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Los inframundos de Roger Casement

Boris Muñoz

Hasta hace pocas semanas, Roger Casement, a quien W.B. Yeats calificó como el
irlandés más universal, era un personaje casi desconocido en la historia de Occidente.
Casement fue el principal denunciador de las atrocidades y crueldades perpetradas en
nombre de la civilización y el progreso en el Congo y la Amazonia peruana, por lo cual
puede ser considerado, en justa ley, el precursor de la defensa de los derechos humanos,
una suerte de padre fundador de organizaciones como Amnistía Internacional y Human
Rights Watch. Con todo, su nombre llevaba polvo en las enciclopedias o era materia de
homenajes marginales en docudramas televisivos de la BBC, historiografías como Los
fantasmas del rey Leopoldo II de Adam Hochschild o narraciones oscuras e imprescindibles
como Los anillos de saturno de W.G.Sebald, casi siempre atribuyéndole ser el personaje
crucial detrás de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Pese a estas referencias, su
nombre era, en fin, una nota al pie en la Historia Universal de la Infamia, a la sombra de
Conrad. Pero ahora la poderosa pluma de Mario Vargas Llosa lo ha sacado del cementerio
irlandés donde se encuentra para –con el reciente premio Nobel mediante– ofrecérnoslo en
genio y figura: no solo como aventurero de una sola pieza, sino como un personaje
caracterizado por claroscuros y complejidades que, en casos como el suyo, el artificio
literario explica y logra iluminar mejor que la propia historia.
Una de las claves del libro se encuentra en el epígrafe de Rodó que enmarca la
novela: “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno sino muchos…”. Vargas Llosa
toma esta idea que Borges también refrendó apuntando que “un hombre es todos los
hombres”, para narrar las peripecias y caídas de Roger Casement, pero también para
desarrollar lo que, en el porvenir, los críticos de su obra considerarán su más apasionada
denuncia contra la explotación del hombre por el hombre y la crueldad salvaje del
colonialismo.
Recluido en una prisión inglesa por sus actividades conspirativas a favor de la
independencia de su natal Irlanda, Roger Casement espera la noticia de la conmutación de
su pena o la condena a muerte. Pentonville Prison es un purgatorio de muros tan gruesos
que ni siquiera permiten escuchar el más mínimo rumor del afuera. Salvo por esporádicas
visitas, la espera se transforma en el compás existencial que le permite al prisionero hacer
un repaso a su odisea vital y, por así decirlo, ajustar cuentas con el mundo y consigo
mismo.
En ese sentido, El sueño del celta invita a una lectura doble y hasta cierto punto
paralela. El periplo de Casement tiene la forma de un rodeo de 360 grados por el complejo
cuadro psicológico, emocional, histórico, ético y sexual del personaje. Pero ese rodeo
circular abarca también un viaje filosófico –cuya metáfora central es el río como lo fue para
Heráclito- por conceptos tan amplios y difusos como lo humano, la civilización, la barbarie,
el capitalismo, el nacionalismo, la religión, el misticismo.
Vargas Llosa divide el periplo de Casement en tres estaciones: el Congo, la
Amazonia e Irlanda. Casement va al Congo, como los antiguos inmigrantes de Europa
venían a hacer la América, una vasta e inexplorada tierra de promisión, abierta a todos los
sueños y todas las realizaciones. En sus primeros años se enrola en las legendarias
expediciones de Henry Morton Stanley y Henry Shelton Sanford y atestigua con ojos
propios de que se trata la empresa civilizatoria. Se suponía que, en nombre Asociación
Internacional por la Exploración y la Civilización de África, estas expediciones llevarían
las instituciones del progreso –la educación, la ciencia, la religión– a esos confines
prehistóricos de la Tierra. Stanley prometía ayudas sociales generosas. A cambio hacía que
los jefes de tribu, que por regla eran analfabetos, firmaran unos papeles que comprometían
a los pobladores originales de esas regiones a entregar al hombre blanco su mano de obra,
sus tierras, sus familias y hasta sus alimentos, so pena de horribles castigos y crueldades
atroces y repulsivas. Esa engañifa legal le permitió al rey Leopoldo II regir sobre el Congo
a voluntad mientras de cara al mundo “civilizado” cultivaba fanfarronamente una cara de
gran humanista. En 1885, gracias a la connivencia de los poderes imperiales del momento,
el rey Leopoldo logra hacerse soberano y único trustee del Estado Independiente del Congo
–una región casi 100 veces mayor que Bélgica– para regir sobre él su real gana sometiendo
a sus habitantes, incluso a los caníbales, con las temidas Forces Publiques belgas.
El celta creía de buena fe que la educación enseñaría a los salvajes a no comerse al
prójimo. Como se lo dijo Stanley: los misioneros los sacarían del paganismo, los médicos
los salvarían con sus vacunas de epidemias que hasta entonces creían hechizos y maleficios,
el libre comercio les acercaría la modernidad. Casement creyó ser guíado por el designió
noble de la modélica empresa de Leopoldo II. En varios momentos el narrador hace
hincapié en las condiciones desiguales del intercambio comercial. De Europa llegaban
armas, municiones, chicotes –ese ominoso símbolo de la crueldad–, estampitas, crucifijos,
cuentecillas de vidrio de colores, mientras de África salían inmensas rumas de caucho,
piezas de marfil y pieles de animales. Poco a poco, a lo largo de esos 20 años en el horror
colonial, Casement descubriría que él solo era un peón en un complejo sistema de expolio.
Las bendiciones de la civilización no eran sino el maltrato abyecto, la violencia demencial,
el saqueo y el estupro contra los aborígenes. Las privaciones de todo tipo, el tormento de
las picaduras, el acecho de las epidemias y los ataques de paludismo que debió soportar
durante sus años de expedicionario y al servicio del Foreign Office británico, solo
contribuían a perpetuar ese orden de cosas que no tenía marcha atrás a menos que se
destruyera de raíz. Esa certidumbre inflama su cabeza y es lo que, a fin de cuentas, lo
impulsa a emprender la titánica expedición de varios meses para documentar las
contundentes denuncias recogidas en su Informe sobre el Congo.
La consecuencia lógica de la tremenda acogida de sus denuncias fue continuar
investigando las atrocidades de la empresa civilizatoria. Después de su llegada, en agosto
de 1910, a Iquitos, pueblo fluvial de la Amazonia peruana, Casement vuelve a vivir el
horror del Congo como si fuera una pesadilla que se repite. En efecto, la situación es igual
salvo mínimos detalles. Y esta semejanza atormenta lo atormenta: “La historia de siempre,
la historia de nunca acabar”. Sin embargo, su visión sobre los resortes que mueven la trata
humana se profundiza y su militancia a favor de los indígenas se intensifica. En un plano
ético y religioso, comprende que el combustible de la crueldad es la codicia. Ésta equivale a
una peste espiritual y metafísica, porque su alcance es ilimitado y tiene el poder de
corromperlo todo, empezando por los seres humanos y terminando por el Estado mismo
que se vuelve parte inseparable del régimen de exterminio.
Como en otras ocasiones, el autor le ha pedido a los lectores que adopten una
actitud paciente mientras se recorre una larga lista de despegue para esta novela, que no es
un jet ligero, sino más bien un pesado pero potente jumbo transatlántico. La espera vale la
pena. En los viajes amazónicos, la novela respira y crece a plenitud con un narrador que
finalmente ha logrado meter a los lectores bajo la piel del protagonista e instalarlos en el
corazón húmedo y sofocante del infierno verde, donde los indígenas son sometidos a
trabajos forzados y marcados a fuego y cuchillo, como ganado, con las iniciales diabólicas
de la Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana.
Aunque hay muchas semejanzas entre la colonización del Congo y la Terra
Incógnita, hay una importante diferencia. Es evidente que, en los pasajes Amazónicos,
Vargas Llosa se encuentra en una de sus comarcas narrativas favoritas. Eso implica no solo
que, en la Amazonia, la narración y los personajes cobran vida e impetus, sino también que
el espacio narrativo se torna la arena de un apasionado debate ideológico. Al igual que las
otras obras selváticas de Vargas Llosa –me refiero a La casa verde, Pantaleón y las
visitadoras, El hablador– ésta es una novela tesis o más bien una novela de múltiples
hipótesis. A medida que se desarrolla la trama el narrador o el protagonista lanza una
verdadera metralla de preguntas. Por ejemplo: ¿Podían ser verdad todas esas
monstruosidades? ¿Con qué derecho habían venido esos forasteros a invadirlos, explotarlos,
matarlos? ¿Pueden ponerse en un mismo plano a los caníbales de la Amazonia y a los
pioneros, empresarios y comerciantes que trabajan en las condiciones más adversas para
llevar el desarrollo a aquellas soledades? ¿La sanidad de su espíritu resistiría todo el
espanto cotidiano? Esas y muchas otras preguntas de lo humano y lo divino asedian al
cónsul especial y bullen incesantemente en su psique, de modo que hay que preguntarse
qué quiere plantearnos Vargas Llosa con esta nueva incursión amazónica.
Quizá no haya una respuesta certera y acabada, pero al someter al muchacho
idealista que fue Casement a una especie de epifanía negativa, el narrador va dando cuenta
de la demencia agazapada en un sistema económico irracional y basado en la trampa y el
lucro al que califica como el pecado original; un sistema tan extremo, nos dice, que destruía
a los espíritus antes que los cuerpos, cancelando cualquier posibilidad de resistencia y
organización por parte del colonizado.
Como en El corazón de las tinieblas, el gran tema de fondo es la crueldad
encubierta en la empresa civilizadora. En cierto punto, Conrad le da las gracias a Casement
por haberle “quitado las lagañas de los ojos sobre África, sobre el Estado Independiente del
Congo y sobre la fiera humana”. Pero en buena medida El sueño del celta es una novela
anti-conradiana, por así decirlo. Conrad empleó un método narrativo impresionista en el
que las tinieblas más que mostrarse se insinuaban. Al ascender por los ríos M’pozo y
Congo, la locura de Kurtz nos envuelve con imágenes febriles, delirantes, pero apena la
vemos como un celaje entre la espesura, como si viniera de un inframundo. Al viajar de
Iquitos al Putumayo por el Amazonas y sus tributarios, el narrador de Vargas Llosa elige el
camino contrario: su denuncia actúa por acumulación de pruebas y nunca ahorra detalles
para estremecer al lector con descripciones gráficas de los desmanes del explotador a la
hora de inflingir tormentos al prójimo: abundan las torturas, la mutilación de genitales, los
grotescos asesinatos, la violación, las azotainas, el infanticidio y las decapitaciones. Todo
esto aderezado por el revulsivo y ubicuo olor del caucho mezclado con el almizcle de la
carne humana chamuscada. El mal mismo es personificado por el cínico y en apariencia
incombustible Armando Normand, un contador enjuto con ojos de víbora y educado en
Londres que, liberado de todo límite y contención civilizada, sojuzgaba a los indígenas
hasta lo inimaginable, obligándolos incluso a comer sus propios excrementos. Sin embargo,
Normand es apenas el símbolo en un elenco de seres pusilánimes.
En las páginas de El sueño del celta el inacabable debate sobre la civilización y la
barbarie revive con nuevo brío. La narración es el campo de una batalla entre seres viles y
codiciosos y seres altruistas y estoicos, pero sobre todo de la lucha del bien contra el mal y
de los ideales civilizatorios contra la corrupción de los mismos. A cada paso, Casement
encuentra una contra figura como su par el cónsul Stir o un aliado como Juan Tizón. No
obastante agitarlo una mezcla de confunsión con sentido del deber, en la Amazonia, el
cónsul es plenamente consciente de lo que hace y de los peligros que enfrenta. Y ni por un
minuto, pese a los achaques que lo afligen, ceja en su férreo empeño de hallar una verdad y
mostrársela al mundo, para, en la medida de lo posible, encarrilar el tren de la civilización.
En La casa verde, obra monumental y pesadísima como una catedral, la indolente y
superfecunda selva era el escenario del desmadre. Eso mismo sucede en El sueño del celta,
pero en ésta Vargas Llosa deja aun más claro que la maldad no reside en la vorágine capaz
de tragarse, a fuerza de arbustos, matorrales, insectos y animales, toda huella humana. La
existencia de esos enclaves de salvajismo es la falta de civilización o más bien los excesos
de la codicia, Casement lo tiene muy claro. Uno de los valores que lo elevan por sobre los
personajes que lo rodean es justamente distinguir qué es y qué no es la civilización. La
civilización “no es la codicia de los mercaderes, sino la ciencia, las leyes, la educación, los
derechos innatos del ser humano, la ética cristiana”. En definitiva, sostiene el narrador,
“una moral que impedía que los seres humanos actuaran como bestias”.
La conciencia de la fragilidad de esa moral acompaña siempre al protagonista y es el
alimento espiritual de sus angustias. “El Congo. La Amazonia…¿Cuántos? ¿Miles?
¿Millones? ¿Se podía derrotar a la hidra? Se le cortaba la cabeza en un lugar y reaparecía
en otro, más sanginaria y horripilante”.
Al publicar su Informe sobre el Putumayo, Casement logra alcanzar un sueño que
no ha deseado: convertirse en una figura pública y adalid de la defensa de la humanidad. En
este éxito hay, sin duda, resonancias de la Polémica de Valladolid entre fray Ginés de
Sepúlveda y fray Bartolomé de las Casas, y que giró en torno a si los indígenas tenían alma
y debían, por tanto, ser tratados como cristianos. De hecho, el público que recibe sus
denuncias contra el sistema colonial e imperial, lo compara con fray Bartolomé. Sin
embargo, el retrato novelado del irlandés no es precisamente el de un santo. En su vida
austera y recoleta hay una ominosa mancha: el apetito sexual por otros hombres.
En la celda de condenado, el irlandés evoca los tumultuosos episodios del amor que
no se atreve a decir su nombre. Desde el Congo, Brasil, Barbados y la Amazonia, lo
acechan los fantasmas de los diferentes cuerpos apetecidos o tomados, en su mayoría
jóvenes negros o mulatos, siempre fuertes y estilizados, y con enormes vergas que lo llevan
del delirio al frenesí. Es una sexualidad furtiva, vivida en el más estricto secreto y
confinada a sus diarios. El cuerpo es para el cónsul especial una fuente de placer esporádica
que se aviva cuando está lejos de casa o cuando el solitario enfermizo, que en el fondo es,
libera sus ávidos instintos carnales. Los prejuicios de la Inglaterra victoriana que todavía
ciñen la moral de su época, harán, a la postre, del registro de sus encuentros y fantasías
sexuales en su diario íntimo el instrumento de su condena definitiva. En este sentido, el
juicio contra Casement recuerda ese otro que también estremeció a la opinión pública
británica y atlántica en 1900. Se trata del proceso contra Oscar Wilde quien, como Roger,
fue condenado no solo por desafiar con su homosexualidad la moral imperante, sino
también por representar el espíritu libertario irlandés.
Después de su regreso a Irlanda y su incorporación a la lucha independentista, las
contradicciones internas que siempre lo han mortificado se acentúan. Desde su estancia en
el Congo, muchos años antes, se ha preguntado sobre el destino del pueblo irlandés para el
cual sueña con la libertad. ¿Por qué lo que es malo para el Congo es bueno para Irlanda?, se
pregunta. ¿No es acaso la crítica al imperialismo en ultramar válida para ese pequeño país
con una raza, una cultura, una lengua y una idiosincrasia distinta de la inglesa? Esta
reflexión llena de rencor a Sir Roger llevándolo a dar la espalda al país que había servido
como cónsul y que lo había cubierto de honores. La traición se consuma poco después
cuando se pone del lado de Alemania, enemigo de Inglaterra durante la Primera Guerra
Mundial, en una laberíntica conspiración para sumar fuerzas a la causa irlandesa.
A estas alturas de la narración, el lector se encuentra casi al borde de un paro
cardiaco. Pero el hábil narrador nos distrae de nuevo de la inminente condena para
plantearnos el elemnto que urge definir. Casement se ha enfrentado con la naturaleza, los
caucheros, las autoridades y, a fin de cuentas, con todo un sistema de expolio y trabajos
forzados logrando doblegarlos. Pero su vida ha sido una “contradicción permanente, una
sucesión de confusiones y enredos truculentos” que ha distorsionado su obra y oscurecido
sus intenciones. ¿Han tenido sentido tantas fatigas?
La respuesta es su acercamiento final, en medio de torturantes dudas, eso sí, a la
religión. A lo largo de su vida, Casement ha sido sobre todo un hombre de acción, un
servidor público ejemplar, un militante de la libertad y la emancipación. No ha estado
nunca cerca del sacerdocio, pero, paradójicamente, su actuación desinteresada, su
conocimiento de los inframundos del alma humana, su reflexión espiritual y las odiseas que
han experimentado sus huesos, lo acercan a los mártires místicos. En este caso, un caballero
encargado de preservar la llama de lo que nos hace un género aparte de las bestias.
Con esa atmósfera sombría y espíritual, el narrador nos lleva a un desenlace que
sabemos desde el principio. Todo esta servido para el sentimentalismo y el melodrama,
pero en lugar de eso se nos presenta un final de suave y contenido patetismo. El héroe
muere con una hidalguía y una soberbia que su mismo verdugo celebra. Sursum Corda,
“arriba los corazones”.
Uno podría cerrar el libro en este punto, preguntándose en qué creo y para qué estoy
aquí como ser humano y después olvidarlo todo sin consecuencias como solemos hacer
cuando cerramos un libro. Sin embargo, El sueño del celta nos depara un sorpresivo giro en
sus cinco últimas páginas.
En el epílogo de autor que cierra el libro, Vargas Llosa, rompe el contrato que,
como escritor realista, ha entablado con el lector. Al igual que un padre que se ha
encariñado con su criatura, trata de explicar su visión de Casement… y, por su valentía e
integridad, termina absolviéndolo de sus contradicciones más agudas incluyendo el
extremismo patriota antibritánico y el aura maldita que sigue rodeándolo. Este final es
sorprendente, anticlimático, y, sin duda, muy ilustrativo y, quizás, necesario. Lo es en tanto,
salvando las enormes diferencias, como personaje literario Roger Casement ilumina
aspectos hasta ahora poco o mal entendidos de la propia obra de Vargas Llosa. Una obra
pardójica marcada también por febriles pasiones y apostasías así como enormes tensiones y
contradicciones. Como Casement, él ha sido muchos hombres, con fases sucesivas, raras,
contrastantes. De ejemplo tenemos sus novelas mayores, como Conversación en la
catedral y, más aún, La guerra del fin del mundo, donde las ideas se ponen en lisa hasta
que hay un claro ganador, pero en las que la complejidad psicológica e histórica de los
personajes desborda la ideología y la dogmática que intenta reducirlos, explicarlos o
justificarlos. Es decir que el Vargas Llosa fabulador envuelve y supera al Vargas Llosa
catecúmeno, sea éste el defensor de la revolución o del libre mercado. Aunque con El
sueño del celta sucede lo mismo, en ella el novelista ha dado otra vuelta de tuerca,
tomándose la libertad de filosofar sobre sus personajes como no lo había hecho en otras
novelas. La prueba es que no vio la necesidad de dar explicaciones sobre el sacrificio del
Conselheiro Antonio Mendes Maciel o del desencanto de Zavalita pues todo estaba
contenido en el orbe novelístico. ¿Por qué lo hace con Casement? A mi juicio, porque, al
margen de lo paradójica, polimórfica e inapresable que es el alma de un hombre, si en algo
coinciden el Roger Casement de la novela y el escritor de carne y hueso que le dio vida es
en la mística, la honestidad y la valentía con que ambos le plantan la cara a la duda que los
interpela como seres pensantes y humanos.

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