuevas profecías,
las nuevas albas de los nuevos días
surgentes de los términos lejanos!

No que haya de cumplirse el vaticinio


con que presagia tu indignado astro
del Águila rapaz el exterminio
por el Cóndor siniestro;
sino que, del radioso predominio
del magno Continente,
juntos y alegres cruzarán la esfera,
para imponer al mundo en su carrera
el astro de la gloria de Occidente,
¡y el mundo así en perpetuos arreboles
gozará eternamente
el contrapuesto giro refulgente
de la gloria y la luz, entre dos soles!

¿Cuándo? No mientras las gigantes moles


de América contemplen en la sima
del Mar Caribe a la Isla sin ventura,
donde rebelde gima
el Cordero que el Águila tortura!
¡No en tanto caiga de San Juan la enseña
lívida y triste, de la Cruz al suelo,
como un sudario, en la cautiva peña,
donde llora su duelo
la Patria borinqueña,
que el Águila sacrílega domeña,
en una usurpación a tierra y cielo!

¡No podrá el Cóndor levantar su vuelo,


ni el Águila su canto, en la remota
visión del porvenir, si el Cóndor tiene
nuestra bandera, como un ala rota,
sobre la Cruz clavada,
y en el pico del Águila sostiene
el Cordero su Cruz atravesada!

“Octavas de corneta”

A José Santos Chocano, durante su estancia


en Puerto Rico.

¿Esta es la hora de tañer amores,


al suspirar de flautas y violines,
o la hora del tronar de los tambores
y el rígido rugir de los clarines?
Sed como los heraldos, trovadores,
que llamen a los fuertes paladines...
¡Y al denso ritmo de la heroica octava,
vibre el clangor de la corneta brava!

Aquí la tienes para ti, Poeta;


infúndele una racha de bochorno,
al espirar de tu pulmón de atleta,
y vientos y almas penetrando en torno
el sonante metal de la corneta,
hijo de los abismos y del horno,
difundirá en las almas y en los vientos
sombras y resplandores y lamentos!

Cruza por nuestros bosques en el carro,


en las andas del Inca poderoso
que murió sin gemir: canta el desgarro
del magnífico Imperio luminoso:
los manes de Atahualpa y de Pizarro
rompan de los sepulcros en reposo...
¡Y resurjan con Ponce y Agüeybana
el dolor indio y la fiereza hispana!

Hay caminos valientes en la tierra


que se agarran al Yunque, la tribuna
que te ofrece la cumbre de mi tierra,
donde te puede coronar la luna.
convoca allí a los genios de la guerra,
diles de nuestra estrella la infortuna
¡y vuelen tus estrofas militares
por cien montañas y por cuatro mares!

Convoca a los poetas en la cumbre,


para que sientan el horror que inspira
la visión de la Patria en servidumbre,
y ardan al fuego de la santa ira
que hace saltar de las espaldas lumbre
y cánticos de muerte de la lira,
¡y sea un combatiente cada bardo
y cada cuerda de la lira un dardo!

Embracen en la lucha nuestro escudo


y asombre al aire su clamor colérico,
cuando Dios haga del Cordero mudo
un cachorrillo del León ibérico.
Si un falso dios de los Olimpos pudo
blandir sus armas en el canto homérico,
nuestro Señor nos dio su Cruz sagrada
¡y una cruz con un filo es una espada!

El combate no es muerte, cuando advierte


una vida inmortal, y no es suicida
quien la inmortalidad busca en la muerte...
¡si hay que morir, muramos por la vida!
¡muramos por la Patria y por la suerte
de la raza en nosotros perseguida!
El sol es un sepulcro peregrino...
¡Nuestro sepulcro será el Sol latino!

Tu nombre es santidad, tu nombre es choque:


tu nombre es choque y santidad, poeta:
esgrime nuestra cruz como un estoque:
haz de nuestro dolor una corneta:
un clarín penetrante que convoque
a todos los dolores del planeta
¡y mientras gima nuestra Patria esclava
vibre el clangor de tu corneta brava!

De Cantos de pitirre

“¡Pitirre!”

Cada guaraguao tiene su pitirre.


Adagio puertorriqueño

Una cruz negra en el fondo del cielo sus brazos extiende


y en círculos lentos
desciende.

Estrechan al monte, de cumbre a cimientos,


las raíces torcidas
de una ceiba fecunda y pomposa,
que esparce a los vientos
ingrávidos copos volátiles de algodón de rosa.

Entre dos de sus ramas floridas


salta un pitirre custodio del nido que posa.

La cruz se alargaba
sobre los brazos batientes y, encesa
de lumbres de oro la pupila brava,
el guaraguao inquiría en las sombras del monte su presa...

Súbito un grito el aire atraviesa...


Lleva erigida el pitirre la punta sutil de un florete
y ¡pitirre! resuena su grito,
cada vez que el audaz pajarito
como una rígida flecha al cuello del monstruo acomete.

Denso, enorme, mudo,


girar no puede en su torno el feroz carnicero;
de su turbión de aletazos al ímpetu rudo
escápase en vívidas fugas el raudo guerrero,
hasta que le hunde en los ojos dos veces el pico de acero
y dos veces ¡pitirre! proclama triunfante su clarín agudo.

El vencedor fatigado en el nido reposa,


la ceiba florida
esparce a los vientos sus copos de algodón de rosa
y, al pasar a través de una nube encendida,
resalta un instante y se pierde en el cielo una cruz dolorosa...

¡Cívico pitirre, enseñanza gloriosa


que funde en un solo ideal el amor y el honor de la vida!

“Al guaraguao”

Guaraguao, que giras en círculos negros de hondas espirales.


Guaraguao largo y obscuro,
guaraguao largo y obscuro de garras de corvos puñales,
y pico azuloso y duro
de sierra,
guaraguao largo y obscuro de alas imperiales...
¡Guarda en el pecho potente tu instinto de guerra
y el rayo de la ira en tus ojos fatales,
que tú eres lo único que puede curar nuestros males,
lo único agresivo y fiero que tiene nuestra pobre tierra!

Asalta y destruye los nidos del monte:


cubran tus ecos triunfales
las líricas quejas del manso sinsonte
y tus alas de luto las tumbas de los ideales.

Tú sólo eres fuerte


en estos días infaustos del miedo y el oro,
del miedo y el oro tan lívidos como la muerte.

El trino
sonoro
ha muerto en el bosque latino.
Ha muerto la negra bravura en el circo y el foro...
El tribuno pide su salario. El loro
su comida en la jaula. Paciente y cansino
no embiste en la lidia, arrastrando su coyunda el toro...

Cada cual busca su yugo y su parva.


El épico gallo, el gallo divino,
pica al insecto saltante del polvo que escarda
y en el corral sólo erige las córneas espuelas,
que es ya su destino
morir, no en la lucha, sino en las cazuelas.

A lo largo de nuestro camino,


como los murciélagos muerden en los árboles a los corazones,
muerde la envidia a las almas,
los canes aúllan y están los ratones
royendo las palmas.

Tenía el cordero sangre de leones


y se lo llevaron nuestros batallones...
¿Quién te salva ahora, país en conquista,
de tantos felinos y tantos leones
si queda en el suelo plegado y rendido el pendón del Bautista?
¡Guaraguao, que llenas de sombras los lindes del cielo,
desciende en tu vuelo
de hondas espirales
y el pendón levanta y en tu pico aferra,
que tú eres el único que cura nuestros males!

“La canción del múcaro”*

Múcaro, múcaro,múcaro,
tu carcajada profunda
va resonando en la noche
como un rosario de angustia...
Órgano de los crepúsculos
que en el follaje te ocultas,
te estoy oyendo sin verte,
pero estás en la penumbra,
sobre un cafeto posado,
bajo la bóveda obscura
del retorcido ramaje
donde tus ojos relumbran,
donde en la sombra retumba,
con su escala de amargura,
con su rumor de liturgia.
Múcaro, múcaro, múcaro,
tu carcajada profunda.

Suspenso a veces te quedas,


suspenso a veces te inmutas,
y tus pupilas redondas,
cual dos topacios translúcidos,
fíjanse como en un éxtasis
escudriñando la hondura,
donde el “aguaje” aparece,
donde al claror de la luna
pasa vestida de blanco
la Ánima Sola errabunda...
La densidad del silencio
ni un leve soplo perturba,
hasta que otra vez resuena
tu doliente cornamusa.
Y se hunde en las espesuras
con la desgarrada música
de su responso de tumba.
Múcaro, múcaro, múcaro,
tu carcajada profunda.
Tú eres el búho de Palas,
tú eres el ave que estudia
la navidad de la aurora
bajo la noche fecunda,
el origen de la vida
en remembranzas confusas
de tinieblas y misterios
y de tránsitos y luchas.
Tú eres del sagrado bosque
el ave cogitabunda
y tienes el rostro humano
y en tus pupilas perduran
afinidades extrañas,
reminiscencias absurdas,
y tal vez, cuando tus ojos
pensativos nos escrutan,
tienen y evocan visiones
de pretéritas figuras;
y es, quizás, vago remedo
de una tragedia de gruta,
ese clamor de socorro,
ritmo de vientos y lluvias,
esa invocación de ayuda,
ese treno de pavura
con que en las noches ulula.
Múcaro, múcaro, múcaro,
tu carcajada profunda.

En la profunda arboleda,
que mis jardines circunda,
tras el estrépito urbano
cayendo las noches mudas
sorprendió tu canto el alba
de cincuenta plenilunas:
y hora, aquí, en los cafetales,
que esconden la casa rústica,
vuelvo a oír en mis insomnios
tu cadencia gemebunda
desgranarse entre las sombras
como un rosario de angustia.
¿Qué me dices? ¿Qué me quieres?
¿Qué me avisas? ¿Qué me buscas?
Nueva, no puede advenirme
ya ninguna desventura,
y es vieja ya la esperanza,
en mi ocaso firme y última,
de que un día mi bandera
florezca en mi sepultura.
Si de esa esperanza sabes
de esa esperanza me anuncia,
y alza el vuelo indicativo
del rumbo de la fortuna,
que así tus alas trazaron
a Julio César la ruta
de sus águilas triunfantes
sobre la ciudad augusta.
Mas ¿qué triunfo augurar puedes,
si no hay victoria sin pugna
y en inercia y desaliento
dóblanse las almas mustias
al favor que las deshonra
y al poder que las subyuga?
Canta, búho solitario,
que tu canción es la única
buena y amable a la noche
que nos envuelve en sus brumas;
y, hasta que el Señor encienda
las alboradas futuras,
desgránese entre las sombras
como un rosario de angustias,
ruede por valles y alturas
y se prolongue y difunda
en la soledad nocturna.
Múcaro, múcaro, múcaro,
tu carcajada profunda.
*Desde que llegué a mi casa de Santurce, noche tras noche, hasta el amanecer,
sentía el canto de un múcaro en un árbol vecino a mi alcoba. Le hice perseguir
inútilmente, y una tarde, que le vi casi limpio entre dos ramas, le disparé un tiro de
revólver: aquella misma noche escandalizó más que nunca. En la clínica Miramar lo
advertí varias veces. Aquí, en el campo, otro múcaro, ¿otro?, vela al pie de la casa.
Durante ese tiempo me han ocurrido tantas desgracias, que no puedo dominar una extraña
inquietud al sentir al pájaro agorero.

“De mi vida”

Prendido lo vi cuando estaba el carpintero


el nido trabajando con su agudo puñal
y era un ronco y constante picotear de acero
en el tronco astillante de la palma real.

Mecientes de las auras el soplo matinal


o en tierra ya las fibras del profundo agujero,
se las iba llevando en el pico un jilguero
que en la copa tejiera su pequeño nidal.

Mi vida es como el árbol erguido y altanero;


devora sus entrañas un feroz carpintero,
alegra su ramaje un lírico jilguero.

Es el árbol del bien y es el árbol del mal;


el dolor de sus reliquias ofrece al ideal
y resuena en la cumbre el cántico triunfal.

“Alta noche”

Vigilia

Sombra...
Dos lamparitas verdes atraviesan la alcoba...

La noche fría y honda


bosteza... Se prolonga
del ramaje en la bóveda
la carcajada irónica
del múcaro que ronda,
y el perro alza su nota
de terror... Una hoja
ha volado... Una gota
ha caído... y otra.
Sombra.
El cocuyo se oculta...
Mas de nuevo se alumbra
en la excelsa pintura
donde a los cielos triunfa,
sobre un arco de luna,
la Concepción augusta,
de manto azul y túnica
de inmaculada albura.
Y en la densa penumbra
surgente,
cuando el cocuyo vierte
los fulgores que esplenden
sus lamparitas verdes...
¡La imagen se conmueve
y el arco de luna encendido a sus pies resplandece!
Con la visión celeste
mis párpados se entornan...
Sombra.
La noche fría y honda
bosteza...

Sueño

Sombra.
Dos lamparitas negras aparecen y flotan.
Desprendidas y solas
de mis ojos sin órbitas
las pupilas redondas,
suspensas en la alcoba,
con extraña zozobra,
me contemplan atónitas.

Tornan,
vuelan,
tornan, vuelan, destellan
y a intervalos anegan
su luz en las tinieblas.

De nuevo reverberan
y en la penumbra densa
una Virgen despliega
su manto azul... Se acercan
las lamparitas negras
¡y es el manto bandera
donde aparece de pronto encendida una heráldica estrella!
Sombra...
Una visión de gloria
mis párpados colora,
agítanse en la atmósfera
alas, brisas y hojas,
canta un gallo en la fronda
y asoma
por el cristal de la puerta la faz de la aurora.

Prólogos de los libros de José de Diego [íntegros]

De Jovillos

Como “irse de montiña” usan decir los chicos de España, cuando faltan a la escuela por el
placer de vagar fugitivos o entregarse a juegos y travesuras en las horas de clase, “irse de
jovillos” decíamos en Aguadilla los muchachos de la escuela de aquel magnífico Dómine
de ojos negros sonrientes, que de pura bondad nos daba unos ridículos palmetazos tan
leves y suaves como caricias.

La frase venía de que, torciendo el camino de la escuela, nos íbamos al “Caimital”, una
finca rústica cercana al pueblo, donde, además de caimitos, había un alto jovillo, de
copioso ramaje, que a su tiempo se iluminaba y nos brindaba con millares de áureos
globos de la agridulce fruta.

Jovillos son, pues, “de jovillos” fueron compuestas, mis coplas de estudiante, aquí
mismo, en Barcelona, ausente de mis clases de Economía Política y Derecho Romano, o
en las cátedras, cuando a ellas iba, con un lápiz sobre mi libreta de apuntes, mientras el
sabio profesor explicaba la Ley de Malthus o las Constituciones del Imperio.

Entonces, hacia el año 1890, dirigía “Madrid Cómico” el ingeniosísimo Sinesio Delgado
y “La Semana Cómica” este bueno y excelente amigo José Fernández de la Reguera:
alrededor de ellos, un estado mayor de escritores, Vital Aza, Eduardo Bustillo, Luis
Taboada, Mariano de Cavia, Eusebio Blasco, José Extremera, José Jackson Veyan, y una
vanguardia de incipientes mozos, Luis de Ansorena, Ricardo Catarineu, José López Silva,
Fiacro Irázoz, José Borrás, Brissa, De la Cruz Ferrer y otros que cayeron en el olvido o
brillaron en la fama, seguidos de los dibujantes Mestres, Cilla, “Mecachis”, Cuchy,
Escaler, sostenían como banderas de arte y alegría los dos celebrados periódicos de
caricaturas y letras festivas.

En alguna parte el prodigioso Rubén Darío ha dicho la singularidad de que en aquellos


versos joviales, de alegre númen (Sic.) y vario ritmo, apuntaban los primeros
resplandores de la nueva lírica: y es verdad que sobre la rigidez del Parnaso clásico
pasaban y cantaban entonces, como exóticas aves, el ingenuo espíritu y la grácil armonía
de las modernas musas.

Discípulo y compañero, el más joven y humilde, fui yo de aquélla brillante y precursora


generación literaria. Todas las composiciones de este libro fueron publicadas en aquellas
revistas, principalmente en la “Semana Cómica”, y son jovillos, algunas verdes, otras
rosadas, mezcla de acritud y dulzura, pues todas, como los jovillos, recibieron al florecer
y fructificar fulminantes rayos de rojo sol y tembladoras luces de pálidos luceros.

Porque a veces, en el fondo de estos versos de regocijo asoma y se esconde una tristeza
inefable que ha estado siempre en mi corazón: al mismo tiempo escribía cálidos y tristes
poemas, que contiene mi libro “Pomarrosas”, y no eran ficción, sino entrañable verdad, la
angustia y la alegría de mis versos.

Ahora, después de veinticinco años, al recorrer estas páginas, parece que el mundo gira
en sentido inverso para volverme otra vez al espacio y el tiempo en que canté mis coplas
de estudiante... Pero ¿en cuál punto del infinito están los sueños que cruzaron por mi
fantasía, las visiones que iluminaron mis ojos, las mentiras que ofuscaban mi
entendimiento, el amorcillo inconstante y loco que desplegó sus alas sobre tantas
cabecitas encantadoras?

¿Dónde están Lucía, Pura, Juana, Rosa, Pilar, Catalina, Violante, Maruja, Paca,
Angustias, y tantas otras sin nombre expreso, como la gitana y la pelona de mis
romances? Todas han vivido y en mi vida dejaron un perfume de la suya: sólo fue quizás
el roce de una mano, la luz de una mirada, el rumor de un suspiro, pero siempre un
fragmento de vida, relámpagos de emoción que no mueren jamás y se perpetúan en las
ondas inagotables de la divina esencia del Universo.

Evocadores de mis cosas lejanas, mis versos de estudiante llenan este libro; no todos,
porque he tenido que destruir muchos de audacia desmedida y máximo sacrilegio.
Todavía he dejado algunos como pregón de mis errores, tal como los antiguos cristianos
confesaban sus culpas, por vergüenza y arrepentimiento, en los sitios públicos.

Así son y estos son mis Jovillos.

Barcelona, agosto de 1916.

[Introducción a Pomarrosas]

Bien aconsejaba el gran maestro latino a los hijos de Lucio Calpurnio desechar el poema,
no reservado por mucho tiempo y por muchas veces corregido. Yo no guardaba mis
versos ni un día, y ahora, releyendo en calma las ardientes y rápidas estrofas de mi
primera juventud, cuando me anima el natural deseo de recogerlas e imprimirlas, siento el
impulso de abandonarlas para siempre.

No tenía once años, al balbucir en líneas métricas mis nacientes emociones, ni quince
cumplidos, cuando se difundían en los periódicos, que debieron acogerlas por la
benevolencia que inspiran las travesuras de los niños. Felizmente, perdiéronse en su
mayor número aquellas atolondradas parlerías y de las que fueron apareciendo, en
papeles borrosos, como planas de escuela, unas, las más, tornaron a su olvido, y otras
muy contadas y descontadas, figuran en este libro, para muestra, razón y castigo, de mis
jactancias de poeta.

Versos rosados y distintos, a la descompuesta luz de mis ensueños infantiles, están hoy,
cual eran, a la firme luz de la crítica, negros y confusos, como el oro impuro envejecido;
cantaban, como el viento en el ramaje verde, y ahora resuenan sordamente, como hojas
secas en lejanos remolinos. Todavía lo que fue bello, engañosamente bello, conserva la
simpatía de los recuerdos agradables, y pluguiera a Dios que todos mis pecados literarios
hubiesen consistido, como entonces, en torpezas del lenguaje, y no del alma, y que jamás
hubiera profanado su divino nombre y eterno misterio: insensato después, en las
agitaciones de una adolescencia nublada y tormentosa, no ya contento de aquellas rimas
santamente bárbaras y locas, entré en delirios más funestos y, envenenado y ciego por
malsanas lecturas, me encontré súbito cercado de sombras externas impenetrables y de
fuegos inmanentes abrasadores, como el espíritu rebelde en el fondo del abismo.

Sofocado en mis propias ideas, dentro de un ambiente mortífero a la vida lúcida del alma
abierta a los esplendores del Universo y de la ciencia; ante la negación hierática y muda,
cual un inmenso fantasma, llenando con su sombra los espacios inagotables, busqué
anheloso la prístina fuente de la verdad; estudié, analicé los secretos de la naturaleza
revelados por sus más insignes observadores; me dejé guiar por los astrónomos, por los
geólogos, por los naturalistas; asistí a la manifestación del primer átomo vibrante en la
inercia sin límites, a la concentración nebulosa de los gérmenes cósmicos, a la génesis de
los mundos, a la evolución progresiva de la materia inorgánica, al nacimiento de las
especies organizadas y a su diferenciación en la perpetuidad del tiempo; penetré en las
maravillosas circunvoluciones cerebrales del tipo perfecto, que resume y condensa, en
breve síntesis, la historia de los seres; sorprendí sus lentas demudaciones a través de los
siglos, en el embrión humano elaborándose en el seno materno; retrocedí, adelante, por
múltiples caminos, giré alrededor de las hipótesis, de las teorías, del vuelo angustioso del
espíritu en pos de su origen..., y, cuando dirigía el último esfuerzo al fulgor primitivo de
la creación, me encontré solo, perplejo, extático ante la eternidad, en la profunda sombra
del misterio absoluto.

Estado de conciencia excepcional y único, como si hubiese llegado a las silenciosas


brumas del Nirvana, una frialdad de muerte, un malestar indecible, una tristeza inefable
perduraron en lo recóndito de mi alma... y me asaltó, como una voz del cielo, el recuerdo
de los versículos del Génesis: “In principio... tenebroe erant super faciem abyssi: et
Spiritus Dei ferebatur super aquas”. Quedé iluminado y pasó ante mis ojos, como un
rayo sutil la voluntad de Dios atravesando las esferas, encendiendo el Cosmos,
espiritualizando la vida, previendo, rigiendo, alentando las transfiguraciones infinitas de
la creación universal.

Proceso intelectual piadosamente ayudado por la experiencia del corazón, en las luchas,
en los dolores, en el afán continuo de la existencia: yo he blasfemado y he orado y sé
cómo es asfixiante y maléfico el hálito de la blasfemia y trascendente y eficaz el perfume
de la oración.

Mis versos llevan la historia de mi alma y tenía que decir aquí sus motivos esenciales,
porque la historia aparece en este libro mutilada en sus páginas más negras; ya que no he
sabido, como el desgraciado y luminoso Verlaine, rendir mis culpas y cantar mis
arrepentimientos, a los pies de la Virgen Madre:

Du moins je ferai savoir à qui voudra l’entendre


Comment il advint qu’une âme des plus égarées,
Grâace à ces regards clements de votre gloire tendre,
Revint au berçail des Innocences ignorées.

¡Tantas estrofas inspiradas en la herejía y tan pocas y frágiles en la penitencia y en la


redención! De aquellas, justamente eliminadas, publico en este volumen algún ligerísimo
fragmento, como el que aparece del Canto Segundo de Sor Ana, poema desaliñado y
brutal, que compuse a los diecinueve años y circuló fatalmente en dos numerosas
ediciones: y esto lo reproduzco atenuado y revestido, para que pueda verse y seguirse
todo el camino de la transformación psicológica en la obra artística reflejada y para
enseñanza moral de los que se encuentren impelidos a los violentos desórdenes de una
imaginación ardorosa y enferma, por el fuego de la juventud y el contagio de las escuelas
que conculcan los principios de la verdad y del bien.

El tránsito espiritual, que el conjunto revela, está vivamente señalado en los dos sonetos
que forman la composición Dios provee, escrito el primero en 1887 y el segundo en
1896: por rara coincidencia, durante el período de nueve años, que fija el lírico admirable
(...nonumque prematur in annummembranis intus pósitis) el pensamiento original quedó
invertido y completa la transubstanciación milagrosa de la sombra en luz, al soplo
invisible y seguro del que “todo lo provee”, en el mundo de las cosas y las almas.

***
¿Qué más hay en mis versos? El ideal sufriente, moribundo, de una patria adorada,
llorada, perdida... el pueblo puertorriqueño, que se divide y agota en míseras disputas,
cuando tiene sobre el cuello la férrea mano del coloso, que le agita, que le absorbe, que le
consume, sin resistencia, sin clamor, sin protesta, ayudado por el mismo afán de la
víctima en sacrificarse y extinguirse.

No puede ser este lugar propicio al desarrollo de una cuestión política, mas la toco
involuntariamente, porque sale de todo mi ser, como el resplandor de un incendio. Lo que
pasa en Puerto Rico, lo que pasó en México, lo que acaba de pasar en Colombia, lo que
pasará en Santo Domingo y en toda nuestra desventurada América latina, si un grandioso
movimiento de concentración federativa no la salva en lo porvenir, es gravísimo asunto
digno de la atención de los sociólogos y de los estadistas. Este odio histórico y esta lucha
de razas, que bañaron de sangre el mundo antiguo: este odio y esta lucha, modificados en
sus procedimientos por la acción de los tiempos corrientes y las ideas predominantes,
pero inmutables en su esencia y en su acometividad, continúan su obra de exterminio en
el mundo americano, y somos nosotros los que perecemos, y somos nosotros los que
debemos sobrevivir, si no es posible la convivencia.

Es posible, entre dos razas fuertes, que se confunden, o marchan unidas por el estímulo al
triunfo de la civilización, y no hay convivencia entre débiles y poderosos, y es necesario,
imprescindible, que los pueblos débiles de América se reconstituyan en la paz, se
vigoricen en la unión, se eleven a la altura y se midan en la fuerza de la gran República
del Norte, para que el respeto recíproco engendre el mutuo afecto y para que se realice, al
fin, en América, la reconciliación de todas las razas de la tierra y la conjunción de todos
los ideales de la humanidad.

Pero yo sólo veo y canto que perdimos la maternidad gloriosa de la nación hispana, que
no tenemos patria, ni la creamos con nuestra vida, que no tenemos bandera, ni la
estampamos con nuestra sangre, y que seremos acaso, en no dilatado curso, un pueblo,
como el israelita, nómada, errante, perseguido, arrastrando por la superficie del planeta
la terrible resonante cadena de los recuerdos dolorosos.

***

Así entrego mis ritmos, como pájaros errátiles, a los vientos del mar, para que crucen una
vez siquiera sobre la isla del ensueño desvanecida en las soledades del cielo y del océano:
con ellos van mis amarguras, mis alegrías, mis ansiedades, mis culpas, mis
arrepentimientos, mis quejas de vencido, mis gritos de victoria, la pasión efímera y el
ideal eterno, cuanta luz y cuanta sombra pasaron por mi alma.

***
Hojas de mi vida encierra este libro, y en la primera escribo el nombre de mi esposa y en
la última el de mi hija: lo oscuro de las otras va cubierto por estas dos blancas insignias,
que llevan el símbolo de toda esperanza, de todo bien, de todo amor y de toda felicidad.

(De la primera edición)

París, junio de 1904.

Prólogo a Cantos de rebeldía

El Director literario de la casa editora de mis libros de versos me expresó sus deseos de
insertar en cada uno de aquéllos el retrato mío perteneciente a la época en que las
composiciones del respectivo tomo fueron escritas. Teniendo los retratos, se los di,
porque me pareció que se buscaba, no una exhibición personal, sino una exposición
fisiopsicológica de las ocultas afinidades entre el curso de los años y el curso del
pensamiento, en las misteriosas correspondencias por las cuales tal vez una arruga del
rostro contiene un abismo de dolor, una corriente de vida, una onda del alma.
Algunas de las tristezas más antiguas de Pomarrosas son contemporáneas de las más
ingenuas alegrías de Jovillos y esto ya no puede medirse ni compararse por la mutación
de la faz, que en los inquietos giradores días de la adolescencia tenemos siempre dos
caras en una cabeza “cual la de Jano, que siendo una, mira a Oriente y a Occidente”,
según la estrofa de Rubén Darío, contemplando una los fulgores del alba y otra las
agonías del véspero.

Mas por seguro que ya no era el mismo a los quince que a los treinta años el autor de
Jovillos que el de Pomarrosas y que, con ser muy grandes, no lo eran tanto las
diferencias fisiognómicas como las espirituales entre el autor de Jovillos y el de Cantos
de rebeldía.

En el desarrollo de la vida humana, asiste a la primera juventud un vasto espíritu,


rarificado, ligero, de amplia y difusa luz, que se reduce y concentra y gana en intensidad
lo que pierde en extensión, como en fijeza lo que pierde en campo visual, según el tiempo
fortalece y densifica la carne, hasta que el agotamiento orgánico vuelve a enrarecer y
aflojar el espíritu, no ya con las palpitaciones de un fulgor progresivo, sino con el vago
ondular de una creciente sombra.

En determinados temperamentos, la concentración espiritual es tan absorbedora y


exclusiva que se revela en un solo anhelo dominador. El caso de Gustavo Adolfo
Bécquer, en su obra poética única y esencialmente erótica, como el de ciertos pintores
que sólo pintan santos o rosas y el de ciertos músicos que sólo componen salves o danzas,
se multiplica en el comercio, en la industria, en las artes más humildes, en todas las
especies de labor anímica o mecánica. Ello no se explica por las reglas de la división del
trabajo no siempre artificiosas, sino por la intensificación de las energías y tendencias
mentales.

Inicia e impulsa este proceso una fuerza espontánea, ayudada también en numerosos
individuos por el poder de una voluntad consciente de la aptitud, objeto y decoro de la
propia vida.

De mí puedo decir que me he sentido naturalmente llevado a la unidad afectiva y


expresiva de mi arte, como se desenvuelve en estos Cantos, herido a veces por una súbita
desviación del pensamiento. Al concertar las primeras estrofas de “Alma nocturna”,
recostado sobre el tronco de un cocotero, en el rellano de un monte esclarecido por la
luna, sólo me propuse decir del misterio, el silencio, la soledad de una alta noche
campesina, cuando de pronto se me viró el deseo en una bárbara meditación de muerte.

Mas al mismo tiempo la orientación única y fija de mis últimos versos, ya principiada en
muchos de Pomarrosas fue en gran parte regida por el libre conocimiento y la tensa
voluntad encaminados al ideal que imanta y alumbra la visión de mis ojos y la
determinación de mi existencia.

Nacido en un país infausto, siervo, en peligro de muerte, debo a la conservación de su


vida y a la defensa de su libertad la sangre que es de su tierra y el alma que es de su cielo:
si tengo una lira, como si tuviera una espada o un martillo o un arado, lo que tengo suyo
es, de mi patria es y debo cantar como blandiría el acero, golpearía el yunque, abriría el
surco, por ella y para ella que es mía y de quien soy en cuerpo y alma.

La poesía no es cosa de futil adorno y vano recreo: ninguna ciencia, ninguna arte podrán
desligarse de la universal cooperación al bien humano, como nada en el orden físico
puede ausentarse del trabajo universal de la naturaleza. La producción y la contemplación
de la belleza en sí mismas constituyen un bien y la poesía cumple siempre un propósito
estético; mas la poesía, como toda obra humana, debe acudir preferentemente al bien
necesario, sentido y clamoroso en cada momento y en cada lugar del mundo.

Señalados pueblos en señaladas épocas y señalados hombres en señalados pueblos


ostentan y personifican la conciencia de la humanidad, como Francia el 93 y los
enciclopedistas en Francia; pero, en la evolución normal de los hechos y las ideas, cada
pueblo siente una necesidad característica, requiere un bien especial, fundamental, para
cuyo alcance es obligatoria la contribución de todos los elementos componentes de su
alma colectiva.

Infinito el progreso, ningún país en ningún instante puede tener por logradas sus
aspiraciones; pero, aquellos que han realizado los fines principales de su destino, la
independencia, la libertad, el orden, el bienestar común, pueden distraer sus energías en
las sutiles artes de la contemplación y el éxtasis emotivos de la belleza o irradiar las
fuerzas de su espíritu más allá de la existencia nacional, por la universidad del Orbe.

Francia, después de tantos siglos de cuidado y lucha por el propio bien, soberana, libre,
rica, victoriosa, expandía por el Globo el desbordamiento de su potencia y desde
principios de la centuria diecinueve alentó una generación de poetas que buscaban y
cantaban los paisajes lejanos, los ideales pretéritos, el amor de las hermosuras muertas o
jamás conocidas, los subjetivismos recónditos. Los parnasianos, simbolistas,
decadentistas y los poetas y escritores comprendidos en tantas recientes nomenclaturas
(siempre creí que todas ellas sólo envuelven modalidades o aspectos evolutivos de la
escuela romántica), exploraron desde las cumbres de su Patria la redondez del Mundo y
la eternidad del Espíritu, en un arte raro, exótico, ambiguo, que volaba de las cúpulas de
una pagoda a una torre medioeval y de los oblícuos ojos de una princesa del Japón a las
doradas pupilas, ya tierra, agua, o aire o luz, de una dama del Directorio: así era, mas
cuando una conmoción terrible desgarró el cuerpo y el alma de la Nación francesa, en el
desastre de 1870, una literatura nacional, reivindicadora, agresiva, acudió al corazón
adolorido del pueblo para prepararlo, como se está viendo, a la guarda y defensa del
territorio patrio.

El influjo que, desde la emancipación de las colonias españolas, ha ejercido Francia en la


cultura de las Repúblicas ibero-americanas, extendió al centro y al sur de nuestro
Continente las novedades de fondo y formas que Verlaine, Mallarmé y otros heraldos del
modernismo desplegaban como banderas sonantes y multicolores en el triunfo de la
nueva lírica.
El grande y glorioso nicaragüense, fue el primer y más paladín de este movimiento en la
poesía castellana: alrededor de él, una brillantísima cohorte de poetas de genio, en España
y América, ensanchó el ambiente del arte clásico, penetró en el translúcido seno del
idioma, de las palabras, de las sílabas, de las letras, del timbre, del acento, de la
modulación fonética, cuando otros fríos y falsos imitadores de los maravillosos maestros
rompían torpes la sonoridad y majestad de la onda rítmica en locos bailes de inútil viento.

Enriquecíanse como nunca el tesoro del lenguaje y el dinamismo de la lírica, al par de


una visión más aguda y detallada de la naturaleza y del mundo psíquico; pero, en lo que a
nuestra América concierne, parecía que la espléndida evolución iba a pervertirse en una
fiebre de grosera lujuria y en atávicos gestos de feudal señorío. Se glorificaba al amor con
las crudas voces de un tratado de patología sexual, y, si el poeta buscaba para exaltar un
tipo de pasados tiempos, encontraba siempre a un Caballero feudal cualquiera en
ejercicio del derecho de pernada...

El más grave daño de esa literatura en América fue que apartó de la tierra, del ambiente,
de los sentimientos e ideales patrios la inspiración y el afán de los poetas nacidos en
aquellos dolorosos países, tan necesitados del concurso de sus filósofos, de sus artistas,
de sus hombres de Estado, de todas sus fuerzas morales y orgánicas, en las tremendas
crisis de su crecimiento nacional. La Grecia antigua, el Japón, moderno, dioses paganos,
emperatrices, hetairas, geishas y obispos endiablados y marquesitas galantes y todo lo
“muy siglo diez y ocho”, fueron cantados por poetas que tenían en sus nativos lares las
bellezas más grandes de la Creación, y los empeños más altos de la lucha por el triunfo de
la libertad y por la subsistencia y el predominio de nuestra raza oprimida y escarnecida en
las tristes patrias del hemisferio americano.

Darío, que se elevó desde una pequeña República como poeta del Universo, podía
hacerlo así y extender las alas de su genio por los horizontes mundiales; pero lo hizo
mejor y en su magnificente obra nada hay más grandioso que la salutación a las “ínclitas
razas ubérrimas” ni más dulce y tierno que el idilio al “buey que vi en mi niñez echando
vaho un día –bajo el nicaragüense sol de encendidos oros”...

Dichosamente pasó como una áurea nube aquella convencional literatura y hoy la
América hispana puede mostrar con orgullo “sus” poetas, los insignes poetas de su
paisaje, de su historia, de su libertad, de su vida, de su raza y de su futura hegemonía de
los pueblos de su raza en las cumbres del Planeta.

Puerto Rico sufrió también la racha de aquella vanal literatura y goza también ahora del
renacimiento de su poesía: viejos y jóvenes líricos marchan a la cabeza del movimiento
nacional, como iban los antiguos bardos anglosajones a la vanguardia de los ejércitos: el
perfume de nuestros bosques, el fulgor de nuestro cielo y nuestras llanuras, el rugir de
nuestros tormentosos desgraciados mares, el cántico melancólico de nuestros jíbaros,
nuestro dolor, nuestra esperanza, se desprenden de las liras en ráfagas de vibrante
espíritu...

Entre esos poetas, yo, el último, lanzo mis Cantos de Rebeldía, mis gritos de protesta y de
combate contra el tirano de mi patria a los vientos y al corazón del mundo...

Barcelona, septiembre de 1916.

Ver:

1) Fernós López-Cepero, Antonio. “El Tratado de París en 1898 y la cesión de Puerto


Rico a Estados Unidos”, Voces de la cultura, T. II, San Juan, La Voz del Centro,
2007, p. 218-231.
2) Ferrrer Canales, José. “José Martí y José de Diego”, en: Mercedes López-Baralt,
Literatura puertorriqueña. Siglo XX. Antología., R.P., U.P.R., 2004, p. 82-113.
3) Pedrosa Izarra, Ciriaco. “Análisis biográfico-literario de la estancia de José de Diego
en Logroño”, CP Izarra, PYC Figura - dialnet.uniroja.es

Alfredo Collado Martell

“Diálogo de arcillas”

(De Cuentos absurdos, 1931)

Al volver del extranjero, trajo para la amada aquel Buda que compró en Bakú. Era una
maravilla de perfección la estatuita: en cuclillas, bajo y regordete, con su mantán rojo,
líneas doradas, ojos dormidos sobre el panorama del vientre y las manos cruzadas en
actitud de languidez, lucía expresión sinónima a un largo cansancio de siglos, y más bien
que la figura de un dios, daba la impresión de ser un liviano biscuit de tocador.

Y la amada, por extraño capricho de mujer, la puso en su tocador, un juguete exquisito de


caoba, frente a otra estatuita rara: un cemí.

El viajero, tipo de cultura que había llegado a la ironía, gozaba íntimamente al ver
juntos, sobre los pulidos castillos de caoba, aquellos dos muñequitos de arcilla que
para dos mundos simbolizaban creencias de una alta estimación de valores tan relativos
en unos casos, y tan exuberantes en otros. Un buda y un cemí… Realidad de dos credos
que al analizarse en la espirutualidad de su íntima subjetivación bien podrían unir, por la
paradoja de una anomalía, orígenes de principios, que separados por el procedimiento
aún fueran integrales en la realidad de la mente humana. Buda fue un protector por
la sabiduría, y por la sabiduría tiranizó con el miedo: puede ser un dictador el más
filósofo; ¿no as acaso la humildad de Epicteto la más elegante soberbia? ¿Y el cemí?
Este, por la fuerza, constituyó una tiranía sabia. Y entre la lanza y el concepto, ¿no hay,
acaso, una relación de fuerza tan humanamente parecida que promueva a la sonrisa?

Y el viajero, un tipo de cultura que había llegado a la ironía, contemplaba a


intervalos a los dos idolillos de arcilla tratando de bosquejar, en la relación de una
metafísica burlona, el afán de dos pueblos creyentes, que aunque alejados, en el sentido
moral y material, de lo que se llama civilización, se conectaban aún en la síntesis de
sus credos… Mas, en el lecho, la mujer, la amada, dejaba traslucir la tersura de los
hombros rosa bajo el tenue encaje de las sedas, y el viajero aquel, tipo de cultura que
había llegado a la ironía, dejó la estancia a media luz y fue tras el calor suave de la amada
en reposo…

Fijas una en la otra, bajo la gasa de la penumbra, quedaron las dos estatuitas viéndose en
los espejos de pulida luz veneciana y contemplándose de reojo. El cemí era
antagónico en expresión al buda. El idolillo indio atesoraba un aspecto heroico y bravo:
tal parecía que acababa de sufrir los horrores de una batalla en sublime esfuerzo contra
los caribes: tenía la nariz rota, un ojo con expresión de pánico y otro a medio cerrar. La
boca, de rasgadura macábrica, torcida y violenta, aún parecía sentir rozar por sus labios el
grito espasmódico de un viva. Y en todo su cuerpo brillaba el tono mate de la arcilla
expuesta al desamparo, la lluvia y el sol… Era aquel fetiche como la encarnación
simbólica de una casta indómita, desaparecida, en plena resistencia, a golpes de espada y
pica…

Así, como enemigos, a ese instante en que la penumbra esmaltaba con su matiz los
tenues rincones, los dos héroes se encontraron escudriñándose con extraña impresión
de incredulidad. El buda abrió los ojos y buscó en aquel vecino alguna razón de ser,
algún derecho a perpetuarse. Y el cemí, enardecido por la imprudencia de aquel extraño
ceremonioso, quieto, sentado con deje de olvido reflexivo y hasta displicente, contrajo
los músculos, arrugó el rostro y enristró la lanza… Por el rostro del buda pasó algo
como una sonrisa y después dijo:

- Soy Buda, el que todo lo puede con el esfuerzo de la mente; si más hubiera
querido, más hubiera hecho.
- Yo, Tucay, un dios indio, guerrero; consiguieron matarme, pero no hacerme morir.
- ¿Un indio?
- Sí…
- En mi tierra jamás conocí a tal descendiente de Visnú.
- Ni en la mía a tal representante de Huracán.

Y los dos fetiches se estuvieron callados. Al fin, preguntó el cemí:

- ¿Y qué sabes hacer?


- ¿Yo?… Meditar, razonar, vencer el pensamiento al dolor y al placer… ¿Y tú?
- ¿Yo?… Sé guerrear, defender la tierra de los míos. Dí batallas, vencí enemigos y
sobre las crestas más altas de las montañas planté mi lanza; nadie pudo contra mi
voluntad; impuse mi fuerza. Todos se rindieron y en mi choza tuve doncellas que
rivalizaban con las flores…
- Somos antagónicos. Yo odio la Guerra
- Y yo odio la paz.

Los dos idolillos de nuevo tornaron al silencio. Mas el buda notó las heridas y las
rasgaduras que en su cuerpo tenía el cemí.
- Dí… ¿Has vencido siempre?

Por los ojos del guerrero cruzó algo sombrío y doloroso; imágenes extrañas de
instantes pavorosos surgieron ante sus pupilas, como si del recuerdo brotara la realidad
del ayer, y al fin repuso:

- No…

Sonrió el buda victorioso. Por su faz de tierra vagó la sonrisa de una íntima
seguridad y dejó caer de sus labios la sentencia:

- Sólo la paz es vencedora. Nadie es suficientemente fuerte para eternizarse en la


victoria.

Reinó el silencio. El cemí vio plegarse en su alma los mirajes del recuerdo, a manera de
paisajes milagrosos. Las tropas de los blancos, aquella bandera roja y amarilla, los
tercios recios y atrevidos, más fuertes que Yukuyú, ágiles como las flechas y más
valerosos que los caciques; resonó de nuevo en sus oídos el golpear de las espadas finas,
el eco lejano de los arcabuces; después el oro, la esclavitud, la rebeldía, y, al fin, la
muerte, héroe sobre una colina, firme su cuerpo de cobre hasta caer atravesado por la
espada de un capitán…

¿Tendría razón el Buda? ¿La fuerza no podría eternizarse en la Victoria?… Mas como
quien surge de entre tinieblas, preguntó también:

- Y tú, ¿has vencido siempre?

La risa de triunfo que vagaba trémula por el rostro de buda fue desapareciendo como un
crepúsculo ante el avance de la noche… Sus ojos buscaron el vientre y en larga
meditación quedó el que todo lo pudo con el pensamiento… Al fin, tras un suspiro,
exclamó:

- Fui vencido…
- ¿Y cómo? ¿No es la paz el símbolo de la victoria eterna?
- Tú caíste en la guerra, la tiranía de las armas venció tu fortaleza. A mí me venció
la paz, la tiranía de la fraternidad anuló mi victoria…
- Mis guerreros siempre fueron leales.
- Y tan leales fueron conmigo mis prosélitos, que para interpretarme cayeron en
la abulia.
- ¿La paz entonces es una faz de la guerra?
- La guerra también es una forma de paz.
- Pero ¿y tus dioses?
- Toda creencia fue desconsuelo.
- ¿Y los tuyos?
- Toda imploración fue un desencanto.
Hubo un largo silencio. El indio paseó de un extremo a otro en el castillo fino de
caoba; fueron sus pasos violentos, agitados; en su rostro, contraído, vibraba la
emoción de la soberbia. Después, como vencido, se puso en cuclillas, soltó la lanza y se
estuvo fijo en el recuerdo… El buda de su inquietud nirvanesca se alzó a la agitación; su
cuerpo, rechoncho, ahora tenía elegancias marciales. Y empuñando la lanza del cemí
quedó en posición de asalto…

La luz del sol se coló ágilmente por entre las cortinas y los cristales. La plata
maravillosa de la mañana se hizo polvo en los rincones. Unas rosas se enderezaron por
las ventanas…

El viajero, aquel hombre culto que llegó a la ironía abrió los ojos y retiró a la amada. Al
volverse notó el cambio en la posición de los dos fetiches. Sonrió. Hasta la tierra tenía
espíritu; el hombre la insuflaba de ánimo; de seguro que los dos símbolos conspiraban
contra la felicidad. Era mejor romperlos…

Se levantó, llegó al tocador, alzó a los idolillos y los hizo caer contra el mármol…
Todo quedó en silencio. La amada dormía aún. Sólo él, que conocía la burla, sonrió
suavemente…

¡Si en sus manos hubiera estado algo más que el símbolo!

El anillo de Lord Arthur

El noble inglés que se había aburrido en todos los países gustando a las mujeres más
hermosas; el maniático raro que importa para su castillo de Londres, junto a flores
exóticas y momias egipcias, mujeres como verdaderos lotos caprichosos; el dueño de un
hotelillo pulcro en cada comarca de todos los países, contempla silenciosamente el
extenso panorama desarrollado a su vista, el cual, al descomponerse los tintes del
crepúsculo, se tornaba azul en el linde de las montañas, gris perla en las cuencas
apartadas y, por último, negro sobre los picos de la cordillera.

El aire del trópico azotó su traje, y al componerse la solapa fina de la americana notó en
una de sus manos la prenda rica, el anillo inseparable, compañero discreto de sus
aventuras galantes.

Del anillo incrustado con piedras preciosas había dicho el mago indio: “Con esta
prenda se abrirán los corazones de todas las mujeres.” Y no mintió el solemne adorador
de Buda. La piedra preciosa había pasado de mano en mano; fue de una turca
desencantada que murió de amor en el harén de un califa, en las orillas del Mármara
azuloso; después, de una rusa princesa, de ojazos azules y carne blanca como la leche;
más tarde, de una diabólica princesita parisién, hija de un minero, que deslumbraba a las
cocottes, y, por ultimo, estuvo en el poder de una miss yanqui, danzadora antiartística de
los cabarets neoyorquinos, la cual sentó un pleito contra el lord por pérdida de tiempo.

Mas hoy el noble descendiente de los infatigados diplomáticos venía a esta islita con el
buen propósito de distraer su spleen.

II

- Inglés, tus labios están fríos.


- Me hace falta el whisky.
- Amigo del alma, esos ojos grises se han vuelto muy tristes.
- Es que los deslumbra la luz de los tuyos.
- Inglés, eres frío como los mismos icebergs del Norte.
- La tarde tiene llamas en los últimos rayos del sol, parece que éste se ha
divertido prendiendo la arena.

La criolla acariciaba con su mano de fuego las mejillas del exótico viajero.

De pronto exclamó el inglés:

- Me haces daño con tus manos.


- No; yo no –respondió la niña-; la sortija que me has dado es la que ha herido
tu cutis.

El recuerdo de la sortija trajo a la memoria del lord el renacimiento de pasados


propósitos. Quizá la prenda mágica había rozado su rostro para recordarle su misión. Por
sus ojos cruzaron otros campos y otras tierras. Era la nostalgia de su monomanía que se
posesionaba nuevamente de su corazón artístico. Irse y llevarse con la prenda otro
corazón, apuntando en su libretita-memorándum el nombre y la dirección de la olvidada.

Al siguiente día no vino donde la criolla, y al tercero le escribió esta carta:

“Todo ha terminado sin luz ideal. Nuestra unión es imposible: el fuego y la nieve no
se conservan mutuamente. Soy un hijo del Norte y sus nieblas viven en mis nostalgias.
Inglaterra me llama; ahora de lo que fue no debe quedar ni un rastro que guíe a nuevas
perturbaciones. Por honor debemos devolver lo que no es nuestro. Te envío lo tuyo,
que seas feliz con otro. Adiós.”

El lord esperó la contestación algunos días, y cuando, al fin, impaciente, suponía poner
en juego medios más complicados, recibió esta epístola de la criolla:

“Las criollas no nos parecemos, amando, a las mujeres de otros países; ni siquiera
somos extravagantes que hagamos de nuestra ilusión un vicio. El amor, para nosotras, es
uno solo; lo perdemos, y hemos perdido el corazón. Un hombre que ha sido nuestro y se
va, no deja cabida a otros hombres; pero cuando se nos habla de orgullo, rechazamos la
debilidad del amor. En América latina torrentes de sangre lavaron la afrenta del
servilismo. Aquí somos fuertes y orgullosas hasta amando. Hemos terminado.”

“Lo que no es nuestro, lo devolvemos; pero siendo engañoso el amor que se nos ha
ofrecido, ¿por qué no evitar que continúen siendo medio de otro engaño las mismas
prendas que estimularon nuestra pasión? El fuego quema las cartas para que las cartas no
recuerden días mejores, y las piedras preciosas que nos alegraran una vez con el brillo de
su transparencia, deben convertirse en polvo para que no fascinen nuevamente a otras
niñas más caprichosas. Allá va eso.”

El viajero abrió el pequeño cofrecito de caoba perfumada que le enviaba la criolla, y en


su fondo, sobre raso negro, encontró, mezclado a las cenizas de las cartas, los restos de la
mágica sortija. La criolla, en un arranque de pasión americana, había machacado la
prenda estimable.

El galán aristocrático, el noble súbdito de Albión, se volvió a su castillo de Londres, y


cuentan las tradiciones que no ha vuelto a emprender otros amores. La América latina
habíale dado un corazón más, pero se quedó con el talismán de sus conquistas.

Luis Llorens Torres


(Juana Díaz, 1876-1944)

Del libro Al pie de la Alambra

“Granada”

Oh, tú, Granada bella,


la de alminares ricos,
dormida entre montañas
con cumbres de cristal.
La de bermejas torres,
la de soberbios picos
más altos que las palmas
del bosque tropical;
la de la fértil vega,
la de los cien alcores,
la que de excelsos vates
el numen inflamó,
la que brindó a Zorrilla
las olorosas flores
con que el fecundo bardo
gentil se coronó...

¿Por qué mi alegre patria


dejé con sus jardines,
sus fuentes, sus sabanas,
sus vegas de guandul,
sus bosques, donde cantan
manchados colorines,
sus noches de verano,
su cielo siempre azul?
¿Por qué dejé las playas
de perfumado ambiente,
donde los dulces sueños
de mi niñez dormí?
¿Por qué, Granada bella,
bajo tu sol ardiente,
hasta mi cuna olvido
para cantarte a ti?

¿Qué busca en ti mi mente?


¿Qué busca mi mirada,
cuando las ruinas toco
de tu pasado ser,
cuando la hiedra arranco
que crece abandonada
en losas con relieves
y fechas del ayer?
¿Qué siento cuando escucho
los deliciosos trinos
de enamorados pájaros
que cantan su pasión?
¿Qué siento si el murmullo
de arroyos cristalinos
repite de los bosques
la mágica canción?

Yo sólo sé que el pecho


se oprime y se dilata,
y el alma encuentra espacio
con luz en que vagar,
aquí donde la nube
que en perlas se desata,
nutrida de perfumes
se vuelve a evaporar.
Tú tienes lunas pálidas
que aumentan la poesía
de la mujer, del ave,
del nido y de la flor,
y tus serenas noches,
como en la patria mía,
convidan al insomnio
sublime del amor.
Tu Alambra me entristece,
porque en sus tronos reales
ya altivo no se sienta
el bravo musulmán,
ni pisan su almorrefa
los pies esculturales
de las princesas púdicas
que en el Edén están.
Por callejones largos,
estrechos y musgosos,
los moros y las moras
parece que se ven
vagar, como en un tiempo,
risueños, presurosos,
luciendo en sus aljubas
las flores del harén.

Al son de las bandurrias,


si cantan las gitanas,
del fondo de las cuevas
levántase la voz,
cual versos arrullados
por vírgenes indianas,
cual cántico de almeas
que al cielo va veloz.
Allá en los arrabales,
los altos paredones,
que el tiempo ha carcomido,
aún ciñen la ciudad;
y crecen, en sus riscos
y grietas y rincones,
campánulas y lirios
en dulce soledad.

¡Qué tristes por la noche


se ven los alijares!
¡Qué tristes los escombros
del árabe Albaicín,
donde cabellos negros
lucieron almaizares;
la virgen, almanafa;
turbante, el paladín.
¡Y qué radiante y bella,
bajo sus tersas gradas,
levántase la Sierra
sin cráter ni volcán,
la misma cuyas cumbres
eternamente heladas
baluarte fueron firme
del rudo musulmán!

Los nardos y las rosas,


en tierno maridaje,
sus pétalos derraman
temblando en el pensil,
que riegan, desprendidas
del turbio rebalaje,
las aguas espumosas
del Darro y del Genil.
Cual ángeles que anuncian
un mundo de placeres
como el Edén fantástico
que el árabe soñó,
asómanse a la reja
tus célicas mujeres
y ostentan la hermosura
que Dios les prodigó.

Para ellas, yo soñaba


que fuesen mis canciones
más blancas que los nimbos
de aurora boreal,
más frescas que la brisa
de misteriosos sones
que cimbrea suavemente
las frondas del nopal;
quisiera, para ellas,
pulsar la dulce lira
de los amenos valles
de Grecia la gentil,
y que los pobres versos,
que su beldad me inspira,
vibrasen como cuerdas
en arpas de marfil...

Y para ti, Granada,


la de los mil colores,
dormida entre montañas
con cumbres de cristal,
la que despierta lánguida,
lo mismo que las flores,
al beso voluptuoso
del aura matinal;
¡son para ti los versos
que de Levante a Ocaso,
pregonarán doquiera
la eterna admiración
del que te deja sólo
las huellas de su paso,
y lleno de recuerdos
se lleva el corazón

(1899)

De Sonetos sinfónicos

“Escudo”

Mi escudo es límpido escudo de nobleza


donde brillan los siete puñales
de los siete pecados capitales
y los siete colores de la naturaleza.

En un cuartel domina la Mano divina;


en otro luce Venus su cuerpo de diosa;
llora en otro la Madre Dolorosa;
y ríe en otro el Diablo detrás de una cortina...

(Los ejes magnos de todas las cosas)...


En la orla hay enyugados femeninos nombres,
evocadores de angustias y placeres;

nombres de cortesanas, de santas y de diosas.


Y la divisa es una mano tendida a todos los hombres
y un corazón abierto a todas las mujeres.

“Pegaso”

Mi caballo es un hidalgo potro de árabe blancura,


con los ojos negros y áureas la cola y la crin.
Su escape, de noche, como la Vía Láctea fulgura.
y de día, bajo sus cascos, llora oros el adoquín.

Piafa y relincha sobre la esperanza de las olas


y sobre el ensueño de las nubes azuleadas de zinc;
pues viene de las muy ilustres yeguas españolas
que en La Mancha parieron al inmortal rocín.
No duerme, sino suelto y al sereno
y sólo come en el azul su heno.
Cuando Sancho lo monta, toma la postura

de un burrito que va al pueblo cargado de verdura.


Pero yérguese y brinca y corre y vuela,
Cuando yo lo monto y le clavo la espuela.

“Bolívar”
A Rufino Blanco Fombona

Político, militar, héroe, orador y poeta.


Y en todo grande. Como las tierras libertadas por él.
Por él, que no nació hijo de patria alguna,
sino que muchas patrias nacieron hijas de él.

Tenía la valentía del que lleva una espada.


Tenía la cortesía del que lleva una flor.
Y entrando en los salones arrojaba la espada.
Y entrando en los combates arrojaba la flor.

Los picos del Ande no eran más a sus ojos,


que signos admirativos de sus arrojos.
Fue un soldado poeta. Un poeta soldado.

Y cada pueblo libertado


era una hazaña del poeta y era un poema del soldado.
Y fue crucificado...

“Pancho Ibero”
A Antonio Pérez-Pierret

¡Pancho Ibero! Tronco de honda raíz ibérica


y encarnación de la América española.
Una ola te trajo a las playas de América.
¡Pancho Ibero! ¡Bendita sea la ola!

Tramas la dictadura, pero armas la revolución;


que eres a un tiempo pulpero y soñador.
Y sabes llevar con arte el clac;
pero prefieres tu sombrero de panamá.

Y mientras el Tío Sam en su águila cabalga...


tú acaricias de tu cóndor las alas
y afilas en la piedra el cuchillo y la azada;

porque una noche sueñas en la Vía Láctea


y otra noche en la res que en la pampa destazas...
que no en vano nos vienes de Quijote y de Panza.

“Guayama”
A Luis F. Dessuse

Yo te vi, desde tu cerro más erguido.


Huerta nevada de algodón.
Paloma echada como en nido florecido
de pajas que enverdece y florece la acequia de tu Corazon.

El alba besa tu pereza barragana,


Y tú sacudes el frío de tu vellón,
cual rebaño que despierta de debajo de su lana
y en la espuma de su leche rinde al mundo su oblación.

Tu caserío, que parece un delantal de encaje


en la falda verde aterciopelada del paisaje,
es un espejo que de noche se alumbra, una pupila

abierta a la estrellada noche tranquila.


Y tu cauda de cañas, un colmenar
que te borda de pañales hasta el mar.

De Voces de la campana mayor

“La campana mayor”

Oíd mi voz
y contemplad mi omnicolor bandera.
Soy la universal hoz.
Soy la universal sementera.
Escuchad mi voz que trae la armonía
de todas las vibraciones del mundo,
desde la fermata que el nido al romper sus huevos pía,
hasta el miserere que en el circo muge el toro moribundo.
Soy la Carne. Y os hablo desde los abismos
del fondo de vosotros mismos.

Soy el barro del hombre, el mármol de la mujer,


la vasija de todo viviente ser.
Fui en la aurora del mundo amasada por el Creador.
Sus manos me dieron la vida y el calor.
Quien me besa se embriaga en las fragancias prístinas
que aún conservo de las manos divinas.

Cuando, a Dios obedientes, el león ruge,


el gallo canta, el toro muge,
el potro relincha, el tigre brama...
es mi voz que a la naturaleza llama:
soy yo quien relincha, ruge, brama...
Soy la más alta cumbre que han subido
los raros superhombres que han sido:
el artista, el sabio, el héroe, el bandido.
A mi luz, toda cosa
se perfuma de rosa
y se empolva de oro de mariposa.
Divinizo la humanidad
bajo los velos de mi excelsa idealidad.
Y por mí, el ganso, el atún y el pollino
tienen también su momento divino.

Soy sol de todo ser viviente,


que en todo ser me inicio con rubores de oriente,
y a todo ser incienso,
y a todo ser abraso,
y sobre todo ser giro, como el sol en su arco inmenso
del oriente al ocaso.
Y como el sol, me enciendo en el alba de la vida,
remonto la cuesta de la juventud florida,
escalo el cenit del firmamento
donde la virilidad arde, lamo el descendimiento
con lengua sabiamente cobarde;
y me apago en los seniles desmayos de la tarde.
Ni Jesús ni San Agustín
lograron aplacar la marcha avara
con que recorro mi arco desde el principio al fin:
la imperturbable ruta triunfal,
que la mano de Dios me trazara,
en el concierto de la vida terrenal.

Cabalgo en el potro que deja tras sí un nubarrón


en las sendas lácteas, en las vías brumosas
que manchan las noches misteriosas
de la fecundación.
Ilumino con mi miaja germinal
la blanca oscuridad secreta
del huevo, en que es un punto la paleta
de la cola faraónica del pavo real.
Y de mí mismo soy alquimista y orfebre:
me condenso en estrella
en el núbil pezón de la doncella,
catalizo la brasa de mi fiebre,
sé zahondar mi huella
y hacerme nido en ella,
y bajo mi acción la sangre se enriquece
de iones que urden la suma ebriedad
que a un tiempo al sátiro embravece
y a la ninfa desmaya en la par ansiedad.

Soy gnomo en los subsuelos de la fisiología,


donde cierra sus ojos la filosofía
y la luna del microscopio riela en las nieblas
de la materia supermuerta y superfría
que no ha vivido todavía.
Gnomo que con su chispa generatriz enciende
las estáticas tinieblas
del infinito que entre molécula y molécula se tiende.
Gnomo que embruja los surcos de la invisible siembra
de la ubicuidad sensual
en el vuelo telegónico espiritual
con que una hembra vuela al vientre de otra hembra
a través de la onda pasional
del macho en el instante de la impregnación sexual.

Multiplico los millones de millones de bacterias


con que fermento los vinos filosofales
que trasiego de las minerales arterias
a los vasos microscópicos de los vegetales.
Y es mi ardorosa sensualidad microorgánica
la bruja lámpara botánica
a cuya luz la seca y pálida semilla
sonvierte en amapolas el puñado de arcilla
y en fragante racimo
la insípida y oscura paletada de limo.
Soy el más fuerte impulso de la vida.
Y aún soy mucho más fuerte
cuando soplo la falange aguerrida
de los transustanciadores gusanos de la muerte.

La moral y las religiones


no humedecen la seda de sus plumas
en las ingenuas espumas
de mis generosas fermentaciones.
Pero el arte conecta en mi matriz su hilo.
y la yema de luz de su pabilo
es incendio en los dáctilos del poema de Troya,
es incendio en los pechos de la Venus de Milo,
es incendio en el vientre de la maja de Goya.
Y jamás seré hueso de la paz sepulcral...
Cuando la ira divina
sepulte la más alta colina
en el futuro diluvio universal;
cuando el agua salobre
salte de sierra en sierra
e hinche sus olas sobre
toda la faz de la tierra,
y la humanidad entera se hunda en el abismo
del sueño ultraprofundo,
Dios me hará una guiñada después del cataclismo...
Y surgiré otra vez,
a repoblar el mundo,
de la leche de un pez.

“Amanecer”

Ya está el lucero del alba


encimita del palmar,
como horquilla de cristal
en el moño de una palma.
Hacia él vuela mi alma,
buscándote en el vacío.
Si también de tu bohío,
lo estuvieras tú mirando,
ahora se estarían besando
tu pensamiento y el mío.

“Barcarola”

Déjame, niña, bogar,


en el esquife de un verso,
por el oleaje perverso
de tus pupilas de mar.
Quiero en ellas desafiar
las rachas de tu ilusión,
y que una ola de pasión
me envuelva en sus espirales,
me ahogue entre sus cristales
y me hunda en tu corazón.

“Vida criolla”

Ay, qué lindo es mi bohío


y qué alegre mi palmar
y qué fresco el platanar
de la orillita del río.
Qué sabroso tener frío
y un buen cigarro encender.
Qué dicha no conocer
de letras ni astronomía.
Y qué buena hembra la mía
cuando se deja querer.

De Alturas de América

“Canción de las Antillas”

¡Somos islas! Islas verdes. Esmeraldas


en el pecho azul del mar.
Verdes islas. Archipiélago de frondas
en el mar que nos arrulla con sus ondas
y nos lame en las raíces del palmar.

¡Somos viejas! O fragmentos de la Atlante


de Platón, o las crestas de madrépora gigante,
o tal vez las hijas somos de un ciclón.
¡Viejas, viejas!, presenciamos la epopeya resonante
de Colón.

¡Somos muchas! Muchas, como las estrellas.


Bajo el cielo de luceros tachonado,
es el mar azul tranquilo
otro cielo por nosotras constelado.
Nuestras aves, en las altas aviaciones de sus vuelos,
ven estrellas en los mares y en los cielos.

¡Somos ricas! Los dulces cañaverales,


grama de nuestros vergeles,
son panales
de áureas mieles.
Los cafetales frondosos,
amorosos,
paren granos abundantes y olorosos.
Para el cansado viajero
brinda sombra y pan y agua el cocotero.
Y es incienso perfumante
del hogar
el aroma hipnotizante
del lozano tabacar.
Otros mares guardan perlas en la sangre de coral de sus entrañas,
otras tierras dan diamantes del carbón de sus montañas.
De otros climas son las lanas, los vinos y los cereales.
Berlín brinda con cerveza. París brinda con champán.
China borda los mantones orientales
Y Sevilla los dobleces de la capa de Don Juan.
¿Y nosotras?... De tabacos y de mieles,
repletos nuestros bajeles
siempre van.
¡Mieles y humo! Legaciones perfumadas.
Por la miel y por el humo nos conocen en París y en Estambul.
Con la miel rozamos labios de princesas encantadas.
Con el humo penetramos en el pecho del doncel de barba azul.

¡Ricas, ricas! Los bajeles que partieron


con las mieles, los tabacos y el café de nuestra sierra,
los bajeles ya volvieron,
los bajeles nos trajeron
las especies y las gemas de los cinco continentes de la tierra.

¡Somos hembras! Hembras duras


en el seno y las caderas:
en las cumbres monolíticas y en las gnéisicas laderas
de las aterciopeladas cordilleras.
Hembras puras
en las vírgenes entrañas
de oro de nuestras montañas.
Y hembras de ubres maternales
en las peñas donde irrumpen los fecundos manantiales
con que la negra nodriza de la sierra
se desborda sobre el humus sediento de la tierra.

¡Somos indias! Indias bravas, libres, rudas,


y desnudas,
y trigueñas por el sol ecuatorial.
Indias del indio bohío
del pomarrosal sombrío
de las orillas del río
de la selva tropical.
Los Agüeybana y Hatueyes,
los caciques, nuestros reyes,
no ciñeron más corona
que las plumas de la garza auricolor.
Y la dulce nuestra reina Anacaona,
la poetisa de la voz de ruiseñor,
la del césped por alfombra soberana
y por palio el palio inmenso de los cielos de tisú,
no tuvo más señorío
que una hamaca bajo el ala de un bohío
y un bohío bajo el ala de un bambú.

¡Somos bellas! Bellas a la luz del día


y más bellas a la noche por el ósculo lunar.
Hemos toda la poesía
de los cielos, de la tierra y de la mar:
en los cielos, los rosales florecidos de la aurora
que el azul dormido bordan de capullos carmesíes
en la cóncava turquesa del espacio que se enciende y se colora
como en sangre de rubíes;
en los mares, la gran gema de esmeralda que se esfuma
como un viso del encaje de la espuma
bajo el velo vaporoso de la bruma;
y en los bosques, los crujientes pentagramas
bajo claves de orquídeas tropicales,
los crujientes pentagramas de las ramas
donde duermen como notas los zorzales...
Todas, todas las bellezas de los cielos, de la tierra y de la mar,
nuestras aves las contemplan en las raudas perspectivas de sus vuelos,
nuestros bardos las enhebran en el hilo de la luz de su cantar.

¡Somos grandes! En la historia y en la raza. En la tenue luz aquella que al temblar sobre
las olas
dijo “¡tierra!” en las naos españolas.
Y más grandes, porque aquí
se conocieron
los dos mundos, y los Andes
aplaudieron
la oración de Guanahaní.
Y aún más grandes, porque fueron
nuestros bosques los que oyeron,
conmovidos, en el mundo de Colón,
los primeros y los últimos rugidos
del ibérico León.
Y aún más grandes, porque somos: en las playas de Quisqueya,
la epopeya
de Pinzón, la leyenda áurea del pasado fulgente;
en los cármenes de Cuba,
la epopeya de la sangre, la leyenda del presente
de la estrella en campo rojo sobre franja de zafir;
y en los valles de Borinquen,
la epopeya del trabajo omnipotente,
la leyenda sin color del porvenir.

¡Somos nobles! La nobleza de los viejos pergaminos señoriales:


que venimos resonando por las curvas de los siglos ancestrales,
en las clásicas leyendas orientales
y en los libros de los muertos idiomas inmortales.
Nuestro escudo engasta perlas del dolor de Jeremías
y esmeraldas de las hondas profecías
de Isaías.
He aquí el címbalo de alas,
más acá de las etiópicas bahías,
que enviara en vasos de árboles al mar
su legado.
Aquí el mundo en otros tiempos humillado,
cuyas cúspides homéricas
fueron nidos de las águilas ibéricas
en sus sueños y en sus ansias de volar.
Nobles por lo clásicas: profetizadas de Isaías,
de Jeremías,
de David, de Salomón,
de Aristóteles, de Séneca y Platón.
Nobles por lo legendarias: góticas, cartaginesas y fenicias,
por las naves que vinieron
de Fenicia y de Cartago y las que huyeron
en España de la islámica invasión.
¡Nobles, nobles! Que venimos resonantes,
por las curvas de los siglos fulgurantes,
hasta el más noble de todos,
hasta el siglo de la raza, de la historia,
del heroísmo, de la fe y la religión,
el más grande de los siglos,
el de América y España,
de Colón y de Pinzón.

¡Somos las Antillas! Hijas de la Antilia fabulosa.


Las Hespérides amadas por los dioses.
Las Hespérides soñadas por los héroes.
Las Hespérides cantadas por los bardos.
Las amadas y soñadas y cantadas
por los dioses y los héroes y los bardos
de la Roma precristiana y la Grecia mitológica.
Cuando vuelvan las hispánicas legiones
A volar sobre la tierra como águilas;
cuando América sea América, que asombre
con sus urbes y repúblicas;
cuando Hispania sea Hispania, la primera
por la ciencia, por el arte y por la industria;
cuando medio mundo sea
de la fuerte raza iberoamericana,
las Hespérides seremos las Antillas,
¡cumbre y centro de la lengua y de la raza!

“El patito feo”

No sé si danés o ruso,
genial cuentista relata
que en el nido de una pata
la hembra de un cisne puso.
Y ahorrando las frases de uso
en los cuentos eruditos,
diz que sin más requisitos,
en el tricésimo día,
la pata sacó su cría
de diez y nueve patitos.

Según este cuento breve,


creció el rebaño pigmeo
llamando PATITO FEO
al patito diez y nueve.
¡El pobre! Siempre la nieve
lo encontró fuera del ala.
Y siempre erró en la antesala
de sus diez y ocho hermanos
que dejábanle sin granos
las espigas de la tala.

Vagando por la campaña


la palmípeda cuadrilla
al fin llegó hasta la orilla
de la fuente en la montaña.
¡Qué sensación tan extraña
y a la par tan complaciente
la que le onduló en la mente
al llamado FEO PATO
cuando miró su retrato
en el vidrio de la fuente!

Surgió entonces de la umbría


un collar de cisnes blancos
en cuyos sedosos flancos
la espuma se emblanquecía.
(Aquí, al autor, que dormía,
cuando este cuento soñó,
dicen que lo despertó
la emoción de la belleza.
Y aquí sigue, o aquí empieza,
lo que tras él soñé yo.)

Cisne azul la raza hispana


puso un huevo, ciega y sorda,
en el nido de la gorda
pata norteamericana.
Y ya, desde mi ventana,
los norteños patos veo,
de hosco pico fariseo,
que al cisne de Puerto Rico,
de azul pluma y rojo pico,
lo llaman PATITO FEO.

Pueblo que cisne naciste,


mira y sonríe, ante el mote,
con sonrisa del Quijote
y con su mirada triste;
que a la luz del sol que viste
de alba tu campo y tu mar,
cuando quieras contemplar
que es de cisne tu figura,
mírate en el agua pura
de la fuente de tu hogar.

Con flama de tu real sello,


mi cisne de Puerto Rico,
la lumbre roja del pico
prendes izada en el bello
candelabro de tu cuello.
Y azul del celeste tul,
en que une la Cruz del Sur
sus cinco brillantes galas,
es el que pinta en tus alas
tu firme triángulo azul.
Oro latino se asoma
a tu faz y en tu faz brilla.
lo fundió en siglos Castilla.
y antes de Castilla, Roma.
Lo hirvió el pueblo de Mahoma
en sus fraguas sarracenas.
Y antes de Roma, en Atenas,
los Homero y los Esquilo
hilaron de ensueño el hilo
de la hebra azul de tus venas.

En tu historia y religión
tus claros timbres están;
que fuiste el más alto afán
de Juan Ponce de León.
Mírate, con corazón,
en tu origen caballero,
en tu hablar latinoibero,
en la fe de tus altares,
y en la sangre audaz que en Lares
regó Manolo el Leñero.

Veinte cisnes como tú


nacieron contigo hermanos
en los virreinos hermanos
de Méjico y el Perú.
Bajo el cielo de tisú
de la antillana región,
los tres cisnes de Colón,
las tres cluecas carabelas,
fueron las aves abuelas
en tan magna incubación.
Alma de la patria mía,
cisne azul puertorriqueño,
si quieres vivir el sueño
de tu honor y tu hidalguía,
escucha la voz bravía
de tu independencia santa
cuando al cielo la levanta
el huracán del Caribe
que con rayos la escribe
y con sus truenos la canta.

Ya surgieron de la espuma
los veinte cisnes azules
en cuyos picos de gules
se desleirá la bruma.
A ellos su plumaje suma
el cisne de mi relato.
porque ha visto su retrato
en los veinte cisnes bellos.
porque quiere estar con ellos.
porque no quiere ser pato.

“Todo a todos”

¡Al demonio todas


las constituciones de América!
Que a los pobres no nos garantizan
más que vanos derechos irreales:
el de propiedad,
el de la libertad de reunión,
el de inviolabilidad del domicilio,
muy sonoros, muy huecos...
¿Qué importa
que me violen el domicilio?...
¡Que lo violen!...
Violarán la miseria
que en él sólo hallarán.
¿A qué garantizarnos
el derecho a la propiedad,
tan siempre de los menos,
tan nunca de los más?...
¿Y para qué nos sirve
el derecho a la libre reunión,
si el harapo del pobre solamente desea
esconderse del mundo, que el mundo no lo vea?...
¡Al demonio todas las constituciones:
que ninguna nos asegura el pan diario!
La única sabia y justa
será la que algún día
vendrá de todos modos;
la que sólo diga:
todo para todos.

“Mariyandás de mi gallo”

Amanecer
Guíñale al sol la cabaña.
El río es brazo que se pierde
por entre la manga verde
que cuelga de la montaña.
El yerbazal se desbaña.
La luz babea la colina.
Y más que el veloz caballo,
hiere la paz campesina
la puñalada honda y fina
del cantío de mi gallo.

Medianoche

A la orilla del camino


que en la sierra se encarama,
mi gallo duerme en la rama
del viejo laurel sabino.
Le corre ardor masculino
desde el pico hasta la hiel.
Y en la rama de laurel,
la luna que lo ilumina
es como blanca gallina
que abre un ala sobre él.

Mediodía

Mi gallo ama el bosque umbrío


de la verde cordillera
y la caricia casera
de la hamaca en el bohío.
Cuando lanza su cantío,
es por su tierra y su amada.
Galán de capa y espada,
es el donjuán de la fronda,
que bajo la fronda, ronda
con su capa colorada.

Desafío

Gallo que los tiene azules,


es el que los sueños míos
ensueñan en desafíos
que el campo tiñan de gules.
Que su plumaje de tules
la lid desfleque y desfibre.
Y que cuando cante y vibre,
al lanzarse a la pelea,
su canto de plata sea:
¡Viva Puerto Rico libre!

“Manolo el leñero”

Héroe puertorriqueño de la Revolución de Lares

Fuiste, en el gesto redentor, tan fuerte,


que al caer, con la mano mutilada,
aun alzaste la enseña ensangrentada,
dando aquel grito:
¡Independencia o Muerte!

No sé si la desgracia o si la suerte
abrió tu fosa en la primer jornada.
¿No oyes la envilecida carcajada
de tu pueblo, incapaz de comprenderte?

Tu pecho todo se volvió una rosa


al derramar su sangre generosa
por el pueblo infeliz que en torpe yerro

no siente el deshonor de ser esclavo,


y sus cadenas lame, como un perro,
y, como un perro, remenea el rabo.

“La hija del viejo Pancho”

Cuando canta en la enramada


mi buen gallo canagüey,
y se cuela en el batey
el frío de la madrugada;
cuando la mansa bueyada
se despierta en el corral,
y los becerros berrear
se oyen debajo del rancho,
y la hija del viejo Pancho
va las vacas a ordeñar;
Entonces viene a mi hamaca
un olor como de selva
que no sé si está en la yerba
o en las crines de las jacas
o en las ubres de las vacas
o en el estiércol del rancho:
todo tiene un hondo y ancho
olor a felicidad;
y ese olor quien me lo da
es la hija del viejo Pancho.

“Mi rancho”

En el cafetal, mi rancho,
nido de pajas parece,
que a viento y lluvia se mece,
cual si colgara de un gancho.
Con la hija del viejo Pancho,
las lluvias son placenteras;
porque al caer las goteras,
ella se acuesta conmigo
y me echa encima el abrigo
de su seno y sus caderas.

“Banquete de gordos”

¿Por qué hombre flaco, por qué, ahora,


desde el hambre del arroyo, desde el frío de afuera,
tiendes tus rojas pupilas
hacia adentro de la señorial residencia,
donde ahora los gordos de la bolsa y de la banca
en suntuoso banquete se congregan?...
Eres, en este instante, interrogación muda
que se encorva atisbando la muda respuesta.
Eres todo un por qué, sólo un por qué, que escarba
y busca, en las ácratas ecuaciones de la conciencia,
la x,
la ubicua x de tu secular problema,
que es tan simple y sencillo
como blandir un hacha y tumbar una ceiba,
ya que sólo es cuestión de unas pocas horas
y de un poco de fuerza.
Veamos si a la luz de tus mudas preguntas,
que por mis labios la voz de la verdad te contesta,
tu mansa esfinge de hombre pobre, tu sumisa esfinge,
de su sordomudez de siglos se despierta...
¿Qué quién aquel que va y viene
de uno a otro extremo de la mesa,
en una mano el mantel blanco
y en la otra mano la botella,
que de sonrisa y de vino
a todos la copa les llena?...
¿Qué quién?... Pues... Uno de los tuyos.
¿Y aquel que en plateada bandeja
sirve los faisanes que en la estancia columpian
el undívago vaho de sus especias?...
Otro de los tuyos.
¿Y el que en la cocina palaciega
arropa el sueño de las salsas en las ollas
y amansa la jauría de la candela?...
Otro de los tuyos.
¿Y el chófer que en la calle espera, y espera y espera,
mientras el amo come, come y come
entre botellas y botellas y botellas?...
Otro de los tuyos.
¿Y aquel que hurtó unos panes y en el jardín lo arrestan?...
¿Y el guardia que preso lo lleva?...
Otro de los tuyos.
¿Y el policía que frente al palacio vela,
armas al hombro, para que nada el bienestar conturbe
de los que en vino su hartazón abrevan?...
Otro de los tuyos.
¿Y el sudado labriego que ara y ara la tierra,
mordido por frías hambres,
para que los gordos magnates de la opulencia
hayan siempre pan para sus inmensos apetitos
y vino para sus inmensas borracheras?...
Otro de los tuyos.
¿Y el soldado en pie de fuerza,
presto a matar y a que lo maten
-a la voz del que mande (sea quien sea)-
para mantener a los poderosos en su poderío
y a los míseros en su miseria?...
Otro de los tuyos.
¿Y el que en la hosca fábrica pone a silbar las ruedas,
para la carne, para la harina,
para el zapato, para la tela,
que no son de los que el trabajo hacen,
sino de los que el trabajo ordenan?...
Otro de los tuyos.
(Súbito, el hombre flaco, estremecido,
de su sordomudez despierta.):
-¿Entonces, por cada uno de los gordos
que esclavizan el mundo,
hay mil flacos de los míos?...
-Hay mil flacos de los tuyos.
-¿Pero ellos, los menos, son los amos, los que mandan?
-Ellos son los amos.
-¿Y nosotros, los más, sus esclavos somos?...
-Sois sus esclavos.
-¿Y pudiendo matarlos, no los matamos?...
-No los matais.
-¿Y pudiendo quitárselo todo, no se lo quitamos?...
-No se lo quitais.
-¿Entonces, los astutos son ellos?...
-Ellos son los astutos.
-¿Y los brutos nosotros?...
-Y vosotros los brutos.

“Valle de Collores”

Cuando salí de Collores,


fue en una jaquita baya,
por un sendero entre mayas
arropás de cundiamores.
Adiós, malezas y flores
de la barranca del río,
y mis noches del bohío,
y aquella apacible calma,
y los viejos de mi alma
y los hermanitos míos.

Qué pena la que sentía,


cuando hacia atrás yo miraba,
y una casa se alejaba,
y esa casa era la mía.
La última vez que volvía
los ojos, vi el blanco vuelo
de aquel maternal pañuelo
empapado con el zumo
del dolor. Más allá, humo
esfumándose en el cielo.

La campestre floración
era triste, opaca, mustia.
Y todo, como una angustia,
me apretaba el corazón.
La jaca, a su discreción,
iba a paso perezoso.
Zumbaba el viento oloroso
a madreselvas y a pinos.
y las ceibas del camino
parecían sauces llorosos.
No recuerdo cómo fue
(aquí la memoria pierdo).
Mas en mi oro de recuerdos,
recuerdo que al fin llegué:
la urbe, el teatro, el café,
la plaza, el parque, la acera...
Y en una novia hechicera,
hallé el ramaje encendido,
donde colgué el primer nido
de mi primera quimera.

Después, en pos de ideales,


entonces, me hirió la envidia.
Y la calumnia y la insidia
y el odio de los mortales.
Y urdiendo sueños triunfales
vi otra vez el blanco vuelo
de aquel maternal pañuelo
empapado con el zumo
del dolor. Lo demás, humo
esfumándose en el cielo.

Ay, la gloria es sueño vano.


Y el placer, tan sólo viento.
Y la riqueza, tormento
y el poder, hosco gusano.
Ay, si estuviera en mis manos
borrar mis triunfos mayores,
y a mi bohío de Collores
volver en mi jaca baya
por el sendero entre mayas
arropás de cundeamores.

Arcadio Díaz Quiñones, “La isla afortunada: sueños liberadores y utópicos de Luis
Lloréns Torres”. [Se publicó en dos números de la revista Sin Nombre, San Juan,
Puerto Rico: VI, Núm. 1 (julio-septiembre, 1975) y VI, Núm. 2 (octubre-diciembre,
1975); y, con algunas variantes, en: El almuerzo en la hierba, R. P., Huracán, 1982; y
en: Arcadio Díaz Quiñones, Luis Lloréns Torres. Antología verso y prosa., R. P.,
Huracán, 1986]. [Sinopsis]

El 23 de abril de 1933, se celebró en el Teatro Municipal de San Juan la consagración del


poeta Luis Lloréns Torres. El programa de los actos anunciaba la interpretación de un
aria de Verdi, a cargo de la joven Nilita Vientós Gastón. En la ceremonia se entregó al
bardo un diploma y un anillo con la corona de laurel. Lloréns tenía en ese momento
cincuenta y siete años de edad y los homenajes en su honor se multiplicaban a través del
país. Se le reconocía como el poeta nacional y contaba con discípulos e imitadores.

Pocos escritores puertorriqueños han logrado en vida la aceptación casi unánime que
alcanzó Lloréns. No es frecuente la identificación tan radical del público con la poesía, ni
el surgimiento de una identificación tan entusiasta con obras específicas, como ocurrió en
Puerto Rico con poemas como “La canción de las Antillas” y “Valle de Collores”.

Lloréns no fue un poeta ensimismado ni maldito: participó activamente en la edificación


de su propio pedestal. Se esforzó por cautivar al público, por obtener la gloria literaria, y
cultivó su persona de poeta público. Se inventó a sí mismo como personaje poético
(donjuanesco, heroico, sensual y jíbaro) y se encargó de difundir su propia poesía. El
estilo oral de sus poemas más conocidos se debe a que posiblemente los concibió para ser
declamados.

Pero Lloréns también entabló diálogo con sus contemporáneos a través de la palabra
impresa. Publicó cuatro libros: América (1898), Sonetos sinfónicos (1914), Voces de la
campana mayor (1935) y Alturas de América (1940). Hizo periodismo literario en la
Revista de las Antillas, Juan Bobo, Idearium y La Semana. También colaboró en Puerto
Rico Ilustrado, La Correspondencia de Puerto Rico, El Imparcial, La Democracia y El
Mundo.

II.

El primer crítico de Lloréns Torres fue Antonio Cortón, que prologó en 1897 el libro
América, elogiando la inteligencia y los ensayos del joven escritor.

Nemesio R. Canales, gran amigo y colaborador de Lloréns, también se ocupó de su obra.


En 1911, publicó una carta abierta en tres “paliques” sucesivos, en la que aplaudió la
novedad de los poemas “Rapsodia criolla”, “Leticia y Margot” y “Barcarolas”. Hablando
de “Rapsodia criolla”, dijo Canales: “Es la primera vez [que] Puerto Rico tenía el honor
de ser cantado con un canto del corazón, intenso y bello, por un poeta de veras”. Exaltó a
Lloréns como renonovador de la poesía puertorriqueña, y tronó contra los románticos
que, según él, no entendían la musicalidad de Lloréns.

Otro crítico contemporáneo de Lloréns fue Miguel Guerra Mondragón, traductor


esmerado de Oscar Wilde, aristocrático promotor de la belleza y uno de los críticos más
cultos de la promoción modernista. En 1914, afirmó en la Revista de las Antillas que,
entre los poetas puertorriqueños modernos, Lloréns era el más original:

Su técnica y su estética chocarán a quienes no hayan leído a Verlaine,


Swinburne, Emerson, Kipling, Whitman y Thoureau… No he querido decir
que Lloréns siga a ninguno de los poetas mencionados. Es el poeta más
americano que tenemos. Idealiza la tierra, la vida, las cosas todas. Fue
whitmaniano antes de conocer a Whitman ”.

Dijo también que Lloréns era el Whitman puertorriqueño y que tanto él como Pérez
Pierret eran poetas “americanos, fuertes, de energía para alentar a la acción…”

Casi veinte años después, en 1933, Concha Meléndez y Antonio S. Pedreira publicaron el
artículo “Luis Lloréns Torres, el poeta de Puerto Rico”. Allí examinaron sus temas, sus
teorías estéticas y su erotismo; consignaron el aplauso que recibía su poesía jíbara; y
destacaron su vocación de poeta americano.

Margot Arce vio la relación entre la vieja tradición juglaresca y el círculo mágico, el
ritual de identificación y experiencia colectiva, que creaba Lloréns con la lectura de su
poesía:

Quien lo haya escuchado recitar “Valle de Collores” o “La hija del viejo
Pancho” recordará [que] la naturalidad de su decir, su gran simpatía
comunicativa, el regusto que hallaba en recrear con la propia voz viva la
experiencia ya recreada por la poesía escrita, transformaban su persona en la
encarnación palpable y viviente de los seres y los estados espirituales que
evocaba con la magia de su palabra. La identificación era completa; el acto
una verdadera y convincente “representación”, digamos una especie de “rito”.
Entre el juglar y su público –Llorens era un verdadero juglar en el modo de
crear y de transmitir su poesía- se establecía una comunicación misteriosa, un
sentimiento tan sin reservas que su voz parecía traducir la intimidad del alma
colectiva y entenderse con ella en el más perfecto diálogo…

Arce volvió a ocuparse de la obra de Lloréns a raíz de la muerte del poeta, en 1944:
explicó su erotismo y el valor patriótico de su obra, de la cual destacó las décimas como
lo más logrado y duradero; vio en su obra defectos y virtudes; resaltó su dimensión
criolla e iberoamericana; y lo propuso como modelo, por su cultivo de la lengua española
y por su aportación a la formación de la conciencia nacional puertorriqueña. Señaló
asimismo que el poeta no se limitó a atacar el colonialismo en Puerto Rico, sino que
también repudió el imperialismo norteamericano en el continente. Para ella, muy pocos
poetas nuestros contribuyeron tanto como él a la formación de una conciencia nacional.
“Tiene derecho –dijo- a llamarse el poeta de Puerto Rico.”

Luis Palés Matos, Julia de Burgos y Juan Antonio Corretjer, todos influidos por Lloréns,
también escribieron sobre el poeta.

Palés escribió un poema, en 1944, en el que lo llamó “Maestro”; recreó sutilmente el


lenguaje y los motivos del bardo; habló de su “alegría sensual y luminosa” y de sus
inquietudes cósmicas; y evocó su donjuanismo y su criollismo. Palés también vio en las
décimas lo mejor de la poesía lloreniana.

Julia de Burgos afirmó que lo singular de Lloréns era su preocupación por el porvenir de
las Antillas y su fusión de lo tradicional y lo moderno. Vio en él un “alma de jíbaro
perenne” y lo catalogó de “eminentemente folklórico”.

Corretjer publicó un penetrante trabajo sobre Lloréns en 1945, en el que hizo un balance
de su obra y su personalidad. Lo consideró escritor universal por ser poeta nacional,
representativo de la puertorriqueñidad. También lo reconoció como símbolo de
resistencia cultural por su defensa de la lengua española. El alegato independentista de
Lloréns constituyó para Corretjer una conducta ejemplar de hombre de letras ante el
problema nacional puertorriqueño. No obstante, señaló igualmente las inconsistencias del
poeta, como los poemas elogiosos que dedicó a Rafael L. Trujillo, el tirano dominicano, y
a Teodoro Roosevelt, cuando éste fue gobernador de Puerto Rico.

Emilio S. Belaval destacó los valores históricos y políticos de la obra lloreniana:

… Luis Lloréns Torres [se convirtió] en el poeta oficial de la raza


española en Puerto Rico, en el cónsul de la poesía hispanoamericana en
Puerto Rico, en un poeta de masas hambrientas de palabras bellas, en el
proto-hombre, en sentido goethiano, de una nueva espiritualidad.

III

Como hijo de hacendados de café, Lloréns siguió la ruta de muchos jóvenes de su clase.
Estudió Derecho en España, primero en Barcelona y luego en Granada, ciudades donde
despertó su vocación histórica y literaria.

En su libro América, publicado en España en 1898, cuando apenas tenía veintidós años,
mostró por primera vez su pasión americana y regionalista, y los conocimientos que
luego elaboró poéticamente en sus poemas de la raza. Para realizar esta tarea, examinó
las crónicas de Indias, la Biblioteca histórica de Tapia, la Historia de Iñigo Abbad, las
notas de José Julián Acosta, y la obra de Salvador Brau. Pedante, lírico y romántico,
Lloréns se ocupó en este libro, entre seudoproblemas, tesis ingenuas y un positivismo
extravagante, de los héroes del descubrimiento y de la descripción geológica y geográfica
del país.

El libro América, quizás por influjo de los cronistas y los románticos, mostraba ya los
mitos de la isla afortunada y edénica. Lloréns redactó en este libro pasajes repletos de
lugares comunes y clisés románticos. Era el surgimiento de una fe que empleó luego en
su obra para contrarrestar el mito degradante del imperialismo.

En 1900, escribió un prólogo al libro Amorosas, de Mariano Abril, en el que se reafirmó


como poeta y subrayó el carácter universal y unitivo del arte. Expresó que en todos los
pueblos ha habido Homeros para cantar a los héroes y Petrarcas para cantar al amor, y
que la poesía no desaparecería mientras hubiera hombres con corazón. Relacionó la
existencia de la poesía, no sólo con la belleza, sino con la existencia de la mujer.

Resaltó la incertidumbre cultural que entonces se vivía en Puerto Rico y declaró la


necesidad de “defender nuestra personalidad, conservar nuestro carácter, nuestras
costumbres, nuestra lengua”. Asimismo expresó que : “En los Estados Unidos han
existido y existen poetas, [pero] es claro que no son poetas esos americanos que han
venido tras el negocio o el empleo [y] aquí cultivaremos siempre la poesía aunque
seamos completamente absorbidos por el pueblo norteamericano”.

Durante la primera década del siglo XX, Lloréns se dedicó principalmente a su profesión
jurídica y al quehacer político. Fue miembro del Partido Unión de Puerto Rico,
legislador, colaborador de Rosendo Matienzo Cintrón, Luis Muñoz Rivera, Nemesio R.
Canales y, con altibajos, de José de Diego. Durante más de diez años, guardó silencio
literario, pero no dejó de fortalecer su formación artística.

En 1913, desilusionado de los partidos políticos, volvió a la vida cultural. Se sintió


heredero de la tradición que encarnaban Manuel Alonso, José Julián Acosta, Segundo
Ruiz Belvis y Matienzo Cintrón. Fue durante esta década que se configuró lo más
representativo de su poesía. En el primer poema de Sonetos sinfónicos, titulado “Poetas
antillanos”, formuló su poética, otorgando a la palabra un supremo poder, de forma
similar a como lo hicieron los románticos y Walt Whitman.

IV

En una sociedad en la que el arte y la literatura eran privilegio de una minoría muy
reducida, Lloréns ensayó muchos caminos para dilatar el espacio literario. Instalado en la
modernidad de Rubén Darío y Leopoldo Lugones, comunicó sus versos desmesurados y
entrañables, irónicos e incisivos; elaboró sus mitos eróticos e históricos, sus nostalgias y
sus profecías hiperbólicas; y proclamó sus convicciones políticas.

Su voluntad literaria era frenética y constante. Su obra, llena de aciertos e


improvisaciones, fue a veces profunda y perdurable, y otras veces pomposa y frívola.
Algunos de sus poemas, tan alabados en su tiempo, parecen hoy amanerados, efectistas,
grandilocuentes y estereotipados.

Sin embargo, logró comunicarse con su público, abrió nuevos caminos a la poesía y
contribuyó a conquistar un lugar para la literatura en su país. Apoyó a los poetas de su
generación y estimuló a los más jóvenes, como a Julia de Burgos y a Luis Palés Matos.
Llegó incluso a gestionar un empleo a Palés en el consulado dominicano, afirmando que
“en Guayama se embotaba y estaba a punto de perderse la promesa poética más grande
de Puerto Rico, de las Antillas…”. La gestión cultural de Lloréns, intensa y constante,
ayudó a vincular la sociedad puertorriqueña con la modernidad cultural y con el mundo
latinoamericano.

Lloréns Torres cantó apasionadamente a la vida elemental, a la Tierra, al Eros y a la


humanidad del hombre. Asumió lo moderno y lo folklórico para crear sueños, mitos
heroicos y aleccionadores, y utopías edénicas del pasado y del porvenir. Celebró a los
héroes latinoamericanos; concibió unas islas eróticas e históricas e inventó una historia
halagadora y afirmativa para un pueblo colonizado. Propuso un nuevo lenguaje y unas
nuevas herramientas literarias que marcaron muchas de las experiencias de la literatura
puertorriqueña contemporánea.

América, la mujer, la infancia, el heroísmo, el futuro, se convirtieron, al modo romántico,


en lugares de reconciliación, de pureza, de sporrans; en lugares añorados y soñados,
donde los conflictos aparecían resueltos. La Edad de Oro, el jardín bíblico, la unión
amorosa y la geografía americana y antillana se confundieron en la obra del poeta.

Lloréns imprimó a sus textos históricos, a su poesía jíbara y a su visión del porvenir, el
paradigma de lo utópico: la felicidad o la nostalgia de la felicidad. Fue poeta de
certidumbres, de reinos perdidos o futuros, de paraísos imaginarios y de insaciables
ilusiones heroicas. Para ello tuvo que sustituir la Historia por la Estética y detener el
Tiempo.

Además del influjo romántico, Lloréns tomó ciertos componentes del modernismo y de la
tradición costumbrista y criollista para satisfacer su apetito de una historia fabulosa y
heroica. Durante la primera década del XX, se apropió de los libros canónicos de la
modernidad y el americanismo literario: Ariel (1900), de Rodó; Prosas profanas (1896),
Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907) y Canto a la Argentina
(1910), de Darío; Alma América (1906), de Santos Chocano; y Los crepúsculos del jardín
(1905), Lunario sentimental (1909) y Odas seculares (1910), de Leopoldo Lugones.
Posiblemente también leyó a Martí, Poe y Whitman.

Rodó, con voz seductora, habló en su Ariel a las élites intelectuales sobre una pretendida
superioridad espiritual latinoamericana frente al Calibán materialista norteamericano.
Esa oposición entre materialismo y espiritualismo halló eco en toda una promoción de
arielistas que exaltaron la “raza latina”. Rodó concibió también a “nuestra América como
una entidad, al igual que Martí, y advirtió los peligros del imperialismo. Como dice
Octavio Paz, con los modernistas aparece el antimperialismo que ve en América un
choque de dos civilizaciones.

La obra de Lloréns es inexplicable fuera de la nueva literatura que Darío hizo posible. En
carta dirigida a Darío en 1914, Lloréns se declaró su “discípulo más adicto y firme”.
Aprovechó del bardo nicaragüense los ritmos, las rimas, las imágenes, en fin, toda una
literatura. Su obra como la de Darío, es erótica. Darío fue también, aunque no tanto como
otros modernistas, poeta civil, a la manera romántica. Con cierta ambigüedad, fue
asimismo poeta antimperialista, americano, utópico, predicador de un futuro político
latinoamericano fabuloso, apocalíptico. Su canto profético al mundo, latino Salutación
del optimista, fue posiblemente uno de los modelos de Lloréns para la “Canción de las
Antillas”. También pudo interesar a Lloréns la oda “A Roosevelt”, donde Darío cantó la
grandeza y la antigüedad de América, el pasado mítico de la Atlántida.

Entre las muchas lecciones que Lloréns recibió de los modernistas, se destacan dos: la
“espiritualidad” del Arte y las posibilidades del periodismo. Los modernistas condenaron
el materialismo burgués y subrayaron la función espiritual del arte frente al mundo
industrial y comercial.

Pedro Henríquez Ureña atribuía esta nueva concepción del arte a los cambios socio-
económicos ocurridos a finales del XIX, lo que él llamaba “la prosperidad” nacida “de la
paz y de la aplicación de los principios del liberalismo económico”, sobre todo en
Argentina y Uruguay. Según Henríquez, la prosperidad llevó a una división del trabajo
que empezó a separar la vida literaria de la política: “La transformación social y la
division del trabajo disolvieron el lazo tradicional entre nuestra vida pública y nuestra
literatura”.

Angel Rama, apoyándose en los trabajos de Ernst Fischer y Walter Benjamin, ha


afirmado que: “La religión del arte es la forma ideológica de la especialización provocada
por la división del trabajo…”. Según él, esa división del trabajo es efecto de la
transformación socioeconómica de América Latina, debida principalmente a la expansión
imperial capitalista, cuya realización más completa se da en las últimas décadas del XIX,
en la zona del Plata. Se trató “del abandono de todas las funciones educativas e
ideológicas que hasta el momento conllevaba la poesía”.

Lloréns compartió ese culto aristocrático del Arte. Difícilmente se encontrará en la


literatura puertorriqueña anterior algún escritor que con tal afán haya intentado cumplir
su vocación de hombre de letras. Sin embargo, acuciado por las circunstancias concretas
en que se desarrolló su vocación literaria, se inclinó pronto hacia la poesía civil y
patriótica. La tendencia estética y la civil conviven en Sonetos sinfónicos (1914), al igual
que en sus escritos en prosa de la misma época. Y es que en el mundo antillano de
principios del siglo XX, no era posible una tajante división del trabajo: lo estético, lo
político y lo pedagógico eran funciones coexistentes.

La obra periodística de Lloréns fue uno de los signos más evidentes de la aspiración a
cumplir su vocación intelectual y literaria. El periodismo fue actividad casi permanente
en escritores como Darío, Martí y Unamuno. Para Angel Rama, fue la clave de la
conversión de Darío al Modernismo y la explicación de ciertas tendencias estilísticas de
la época. Algo semejante puede afirmarse de Lloréns, que logró consolidarse como
caudillo intelectual no sólo a través de su poesía, sino también desde las revistas y los
periódicos. Éstos difundieron los nuevos valores literarios, así como las posiciones
políticas de Lloréns y su promoción. Frecuentemente, su prosa guarda estrecha relaciones
temáticas y estilísticas con su poesía, como puede apreciarse en sus mitos heroicos y
utópicos, y en la exaltación del jíbaro. Nada como su obra periodísta refleja mejor su
sueño de vincularse (así como la estirpe intelectual que representa) al ámbito más amplio
del mundo antillano y latinoamericano.

El poeta peruano José Santos Chocano, cuya poesía se conocía por su afirmación
americanista, llegó a Puerto Rico en 1913, invitado por la élite intelectual del país.
Durante su estancia de tres meses, dictó conferencias, ofreció recitales y pronunció
discursos en lugares como el Ateneo, el Teatro Municipal de San Juan, la Universidad de
Puerto Rico, y los pueblos de Ponce y Guayama. El Puerto Rico Ilustrado le dedicó un
número especial en el que colaboraron casi todos los escritores prominentes de entonces.

Chocano influyó mucho en la configuración de la visión histórica y las utopías de


Lloréns. Su libro Puerto Rico lírico (1913) se publicó en la Editorial Antillana, fundada
por Lloréns, quien también escribió el prólogo, titulado “El poeta de América”. En él
destacó Lloréns la unidad de América, y expresó la posibilidad de que en este continente
surgiera un poeta que encarnara la totalidad americana. Exaltó la espiritualidad de
Chocano, su sentir americano, y su voluntad de cantar el pasado y el porvenir:

He aquí un poeta que es a la vez excepcional y representativo. Su arte, ante todo,


es suyo excepcionalmente, siendo la expresión de una espiritualidad que vibra
fuera de todo plano vulgar; y además encarna el sentir y la mente de América. Él
canta las glorias de nuestro pasado, la inquietud de nuestro presente, la firmeza
de nuestro porvenir. No es lira de tal o cual región. La suya es la inmensa lira de
un mundo que templa, desde los Andes al Océano, las cuerdas de cristal de sus
sonoros ríos…

Lloréns manifiesta en el prólogo gran entusiasmo por las ideas de Chocano sobre la
poesía y el poeta, y parece suscribir su programa literario y politico. Chocano propone la
fusión del poeta con la historia y la naturaleza, con la raza y la tierra, a la manera
romántica, así como la nacionalización de la poesía, frente al peligro del exotismo:

Mi arte está hecho de Historia y de Naturaleza. La Historia y la Naturaleza


tonifican la personalidad de los pueblos. La Raza y la Tierra son el
fundamento, asimismo, de la verdadera Poesía, cuando hay en ella sinceridad:
Homero es todo griego; Virgilio, todo latino; Dante, todo italiano; Cervantes,
todo español; Víctor Hugo, todo francés. El exotismo en el Arte suele
orresponder al desgastamiento en la vida de los pueblos.

Los colaboradores de la Revista de las Antillas se sintieron muy atraídos por estas ideas,
aunque, al igual que otros modernistas, no sin contradicciones: siempre se puede sentir
una tensión entre la función nacionalista del arte y la autonomía y la libertad del escritor
en las polémicas y en la práctica del Modernismo. Pero las circunstancias histórico-
sociales de la élite puertorriqueña que invitó a Chocano, explican el entusiasmo con que
se recibió su mensaje nacionalista y panamericano en la Isla.

Chocano, por su parte, también halagó a sus anfitriones elogiando la vitalidad de la Raza
que había podido, a s juicio, resistir quince años de dominio norteamericano.“Ningún
otro país de las Américas se jactaría de ser más cultamente apto [para] gozar del orden
dentro de la libertad”.

Rosendo Matienzo Cintrón: Conciencia hispanoamericana

Lloréns admiró los valores politicos e intelectuales de Matienzo Cintrón. En el prólogo a


Puerto Rico lírico, elogió a Matienzo por su personaje Pancho Ibero, símbolo de la
unidad de los pueblos de América, expresión de la defensa de “la Raza”. Hay una
peculiar manera de ser cubano o argentino, dice Lloréns, pero al mismo tiempo existe una
comunidad hispanoamericana, como habían predicado Rodó y Darío, representada por
Matienzo en Pancho Ibero:
… El genio de Matienzo Cintrón, uno de nuestros más grandes pensadores, en
su infatigable campaña de fraternidad hispanoamericana, fecundó tan
patriótica concepción. Matienzo comprendía que era más factible su ideal de
amor entre los varios pueblos de América, atándoles con un lazo de unión.
Tratándose de naciones independientes, no podía darles un himno común ni
una bandera común a todas. Y creó y les dio el símbolo de Pancho Ibero.
Cuando los poetas de América canten a Pancho Ibero, cuando los psicólogos
lo descubran y cuando los pintores lo pinten, entonces América verá su tipo, el
tipo de nuestra raza, y habrá entonces un visible y palpable lazo de amor que
todos nos ceñiremos con orgullo.

Lloréns dedicó buena parte de su obra a darle forma literaria a esa conciencia nacional e
hispanoamericana, cantando el pasado fabuloso de la estirpe latina, exaltando los
cachorros del león ibérico, glorificando a los héroes del Grito de Lares y elevando el
mundo campesino a mito representativo de la perfecta armonía del Hombre y la Tierra,
haciéndose eco de la epifanía que cantó Darío.

La Canción de las Antillas: La isla afortunada, la antilla fabulosa

“La canción de las Antillas” (1913) fue un poema consagrado durante mucho tiempo.
Sócrates Nolasco la llamó “sinfonía de timbres diversos, cuya orquestación conquista y
arrebata”. El poema refleja la huella del Modernismo en su concepción rítmico-métrica y
por su americanismo. Es también ejemplo de poesía declamatoria de gran aliento. Es un
himno exhortatorio; una larga acumulación de elogios, en estancias, a manera de coro de
voces antillanas.

“La canción de las Antilla” canta al pasado y a la certidumbre del porvenir. La élite
política y literaria, amenazada por la expansión imperial, celebró ese himno, como
celebró ese mismo año a Chocano. El poema propone una patria más ancha en el tiempo
y en el espacio y una historia portentosa.

Los héroes de Lares: Una historia programática

Lloréns quiere fundar su conciencia de nacionalidad en la historia, una historia


programática y liberadora. La élite intelectual y política a la que pertenece y en parte
dirige, no quiere operar en el vacío. Pero ese pasado tiene que ser ilustre, casi mítico, o
heroico. Lloréns se detiene en la historia para buscar héroes nacionales que comprueben
la existencia de una nación y sirvan de modelo a los puertorriqueños. En su libro América
se interesaba en la historia regional del continente; ahora se ocupa de la historia nacional.
Su obra El Grito de Lares se estrena en San Juan, en 1914. Él mismo explicó el origen de
la obra en un artículo de 1937:

Cuando yo me decidí a escribir mi drama histórico-poético El Grito de Lares,


los intelectuales y el pueblo de esta isla, no sabían nada de aquella rebelión ni
de los hombres que la realizaron. El propósito de escribir el drama surgió una
noche, en la Plaza Baldorioty de San Juan, estando allí en tertulia Muñoz
Rivera, Canales, Matienzo Cintrón y yo. Los cuatro nos lamentábamos de lo
muy poco que sabíamos sobre aquel gesto patriótico. Al instante, Muñoz Rivera
me exhortó a describirlo y a cantarlo en un poema épico. –Escribiré un drama en
prosa y verso- le dije. E inmediatamente añadió él: -Yo escribiré el prólogo
poniendo a hablar en escena al héroe principal. Ni él ni yo, en aquel momento,
sabíamos quién iba a ser el héroe principal, ni teníamos de lo que hablábamos
más que vagas y remotas nociones.

Dos o tres días después, conseguí el apasionado libro de Pérez Moris, Historia
de la Revolución de Lares, y algunas otras fuentes históricas, ninguna de mucho
valor. Me vi con Muñoz y le indiqué la necesidad de ir a pasarnos un día a
Lares, a fin de hablar allí con varias personas que aún vivían y que ya sabíamos
que habían tomado parte en la rebelión. Fuimos a Lares y nos comunicamos con
dichas personas, hombres ya viejos, de prestigio, honorables, de cuya veracidad
no se podía dudar. De ese modo reunimos los datos históricos para el drama…

En la obra, Lloréns presenta como aspiraciones de todos los puertorriqueños, los sueños
de libertad, el patriotismo y el amor a la tierra de aquellos héroes. En palabras de Manolo,
el Leñero, el Grito de Lares aspiraba a la libertad y a la consolidación nacional. Lloréns
ve a los revolucionarios como representantes de la totalidad social: son loss “padres de la
patria”. El propósito de Lloréns en la obra no es exclusiva o primordialmente literario. Se
trata de una lección moral y política que propone a sus contemporáneos. Hay en la obra
más intención didáctica que reflexión histórica. El autor quiere levantar un friso de heroes
que puedan estimular acciones heroicas.

Esta obra, como la épica, aspira a ser la memoria histórica y heroica de un pueblo, la
fundación de la nacionalidad. Surgen en ella las preocupaciones de la clase social de
hacendados puertorriqueños, desbordados por las circunstancias históricas y el desarrollo
del capitalismo imperialista. Ellos quieren crear urgentemente una patria, ante la
incertidumbre de su propia posición.

Los anhelos nacionales de Lloréns adquieren, al menos en su obra escrita, la fuerza de


una fe, de una creencia. Lloréns glorifica a los héroes de Lares y acentúa la inferioridad
moral del pueblo que no siente atracción por la rebeldía. En el drama se habla de un
campesino patriota, pero ignorante, que la élite intelectual va a educar y orientar. En el
soneto “Manolo el Leñero”, se ven ambos polos: el héroe y el pueblo sumiso e
incomprensivo; igual interés se ve en su visión de Mariana Bracetti. En varias ocasiones,
Lloréns publica, con leves variantes, una semblanza de la heroína, en la que se observa la
intención de ofrecer un paradigma, un “bravo modelo de virilidad”, y una nostalgia por
un mundo bello y heroico:

Brazo de Oro, la muy bella y magnánima doña Mariana Bracetti, flor


aristocrática del solar puertorriqueño, que en plena belleza y juventud erró a
caballo por las serranías de Lares, exponiendo al sol y a la lluvia sus mejillas
de rosa, sus manos de marfil y sus brazos de oro, en sueños de patria y
libertad; esta gran hembra puertorriqueña, que fue perseguida y encarcelada
por sus patrióticas rebeldías, que parió en la cárcel; que no sabía de One
Step, pero pudo bordar las banderas revolucionarias; esta nuestra heroína,
que muchos años después de su prisión tuvo que comparecer como testigo
ante un tribunal de la colonia y al preguntarle los jueces: ¿ha sido usted
condenada alguna vez?, contestó que “sí, señores, he tenido la gloria de ser
condenada por defender la libertad de mi patria”; esta muy bella y
magnánima doña Mariana Bracetti, es el bravo modelo de virilidad que aquí
ponemos ante los ojos atontados de nuestra sumisa juventud.

Las décimas: Reminiscencias edénicas, olor a felicidad. “Seamos netamente jíbaros”

Las décimas son contemporáneas del canto a Hispania y del drama “El Grito de Lares“.
Margot Arce ha estudiado la variedad del decimario tradicional, conocido por Lloréns, y
ha ofrecido razones ideológicas, sicológicas y estéticas para explicar por qué el poeta
escogió esta forma estrófica. Lloréns idealiza el mundo campesino, sus costumbres y
formas culturales, y los ve como antídoto contra los valores de la sociedad capitalista;
propone una visión idílica del mundo campesino y consagra sus formas literarias. Otros
escritores, siguiendo esta postura, vieron al campesino como símbolo del “alma
colectiva” y como la reserva espititual y moral de la sociedad puertorriqueña.

En su visión del mundo campesino hay una tendencia ahistórica, llena de reminiscencias
arcádicas y edénicas. No se ven en las décimas los cambios y las realidades que sufrió el
campesinado puertorriqueño en las primeras décadas del siglo, la acelerada
proletarización o la migración. El mundo jíbaro de Lloréns es el mundo perdido de la
infancia y la juventud, la felicidad añorada de una inocencia primera, su personalísima
edad dorado, alejada de las pasiones del poder y la gloria. Así se ve en “Valle de
Collores”. A veces, presenta un incontamidado paraíso terrestre, lugar de belleza natural
y libre unión amorosa. El jíbaro también aparece como bastión de la resistencia cultural y
política frente al poder colonial y frente a los pitiyanquis. En otros de sus escritos, el
jíbaro es símbolo de la nacionalidad y de la unidad social. Cuando mure Muñoz Rivera,
Lloréns escribió: “Sea cada uno lo que sea: el obrero, obrero; el comerciante,
comerciante; el agricultor, agricultor; el periodista, periodoita; el poeta, poeta. Pero todos
seamos, ante todo, netamente puertorriqueños, netamente jíbaros. Es decir, seamos todos
de nuestra patria”. Lo jíbaro adquiere un valor cultural y politico, y de ahí la importancia
que Lloréns atribuye a la décima: “¡La copla jíbara! La canta el alma ancestral del
pueblo. Mana de la pura fuente de la espiritualidad puertorriqueña.”.

Moldes costumbristas, estética modernista y populismo

Esas urgencies nacionales explican por qué en la obra de Lloréns conviven la nueva
estética modernista y la poesía tradicional. Claro está, que en sus manos muchas veces
ocurre a la décima lo que decía Borges sobre la décima gauchesca: que “es un género
literario tan artificial como cualquier otro”, que frecuentemente se distanciaba de la
poesía popular. Tanto los moldes tradicionales y costumbristas como la nueva literatura,
proporcionan a Lloréns instrumentos que él pondrá al servicio de sus sueños. En todo ello
hay una tendencia romántica al populismo literario e ideológico. En el soneto “Del libro
borrador”, dice:

Lo que soy, si soy algo, a todos se lo debo


y es debe de una cuenta que nadie me la cobra.
En cambio, al pueblo todo le he dado y doy mi obra,
que hasta más allá arriba del cafetal la llevo.

El pueblo es el gran río donde mi arte abrevo


y mis andanzas urdo y mi bajel maniobra…

Esto corresponde, en el plano político, a su exaltación del pueblo, a quién atribuye las
virtudes quijotescas en contraste con el egoísmo de Sancho, que representa a los
politicos. En una réplica a un discurso de José de Diego y de Hernández López, de 1916,
dice Lloréns:

… el pueblo sí que es loco y soñador y abnegado, porque como


colectividad no tiene barriga ni alforjas ni camina en burro en pos de lucro
alguno ni de ninguna Baratria; es tempestuoso y puro y limpio como la
tempestad; es como el mar que no sabe sobre qué árida playa van a morir
sus olas; como el ave que ignora para quién canta; como el prado que
no sabe para quién reverdece; y es, en fin, capaz de todos los tumultos y de
todos los arrestos y heroísmos; capaz de saltar todos los abismos y escalar
todas las cumbres, harapiento, mendigo, sin burro ni banastas, guiado solo
por el sueño de algún ideal.

La invasión norteamericana, los hacendados, los profesionales jacobinos.

Lloréns Torres fue otro portavoz de un grupo de profesionales e intelectuales que, en el


primer tercio del siglo XX, ejerció un notable poder espiritual y político en el país, y que
aspiró a generalizar su particular interpretación de la realidad puertorriqueña.

Hay una estrecha relación entre los sueños y mitos de Lloréns y los valores culturales e
ideológicos de una élite que luchó infructuosamente por mantener la hegemonía de los
hacendados criollos en Puerto Rico después de la invasión de 1898. La literatura adquirió
gran importancia en la elaboración de una cultura patriótica en Puerto Rico.

Angel Quintero Rivera señala que a la invasión norteamericana siguieron medidas


jurídicas y económicas destinadas a facilitar el desarrollo del capitalismo imperialista en
el país, sobre todo, el de las companies azucareras. Para ello se requería debilitar el poder
de los hacendados puertorriqueños, clase que ya había alcanzado el poder politico durante
el régimen español y que era antagónica al poder imperial. De ahí que los hacendados,
una vez transcurridos los primeros años de esperanzas y optimismo respecto a E.E.U.U.,
quisieran agrupar a todos los sectores de la sociedad puertorriqueña en apoyo de sus
reivindicaciones políticas y económicas.

En 1904, los hacendados fundaron el Partido Unión de Puerto Rico, la “unión de la gran
familia puertorriqueña”. Quintero trata de explicar cómo la aspiración hegemónica de los
hacendados, sin embargo, se frustró. Afirma que en el país se desarrolló una lucha
política “triangular”: la clase de hacendados se vio amenazada, de un lado, por la nueva
metrópolis, y, por otro, por la clase obrera, que se fortaleció en las primeras décadas. El
proletariado, a su vez, estaba en lucha contra los intereses azucareros y contra los
hacendados. El poder colonial destruyó el poder politico y económico de los hacendados,
aunque durante algunos años (sobre todo de 1913-1921) se caracterizó por una política
más benébola con los hacendados y por un trato más hostil al proletariado. Durante esa
segunda década, el Partido Unión desarrolló una política “nacional”, pero no logró el
apoyo de otras clases sociales.

Quintero destaca la función de los “profesionales jacobinos”, que apoyaron a los


hacendados. Estos profesionales radicalizaron la lucha del Partido Unión durante la
segunda década del siglo, defendieron la cultura hispánica y trataron de ganarse a los
trabajadores. Lloréns fue uno de ellos y se describió como uno de los “rebeldes” dentro
del partido. Su trayectoria ilustra la perplejidad y las ambigüedades que los cambios
socio-económicos ocasionaban. En 1900, en el prólogo a Mariano Abril, exhortaba a
“defender nuestra nacionalidad bajo el amparo de la gran nación americana”; luego fue
independentista; y en 1916 y 1917, presidió la Vanguardia Muñoz Rivera y favoreció la
Ley Jones.

La hierba firme de las obras fecundas

Hijo de hacendados, Lloréns estaba ligado a una clase atrapada históricamente. Desde la
literatura, se empeñó en construir unos valores nacionales, en forjar una historia nacional,
y en crear una fe en el porvenir de la Antilia, que correspondía, en general, a la política
nacional y patriótica y al populismo paternalista de los hacendados durante la segunda
década del siglo XX. En su poesía criolla y en su canto a las legiones hispánicas, intentó
reconciliar las diferencias y las tensiones reales de la sociedad puertorriqueña

No tuvo mucho éxito en sus aspiraciones políticas dentro del Partido Unión; se destacó
más como caudillo en el terreno intelectual, donde planteó el conflicto puertorriqueño
como una lucha entre dos civilizaciones, entre dos culturas. Es por eso, que su obra tiene
carácter apologético, de “defensa e ilustración” de la cultura humillada. Percatándose
quizás de la reducción del papel de la clase a la que pertenecía, del desmoronamiento de
su base socio-económica, propuso el ámbito amplio del mundo antillano y
latinioamericano como alternativa.

Lloréns se aproximó como pocos a ser el portavoz de la cultura “nacional”; mucho más,
en todo caso, que los hacendados en el terreno politico y económico. Su palabra
desmesurada, su apasionada defensa de los valores culturales, sus sueños utópicos y
mitos históricos han dejado una huella profunda. Ya la sociedad puertorriqueña se ha
transformado lo suficiente como para que parte de su obra carezca de vigencia. Sin
embargo, Lloréns está presente en nuestra moderna literatura: creó un espacio literario
donde muchos se han movido con relativa comodidad, y ayudó a sentar las bases para que
se pudiera ejercer una función intelectual y literaria que hoy continúa, aunque con
orientación distinta. Buena parte de su obra está vinculada con unas circunstancias
históricas y sociales concretas, pero a la vez se ha alejado de ellas y ha quedado libre para
fecundar otras obras. Como decía Proust, al final de su novela: “la hierba firme de la
obras fecundas, sobre la cual vendrán las generaciones a hacer, sin preocuparse de los que
duermen debajo, su ‘almuerzo en la hierba’”.

Abril 1975

[Nota de la editora: Se remite a las fuentes citadas en el título de esta sinopsis para tener acceso a las notas
y llamadas del ensayo original.]

Vicente Palés Matos (Puerto Rico, 1903-1963)

“Canto al tornillo”

Lema: ¡Oh, los Cantos Futuros!

¡Padre Tornillo!…
Padre de lo estable y lo fuerte en la mecánica…
A ti, por cuya gracia se ajusta el Orbe entero;
tú que tienes la fuerza que taladra y que muerde,
gusano alucinante de la vida del Hierro…
¡Padre Tornillo! Oruga tan frágil y tan fuerte,
para ti, en que se enrosca la energía del fuego,
es mi canto potente…

¡Padre Tornillo!
Pujante violador silencioso de todos los metales…
Tú tienes de las cosas el equilibrio eterno;
tuyo es el garfio único de la espiral; tú eres
quien contra el infinito ha sujetado el cielo;
(¡Oh estrellas; oh tornillos de oros incandescentes!)

¡Padre Tornillo!…
Por ti las cosas son contra todos los tiempos…
Por ti se puebla el mundo de esperanzas y fuerzas,
(Pequeño Emperador de Inconcebible imperio!)…
Y los pueblos se ajustan y se engranan y tiemblan,
ante tu hermano solo y único: el Pensamiento…

¡Padre Tornillo!…
Tu marcha es transformista: engaña en el vértigo
de tu espiral; acabas donde empiezas y vuelves
sobre ti mismo, raro, encogido e incierto…

Pero a tu esfuerzo se abre el universo todo,


Polilla del Trabajo, como es el cerebro,
ante la marcha sorda y seca de una idea…

Padre Tornillo… ¡inmenso!, tan inmenso,


que sujetas el hierro que rasca en ti sus dientes,
mientras se gasta el filo de tu espiral de acero,
ante el filo sin óxidos del Tiempo y de la Muerte…

¡Padre Tornillo!…
Tu labor será eterna, porque tú eres eterno…
Sujetas los cilindros; mareas en las hélices;
muerdes metal o piedra y violas en tu esfuerzo…
Vives donde halla vida de músculo o de fuego…
Y tu boca minúscula se agarra a las estrellas,
en las grúas titánicas que giran en los cielos…

¡Padre Tornillo!…
Dedo de Dios entre nosotros. Dedo,
que en cada vena tiene un empuje secreto…
Hablan del clavo y el clavo es sólo sombra
de lo que eres… ¡El clavo es sólo un sueño!
Tú eres la realidad potente y vigorosa,
y tu espiral la honda fuerza del Universo…

Evaristo Ribera Chevremont (Puerto Rico, 1896-1976)

“Motivos de la rana”

Yo canto la rana.
Nadie ha cantado la rana.
Ni nadie la ha cantado como yo.
Yo soy el creador de mi modo.
Mi modo inicia una era
en el carapacho de la rana.
Yo canto la rana.

La rana tiene un collar de crós-crós


alrededor del cuello.
Cada crós-crós es un grito del agua.
La rana, en el silencio henchido
como el gusano en el corazón de la rosa,
es la cenicienta del barro.
Yo voy a redimir la rana.
La veo, al borde de los charcos
con guirnaldas de nubes en los fondos,
coger el sol, jugar con el sol y hacerse de oro.
Luce en ella el jardín con iris y estrellas.
La primavera está en su escudo.
Sus miradas cuelgan del cielo.
La rana es una hoja gruesa, ancha, brillante.
Los lagartos de ojos de cuenta de vidrio,
se beben el licor rojo del aire
inmóviles en sus abrasados Saharas
como esfinges de metal.

¡Viva la rana, disco blanco del día!


¡Viva la rana, luna que gatea!
¡Viva la rana, joya de porcelana verde
en el jubón claro del agua!
La rana que rompe su collar de crós-crós
cuando la fiebre solar pinta cardenales
en el hombro amarillo de la tierra.
-La rana es moderna. ¡Que cante la rana!-
dicen las rosas en camisas de color.
La rana ve correr por sus carnes
de estiércol, sudores bermejos.
Sobre su cabecita aplastada zumba
el violoncelo del moscardón
que viene con su casaca negra
a rondar las lámparas de las rosas.
Una mariposa, bordada de oro
en la tela azul del viento
roza el vientre de la rana:
la rana es toda de oro
y las flores la guardan en su estuche.

La rana, joya verde de los charcos,


es de oro definitivamente,
y entre las flores late,
corazón del universo.
En los atriles de los árboles,
albean los papeles de música de un ruiseñor,
violinista que se ha suicidado
con un puñal de perfumes.
La rana los rompe y escribe óperas bufas.
Se ríe del violinista
que en las noches empedradas
de Sagitarios y Escorpiones
y Osas con oseznos,
ejecuta fluídos nocturnos,
anidados en las barbas de Dios.

No es la cigarra, el mágico cencerrillo,


lo que ocupa la silla húmeda del campo;
no es la cigarra llena de calor y brisa,
guitarra de la hora soñolienta,
tambor que hace vibrar al niño del surtidor,
el niño que juega con su cuerno de colores
o va tras el arco de cristal, sendero abajo…
Es la rana, la rana simple,
con la transparencia del día en la piel.
Es la rana que brinca en mi pecho;
la rana que zambulle para pescar las notas
de su collar de crós-crós,
la rana, tejedora que teje,
con áureos hilos, praderas y cascadas.
¡Gloria a la rana untuosa, astuta,
sacerdotisa del sol
con su libro de ramas nuevas
y su collar de crós-crós!

Yo canto la rana.
Yo he cantado la rana.

Corretjer, Juan Antonio (Puerto Rico, 1908-1985)

“Alabanza en la torre de Ciales” (1953)

I
Manifiesto

En una isla selvosa, circundada


del proceloso mar

Pero, no, no es Itaca.


Este mar que nos tiñe y nos abraza
es demasiado grande para un Ulises de gramática.

¡Por aquí anduvo Cristóbal Colón redondeando el mundo!


Ese ausubo de sangre que no se cimbra en la sabana
aún recuerda en su copa la primitiva selva borincana.

¡Ningún Aquiles lloró bajo sus ceibas y majaguas!


¡Aquí partió Guarionex con su corazón una lanza!

Ni cítaras ni laúdes en nuestras noches estrelladas.


Suena el güícharo como una descarga.
Retumba el bongó. El cuatro tiene una prima de diana,
en el seno de la bordonúa arde una rabia.
A la orquesta criolla la llama el pueblo música brava.
Y, sin embargo, al hacerse la noche, cuando la gran fragancia
tiende su manto de coquíes como una bandera despertada,
y en los Picachos de Jayuya están las estrellas arrodilladas;
cuando las aguas de la luna bajan por el río de la Plata
haciendo celestes caseríos desde Comerío a Toa Baja,
y en Ponce nacen los nísperos con luz de lucero encapsulada,
o en Guaynabo están las marías llenas de alisios y de flautas,
en el Puente de la Aldea en Ciales está soñando una guitarra.
Una niña abre muy grandes los ojos en la oscuridad de su casa.
Un hombre, en su balcón solitario, con la cabeza canta.
Y la poesía de los siglos le llega desde las montañas
que no son las montañas de Itaca.

II
La larga mirada

Desde un antes de ayer con la esperanza,


mientras tañe, lenta, la campana,
vuelvo a cruzar la plaza aldeana.
Rememora aún el día haber nacido del alba.

Hacia la torre de la Iglesia mi pensamiento anda.


Entro. Veo la pila bautismal. El hisopo. Las andas.
Nadie habla a mi corazón. Nadie ni nada.
En silencio y a solas subo las gradas
hacia el coro. Cruje en el silencio mi pisada.
¡Oh soledad callada!
Los hábitos vacíos, y aquel atril agranda
en hondos calderones y obscuros pentagramas
las aguas de la cuenca gregoriana:
esas aguas profundas, largas y arremansadas.
¡Oh música callada!
El órgano. He aquí su pía voz valetudinaria
hecha fijo silencio. ¡Oh soledad callada!
Oigo mi frente cómo grita: ¡sombras carmelitanas,
queridos amigos: Fernando María de Lloveras,
el de la tierra catalana!
¡Carmelo Almela desde la huerta valenciana!
¡Oh soledad callada!
Nadie habla a mi corazón. Nadie ni nada.
¡Por aquí ha pasado la muerte con su larga sotana!
Tañe, aún tañe lenta la campana.
Sigo subiendo las gradas.
Llego. Mis ojos siguen el balón de la campana
por los montes, las vegas, las sabanas.
¡He aquí, seres humanos, la tierra bien amada!
Credibile est illi numen inesse loco... ¡Calla!
No hubo Ovidios ni Horacios que esta tierra cantaran.
Una lira inmortal pensó Gautier necesitaran.
¡Oh música sonora! ¡Oh soledad poblada!
Todos me dicen. Todo y todos me hablan.
Solemne y monolítico el monte entona su hosanna.
Coloquian ambos ríos con sus lenguas de agua.
La vega escribe su oración horizontal y amplia.
¡Los árboles! Puertorriqueñamente accionan sus palabras.
¡Oh música sonora! ¡Oh soledad poblada!
Igual que en hombro amigo mi mano reposara
pongo sobre mi tierra la más larga mirada.

¡Y esto veo camaradas!

III

La tierra

Por la mitología arauca


que de areyto en areyto le llegara
a Román Pané, y éste nos relatara:

En el principio era la Tierra. Y la Tierra era ancha.


Érase una inmensa y única tierra ancha.
En mitad de esta tierra se erguía una montaña.
Y esta montaña era la más grande y más alta montaña.
Jamás el ojo humano vio igual o parecida montaña.
Creció en la cumbre de la montaña un árbol de gigantesca rama
y era este árbol el árbol de altura más titánica.
Jamás el ojo humano vio igual o parecida planta.
Y al pie de este árbol, en la inmensa montaña,
nació una mata de calabazas.

Era una gigantesca mata de calabazas.

En la cumbre de la montaña más alta,


en donde crecía el árbol de gigantescas ramas,
nació esta mata, la más grande mata de calabazas.

Yo he visto nacer el Río Grande de Loaiza en la tierra sanlorenzana.


Allí, en el huevo de la glebal entraña,
como el misterio de un corazón que palpitara
bajo tierra, y por orden de amor resucitara,
he visto yo latir su prima agua.
Ya se le van uniendo las quebradas.
Ya el río del Espino acumulara
sus aguas con sus aguas,
el Gurabo, y el Caguas,
y el Trujillo, y el Canóvanas.
Yo lo he visto, solemne, con sus amplias
riberas y sus ganados y sus cañas
y sus muchas comparecencias unificadas,
besar con dulce boca las espumas atlántidas:
él, el único, el Río Grande de Loaiza, el más grande río de la Patria!
Cosa igual hizo aquella mata de calabazas.

Sus raíces hundió en la genésica montaña


y extrayendo todas sus secretas fuentes mágicas
Fue única en su fruto: en todos los tiempos la más grande calabaza.
Jamás el ojo humano vio igual o parecida calabaza.

Y sucedió que un día aquella calabaza


fue vista desde lejos por la pupila humana.
Desde lejos, dos hombres, atentos, la miraban.
He aquí la ambición buena. Y he aquí la ambición mala.
El uno para el bien de la tribu la tomara.
El otro para sí. Para sí nada más la deseaba.
Por un lado de la pendiente el uno. El otro por la opuesta halda.
Llegados a la cima, cuando el sol más hermoso brillaba
y el viento en la maleza dulcemente arpegiaba,
ambos hombres por su botín luchaban.
Y luchando rompieron el bejuco de la calabaza.
La calabaza rodó cuesta abajo. De risco en risco rebotada.

En el año de 1918 tembló la tierra borincana.


Fue el once de octubre a las diez de la mañana.
Una viga secreta en nuestra armadura geológica
quebróse, y un basto rugido salió del fondo de la patria.
Cuarteóse la tierra bajo las gentes empavorecidas.
En Mayagüez y en la región aguadillana
dio un salto atrás de espanto la mar encabritada.
Alejóse hasta considerable distancia
y brincó luego sobre la playa.
Era como una joven yegua desbocada,
roto el freno y la boca llena de lavaza.
Su pecho azul de sirena enajenada
fue dejándolo todo bajo el agua:
calles, tumbas, domicilios y plazas.

Los boricuas que vimos la catástrofe mencionada


apenas podemos imaginar la hecatombe de la mitológica calabaza.

Rodó cuesta abajo. De risco en risco rebotaba.


Hasta que, contra una roca de puntas como lanzas
se abrió en dos la calabaza.

He aquí que sobre aquel mundo que era sólo tierra ancha
rodó cubriéndolo todo el mar que en la calabaza se ocultaba.

Y el espíritu de Bagua se movía sobre las aguas.


Su furia estaba desatada.
Lo cubrió todo, lo arrasó todo con sus temibles garras,
y cuando quiso reunir en un lugar las aguas,
y lo árido y lo seco se mostrara,
quedó, libre del mar, la cumbre de la inmensa montaña,
la sola cumbre de la más hermosa y grande montaña:

Una isla selvosa, circundada


del proceloso mar.

Pero no. No es Itaca.


¡Es la preciosa tierra borincana!

IV
Los desposados

La luz huele, cuando, en la noche, la tea de tabonuco pasa.


En aquellos tiempos Juan Ponce forcejeaba
contra la idea de trasladar Caparra.
Todos los funcionarios argumentaban
contra Ponce, y su tenacidad se empecinaba.

Todos los caparrenses partido tomaban.


Pero Diego González, un soldado de hambre y espada,
Expresábase de una manera sarcástica
sobre la caparrense algazara.
Era una discusión entre dueños de indios, tierras y casas.
Diego González jamás ha poseído nada más que su hambre y su espada.

Mucha más hambre que espada.


Y una noche, burlando la guardia,
internóse en la profunda maraña
de la selva. ¡Al diablo con los petos de retórica
y las leguleyas corazas!
Diego González caminó las horas largas.
cuando la noche, hambrienta y cansada,
apagó sus estrellas y acudió adonde la leche del alba,
seguro ya de la distancia
escondió en un balsero, bajo unas matas,
su humanidad fatigada.

Despertó. Un grupo de indios lo observaba.

Para Diego González una vida nueva comenzaba.


No. Nadie lo sabía. Pero empezaba a irse España.
Mucha menos España había en los hijos que le diera la india Anana.
Este hijo que es ya un hombre de fornida espalda,
blanca tez y cabellera lacia,
mezcla en su lengua españolas e indias las palabras.
Otros aromas, otros sonidos, otras luces, otras esperanzas,
imposibles en la llanura castellana,
impregnaron su infancia.
Por esta tierra que le tocó las pomarrosas suspiraban.

En su taza de piedra hierve espumas el Balbas.


Aquí, en lo profundo de los seres, una cosa nueva se prepara.
Un día, aquí se va a querer una patria.
¡La luz huele, cuando en la noche, la tea de tabonuco pasa!
Un día. La selva. La montaña.
Alrededor del incahieque las siembras retoñaban.
El conuco: el rubio maíz, la yuca, escondida y pálida.
Los algareros changos y las chirriantes calandrias.
Los hombres. Las mujeres. Los adolescentes. La infancia.
La rueda del areyto y el bohique con su pedagogía cantada.
El cacaotal sombrío. Las cumbres soleadas.
El techado de zafírea luz y nubes blandas.
La vereda serpenteando entre mayas.
Y unas voces que llegan. Y unos labios que hablan.

Hasta esta paz unos vecinos cazadores han conducido una figura extraña.

Su piel es negra. Su cabello es espesa maraña.


Como la más blanca tela de coco su dentadura es blanca.
No viene. Ha sido traída de muy lejos. Contra su gana.
Cruzó la mar terrible en asesina barca.
Pero esta selva, este cielo, esta montaña...!
Esta aldea en calma.
¡Oh nativas memorias! ¡Dulce tierra africana!
¡Ah los fugaces años que pasan y que pasan!

El conuco: el rubio maíz, la yuca, escondida y blanda.


El tabaco fraternal. Y la pesca. Y la caza.
Diego González bajo la tierra blanda.
El nieto de Diego González y su mujer. La evanescente indiada.
La desteñida nieta de la figura extraña
traída por el terrible mar en la asesina barca.

La luz huele, cuando en la noche, la tea de tabonuco pasa!

V
Oubao-Moin

El río de Corozal, el de la leyenda dorada.


La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada.
El río Manatuabón tiene la leyenda dorada.
La corriente arrastra oro. La corriente está ensangrentada.
Allí se inventó un criadero. Allí el quinto se pagaba.
La tierra era de oro. La tierra está ensangrentada.
En donde hundió la arboleda su raíz en tierra dorada
allí las ramas chorrean sangre. La arboleda está ensangrentada.
Donde dobló la frente india, bien sea tierra, bien sea agua,
bajo el peso de la cadena, entre los hierros de la ergástula,
allí la tierra hiede a sangre y el agua está ensangrentada.
Donde el blanco pobre ha sufrido los horrores de la peonada,
bajo el machete del mayoral y la libreta de la jornada
y el abuso del señorito, allí sea tierra o allí sea agua,
allí la tierra está maldita y corre el agua envenenada.

Gloria a esas manos aborígenes porque trabajan.


Gloria a esas manos negras porque trabajan.
Gloria a esas manos blancas porque trabajan.
De entre esas manos indias, negras, blancas,
de entre esas manos nos salió la patria.
Gloria a las manos que la mina excavaran.
gloria a las manos que el ganado cuidaran.
Gloria a las manos que el tabaco, que la caña y el café sembraran.
Gloria a las manos que los pastos talaran.
Gloria a las manos que los bosques clarearan.
Gloria a las manos que los ríos y los caños y los mares bogaran.
Gloria a las manos que los caminos trabajaran.
Gloria a las manos que las casas levantaran.
Gloria a las manos que las ruedas giraran.
Gloria a las manos que las carretas y los coches llevaran.
Gloria a las manos que a mulas y a caballos ensillaran y desensillaran.
Gloria a las manos que los hatos de cabras pastaran.
Gloria a las manos que cuidaron de las piaras.
Gloria a las manos que las gallinas, los pavos y los patos criaran.
Gloria a todas las manos de todos los hombres y las mujeres que trabajaran.
Porque ellas la patria amasaran.
Y gloria a las manos, a todas las manos que hoy trabajan
porque ellas construyen y saldrá de ellas la nueva patria liberada!
¡La patria de todas las manos que trabajan!
Para ellas y para su patria, ¡alabanza!, ¡alabanza!

VI
Perfil del ser

En la tenebrosa noche, cuando parece que va a salir la nada


del viento negro, como un caballo de sombra cuajada,
como una prieta vaca
con cabeza de mundo y cola de montaña:
en la tenebrosa noche de vela apagada
y de linternas suicidadas,
cuando por la vastedad de la tiniebla percibo la ancha
cintura del mundo que habita mi patria,
y como nunca siento la rápida
rotación del planeta, la ráfaga
que a los hombres del trópico derrama:
en la terrible noche que ha abolido el Paso del Guajataca,
que ciega la trinchera del Asomante, asomada,
empinada sobre el Mar Caribe, sobre Salinas de tierra aplastada;
en la terrible noche de manos embadurnadas
por Jájome obscurecida y ensombrecida Guayama,
y Lares callada
y ennegrecida Villalba,
y Adjuntas apagada;
en la tenebrosa noche que me prohíbe la mirada,
ando buscando, yo, poeta, una palabra.
Una palabra como un cincel que esculpa y labra.
Una palabra como una llama,
como una luz, como una ventana iluminada,
como una esposa adorada.
Porque quiero escribir el perfil de nuestro ser, el centro de nuestra alma,
y el latido más profundo que late en lo más hondo de nuestra entraña.
Por mi frente ha volado una paloma roja. Va a la distancia
y posa en un horizonte que va tornándose grana.
Este horizonte va creciendo. Se expande y agranda
y todo él se vuelve una naranja dorada.
Es el día. La noche ha sido derrotada.
Se ha retirado llorando por Yabucoa, desconsolada.
Ha doblado el cuello en Humacao, ya en su última lágrima.

Ha perecido en Vieques, degollada.


Es el día. Ha resurgido la forma de la patria.
Está nueva, recién lavada.
Dulce que es hundir en la yerba rociada
la dolorosa frente insomniada.
Dulce que es poner las palmas
de las manos en la húmeda grama.
Dulce que es tomar en la mano la arcilla refrescada
y llevarla a la boca, saber a lo que sabe la patria,
y saborearla y tragarla
mientras una energía nueva su vitamina agiganta
en nuestra sangre que canta
y en nuestra piel que se abrillanta!
Probad y alumbraréis. Os doy palabra.
Os doy palabra que en la luz de esta mañana
he visto a un hombre, a una mujer y a un niño. Descansaba
un instante la brisa del Sur en el bordado de las guabas.
Una pareja de reinamoras piaba
saltando, picoteaba las guayabas,
extendía sus cortos vuelos de veloces alas
hasta donde la berenjena cimarrona, junto a la alambrada,
hacía brillar sus redondas y amarillas lámparas.
Huía al malangal un martinete de pasta
gris y un pájaro-bobo de cola pintada
en un seco yagrumo reposaba.
Había una novilla colorada
paciendo su yerba de guinea: apaciguaba
la luz con su búlica calma.

El hombre, la mujer y el niño.

Antes que el lado negro de la peronía del mundo girara


y su lado de luz por entre el guabal se mostrara,
el hombre, la mujer y el niño saldrían de su casa.
Encendía la mujer el fogón. Entre las tres piezas tiznadas
enrojecía la leña sus ojos. Desayunaban
medio coco de negro café. Eso era todo. Eso, y el lucero del alba.
Seguían rumbo al cafetal las plantas descalzas.
Pendían de sus cuellos las canastas.
Dentro de sus ropas harapientas y livianas
sus cuerpos gemían el frío de la madrugada.
El hombre, la mujer y el niño pasaban
el día en el cafetal. El poético cafetal les daba
el ardiente escozor de los albayaldes que su piel desgarraba,
los enjambres de avispas que sus caras hinchaban,
los sacos de pus de la mazamorra en sus plantas
y un purgatorio de uncinaria.

Salían luego del cafetal. Vuelta a la casa.


La mujer cocinaba.
¡He aquí con qué voracidad tragaban
su dita de guineos a secas, lejos de la casa
principal de la hacienda, lejos de las viandas
exquisitas del sueño: la gallina horneada,
la multicolor ensalada,
los rubios lerenes y las sabrosas almojábanas!
El cansancio los tumbaba.
Iban a la cama
de madera, a la pesadilla de la malaria.
Iban lejos, muy lejos de la patria
del amo, que no es su patria.
Lejos de la cómoda butaca
en donde se acomoda la charla
idiota, la traidora palabra,
en donde se lee el magazine de moda y la revista de elegancia
mientras piensa el amo que es buena la canalla
imperialista yanka,
aunque bien sabe lo estima menos que a la banana,
menos que al tabaco y muchísimo menos que la caña.

El hombre, la mujer, el niño...

¿Fue una tarde? ¿Fue una mañana?


Recogían un café que orillaba
el cercado. Oyeron cómo las gallinas cacareaban.
Alzaron los ojos al cielo. Vieron, alta,
bien alta, la cruz plumada,
la egregia figura balanceada
del guaraguao! El guaraguao planeaba.
¡El guaraguao! Viene del fondo espeso de la montaña.
Viene de los últimos tabonucales, de las últimas caobas,
de los últimos ausubos y ortegones, de las últimas marañas,
y de las últimas rocas. Viene de las últimas aguas
y las últimas lontananzas,
de las más escondidas mayas,
de los tremedales en donde a pleno día aún burbujan las luciérnagas.
Viene de donde se esconden heridos los múcaros, de donde las yaboas de plata
oscura y de solemne y húmedas patas
empollan; de donde los últimos carraos perduraran.
Viene de las cuevas de las ratas
más montañesas. Viene del fondo espeso de la montaña.

¡El guaraguao! Los jíbaros los miran y se dilatan


sus pupilas en el azul de la alta distancia.
El guaraguao vuela en ondas largas.
Es la suya una pulcra y agresiva geometría de las alas,
una fuerza perenne y equilibrada
más allá de la piedra, más allá de la perdigonada
y del rifle. Sabe caer como avión de picada
sobre su presa, y se remonta con ella en las garras
entre un aplauso de plumas escapadas.
El hombre, la mujer y el niño le han seguido con la mirada.
Huyen las gallinas despavoridas bajo las matas.
Cuando, pequeño y rápido como una bala
se ve el pitirre que en persecución del guaraguao se lanza.
Viene de los negros laureles de copa abultada.
Ha estado de pie, ante los campos y la ráfaga,
enhiesto, como una flecha animada
sobre el solitario dedo de las reales palmas.
Viene del corazón puertorriqueño, de la masa
de nuestra sangre. Nació en nuestras venas, en la más alta
pulsación del ser nativo, en la palabra
que nos creó, en la primera luz de la madrugada
del primer día, en el primer rocío, en la primera gana
de ser lo que somos, en el primer manantial que brotara,
en la primera raíz que reventara
en la primera tierra oreada.
Viene del corazón de Agüeybana.
Y cuando canta, canta, canta:
-Pitirre, pitirre, pitirre- es como si gritara:
Patria, Patria, Patria!

El pitirre es pequeñín, altivo y rico en maña.


Nunca se mira el tamaño su valentía alebrestada.
(El guaraguao es muchas veces sus alas.)
Pero él es veloz, es ágil; su fuerza se agiganta
en el combate, su pico se multiplica en la batalla.
Es como el Cemí de la furia; es como un meteoro su picada.

Cuando en el cielo de la tarde o de la mañana


contempla el puertorriqueño sus hazañas,
le ríen los ojos, le ríen los dientes, le ríe el alma.
Sobre el ave grande lo manda:
-Pícala, pícala, pícala.
Por debajo de las alas.
Por el lomo de plumas encrespadas.
Por la cabeza pelada.
Por el buche, por la cola erizada.
Pitirre: pícala, pícala, pícala.
El guaraguao huye como una bandera desquiciada.
Lo persigue el pitirre con insaciable saña.
Y el hombre, la mujer y el niño con el alma calmada
dicen desde hace siglos: -cada
guaraguao tiene su pitirre.
Patria
de primaveras sosegadas,
patria de frentes martirizadas,
de manos trabajadas y cercenadas
y de sinsabores castigada.
¡Patria de guaraguaos abusada!
Toda la sangre, todas las ansias,
toda nuestra fe, toda la fuerza que alcanza
a extender el arco de nuestra ánima
se perfila en nuestro ser en la espontánea
admiración, en la pasión fijada
con que el hombre, la mujer y el niño, alzan
sus ojos al cielo: al cielo azul con nubes blancas
por donde el pitirre al guaraguao a picotazos desplumaba!

¡Oh patria, de pitirre esperanzada!

VII
Inmediata a la idea

El verbo nace del fondo de la especie humana


y en sus necesidades se substancia.
Cuando hubo patria el hombre dijo patria.
Cuando hubo pueblo el hombre pueblo pronunciara.
Cuando ya hubo qué cantar Juan de Castellanos cantara.
Algo hay aquí por relatar y Torres Vargas lo relata.
Estamos ya por historiar para que Iñigo Abad historiara.
Letras hubo para triunfar y nació Alejandro Tapia.
Cuando el crepúsculo boricua, el de la noche y el de la mañana,
tiñó de rosa y de ternura las hondas telas de nuestra alma
cuando la boca de la doncella un beso al cielo enviara
y en el velorio del muchacho bebiéronse juntos rones y lágrimas;
cuando en la floresta el viento entre los sauces retozara,
y entre las peñas del riachuelo ruidoso o manso deslizara,
cuando dentro de la gente borincana
gritara el clarín y el bombardino sollozara,
José Campeche pintó sus tablas.
Frasquito Oller su obra creara;
en la catedral de San Juan San Pío se levantara
limpio en las fuentes de los órganos con que Gutiérrez lo bañara.
Y en los salones y en las salas
de polisones y de máscaras,
Juan Morel Campos labró su estatua
con la batuta levantada.

Una hora crepuscular con su gran pompa solemnizada


sobre el mar de Puerto Rico otro de llamas derramara.
Un oficial de artillería desde el Morro lo contemplaba.
Su gran espíritu viril, su sensibilidad delicada,
vibraron larga, largamente, como las cuerdas de un arpa.
El mar inmenso cruzó un día y comió el pan de tierra extraña.
Desde allí vio y desde allá sintió con las dos cuerdas de su arpa,
y a una la quiso por la otra y las fundió en una sola aria.
¡Mirad su endeble cuerpo enfermo y vedle la entereza del alma!
¡Sabed cómo quisieron abrirle la puerta falsa de la fama
y ved cómo entró en la historia con su fina llave borincana!
¡Recordad cómo el hombre supo dejar Madrid y romper su espada!
¡Venid a verle esta tarde soleada,
mientras el mar de Atlante junto a las rocas su espuma despedaza
y hasta en la tumba que sus amigos fielmente le cavaran
el tibio sol de su país penetra y esta querida tierra le idolatra!

Ayer me he parado en la colina, dominante y sacramentada,


de Hormigueros, donde Ruiz Belvis apostolara.
He meditado humilde y contrito en la Plaza
de Cabo Rojo. Y he sentido como una ráfaga
roja, muy roja, sobre mi frente calcinada.
He sentido en mi corazón como una roja marejada.
En Hormigueros el Informe me ha calentado como una llama.
En Cabo Rojo, la Virgen de Borinquen me ha mirado con su dulce mirada.
He ardido con los Manifiestos y he vitoreado las Proclamas.
Y he gritado a todos los vientos como Betances gritara:

-¡No quiero colonia ni con España


ni con Estados Unidos! ¿Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan?

Hoy he vuelto de Mayagüez y me he detenido en Río Cañas.


Aquí ha nacido Eugenio María de Hostos, quien enseñara,
a pensar a un continente. ¡Gran Eugenio María! Todavía en el aula
madrileña, cuando apenas el bozo le apuntara
y un puñado de pueblos por su pluma esperara,
antes del desengaño y de la angustia, en el amanecer de la esperanza,
¡qué prosa la que el peregrino Bayoán hablara!

Un día ese gran amor de ojos abiertos y de sienes iluminadas


llegó donde Eugenio María. Tornasolado el Avila.
¡Sonriente Caracas!
¡Ah mundo en flor! Escribía: “En aquellos momentos se me lisonjeaba...
Era yo el representante más activo de las Antillas, que aún necesitaban
hombres como yo. Se festejaba a la patria
en mi persona y los puertorriqueños me recibían como la encarnación de su esperanza,
y los cubanos me recibían como al que su patria agradecida recordaba.

Entre los que conocí aquella noche estaba


el,padre de Inda. Por el traje negligente, por las calurosas palabras,
por la vehemencia con que acentuaba
mis opiniones, conocí en él un emigrado y un patriota. Me gustaba
dirigirle la palabra,
porque la recibía con calor de corazón.” Así hablaba.

Como Bayoán a Marién, así conoció él a Inda. Su delicadeza cautivaba.


“Parecía transparente.” Un sol desde sus adentros irradiaba.

Aquella aparición inesperada


objeto de su reflexión en el insomnio de su emoción inopinada
desde entonces lo llenaba y lo desbordaba.
¡En qué prosa de encanto dirá su íntima página!
¡Jamás amor de hombre más bellamente se prosara!

Fue su vida una voluntad tendida hacia


la verdad. Con la verdad pensaba
y fue dueño de tanta
que la noche del tiempo traspasara.
Entre dos siglos, de pie, a ver alcanza
más allá de las letras y las armas.
Nos mira ahora. Nos ve después. Nos ama
y nos enseña y nos proclama
la verdad más redentora y exacta.
A todos ama y para todos quiere la felicidad y la esperanza.
Propiedad para todos en la patria.
Trabajo para todos; y para los niños, los ancianos, los enfermos, holganza.
Producción y consumo para todos. ¡Alabanza
a este veedor de largas distancias!
¡Alabanza para Eugenio María de Hostos! ¡Alabanza!
¡Alabanza para la patria y los pueblos en cuyas necesidades se fundara!
¡Alabanza para los hijos de su larga mirada!

En Jayuya hay un monte trino y otro que lo sobrepasa.


Allí el Valle de Coabey pinta tomates y abre sus casas.

¡Esta es la Tierra de los Muertos, según la leyenda indiana!

Cuando en las alturas huyen las nubes como torcaces retrasadas,


sus sombras huidizas cruzan el Valle como fantasmas.

Pero el monte inmenso no pasa.

En el crepúsculo los grises, los dorados y los malvas


Atenúanse y adelgazan y la gran sombra se los traga.

Pero el monte inmenso no pasa.

En Coabey hay un río que corre, y corre y corre, y nunca pasa.

En Coabey hay un monte inmenso en la inmensidad de la montaña


y hay en Coabey un claro río que salta y ríe con pícaras aguas.
Un hombre un día miró este monte y el mismo día miró esta agua.
En lo inamovible y en lo fugaz vio la perdurabilidad enlazada
como el monte pensó y se queda. Como el agua rió y no pasa.
El vio una sombra galopante. Algunas sombras palicaban.
Hacia un lejano sol; riendo, hacia un lejano sol, marchaba.
Por Coabey pasan muchas sombras. Estas pasan. Pero él no pasa.
De ayer venimos hasta hoy. Ya el trimotor vuela al mañana.
Y el avión proyecta su sombra sobre la tórrida montaña.

Por Coabey ha pasado esta sombra en el frío de la madrugada.


¡Y todos vamos con aquél que hacia un lejano sol se marchaba!

VIII
Luego

Cuando ya había visto estas páginas


el día era muerto. Un riego de estrellas fulguraba
sobre Ciales. Algunos niños corrían por la plaza.
Volvía a guardarse en su pequeño sitio mi larga mirada.
Pero mi sangre había quedado iluminada,
y la campana, que ahora alegremente repicaba,
me ceñía a las sienes una gran alabanza.
Una alabanza de martillos entusiastas,
de plumas y de azadas,
de frescos ríos en cordial llanada
y árboles nuevos en la fiel montaña.
Y ya el jíbaro hondo que adentro me canta
otro batey me acuerda, y la guitarra.

Julia de Burgos (Puerto Rico, 1914-1953)

“Nada”

Como la vida es nada en tu filosofía,


brindemos por el cierto no ser de nuestros cuerpos.

Brindemos por la nada de tus sensuales labios


que son ceros sensuales en tus azules besos;
como todo lo azul, quimérica mentira
de los blandos océanos y de los blancos cielos.

Brindemos por la nada del material reclamo


que se hunde y se levanta en tu carnal deseo;
como todo lo carne, relámpago, chispazo,
en la verdad mentira sin fin del Universo.

Brindemos por la nada, bien nada de tu alma,


que corre su mentira en un potro sin freno;
como todo lo nada, buen nada, ni siquiera
se asoma de repente en un breve destello.

Brindemos por nosotros, por ellos, por ninguno;


por esta siempre nada de nuestros nunca cuerpos;
por todos, por los menos; por tantos y tan nada;
por esas sombras huecas de vivos que son muertos.

Si del no ser venimos y hacia el no ser marchamos,


nada entre nada y nada, cero entre cero y cero,
y si entre nada y nada no puede existir nada,
brindemos por el bello no ser de nuestros cuerpos.

“A Julia de Burgos”

Ya las gentes murmuran que yo soy tu enemiga


porque dicen que en verso doy al mundo tu yo.

Mienten, Julia de Burgos. Mienten, Julia de Burgos.


La que se alza en mis versos no es tu voz; es mi voz;
porque tú eres ropaje y la esencia soy yo;
y el más profundo abismo se tiende entre las dos.
Tú eres fría muñeca de mentira social,
y yo, viril destello de la humana verdad.

Tú, miel de cortesanas hipocresías; yo no;


que en todos mis poemas desnudo el corazón.

Tú eres como tu mundo, egoísta; yo no;


que todo me lo juego a ser lo que soy yo.

Tú eres sólo la grave señora señorona;


yo no, yo soy la vida, la fuerza, la mujer.

Tú eres de tu marido, de tu amo; yo no;


yo de nadie, o de todos, porque a todos, a todos,
en mi limpio sentir y en mi pensar me doy.

Tú te rizas el pelo y te pintas; yo no;


a mí me riza el viento; a mí me pinta el sol.

Tú eres dama casera, resignada, sumisa,


atada a los prejuicios de los hombres; yo no;
que yo soy Rocinante corriendo desbocado
olfateando horizontes de justicia de Dios.

Tú en ti misma no mandas; a ti todos te mandan;


en ti mandan tu esposo, tus padres, tus parientes,
el cura, la modista, el teatro, el casino,
el auto, las alhajas, el banquete, el champán,
el cielo y el infierno, y el qué dirán social.

En mí no, que en mí manda mi solo corazón,


mi solo pensamiento; quien manda en mí soy yo.

Tú, flor de aristocracia; y yo la flor del pueblo.


Tú en ti lo tienes todo y a todos se lo debes,
mientras que yo, mi nada a nadie se la debo.

Tú, clavada al estático dividendo ancestral,


y yo, un uno en la cifra del divisor social,
somos el duelo a muerte que se acerca fatal.

Cuando las multitudes corran alborotadas


dejando atrás cenizas de injusticias quemadas,
y cuando con la tea de las siete virtudes,
tras los siete pecados corran las multitudes,
contra ti, y contra todo lo injusto y lo inhumano,
yo iré en medio de ellas con la tea en la mano.

“Yo misma fui mi ruta”


(De Poema en veinte surcos, 1938)

Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:


un intento de vida;
un juego al escondite con mi ser.
Pero yo estaba hecha de presentes,
y mis pies planos sobre la tierra promisora
no resistían caminar hacia atrás,
y seguían adelante, adelante,
burlando las cenizas para alcanzar el beso
de los senderos nuevos.

A cada paso adelantado en mi ruta hacia el frente


rasgaba mis espaldas el aleteo desesperado
de los troncos viejos.

Pero la rama estaba desprendida para siempre,


y a cada nuevo azote la mirada mía
se separaba más y más de los lejanos
horizontes aprendidos:
y mi rostro iba tomando la expresión que le venía de adentro,
la expresión definida que asomaba un sentimiento
de liberación íntima;
un sentimiento que surgía
del equilibrio sostenido entre mi vida
y la verdad del beso de los senderos nuevos.

Ya definido mi rumbo en el presente,


me sentí brote de todos los suelos de la tierra,
de los suelos sin historia,
de los suelos sin porvenir,
del suelo siempre suelo sin orillas
de todos los hombres y de todas las épocas.

Y fui toda en mí como fue en mí la vida…

Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:


un intento de vida;
un juego al escondite con mi ser.
Pero yo estaba hecha de presentes;
cuando ya los heraldos me anunciaban
en el regio desfile de los troncos viejos,
se me torció el deseo de seguir a los hombres
y el homenaje se quedó esperándome.

Ver:

1) Rivera Villegas, Carmen M. “JUlia de Burgos aqua y allá: su poética en Puerto Rico y
en Estados Unidos”, http://www.sg.inter.edu/revista-ciscla/volume30/rivera.htlm

Ferré, Rosario (Puerto Rico, 1942)


Papeles de Pandora (1976)

“La muñeca menor”

La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral
como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se
bañaba a menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en
cola de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve.
La cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados
con el sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos
habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una
mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a casa en
parihuelas retorciéndose de dolor.

El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida
por una chágara viciosa. Sin embargo, pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo de
un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había introducido
dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado a
engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a salir. La tía
estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el
muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún
más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover
sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la chágara
enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.

Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa
de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando
a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su
hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por
aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor
con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se
desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella
las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su
alrededor y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el
perfume de guanábana madura que supuraba la pierna en estado de inquietud.

Cuando las niñas fueron creciendo, la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al
principio, eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones
perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la
reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de
regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de
ellas, ni siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar
necesidad. La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que
correspondieran a la estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve
y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa
para que la habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió dieciocho
años había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la
puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en un cuarto de muñecas del palacio
de las tzarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de
hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos
placeres, sino que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una
de las muñecas canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así
cuando tenías dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la
dimensión del hueco que le dejaban entre los brazos.

El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente al
cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los
cambios de aguas de las cañas y sólo sal-a de su sopor cuando la venía a visitar el doctor
o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar
para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los
peones de la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros
incas, a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de
todos los colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su
habitación a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego he
hacía una mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva
dentro de dos caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito
en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte
marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el
cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y
con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos
relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para
que el sol y el aire secaran los cerebros algobonosos del guano gris. Al cabo de algunos
días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia
por la boca de la muñeca.

Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que estuviera
hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa en
todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado
sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendieses a
reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los
lavaba con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre
camas de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las
muñecas no variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las
más pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada
una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.

La niñas comenzaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les regalaba
a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa:
“Aquí tienes tu Pascua de Resurrección”. A los novios los tranquilizaba asegurándoles
que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las
casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las
niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta
maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de aquella
exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas
de bordados nevados y pantaletas de Valenciennes. Las manos y la cara de estas muñecas,
sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche cortada.
Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena de
guano, sino de miel.

Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando el
doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de
sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y
se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada
por la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó cuidadosamente..
La tía pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba
viva, y cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que
palpara el movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró
fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es
cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había
pagado los estudios durante veinte años.

En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era evidente su
interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se
presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler
de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se
sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que
le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas
de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como quien coge
el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le intrigaba su
perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne del delfín.

El día de la boda, la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y encontrarla


tibia, pero lo olvidó enseguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos y la
cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció en la
sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche. Había,
además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los
ojos sus dormilonas de brillantes.

El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un bloque
de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban
por la calle supieses que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo de
calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de
papel, sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los
ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con
una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero
con los ojos bajos.

A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la


menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una
buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en
la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían
descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían
devorado. “Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las
hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar
quebrándose los dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva
subterránea”. Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar
nada.

Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela
del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de
cerca de un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía sentada
en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando
los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se acomodaban
cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas,
percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la
lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles
de restregarse las manos como si fueran patas.

Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba poniendo
viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando él la iba a
visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar a su habitación para observarla
durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio sobre
su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó los párpados y
por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las
chágaras.

García Ramis, Magali (Puerto Rico, 1946)

La familia de todos nosotros (1976)


Una semana de siete días

Mi madre era una mujer que tenía grandes los ojos y hacía llorar a los hombres. A veces
se quedaba callada por largos ratos y andaba siempre de frente al mundo; pero aunque
estaba en contra de la vida, a mí, que nací de ella, nunca me echó de su lado. Cuando me
veían con ella, toda la gente quería quedarse conmigo. “Te voy a robar, ojos lindos”, me
decían los dependientes de las tiendas. “Déjala unos meses al año acá, en el verano, no es
bueno que esa niña viaje tanto”, le habían pedido por carta unas tías. Pero mi madre
nunca me dejaba. Caminábamos el mundo de mil calles y cien ciudades y ella trabajaba y
me miraba crecer y pasaba sus manos por mi pelo cada vez que me iba a hacer cariños.
En cada lugar que vivíamos mamá tenía muchos amigos –compañeros les decía ella- y
venían a casa de noche a hablar de cosas, y a veces a tocar guitarra. Un día mamá me
llamó seria y suave como hacía cuando me iba a decir algo importante. “Vamos a
regresar a casa”, me dijo, “papá ha muerto”. Muerto. Los muertos estaban en los
cementerios, eso sí lo sabía yo, y nuestra casa era este departamento azul donde, como en
todos los que habíamos estado, mamá tenía la pintura del señor de sombrero con fusil en
la mano, la figura de madera de una mujer con su niño, un par de fotos de un hombre que
ella ponía en el cuarto y una de otro hombre que ella pegaba en la pared junto a mi cama.
“No hay tal papá Dios, este hombre es tu padre, tu único papá”, me decía. Y yo lo miraba
todas las noches, a ese hombre de pelo tan claro y ojos verdes que ahora estaba muerto y
nos hacía irnos de casa.

No me puedo acordar cómo llegamos a la isla, sólo recuerdo que allí no podía leer casi
nada aunque ya sabía leer, porque les daba por escribir los nombres de las tiendas en
inglés. Entonces alguien nos llevó en un auto a San Antonio. Antonio se llamaba mi
padre y ése era su pueblo. Antes de salir para San Antonio mi madre me compró un traje
blanco y otro azul oscuro y me puso el traje azul para el viaje. “Vas a ver a tu abuela de
nuevo”, me dijo. “Tú vas a pasar unos días con ella, yo tengo unos asuntos que atender y
luego iré a buscarte. Tú sabes que mamá no te deja nunca, ¿verdad? Te quedarás con
abuela una semana, ya estás grande y es bueno conocer a los familiares”.

Y así de grande, más o menos, llegué dormida con mamá a San Antonio. El auto nos dejó
al lado de una plaza llena de cordones con luces rojas, verdes, azules, naranjas y
amarillas. Una banda de músicos tocaba una marcha y muchos niños paseaban con sus
papás. ¿Por qué hay luces, mamá”? “Es Navidad”, fue su única respuesta. Yo cogí mi
bultito y mamá la maleta, y me llevó de la mano calle arriba, lejos de la plaza que me
llenaba los ojos de colores y de música. Caminamos por una calle empinada y ya
llegando a una colina nos detuvimos frente a una casa de madera de balcón ancho y tres
grandes puertas. Yo me senté en un escalón mientras mi madre tocaba a la puerta de la
izquierda. Desde allí, sentada, mis ojos quedaban al nivel de las rodillas que una vez le
habían dicho que eran tan bonitas.
“Tus rodillas son preciosas, y tú eres una chulería de mujer”, le decía el hombre rubio a
mamá y yo me hacía la dormida en la camita de al lado y los oía decirse cosas que no
entendía. De todo lo que se dijeron y contaron esa noche, lo único que recuerdo es que
sus rodillas eran preciosas. Aquel hombre rubio le decía que la quería mucho, y que a mí
también, y que quería casarse con ella –pero ella no quiso. Un día estábamos sentados en
un café y le dijo que no volviera, y allí mismo él pagó la cuenta y se fue llorando. Yo
miré a mi madre y ella me abrazó.

Hacía frío y creí que me iba a dormir de nuevo, pero no me dio tiempo porque detrás de
la puerta con lazo negro una voz de mujer preguntó: ¿Quién? “Soy yo, Doña Matilde,
Luisa, he venido con la niña”. La mujer abrió la puerta y sacó la cabeza para mirar al
balcón y allí en la escalera a su derecha estaba yo, mirando a esa mujer con los ojos
verdes de mi padre. “Pasen, pasen, no cojan el sereno que hace daño”, dijo la abuela.
Pasamos un pasillo ancho con muchas puertas a los dos lados, y luego un patio sin techo,
en el medio. ¿”Por qué tiene un hoyo esta casa, mamá”? “Es un patio interior, las casas de
antes son así”, dijo mamá, y seguimos caminando por la casa de antes hasta llegar a un
comedor. Allí estaba Rafaela, la muchacha de abuela que era casi tan vieja como ella.
Nos sentamos a tomar café con pan y mamá habló con la abuela.

Al otro día amanecí con la payama puesta en una cama cubierta con sábanas y fundas de
flores bordadas, tal alta que tuve que brincar para bajarme. Busqué a mamá y me asustó
pensar que quizás ya se había ido por una semana y me había dejado sin despedirse, y yo
en payamas. Entonces oí su voz: “La nena ha crecido muy bien, Doña Matilde. Es
inteligente, y buena como su padre”. “Tiene los ojos Ocasio”, dijo la abuela. “Yo sé lo
que usted piensa, que tanto cambio le hace daño, y yo sé que usted no está de acuerdo con
la vida que yo llevo, ni con mis ideas políticas, pero deje que la conozca a ella para que
vea que no le ha faltado nada: ni cariño, ni escuela, ni educación”. “El preguntó por ti
antes de cerrar los ojos, siempre creyó que tú volverías”, contestó la abuela, como si cada
una tuviera una conversación aparte. “Mamá, mamá, ya me desperté”, dije. “Ven acá,
estamos en el patio”, me contestó. “Pero no sé dónde está mi bata”, grité, porque ella
estaba diciéndole a abuela que yo tenía educación y aunque nunca me ponía la bata eso
ayudaría a lo que mi mamá decía. “Olvídate de eso, si tú no te la pones, ven”, repitió
mamá, que nunca fingía nada. Yo me acerqué y vi de frente a la abuela que era casi tan
alta como mi madre y con su pelo recogido en redecilla me sonreía desde una escalerita
donde estaba trepada podando una enredadera en ese patio sembrado de helechos y
palmas. “Saluda a tu abuela”. “Buenos días, abuela”, dije. Y ella bajó de la escalera y me
dio un beso en la cabeza.

Durante el desayuno siguieron hablando mi madre de mí y mi abuela de mi padre. Luego


me pusieron el traje blanco y fuimos al cementerio. Hacía una semana que lo habían
enterrado, nos contó la abuela. Vimos la tumba que decía algo y después tenía escrito el
nombre de mi papá: Antonio Ramos Ocasio Q.E.P.D. “Yo sé que tú no eres creyente,
pero dejarás que la niña se arrodille y rece conmigo un padrenuestro por el alma de su
padre...” Mi madre se quedó como mirando a lo lejos y dijo que sí. Y así yo caí hincada
en la tierra en el mundo de antes de mi abuelo, repitiendo algo sobre un padre nuestro que
estaba en los cielos y mirando de reojo a mamá porque las dos sabíamos que ese padre no
existía.

“Mamá, ¿esta noche me llevas a aquel sitio de las luces?” le pregunté ese día. ¿”A qué
sitio”? preguntó la abuela, recuerda que en esta casa hay luto”. “A la plaza pregunta ella,
Doña Matilde. No frunza el ceño, recuerde que en este pueblo nadie nos conoce, que ella
nunca ha estado unas Navidades en un pueblo de la isla, y que yo me voy mañana...” y
terminó de hablar con miradas. Abuela respiró hondo y se miró en mis ojos.

Esa noche fuimos a la plaza mamá y yo. De nuevo, había mucha gente paseando.
Vendían algodón de azúcar color rosa, globos pintados con caras de los reyes magos y
dulces y refrescos. Había kioskos con comida y muchas picas de caballitos donde los
hombres y los muchachos apostaban su dinero. Y la banda tocó marchas que le daban a
uno ganas de saltar. Yo me quedé calada todo el tiempo porque todo eso me iba entrando
por los ojos y de tanto que me gustaba me daba ganas de llorar. “No te pongas triste”, me
dijo mamá. “No estoy triste, es que estoy pensando, mamá”, le expliqué, y ella me llevó
hasta un banquito de piedra. Nos sentamos justo encima de donde decía: “Siendo alcalde
de San Antonio el honorable Asencio Martínez, se edificaron estos bancos con fondos
municipales para el ornato de esta ciudad y la comodidad de sus habitantes”. “Mamá se
tiene que ir mañana a la ciudad a donde llegamos primero. Va a estar solamente una
semana yendo a muchas oficinas y es mejor que te quedes esos días acá con abuela, ¿me
entiendes, cariño? Tú sabes que mamá nunca te ha mentido, si te digo que vuelvo,
vuelvo. ¿Te acuerdas la vez que te quedaste unos días con Francisco, el amigo de mamá?

Las dos cotorras que tenía Francisco hablaban. Vivimos con él un tiempo y una vez que
mamá tuvo que ir a un sitio importante me dejó con él unos días. Cuando regresó me trajo
una muñeca japonesa con tres trajecitos que se le cambiaban y Francisco me hizo cuentos
de los hombres del Japón. Un tiempito después mamá llegó y nos dijo que había
conseguido trabajo en otra ciudad y que teníamos que mudarnos ese día. Francisco quiso
mudarse con nosotras; mamá le dijo que no. Y nos despidió en la estación del tren con los
ojos llenos de lágrimas, de tan enamorado que estaba de mi madre.

“Sí, mamá, me acuerdo”, le dije. “Pues es igual. Mamá tiene cosas muy importantes que
hacer. La abuela Matilde es la mamá de tu papá. Ella te quiere mucho ¿viste que sobre su
tocador hay un retrato de cuando tú eras pequeñita. Ella te va a hacer mañana un
bizcocho de los que te gustan. Y te hará muchos cuentos. Y ya enseguida pasa la semana.
¿Estamos de acuerdo?”. Yo no lo estaba por nada del mundo, pero mamá y yo éramos
compañeras, como decía ella, y siempre nos dábamos fuerzas una a la otra. Así que yo
cerré mi boca lo más posible y abrí mis ojos lo más que podía, como hacía cada vez que
me daba trabajo aceptar algo y le dije sí, mamá, de acuerdo, porque yo sabía que ella
también se asustaba si estaba sin mí. Y nos dimos un abrazo largo allí sentadas encima
del nombre del alcalde y del ornato, que quería decir adorno, me explicó mi mamá.

Al otro día, frente a la plaza ahora callada después del almuerzo, nos despedimos de
mamá, que subió en un auto lleno de gente. “Las cosas en la ciudad no están muy
tranquilas, Luisa, cuídate, no te vaya a pasar nada”. “No se preocupe, Doña Matilde, sólo
voy a ver al abogado para arreglar eso de los papeles de Antonio y míos, y enseguida
vuelvo a buscar la niña y nos vamos. Cuídela bien y no se preocupe”.

¿”Tú sabes cuánto es una semana”? “Sí, abuela, es el mismo tiempo que papá lleva
enterrado”. “Sí, pero en tiempo, hijita, en días ¿sabes? “me preguntó abuela luego de que
se fuera mamá. “No, abuela”. “Son siete, siete”, me repetía, pero yo nunca fui buena con
los números ni entendí bien eso del tiempo. Los que sí recuerdo es que entonces fue
tiempo de revolú. Una noche se oyeron tiros y gritos, y nadie salió a las calles ni a la
plaza. Por unos días todos tenían miedo. Abuela tomaba el periódico que le traían por las
mañanas al balcón y leía con mucho cuidado la primera página y luego ponía a Rafaela a
leerle unas listas de nombres en letras demasiado chiquititas para su vista que venían a
veces en las páginas interiores. A mí no me lo dejaban ver. Yo sólo podía leer rápido las
letras negras grandotas de la primera página que decían cosas como DE TE NI DOS LE
VAN TA MI EN TO SOS PE CHO SOS Y IZ QUIER DIS TAS que yo no entendía.

Una noche después, llegaron unos hombres cuando nos íbamos a acostar Rafaela, abuela
y yo. “Súbete a la cama, anda”, me dijo muy seria la abuela. Yo la obedecí primero y
luego me bajé. Corrí de cuarto en cuarto hasta llegar al que daba a la sala y me puse a
escuchar. Ya los hombres estaban en la puerta y sólo pude oír cuando decían: “De modo
que no trate de sacarla del pueblo y mucho menos de la isla. Sabemos que ella vendrá por
la niña, y tenemos orden de arresto”. “Mire, señor policía”, le decía la abuela, “yo estoy
segura que ella no tuvo nada que ver. Le repito que vino a la isla solamente porque murió
mi hijo, ella ya no está en política, créame, ¿por qué hay orden de arresto”? “Ya está
avisada, señora, hay que arrestar a todos esos izquierdistas para interrogarlos. Y si no
tuvo que ver ¿por qué se esconde Hay testigos que afirman que la vieron en la Capital,
armada... ¿eso es ser inocente? Con que ya lo sabe, la niña se queda en el pueblo.

La niña era yo, eso lo supe enseguida, y en lo que la abuela cerraba la puerta corrí cuarto
por cuarto de vuelta a mi cama. Abuela vino hasta donde mí. Yo me hice la dormida pero
no sé si la engañé porque se me quedó parada al lado tanto rato que me dormí de verdad.

Ahora estoy en el balcón esperando que me venga a buscar mi mamá, porque sé que
vendrá por mí. Todos los días pienso en ella y lo más que recuerdo es que tenía unos ojos
grandes marrones y que era una mujer que hacía llorar a los hombres. Ah, y que nunca
me mentía; por eso estoy aquí, en el balcón, con mi bultito, esperándola, aunque ya ha
pasado más de una semana, lo sé porque ya sé medir el tiempo, y porque mis trajes
blanco y azul ya no me sirven.

Edgardo Rodríguez Juliá


(Puerto Rico, 1946)

Sinopsis de “Puerto Rico y el Caribe: historia de una marginalidad”, Revista La


Torre, Río Piedras, 1989, 17 p.

En 1884, Francisco Oller regresó a Puerto Rico. Nuestro más destacado pintor del siglo
XIX, cuya paleta se formó en Francia junto a la de Cézanne y el también caribeño Camile
Pisarro, participando en el desarrollo del impresionismo como uno de sus principales
propulsores, daba así un paso irrevocable en su desarrollo como artista plástico. La tenue
luz impresionista del cuadro El estudiante –pintado en 1877- iría quedando atrás, ya para
siempre. La luz mortificante del trópico entonces comenzaría a inundar sus cuadros.

Si Fanon nos señaló la realidad del maniqueísmo colonial, los grandes escritores y artistas
del Caribe coinciden en hablarnos de esa modorra, o taedium vitae, tan característica de
estos tristes trópicos, condición colonial en que el alma, la interioridad, está como
suspendida, indecisa entre una sociedad chata, a medio hacer, esa exterioridad de la vida
con un pasado precario y un porvenir incierto, y la nostalgia de una tradición no del todo
ajena pero tampoco propia, es decir, la cultura occidental del colono, la cultura asiática
del emigrante o peón, la cultura africana del esclavo arrastrado a estas tierras.

Esa marginalidad crea un territorio de ensoñación o conduce al exilio. En el caso de Oller


el sutil cromatismo impresionista dio paso, paulatinamente, a un realismo menos ocupado
con los delicados cambios de luz sobre las formas que en la formulación pictórica, casi
emblemática, de los espacios y concreciones –flora y vivienda, bodegones y paisajes
campestres- de la vida señorial fundada en la hacienda y sus memorias.

Los paisajes y bodegones de Oller son una especie de asidero; a través de ellos el artista
desarraigado recupera su país de origen. Estos son espacios perfectos y apacibles; sólo se
escucha ese silencio yacente de los guineos manzanos junto a los mangós, de los plátanos
detrás de las guanábanas, o el rumor de la quebrada bajo la sombra de las palmas reales.
Es la promesa de una raza cósmica alimentada con el panapén traído de la lejana Tahití,
donde el sol inclemente se ha domeñado con las palmeras de Malasia, donde los trapiches
se adormilan bajo las frondas de un flamboyant transplantado de Madagascar. La galería
y los barandales evocan ese otear de la sociedad esclavista, la mirada señorial tendida
desde la posesión de vidas, cultivos y haciendas.

En 1893 Oller pinta un enorme lienzo tamaño mural que tituló El Velorio. Oller se ha
transformado en un costumbrista satírico; la amargura comienza a traspasar su arte.

Cuando el Oller de los serenos espacios señoriales llega a la sátira de El Velorio, su


amargura no es sólo la de enjuiciar una costumbre que le parece salvaje –celebrar con
fiesta y ron la muerte del niño que supuestamente subiría al cielo- sino condenar ese
enardecimiento del ánimo tan de los puertorriqueños, condición que advirtió el botánico
francés Ledrú cuando nos visitó en el siglo XVIII. En la descripción de esta obra enviada
al Salón de 1895 el artista habla, en un tono condenatorio, de “una orgía de apetitos
brutales bajo el velo de una superstición grosera”. Este baquiné es una escena donde la
coincidencia, en un mismo espacio, del peninsular, del negro y jíbaro criollo resulta
perturbadora. Según Ledrú la exaltación del criollo surgía del calor, de la ingestión de
alcoholes –como dice José Luis González en su reciente Visita al cuarto piso- y de una
inclinación al desenfreno amoroso. Estas tres condiciones aparecen en el lienzo; la
atmósfera en el espacio abigarrado del bohío resulta asfixiante, una pareja a la izquierda
se abraza frente a un borracho que derrama el contenido de una botella, otro jíbaro bebe
la última gota de su botella hacia el centro del cuadro.*

Ledrú señalaba que el elemento más hacendoso y digno de aquella sociedad dieciochesca
era el mulato. En El Velorio la única figura digna es la de un negro pordiosero de Río
Piedras llamado San Pablo. Éste le sirvió de modelo a Oller para destacar la única
posibilidad de recato en todo el lienzo.

En este lienzo el calor del trópico es una coraza asfixiante que reduce cada personaje a su
soledad. Pasamos de la apacible utopía señorial que se resume en los bodegones,
coincidencia lírica de todos los frutos del orbe, a una heterotopía perturbadora donde las
distintas etnias de nuestro duelo sólo pueden convivir en disonancia. La imagen como en
la novela La charca, de Zeno Gandía, es la de un mundo estancado y sin salida, donde el
mestizaje es sólo la piel de distancias insalvables, soledades irredentas.

Estas dos imágenes de la utopía y la heterotopía, el diálogo íntimo entre ellas, enmarcan
las meditaciones que siguen.

***

Decía mi maestro Charles Rosario, que para nosotros, los puertorriqueños, el término
antillana tiene significado pleno, pero no los términos caribeño o caribeñidad. Uno nos
congrega en la experiencia histórica y cultural compartida con las Antillas Mayores, el
otro –the Caribbean- nos somete a una categoría suprahistórica, a un invento de la
objetividad sociológica, antropológica o etnológica de origen anglófono, objetividad que
siempre funciona en contra del colonizado, como señaló Fanon.

He aquí una polémica que no pienso bizantina, y a la cual debemos dirigirnos hoy que se
habla de caribeñizar a Puerto Rico, de la caribeñización de la sociedad puertorriqueña.

El pensamiento independentista antillano del siglo XIX concibió una especie de utopía, o
desiderátum histórico, que conocemos como Confederación Antillana. Aquel espacio de
congregación, sitio de supuestas coincidencias históricas y culturas evidentemente
hermanadas por la lengua, se formuló desde un racionalismo progresista que hoy nos
parece algo ingenuo: los pueblos que habían sufrido el mismo colonialismo, y también
sistemas parecidos de explotación económica, estarían llamados a reunirse bajo una
organización política que garantizase su pasado histórico y protegiese su independencia
venidera. En el caso de Santo Domingo se trataría de coartar aquella tendencia a la
anexión que representó la mala aventura de Buenaventura Báez.

Una vez liquidada esa posibilidad por las vicisitudes históricas que todos conocemos, a
Puerto Rico se le presenta hoy otro desiderátum, esa caribeñización que, nuevamente,
presupone la coincidencia, en un espacio político, de pueblos hermanados por un pasado
de colonialismo europeo y sistemas parecidos de explotación. Y esta propuesta, o este
discurso, supone ya no una lengua común, o una experiencia histórica derivada del
mismo colonialismo español, sino unas coincidencias más abarcadoras, a veces difusas,
otras veces aterradoramente concretas.

Ahora bien, ¿qué bases reales existen para la llamada caribeñización de Puerto Rico?

La idea de la Confederación Antillana, hoy, vista de cerca, nos resulta ingenua cuando
nos adentramos en las diferencias y semejanzas de las Antillas Mayores. Si bien es cierto
que Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba fueron hermanadas por una potencia europea
que les impartió el sello de un colonialismo común, fácilmente podemos advertir las
diferencias fundamentales entre la experiencia histórica nuestra y la del resto de las
Antillas Mayores.

Ya hacia finales del siglo XIX, Santo Domingo era independiente, Cuba había sufrido
una guerra independentista de diez años y Puerto Rico había protagonizado un Grito de
Lares que apenas duró dos días. Tanto en Cuba como en Santo Domingo, el sistema de
explotación económica había sido más cruento: en Cuba la caña y el tabaco habían sido
cultivados intensamente, la mano de obra esclava era más numerosa. Santo Domingo
tendría que luchar por su independencia contra una potencia vecina –Haití- cuyo
fundamento económico se remontaba a una de las explotaciones más intensas de hombres
y tierras que ha conocido la historia de la humanidad. En Puerto Rico la explotación que
tenía como marco de referencia la hacienda se desarrolló, a una escala menor, junto a
modos autárquicos de sobrevivencia y junto al contrabando. Las otras Antillas Mayores
forjaron burguesías nacionales independentistas. Puerto Rico, como bien ha dicho José
Luis González, nunca desarrolló una burguesía nacional con capacidad para defender
eficazmente sus intereses. En Puerto Rico, la debilidad del estado como tal, esa situación
que tanto alarmó a O’Reilly y al despotismo ilustrado de Carlos III, se debió tanto a
nuestra condición de baluarte militar como a la debilidad ancestral de nuestra economía.

A pesar de esto, hay unos vínculos evidentes que se remontan a una cultura surgida de la
misma situación geográfica y el contacto de lo español con otras culturas: el ajiaco
cubano, el sancocho dominicano y el guiso puertorriqueño, que también se llama
sancocho, surgen de esa suculenta olla podrida peninsular que el criollo y el esclavo
preparaban según las menudencias de viandas y carnes que proveía una sobrevivencia
muchas veces paupérrima. Si el barroco cubano de un Lezama Lima y un Carpentier
lograron sus mejores páginas desde una escritura arcaizante, la mejor poesía de Palés
evoca la poesía española renacentista. La salsa puertorriqueña no es otra cosa que la
música cubana –el son montuno y el guaguancó- pasada por la experiencia puertorriqueña
de Nueva York y su contacto con el jazz latino; el trombón de nuestra instrumentación
plenera se integra al sonido de las charangas y conjuntos cubanos. El merengue
dominicano ha sustituido a la salsa como el baile favorito de los puertorriqueños.
Entonces está la misma lengua española: tres variantes antillanas del español atlántico
matizado por andaluces y canarios. En nuestros campos los jíbaros más viejos hablan un
español arcaico que evoca el castellano del siglo XVI.

Estos vínculos, desde la concreción y cotidianidad de una experiencia antillana común,


componen una cercanía que las distancias en otros órdenes no pueden borrar.

También podemos concebir un espacio horizontal, cotidiano, donde Puerto Rico se


vincularía con el resto del Caribe. Entonces the Caribbean deja de ser una acomodaticia
categoría de estudios anglófonos para convertirse en algo palpable y vital.

El sancoche trinitario es el sancocho boricua. Nuestra música de plena –el ritmo


característico de la costa- posiblemente se originó con la visita de isleños del Caribe
inglés. La plena sería entonces una música creada en Ponce por una familia de apellido
Clark-George. El carrucho, es el lambi haitiano, casi el plato nacional de ese país,
servido, como en Puerto Rico, con tostones y el mojo llamado isleño. El calypso vuelve a
ser furor en Puerto Rico. Nunca desapareció del todo en Vieques y Culebra.

Si el espacio arquitectónico es un ingrediente importante de la memoria, Puerto Rico


comparte con sitios tan lejanos, en otros órdenes, como Trinidad, algunos rasgos
interesantes: la casa campesina puertorriqueña, con su piso o soberao levantado sobre la
tierra por zocos, es una versión sin balcón de la case de Trinidad, también levantada
sobre el nivel del terreno. La presencia de las galerías, de esos amplios barandales desde
los cuales se otean montes combos y apacibles, cocoteros que se mueven según los
caprichos de los vientos alisios, son todavía, para los puertorriqueños de mi generación,
un fuerte vínculo con el Caribe inglés y francés. El Jacmel que conoció Betances, en uno
de sus periplos antillanos, hoy se parece al pequeño pueblo donde me crié en los años
cincuenta. Los colores de las casas de los campesinos haitianos –esos verde chatré y los
azules eléctricos, combinados con el rojo ladrillo- aún se pueden ver en algunas casas de
un barrio proletario sanjuaneño como Villa Palmeras. Los calados en madera de muchas
casas señoriales del oeste de Puerto Rico llegan a su culminación en Haití. El
omnipresente zinc a cuatro o dos aguas, el alto plafón sirviéndole de caja de resonancia a
esos aguaceros que cantó Césaire en Blues de la Pluie, son para mí valores perdidos
desde la adolescencia, y que sólo podría recuperer convirtiéndome en un turista del
propio Caribe. Pero la casa volcada hacia la calle, mediante el balcón o la galería, es una
experiencia que los puertorriqueños de la generación de mi hijo no pueden tener si no es a
través de las rejas, ese imperativo de la arquitectura puertorriqueña una vez abandonamos
los diseños y designios de Levitt and Sons y nos enfrentamos a la criminalidad rampante
que cubre la isla. Muchos puertorriqueños jóvenes no tienen la menor idea de lo que es el
glacis de una hacienda cafetalera.

Del mismo modo que mi generación ya no recuerda los bohíos de los campesinos más
pobres de la década de los treinta. A veces la falta de techo se resolvía con la
construcción de un bohío techado con matojos o yaguas y levantado con tablas de palma.
El piso era de tierra. Lo que aún se puede ver en Haití, mi generación, los hijos del ELA,
lo conocemos por las anécdotas y advertencias de nuestros padres. La restauración del
Viejo San Juan nos queda como un vínculo con un pasado aún más remoto; pero los
espacios del Puerto Rico contemporáneo comienzan a distanciarse, ya irremediablemente,
de los del resto del Caribe. Aquella cultura criolla y señorial, de las tardes lánguidas que
transcurrían según el rechinar de los sillones de caoba, casi ha desaparecido en Puerto
Rico.

Mi tío abuelo, el novelista Ramón Juliá Marín, se lamentaba hacia 1912 de cómo la casa
solariega de su familia había sido convertida en almacén. Me crié en una de esas casas de
amplias galerías; en los bajos, la parte a nivel de la calle, se almacenaba el café; a veces
mi abuela cedía a la tentación de quebrar la armonía del caserón y alquilaba esos bajos
para algún negocio. Si le contara esto a mi hijo sería como hablarle de un país remoto.
Pocos jóvenes puertorriqueños saben lo que es una estantería de ausubo; todos saben lo
que es MTV y dónde queda Orlando. Nuestros espacios se van pareciendo más a los de
esta ciudad en la Florida que a los de Santo Domingo.

Cuando José Luis González habla de caribeñizar a Puerto Rico está hablando de
recordarle a Puerto Rico dónde está. Pero en verdad, ¿estamos más cerca de Puerto Rico
que de Orlando?

Los bodegones de Oller, con sus mangós de la India, guanábanas antillanas, guineos
africanos y pajuiles, se confunden con las cornucopias que vienen del norte: los
puertorriqueños consumimos manzanas, peras, albaricoques, uvas sin semillas de
California y melocotones. Algunas veces los food stamps nos permiten comprar alguna
que otra rodaja de salmón fresco. La mayoría de nuestros adolescentes no podría
diferenciar hoy entre un níspero y una batata. Es una generación que jamás ha visto un
mosquitero.

Ya en los años cincuenta los artistas y escritores puertorriqueños satirizaban esa


particular alineación que ha sufrido el puertorriqueño respecto de su clima y paisaje. Por
aquel entonces, algunas mansiones de la nueva burguesía creada por el ELA ostentaban
chimeneas.

La memoria de los espacios, la cultura culinaria y la música, esa cotidianidad horizontal,


aún nos unía al resto del Caribe, hace treinta y pico de años, con una fuerza evidente.
Pero hoy Puerto Rico se aleja cada vez más de sí mismo.

El inventario de nuestra memoria colectiva progresivamente se hace más angosto, ello a


pesar de un nacionalismo –y hasta chauvinismo- que se ha ido forjando paradójicamente
en la cultura popular, el media, y en nuestro contacto con las emigraciones de cubanos y
dominicanos a nuestro suelo: el equipo de baloncesto puertorriqueño es un orgullo
nacional; los cigarrillos Salem se venden con la imagen de un Puerto Rico apacible y
lírico que ya no existe. Las parejas yuppies, que descubren en sus jeeps Suzuki las
bellezas de un Puerto Rico cada vez más remoto, también fuman Winston. El Ron Don Q
se vendió hace unos años con imágenes sacadas de una vida señorial de ensoñación,
donde el mundo de la hacienda, aquella aristocracia de dril que mencionaba Palés,
aparece embellecida por la nostalgia. La bandera puertorriqueña –proscrita durante los
años treinta por su identificación con el nacionalismo de Albizu- aparece por todos lados,
lo mismo en las envolturas del queso blanco que en las gorras. Pero recientemente se fue
a la quiebra la cerveza Corona, una de las últimas puertorriqueñas. Los puertorriqueños
preferimos fatalmente la Heinecken y la Schaefer.

¿Qué quiere decir caribeñizarnos? Aquel Caribe horizontal, el cotidiano, que nos unía, en
muchas instancias se remonta a modos de producción felizmente superados. ¿Es que no
estamos hablando también de una cotidianidad que tuvo por marco la vida de la gran y
pequeña burguesía rural patricia, el mundo de la hacienda y la esclavitud, del peonaje en
el infierno del cañaveral o el cafetal? ¿No es la añoranza de aquel pasado una forma
sinuosa de esa vocación reaccionaria que padecen muchos intelectuales y artistas de
países en desarrollo?

Alguien me dirá que es precisamente nuestra alineación lo que nos obliga a plantear el
Caribe como consigna. Pero entonces, ¿no se va pareciendo nuestra disyuntiva a la de la
intelectualidad española a partir de 1898? Para ellos –desde su marginalidad- la consigna
era españolizar a Europa o europeizar a España. Hacia los años sesenta esa disyuntiva se
le plantearía a Juan Goytisolo con una urgencia progresivamente contradictoria: deseaba
que España saliera del estancamiento medieval del franquismo; reconocía, a la vez, que
los éxitos de éste en el plano social y económico –la modernización de España- habían
transformado, ya sin remedio, modos de vida ancestrales que él apreciaba.

Tendríamos que formular nuestra pregunta: ¿hay que caribeñizar a Puerto Rico o hay que
puertorriqueñizar al Caribe?

La primera consigna tiene un marco socioeconómico y cultural ya apenas compartido. La


segunda contiene unas interrogantes perturbadoras, porque puertorriqueñizar al Caribe,
¿no se refiere ello a una especie muy particular de alineación cultural y política?

Al intentar una respuesta honesta para esta pregunta vuelven a surgir distancias
insalvables. Nos habíamos olvidado de que el Caribe es simultáneamente un espacio de
congregación y una heterotopía, sitios donde culturas y razas han coincidido en una
yuxtaposición precaria. ¿Somos las islas donde se han congregado memorias de un
pasado que no fue del todo nuestro? De frente a futuros inciertos, Walcott nos habla de
una particular amnesia que sufre el exiliado caribeño:

Some deeep, amnesiac blow. We left


Somewhere a life we never found.

Compartimos un espacio; pero ¿compartimos un proyecto histórico? Se nos impone


entonces la imagen de una Babel donde los isleños no nos comunicamos fácilmente, ni
desde nuestro pasado, ni desde nuestro porvenir. Las diferencias lingüísticas, la
asincronía de los desarrollos económicos, las diferencias reales entre el colonialismo
inglés, el español, el francés y el norteamericano, ahora se evidencian de manera notable.

Puerto Rico es devuelto nuevamente a su marginalidad: es en nuestra historia donde se


tocan la antillanía y la caribeñidad. Las Antillas mayores y las menores cobran en Puerto
Rico una imagen desfigurada de sus propios pasados y posibilidades. Nuestra
marginalidad respecto de las Antillas mayores nos colocó en el sendero de la American
way of life. ¿Es nuestro actual modo de vida alucinante lo que hoy nos coloca en el
sendero del otro Caribe? Cuando nuestro gobierno habla de plantas gemelas y
cooperación económica, de Puerto Rico como la punta de lanza de la política económica
estadounidense para el Caribe, no dejo de estremecerme de suspicacia. ¿Estamos
hermanados nuevamente, con el resto de ese Caribe alterno a la antillana, en la condición
de padecer la historia pero no protagonizarla?

¿Puede ser el desarrollo de Puerto Rico modelo para alguien? ¿Será posible que nuestra
dependencia política y económica, nuestra violencia social se conviertan en proyectos
para un Caribe alterno? ¿Qué diálogo se puede establecer entre países en vías de
desarrollo y un país cuyo progreso se ha hipertrofiado, transformándose en un furor
consumista que posterga la producción?

Se puede señalar que mis temores apenas tienen fundamento; la caribeñización es, en
realidad, un proceso que ya empezó: entonces se me hablaría de la presencia de los
cubanos en Puerto Rico por dos décadas, de los desembarcos de dominicanos en Rincón
y Aguada. Los cubanos que llegaron a Puerto Rico después de la Revolución Cubana,
casi todos de clase media, son hermanados con los dominicanos pobres emigrados que se
insertan en una economía de abundancia para todos y despilfarro para muchos.

Las relaciones entre los puertorriqueños y los cubanos exiliados no han sido del todo
serenas. Veinticinco años después de haber comenzado a llegar, aún no se arriesgan a
postularse a puestos públicos. Usan la política nuestra para cultivar su anticomunismo y
son usados por los partidos políticos nuestros como contribuyentes. Pero no son invitados
a participar como iguales. Es posible que no se atrevan. Muchos cubanos, luego del tercer
trago, se quejan de un sutil prejuicio contra ellos.

Los dominicanos casi siempre son tratados con gran condescendencia; los chistes sobre
su inteligencia son ofensivos, a pesar de que sus hijos superan a los nuestros en las
pruebas de aprovechamiento académico administradas por el sistema escolar de New
York.

Pero ¿cuál es la Tierra prometida de los dominicanos que llegan a Puerto Rico? ¿San
Juan o Nueva York? Nos mofamos de la ropa chillona que usan cuando abordan los
aviones para ir al norte. Es la misma ropa que usamos hace treinta años cuando nosotros
también nos embarcábamos. Y ahora, como ha dicho Juan Manuel García Passalacqua, se
nos impondrá diferenciarnos de ellos en Nueva York cuando, en realidad, allá somos la
misma gente pobre y marginada.

Cuando Luis Ferré era gobernador de Puerto Rico, Félix Benítez Rexach lo visitó en La
Fortaleza para pedirle que proclamase desde la gobernación la independencia de Puerto
Rico. Don Félix, el millonario nacionalista amigo de Trujillo y de Albizu, ingeniero
visionario a quien Santo Domingo le debe el trazado de la Avenida Jorge Washington y
algunas casas en forma de barco que enternecen por su mal gusto, llegó a La Fortaleza en
un vistoso Rolls Royce y vestido de blanco. Se reuniría con el gobernador millonario de
estilo calvinista y sobrio, asimilista y educado en MIT. Uno era gobernador de Puerto
Rico, el otro era un empresario que ya sólo vivía de nostalgias, evocando los años
dorados en que se casó con una cantante francesa y anclaba su yate junto al de Onassis.
Don Félix, en lo que parecía un sainete sólo concebible por Valle Inclán, pidió a Ferré
que declarara la República de Puerto Rico por ser nosotros un pueblo superior, el más
desarrollado del Caribe; fácil se nos haría poner bajo nuestra tutela a ese otro Caribe
pobre e ignorante. No pudo imaginar mejor símbolo de nuestra marginalidad y
presunción: la independencia que aún no acababa de llegar nos serviría para establecer
nuestra hegemonía caribeña. En Don Félix ya habitaba el espíritu de la caribeñización.

Pero en tantos equívocos deberá existir algún tipo de diálogo caribeño, alguna comunidad
profunda,. Regresemos a las poderosas imágenes del arte popular y culto del Caribe para
comenzar ese diálogo.

Cuando me criaba durante los años cincuenta, se oía mucho la frase en tiempos de los
españoles. Siempre me pareció curiosa aquella frase que un poco secuestraba nuestro
pasado, colocándolo fuera de nosotros, otorgándole al colonialismo español la capacidad
de poseer parte de nuestro tiempo. El rescate del pasado por el colonizado siempre tiene
esa connotación de lucha con el otro que le ha robado parte de su tiempo. Nuestros
pasados son nuestros sólo a medias; en el caso de Puerto Rico, el presente también sólo
es nuestro a medias. La recuperación del país natal es entonces esa inmersión en algo
irreductible, algo nuestro y sin regateos, ese cadastre, la parcela que podemos reclamar
como propia sin disputas miserables. Lo criollo es una definición de esa parcela
irreductible donde habita nuestra identidad. Pero lo criollo es algo más que la memoria de
la cotidianidad creada por el colonialismo, o el inventario de unos modos de apropiación
que empiezan en la cultura alimenticia y culminan en la plástica, en la literatura, en la
música.

***

La experiencia alterna de Puerto Rico, su marginalidad doble respecto del Caribe, nos
coloca en una soledad que es característica de toda la región.

Hace poco leí una crónica de Naipaul sobre su viaje iniciático, siendo un joven, a
Inglaterra. Narra que se se detuvo por algunas horas en el aeropuerto de San Juan. La
descripción que hace del aeropuerto es escueta y no hay retrato de la gente.

El joven escritor sólo se interesó en un trinitario negro que viajaba con él. A pesar de la
inteligencia con que narra aquel encuentro con su propia sombra, la narración no deja de
tener un sabor claustrolífico, solipsista; el viajero carga con su propia soledad, con su
inevitable neurastenia isleña, y apenas puede ver más allá de su melancolía. Puerto Rico
era sólo un punto geográfico, un lugar de referencia para la memoria ensimismada. A
través de su pluma nuestro aeropuerto se convirtió en un lugar desolado. Yo recuerdo ese
aeropuerto de forma muy distinta: el bullicio era ensordecedor; aquel nervioso ir y venir
de jíbaros asustados, las bolsas de papel de estraza con productos criollos, el ambiente de
plaza del mercado, componen una de las imágenes imborrables de mi infancia. Por aquel
aeropuerto pasaba no sólo el viaje iniciático del trinitario, sino también una de las
emigraciones más importantes que ha conocido el siglo.

Ese ensimismamiento tan isleño recorre la obra de Palés. Cuando le canta a las Antillas
usa epítetos y caracterizaciones sin profundidad. Jamás viajó por el Caribe. Una vez
imaginado el Caribe, éste sería invocado como presencia casi por arte de magia poética.
En la poesía antillana de Palés hay muchos nombres de islas y pocas concreciones
isleñas. En él la imaginación también se vuelve solipsista, reduciendo a epíteto o punto
geográfico, toda una complejidad humana. También soñaba con las regiones árticas del
Wallhala. Me pregunto si esas lejanas regiones estaban equidistantes, en su imaginación,
de Haití o Santo Domingo. Tales ensoñaciones son la fuga de su imaginación cuando
rechaza esa vida chata, mediocre, sin interioridad, que nos describe con tanta precisión en
la crónica de su infancia en Guayama [Litoral].

Este solipsismo también está en el cubano Lezama Lima. Las pocas veces que menciona
a Puerto Rico en sus novelas, nuestra isla es únicamente un sitio, un punto geográfico
ciego y mudo respecto de connotaciones vitales. Lo mismo le ocurre cuando menciona a
París. Sus viajes novelísticos fueron como los de la novela bizantina, es decir,
descabelladas apropiaciones de sitios separados por distancias enormes. Le bastaron los
paseos por La Habana para construir uno de los edificios más fantásticos de la literatura
antillana. El único viaje que hizo fuera de Cuba fue A Jamaica. Pero su poema “Para
llegar a Montego Bay” es un viaje inmóvil a su propia poesía. Montego es sólo un lugar
de ensoñación.

En estos tres escritores caribeños advertimos el mismo ensimismamiento. Llevan a su isla


particular, en sus viajes reales o imaginarios, como el Ulises de Cavafis cargaba su Itaca
sin haberla abandonado nunca. Walcott lo expresa así en su poema “Miramar”:

There is nowhere to go.


You’d better go.

Esta soledad, la ausencia de imaginación que la circunda, esa chatedad que a veces
desemboca en fantasías descabelladas, la ha recogido Rafael Ferrer en sus recientes
pinturas de Las Terrenas: el juego de dominó bajo las palmeras, los músicos del dancing
hall en el barrio pobre playero, todo ese paisaje y paisanaje que ha ido a buscar a Santo
Domingo, recuperación de su propio espacio y tiempo puertorriqueños, se caracteriza por
la misma modorra que Palés consideraba lenta agonía del espíritu. La búsqueda de su
pasado puertorriqueño es el encuentro con la memoria de una circunstancia vital que
aprisiona, que no ofrece salida.

Solemos encandilarnos fuera de esa mediocridad con musarañas, fantasías a veces


cómicas, como la visita de Benítez Rexach a Ferré, como los títulos nobiliarios de
Christophe en su Versalles de Sans Souci, como las expectativas de los niños negros y
mulatos de Trinidad cuando sueñan con distinguirse en el mundo de la diplomacia, según
ha reseñado Naipaul.

Otra variante de esa soledad también aparece en la pintura de Ferrer. Se trata de ese lento
acercamiento del lugareño, del native, a la presencia del gringo, del extranjero, del turista.
Sentí esto por vez primera cuando viajé por tierras tan opuestas como las Islas Vírgenes
norteamericanas y Haití. La mirada con que se recibe al extranjero es una mezcla de
hostilidad, orgullo y curiosidad. La memoria del colonialismo servil, mezclada con ese
lento rescate de la propia humanidad alienada en la esclavitud, hace de nuestros países el
lugar donde la mirada es siempre una complicada transacción de valía. En muchos
cuadros de Rafael Ferrer hay una distancia insalvable entre el sujeto pintado y el pintor.
Esa distancia es la distancia que media entre el colono y el colonizado, entre el
extranjero que puede venir y yo que no puedo salir.

En su poema “Homecoming”, Walcott expresa así esta distancia:

Pelting up from the shallows


Because your clothes,
Your posture
seem a tourist’s
They swarm like flies
Round your heart’s sore

Más adelante la amargura es la de un desarraigo inescapable:

But never guessed you’d come


To know there are homecoming without home

Entonces llegamos al último espacio irreductible de nuestra experiencia caribeña: el


exilio y la emigración. El recuerdo y las noticias de los que sí han podido salir pesan
sobre nosotros a veces obsesivamente.

Una de la imágenes más perdurables del libro de James sobre Haití es su comentario en
torno a cómo los colonos franceses odiaban el sitio donde perfeccionaban su explotación
inmisericorde. Las memorias y crónicas de los hacendados franceses están llenas de
testimonios sobre el tedio, y el deseo de hacer fortuna para regresar pronto a Francia. Esta
imagen recurrente es la de un Caribe caluroso y azaroso, el infierno de la explotación
sobre la faz de la tierra. Y me pregunto si esa visión es sólo del colono.

Cuando advertimos que de nuestras tierras han emigrado los tataranietos de los esclavos
traídos de Africa, o los nietos y los biznietos de emigrantes llegados aquí en diversas
épocas, nos preguntamos si el Caribe no es ese sitio donde el no poder salir es sólo la
forma más extrema de no haber llegado nunca.

Y nos ocurre a los puertorriqueños, los primeros en lanzarnos a una emigración masiva,
que no bien comenzamos a deshacer la maleta en tierras del norte, ya estamos añorando
la isla. Así permanecemos siempre a mitad de camino. Nunca deshacemos la maleta del
todo. Esta es una de la razones de nuestra pobre integración al mundo norteamericano.
¿Es ésta, o será, la condición de otros pueblos caribeños que también han emigrado
masivamente?

En las salas de los campesinos, allá por los años cincuenta, se colgaban los retratos, las
tarjetas postales y los recordatorios de los que habían emigrado. Junto a los objetos más
preciados de aquella pobreza, como los almanaques con el Sagrado Corazón de Jesús y
las hornacinas con los santos de yeso y madera, se destacaban los retratos de emigrantes
orgullosos de sus coats bajo su primera nevada. Los que lograro salir a semejante
extrañeza, cobraban el valor de íconos. En esa devoción quizás exista la convicción de
que los que se fueron eran los mejores, los más valientes: el recuerdo de ellos es también
la memoria de la patria como una condena.

Entonces los puertorriqueños sufrían el destino de muchas veces nacer, vivir y morir en el
mismo barrio o pueblo. Hoy el puertorriqueño es uno de los pueblos más desarraigados
sobre la faz de la tierra. Apenas empezamos a valorar cómo nos han transformado esas
vivencias del exilio, de la emigración y la nostalgia.

En este aspecto, la historia del Caribe cada vez se parece más a la nuestra. En las salas
pobres de nuestros países serán más frecuentes esas devociones a los que se atrevieron a
saltar fuera del ciclo de la necesidad y la desesperanza. Se trata de puertorriqueñizar al
Caribe. Miro con preocupación un proceso que en nuestro país ha creado una fisura
hiriente, destructiva. Parece que el Caribe nos alcanza en el tránsito por derroteros que
sólo pueden conducir a un mayor distanciamiento de nosotros mismos.

En su Historia del Caribe, decía Eric Williams que el destino, la suerte de Puerto Rico
como parte de Estados Unidos ya estaba echada. No estoy muy seguro de eso, a pesar de
que la sociedad creada durante los últimos cuarenta años, las bases materiales de la
misma, nos obligaría a pensar que sí.

De todos modos, lo que más nos debe asustar es nuestra incapacidad para crear
sociedades más justas y a la vez más libres, sitios donde la patria no sea ese lugar donde
abandonamos toda esperanza, y deseamos cualquier salida.

***

Retomo el retorno al país natal de Oller: comenzaría con la invasión norteamericana la


última etapa de su arte, época en que no pudo abstenerse de pintar los retratos de los
gobernadores Davis y Hunt. También pintó los retratos de Washington y McKinley.

Terminó sus días tratando de que Mr. Miller, Comisionado de Educación, le consiguiera
una pensión vitalicia por medio de la legislatura colonial. Esa legislatura, formada por sus
propios compatriotas, denegó la petición.

Ver:

1) Muñoz Fernández, Carmen. “Rodríguez Juliá: la formación nacional y las mentiras de


la historia”, http://www.lehman.cuny.edu//ciberletras/v13/munozfernandez.htm

Sinopsis de: José A. Rosado, Ritos del recuerdo: de la vitrina caribeña a la guagua
aérea, Separata, La Torre, R.P., U.P.R., Año VI, Núm. 20-21, p. 381-410.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de la Guerra Fría y la expansión del


capitalismo norteamericano, Estados Unidos estableció, con el propósito de consolidar su
influencia en el exterior, varios programas internacionales de ayuda técnica y económica. En
América Latina, fueron importantes el programa denominado Punto Cuarto, creado por el
presidente Harry S. Truman en la década del cincuenta, y la Alianza para el Progreso [creada
por el presidente John F. Kennedy] en la década del sesenta.

Estados Unidos asignó a Puerto Rico un papel importante en este proceso, convirtiéndolo en
modelo económico para los países de América Latina y el Caribe. El nuevo proyecto
desarrollista que se iniciaba en la Isla, conocido como Operación Manos a la Obra, comenzó
a darse a conocer fuera del país con la colaboración de los ideólogos y tecnócratas del Partido
Popular Democrático, la Universidad de Puerto Rico y el Programa de Fomento Industrial. A
estos fines, Puerto Rico asumió el nombre propagandístico de Showcase of the Caribbean
(Vitrina del Caribe). (1) También se le aplicó insistentemente la imagen de puente entre dos
culturas. (2)

La utilización del léxico geográfico junto a la noción de vitrina tuvo al menos dos funciones.
En primer lugar, propuso una nueva definición política y cultural del país, un nuevo
imaginario que alteró el utilizado hasta entonces. La percepción de Puerto Rico como una
tierra azotada y las imágenes consagradas como la casa solariega, el barco a la deriva y la
gran familia puertorriqueña, comenzaron a transformarse. En segundo lugar, el binomio
geografía-vitrina implicó la manipulación del objeto y de la palabra según una orientación
visual intencional, que pudo aparejar la construcción imaginativa del propio observador.
Éste, atraído por lo que se le ofrecía a la vista o al oído, posiblemente acomodó su búsqueda
al ofrecimiento que tenía ante sí. De este modo, se estableció la idea de una cultura definida
por medio de la mirada y el espectáculo. La redefinición y la memoria, siempre tan
importantes en el quehacer artístico puertorriqueño, se manifestaron durantes estos años en la
colaboración –matizada de nostalgia- de los intelectuales con el proceso modernizador del
país, y en la reflexión sobre la naturaleza de esta colaboración.

Algunos comentaristas han visto en el ensayo “El despertar de un pueblo” (1940), de Vicente
Géigel Polanco, y en la celebración del “Foro” de 1940, la versión oficial de la cultura. El
Foro recogió ponencias sobre asuntos del país: economía, política, religión, cultura, ciencia y
educación. Fue un intento de soñar la futura nación en el programa de progreso y justicia
social de Operación Manos a la Obra. Las sesiones dedicadas a la educación destacaron la
necesidad de una reforma educativa que adiestrara al pueblo sobre las nuevas realidades
económicas. La imagen de una muchedumbre dócil, reiterada en la obra del treintista Antonio
S. Pedreira, se transformaba en la de un pueblo industrioso y activo. (4)

Durante este período, también se produjo la legislación cultural que creó el Reglamento de
Zonas Antiguas e Históricas (1949) y el Instituto de Cultura Puertorriqueña (1955). Esta
legislación provocó, según Carlos Gil, una demarcación simultánea de un pasado nuestro y
nacional, así como una reconstrucción que permitió al pueblo reconocerse en su historia.

Tanto el “Foro” como la legislación cultural de la época, demostraron una interacción entre
los intelectuales y el Estado a los fines de desarrollar la modernización y de lograr, mediante
la metáfora integradora de la gran familia puertorriqueña, la legitimación del moderno
Estado puertorriqueño (Rodríguez Castro, “El Foro”, 77). (5) Los intelectuales y el Estado se
unieron en la creación de un discurso que defendió la democracia y la cultura. En poco
tiempo, los letrados se transformaron en intermediarios entre los centros de poder y los
sectores marginados del pueblo. Difundieron el proyecto modernizador y dieron a entender
que el cambio y el progreso no eran producto de un grupo en particular, sino de toda la
colectividad.

Otro hecho que ayudó a configurar la interacción entre letra y política fue la fundación de la
División de Educación de la Comunidad (DIVEDCO), creada en 1949 por Luis Muñoz
Marín. Esta agencia sustituyó al Taller de Cinema y Gráfica de Parques y Recreos Públicos,
que se había originado en 1946, bajo la dirección de Irene Delano. La División tuvo a su
cargo la difusión del modelo desarrollista y la dirección del proceso de alfabetización en el
país. [A los fines de cumplir esta encomienda, se valió tanto de la palabra escrita, como del
cine y de las artes gráficas.] (6) Los artistas de la División, sin embargo, redefinieron sus
instrumentos de trabajo y, a la vez que desempeñaban su rol de propagandistas y educadores,
crearon un arte contestatario y crítico.

La película Modesta (1956), dirigida por Benjí Doninger, abogó por los derechos de la mujer
y los noticieros Viguié proyectaron la idea del progreso mediante el logo de la Compañía de
Fomento, que representaba la unión entre el hombre y la máquina. (7). La película Juan sin
seso (1959), escrita por René Marqués, destacó la eficiencia de la máquina y la
automatización del individuo. El filme, que recuerda la sociedad robotizada de Metrópolis,
de Fritz Lang, los murales de Diego Rivera y la máquina devoradora de La carreta, [también
de René Marqués], transformó la función propagandística del documental en reflexión sobre
los peligros de la modernidad y el progreso, sobre todo en cuanto a la publicidad y el
consumismo. (8)

El cartel puertorriqueño, mostró un desarrollo análogo. Originado en el Taller de Cinema y


Gráfica de Parques y Recreos, se consolidó gracias al Taller de Artes Gráficas de la División
de Educación de la Comunidad (1952-1956) y al Taller de Grabado del Instituto de Cultura
(1957-1973), ambos dirigidos por Lorenzo Homar. En sus orígenes, el cartel puertorriqueño
fue, en palabras de Teresa Tió, “portavoz visual de las consignas del movimiento político de
justicia social que encabezaba Muñoz Marín”. (9) Educó al pueblo en torno a temas como el
ejercicio del voto, la reforma agraria, la higiene [y la alfabetización].

Durante las décadas del cincuenta y del sesenta, sin embargo, el cartel puertorriqueño, a la
vez que alcanzaba una gran calidad estética, modificaba su contenido y su alcance. Se
reorientó hacia la publicidad de actividades culturales y remitió a las expresiones de la
cultura popular vigente y al reconocimiento de las figuras históricas del país. (10)

Como parte de la redefinición del cartel propagandístico, los artistas de la División


observaron cuidadosamente a Puerto Rico. Lorenzo Homar se ha referido con admiración al
naturalismo de las obras de Rafael Tufiño y ha declarado su propia tendencia a hacer apuntes
sobre la gente, la vestimenta y la arquitectura del país, con el propósito de que su obra llevara
al espectador puertorriqueño a reconocerse en su paisaje y color. Pero además, como eco de
los amanuenses y copistas medievales, Homar dotó al cartel puertorriqueño con una de sus
características más importantes: el letrismo. Según Teresa Tió, desde el cartel “Ballets de San
Juan” (1954), Homar transformó la letra en “el elemento formal e integral del diseño de tal
forma que en ocasiones ella es la imagen dominante” (11).

Desde un espacio sostenido en la escritura, el arte de los cincuenta derivó hacia la


configuración de un mensaje visual y abarcador, apropiado para un pueblo iletrado. Osciló
entre el presente y el pasado, entre la conservación y el progreso, y partió de la innovación
estética y la experiencia cultural del presente moderno para rescatar lo viejo, lo que se
hallaba en peligro de desaparecer. El letrismo de Homar, la recuperación visual de lo
puertorriqueño, y las expresiones literarias del momento, manifestaron un arte ligado a la
recapitulación, deseoso de conservar la experiencia inicial del asombro ante lo nuevo, pero
también deseoso de redefinirla para construir una mirada crítica a la versión oficial.
Cincuenta años después, la vitrina puertorriqueña ha acumulado objetos, ha redefinido
espacios, discursos y voces. El arte, la literatura y la ensayística que en ella se han creado
reflejan una continuidad cultural caracterizada, desde diversas ópticas, por el rescate de la
memoria y por la creación de un tono autobiográfico que reflexiona sobre el proceso
modernizador del país. Esta nueva producción artística puertorriqueña coincide con los años
del proyecto populista en la colaboración estrecha entre la letra, la gráfica y el cine.

[Algunos de los escritores puertorriqueños más importantes de este período son: Arcadio
Díaz Quiñones, Luis Rafael Sánchez, Edgardo Rodríguez Juliá y Magali García Ramis.]

Arcadio Díaz Quiñones explora la era de la modernización puertorriqueña desde una


perspectiva autobiográfica y representa la reflexión crítica del intelectual desde la estructura
del poder. En su libro de ensayos La memoria rota (1993), Díaz Quiñones afirma que no
solamente se escribe para transcribir y conservar la experiencia particular de un individuo,
sino también para grabar, o sea, para marcar mediante la letra, para rescatar lo olvidado y
revitalizar la tradición.

Así por ejemplo, escribir sobre los inicios de la modernización en Puerto Rico es grabar,
recuperar a un grupo letrado: la élite del Partido Popular y los artistas e intelectuales, que,
desde la División de Educación de la Comunidad, intentaron definir lo que en ese momento
era el país, a la vez que sentaron las bases discursivas de lo que éste sería en el futuro. De
igual modo, escribir es recuperar el taller creativo, fundamental en el desarrollo de nuestras
artes plásticas y de nuestra conciencia colectiva. También es rescatar el significado de la
legislación cultural de aquellos años.

En su novela La guaracha del Macho Camacho (1976), Luis Rafael Sánchez examina las
voces del contexto histórico-social puertorriqueño. Otra de sus novelas, La importancia de
llamarse Daniel Santos (1988), realiza un enfoque similar en cuanto a la cultura popular
latinoamericana. Aquí el autor se transforma en una especie de cronista-oidor-andariego que
intenta redefinir América Latina en función de su heterogeneidad y su constante
desplazamiento. Los ensayos de La guagua aérea (1994) muestran la ampliación de los
límites territoriales mediante el uso del léxico turístico-aeronáutico y las referencias al
Caribe, Estados Unidos, América Latina y Europa. Aníbal González ha afirmado que
Sánchez evoca las crónicas de viajes de los modernistas, como Darío, Rodó y Martí, así
como las crónicas de Indias, en especial, Los infortunios de Alonso Ramírez (1690). (14)

En el prólogo del libro, “Tarjeta de embarque”, Luis Rafael Sánchez inscribe el viaje en
la tradicional búsqueda y redefinición de la puertorriqueñidad. Sin embargo, mediante el
fenómeno migratorio, trasciende los espacios arquitectónicos de cohesión y estabilidad de
la cultura española o el mestizaje caribeño, presentes en imágenes como la casa solariega
de Pedreira, o el edificio de cuatro pisos, de José Luis González. La sustitución del léxico
marítimo de Pedreira (brújula, ancla, nave, puerto) por un léxico aeronáutico (viaje sin
escala, clase turística, pasaporte, tarjeta de embarque) expresa un cambio geográfico en
cuanto al concepto nación.

Sánchez insiste en la redefinición de los bordes geográficos cuando, en el ensayo “El cuarteto
nuevayorkes”, afirma que “en Nueva York se cimenta la capital ensoñada por Bolívar, la que
aloja todas las nacionalidades de la América en español”.

[El ensayo más conocido de esta colección], “La guagua aérea”, interpreta a Puerto Rico en
su relación con Estados Unidos, partiendo de una connotación adverbial. El objeto de su
exploración es la emigración, una parte de la memoria colectiva que el desarrollismo trató de
mantener en el silencio y el olvido, “la gran ausente” de la versión oficial, según Arcadio
Díaz Quiñones. La noción de “guagua aérea” sugiere un espacio geográfico de constante
tránsito, que nos sitúa en la cultura migratoria latinoamericana y nos obliga a revisar las
metáforas surgidas con la modernización de Puerto Rico. El texto, que sigue el modelo de La
guaracha, emplea un narrador-testigo-cronista, transcribe el lenguaje coloquial y alude
insistentemente a ciertos objetos. Su efecto es la demolición de la utopía desarrollista y la
política migratoria muñocista de integración e identificación con una nueva cultura.(13) En
esto coincide con El entierro de Cortijo (1983), de Edgardo Rodríguez Juliá, que también
pone en crisis la utopía urbanística de la igualdad de clases, mediante la descripción del
caserío Llorens Torres, el terror del cronista y la exploración de la cultura marginada del
lumpen.

El ensayo de Sánchez también demuestra que la letra y la mirada están determinadas por la
experiencia cultural. Según John Berger, el observador decodifica lo que ve a partir de sus
conocimientos y creencias particulares. [Cuando se trata de personas], el acto de ver es
recíproco entre el que ve y el que es visto. Así, tanto el norteamericano como el
puertorriqueño tienen un modo aprendido de verse entre sí. El grito de la azafata gringa con
que se inicia in media res “La guagua aérea”, produce una sensación de ansiedad
e incertidumbre que viola el silencio y obliga a depender de la mirada colectiva para
descifrar incógnitas.

La transportación de objetos isleños en el avión, así como la interrogación sobre el lugar de


origen, extienden de forma figurada los límites territoriales de Puerto Rico. La voz popular y
los objetos incautan el espacio original y viajan para redefinir el exilio. Por ejemplo, la
presencia de los jueyes sugiere reacciones conflictivas. En la tripulación gringa provoca el
descubrimiento de lo exótico y, como sugiere el ensayo, representa un acto terrorista que
violenta la legalidad y el orden. Para los pasajeros, en cambio, los jueyes son el contacto con
lo que se deja atrás, el transporte de lo que los define, la producción regeneradora de la
palabra soez, la risa, el fluir anecdotario y, en el fondo, la desjerarquización de la tripulación
y su idioma. Los jueyes extienden el territorio nacional en una epifanía culinaria: van a ser
“salmorejo en Prospect o relleno de alcapurrias en South Bronx o jueyes al carapacho en
Brooklyn o asopao en Lower East Side”. Nueva York, dice la vecina del asiento cercano al
cronista, es un pueblo de Puerto Rico.

Hugo Rodríguez Vecchini y Aníbal González han observado que Pedreira define a Puerto
Rico mediante las oposiciones y las semejanzas con el extranjero. Luis Rafael Sánchez, en
cambio, hace que, en el afuera de la emigración (Nueva York, cualquier otra ciudad, la
cabina del avión), sea posible ver al otro, que es uno mismo, de un modo desapasionado,
destacando la ruptura y la extensión de las fronteras más que los límites territoriales.
Sánchez significa una mirada cultural de recapitulación regeneradora. Recuerda, mediante el
desplazamiento y el deseo de grabar (según lo explica Arcadio Díaz Quiñones en La
memoria rota) su experiencia visual y auditiva, la historia cultural de un Caribe migratorio,
en el que se destaca la transformación de los puertos en lugares de tránsito, de trasbordo e
intercambio de bienes y gente. Estos puertos son importantes, más que por su territorialidad,
por formar parte de la trayectoria hacia un destino seguro que es la emigración.

Sánchez también redefine la concepción que se tiene del viaje y del lugar de pertenencia.
Afirma en el prólogo que viajar ya no es el mero traslado de un lugar a otro con el único fin
de llegar a un destino, sino que es “desafío y riesgo, desperdigamiento y diáspora”. El viaje
manifiesta lo que la persona es, pero no en función de la limitación territorial, sino de la
apertura, con todas sus peripecias, con las definiciones de los lugares y las connotaciones del
habla y los objetos transportados. El Aquí y el Allá, así como las expresiones del inglés no
destacan tanto la diferencia geográfica y cultural entre la gente de la Isla y la de Nueva York,
pues todo se reduce a “una trillita sencillona”, a una llegada y a un regreso fácilmente
intercambiables.

A través del devenir temporal y por medio de los cambios tecnológicos, el emigrante elabora
diferentes respuestas culturales. Julio Ramos ha dicho que el emigrante, carente de casa en el
lugar de origen (el desalojo estaba subyacente en el modelo desarrollista puertorriqueño),
puede vivir en la casa construida por la escritura, la fotografía o la música. También puede
vivir en la casa más moderna del habla telefónica y el vídeo. Si con esto no es suficiente,
siempre es posible, como ha hecho Manuel Ramos Otero o como se percibe en el Desfile
Puertorriqueño y en el Proyecto de las Casitas de Manhattan –el rescate de los espacios
baldíos de la ciudad para redefinirlos según la cultura y la arquitectura puertorriqueñas-
fundir las islas de Manhattan y Puerto Rico.

La escritura de Sánchez parte de un lugar sin fronteras, de la oscilación entre el Aquí y el


Allá, y se liga al habla popular. De este modo, reflexiona y desjerarquiza los parámetros
fundadores de la modernidad puertorriqueña, como el tráfico de bienes y la voz pragmática
de la publicidad y el progreso. Transforma la antigua vitrina oficialista en un espacio
celebratorio y de apropiación, en una “utopía regeneradora”, como ha dicho Julio Ortega, que
sirve de respuesta cultural y política a toda América Latina.

La celebración y la apropiación aparecen también en algunas obras inspiradas por el ensayo


de Sánchez, como el filme La guagua aérea, de Luis Molina, y la obra gráfica “La casa en el
aire”, de Antonio Martorell.

El filme de Molina pertenece a una importante tradición fílmica latinoamericana sobre la


migración, que incluye El norte, de Gregory Navas, Un pasaje de ida, de Agliberto
Meléndez, Nuyol y, del director cubano Pastor Vega Vidas, Vidas paralelas. A partir del
libro de cuentos En cuerpo de camisa (1966), de Sánchez, la película recupera la memoria de
los primeros viajes en avión e intenta representar las contradicciones y conflictos de los
emigrantes de la década del sesenta. La trama se concentra en la cabina de un avión y se
vincula retrospectivamente con el exterior isleño donde acontece la acción de los relatos. El
uso del close-up ayuda a producir los traslados hacia los pueblos puertorriqueños. Molina
utiliza bien la utilería y el vestuario, y desarrolla bien los personajes. Para representar al
boricua que vive en Nueva York, crea tipos como el taxista que emplea el discurso de la
explotación o el individuo que ansía adaptarse al modo de vida norteamericano y quiere
acelerar el proceso de transculturación.

Sin embargo, los personajes son estereotipos y algunos no forman parte del universo literario
de Sánchez. El episodio de los jueyes caracteriza sólo a un personaje que no proyecta la
cultura popular urbana, sino que se asemeja a los personajes de Abelardo Díaz Alfaro. La
película no refleja la mentalidad colectiva de la década del ochenta propia del ensayo de
Sánchez, sino una libre interpretación de relatos cercanos a los cincuenta que se aleja de los
planteamientos de Sánchez. El discurso del –como se percibe en el último parlamento de
Chavito Marrero- recuerda el tono telúrico de La carreta, obviando el Aquí y Allí conflictivo
del emigrante.

Llama la atención la reproducción del periódico El Imparcial –20 de diciembre de 1960- que
se entregó durante la gala premier de la película, celebrada el 17 de agosto de 1993 en el
Centro de Bellas Artes. La fotografía de primera plana –un choque de dos aviones sobre
Brooklyn, Nueva York- junto a la lista de varios puertorriqueños muertos, resulta
emblemática del mensaje que se deseaba transmitir en el filme. En la perspectiva de Molina,
el viaje en la guagua aérea parece estar abocado al desastre y a la destrucción del sueño.
Puerto Rico se convierte en un espacio para permanecer que olvida el dinamismo
aeronáutico del ensayo de Sánchez.

En cambio, la instalación de “La casa en el aire”, de Martorell, hace palpable el barroquismo


verbal de Sánchez. En una estructura similar a la de una cabina de avión, los muebles típicos
de ebanistería puertorriqueña se transforman en receptáculos de frases, expresiones y
palabras. Muchas losetas del piso contienen, en la letra preciosista de Martorell,
transcripciones de la oralidad popular. El exterior de la guagua está forrado con fragmentos
impresos del ensayo. En una esquina de la pieza, un antiguo aparato de radio reproduce, en
borgiana coincidencia, la historia musical de Puerto Rico, desde “Piel canela”, de Bobby
Capó, pasando por Daniel Santos, hasta Ismael Rivera, Cortijo y Andy Montañez.

“La casa en el aire”, pieza también oscilante entre dos puertos, se define mediante choques y
encuentros que muestran una serie de vías en donde lo uno invade a lo otro. En Sánchez, el
habla popular y la palabra soez desacralizan el orden del buen hablar poniendo en crisis las
diferencias idiomáticas. En Martorell, la acumulación de objetos, la música y la letra,
intentan llenar “el horror al vacío”, ha dicho él, de una ciudad indiferente y fría como Nueva
York. Ante las combinaciones de grises, azules y neutros no ofensivos propios de un avión;
la acumulación de alfombras, linóleos, tapetes, azulejos, cuadros, fotografías y estampas
religiosas; la excesiva decoración, la brillantez en el color y los diseños, así como una letra
traviesa y picaresca que saliendo de los límites impuestos, tal vez, por el libro o la
publicidad, recuerda la tradición del graffiti neoyorquino y el barroco americano, se
representa una estética de la mirada, una cultura caribeña de apropiación e invasión que
pretende, dice Martorell, “desterrar el espacio en blanco tan amenazante por no estar lleno de
nosotros”.
Los objetos, al igual que el habla, son el equipaje con que cargan los emigrantes. Afirma
Mrtorell en una entrevista que si en el proyecto modernizador puertorriqueño se recurrió al
desahucio, la pieza La casa en el aire, “les ofrece finalmente un hogar, una casa portátil que
pueden llevar a cuestas como la tortuga”. Es a su vez, un medio de transporte de bienes y
mercancías que manifiesta esa cultura de contrabando caribeña, de constante desplazamiento,
de entradas y salidas hacia otros puertos, de invasión constante y redefinición del espacio del
otro. La pieza se compone de objetos propios de una sociedad de consumo y graba para no
olvidar el fenómeno migratorio. Manifiesta cómo la cultura se apropia y, desde la
marginalidad, redefine y pone en crisis, como antes lo hizo el mendigo baudeleriano,
estudiado por Benjamin, la modernidad. En Martorell, al igual que en Sánchez, hay, como
notaría Benjamin, un gusto por la adquisición, por el acto de coleccionar: en uno, el de la
palabra; en el otro, los objetos, palabras e imágenes; en ambos, la posesión, no de su valor
útil, sino la esencia instigadora implícita en los “ritos del recuerdo”.

De la misma manera que el texto de Sánchez abre sus páginas a través de la letra, invitando a
la lectura, la pieza de Martorell deja de ser objeto contemplativo para propiciar la
participación en la medida que inspira la memoria del espectador. Aunque en el trabajo de
Martorell se destaca el constante tono autobiográfico, siempre se intenta representar una
experiencia colectiva. El artista ha participado en numerosos trabajos de conjunto, como lo
demuestran su aprendizaje con Lorenzo Homar, la fundación del Taller Alacrán (1966-1971),
su experiencia como escenógrafo, su trabajo en los Teatreros de Cayey, dirigidos por Rosa
Luisa Márquez, y sus diversas exposiciones. Nelson Rivera Rosario, en su tesis doctoral,
comenta que la gran contribución de Martorell radica en la continuidad de la tradición del
grabado, tanto en temática como en técnica, así como la incorporación de estrategias
modernas de composición. En el grabado continúa usando la técnica del corte y diseño en
madera, pero introduce el collage, y el frote de papel y tinta sobre objetos reales. También
utiliza objetos cinemáticos, como la repetición o el contraste de imágenes, y transforma el
papel en el elemento esencial de la composición. Dice Rivera Rosario que, mediante estos
procedimientos, Martorell “includes not only its maker’s opinions but its viewers’ as well,
engaging all the participants in the artist’s process in a dialogue, a dialogue that hopefully
may be politically or socially useful”. (15)

De ahí que las exposiciones de Martorell estén fundamentadas en la representación, en esa


tradición teatral vinculada tal vez a Bertolt Brecht y a las técnicas de Augusto Boal, donde el
espectador es partícipe de la acción. Esto se percibe en la apertura de la exposición White
Christmas, en diciembre de 1980. Desde la invitación, que simula una tarjeta postal con
nevados paisajes puertorriqueños, hasta la ambientación del patio de la Liga de Arte de San
Juan, cubierto de nieve de foam, según Rivera Rosario, el público participa con todos los
sentidos: el sonoro, con las baladas de Bing Crosby; el gustativo, con las piraguas y el vino; y
el térmico, con los abrigos de invierno. Antonio Torres Martinó dice que la exposición
manifiesta la noción del arte como juego, donde los espectadores intervienen como actores
perfeccionando el “acto teatral” y en consecuencia “el proceso artístico”. Keke Rosado
también ha dicho que el arte de Martorell es de interacción y que nos introduce en la pieza
como parte integral y creadora. Sus obras son invasoras, recuperan ideológicamente el
espacio democratizador de la modernidad y, por extensión, la tradición del cartel
puertorriqueño, al destacar esa relación comunicativa y participativa del espectador.
Como en Sánchez, el arte de Martorell es andariego y de apertura; manifiesta una experiencia
personal y colectiva que nos obliga a reflexionar no sobre la utilidad del objeto, el espacio o
la letra, sino sobre lo que connotan.

La literatura puertorriqueña de los noventa mantiene los intentos definitorios de las


décadas del cuarenta y cincuenta, pero no parte del espacio familiar. Tampoco es una
juvenil construcción autobiográfica, sino una especie de biografía letrada que busca
aclarar el origen y el desarrollo del período modernizador. Esta mirada reflexiona sobre
los modos en que la letra legitima la visión integradora del proyecto desarrollista, al
tiempo que aspira a reformular el devenir histórico, desde el presente que es el producto
de aquel instante utópico recogido en el concepto de la vitrina de la democracia.

Los libros de Edgardo Rodríguez Juliá (Las tribulaciones de Jonás, [1981];


Puertorriqueños, album de la sagrada familia puertorriqueña a partir de1898 [1988]), de
Magali García Ramis ( Felices días, tío Sergio [1986]) y de Esmeralda Santiago (Cuando era
puertorriqueña, [1995]), quieren recuperar los años cincuenta partiendo de las
transformaciones acontecidas en el núcleo familiar. La llegada del otro –el tío nacionalista,
en Felices días, o Muñoz Marín, en Las tribulaciones, y la recuperación nostálgica del
pasado isleño desde el exilio, en el libro de Santiago- se unen a los medios de comunicación
de masas, para transformar la casa en un microcosmos del exterior (3)

La exposición “La casa de todos nosotros”, que hace años viaja a través de Puerto Rico, el
Caribe y Estados Unidos, evoca la narrativa de Magali García Ramis y puede a primera vista
vincularse con el libro de Martorell, La piel de la memoria (1993). (Ver separata.) Muchas de
las piezas se inspiran en sucesos de la niñez acontecidos alrededor del hogar materno. La
casa Singer (1991), instalación adornada a base de patrones, lentejuelas, encajes y bordados,
recuerda según Martorell la orden de desahucio, el trabajo de costura de la madre y recrea el
Bazar de la Muchachas, la tienda de misceláneas de la tía. El bazar y el taller son también
espacios de producción, acumulación, colaboración y tránsito. En las vitrinas de la tienda,
sugiere Martorell en su memoria, la decoración reproduce el área comercial santurcina de los
cincuenta, mientras muestra mercancía internacional. La casa Singer produce trajes y
materiales decorativos y transforma la visión apocalíptica del maquinismo destructor de René
Marqués. Se define por su capacidad nominativa: funde objetos, el bilingüismo, introduce
neologismos y destaca la fonética para nombrar, como antes hicieron los pintores de los
cincuenta, el presente histórico. (16) Es un centro reproductor que, instigando la vista y la
adquisición de bienes, implica un proceso decodificador en el que la reelaboración del
espacio particular, como es el de la costura, pone en crisis la conceptualización del lugar de
pertenencia, el aquí del presente y el allá, los lugares a los que se aspira a llegar o a
pertenecer.

La exposición “La casa de todos nosotros”, en su título y la conceptualización estética de


Martorell, trasciende el tono autobiográfico propiciando a través de los sentidos una memoria
colectiva. Las instalaciones –las expuestas en el Municipio del Barrio, en N.Y. (sept. 1992-
enero 1993)- están organizadas de tal forma que el caminar por las salas implica un
desplazamiento temporal a través de la historia. Kamikaze (1991), pieza que inicia la
exposición, al igual que Moscasa (1991), por el hecho de carecer de letra: funde los pilares
de una cama de madera y un mosquitero creando la sensación de que se llega a un lugar
primigenio, a la choza primitiva, a “la gloria de la pobreza”, ha dicho Bachelard, de abrigo,
protección y memoria. Un espacio, según Martorell, que al recordar “la cama extendida” de
los años de la Segunda Guerra, se transforma en casa-cama comunal, en “su techo más
querido”. Los dos murales xilográficos El Yunque y Calle San José, amplían esta metáfora al
crear una ambientación tropical: por los helechos del Yunque aparece la figura del padre, en
tanto una mujer que observa tras las rejas, invita, mediante la mirada, a entrar al hogar. Las
piezas, desde la perspectiva de un adoquín neoyorquino, remiten a un allá isleño pre-
moderno; un espacio pre-industrial donde el concepto casa, según ha dicho María Elena
Rodríguez sobre los ensayistas de los treinta, se une al de la familia creando un espacio de
armonía protegido por esa figura paternal. Sin embargo, como esa figura “(des)aparece”,
según Celedonio Abad, tanto del bosque como del taller de costura cuando el niño, en el
fragmento “La máquina de coser” de La piel de la memoria, lo expulsa con una palabra soez,
implica una “casa en ruinas” que dramatiza lo que Juan Gelpí ha escrito sobre los soles
truncos I1959), de Marqués: “la muerte del padre y la crisis de autoridad” ante los cambios
producidos por la modernización.

Igual situación se percibe en las instalaciones La casa verde (1991), La casa blanca (1990),
La casa de los mapas (1991) y La casa del grabador (1992). Mientras en La casa blanca se
recrea un pasado señorial que recuerda las viviendas ponceñas, La casa verde, construida con
dólares y centavos, replantea el concepto del hogar y el vecindario: se destaca la
urbanización alejada, como se percibe en el arte literario de García Ramis y Sanabria
Santaliz, del espacio comunitario de pueblo pequeño. La casa de los mapas, en cambio, es ,
en su composición, colorido y estilo, una extensión de La casa Singer. Al igual que los
objetos del Bazar de la Muchachas, los mapas representan, respectivamente, el lugar de estar,
una silla de barbero, la inmovilidad física por el obvio recorte de cabello, el aquí del
momento, mientras el niño constituye mediante el referente geográfico, el espacio exótico del
otro. Para llevar a cabo este proceso, lo imaginativo está vinculado con la letra: el otro existe
en tanto el niño Martorell lee y se regodea con sus objetos más preciados: los libros. De ahí
que las instalaciones Casa del grabador y Casa de Babel, que en el Museo del Barrio se
tituló La ola letrada, y los trabajos al óleo –retratos de colaboradores y amigos titulado La
casa de todos nosotros (1992)- sugieran no sólo el contacto con el mundo exterior, sino el
homenaje a la tradición letrada y al grabado puertorriqueño.

La exposición parte de la experiencia de lo visto permitiendo, desde un aquí, remitirse hacia


un allá que puede definirse a un nivel cultural. Se recuperan de inmediato las imágenes de un
Puerto Rico nuevo, luego se establece intelectualmente el contacto con el letrado y el artista:
las rejas sanjuaneras y el espacio rural remiten a la casa solariega de los treinta, a la obra de
Marqués, cuestionador del modelo desarrollista; la letra y el letrismo, la acumulación, el
dibujo gráfico, destacan la continuidad y el diálogo en el arte de Puerto Rico, a la vez que se
resalta la capacidad de ese yo creador para inventar, inventariar y redefinir el espacio
particular de su producción, así como el de los otros, en el caso específico de NY, el exilio en
función del equipaje que se trae del país natal.
Martorell, sin embargo, en la exposición “La casa de todos nosotros”, en el Museo de Arte e
Historia de San Juan (22 de marzo de 1994), Amplía los parámetros definitorios del Aquí y el
Allá puertorriqueños cuando en las piezas Casaribe-Caricasa (1993) y Pasaporte-Portacasa
(1994) reflexiona sobre los procesos migratorios del Caribe. En estas instalaciones, la letra se
combina con la fotografía y los implementos propios de la costura para representar un Caribe
que, a pesar de ser geográficamente isleño, está unido culturalmente. Pasaporte-Portacasa,
ambientación hecha con puertas en un espacio circular, destaca el rostro, el número y el
nombre para representar el aislamiento, el fichaje y la necesidad de cédula para llevar a cabo
cualquier desplazamiento. Recuerda La casa en el aire, pero no para brindar una casa
portátil, sino para destacar la carencia de abrigo, la inmovilidad del Caribe y el encierro
inherente a la vigilancia propia de una prisión. En esta pieza representa, al igual que en
“Encancaranublado”, de Ana Lydia Vega, el Caribe contemporáneo; sugiere una
embarcación sin rumbo fijo, ya no sólo puertorriqueña, sino caribeña. Que no tiene salida ni
llegada a puerto seguro. Caribe-Caricasa reproduce, al igual que La casa Singer, las
posibilidades semánticas de la palabra Discovery (Recovery, Uncovery); destaca el colorido
de la representación geográfica de un mapa en el piso de la pieza y se inscribe en el contexto
de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento. Es una especie de extensión del
Pabellón de Puerto Rico en la Exposición Mundial de Sevilla 1992 en la medida en que,
según Sylvia Alvarez Curbelo, “se inscribe en ese discurso de Estado que intentó iluminar la
especificidad del país y su ubicación en los circuitos globales”. Representa, en la oscilación
entre el presente, el pasado y el futuro, lo definitorio de la historia del Caribe y América: la
marca y el grabado de su existencia en función de la mirada y la letra. Ambas piezas amplían
la definición estético-política representada en Nueva York. Ya no es la inmovilidad del niño
y la creación imaginativa del otro a través del exotismo implícito en los mapas; no es
tampoco la definición de lo puertorriqueño partiendo del conflictivo desplazamiento
adverbial. Por el contrario, el mapa del Caribe implica al caminante, a ese viajero que al
portar, como en Sánchez, un pasaporte, que si bien puede abrir o cerrar puertas, reconstruye y
ensancha la geografía caribeña en su complejidad histórica –desde la mirada inicial europea
hasta la del presente- trayendo casi de contrabando una unidad cultural.

Toda esta producción artística y literaria provee un espacio casi atemporal donde la memoria
reflexiona sobre la cultura que surge tras el proceso de modernización puertorriqueño.
Representa, como aconteció con la metáfora vitrina de la democracia, a los sectores letrados
y artistas reflexionando sobre lo que es el país en el presente. Si con la Operación Manos a la
Obra se constituyó por medio de la letra y el arte un proyecto modernizador que cuestionó las
metáforas definitorias de los treinta, Sánchez, Martorell y otros artistas parten también del
pasado, de la experiencia inicial del asombro en un intento por construir el porvenir. Lo más
curioso es que este proceso no se puede desvincular del modo en que los ideólogos y
tecnócratas de fines del XX perciben y construyen al país. Basta pensar en el modo en que la
política de globalización, el Tratado de Libre Comercio, el Pabellón Puertorriqueño en
Sevilla y la más reciente campaña publicitaria de Turismo que representa a Puerto Rico como
un “pequeño continente: afecta la manera en que el país se ve a sí mismo y el proceso de
constitución de las imágenes que se desean proyectar hacia el exterior. En Sánchez y
Martorell hay una experiencia cultural de gran impacto: a fines de siglo y sin aún haberse
resuelto el problema colonial, el arte por medio de la innovación y la creatividad pone en
crisis las concepciones oficiales que se tienen del país. No somos sólo una sociedad urbana,
aislada en la geografía de una isla; representamos, gracias al gesto político de expulsar gran
parte de la población del proyecto modernizador, una cultura esencialmente migratoria. Al
igual que todo el Caribe, Puerto Rico existe en el constante desplazamiento, en la creación de
espacios que, oscilando entre el Aquí y el Allá, problematiza al puertorriqueño tomando
como base su lengua y cultura. En momentos en que el idioma resulta baluarte de la nación,
el ensayo en su oralidad y bilingüismo, junto a la acumulación de objetos en Martorell,
redefinen la vitrina oficialista, reproducen un espacio celebratorio y desjerarquizador, donde
la presencia del puertorriqueño redefine los adverbios y sus fronteras: como sugiere una voz
en el ensayo, Nueva York es un pueblo de Puerto Rico. Y si extendemos más las fronteras,
como se percibe en los otros ensayos de Sánchez y en las piezas de Martorell (Casaribe-
Caricasa y Pasaporte-Portacasa), entonces es necesario decir que Nueva York es un pueblo
caribeño y latinoamericano. Allá radica, tal vez, lo que se intentó borrar de la versión
oficialista implícita en la vitrina: la emigración y en consecuencia, no la incorporación a la
nueva cultura, sino la evolución regeneradora de la diferencia.

Notas:

1) La Universidad de Puerto Rico asume un papel esencial en el desarrollo del Programa. El


Colegio Universitario de Cayey adiestra [a los que] luego se incorporaran a la “Operación
Manos a la Obra”. El rector Jaime Benítez gestionó 40 becas para iniciar en 1949 “el primer
programa para estudiantes del Caribe de la Universidad de Puerto Rico y su organización
adscrita a la Escuela Vocacional Metropolitana” (Rosario Urrutia 169).

2) Hugo Rodríguez Vecchini, en su ensayo “Foreword: Back and Forward”, cita a Margarita
Ostolaza quien sugiere que el primer Comisionado Residente en Washington, Federico
Degetau (1901-1905), ya había usado el concepto de “puente entre dos culturas” para definir
la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos. Hugo Rodríguez sugiere, en el análisis de la
Revista de las Antillas, magazine hispanoamericano (1913-1914), que desde la invasión
norteamericana los autonomistas han utilizado el concepto de puente como parte del discurso
político: “In 1913, these gentlemen proposed that Puerto Rico assume its historical misión
assigned either ‘by accident or Divine Providence’ as the place of encounter (not conflict)
between the two major civilizations of the New World and proceed to play the role of
mediating and diffusing channel (The imposing image of the inter-oceanic Panama Canal
[1904-1914] was in the background)” (70) La revista, como portavoz de los intelectuales de
la época, entre ellos, Luis Llorens Torres, tiene como objetivo, según Rodríguez Vecchini,
“procaimed the mediating role that the Magazine was to play in promoting mutual
understanding between the Spanish speaking and English Speaking Americas: to bring the
two Americas closer to each other, as if it were another far-reaching Inter American Canal”
(71). En el discurso “La abolición de la miseria en una generación: programas y metas de
Puerto Rico” (1954), Luis Muñoz Marín alude la concepto puente cuando considera que la
Isla al estar “entre la frontera marina entre Norte Sur América, en la frontera del idioma y la
cultura de las grandes civilizaciones de las Américas” tiene “la tarea de promover entre
ambas entendimiento y voluntad” (Citado, Santana Rabell, 199). Jaime Benítez, en la
ponencia “Cultura y democracia” destaca la posición geográfica-cultural de Puerto Rico al
sugerir que “puede ser baluarte, monasterio de la democracia, en medio de una barbarie
ideológica” e “inestabilidad política que se le adjudicara al resto de América Latina”
(Rodríguez Castro, “El foro” 83).
3) Gaston Bachelard en La poética del espacio destaca la íntima relación entre la vivienda,
los objetos, los sueños y la memoria. Existe la casa natal, la de los recuerdos primarios, la
choza refugio en oposición al universo, la casa rascacielos, inherente a la ciudad, así como la
del porvenir vinculada a la poesía, el ensueño y el proyecto. La casa se transforma en espacio
privilegiado de la memoria, la imaginación; constituye los valores de una comunidad
transformándose en “el relato de nuestra historia” (35).

4) La educación es esencial en la implantación del proyecto modernizador. El ensayo de


Géigel Polanco “El problema educativo” sugiere una serie de medidas para la reforma con el
fin de “poner el pueblo en marcha, educarse para ser los ciudadanos ideales del nuevo
modelo político en gestación” (Rodríguez Castro, “El Foro” 87). Entre las ponencias, se
pueden citar las siguientes: María Teresa Babín, “¿Existe una filosofía educativa en Puerto
Rico?”, Margot Arce, “La misión de la Universidad”, Gerardo Selles Sol [Sic.], “El sistema
educativo”, José González Ginorio, “La escuela como factor de orientación de nuestra
cultura”. Los ensayos intentan establecer una integración democrática entre letrados y
comunidad nacional. Sin embargo, como sugiere Rodríguez Castro, se percibe una estructura
jerárquica, herencia de la ensayística de los Treinta –en especial la ponencia de González
Ginorio- entre la Universidad, la escuela pública, los talleres y las fábricas; “se lee una
cuidadosa planificación y distribución de saberes y de agentes y lugares sociales” 85).

5) Juan Gelpí, partiendo de los estudios de Angel G. Quintero Rivera, sugiere que el hecho
de que la Isla no logra consolidarse como estado nacional da pie a que los hacendados de
fines del siglo XIX sostuvieran la concepción “metafórica del país” como una “gran familia”
presentándose, de este modo, sus propios intereses “como si fueran... de todos los
puertorriqueños” (65). Luis Angel Ferrao en su estudio sobre los letrados de la Generación
del Treinta, destaca que el nacionalismo de la época funda su definición en los orígenes
hispánicos de la sociedad puertorriqueña. Destaca, al hablar del ensayo de Emilio S. Belaval,
“Problemas de la cultura puertorriqueña”, que “la génesis del tipo llamado puertorriqueño, la
ubicó en la hacienda decimonónica y en el hombre blanco europeo” (47).

6) El Taller de Cinema y Gráfica de Parques y Recreos Públicos (1946-1949) estuvo dirigido


por Edwin Rosskam, la sección de gráfica la dirigió Irene Delano y la de cine estuvo a cargo
de Jack Delano (Tió 11).

7) El Hombre de la Rueda de Fomento, representante del progreso y el futuro, tiene como


contraparte el logo del Instituto de Cultura Puertorriqueña que le da “al sujeto descamisado”
–ha dicho Carlos Gil- su identidad. El escudo del Instituto es la “palabra de
Estado dicha a este hombre angular: ‘Eres el fruto de una mezcla de razas: india, española
y africana. Eres la síntesis de un pasado, eres una prolongación, y estás moviendo esta
Gran Rueda’. La mi5ada al pasado opera como fundación y como guía de un movimiento
que se desplaza inexorable hacia el futuro” (163).

8) En la poesía de Luis Palés Matos, según Díaz Quiñónez, se percibe también una situación
similar. Ante la modernización del país, Palés, “lee esa ‘modernidad’ como una pesadilla, un
mundo corrído por una gran angustia” (73).

9) Entre los carteles iniciales producidos por el Taller se puede mencionar: “Peligro” que
aconsejaba –a través de la imagen de una mosca- sobre higiene, el que anuncia la película
“Jesús T. Piñiro”, ambos de Irene Delano , y de Edwin Rosskam dos carteles de contenido
político: “Inscríbase” y “El voto es la herramienta con que hacemos gobierno”: (Tió 12).

10) En el Centro de Arte Puertorriqueño se produce, escribe Torres Martinó, el Primer


Portafolio de Grabados titulado “La estampa puertorriqueña” (1951), diseñado por Irene
Delano y prologado por René Marqués. Homar y Tufiño hicieron “Las plenas” (1953),
con un prólogo de Tomás Blanco (El Centro 23). Entre los carteles dedicados a
efemérides y natalicios de próceres se encuentran –dice Tió- “Juan Alejo de Arismendi,
Bicentenario de su natalicio” (1960) y “Sesquicentenario de las Cortes de Cádiz-Ramón
Power Giralt” (1963) de Homar. En cuanto a las expresiones de la cultura popular y
exposiciones de artistas se encuentran: “Feria de artesanías de Barranquitas” (1966),
“Pinturas de José Campeche y su taller” (1959), “Exposición retrospectiva de Oller”
(1964), “Exposición de Francisco Rodón” (1961), todas de Homar. Martorell continúa la
tradición de los portafolios durante la década de los setenta en los dedicados a Ernesto
Cardenal, Neruda, Benedetti, Xavier Villaurrutia y Tomás Blanco. Arcadio Díaz
Quiñones, en su ensayo “Imágenes de Lorenzo Homar: entre Nueva York y San Juan”
analiza el trabajo gráfico de Homar con respecto a los procesos migratorios y el
contacto externo con otras manifestaciones del arte.

11) Otro ejemplo de esta tendencia se percibe en el cartel de Tufiño “La letra D inicial”
(1965), donde “la magnificación de la letra D va acompañada por los motivos
ornamentales arabescos vegetales propio en el diseño de iniciales. Es un cartel
superlativo por el concepto y la simplificación del mismo” (Tió 20-21).

12) Homar define la caligrafía “como el arte del bello escribir sin convertirle en una manera
personal de escritura y define la tipografía como la letra ya hecha para la reproducción
gráfica con sus características universales para uso industrial” (Cupeles 20).

13) El emigrante puertorriqueño debía –cita Sylvia Alvarez Curbelo a Muñoz Marín-
“adaptarse a su nueva comunidad como lo hicieron antes que él los irlandeses, polacos,
italianos, escandinavos” (“Las coartadas” 93).

14) La picaresca vinculada a los procesos migratorios se percibe también –como ha visto
Rodríguez Vecchini- en el concepto autobiografía neopicaresca con que analiza Cuando
era puertorriqueña de Esmeralda Santiago.

15) Desde la década de los sesenta Martorell, escribe Nelson Rivera, ha diseñado la
escenografía de varias obras de teatro. Entre ellas se pueden mencionar La viuda alegre y
Las sillas de Ionesco (1966), Mariana o el Alba, de René Marqués, Retablo y un guiñol de
Juan Canelo (1967) y varias de las producciones del Taller de Histriones, dirigido por
Gilda Navarra y Alma Concepción.

16) Desde la marca Singer la pieza reproduce palabras y neologismos: Singher, Sing-siing,
sisi, sisa, Sísifo, Sin gerundios, Sin Jerusalem, Sin herramientas, etc.

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