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Estos textos tienen como objetivo propiciar el diálogo y la opinión sobre temas
diversos. No están seleccionados para ser utilizados como modelo de estructura
argumentativa sino para facilitar la comunicación, el debate de ideas y la expresión
oral en el aula.
LA FUERZA DE LA GENÉTICA
Es domingo. Son las diez de la mañana y gran parte de la ciudad duerme. La que
no, se despierta somnolienta y en silencio. Y entonces, de repente, un estallido de
cláxones revienta la calma matutina. Primero se oyen a una cierta distancia, pero
en seguida la intensidad aumenta, hasta que se estabiliza. El ritmo que los cláxones
marcan es el tradicional "to-to-tó, to-to-to-to, ¡to-tó!".
¿Qué pasa? ¿Algún equipo ha ganado alguna final de copa? No puede ser. No
toca ninguna y, además, los partidos se juegan de noche y no a primera hora de la
mañana de un domingo, y es en las noches de victoria cuando, tras el partido, los
seguidores del equipo vencedor salen por la ciudad, celebrándolo y bebiéndose
todo lo bebible. Abro el balcón, salgo fuera y veo una fila de ocho coches que
hacen sonar el claxon mientras avanzan por la calle. Ahora se han detenido ante el
semáforo pero ellos siguen con lo suyo: "to-to-tó, to-to-to-to, ¡to-tó!". En el
edificio de enfrente otras persianas se levantan y sale gente en pijama, con cara
dormida y la misma pregunta en la mente: ¿Qué pasa? Los ocho coches continúan
detenidos ante el semáforo rojo. El primero de ellos lleva el parabrisas y el vidrio
posterior engalanados con ramos de flores blancas.
Así que se trata de eso: de una boda. Ocho coches van por la ciudad haciendo
sonar los cláxones porque dos de sus ocupantes se casan hoy. Se habla mucho,
últimamente, del ruido en las ciudades. Se han creado plataformas en contra,
decididas a acabar con el ruido innecesario, pero éste ha enraizado de forma tal en
el corazón de la gente que lo tienen difícil. Sin ruido, muchos conciudadanos no
saben expresar emoción alguna. Es la herencia de la carraca, del petardo que tanto
divierte a los niños. Se hace ruido por todo. Para demostrar que estamos alegres
ponemos música en el coche y, a todo volumen y con las ventanas abiertas, nos
paseamos por las calles, para que todos compartan nuestro gozo. Incluso, para
demostrar que estamos tristes, han abolido el silencio en los entierros, y ahora-
por poco que el muerto fuese alguien mínimamente significativo- se aplaude su
féretro, lo que (para los que aprendimos que el silencio es la forma máxima de
respeto) no puede significar otra cosa que alegría por esa muerte.
Se trata de evitar el silencio, como sea. Ahora que el semáforo se les ha puesto
por fin verde, los ocho coches vuelven a ponerse en marcha golpeando sus cláxones
sin parar. Si fuesen en fila silenciosa, les parecería que no demuestran suficiente
alegría, merece que la ciudad entera se despierte a su paso, esta mañana de
domingo, para enterarse de algo extraordinario: ¡que dos de ellos se casan!
Después habrá quien se sorprenda cuando, de aquí a dieciséis o diecisiete años,
el hijo de esta pareja que hoy se casa cambie el tubo de escape de su motocicleta
por un tubarro ensordecedor y se pasee por las calles de esta misma ciudad para
anunciarnos a todos algo que para él también será sumamente importante: que se
ha cambiado el tubo de la motocicleta por un tubarro ensordecedor.
Quim Monzó. Magazine, 24 de junio de 2001.
Las palabras son unos extraños artefactos. Por un lado, es la palabra la que nos
hace humanos y la que nos permite definir nuestros sueños y aspirar a ser mejores
de lo que somos. Pero, por otro, en las palabras anida la mentira, la insustancialidad
y la traición.
Y así, todas las grandes palabras han sido reventadas y corrompidas en algún
momento de la historia. Por ejemplo, la libertad. Hasta el dictador más asesino usa
la palabra libertad como si fuese suya. O justicia, o felicidad, o bien común. Las
palabras son violadas tan a menudo que una acaba por desconfiar de los grandes
conceptos.
SOLIDARIDAD ES...
ENAMORARSE ES...
APRENDER A DECIR NO
Entre los buenos propósitos que me he hecho para el otoño que comienza hay
uno indispensable: urgentemente, tengo que aprender a decir no. Y es que el mundo
se divide en dos: las personas razonables que hacen lo que les conviene, que
dedican sus energías a causas que valen la pena, ya sean altruistas o no, personas
maduras que plantan pies en pared cuando les proponen algo fatigoso o inútil para
ellos; y los idiotas (entre los que me cuento) que dicen sí a todo.
Yo soy, para que se hagan una idea, de esas tontas que salen con un hombre que
les aburre hasta las lágrimas simplemente porque el interfecto es un plasta y no se
da por vencido después de seis o siete disculpas clarísimas del tipo "perdona,
chico, pero tengo que ir al pediatra" o "lo siento, hoy es el cumpleaños de mi hijo"
(eso, cuando el plasta sabe de sobra que yo sólo tengo hijas y muy mayores). La
cuestión es que al final salgo, y me aburro como una ostra, y juro que la próxima
vez le diré al plasta que no me llame más. Sin embargo, él vuelve a telefonear y allá
voy yo otra vez haciendo el panoli.
Por no saber decir no, me he comprado aparatos culinarios carísimos. Se lo
aseguro, señora, con este superrobot podrá amasar pan como un profesional
(¿amasar pan yo?, pero si sólo como biscotes). Sí, querida señora, y elaborar
helados caseros (¿para qué, con lo fácil que es comprar un Háagen Dazs?). Mire,
cómo el robot fabrica papardelle (¿y qué cuerno es papardelle?).
En fin, para qué cansarlos, lo cierto es que aquí tengo el superrobot que aún me
mira mártir (y virgen, naturalmente) desde un armario de la cocina. Y puedo darles
muchos más ejemplos de cosas aún más absurdas que he comprado acosada por
vendedores implacables: una enciclopedia de chicha y nabo cuando ya tengo la
Brítanica y la Espasa. Limpiamuebles milagrosos. Cremas rejuvenecedoras a precio
de bochorno. y. cómo no, un enorme aparato de gimnasia pasiva (tonelada y media
de tecnología punta que ocupa buena parte de mi dormitorio) del padre de cuyo
inventor me acuerdo todos los días y no precisamente con cariño. A esto hay que
unir el tema social: las presentaciones absurdas, los cócteles soporíferos, las
fiestas mundanas que tanto me angustian, y los infinitos favores a los que digo sí
con una sonrisa fósil: a fulano, porque es amigo del colegio; a mengana, porque está
pasando una mala racha; a aquél, simplemente para que deje de darme la brasa.
Pero se acabó, créanme. A partir de ahora, no más compras inútiles, no más
salidas a saraos que me aburren y, sobre todo, no más citas con señores que me
postran y me cuentan esas milongas de que si quieren escribir una novela..., que si
piensan abandonar este mundo materialista para dedicarse a plantar lechugas..., en
suma: ¡basta de tonterías! El propósito está hecho y lo cierto es que me siento
mucho mejor. ¿Sirve de algo hacer buenos propósitos en otoño? ¿Ustedes creen en
el poder taumatúrgico de la letra escrita? ¿Creen que haber hecho apostasía
pública de mi blandenguería es un primer paso en mi rehabilitación? Tengo mis
dudas, pero les juro que voy a intentarlo. Ahora parece fácil...Ya veremos como lo
veo el mes que viene. Les mantendré informados.
Carmen Posadas. Magazín. 23 de septiembre de 2001.
LA VIDA EN COMÚN
Alguien que a toda hora se queja con amargura de tener que soportar su cruz
(esposa, esposo, padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano, hermana, hijo,
hija, padrastro, madrastra, hijastro, hijastra, suegro, suegra, yerno, nuera) es a la
vez la cruz del otro, que amargamente se queja de tener que sobrellevar a toda
hora la cruz (nuera, yerno, suegra, suegro, hijastra, hijastro, madrastra,
padrastro, hija, hijo, hermana, hermano, tía, tío, abuela, abuelo, madre, padre,
esposa, esposo) que le ha tocado cargar en esta vida, y así, de cada quien según su
capacidad y a cada quien según sus necesidades.
Augusto Monterroso. Cuentos. Alianza