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“Los hombres del pasado, los que pertenecieron a las grandes culturas del este y del
oeste, no lo(s) ponían en duda. Para ellos los mitos y los sueños figuraban entre las más
significativas expresiones mentales, y no entenderlas equivalía a la ignorancia. Sólo en
los últimos centenares de años de la cultura occidental es cuando esa actitud varió. En el
mejor de los casos, los mitos serían candorosas lucubraciones de la mentalidad pre-
científica, producidos mucho antes de que el hombre hubiera realizado sus grandes
descubrimientos sobre la naturaleza y aprendido algunos de los secretos para dominarla.”
“El lenguaje simbólico de los sueños (y los mitos) es un lenguaje por derecho propio, más
aun, el único lenguaje universal que haya producido la humanidad… El problema es,
indudablemente, comprenderlo más que interpretarlo,…”
A pesar que este relato esté así, sin nombres, sin geografía, sin tiempo, nos
interpela profundamente desde su mera lectura. Pero, ¿qué es lo conmovedor en
él? ¿Lo truculento? ¿La violencia exacerbada? ¿La ira de una esposa engañada?
¿Sus acciones arrebatadas que rebotan en nuestro cuerpo como la visión de un
espejo? ¿La piedad y el amor de un hombre poderoso por salvar la vida de su
hijo? ¿La solidaridad de un hermano con su padre y su medio hermano, su abierta
disposición a terminar la tarea y permitirle conocer la vida? ¿La entrega de un
padre por brindarle un espacio de acogida y amparo a un hijo indefenso,
ofrendando incluso parte de su cuerpo para ello? ¿O es que algo de lo que allí se
dice, o el cómo se dice, o la estructura u orden de sus acontecimientos, o las
respuestas de los individuos, son verdaderamente las que nos conectan con algo
que ignoramos, pero intuimos, de/en nosotros mismos? ¿O será acaso el hecho
de plasmar relaciones parentales en abierta contradicción con los
comportamientos “esperados” lo que nos provoca el “enganche”? ¿O será quizás
que hay veces en que efectivamente nos hemos sentido “como si” fuéramos
despezados como hijos, y echados a un caldero por nuestra madre (o padre), o,
por el contrario, nos hemos sentido profundamente unidos al cuerpo de nuestro
padre (madre), o será que tan sólo (nos) evoca el profundo y secreto deseo de
(volver a) estarlo?
Ciertamente hay cabida para más de una respuesta, pero, así como en cientos de
otras historias y relatos, lo que definitivamente opera en nosotros es esa
“coordinación” emocional que parece que posee esta “narrativa” rara y
extravagante, y que desde algún lugar oculto y/u “olvidado”, nos interpela y nos
conmueve. Este especial entramado de incruentos episodios y acontecimientos,
son los elementos típicos con los que se construye el lenguaje simbólico de los
sueños y los mitos, y los ritos que devienen de éstos.
No, no era necesario saberlo. Pero como seguimos advirtiendo, no hay detalle en
estos relatos mitológicos del Olimpo griego, y así como en ninguno del resto de las
culturas del planeta, que no devengan, que no florezcan ni emerjan sin alguna
“confabulación” en contra de las inquebrantables leyes de nuestra estrecha y
conspicua “realidad”, pero que, al mismo tiempo, no dejen de perturbarnos con
ese lenguaje que nos habla de algo que parece ser el norte mas importante que
los hechos mismos relatados: la experiencia interna y profunda de la vivencia
humana. Pero sin duda, es un lenguaje que no suena a “antiguo”, que se aparta
de ciertas “verdades”, de ciertas “lógicas”, y se nos presenta como ajeno, distante.
De acuerdo a diferentes estudios antropológicos e históricos, aparentemente, el
hombre, como colectivo pensante y creador, no pudo conciliar y mantener a través
de sus diferentes procesos históricos, aquella visión de sí mismo como un ser
ontológicamente inmerso como uno más en la Naturaleza, esto es, más allá de lo
asible por sus sentidos y la razón: el de ser simplemente, HUMANO.
Desde que comenzó a descubrir las “nuevas” relaciones de causa y efecto de los
fenómenos naturales que lo impactaban, su mirada empezó a alejarse de aquella
forma primigenia de verse a sí mismo y a su entorno. Él que fue parte indeleble en
los ritmos de la Naturaleza, dejó ineluctablemente de participar, por la sencilla
razón, que empezó a mirarla, DESDE AFUERA. En algún momento, en el hombre
se empezó a instalar, -al menos en las culturas occidentales, especialmente la
grecolatina-, una premisa que hizo que ambas visiones fueran incompatibles,
opuestas. Ese día fue cuando alguien, un primer hombre, se pensó y se miró,
desde afuera del mundo, o más bien dicho, desde arriba de éste, como un nuevo
dios.
Y parece que es cierto, puesto que entre muchos otros, como Varela y Maturana,
han dedicado su vida a desmitificar esta poderosa, pero tan dañina fantasía, que
ha sido imaginar que hemos andado en el camino y el lugar correctos. Sus
diversos estudios e investigaciones han revelado que ese “lugar” desde donde se
re-instaló el hombre a observar el mundo era un lugar errado, imposible de
sostener. Habida cuenta de sus conclusiones, la observación científica no pasaba
de ser un mero “espejismo” de ‘lo objetivo’ y ‘lo imparcial’, pues no vivimos ni
podemos observar así: nuestra constitución neurofisiológica de seres humanos no
nos posibilita ni habilita a pararnos “afuera” a evaluar, a observar. Siempre
estamos “dentro”, ontológicamente adentro.
Así, el lugar del lenguaje simbólico hoy por hoy como dice Fromm, es el de un
‘lenguaje olvidado’. Pero ha sido un “olvido” unilateral, porque ese lenguaje no nos
ha abandonado nunca a nosotros. Debido a su pertenencia natural a nuestra
esencia de seres humanos, nos ha acompañado indeleblemente a través de los
siglos, inmerso en un continente tan simbólico como el de los mitos: los sueños.
De hecho podríamos decir que la conmoción, esa sensación de cercano impacto
que nos produce la lectura de los relatos míticos, es porque sabemos que aun
soñamos, y por lo mismo no nos son ‘tan’ extraños, al menos no más que nuestros
propios sueños.
La estructura de comprensión de este lenguaje simbólico se construye y se
fundamente sobre la lógica narrativa, esto es, sobre una verosimilitud aceptada a
priori. Aristóteles se refería a esto también como la “necesariedad” de las acciones
en vistas de los propósitos de los personajes. El relato simbólico, como todo relato
dramático, es un entramado narrativo a partir de acciones concretas y conocidas
que se desarrollan en una realidad espacio-temporal, pero que, a partir del uso de
ciertos “desajustes fantasiosos o arbitrarios”, definen y afirman un objetivo menos
aparente que el de los “hechos externos” del relato propiamente tal, cual es, el de
plasmar los pensamientos y sentimientos que nos dejan las vivencias internas más
profundas y universales, ya sea desde los protagonistas en el caso de los mitos, o
desde el soñante, en el caso de los sueños.
Por así decirlo, el lenguaje simbólico se construye a partir de dos relatos que
trabajan y operan en paralelo: el relato manifiesto, que es el que trata sobre los
“hechos externos”, y el simbólico, que es el que, por lo general, oculto tras el
primero, nos da cuenta de significaciones e implicancias de la experiencia “interna”
del protagonista (del mito) o el soñante.
Pero ¿qué ocurre con la recepción de los significados cuando éstos subyacen en
códigos o símbolos olvidados, cuando, tras tantos siglos de desacople y
disociación de nuestra naturaleza integrada, nos hemos terminado alejando de
ellos? ¿O es que ya no son parte de nuestra capacidad de entendimiento? Borges
decía que “sólo podemos comprender una cosa, cuando entendemos su
metáfora.” Desde la misma estructura de los sueños, podemos decir también, que
el hombre se ha dado maña por “entender y comprender” hasta la exactitud
atómica los hechos externos de su experiencia, dándolos por ciertos, pero
olvidando el flujo de contradicciones que circundan las in-consecuencias de sus
propios actos, desde la presidencia de un país, hasta el íntimo lecho de una
alcoba.
Reafirmar por lo tanto la ontología de las cosas, de los actos y las manifestaciones
humanas, desde su caudal interior, desde su cara oculta, como representante de
nuestra experiencia interna es quizás el comienzo de una relectura de nuestra
propia existencia. Y el lenguaje simbólico nos da la pauta de cómo re-integrarnos
a su red universal de comunicación: estimulando nuestro sistema sensorial con
imágenes, sensaciones, sonidos, olores, sabores… los ingredientes predilectos de
los relatos míticos y de los sueños.
En este sentido es muy ejemplificador el análisis que tan bien hace Fromm para la
comprensión por ejemplo del rito bíblico judío del shabat (el descanso del sábado).
En él, intuimos con otra profundidad y significado sus contornos, permitiendo a la
mirada, dejar de extraviarse en el “hecho externo” (ortodoxo) del simplemente
asumido “no hacer nada” con la liberadora noción de la detención de las acciones,
la placentera quietud del Hombre y la Naturaleza. Un día a la semana, dejar que la
vida sea sólo eso, y nosotros con ella. Vivir sólo lo que en verdad somos, la quieta
contemplación de simplemente ser: un anticipo del fin de la esclavitud de la acción
desgastante y alienante entre los hombres y las cosas, y la soberanía refulgente
de la Naturaleza literalmente intacta alrededor de nosotros.
Reconectarnos. El lenguaje simbólico de los mitos y los sueños nos reconecta con
aquel lugar y camino que nos devuelve a la libertad y la vida propias.
Principalmente porque nos acerca a cómo nuestro cuerpo, nuestra mente y
nuestra alma se encuentran interconectadas, para actuar asociativamente sin
despojar a una en desmedro de la otra. Desde una perspectiva histórica-
antropológica, Fromm, plantea en base a estudios sobre el Matriarcado, que la
causa inicial por la cual fue desapareciendo el lenguaje simbólico de la vida
cultural de los pueblos, y por la cual se empezó a instalar el lenguaje intelectual de
la razón, fue la emergencia del Patriarcado. En el patriarcado, la virtud
fundamental constituye la obediencia al orden establecido y a la razón, y la
desobediencia a ellos, el más mortal de los crímenes. El orden establece desde
afuera el cómo son y deben ser “las cosas”, y no en base al orden anterior y
primigenio de cómo las sentimos que son y nos afectan. Así, se instauraron hasta
hoy las jerarquías entre los hombres,…
“La descripción sensorial que hacemos de la realidad nos aporta una información de una
calidad diferente a la naturaleza del razonamiento intelectual y nos conecta con nuestra
inteligencia inconsciente, que es la que alberga la creatividad para buscar alternativas a lo
que nos ocurre y para insistir en la búsqueda de lo que más nos emociona en la vida. Esa
insistencia de nuestro principio del deseo es el estímulo esencial que orienta nuestro
radar de atención hacia el mundo.” (“Cuentos que curan”, Bernardo Ortín, Trinidad Ballester)
, Ricardo Pastene Beytía
Santiago de Chile, 2008