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Firmeza y ternura

"Amar a un ser es creer, es esperar en él siempre. Los padres que no creen ya en las infinitas
posibilidades de bien que encierran los corazones de sus hijos, no los aman, no tienen bastante fe y valor
para amarlos. Entonces, los hijos se vuelven hacia el exterior, buscan alrededor de ellos un amigo, una
amiga, un maestro, alguien que sabrá creer de nuevo en ellos y que les permita crecer. Quien nos ama y
cree en nosotros nos lleva a atrevernos a ser mucho mejores, más tiernos, más vulnerables, más
generosos que ningún otro.

Amar a alguien es dirigirle la llamada más fuerte y más imperiosa, es despertar en él un ser escondido y
mudo que no puede resistirse a nuestra voz, un ser tan nuevo que ni siquiera el que lo lleva lo conoce, y
tan sincero, sin embargo, que no puede dejar de reconocerlo, cuando surge pujante desde su entraña". 1

Un corazón creyente es un corazón enaltecedor. Este logra liberarse de la convicción que lo que educa es
el exigir y protestar cada vez que el otro se comporta inadecuadamente. Es el amor que cree en lo mejor
del otro. Enaltecer es poner en alto. Ese es el milagro que producen un corazón que cree.

"Para mí es un acto de fe fundamental, creer en la posibilidad de poder liberar el fondo de bondad que
existe en cada hombre" (Paul Ricoeur, La Nación 21-06-98)

"Como elegidos de Dios, consagrados, tiernamente amados, revístanse de compasión entrañable, de


amabilidad, de humildad, de dulzura y de paciencia. Sean tolerantes los unos con los otros. Y perdónense
si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor los perdonó, perdónense unos a otros" (Col 3, 12-13).

Hay heridas y dolores muy profundos. Si no logro el ungüento de la comprensión, la herida empieza a
descomponerse, a supurar, a oler a podrido y logra corromper el resto de nuestros afectos y sentimientos
hasta llegar a la ira insostenible o a la depresión que me paraliza.

El amor divino:
San Pablo lo muestra a partir de la experiencia de su propia vida cuando dice: "No hago el bien que
quiero sino el mal que no quiero" (Rom. 7, 19). La experiencia de la propia limitación e incapacidad es
una experiencia básica de todo ser humano. En nuestro mundo de relaciones no podemos vivir sin
confrontarnos a cada paso con la pequeñez propia y la de los demás.

Por eso en el himno al amor se nos dice que con ese amor se puede soportar todo y podemos
acomodarnos a todo (1 Cor 13, 7). He encontrado este verbo –acomodarse– en una antigua traducción y
me ha parecido de lo más acertada. Soportar o sobrellevar muestra un aspecto de la comprensión.
Acomodarse es más. Es intentar sentirnos cómodos al lado de quien amamos, no porque no presente
aristas duras y molestas, sino porque tengo la actitud del padre bueno de la parábola y la del Buen Pastor
que da su vida por la oveja y la conoce tan a fondo y con tanta benevolencia que la ama también en sus
limites y sabe acomodarse a ellos.

El padre del hijo pródigo me muestra el camino. El Espíritu Santo es el aceite, la medicina santa para
todos nuestros afectos dañados. El verdadero amor es el que nunca cesa de amar. Se trata de una actitud
divina. Pues bien, estamos llamados a ser imagen y semejanza de Dios y esto, de modo peculiar, al amar.

El que inclina nuestro corazón hacia esta comprensión de estilo divino y no hacia la dureza y el rencor es
el Espíritu Santo que "infunde en nosotros el amor de Dios" (Rom 5,5).

Los frutos de este Espíritu son el amor, la alegría y la paz, la amabilidad, la bondad y la mansedumbre, la
paciencia, confianza en los otros y el autodominio (cf. Gal 5, 2).

El modo divino de amar es el que siempre hace revivir. Ése es su poder. Y ese poder está a mi
disposición. Simplemente no hay que dejarse llevar por el poder del mal que lleva a la muerte. Hay que
dejarse inundar, arrastrar por este viento tempestuoso de pentecostés.

Una versión moderna del hijo pródigo –aunque con otra temática– es el cuento de Hans Andersen, el
Campesino y sus trueques:

1
L. Evely. Nuestro Padre, ed. Atenas. Madrid. Pag. 43-44
"Un matrimonio decide vender una de las dos vacas que tiene. Ya son ancianos y les basta la leche de
una. A la mañana siguiente, tempranito, el hombre se dirige al mercado. Pero muy pronto la vaca se
cansa y renuncia a seguir por lo que el campesino se la cambia a un hombre que va al mercado con un
chancho. Hecho el trueque, nuestro amigo retoma el camino a su hogar. Pero el chancho se entretiene
comiendo y no avanza. Así que lo cambia por una cabra que parece muy avispada y dispuesta. Con tanta
vitalidad se le hizo imposible avanzar y quedó pronto sin aliento. La cambia, entonces, por un ganso.
Éste se siente molesto debajo del brazo, aletea y picotea. Tanto que lo cambia por un gallo. Con éste
llega hasta un bar y lo cambia por un buen almuerzo con cerveza. Cuando un compadre entendió la
historia de tantos trueques le anticipa que su señora lo va a matar por un negocio tan desastroso.
Nuestro hombre le dice que de ninguna manera. Su señora estará feliz. El compadre le desafía por 20
escudos.

Van directo a la casa. El matrimonio se saluda contento por el regreso mientras el compadre escondido
escucha lo que pasa. La mujer se siente contenta por el primer trueque ya que el chancho les dará jamón
para el invierno. Con el segundo, porque la cabrilla les dará leche, queso y quizás un cabrito. Con el
tercero, porque se comerán el ganso y las plumas le vendrán bien para el cubrecamas. Con el gallo,
porque justo tenían el despertador descompuesto y éste les aseguraría una despertada temprana. Cada
vez que el marido la sorprendía con un nuevo trueque ella se alegraba por las posibilidades del nuevo
cambio. Al final, el gallo se convierte en un almuerzo. Ella entonces le pregunta si el almuerzo había
sido satisfactorio. El campesino dice que le cayó como a los dioses y, alabando a Dios por su alegría,
ella dice: "A mí me importa -tú lo sabes- sólo que estés contento". La apuesta estaba ganada y el
compadre desembolsó los 20 escudos, más que suficientes para comprarse otra vaca."

Si el problema en nuestras relaciones no es la forma de ser y comportarse del otro sino la forma como yo
lo veo, la solución pasa por la luz que yo arrojo sobre la persona y su comportamiento. La prueba de ello
es que somos más tolerantes y amables con unos que con otros. La diferencia no se da en primer lugar por
el comportamiento de ellos, sino por el amor que yo les tenga. Ese amor me lleva a mirarlos con otros
ojos. A unos juzgo con mucha benevolencia y a otros con mucha severidad.

El maestro le pregunta a sus discípulos cómo se distingue el momento exacto en que la noche da lugar al
amanecer. Estos dan diversos tipos de respuesta como cuando se distingue, en una cierta distancia, una
palmera de un camello. El maestro escucha benévolamente. Finalmente da su opinión: la noche deja su
lugar al día cuando veo a la distancia alguien que se acerca y reconozco en él a mi hermano.

Poca luz nos lleva a confundir las figuras que se mueven a lo lejos; plena luz permite ver contornos
claros, definidos. Es que la luz da a las cosas su auténtica perspectiva y su proporción justa. Ver al
prójimo con mucha luz, permite verlo sin dramatismos, exageraciones, estridencias, y a la vez, sin
minimizar u ocultar la verdad de lo imperfecto. Me permite ver al tú desde dentro, desde sus esfuerzos,
sus ganas de crecer y ser mejor.

El Padre José Kentenich fue probado por la Iglesia con 14 años de exilio y alejamiento de su tarea de
fundador de Schöenstatt. No es extraño, pues, que uno de sus fieles compañeros le escribiera en esa época
tan oscura y que lamentara tantas incomprensiones y desilusiones sufridas por él. La respuesta del P.
Kentenich no se hizo esperar y despierta nuestro más grande asombro.

"Usted cree que sufrí muchas y enormes desilusiones en mi vida. Es un gran error. Cuando uno se
dispone a no esperar nada y a regalar todo, la vida se llena de sorpresas. Si observa cuánto amor me
rodea –a pesar de los terribles golpes de parte de la autoridad– y cuánta fidelidad se mi brindó en todas
las situaciones, entonces deberá admitir que quizás no haya ningún hombre en el mundo –al menos no
muchos– que hayan sido y sean tan mimados como yo...

Uno debería poder construir su casa junto al Vesubio. Yo tuve que hacerlo desde mi infancia, por eso no
me molesta la lava que el cráter expulsa abruptamente. Si el alma reposa en total santa indiferencia, se
siente tan bien como cuando reina buen tiempo"

(Carta del 4-1-1954. Cf. Autorretrato del Padre Kentenich. Pgs. 86-87)

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