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YO MATO, TU MATAS,

NOSOTROS AMAMOS
YO MATO, TU MATAS,
NOSOTROS AMAMOS
LUIS GARRASTEGUI,
EDITORIAL LARES
JAY-CE PRINTING
PRIMERA EDICION
"Si yo hablase lenguas humanas y angelicales, y no
tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo
que retiñe"

Primer Corintios — 13
LAS OBRAS DEL AUTOR
Luis Garrastegui nace en Puerto Rico, 1924. Ha pu-
blicado varias novelas cortas:
1. Sin Pecado Concebido — Imprenta López,
Buenos
Aires, Argentina — 1955.
2. Los Hechos — Imprenta López — 1961
3. Eugenia o Más Allá del Bien o el Mal — 1958 —
Imprenta López
4. El Independentista — Imprenta López — 1968
CAPITULO I
EXPULSION DEL PARAISO
En el principio fue el dolor. . .
Ocurrió allá en lo más hondo de la Cordillera Central
en el barrio Guaonico de Utuado. Zona de montes que
trepan sus crestas hasta confundirse con las nubes en el
horizonte. Entonces, las fincas de café cubrían las laderas
desde casi el tope de la cima, hasta abajo en lo más hondo
de la cuenca del río. Aquel día había estado lloviendo in-
cesantemente desde la madrugada. A las diez de la mañana
aún parecía que estaba amaneciendo. Un claro interrum-
pía la geografía cerrada del cafetal para ofrecer al infinito
la plegaria desnuda de una casucha de arrimao y su batey.
Hacía el poniente de la casita un sendero estrecho de
barro se perdía en la hondonada. Sobre él, una mujer y un
niño descalzos y empapados de agua hasta los huesos,
trabajaban. El niño tendría ocho años, la mujer veinticinco
más o menos. Ella picaba con una azada y él iba botando
la tierra con un machete, escalonando la resbalosa vereda.
De pronto, el relámpago de una idea terrible cruzó la
mente infantil. El niño enderezó el cuerpo que había
mantenido doblado en la tarea, recibiendo en pleno ros-
tro el azote de la lluvia y con el tiembre de la voz demasia-
do ronco para su tierna edad, preguntó:
— ¿Mamá, si Eleuterio es tu papá, quién es el mío? . . .
La mujer se detuvo en seco. Apretó el mango de la
azada, sacudió con la mano el agua de la cara y por un
instante contempló a su hijo, flaco, enclenque, que la
miraba desde el susto de la pregunta en espera anhelante
de la contestación. Permaneció muda. La sal de las lágri-
mas se mezcló inconsecuentemente en sus mejillas con la

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lluvia que caía. La campesina rastreó los oscuros cauces
de su alma. Durante años había pensado una y otra vez
cómo contestar aquella pregunta, a la que tendría que
enfrentarse tarde o temprano; pero las palabras no salie-
ron, y un nudo le apretó la garganta. El niño comprendió
que su mamá no podía contestar, que algo muy fuerte la
hacía sufrir.
. . . Desde aquel día, el chico al igual que Adán,
salió del Paraíso y vino a residir en la Tierra como los
demás hombres.
Transcurrieron doce largos años. La triste casucha
del abuelo, los inmensos cafetales, el zumbido ronco del
río como retumbar perenne de un trueno lejano, la cabuya
resbalosa del trillo que se perdía en la maleza hasta el
milagro del manantial, la figura pálida y resignada de la
madre arrepechando la jalda con la lata de agua terciada
en el cuadril, quedaban en el recuerdo. Hoy el niño era
un joven de veinte años. Vivía en el Caserío Público López
Sicardó de Río Piedras y estudiaba en la Universidad.
Fuerte y dispuesto, iba precisamente a encontrarse con el
hombre que era su padre. Esta vez el día era claro, con
esa claridad translúcida y casi mágica con que el sol brilla
en el trópico, Camilo Fuentes, la angustia de niño a me-
días sofocaba por la voluntad y a medias arrinconada en
el subconsciente, caminaba a paso firme y resuelto a aquel
encuentro. Cruzó la Plaza de Recreo de Río Piedras y
entró por la parte de atrás a la Iglesia del Pilar. Una pe-
queña oficina, improvisada en un pasillo, interceptó su
paso, a la vez que una jovencita delgada, que estaba detrás
de una maquinilla, le preguntó con amabilidad:
— ¿En qué le podemos servir?
—Quiero ver al padre Pedro—

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—Su nombre, por favor—
—Dígale que es Camilo Fuentes—

La muchacha desapareció al fondo del corredor tras


una puerta que cerró tras sí. A los pocos instantes regresa-
ba acompañada de un hombre alto y delgado que le habla-
ba a la joven y sonreía mientras ella asentía con la cabeza.
Camilo pensó que se trataba del sacerdote, pero lo encon-
traba más joven que lo que se había imaginado. El cura,
sin preámbulos, le soltó:
—Ahora mismo vamos. A esta hora él está en su casa—
Camilo lo siguió sin decir palabra. Ya en la calle el sacer-
dote le señaló el auto. Montaron. El cura arrancó y se
adentró en el tráfico con la destreza de un chofer de taxi.
Quince minutos después entraban a la Urbanización Santa
María. Las fabulosas mansiones de los ricos se sucedían en
ostentosa pugna; Camilo, con ánimo de polemizar, co-
mentó:
—Primero pasa un camello por el ojo de una aguja
que un rico llegue al reino de los cielos, —creo que algo
así dice la Biblia. — En eso el sacerdote cortó hacia la de-
recha y, alineando el carro a la acera, se detuvo frente a
una lujosa residencia.
Antes que el padre Pedro fuera a desmontarse, Ca-
milo lo detuvo por el brazo.
—Sacerdote, he venido por complacer a mi madre.
Si ese hombre fuera un hombre pobre, quizás estaría en
otra disposición. Soy socialista y todo esto que nos rodea
aquí me asquea.
El cura lo miró con cariño:
—Tú eres, ante que nada, recuérdalo siempre, su hijo
y mi misión es llevarte hasta tu padre, que te ama y quién
sufre por el daño que te ha hecho.

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Luego de tocar el timbre de la puerta, de una bocina
empotrada a la pared de concreto una seca voz femenina
indicó:
—Haga el favor de identificarse; hable claro— Ca-
milo no estaba acostumbrada a ser recibido por un arte-
facto de seguridad y dio un paso atrás; el padre Pedro se
acercó a la bocina y se identificó sin mencionar el nombre
de Camilo. Varios minutos después, una sirvienta les abrió
la puerta y los guió por un pasillo, que bordeaba un patio
interior, hasta una sala lujosamente amueblada. Una serie
de pinturas originales de motivos puertorriqueños colgaba
de las paredes. E11 el medio de éstos, sobresalía un gran
cuadro del Corazón de Jesús.
Camilo, como un pez fuera del agua, se sentía incó-
modo. Le sudaban las manos. Sabía que de un instante a
otra se enfrentaría a un hombre extraño, pero con quien
tenía una relación que trascendía a ambos. Podía repudiar
al hombre, negarlo, 110 quererlo, hacer cualquier cosa;
pero la relación persistía siempre.
Por el corredor del fondo llegó Felipe Pérez. Le ten-
dió afectuosamente la mano al sacerdote, quien frente a
Camilo se mantenía en pie. El padre Pedro, rápidamente,
empujando suavemente a Camilo hacia adelante exclamó:
—Este es Camilo. Le dijo casualmente, sin poner em-
peño. El hombre contempló al muchacho por un segundo,
y el muchacho a su vez también contempló al hombre
como si fuera necesario un conocimiento anterior, un asi-
milarse previo, antes de que la mano de uno y la del
otro se unieron en el apretón que enseña la costumbre.
Camilo trataba que ese "darse la mano" fuera incon-
secuente, rutinario, pero algo dentro de su interior, en lo
más hondo de los oscuros cauces del alma, pudo más que

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la voluntad y su mano húmeda huyó antes de tiempo
al fuerte agarre del padre. Felipe Pérez, sin darse cuenta,
había puesto en aquel primer contacto, toda la anhelante
ansiedad de su desesperada necesidad de comunicación.
Captó el rechazo. Una emoción extraña lo paralizó; no
sabía qué hacer o qué decir. Una pequeña presión en el
pecho le recordó el infarto que hacía poco lo había puesto
al borde de la muerte. Pensó que si se moría allí, obligaría
al muchacho a darle cariño, a atenderlo.
Vió su vida gastada con otras gentes sin darle a ese
muchacho ni una gota de tiempo. Lo imaginó pequeño, solo,
pobre y triste. Se sintió ruin. Trató de sonreír, mien-
tras los invitaba a sentarse, pero no lo consiguió. Los tres
se sentaron. El padre Pedro y Felipe en el sofá; al frente,
en una ancha butaca, Camilo. Camilo, por su parte, no
encontró en aquel hombre que tenía al frente, y que decía
que era su padre nada que le fuera familiar. Era más alto
que lo que se lo había imaginado, y más viejo. Los cabellos
grises y blancos, peinados a la vieja usanza, suavizaban
el gesto de una frente enérgica. La boca, de labios rectos
y delgados. La nariz aguileña. El mentón pronunciado.
Los ojos grandes, negros. La mirada amable, deseosa de
complacer, pero confusa, incierta. Camilo no pudo im-
pedir que su fantasía se desbordara y se imaginó que él
y su padre venían juntos desde las errantes nubes de gases
que se mueven entre las galaxias, de las que se supone que
se formen los soles y los mundos, a través de las eterni-
dades insondables del tiempo; que habían caminado uno
junto al otro por millones de años y que seguirían juntos
en un viaje por tiempo infinito en una búsqueda de algo
que no sabía qué podría ser; algo como la anticipación
de un alumbramiento esclarecedor de paz. El padre Pedro,

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lo sacó del juego de su imaginación:
—Yo quiero que padre e hijo se den un abrazo;
vamos. —
Camilo, no se movió. Felipe Pérez, permaneció quie-
to. La invitación del cura murió ante la rigidez del hijo
y la indecisión del padre. Camilo habló con trabajo:
—No es que no querramos complacerlo, pero se hace
un poco difícil; verdaderamente somos dos extraños.
¿No cree usted, señor Pérez?— La cara de Felipe Pérez se
contrajo y las arrugas de la frente treparon sobre las ce-
jas. Sufría. Con evidente pesar contestó en voz baja:
—Es la primera vez que nos encontramos...—
Camilo, sin poder evitar una sensación de ira, con-
testó:
—Somos extraños y lo seremos siempre. Usted repre-
senta un mundo y yo otro. Yo vivo con mi madre Rosa
Fuentes, la hija del jíbaro Eleuterio Fuentes, en el Ca-
serío Público, donde viven los pobres. Llevo el apellido
de mi madre, lo que, por cierto, me honra y enaltece.
Usted vive en una mansión rodeada de todo el lujo imagi-
nable, y esperó años para acordarse de un instante de
placer para el que usó una infeliz adolescente campesina,
a quién, para defenderla del hambre, los padres campesi-
nos habían entregado a un acomodado matrimonio como
sirvienta por la comida, la ropa y los zapatos. Soy marxis-
ta y socialista militante; no tengo nada contra usted. Odio
y he jurado destruir el sistema que divide los hombres
en ricos y pobres, blancos y negros. El sistema que permi-
te que unos usen a otros como objetos de placer. Yo re-
presento a los que aspiramos a que todos los seres huma-
nos tengan derecho al amor, que las relaciones de unos
y otros sean hermosas y dignas, y que todo el mundo se

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respete, y se quiera. Mi misión es destruir el mundo en
que usted vive. No puedo llamarlo ni siquiera compañero.
No tenemos parentesco . . .—!

El aire se hizo denso. El hombre padre, el hombre


sacerdote y el hombre hijo, permanecieron mudos. El
hombre sacerdote carraspeó y, como si levantara la pie-
dra de Sísifo. Dirigiéndose al hombre hijo, le interpeló:

—Has dicho que todo hombre es tu hermano, y ahora


te contradices. Entre los hombres siempre hay parentesco
existencial. y digo existencial y no providencial para usar
palabras que tú puedas aceptar. Todos somos hijos de
Dios. Esa relación de padre e hijo arranca del misterio
mismo de la encarnación…— El muchacho no dejó
terminar al sacerdote:

—La relación padre-hijo se hace con la vida toda,


y la vida se dá en el tiempo y en el mundo. No hablemos
más de esto; usted sabe que he venido únicamente por
complacer a mi madre. —

La actitud del muchacho dolía como puñalada, pero,


a pesar de eso. al contemplarlo en aquella actitud desa-
fiante. Felipe Pérez sintió una extraña satisfacción. Aquel
rebelde era su hijo. Recordó el incidente que había produ-
cido el nacimiento de Camilo. Para aquel entonces él es-
tudiaba la carrera en Estados Unidos. Ese verano estaba
de vacaciones en Utuado. Las tardes eran calurosas y ya
a las tres siempre se desataba un torrencial aguacero. Una
de esas tardes, mediante la fuerza y la violencia, ocurrió
el hecho. La familia lo mandó rápidamente para la Uni-
versidad y devolvieron la jibarita a los padres. El dinero
y la influencia de su familia impuso el deshonor a Eleu-
terio Fuentes. Muy pocas veces aquel incidente cruzó por
su imaginación, pero meses atrás, cuando se recuperaba

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en el hospital del infarto del miocardio, su amigo de la
infancia el Ledo. Torres, le mostró la fotografía de un líder
estudiantil que aparecía en un periódico, a la vez que le
decía —Ese es tu hijo, ¿lo sabías?—. Con ayuda del Padre
Pedro, que le visitaba en el hospital todas las noches, aceptó
la culpa. Y le encomendó que buscara co- municación con la
madre y con el muchacho para reco-nocerlo y ayudarlo.
Ahora tenía frente a sí a un vengador. Buscó los ojos del
muchacho antes de hablar:

—Tienes razón, pero lo pasado está fuera de control;


lo que vale es que me has regalado la satisfacción de co-
nocerte. El hecho indestructible, es que tú eres mi hijo.
Esa relación irreversible no la rompe ni la muerte. Aún en
el plano biológico, tu código genético lleva mi herencia,
que trasmitirás a tus hijos... Mi único deseo es reparar
en algo el mucho daño que he causado. Los jóvenes tienen
tiempo para cambiar el mundo; los viejos solo podemos
aspirar a cambiarnos a nosotros mismos. Pongo a tu dis-
posición mi fortuna y me gustaría poder pagar tu carrera
universitaria, por lo menos . . .—
Camilo, pensó contestarle que era típica reacción
capitalista comprar el afecto con dinero como mercancía
más de consumo, pero se detuvo. No contestó.
El hombre sacerdote comprendió que tenía que sus-
traer aquellos dos seres del enfrentamiento y levantándose
exclamó:
—Bueno, liemos hablado mucho; hoy no era el día
de eso. Se trataba únicamente de que ustedes se conocie-
ran; por hoy basta. Nos volveremos a reunir. . .—

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EL ACTA DE NACIMIENTO
—Mamá, si hemos vivido hasta ahora sin necesidad
de ese señor, ¿para qué ir donde él? Yo no necesito más
apellido que el tuyo. ¿Para qué me obligas a aceptar el
reconocimiento? . . .
—No te obligo; es si tú quieres, pero entiende, hijo
mío, que tu abuelo está viejito, se muere el día menos
pensado, y yo sé que para él eso es algo muy importante,
algo que siempre deseó—.
—Tú dices mamá que es algo que él siempre deseó, pero,
¿te dijo algo el abuelo Eleuterio sobre eso alguna vez?
Ella se le había quedado mirando absorta y Camilo le pa-
reció notar la misma expresión ausente y dolorida del día
en que él le preguntara, allá en Guaonico, que quién era
su padre. La amaba demasiado para contrariarla. Le echó
el brazo por el hombro y, bajando su cabeza hasta rozar la
de ella, le había dicho:
—Iremos donde el abuelo y le llevaremos mi acta de
nacimiento debidamente reconocida por mi padre—.
Y se hizo el viaje hacia Guaonico para entregar a
Eleuterio Fuentes el acta de nacimiento en la cual Felipe
Pérez reconocía a Camilo. La casita los recibió con el débil
y amoroso abrazo de una madre vieja. Rosa no descansó
hasta que Eleuterio Fuentes depositó el documento en el
fondo de aquel baúl centenario de latón y madera, única
herencia del otro Eleuterio, bisabuelo que nació y murió
peón de hacienda. Allí se guardaban los papeles de la
familia, la escritura de la parcelita que le dió Muñoz Ma-
rín, liberándolo de su condición de arrimao; el "discharge'' 1
del ejército otorgado al hijo, el acta de matrimonio, y las
actas de nacimiento de cada muchacho. Allí estaban las
defunciones de los muertos habidos en la familia, las

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estampas de la primera comunión, y algunos retratos
viejos y descoloridos, testimonios de relación de un afecto
entrañable para la familia. Al cerrar el baúl, los ojos del
viejo campesino estaban húmedos. Con voz algo ronca ex-
clamó:
—Ya todas las actas están aquí. . .; cuando me mue-
ra, saben dónde buscarlas—.
Luego los abuelos y Rosa se pusieron a hablar de
viejos recuerdos, del paradero de éste o aquél familiar,
de las cosechas, del precio de los comestibles, de los acha-
ques y las enfermedades, de los conocidos que se habían
muerto . . .
Camilo, ajeno, escuchaba, sin envolverse en el diálo-
go; Años después comprendió que tras aquel diálogo in-
consecuente palpitaba un tibio y profundo universo de
cariño.
En los días que siguieron, el recuerdo del encuentro
con su padre mantenía una atmósfera opaca en su ánimo,
una opresión confusa, latente. De vez en cuando, la an-
gustia hundía sus tentáculos hasta lo más profundo, sin
poder precisar el sentimiento. Le había regateado a aquel
hombre, no importa lo culpable que fuera, un poco de
afecto, de consideración.
Pero tomar una decisión no era fácil. Las penurias
de la niñez se asomaban también. Semanas y semanas
que no se comía otra cosa que vianda y bacalao por la
mañana y vianda y bacalao por la tarde, café prieto puya.
No había zapatos, y con dos mudas de ropa se pasaban
años. Rosa siempre con el mismo traje y los oficios; el in-
cesante buscar leña, repechar la cuesta de la joya pá'subir
el agua, mudar los animales, hartar los puercos, y aquel
día en la escuela... aquel día, en que el hijo de la

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maestra se quiso quedar con su trompo, y a la negativa
de Camilo, la frase horrorosa:
— ¡Tú no tienes padre, porque tu madre es una puta!—.
Un chorro de plomo derretido le abrazó las entrañas.
Los demás muchachos, comprendiendo la gravedad de la
situación, se quedaron mudos. Ninguno se movió. El cri-
minal se refugió en el salón de clases. Camilo recogió el
trompo, lo apretó y, sin mirar atrás, caminó lentamente
por la vereda que trepaba la loma hacia su casa. Pero no
llegó. Se desvió y bajó hasta el río. A la orilla del charco
donde Eleuterio le había enseñado a nadar, sobre la laja,
se acostó y cerró los ojos. No sintió la sombra de las po-
marrosas, ni el rumor del agua. Le pidió a Dios la muerte.
No quería estar más en el mundo, no volvería a ver más a
su madre. Se iría para siempre, donde nadie lo conociera.
Cuando apretó la noche, sin saber cómo, echó a andar ha-
cia la casa. Al llegar al batey se encontró a Eleuterio y los
vecinos que, apertrechados de mechones, iban a buscarlo.
Rosa, llorando, lo abrazó y lo sacudió.
— ¿Dónde has estado? ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?—
No contestó. La familia y los vecinos se arremolinaron
alrededor de él. Por unos instantes se quedó quieto y el
nudo que le apretaba la garganta lo quería ahogar; de
pronto, se lanzó sobre Rosa, escondiendo la cara en su
falda para ahogar los sollozos.
A Felipe Pérez el encuentro con su hijo le había tor-
turado. Pasaban por su mente las innumerables obras de
construcción llevadas a cabo, los negocios en que había
invertido su atención, el incesante proyectar de una ope-
ración financiera tras otra en busca siempre de dinero,
la ganancia a como diera lugar. El cariño guardado al pe-
queño grupo familiar, para los demás, la relación de uso,

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de placer, de aprovechamiento; y de repente, todo se
venía al piso; lo que no existía nada más que para los
demás, estaba allí presente para él, la muerte y con ella
lo otro, más terrible y poderoso que la muerte, —Dios—,
a quien sólo había conocido por costumbre de infancia,
en el Colegio Católico donde estudió. Y Camilo . . . ese mu-
chacho hermoso y líder de otros, hijo, a quién nunca ha-
bía hecho una caricia . . . Una vergüenza interior que na-
die conocía, excepto el Padre Pedro, crecía continuamente,
vergüenza, remordimiento, que no se aplacaba. El ansia,
la necesidad, la sed de ocupar algún lugar en la vida de
ese muchacho. Un día dejó que el ensueño despierto co-
rriera con la triste ternura que sentía y se imaginó a Ca-
milo un nene pequeño y enfermo y que él, como había
hecho con sus otros hijos cuando se enfermaban, lo dormía
paseándose con él al hombro, sintiendo la fiebre del pe-
queño cuerpo junto a su cara. La esposa lo sorprendió
con las lágrimas en los ojos. Asustada preguntó:
— ¿Qué te pasa? ¿Te duele el pecho otra vez? . . .
—No, no… ,se apresuró él a contestar, escondiendo
su secreto . . . son los ojos . . ., los ojos que me arden . . .—
Luego se recriminó por la cobardía, sabía que tenía
que haberle dicho la verdad a la esposa, cuando lo confesó
al Padre Pedro éste se limitó a recordarle que el camino
de la salvación siempre es por la verdad y que se miente
a veces al callar.

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CAPITULO II
EL CAMINO DE LA MILITANCIA
Dos semanas después de la visita a la casa del abuelo,
Camilo asistió a una reunión del Comité de la Zona Quinta
del Movimiento de Acción Nacional Independentista, del
que era miembro activo.
En esa reunión un grupo que desde hacía meses ve-
nía discrepando de la dirección, planteó una moción para
que se llevara a la Asamblea General, próxima a celebrar-
se, una resolución para que el Movimiento asumiera como
tarea fija e inmediata la lucha armada contra el régimen
colonial. El sector que apoyaba la lucha armada argumentó
que solo la praxis revolucionaria es capaz de descolonizar;
la práxis pseudo revolucionaria de pegar pasquines, hacer
piquetes masivos, demostraciones públicas como asistir a
Lares cada 23 de septiembre, a Cabo Rojo al natalicio
de Betances y actos similares, producen en los militantes
la complacencia del deber cumplido sin que con ello se
haga mella en el sistema colonial capitalista.
—Es un narcisismo colectivo—.
El otro grupo opuso como razones que el pueblo to-
davía no tenía el grado de conciencia de lucha suficiente
para dar apoyo a la vanguardia, que las fuerzas represivas
son demasiado poderosas y capaces de liquidar todo el mo-
vimiento de liberación, echando para atrás veinte años
de lucha, y, finalmente, que aunque no rechazaban la
lucha armada como táctica, la organización de esa lucha
armada y su proyección tenía que ser cosa de un futuro,
cuando las condiciones fueran propicias.
—Ustedes están cayendo en un foquísmo y aventure-
rismo ya rebasado por nuestro pensamiento político—.

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Sometida la cuestión a votación, los que creían en la
lucha armada inmediata fueron derrotados.
Camilo participó en las discusiones defendiendo el
punto de vista de los de acción armada inmediata. Aceptó
la derrota sin reservas.
Dos días después, en la Universidad, se le acercó una
compañera que había votado como él por la revolución
armada. Venía acompañada por otro compañero, Fernan-
do Tal. Lo abordaron frente a la glorieta de música.
—Necesitamos hablar contigo—.
El tono de Diana, a quién conocía desde primer año
y quién siempre le había gustado, traslucía que se trataba
de algo importante.
—Dígame—- contestó mientras se pasaba los libros
de una mano a la otra.
—No puede ser aquí. . . Vamos al Centro de Estu-
diantes—.
Caminaron silenciosos entre el tropel de estudiantes
que se movían de unos salones a otros en el cambio de
clases.
El Centro era un hormiguero de "pelús" y faldas
cortas; una combinación de cabezas peludas y muslos pe-
lados en constante fluir. Caminaron hasta la última es-
quina de la primera planta y se sentaron alrededor de
una mesa. Fernando empezó a hablar:
—Te necesitamos. Un grupo de compañeros hemos
decidido abandonar el Movimiento y organizamos para
poner en práctica nuestra teoría revolucionaria. Nos lla-
maremos Acción Armada Ahora; obvio que será clandesti-
na. Dividiremos el trabajo en células independientes con
un contacto de enlace para coordinar la acción. Podemos
utilizar el ejemplo de otros grupos que han operado en

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otros países, los de Argelia, los de Uruguay, especialmente.
¿Qué te parece?—
Camilo miró a Diana. Esta lo contemplaba atenta,
pendiente de todos sus gestos. No respondió enseguida.
La brisa sacudía los árboles contiguos al edificio. El sol
se metía entre las ramas, dibujando claros que los estu-
diantes pisaban ajenos en su transitar.
—¿Quiénes más están en esto?—
Diana le contestó con premura.
—Está Enrique González, el maestro de escuelas y
su primo Alberto. Luis Torres, el de Sociales, al que le
dicen El Flaco lturregui; tú lo conoces, que se parece
a Lenín,; era pentecostal y trabaja de hojalatero; Silvia
Toro, de Humanidades, Carmen Vivas, la rubia de Far-
macia, que mete mano en todo, Andrés Torres, el Cubano,
Fernando y yo. Ah, y a última hora no sé como se enteró
Ramón Vargas y quiere unirse, pero éste no está aceptado
todavía.—
—Ese no me gusta— contestó Camilo.
Por unos instantes los tres jóvenes callaron. Camilo
levantó los ojos hacia los árboles. Vió las nubes blancas
y un pedazo de cielo azul entre las ramas. No quería com-
prometerse así; necesitaba pensarlo bien.
Lo voy a pensar y les contesto mañana—.
—Confío en que estarás con nosotros; mañana, a esta
misma hora, te estaremos esperando aquí; no te olvides—.
A Camilo ese "no te olvides" lo entendió como un
mensaje íntimo dirigido a otra dimensión que la de
compañero.
Cuando Camilo llegó a su casa subió las escaleras
cansado, poco a poco. Empujó la puerta de la sala, casi
tiró los libros en el sofá y se fue hacia la cocina. Rosa,

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como siempre, dejó la trastera y levantando la vista le
sonrió a su hijo con la plenitud total con que siempre le
recibía. El caminó hacia ella y le dió el beso en la mejilla,
vieja costumbre aprendida allá en el remoto Guaonico.
La intuición de la madre sorprendió la preocupación del
hijo.
—¿Qué te pasa? Estás como ido; algo te preocupa—.
—Sí, mamá algo me preocupa. Tengo que hacer una
decisión política muy importante. . .—
—De, eso tú sabes más que yo.—
—Quizás no.—
—¿Quieres café?—
—Sí dame.—
Esa noche Camilo se acostó temprano; pero no para
dormir, sino para pensar. Dio vueltas y vueltas en la
mente al problema. La Acción Armada no podía ser nun-
ca otra cosa que la continuación de la lucha política;
tendría que estar movida únicamente por el amor. A la
patria no se puede ir sino se vá por el amor. Pero la Ac-
ción Armada podría venir del odio, y aunque los frutos
inmediatos fueran abundantes a la larga todo se malo-
graría. La patria no se podía hacer tampoco sin descoloni-
zarse; sin sacarse de adentro ese servilismo a veces sub-
conciente que atrofia la creatividad, habría que darle a la
patria la vida. Esa floración óptima de la energía con que
el hombre se logra o se malogra en el mundo. Tenía que
ser la acción liberadora; pero tenía que tener un fermento
de eso, que los que tienen fe, le llaman inspiración. Ac-
ción Armada sin odio, era el único camino aunque la
cara sucia de la muerte pudiera sorprender. Era el riesgo.
Ese riesgo había que corrérselo.
Al otro día, cuando llegaron al Centro de Estudiantes

16
Diana y Fernando hacía rato que lo esperaban. Ella puso
los libros sobre la mesa y se sentó frente a él. Fernandose
sentó al lado. Con los ojos más que con las palabras,
Diana le preguntó:
—¿Qué decides?—
—Acepto siempre y cuando la acción armada se di-
rija contra las fábricas, instalaciones, oficinas de los norte-
americanos y sus alcahuetes pero no contra las personas y
claro está que cada acción tenga una consecuencia política,
específica y clara.—
El Grupo Acción Armada Ahora quedó formado por
Fernando Tal, estudiante de tercer año de Sociales, hijo
de una familia rica vinculada por varias generaciones con
los altos círculos legales de la Isla; Enrique González,
maestro de escuelas, casado, con un hijo pequeño; su
primo, Alberto González, también maestro; Luis Pérez,
hijo de un carpintero, de primer año de Sociales; Américo
Iturregui, de veinte años y obrero de un taller de hojalate-
ría de Cupey; Silvia Toro, estudiante de Humanidades,
de diecinueve años; Carmen Vivas de veinte, de tercero de
Farmacia; Diana Altonsanti, de Ciencias Naturales, cuar-
to año; Andrés Torres, el Cubano; unos decían que era
puertorriqueño, otros que cubano; él nunca lo aclaraba,
pero lo cierto es que había vivido varios años en la Cuba
de Fidel. Era un poco mayor, tendría a lo sumo treinta
años, alto, delgado, seguro de sí mismo, fue escogido por
su aparente experiencia en la lucha anti-imperialista co-
mo líder; y por último, Camilo. A posteriori aceptaron a
Ramón Vargas Pérez, ex-estudiante y ex-miembro de varias
organizaciones independentistas.
El grupo se dividió en tres células. Sección
Machuca,
que tendría como responsabilidad preparar las bombas;

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Sección Ajuste, cuya encomienda sería la de escoger los
blancos y poner las bombas, y la Sección Resguardo, que
se encargaría de desarrollar las medidas de seguridad ne-
cesarias para proteger las otras dos secciones, incluyendo
un plan de escape en caso que fueran sorprendidos por la
policía o que surgiera algo imprevisto.
La Sección Machuca la componían, Andrés Torres,
como dirigente, —el Cubano—, Fernando Tal, Enrique
González, y Alberto González. La Sección Ajuste, la en-
cabezaban, Camilo y Diana e incluía a Iturregui y Ramón
Vargas; la Resguardo la comandaba Silvia Toro, Carmen
Vivas y Luis Torres. Andrés Torres, el Cubano, sería el
contacto con las tres secciones y el dirigente general; sus-
tituto, Camilo.
Durante nueve meses, como células que construyen el
nuevo ser en el surco materno, los conspiradores se entre-
garon a su secreta tarea sin atender otro reclamo que el
perfeccionamiento y desarrollo del plan de acción.
La Sección Machuca estableció dos lugares como si-
tios de trabajo, la mansión de los padres de Fernando Tal,
en el centro del Condado, que había sido dejada bajo el
cuidado de Fernando mientras los padres daban un viaje
alrededor del mundo, que les tomaría cuatro meses; y un
viejo taller de hojalatería en Cupey Bajo, que arrendaron
a través de Iturregui. En la mansión hacían el estudio y
análisis de las operaciones necesarias para conseguir los
materiales para preparar los explosivos y en el taller se
preparaban físicamente las bombas. Para conseguir los
materiales realizaron una serie de robos; desde detonantes
y dinamita en las Canteras, hasta materiales de los labo-
ratorios de Química de la Universidad. El Cubano demos-
tró ser un trabajador incansable y un hombre de una

18
extraordinaria sangre fría, además de un profundo conoci-
miento de la brega con explosivos y preparación de bom-
bas. Los otros se aplicaron con pasión al aprendizaje del
arte revolucionario y, ya en los últimos meses, montaban
y desmontaban las bombas como si fueran juguetes.
La Sección Resguardo, por su parte, se reunía dos
veces por semana en el campus de la Universidad en Río
Piedras, bajo un frondoso árbol, cerca del portón de la
entrada que dá al Museo. Allí, como si estudiaran, Silvia
Toro, Carmen Vivas y Luis Torres jlaneaban y coordina-
ban sus actividades. Empezaron por estudiar y observar
la conducta de cada uno de los miembros de las otras
secciones, sus hábitos, sus relaciones personales, a dónde
iban y venían.
—Somos espías de nuestros compañeros— protestaba
Luis.
—Tenemos que serlo; parte de nuestra misión es no
confiar ni en nosotros mismos—, le contestaba Carmen.
—Es más, añadió Silvia Toro— nosotros tres tenemos
que estar siempre juntos, y cuando podamos, cada uno
tiene que informar dónde va y qué va a hacer y dónde se
le puede conseguir inmediatamente que se necesite; esto
será regla inflexible.—
Luis bromeó: —Habrá momentos en que yo no les
pueda decir dónde estoy ni qué hago—, y sonrió con ma-
licia de varón.
Carmen le contestó, aunque dirigiéndose a Silvia:
—Mira éste, dice que es socialista y hace mollero de
machismo. Estás despitao Luis, no hay diferencia entre
nosotros. Tú mundo tiene que estar totalmente ofrecido
a nosotros y viceversa, si es que vamos a realizar la tarea

19
revolucionaria como tiene que ser. Somos iguales, ni más
ni menos.—
—Pero es que yo estoy aculturado a otras cosas . . .
Iba a continuar pero Silvia lo interrumpió enérgica-
mente :
—La basura burguesa sacúdetela, porque los hombres
que trabajan con nosotros tienen que ser limpios.—
—Pero es que tú no sabes a qué me refiero para que
me ataques así.—
—Tú bien sabes que te refieres a actividades sexuales
a nivel de mercancía.—
—Bueno, sí, es lo sexual, pero no a nivel de mer-
cancía. No es que me vaya a ir con prostitutas, pero sí
tengo que salir con una muchacha para hacer eso, no le
voy a dar a ustedes el nombre y el motel donde voy a estar;
y repito, eso no es asunto de mercancía, si no necesidad
biológica y aculturamiento; ustedes son las que parecen
nenas cursis de pueblito de altura.
-—No, mi hermano,— contestó Silvia—, no somos
nenas cursis, pero tampoco somos pseudo revolucionarias,
de esas que se meten a los movimientos de vanguardia em-
pujadas por un aventurerismo sicosexual. No, no somos
de esas que siempre están en la última ola del momento
y disparan a lo vaquero una dialéctica superficial de
clichés y slogans, poses y frasecitas. Somos revolucionarias
de verdad, pero para explicarte, si parece que nos hemos
equivocado contigo, tendremos que reunirnos todos a dis-
cutir tu caso, porque así no podremos trabajar juntos.
Carmen intercedió por Luis en tono conciliador.
—Quizás nos hemos volao más de la cuenta, pero
estamos empezando esta tarea. No voy a creer, Luis, que
tú verdaderamente creas en lo que dices; tú sabes más

20
que eso. ¿Será necesario reunirnos todos, o puedes tú, aquí
y ahora, autocriticar tu posición a ver si se sostiene?—
Después de un corto silencio. Luis contestó:
—Haré el esfuerzo. — Hizo otra pausa larga y con-
tinuó:
—Bueno . . .— Volvió a pausar y arrastró las palabras
romo si levantara pesados fardos para acomodarlos en una
entiba. —Quizás, siguió hablando— estoy tratando sub-
co ncientemente de buscar sexo con ustedes, lo cual sería
normal a ciertos niveles, pero impropio al nivel nuestro;
quizas estoy además de infantil, primario, burgués y egoís-
ta, esa conducta es impropia de un revolucionario auténti-
co . . .— Hizo una pausa que las muchachas no interrum-
pieron y continuó:
—Afortunadamente, después de decir esto me siento
más liviano.—
Esta pelea nos acerca más. Para crecer hay que dis-
cutir, pero con cariño.— La voz de Carmen sonó afectuo-
sa, la inflexión maternal del tono desarmó las últimas de-
fensas de Luis, quién instintivamente buscó los ojos de
ella, pero Carmen, como si temiera la intimidad, cambió
lu vista hacia Silvia. Esta amarró al grupo con el compro-
miso de que alguien informaría siempre a los otros del
lugar preciso donde se podría encontrar en cualquier mo-
mento cada uno durante el tiempo que durara la misión.
—Interior y exteriormente tenemos que ser uno; la
privacidad sería traición.—
Silvia explicó con entusiasmo su plan de trabajo.
—Todo lo relativo a la misión debe redactarse en clave
y guardarse en un archivo que mantendremos como si fue-
ra una libreta de tomar conferencias. Tenemos que ir
preparando, además, el sistema para excarcelarlos si los

21
arrestan, y planear la defensa en las Cortes si fuere ne-
cesario. En caso de fuga, prepararemos un clandestinaje
que los esconda como si fuera una maleza. He pensado
que hay que tener una lista de personas que se han identi-
ficado con las otras organizaciones como auténticos inde-
pendentistas. Con mucho cuidado, iremos acercándonos
a ellos, primero indirectamente y si nos convencemos de
que dan el grado, directamente. Cojamos una clase profe-
sional; un buen ejemplo son los abogados. Hay muchos
independentistas entre ellos. Muchos fueron en su juven-
tud líderes universitarios y después, en la vida profesional,
fueron poco a poco perdiendo el fuego independentista,
una claudicación aquí y otra allá, siempre encubierta bajo
la eterna excusa, "la situación no está suficientemente
madura todavía"; un callarse cuando había que hablar,
etc., etc. Se han asimilado al Sistema Colonial, pero guar-
dan en el subconsciente el complejo de culpa y les queda
el deseo de purgar el pecado de la traición por docilidad,
y si se les ocupa, pueden, cuanto menos, prestar sus ser-
vicios profesionales gratuitamente a los militantes. Qui-
zás pueden algunos estar dispuestos, quién sabe, para
esconder en sus casas algunos compañeros a quienes sea
necesario hacerlos operar en el clandestinaje. Los que se
presten a esto se convertirán en revolucionarios sin darse
cuenta. Al envolverse, la misma práxis los libera.—
Carmen la interrumpió: —Silvia, no sueñes tanto,
que el despertar duele.—
—No sueño, Carmen—, le contestó con énfasis— esto
es factible, tú verás; es factible, y lo haremos.—
Mientras tanto, la Sección Resguardo, dirigida por
Camilo hacía su trabajo. Su misión era estudiar minucio-
samente el área del Condado y escoger los negocios de ca-

22
pital norteamericano que habrían de ser destruidos. Para
eso habría que saber, detalle por detalle, las características
físicas y topográficas de los lugares, costumbres de parro-
quianos y empleados, sistemas de seguridad, rondas de
policía, etc., etc.
Empezaron por conseguir de la Oficina de Tasación
del Departamento de Hacienda fotocopias de todos los
planos de las propiedades del área del Condado, desde el
puente Dos Hermanos hasta el Hotel Sheraton. Este tra-
bajo lo hizo Iturregui haciéndose pasar por un investiga-
dor de una compañía ficticia, la "Real Estate Development
Inc." (el nombre en inglés facilitaba la cosa). A Vargas
Pérez se le encomendó fotografiar edificio por edificio,
inclusive los interiores de muchos de ellos. Camilo y
Diana visitaban los sitios y observaban las costumbres
de los turistas, los empleados y la gente que frecuentaba
esos lugares. La íntima relación del trabajo los mantenía
juntos mañana y tarde, tarde y noche, hasta las primeras
horas de la madrugada, algunas veces. Se veían obligados
a deambular por los salones de juego de los hoteles de
lujo, a participar en bailes, a asistir a las salas de confe-
rencia, a colarse en los cocktails, etc. El dinero para estos
gastos lo proveía el Cubano y Fernando Tal.
Cuando Camilo contemplaba los cientos de turistas
en traje de baño alrededor de las piscinas, ya en un hotel,
ya en otro, hacía siempre el mismo comentario:
—Mira que espectáculo, esa es la gente que no tiene
que trabajar, se doran al sol como langostas, sin más sen-
sibilidad que los apetitos primarios; y pensar que repre-
sentan el ideal a que aspira la mayor parte de la gente de
este país y la mayor parte de la gente de todos los países
capitalistas: vivir sin trabajar.—

23
Camilo veía viejas con las carnes flácidas y los mús-
culos colgantes a lo largo de las extremidades, mujeres
de mediana edad con venas varicosas estriadas por las
piernas y los muslos, hombres calvos de barriga prominen-
te y narices como ganchos, alguna que otra joven de carnes
rosadas y firmes, alguno que otro niño rezagado; V, entre
ellos, los boricuas de mozos, sirviendo bebidas, llevando
toallas y contestando a diestra y siniestra, "yes, sir," "yes,
madam."
A Camilo entonces la rabia le corría por las venas
como un río de aguas vivas.
Varios meses pasaron en ese trajín. Rosa notó que su
hijo estudiaba menos y que siempre andaba con aquella
muchacha. Un día, preguntó:
—Esa muchacha ¿es novia tuya?—
—No—
—Y ¿qué pasa que ya no te veo estudiando como
antes?—
—Yo estudio—
—Yo no te veo—
—No te apures, que no voy a bajar las notas—
—¿Y la muchacha?—
—No hay nada, mamá— le contestó Camilo sonrien-
do, mientras añadía: —¿Estás celosa?—
—Tú eres mi hijo; me tengo que preocupar; todas
las madres somos celosas.—
No eran novios, pero Camilo sabía que había algo
más que el compromiso revolucionario en su relación con
Diana. Aun así, nunca le había dicho nada, y tenía el fir-
me propósito de no decirle nada hasta que no terminaran
la misión. Una noche, después de haber estado en el salón
de baile de uno de los hoteles que habían escogido como

24
blanco, caminaban por el puente Dos Hermanos. Ella lo
condujo hasta la orilla del mar y clavando sus ojos en los
de él le preguntó:
—Camilo, ¿porqué tú casi no me hablas?—
—Yo te hablo— contestó Camilo.
—Si, me dices vamos a hacer esto, vamos a hacer
aque-
llo, anota esto. Fíjate que esa rutina se repite; mira aquél,
es de la policía. Antes me hablabas más.—
Hubo una pausa entre ambos que el mar llenó con
su eterno sacudir sobre las rocas...
—Antes podía—
—¿Y por qué no puedes ahora?—
—Porque ahora no tenemos derecho a nada personal.
Ahora todas las energías síquicas hay que entregarlas al
compromiso patriótico. Cuando terminemos esta misión,
yo hablaré y tú me escucharás; hablaré tanto que te can-
sarás de oirme.—
—¿Y si nos pasa algo?— La pregunta de Diana cortó
la noche como un relámpago de angustia. El mar sordo
seguía destrozando su barba de espumas sobre las rocas
y el puente.
—Si nos pasa algo . . . Camilo repitió la frase como
un eco lejano. Si nos pasa algo . . . Soltó la mano de Diana,
se dobló recogiendo un puñado de arena, abrió la mano
de ella vertiendo la mitad en la palma.
—Cierra duro el puño— él hizo otro tanto y levantó
en alto el brazo con el puño cerrado.—
—Choca tu puño con el mío —ella lo obedeció.—
Ahora vamos a cogernos las manos, — al abrir los puños
para enlazar las manos la arena les rodó por encima.
—¿Ves?, tenemos que tener siempre el puño cerrado
para la lucha; si lo abrimos para cualquier otra cosa la

25
energía espiritual que nos empuja se disipa y se pierde. La
fuerza de nuestra revolución es síquica, fuerza de espíri-
tu, determinación, tenacidad, dedicación absoluta. Las
fuerzas en contra nuestra son tan grandes que solamente
la entrega total al ideal nos dará la victoria. Albizu dijo
una vez que la lucha patriótica era transfiguración glorio-
sa; eso casi nadie lo entiende, pero es así. A los que nos
llega el mensaje, la misión revolucionaria es tan esclarece-
dora que sin ella, sin su cumplimiento, no podemos amar,
y con ella todos los caminos de nuestra acción son cami-
nos de luz ... Te digo esto para que me conozcas. Tú me
gustas; cuando bailo contigo me dan deseos de tí, siento tu
ausencia cuando no estás conmigo, como si algo por dentro
me doliera; pero esta noche será la primera y última vez
que hablemos de nosotros mismos hasta que cumplamos
nuestra misión. Las palabras de Camilo, cálidas, cariñosas,
pero firmes, enmudecieron a Diana. Ambos salieron de la
orilla de la playa y caminaron silenciosos por la avenida
hasta la parada de los ómnibus. Cuando, al rato, llegó el
de Río Piedras, se sentaron en el último asiento. Camilo,
como de costumbre, se desmontó frente a la calle Robles y
la acompañó hasta el hospedaje. En eso, llegaron otras
muchachas y muchachos que regresaban de un baile y que
vivían en el mismo hospedaje que Diana. Venían con el
ron, y sabe Dios qué más, arriba. Una de las estudiantes
se acercó a Camilo y a Diana y exclamó:
—¡Ah, todo lo hacen solitos; nunca en la fiesta de
tres, siempre en la de dos! Ah . . . vente Diana, que ya
está bueno— y con la misma halaron a Diana hacia la
casa.
Camilo siguió a pie por la Robles hacia el Caserío
López Sicardó. Sabía que la mayor parte de los compañe-

26
ros no veían las cosas en la misma forma y que rechazaban
esos pensamientos como románticismo. Pero él lo sentía
así y no podía cambiar. Si la Patria era disecada en sus
fuerzas económicas, sociales y políticas y el bienestar eco-
nómico como ideal; si la liberación se limitaba a una li-
beración económica solamente, él sentía que así no tenía
compromiso con la Patria. La Patria era el lugar donde
conjugaría todas las liberaciones. Donde el amor de unos
o otros se daría en ejercicio gratuito como una comunión
de extraordinario regocijo. La vida del hombre sería una
continua excelencia de acción creadora y la libertad traería
una floración del espíritu humano.

27
CAPITULO III
CONSUMATUM EST.
Todos los plazos se vencen en la vida. Proyectamos
con ansia hacia el futuro. A veces, el hecho por venir, si
su presupuesto nos es adverso, parece ajeno, como si perte-
neciera a los otros. En otras ocasiones, el deseo de verlo
realizado dilata la duración como si el tiempo estuviera
detenido, o puede ser que su presencia constante se con-
vierta en obsesión; pero todos los plazos, los lejanos y cer-
canos, los que alegran y los que aturden o aniquilan, todos
llegan a su hora, impasible e inapelables.
Terminados todos los preparativos, determinado el
día, la hora y los lugares en que se pondrían las bombas.
Andrés Torres, como líder, recomendó, y así se acordó,
una pausa de cuatro días antes de actuar. Andrés lo justi-
ficó:
—Es la primera acción, todavía somos aficionados.
Para que los nervios se acostumbren, necesitamos ma-
durar la tensión; que se riegue por el cuerpo y se vuelva
parte del organismo y no empuje. La acción revolucionaria
tiene que salir como si fuera una costumbre vieja. Tene-
mos que ser profesionales. No podemos creernos ni héroes,
ni mártires y tampoco mejores que los otros compañeros.—
La perspectiva inmediata de ubicar las bombas, sacudió
el grupo. Las bromas, las sonrisas, las frases inconsecuentes
desaparecieron. Carmen dejó de mirar a Luis con condes-
cendencia cariñosa. Diana se sintió igual a Camilo, sin
aquella insuficiencia que la hacía desfallecer cada vez que
se reunía con él. Fernando no hablaba, la actitud campe-
chana había desaparecido; el hijo de los ricos quería ser
el mejor revolucionario; seguía las órdenes de Andrés con

28
precisión cronométrica. Enrique y su primo Alberto lucían
un brillo fulgurante en sus ojos. Se movían imponiéndose
una calma intranquila, andaban siempre juntos, como si
uno se completara con el otro. Luis, pendiente de apaci-
guar la mirada severa e imperiosa de Silvia, guiaba su
viejo volkswagen con sumo cuidado para evitar el más
leve contacto con la policía. Iturregui mantenía cuidado-
samente el ritmo de su rutina en el barrio para no llamar
la atención. Despertaba siempre antes del amanecer y no
volvía a dormir más, repasando lo que había hecho el día
anterior y sacando cuenta de lo que tenía que hacer en el
día que le esperaba.
Ramón Vargas trataba de estar en todos los sitios,
preguntaba aquí y allá, y nunca estaba seguro de lo que
hacía; un temor confuso lo atolondraba.
Camilo no estaba ajeno a la tensión. Sabía que si el
ánimo se cargaba demasiado con la emoción podía afec-
tarse la eficiencia. La tarea tenía que resultar exacta,
precisa, y prudente y para eso la única emoción admitida
era la que empujaba la voluntad. Lo demás tenían que
pertenecer al dominio de la inteligencia. Aun así, según se
fue acercando el día de la acción, una sensación de pleni-
tud fue llenándolo. Las cosas del mundo de todos los días
le parecían indiferentes, triviales, las conversaciones de la
gente, lejanas. Empezó a sentir un amor por todo en forma
manifiesta.
El encontrar un niño deforme en la plaza del mer-
cado pidiendo limosna, cosa que antes le producía ira
contra el Dios de los demás y con los demás, ahora le hizo
saltar las lágrimas y tuvo que controlar el deseo de co-
gerlo al hombro como hacía antes con sus hermanos pe-
queños. Notaba que cada árbol era distinto a los otros y que

29
eran seres completos, hermosos, alegres y tranquilos, que
mantenían una relación constante con el más allá, a través
del sol que recibían y se incorporaban dulce y silenciosa-
mente. Las cunetas, las yerbas, las flores, las piedras, los
rincones de su casa clareados por el sol de la tarde, el
delantal de Rosa, el cordel de tender la ropa que unía el
apartamiento de su casa en el caserío con el del vecino, el
traje verde de Diana, el conserje, siempre cansado, de la
Biblioteca; hasta el comentarista propagandero y servil
del noticiero de las 10:30 de la televisión le parecía tam-
bién un ser humano. Y el hombre aquél que había conoci-
do hacía poco y que era su padre, empezó a tomar forma,
a convertirse en presencia y a existir dentro de él.
El tiempo parecía detenido. ¿Qué es el tiempo? El
tiempo, pensó, es el lugar del ser. Pero el ser no es hasta
hasta que no se realiza en el mundo, hasta que no actúa
en el tiempo, entonces, ese tiempo organizado por la ac-
ción es a su vez el ser. El proceso dialéctico es de creación
emergente. En última instancia el ser es el tiempo interve-
nido por la acción. Le pareció a Camilo que, además del
tiempo filosófico, estaba el otro, el tiempo de uno, que se
dilata y contrae dependiendo de lo que uno sienta. Una
sola vez antes había sentido que el fluir del tiempo se de-
tenía. Fue siendo bien niño, cuando vivía en Guaonico.
Era de tardecita, estaba sentado sobre un pedazo de leña
en el "batey", esperando que su madre Rosa subiera de la
"chorra" con el latón de agua terciado en el cuadril. El
patrón había traído con él a su hijo, Berti, quien era de su
misma edad. El muchacho se le acercó.
—¿Tú cortaste la yerba?—
—¿Qué yerba?— contestó Camilo sin moverse.
—Para los caballos de los Reyes—

30
—¿Qué Reyes?—
—Y tú, no conoces los Reyes?— Camilo, intrigado,
preguntó:
—¿Qué son?—
El otro preguntó a su vez, sorprendido de que hubiera
alguien que no conociera a los Reyes.
—¿Ellos nunca te han traído juguetes?—
—Nunca—
Aquella contestación tajante entristeció al hijo del
Patrón. Se acercó a Camilo y sentándose a su lado le contó
que el próximo día era Día de Reyes y si ponía yerba deba-
jo de la cama para los camellos de los tres Reyes, Gaspar,
Melchor y Baltasar, estos le dejaban debajo de la cama
los juguetes que él quería. Desde aquel instante el tiem-
po tomó otra dimensión. Camilo siguió al pie de la letra las
instrucciones de Berti y cortó la yerba y la puso con tanto
sigilo que nadie se dió cuenta. Cuando amaneció el Día
de Reyes, un siglo después, y encontró la yerba en el
mismo sitio que sa había dejado. Rosa y él lloraron juntos...
Por fin llegó el día señalado. La noche del 17 de
diciembre de 1969. La Dirección determinó que Camilo
iría acompañado de Vargas Pérez, separándolo, así, de
Diana, a quien le tocó ir con Américo Iturregui. Camilo
había intentado que se le permitiera colocar la bomba
solo, pero no se le permitió. —Un accidente, un mareo,
cualquier detalle puede perderte; necesitas un compañe-
ro; este trabajo se hace siempre en parejas—, le contestó
Andrés.
Además de ellos, Enrique González y Alberto Gonzá-
lez llevarían otro artefacto desde el taller en Cupey. El que
pondría Fernando y Andrés sería recogido en la casa de
Fernando, media hora antes de depositarlo.

31
La Sección Resguardo (Carmen, Silvia y Luis) no par-
ticipaba directamente; su misión era la de dar seguridad.
Tenían alquilados apartamientos en el mismo Condado
para esconderse por si se hacía necesario, pero eso no lo
sabían los otros; además, tenían dos autos en sitios adya-
centes al lugar donde estallarían las bombas para recoger-
los. De salir de bien, se reunirían un mes después en la
Playa de Vega Baja.
Para Camilo, el camino al Condado aquella noche
fue una jornada larga. Del Parque Muñoz Rivera, donde
se desmontaron del ómnibus caminaron hacia el objetivo.
La bomba, palpitante y viva con su mecanismo de reloj,
latía como un corazón en el pequeño maletín en que la
cargaba Camilo.
Cuando cruzaron el puente, se detuvieron un rato
para dejar pasar el tiempo en lo que llegaba la hora fijada.
Camilo trató de disipar la ansiedad observando unos indi-
viduos que pescaban con anzuelos desde el puente del viejo
ferrocarril. Tenía las manos húmedas y de vez en cuando
sentía un frío en el pecho al pensar que aquello que tenía
en la mano pudiera explotar antes de tiempo. Vargas Pé-
rez parecía que tenía hormigas, pues no se estaba quieto,
mirando para todos lados. Impaciente, quería que fueran
antes de la hora acordada. Camilo le dijo que se fuera, que
él haría el trabajo solo. Pero Vargas, se quedó.
A las 10:00 en punto subían los dos jóvenes las esca-
leras del hotel; los taxis se sucedían desmontando turistas.
Hermosas muchachas, que dejaban una estela de perfu-
me, caminaban con sus acompañantes por el lobby hacia
el salón de juego y el salón de baile. Camilo y Vargas si-
guieron hasta un ancho sofá en el vestíbulo y se sentaron.
Camilo puso el maletín con la "cosa" entre sus pies.

32
En las dos butacas del frente, un gringo viejo y su
mujer, se aburrían vestidos como muñecos y más allá otro,
de mediana edad, leía el New York Times. Tras los crista-
les, el mar inmutable rompía sobre las rocas. Por fin, el
matrimonio viejo se levantó; al irse ellos, ya nadie mira-
ha, pues el otro leía el periódico, en tal forma, que le ta-
paba la cara. Rápidamente, Camilo empujó el maletín
bajo el sofá. La operación había terminado.
Cuando llegó a su casa en el Caserío, eran las doce.
Metió la llave con cuidado para no hacer ruido y empujó
la puerta. Todos dormían. Fue al baño, orinó, se lavó las
manos, la cara, la boca y se acostó. Trató de dormir pero no
podía. Bien entrada la madrugada cogió el sueño.
Al levantarse, no quiso oír las noticias, ni ver los
periódicos; lo hecho debía ser una rutina revolucionaria,
una rutina de deber y nada más.
Al llegar a la Universidad, fue y se sentó frente a la
Torre, bajo el árbol de mangó. Se entretuvo mirando el ir
y venir de los estudiantes. Al rato sintió que le tapaban los
ojos. Se asustó, pero pronto se dió cuenta que eran manos
de mujer y se tranquilizó.
—¿Quién?— preguntó la persona—
—Diana; no cambiaste la voz— contestó él, apartan-
do sus manos de los ojos. La muchacha rió, sacudiéndose
el pelo, y se le sentó al lado. Camilo se alegró de verla.
La presencia de ella lo tranquilizaba, pero la reprendió
en voz baja.
—Nos ordenaron no vernos hasta el otro mes en Vega
Baja—
—Sí, pero yo tenía que verte; no podía estar sin verte
y aquí estoy; si quieres, me voy— Camilo le contestó con-
tra su voluntad.

33
—Vete— Pero ella, mirándole de frente, le contestó
con energía.
—No me voy, vete y déjame sola— El intentó levan-
tarse, pero ella lo sujetó por la mano, halándolo, y él volvió
a sentarse y contestó:
—Está bien, pero después de hoy no volvemos a ver-
nos hasta el día convenido— Ella entonces, sin comentar
sobre eso y después de mirar para todos lados y asegurarse
de que nadie los podía ver, le preguntó en voz baja:
—¿Oíste las últimas noticias?—
—No—
—Dijeron esta mañana que había un herido—
—Eso no me gusta— contestó él. Las manos se le en-
friaron.
—Lo último que escuché fue que el hombre murió—
añadió Diana.
—¿Qué?— Y el frío lo sintió Camilo en el corazón.
—El hombre murió dijo el radio—
—Con esa no contábamos—
—Pero eso es un accidente, es como el que va en un
carro y, sin culpa, pisa a alguien que se mete al medio;
fue un accidente, al que todos estamos expuestos— excla-
mó Diana, añadiendo:
—Vamos a ver los periódicos a la Biblioteca.—
Camilo se levantó. Una extraña sensación lo sacudió.
Caminaron hacia el edificio indicado. Antes de entrar,
tropezaron con un grupo de muchachos; uno de ellos gritó:
—Camilo, ¡anoche le dimos duro a los gringos!—
Camilo no le hizo caso y siguió hacia adentro.
—Cualquiera diría que ése sabe que fuimos noso-
tros—, comentó en voz baja, Diana

34
Las mesas contiguas, llenas de estudiantes, se despla-
zaban a todo lo ancho de la inmensa sala. Diana y Camilo
caminaron hasta la esquina noreste, donde radicaba la
sección de Revistas. Camilo extrajo "El Mundo" del
"stand" y se puso a leerlo de pie; no habían transcurrido
dos minutos cuando Diana, que estaba a su lado, se sin-
tió agarrada por él, quien sumamente pálido, trataba de
sostenerse de ella, mientras el periódico caía al piso. Ella
lo recogió.
—¿Qué te pasa Camilo? ¿Qué te pasa?—
El no contestó. Trató de apoyarse en la joven, mien-
tras se desplomaba sobre el "stand" de revistas, empuján-
dola al piso con un gran estrépito. Los estudiantes, prestos
con cualquier excusa para moverse, acudieron en tropel
a la sección de revistas a ver lo que pasaba. El encargado
ayudó a Diana a sostener a Camilo y lo sentaron en una
butaca. Otro estudiante, más resuelto, llamaba por teléfono
a la enfermería para que enviaran una ambulancia.
Diana, pensando futuras consecuencias, le gritó:
—No llames ninguna ambulancia, que él está bien;
lo que tiene es un mareo.
Efectivamente, Camilo, pasándose la mano por los
ojos con voz débil, exclamó:
—No es nada, ya me está pasando. Hizo un esfuerzo
para levantarse, pero no pudo. Trató de hablar otra vez,
pero las palabras no salieron. Sintió que se hundía y perdió
el conocimiento.
Despertó cuando lo llevaban en la ambulancia. Tenía
una de sus manos entre las de Diana.
—¿Qué pasó?— preguntó azorado.
—Te desvaneciste—

35
—Me siento mejor—. Se sentó en la camilla. En eso,
llegaron a la enfermería. Se desmontó por sus propios pies.
—Venga—, le dijo la enfermera.
El siguió detrás de ella, junto a Diana. Llegaron a la
oficina del doctor, un hombre joven, afable. Desde la silla,
sin levantarse, exclamó:
—Por lo que veo, el enfermo viene andando—
—Sí— contestó Diana, deseosa de salir pronto de
aquella situación, ya está bien.
—Eso lo diré yo—-, contestó el médico, riendo, mien-
tras se lenvantaba.
—Siéntate aquí— Camilo se sentó sobre una mesa
blanca. El doctor le tomó el pulso, luego la presión y, sa-
cudiendo la cabeza, dijo:
—Algo emocional que te ha sacudido; tú estás bien;
te voy a dar unas pastillas para que te tranquilices.—
—No, doctor, gracias; yo no uso pastillas para contro-
las mis emociones.—
El doctor lo contempló y afablemente contestó:
—Bien, pero voy a mandar a buscar una coca-cola y
después que te la tomes te puedes ir; ¿está bien?—
—Sí—
¿—Le lleno un récord, doctor?— preguntó la en-
fermera.
—Sí, hágalo— contestó él.
Camilo se sentó en una silla; Diana en otra, a su
lado. El médico envió al conserje por la coca-cola y se les
acercó, preguntándole a Camilo en tono amistoso:
—¿Tú eres Camilo Fuentes, el de la Sociedad Inde-
pendentista ?—
—Sí— contestó Camilo con ánimo de no hablar.

36
—Yo creo que ustedes hacen una buena tarea, a pesar
de que a veces extreman la nota; pero ¡Qué diablo! La ju-
ventud tiene que ser radical.—
—Y revolucionaria— dijo Diana en un tono agresivo,
clavándole los ojos al médico. Este la contempló por un
instante y como si se lo dijera a sí mismo, contestó:
—Sí, quizás tu tengas razón; quizás tenga que ser
revolucionaria, pero dependiendo de lo que se entienda
por revolucionaria . . .— iba a seguir hablando, pero en eso
trajeron la coca-cola. Se la dió a Camilo; éste se la tomó
y con aire impulsivo y rudo dijo:
—¿Me puedo ir?—
—Sí hombre, te puedes ir— contestó el médico con
dulzura.
Camilo dio unos cuantos pasos, pero regresó hasta
donde estaba el doctor.

—Gracias—, y le tendió la mano; el galeno la estrechó.

—Adiós—

—Adiós—
Salieron de la Universidad, y cruzaron la avenida Gán-
dara, sin cambiar palabras. Cuando iban por la calle
William Jones, Diana lo agarró por el brazo y le preguntó:
—Bueno, dime la verdad. Tú sabías ya que un hombre
había muerto; ¿qué fue lo que viste en el periódico que
te afectó tanto? Estabas bien, cuando empezaste a leer.
No me engañes. Hay algo más que no sé. ¿ Qué te ha pasa-
do? ¿Fue el enterarte de que la bomba tuya lo mató?
Camilo no contestó. Ella se detuvo y sacudiéndole
por el brazo, con voz baja, lo amonestó:
—¡Te exijo que me digas; me debes esa lealtad!—

37
El se detuvo, le tomó la mano y apretándosela ex-
clamó :
—¡El hombre que murió era mi padre!—
Al oír la confesión de Camilo, Diana palideció in-
tensamente. Ella sabía que Camilo cargaba el apellido
materno. Le agarró la mano y entrelazó sus dedos fuerte-
mente a los de él.
Camilo sintió los tendones y los huesos de Diana es-
trujarse tratando de penetrar en los de él. Instintivamente
apretó a su vez aquella mano ansiosa que buscaba su an-
gustia para hacerla suya, para compartirla. Miró a los
ojos de Diana desde el último fondo de su ser y dijo como
si se arrancara las entrañas:
—Sí, ese hombre era mi padre . ..— hizo una pausa
y recogiendo todas las fuerzas de su espíritu, continuó:
—Nos encontramos una sola vez ... El me buscó ...
Nos vimos una sola vez ... El único padre que conocí fue
mi abuelo Eleuterio. Cuando me di cuenta que los otros
muchachos tenían padre y que yo no tenía, me dió una
cosa terrible. Quería morirme. Según fui creciendo, eso
se me pasó; pensaba que se me había pasado para siempre;
pero parece que no. El día que me encontré con él, el ren-
cor me impidió recibirlo y darme. Pero nunca me imaginé
que pudiera estar tan dentro de mí. La cosa terrible que
sentía al saber que no tenía padre, la tengo ahora, pero
más fuerte, más fuerte . .. Necesito irme a casa, acostarme
a pensar en él y abrirme la herida hasta lo último .. ,; creo
que es la única forma de superar la crisis ...
Diana se acercó mas y estrechándole las dos manos,
le imploró que la dejara irse con él. Camilo le sonrió con
dulce tristeza:

38
—A ese dolor tengo que enfrentarme solo. Tengo que
encontrarme con él dentro de mí y ver qué pasa . ..
Pero Camilo no llegó a su casa. Al entrar al Caserío
López Sicardó se le acercó un individuo alto, trigueño,
con gafas negras camisa estilo guayabera. Camilo captó
intuitivamente que se trataba de un "camarón."
—¿Usted es Camilo Fuentes?—
—Sí—
—Acompáñeme; tengo una orden de arresto contra
usted.—
Camilo sintió la aprensión natural de lo inesperado,
pero no se inmutó; en su estado de ánimo, el que lo me-
tieran preso no le hacía mella. Miró al otro sin empeño
ni encono:
—Muéstrame la orden.—
El agente le entregó un papel blanco, tipo legal, que
Camilo examinó con detenimiento. En el mismo instante,
un auto gris, sin identificación oficial alguna, guiado por
otro camarón de gafas negras, y acompañado de dos agen-
tes más, paró frente a ellos. Estos se desmontaron, em-
pujando violentamente a Camilo dentro del vehículo.
Inmediatamente lo esposaron.
—No haga resistencia, porque tenemos orden de ma-
tarlo si resiste.—
—Lo de matar lo pueden hacer; con eso no me inti-
midan —, —contestó Camilo secamente añadiendo, lo
mío no es con ustedes.— Su tono serio y definitivo, aparen-
temente tranquilizó a los agentes.
—Usted está acusado de asesinato; lo llevamos al
Cuartel General.— Manifestó otro. Camilo no contestó.
En el Cuartel, lo metieron en un cuarto grande con
varias sillas y escritorios regados desordenadamente. El

39
polvo y el olor a humedad indicaban el poco uso. Por más
de media hora lo dejaron solo. Se sentó lo más lejos que
pudo de la puerta y se quedó mirando y pensando en la
mecánica de las esposas. Era la primera vez que veía unas
fuera de las películas. No quería especular sobre lo que
pudiera haber pasado; quería esperar primero a ver qué
traían los hechos. Entonces apareció un oficial de la poli-
cía, seco, blanco-colorao, sin expresión. En tono amenaza-
dor se le paró al frente, mientras dos corpulentos detecti-
ves lo seguían.
—¡Tú eres el otro!— exclamó cínicamente.
Camilo lo miró de arriba a abajo, contestando el reto:
—Yo no soy el otro, yo soy Camilo Fuentes . . . -- Y
lo que tiene que hacer es llevarme ante un magistrado;
esa es la ley, y usted está para hacerla cumplir . . .—
—¡Ah, sí,!— —contestó el oficial sarcástica-
mente,-----¡ Ah sí!— conque derechos civiles . . . —Pá'eso
sí son unos generales . . .— De repente, aquella cara de
verdugo se ensombreció y, avalanzándose sobre Camilo,
lo empuñó violentamente por la camisa, levantándolo de
la silla y exclamando:
—¡So pila de mierda, te voy a partir la cara!...
—Pero no lo hizo, lo soltó empujándolo con todas sus
fuerzas contra la silla. Camilo cayó de medio lado pero,
incorporándose, se lanzó contra el oficial, dándole con las
esposas en el cuello. En ese instante, los detectives inter-
vinieron y lo agarraron. El oficial empuñó un rotén y
avanzó hacia Camilo, pero el más viejo de los detectives
se interpuso y aguantando por los brazos al oficial, le dijo:
—Teniente, teniente, cójalo con calma. Mire que el
Fiscal está por llegar.—

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—Está bien, coño, pero el mierda éste, a la primera
que haga, partanlo.
Camilo deseaba que lo hubieran dejado pelear.
En eso empujaron la puerta y entró un hombre de
algunos treintaicinco años, bien vestido, trigueño, que al
ver al grupo preguntó:
—¿Qué pasa aquí?—
—El acusado, que trató de atacarme, fiscal,— con-
testó el Teniente.
Camilo permanecía callado. El fiscal contempló el
grupo.
—Quítele las esposas y déjenme solo con el mucha-
cho.—
Los policías obedecieron, no sin que el teniente pro-
testara.
—Pero usted se va a quedar solo; mire que es peli-
groso.—
El fiscal se rió y dijo:
—No se ocupe, teniente, yo me encargo de él.—
Se sentó frente a Camilo y amablemente, le dijo:
—Yo soy el fiscal, y mi obligación es interrogarte.—
Camilo lo contempló con curiosidad y le contestó:
—Usted sabe que no voy a contestarle nada porque
tengo el derecho de no declarar. Y como usted conoce la
ley y no es un gorila, como ese Teniente, sabe, además
que es su obligación llevarme ante un juez.— El hombre
insistió.
—Eso es correcto. Pero tú estás metido en un lío
grave. Si tú cooperas conmigo, la cosa puede ser más sua-
ve para tí.—
Camilo lo contempló con desprecio.

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—Soy independentista y socialista; combato el Im-
perialismo yanki, y esto nunca me resultará suave, señor
Fiscal.—
El hombre se quedó pensativo, pero no se dio por
vencido.
—Uno del grupo dice que tú fuiste de los que puso
las bombas.—
Camilo no contestó.
—¿Qué dices?—
—Que me lleve ante un juez.—

El Fiscal, sin hacerle caso, continuó:


—Tú no vives sólo; tienes una madre buena y unos
hermanos. El padrastro tuyo está viejo y se muere cual-
quier día; los hermanos tuyos son pequeños. ¿ Quién sino
tú va a hacer por ellos? ¿En eso has pensado? Porque está
bien que te sacrifiques tú, pero, ¿por qué los vas a sacri-
ficar a ellos?—
Camilo no puedo menos que pensar en lo que el Fis-
cal decía. Aquel hombre le dió por donde le dolía. Pero
recordó unas lecturas que había hecho de Herbert
Marcuse:
"El poder del Sistema en los Estados Unidos es la
manipulación".
—No se ofenda, señor Fiscal, pero usted es un cí-
nico.—
—No soy cínico; soy realista. Tú vives de los sueños,
Camilo Fuentes; yo vivo de realidades.
—Usted las acepta. Yo las quiero cambiar.—
—¿Y si la mayoría de los puertorriqueños no quieren
cambiarlas?—
—Esto es un problema de conciencia, no de mayo-
ría.—
42
—¿Sabe usted lo que es eso de la conciencia, señor
Fiscal-
Este no le contestó directamente y continuó:
—Mira, si tú cooperas conmigo y confiesas, la pena
es menor. Yo conseguiría con el juez que te echaras una
pena menor. Tú no sabes lo que es estar en la cárcel, cinco,
diez o quince años. Tus amigos se olvidan. Tus compañeros
se olvidan. Tu novia se olvida. Menos tu madre; todos los
demás se olvidan. Mira los nacionalistas; se pudrieron y
aún se pudren en la cárcel. ¿Para qué? Cada día hay más
estadistas y más del Estado Libre Asociado y menos Inde-
pendentistas. La cárcel es dura, destruye a los hombres.
A hombres machos los convierte en homosexuales. Tu
ilusión es hermosa, pero irreal. Si cooperas conmigo y me
haces el trabajo más fácil, yo coopero contigo. Date cuenta
de la realidad.—
Hizo una pausa, que Camilo interrumpió.
—Yo quiero cambiar esa realidad que usted acepta, a
pesar de que en su fuero interno la repudia.—
El fiscal, como si no hubiera oído, continuó: —La
mayoría de los puertorriqueños está en contra tuya. Eres
un Quijote contra Los Molinos.— Iba a seguir hablando
pero Camilo lo interrumpió de nuevo.
—En última instancia le repito, el problema no es de
mayoría, sino de conciencia. ¿Usted sabe qué es eso, de la
conciencia?—
El fiscal no se inmutó; permaneció tranquilo. En voz
baja preguntó. —¿Y tu madre, qué dice de esto? Tú com-
prendes el golpe que va a ser para ella que te metan pre-
so?—

43
—Mire, contestó Camilo, ¿para qué vamos a seguir
hablando? A usted le pagan para que me acuse. ¿Para
qué hablar?—
El Fiscal volvió tranquilo a la carga.
—Yo te respeto; se que tú eres un buen muchacho
y te quiero ayudar.—
Camilo se calló. El Fiscal volvió a insistir.
—¿Qué dices?—
—Lo siento, pero no quiero hablar más.—
El funcionario lo contempló y sacudiéndose los
hombros exclamó:
—Si asumes esa actitud, será peor para tí.—
Camilo ripostó:
—Y para usted, ya tendrá que responder algún día
ante su hijo.—
Cuando terminó la frase, la palabra "hijo" le trajo
de un golpe otra vez la muerte de su padre. Y por un se-
gundo desfalleció. Se agarró de la silla; el Fiscal notó su
palidez y acercándose le dijo:
—Te has puesto muy pálido. Eso quiere decir que
estás metido en eso de las bombas.—
Camilo le clavó los ojos con ira y angustia y contestó:
—Mire, haga lo que le dé la gana; pero déjeme en
paz; no voy a hablar nada más.—
Pensó en Diana. Le preocupó que la hubieran arres-
tado. Y los otros muchachos, ¿estarían presos? Ha-
cía horas que estaba allí y todavía no lo habían llevado
ante un juez para hacerle la acusación. Eso quería decir
que no tenían la prueba completa. Se sentía satisfecho
de la misión, a pesar de aquella terrible angustia que lo
desgarraba. Había cumplido con su deber. ¡Al Yanki,

44
fuego! Para descolonidar la Patria no hay otro lenguaje
que el de la acción armada. Había que hacer como en
Argelia, Fanón tenía razón. La participación en cualquier
fase del sistema colonial, es sometimiento al tirano.
La lucha tiene que seguir. Como en el parto, no hay na-
cimiento sin sangre, ni liberación sin lucha. El amor a la
libertad nace en el espíritu es lo mejor de uno. Los dio-
ses somos nosotros los hombres cuando nos entregamos
a las fuerzas del espíritu. La pasión, la comodidad, lo in-
mediato, es para cerdos, no para hombres. La patria es la
más profunda dimensión. Sin su amor no se puede jamás
amar plenamente a nadie, ni a la mujer, ni a la madre, ni
al hijo, ni al hermano, ni al padre y, menos aún, al se-
mejante. La Patria es Transfiguración Gloriosa. Desgra-
ciado el que no puede sentir esa transfiguración. Camilo
se imaginó al Maestro Albizu Campos en su celda, preso,
por años y años. Su inteligencia, su sensibilidad, someti-
da a aquel encierro estéril. ¿Dónde estaban los hermanos
puertorriqueños? ¿Dónde estaban, que permitían ese cri-
men? ¡A los Yankis, fuego ..., fuego ...! Apretó el puño
y le pareció sentir el peso de la bomba en los músculos
del brazo.
Recordó su iniciación en el conocimiento de lo que
era la Patria. Fue en la escuela superior. Empezó a an-
darle detrás a los muchachos de la FEPI. Lo hizo instin-
tivamente. No nació de ningún análisis racional, ni de
juicios analíticos o sintéticos. Nació, pura y simplemente.
Como corría la quebrada en Guaonico, entre los cohítres
y las guabás; tan pura y simplemente como el viento em-
pujaba las nubes y hacía inclinarse las yerbas en el pasto,
allá sobre la loma que da al cercao. Ellos no lo aceptaron
enseguida. Lo obligaron a leer. "Hay que estar claro."

45
Para eso tienes que capacitarte políticamente. Tienes que
leer a Marx, a Lenin, al Che, a Fanón. Para ser Inde-
pendentista y socialista de verdad hay que amar a los
hombres. Los únicos que aman de verdad a los compañe-
ros, seres humanos de aquí y de todo el mundo, somos los
Socialistas. Ser Socialista es ser bueno y saber. Hay que
saber mucho. Estudiar. Pensar. Trabajar. La única ple-
garia que hace milagros es el trabajo. Trabajo con amor.
Con dedicación. Libre. Generoso. Sin enajenación. Alegre.
Nosotros cambiaremos el Mundo. Haremos la sociedad sin
clases. Repartiremos el amor. Con la inteligencia y su
producto, la tecnología, libraremos a los hombres de la
servidumbre asalariada, de las enfermedades y del dolor.
Haremos espiritual este mundo de energías materiales.
Pero lo haremos aquí, y ahora, con hechos concretos en
tiempo y espacio.

46
CAPITULO IV
EL LCDO. TORRES
El Fiscal se levantó despacio, prendió un cigarrillo
y, sin decir nada, salió de la habitación.

Camilo quedó solo. Pensó en la cárcel; uno, cinco,


diez, quince años. No pudo evitar que una sensación de
pánico lo sacudiera. ¿Y qué? Oscar Collazo los ha aguan-
tado, y Cancel, y Lolita, y tantos otros. Pero no. No iría
a la cárcel; se fugaría, haría cualquier cosa; no podría
resistir diez años preso. Había que buscar otros medios.

Las horas pasaban y Camilo seguía solo, sin mas


campañía que las sillas y los escritorios. Al principio
trató de no pensar y dormirse. Se acomodó lo mejor que
pudo sobre un escritorio, con los pies sobre otra silla,
pero nada. No podía ni siquiera dormitar. Sabía, sin
planteárselo, que tendría que pensar en el "hecho", pero,
buscaba imágenes de otras cosas, recuerdos de la niñez,
paisajes, cuerpos de mujeres, conversaciones con Diana,
para alejar el confrontamiento. Se levantó, fue hasta la
puerta y llamó a la policía, pero nadie le contestó. Volvió
a sentarse y no huyó más. Trajo a su mente el recuerdo
del hombre-padre con quien se había reunido una sola
vez. Imaginó la explosión de la bomba. Sin podérselo ex-
plicar, deseó que la muerte no le hubiese sido inmediata,
que por un segundo hubiera tomado conciencia de que
iba a morir por la explosión de una bomba, y que se
imaginara que él, Camilo, su hijo, tuviera algo que ver con
eso. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Con el puño de la
camisa se las secó. Se estrujó los ojos. La sensación de
que había estado con su padre antes —en las galaxias,
millones de años atrás— lo envolvió. Sintió la boca seca

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y un nudo en la garganta. El parentezco de padre a hijo
se amarraba, se fundía; el otro le había dado la vida y él
le daba la muerte. Ya, de eso, no había nada que hablar
ante nadie. Lo que se disolvía afuera, se le metía por den-
tro hasta el infinito. El padre era suyo, le pertenecía; el
azar o el destino se lo entregaba. Volvió a secarse las
lágrimas con la manga de la camisa.
A las ocho de la noche de ese mismo día Silvia bus-
caba en el fichero de la Biblioteca General de la Univer-
sidad, cuando se le acercó Fermín Pacheco, estudiante de
sociales y militante de la organización independentista
a la que había pertenecido Silvia, susurrándole al oído:
Hay emergencia en tu grupo, vamos afuera…—
A Silvia se le heló el alma.
—¿De qué tú me hablas?—
El muchacho le contestó en voz baja, pero imperiosa:
—Camilo fue arrestado, ¿no te interesa?—
Silvia se le quedó mirando sin saber a qué atenerse.
Contestó:
—No sé de qué me hablas, pero voy.—
Cruzaron la calle y caminaron por la acera hacia la
Torre.
—Uno de los nuestros, del segundo nivel nos ha in-
formado que Camilo fue llevado arrestado al Cuartel
General. No se ha podido 'averiguar nada más. Aunque
ustedes abandonaron nuestra organización, sabemos que
están operando en clandestinaje. Como cuestión de com-
pañerismo, le traemos esa información. No vamos a ha-
cer ningún otro contacto con ustedes; que tengan suerte.
Adiós.— Fermín desapareció rápidamente dentro de la
Torre, quedando Silvia como una estatua frente a las es-
caleras. Sintió la boca seca y el cuerpo como si lo hubiera

48
trenzado con alambres. Por un segundo, se quedó en un
vacío. Rápidamente una iluminación interior la activó.
—Ahora— pensó —es cuando estoy a prueba; vere-
mos si soy una revolucionaria de verdad o una diletan-
te.— Recogió los libros en la Biblioteca y se fue al hospe-
daje a buscar a Carmen. Diez minutos después llegaba
al hospedaje.
—Tenemos que conseguir a Luis inmediatamente.—
Carmen siempre sabía dónde él estaba.
—Pues vamos al Cine Victoria; me dijo que iba a
estar allí.—
Carmen presentía que algo había ocurrido pero no
preguntó nada. Luis salió sonriendo, ajeno al problema;
¿No me van a dejar terminar de ver la película?—
—¿Dónde podemos hablar?—, le contestó Silvia se-
camente. Luis comprendió que la cosa era seria.
—Traeré mi carro, esperen aquí.—
Al momento regresaba Luis en su viejo Volkswagen
color amarillo. Siguieron por la calle William Jones, y
luego hacia la Padre Colón.
—Coge hasta el viejo San Juan, para tener tiempo
de hablar— le dijo Silvia, a la vez que añadía —ahora nos
toca a nosotros. Han arrestado a Camilo y lo tienen en el
Cuartel General de la Policía. De acuerdo con el plan que
habíamos elaborado, nuestro paso inmediato es buscar
un abogado que vaya donde él, averigüe lo que hay, y lo
saque bajo fianza; segundo, llamar enseguida al teléfono
de emergencia que nos dió el Cubano para que se reúna
con nosotros en el apartamento que está alquilado en el
Condado, y evaluar la situación; tercero, asignarle a cada
uno de los compañeros que no han sido arrestados el

49
escondite que le corresponde, y todo el tiempo tratar de
encontrar cuál ha sido la falla.
—¿Qué abogado vamos a ver—¿ preguntó Carmen.
—Podemos buscar al Lcdo. Juan Llosto, o a Gonzá-
lez, o a Candelario, o a Miranda— dijo Luis.
—No— contestó Silvia, tiene que ser alguien con
quién podamos confiar plenamente y, además, que no
esté demasiado vinculado a los casos de independentistas.
Los de acá están muy metidos con las otras organizacio-
nes y van a querer hacer las cosas a su manera. A mí me
parece que el mejor hombre para nosotros es un aboga-
do que vimos una vez en uno de los pueblos de la Isla,
¿sabes a quién me refiero, Carmen?—
—El Licenciado aquel de Utuado . . .; que nos dijo
que cuando nos veía a nosotros los que nos dedicábamos
a luchar por la independencia sin paños tibios, se entris-
tecía.— Ustedes encarnan el sueño de lo que quise ser;
me ponen de frente la traición que hago día a día con
mi vida; si algún día me necesitan para algo que valga
la pena, vengan a buscarme, a ver si me reivindico ante
mí mismo .. ."—.
—Así dijo— interrumpió Luis, —pero recuerden
que estaba "picao"—.
—Estaba picao— intervino Carmen, —pero me está
que sentía lo que decía. Yo voto por él—.
—Y yo también— dijo Silvia.
Con ustedes estoy siempre en minoría— protestó
Luis, añadiendo: —si es así, tenemos que irnos ensegui-
da, porque de aquí a allá son dos horas de viaje—.
—Nos vamos enseguida, pero párate en un teléfono
público para llamar al Cubano —le contestó Silvia—.
Después de parar en cinco sitios distintos, por fin
50
encontraron un teléfono público que funcionaba y Silvia
llamó con la premonición de que no hallaría respuesta.
El timbre sonó y sonó, pero nadie respondió. Cuando en-
ganchó, los tres se miraron; Luis exclamó:
—Estamos fregados, como dicen los peruanos—.
—A lo mejor ellos también . .. están ... presos. Vá-
monos. Las últimas sílabas las pronunció Silvia ya casi
dentro del viejo Volkswagen.
Al cruzar el puente de la Constitución el acre color
del mangle hizo a Carmen taparse la nariz y Luis le dijo
en broma:
—Que floja eres; no aguantas ni el mal olor—.
—Ser delicada no quiere decir que una sea floja—.
Silvia interrumpió, —Ve despacio y con cuidado, pues
no podemos gastarnos el lujo de que un carro patrulla
de la policía nos pare—.
Durante hora y media el viejo Volkswagen corrió
por la llanura sobre el lomo negro de asfalto, reduciendo
la velocidad cuando la luz azul del carro de patrullas de la
policía asomaba, y acelerando en su ausencia. En Areci-
bo doblaron hacia la izquierda para subir entre desfila-
deros y montañas durante una hora hasta que el viejo
puente de hierro, como un buque de carga abandonado, les
salió al paso.
La niebla cubría el pueblo, ni un alma, ni si-
quiera un perro, les salió al encuentro.
—¿Qué hacemos?— preguntó Luis.
—Vamos a casa del Lcdo.; sigue hasta la Plaza y
dobla a la izquierda; después a la derecha, yo te digo,
—contestó Silvia—.
—Yo fui una vez adicta a Utuado y se por dónde el
vive—.
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La casa del abogado, hermosa residencia cubierta de
rejas, hacía esquina. Se desmontaron. Silvia tocó el tim-
bre. Esperó varios minutos, pero nadie respondió. Volvió
a tocar. Nada. Luis dió fuerte en la puerta con la mano;
al cabo de varios minutos contestaron:
—Un momento— por fin preguntaron —¿Quién
es?—
Necesitamos ver al Lcdo., es urgente—.
La puerta se entreabrió y un joven de algunos quince
años asomó su enmarañada cabeza.
—El viejo no ha llegado—.
—¿Y dónde le podemos conseguir? Es urgente—.
El muchacho titubeó; por fin contestó.
—Vayan hasta la Plaza de Recreo y sigan hacia arri-
ba; en la última calle, van a encontrar un cafetín abierto;
allí debe estar—.
—Gracias—.
—No hay de qué—.
—Parece que al Licenciado le gusta más el cafetín
que la casa —comentó Luis—.
—No lo juzgues, a veces los hogares son ollas de
presión —le contestó Silvia—.
De la plaza hacia arriba las casas se hacían más pe-
queñas, apretujándose unas sobre otras; las primeras, de
concreto, iban desapareciendo según se subía para dar
paso a las de madera y zinc. Al final de la última calle
6e veía una pequeña tienda abierta. Detuvieron el carro
y caminaron hasta el cafetín. Cuatro hombres jugaban
dómino, mientras otro, sentado también, observaba la
jugada. En una mesa anexa, una botella de whisky y una
de Don Q, eran testigo de la contienda. El que observaba,
al verlos, se levantó. Era un hombre de más de cincuenta

52
años, pelo canoso, más gordo que flaco que se metió
detrás del mostrador mientras preguntaba: ¿Qué desean?
Silvia ya había visto al Licenciado y señalando ha-
cia él contestó:
—Andamos tras el Licenciado—.
En eso el Licenciado levantó la cabeza, sus ojos gran-
des e inteligentes mostraron inmediatamente que sabía
que era a él a quién buscaban. Se levantó con las fichas
del dómino en la mano y a la vez les hizo seña:
—Echen pá'acá, echen pá'acá—.
Silvia se adelantó:
—¿Quizás usted no nos recuerda-—
El los contempló un instante:
—La verdad que sí, pero exactamente no los sitúo.. .
no; esperen, ya recuerdo .. .
Puso las fichas sobre la mesa y llamó al dueño de la
tienda.
—Bienvenido, juega por mí, que tengo que ir con es-
tos jóvenes; pero, antes, mira a ver qué quieren tomar.
—Gracias, pero no queremos nada—.
—Oh sí, a mí me dan una cerveza del país; cualquie-
ra —interrumpió Luis—.
—Te la tomas andando —le dijo Silvia en tono im-
perioso—. El Licenciado recogió su chaqueta que estaba
en el espaldar de la silla y salieron. En el asiento de
atrás, Luis y Carmen; al frente, el Licenciado, y Silvia al
volante.
—Usted nos ofreció una vez su respaldo incondicio-
nal. Hemos venido a cobrar esa promesa—. La voz de
Silvia tersa y clara tenía un tono dramático. Empezaban
a bajar. El caserío del pueblo, apenas visible entre la
neblina, se ofrecía abajo apacible y sereno.

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A la derecha, en la distancia, una luna creciente
rebasaba el Cerro Morales. La muchacha continuó:
—Si se decide a darnos su respaldo, eventualmente
se envolverá con nosotros, porque cada día le pediremos
más. No hay nada a cambio. Todo será puro sacrificio y
nada más. Por eso, para estar en lo nuestro, hay que
creer; es un acto de fe, de amor a la Patria. Usted dirá ...
usted lo prometió . . .—
El pequeño Volkswagen dio vuelta a la Plaza y por
una indicación del abogado siguió adelante hacia la sali-
da para Jayuya. Por varios momentos solo se escuchaba
el ruido del motor. El abogado volvió a indicar que die-
rfn vuelta, mientras decía:
—Estoy acostumbrado a vivir con cierto sentido de
irresponsabilidad, según el criterio usual de las gentes con
quienes convivo. Soy romántico. Les contestaré dentro de
un momento. Vamos hasta la Plaza de Recreo, nos senta-
mos en unos de los bancos del medio y allí terminamos
de hablar. No se preocupen por el policía de la esquina;
ellos están acostumbrados a verme.— Sonriendo, añadió
—conmigo están legitimados; el abogado siemppre es un
puntal del sistema—.
Ya sentados en uno de los bancos del medio de la
Plaza, frente al reloj de la iglesia, el Licenciado contestó:
—Sin cualificaciones de índole alguna, estoy incon-
dicionalmente a las órdenes de ustedes. Y fíjense que no
he preguntado para qué me quieren—.
Silvia, sin rodeos, lo enteró del arresto del compa-
ñero sin decirle el nombre ni la acusación. El abogado,
como si aclarara para sí mismo empezó a decir:

54
—Entonces al amigo de ustedes lo acusan de poner
una de las bombas de anoche; y ¿cómo se llama al que
acusan?—
—Camilo Fuentes, contestó Silvia . El abogado se
levantó de un salto y agarrando por el hombro a Silvia le
preguntó:
—¿Cómo?—
—Camilo Fuentes. ¿Lo conoce usted?— preguntó
Silvia.

La visión de la tragedia dejó mudo al letrado. Des-


pués de un rato de silencio, que sorprendió a los jóvenes,
contestó, volviendo a sentarse: —Lo he oído nombrar—.
El abogado pensó que no podía ser, que en algún sitio
tenía que haber una equivocación. El y Felipe Pérez se
habían criado juntos. ¡Cuántas noches, en la época que
estudiaban en la Escuela Superior, con varios amigos
más, se habían sentado en aquel mismo banco planeando
a qué muchacha le iban a llevar serenatas y a quién le
iban a robar la gallina pal'asopao, o las frutas del patio!
La última vez que lo vió fue en el Hospital de Auxilio
Mutuo, cuando le dió el infarto cardíaco. Aquella vez,
le mostró a Felipe el retrato que apareció en el periódico
El Mundo de ese joven, Camilo Fuentes. —Ese es tu hijo,
¿lo sabes?— y le había instado a que lo reconociera ofi-
cialmente como su hijo. Después se enteró, porque en
Utuado todo lo que sea chisme siempre se sabe, que lo
había reconocido. ¡Pensar que el destino le jugara esa
terrible ironía a Felipe Pérez! Para remachar, que le to-
cara a él defender al muchacho. Si el azar manda en la
vida, ¿por qué estas casualidades tan extraordinarias? Sin
darse cuenta se levantó del banco y empezó a pasarse la

55
mano por la cabeza sin prestar atención a Silvia, Carmen
y Luis, quienes lo observaban extrañados.
—¿Se siente usted bien?—
—Sí, sí, es que me he impresionado un poco; bueno,
imagínense, la persona que murió, Felipe Pérez, era de
este pueblo. Se crió aquí y yo lo conocía. ¡Muchas noches
nos sentamos juntos en este mismo banco!—
Los muchachos se miraron. Eso no lo esperaban. Sil-
via dijo:
—Esa muerte fue accidental, un puro accidente, pero
por si eso no puede ayudarnos, lo comprendemos—.
El Licenciado Torres, en tono triste y afectuoso les
contestó:
—No. Mi compromiso con ustedes es pleno. Hay un
detalle que ustedes desconocen sobre este asunto y que por
una de esas casualidades inexplicables, yo conozco; y no
6é si hacérselo saber o esperar hasta hablar con el amigo
el amigo de ustedes que está detenido—.
—Entre nosotros tiene que haber plena confianza;
si no, no podemos trabajar juntos— dijo Silvia.
—Sí, se los diré, pero no ahora. Primero tenemos que
buscar la persona que va a prestar la fianza que le puedan
haber impuesto a Camilo . . . Vamos— (se sorprendió al
haber usado el nombre, Camilo). Montaron de nuevo en
el Volkswagen y fueron hasta la casa del licenciado, quien
los hizo entrar. Allí los atendió el mismo muchacho que les
abrió primero la puerta. Les ofreció café, mientras el abo-
gado se perdía en el fondo de la casa. De allá se escucha-
ron voces.
—La mujer le pelea— pensó Luis. Pero antes que pu-
diera coger el vuelo de alguna palabra, las voces se apaga-
ron. Carmen, junto con el muchacho, calentaba leche. El

56
tímidamente preguntó que si el padre iba a salir con ellos.
Le dijeron que iban para San Juan y los ojos grandes del
chico se entristecieron, pero no dijo nada.
—Quiere mucho al padre— pensó Carmen.
Estaban terminando de tomar el café cuando regresó
el Licenciado; venía cambiado de traje.
—Me cambié de ropa porque si uno no va bien vesti-
do los policías en el Cuartel o el Alcaide de la Cárcel po-
nen muchos peros para dejar al abogado entrevistarse con
el arrestado. Para bregar con el sistema hay que parecer
del sistema. Ya nos vamos, pero tengo que hacer dos lla-
madas telefónicas; una a un periodista, amigo mío de San
Juan, para que nos espere en el Cuartel General por si
me niegan información sobre el muchacho, le formaré un
revolú en la prensa y la otra al amigo que va a prestar la
fianza. El teléfono está en el cuarto; excúsenme unos mi-
nutos—.
Mientras esperaban, Carmen y Silvia, fregaron las ta-
zas y cacerolas que habían usado y Luis trataba de hablar
con el hijo del Licenciado, sin mucho éxito. Por fin éste
regresó.
—Todo está bien. Vamos.
Antes de salir el Licenciado se acercó a su hijo y le
dió un beso en la frente, a la vez que le decía:
—Yo regreso mañana, temprano—.
El muchacho lo miró con tristeza. Sabía que nunca
cumplía con esa promesa.
Ya casi saliendo del pueblo, hizo detener el carro y
se desmontó frente a una casa grande, de dos plantas.
—Aquí vive el amigo rico. Espérenme—. Subió las
escaleras y un hombre grande, medio calvo, en bata lo es-
peraba. Hablaron algo y el Licenciado regresó.

57
—Uno de ustedes, creo que debe ser el joven, se que-
dará con mi amigo para que lo acompañe; él viene en su
carro.

58
CAPITULO V
LA TRAICION
Tú le recuerdas, —continuó dirigiéndose a Luis— que
tiene que traer los recibos de contribuciones; ya se lo dije,
pero recuérdaselo; sin eso no nos aceptan la fianza. Luis
subió hasta la casa y le dió la mano al señor. El Licencia-
do les gritó:
—Se vienen rápido; los esperamos en el Cuartel Ge-
neral. Acuérdate de los recibos de contribuciones—.
Minutos después el viejo Volkswagen, en las manos de
Silvia, rompía la niebla del Barrio Salto Abajo entre ba-
rrancas, curvas y recurvas. Cerca de Arecibo, Silvia pre-
guntó :
—¿Y lo que nos iba a informar, el detalle que des-
conocíamos?—
El Licenciado no contestó. Carmen desde el asiento
de atrás insistió con empeño amable:
—Usted sabe que tiene que decirnos eso—.
—Sí, les diré. El señor Felipe Pérez era de Utuado.
Y quizás ustedes no lo saben, pero Camilo Fuentes nació
en Utuado en un barrio que se llama Guaonico. Su madre
trabajaba como sirvienta cuando jovencita en la casa de
los padres de Felipe Pérez. Según tengo entendido, hace
menos de un año que Felipe Pérez, reconoció a Camilo
Fuentes como su hijo natural. Ustedes comprenderán que
todo esto me suena incomprensible—.
Las muchachas permanecieron mudas. Carmen sintió
que le faltaba el aire y Silvia se quedó petrificada. El pe-
queño Volkswagen se llenó de plomo. La carretera, arteria

59
de negra sangre coagulada se desdoblaba incesantemente
sobre la llanura con tenacidad neurótica.
Amaneció cuando Silvia, Carmen y el Licenciado To-
rres llegaron al Cuartel General de la policía. El amigo
periodista los esperaba. Se confundieron en un abrazo.
Cuando el Licenciado le informó que se trataba de un acu-
sado de poner bombas, se llenó de alegría. "Esta noticia
es de primera página".
El policía de guardia le impidió el paso, aún después
de haberse identificado como abogado, y llamó por teléfo-
no al oficial. Este apareció a los pocos minutos.
—-Licenciado, el acusado no está aquí.— Torres en
forma enérgica, le increpó:
—¿Y dónde lo tienen?—
—Yo no sé—.
—Usted debe de saber porque aquí lo tenían anoche.
Si usted no me dice pronto, aquí está Osvaldo Yélez del
Periódico "E Mundo" quien publicará esa negativa suya—.
—Mire Licenciado, yo le informo lo que sé . . .—
—Allá usted, pero recuerde que si quieren conseguir
una convicción en el juicio, tienen que garantizarle el de-
bido proceso de ley; si no, les sale absuelto por violación
de sus derechos constitucionales—. Estas últimas palabras
hicieron su efecto en el oficial. Titubeó y al cabo le con-
testó :
-—Espere, espere, voy a hablar con el Capitán—. A los
pocos instantes llegó el oficial.
—¿Qué tal Licenciado— ¿Cómo está usted? Mire, el
acusado está en la Cárcel de la Princesa. Anoche el juez
Morfín lo acusó de asesinato y otros cargos y le fijó una
fianza de cien mil dólares. Excuse al Teniente, pues él no
sabía de esto...—
60
El Licenciado se reunió con Carmen y Silvia. En eso
llegaron Luis y el fiador, don Clemente Robles. Media ho-
ra después arribaron a la Cárcel de la Princesa. El Licen-
ciado Torres fue hasta la puerta y requirió ver a Camilo
en su condición de abogado. El guardia penal llamó al ca-
bo. Este dijo que a ese preso no lo podía ver nadie a menos
que no lo autorizara el Alcaide de la cárcel, que estaba
durmiendo en su casa y él no se atrevía llamarlo tan tem-
prano. Pero el Licenciado Torres se alzó, gritó que si no
lo dejaban entrar inmediatamente le formularía cargos
a los guerdias penales, al sargento y al Alcaide, pues ello9
sabían que el derecho del acusado a entrevistarse con el
abogado era sagrado. El sargento optó por llamar al Alcaide
y éste dio la correspondiente autorización. Aún así, lo hi-
cieron esperar más de media hora antes de que pudiera
reunirse con Camilo.
El Licenciado Torres y el muchacho se sorprendieron
mutuamente al verse el uno frente al otro.
—Yo soy tu abogado. Silvia y tus amigos me han con-
tratado. ¿Estás conforme?
El muchacho lo miró con simpatía y sonriendo le
contestó:
—No lo conozco. Pero, cuánto me alegro de verlo.
No es lo mismo hablar de la cárcel que estar en la cárcel.
—¿Cuándo te trajeron?—
—Anoche como a la una de la madrugada—.
—¿Te vió un juez?—
—Sí, si aquello puede llamarse un juez—.
—Bien, permanece tranquilo, que voy a tratar de que
te rebajen la fianza y sacarte de aquí hoy mismo. Después
hablaremos con calma. Mi nombre es Teodoro Torres.
Con un estrechón de mano se separaron.

61
Cuando volvió el carro, le preguntó a Clemente Ro-
bles cuánto era el máximo que él podía fiar. Este le mostró
el recibo de contribuciones y solamente llegaba a $50,000.
La fianza total era de $100,000.
—Hay dos jueces superiores que son amigos míos y
saben derecho. Voy a someterles una solicitud de Habeas
Corpus para que rebajen la fianza. En ley, procede; pero
estos casos políticos, el derecho siempre es un flaco pun-
tal. Iré a verles consultarles "off record" a ver cuál de
ellos da paso al recurso—.
Se fueron a desayunar. A las nueve de la mañana el
Ledo. Torres subía al Tribunal Superior, en el viejo edificio
de la Intendencia, contiguo a la Catedral de San Juan.
El largo pasillo hormigueaba de gente y abogados en ca-
mino a las distintas salas del Tribunal. Los alguaciles man-
daban a hacer silencio aquí y allá. El Ledo. Torres hacía
años que no venía a los Tribunales de San Juan; tuvo
que preguntar por la sala del Juez Peña, su amigo. Su se-
cretaria trató de impedir que Torres entrara a la oficina
privada del Juez, pero aquel, acostumbrado a la informa-
lidad de los Tribunales de la Isla, no le hizo caso, abrió
la puerta y entró. El Juez Peña reía, mientras otros abo-
gados hacían otro tanto. Celebraron un chiste que el Juez
había relatado. (A los jueces, los abogados les ríen los
chistes, por malos que sean...) Al ver a Torres, el Juez
le tendió la mano afectuosamente y lo presentó a los otros.
Después de cambiar las frases de uso, Torres dijo a Peña
que quería hablar con él un asunto privado. Los otros abo-
gados se excusaron y salieron.
—Quisiera complacerte, porque tú nunca vienes por
acá, pero, fíjate, mi nombramiento expira este año. Para

62
jubilarme con el máximo de la pensión, necesito seis años
más. Tú sabes cómo es lo política. Si declaro con lugar tu
Habeas Corpus y rebajo la fianza, me ponen la pista y
hasta pueden no volver a nombrarme. No sometas el re-
curso aquí en San Juan, no vas a encontrar Juez Superior
que le dé paso. En ese asunto de bombas, el Gobernador
quiere que las fianzas sean bien altas. En tu lugar, me iba
a Caguas. Tú sabes que allí esta Valero. Y sabes cómo es
él; lo más probable es que te le dé paso al recurso—.
Torres sintió pena por su amigo, el Juez Superior.
Lo recordó de estudiante, con aquel amor al derecho y
aquella fe en la justicia ...
Silvia adivinó el fracaso de la misión cuando el Ledo.
Torres bajó del Tribunal.
—Ahora iremos a Caguas, dijo Torres—.
—¿Por qué a Caguas?—
—Dicen que allí hay un juez que no tiene miedo ...—
Mientras viajaban por la autopista de cemento en me-
dio de un tráfico irritante, Clemente Robles ofreció a su
amigo, el Ledo. Torres, volver a Utuado a buscar otros
documentos para probar que sus propiedades valían más
de cien mil dólares. Torres le dio un golpecito en el hombro
y lo convenció de que no era necesario; que él creía que el
Juez Valero les haría justicia. El Ledo. Torres no pudo evi-
tar comparar a Clemente Robles con el Juez Amílcar Peña.
Este fungía de liberal y de juez justo e imparcial. Robles
era un jíbaro conservador, estadista, recto. Era verdad que
él le había llevado el pleito que quince años atrás, había
puesto a Robles en el camino de hacer dinero. Su capaci-
dad de trabajo y la suerte lo había convertido en un hom-
bre rico. Pero el dinero no los alejó; al contrario, todo lo

63
consultaba con él. Cuántas veces había necesitado a Robles,
nunca le había fallado. Ahora sólo le había dicho que ne-
cesitaba fiar al subversivo que colocó la bomba y la único
que contestó fue: —Ledo, usted sabe lo que hace. Basta
con que usted me lo pida. No hay problemas. Vamos ...—

La oficina del Juez Valero era espaciosa. Estaba ador-


nada con motivos puertorriqueños: aquí un cerní, allá un
collar de piedra de cacique indio: en la pared un cuadro
de un viejo bohío techado de yaguas con un grupo de indios
en el Batey. Tocando un cuatro, y detrás de la silla del
Juez, había un retrato de Muñoz Marín en sus años mozos.
Valero fue uno de los fundadores del Partido Popular en
Caguas y lucía el emblema de Muñoz hasta en la solapa
del gabán, donde un pequeño botón de oro mostraba la
insignia de la pava. Como juez, se suponía que no mostra-
ra ninguna insignia política sobre su persona, pero como
BU generosidad y sentido de justicia no distinguía entre
ricos y pobres, blancos y negros, populares, estadistas o in-
dependentistas, nadie le cuestionaba su actuación. Recibió
a Torres con un fuerte apretón de manos en medio de un
grupo de abogados que asediaban al magistrado. Torres es-
peró a que los fuera despachando. Aquí firmaba una re-
solución de declaratoria de herederos, allá una sentencia
de divorcio, bajaba una pena de cárcel a multa, expedía
una orden para entrega de fondos con una autorización
judicial, o instaba a un fiscal y a su abogado a que se pu-
sieran de acuerdo sobre cierta evidencia que debería esti-
pular para acelerar la vista de un caso por jurado que se
vería ese día ...

Cuando Torres le explicó, lo tuvo que hacer frente a


atros abogados.

Valero le contestó:
64
—Y tú me traes esa papa caliente a mí; y ¿por qué
no lo radicaste en San Juan?—.
Torres titubeó, pero decidió decirle la verdad:
—Conversé con varios jueces amigos míos, pero le
sacaron el casco al asunto, y aquí estoy ...
Valero lo contempló un instante. Levantó la vista ha-
cia los otros abogados y sin prometer nada le dijo:
—Radícate el Habeas Corpus y que suban el expe-
diente arriba lo más pronto posible. Llévale la copia al
Fiscal. Dirigiéndose al Marshall ordenó:
—Marshall, dígale al Fiscal que lo quiero aquí en
quince minutos. Tenemos un Habeas Corpus y lo vamos
a discutir en cámara.
Durante la vista, el Fiscal se opuso a la rebaja de la
fianza y trataba de posponer la discusión en lo que consul-
taba con la oficina central en el Departamento de Justicia.
El juez lo paró en seco.
—La ley no dice que el Fiscal tenga que consultar el
Departamento de Justicia—, vamos a continuar.
El Licdo. Torres se limitó a señalar que el muchacho
era muy pobre para conseguir una fianza tan alta. El juez
Valero resolvió bajar la fianza a diez mil dólares en cada
caso: "Las fianzas no son para castigar; son para garanti-
zar la presencia del acusado el día del juicio, la ley presu-
me inocente al acusado hasta tanto no se celebre el juicio
y lo declaren culpable o inocente".
Clemente Robles prestó la fianza en los dos casos:
Ley de Explosivos y Asesinato.
Una hora después, el Ledo. Torres sacaba de la cárcel
a Camilo.
Camilo inmediatamente tuvo un aparte con Silvia.
Esta le informó el por qué se había buscado al Lcdo.

65
Torres. Acordaron que ella trataría de ponerse en contacto
con el Cubano, con Fernando y los demás para averiguar
qué había pasado y planificar la acción futura. Ella, Luis
y Carmen regresaron a Río Piedras, en el viejo automóvil.
Camilo aceptó la oferta del Ledo. Torres, quien se ofrecía
a llevarlo a su casa en el carro de don Clemente Robles,
pues deseaba conocer y saludar a su familia.
Cuando llegaron, Rosa, se quedó inmóvil y muda.
El muchacho la abrazó. La madre se enjugó las lágrimas
con el delantal, mientras los tres hermanos de Camilo (Ru-
bén de 14 años, Abelardo de 12 y René de 10) lo agarraban
por los hombros y lo abrazaban. El padrasto, con una
sonrisa de satisfacción abrazó también a Camilo. —Tú ha-
tees falta aquí—, fueron sus únicas palabras.
Camilo les presentó al Lcdo. Torres y a don Clemente
Robles.
—Somos de "(Jtuado— comentó el Ledo. Torres.
—¡Ah! Fue la única expresión de Rosa. Torres creyó
haber dicho algo fuera de lugar.
—Le daré café, añadió Rosa—.
Tomaron café, pero el Lcdo. Torres hizo que el pa-
drastro de Camilo se diera un palo con él. —Yo no bebo;
lo tengo para las visitas—, dijo el viejo mientras le servía
el vasito con ron.
—Pero, conmigo hoy se,lo dá, aunque sea éste—. Te-
nemos que celebrar que sacamos a Camilo—.
—Con usted, señor Lcdo., no hay que hablar .. .—
Al despedirse, Camilo los acompañó hasta el auto.
—Don Clemente, —dijo el muchacho mientras le
estrechaba la mano—, quiero que usted sepa que el favor
que usted me ha hecho no lo olvidaré nunca. Espero algún
día pueda hacer algo que demuestre mi agradecimiento—.

66
Y tendiendo la mano al Lcdo, añadió:
—A usted Ledo, no le digo nada. Por Silvia me he
enterado de su generosidad y lo acepto como compañero de
lucha. Según usted me dijo, tan pronto me citen del Tri-
bunal para la lectura de la acusación, iré a verle; a menos
que usted quiera verme antes—.
El Ledo, lo haló y le dió un abrazo.
—Se más de tí de lo que puedes imaginarte. Tene-
mos que hablar, saca tiempo para que vallas por Utuado.
Para hacer una buena defensa en este caso es necesario
que hablemos.
—Iré por allá, Lcdo.—
El poderoso auto arrancó. Camilo volvió despacio
hacia su casa.
Durante largo rato don Clemente y el Lcdo, no cam-
biaron palabra.
Por fin aquel dijo, más para sí mismo que para el
Lcdo.
—Parece un buen muchacho. Y la familia es buena.
Yo no creo que sea capaz de poner una bomba.
El Lcdo, lo miró pero no tenía ganas de hablar.
—No, claro que no, contestó—, mientras pensaba en
el viejo amigo Felipe Pérez.

67
CAPITULO VI
ESTRATEGIAS
Camilo sintió el peso de la responsabilidad que las
circunstancias le imponían como un alivio. Comprometi-
do, se sentía ser. Se entregó a la tarea de reagrupar las
fuerzas. A pesar de que a Carmen, a Silvia y a Luis no los
habían arrestados, eran vigilados estrechamente, igual que
a Camilo, a quien los "pejes" de gafa y guayabera no le
perdían ni pie ni pisada. Camilo consiguió comunicarse con
Silvia burlando a los perseguidores. Esta tenía preparado
todo un sistema para operar en el clandestinaje. Una serie
de independentistas, en los que se incluían médicos, abo-
gados, dentistas, farmacéuticos, dueños de tiendas, todos
vinculados a las altas esferas del capital y del poder co-
lonial por parentezco y protegidos por su posición social,
estaban dispuestos a esconder en sus casas a los revolucio-
narios en lo que se planeaba su fuga al extarior. —Es ne-
cesario usar a los ricos; la clase media no tiene sitio en sus
casas ni para ellos mismos—, comentó Silvia.
Acordaron posponer toda acción hasta tanto pudieran
comunicarse con el Cubano. Estaban seguros de que de
una forma u otra, Andrés Torres conseguiría comunicarse
con ellos. Efectivamente, varios días después Silvia cami-
naba el edificio de Sociales hacia la Biblioteca General,
cuando una muchacha se le acercó diciéndole: —Tengo
un mensaje de Torres. Ve esta noche a las ocho al cuarto
de Damas del Teatro Metro—. Al llegar a la Biblioteca,
la otra siguió de largo y se despidieron con un "bye".
Silvia no dudó de que el mensaje fuera auténtico.
A las ocho en punto entraba al lugar señalado. Allí se
encontró con una alta y elegante muchacha rubia, de gafas

68
negras y vestida con un pant-suit verde, quien se le acercó
y le dió un beso en la mejilla. El maquillaje no pudo apagar
el brillo de los ojos del Cubano. La alegría le corrió a Silvia
por el cuerpo como una corriente eléctrica. Iba a reír pero
"la rubia" le puso un dedo en la boca, mientras sonreía:
—Escucha bien, Silvia, no tenemos tiempo para repetir.
Necesitamos sitio para escondernos Fernando y yo. Camilo
tiene que enfrentarse al juicio para dramatizar la acción.
Otra gente irá a ver a Camilo y lo llevarán donde los abo-
gados que lo van a representar. No estamos solos, detrás de
mí hay una organización. Hay que sacar a los otros de la
cárcel para enviarlos fuera del país. Yo tengo los contactos
para eso. Al perro de Pérez Vargas hay que eliminarlo;
pero de eso nos encargaremos después. La muchacha,
Violeta, la que te llevó el mensaje, te verá mañana cuando
salga de la clase del Profesor Estades . ..— Silvia lo in-
terrumpió :
—Yo tengo organizada una serie de casas para es-
conderlos a todos ustedes, a razón de una semana por casa.
Mañana le diré a Violeta donde llevarlos a tí y a Fernando.
Son gente de absoluta confianza ... Me voy si no tienes
otra cosa que decirme . . .—
—Sí, dile a Camilo que los abogados con quién se
pondrá en contacto le llevarán instrucciones; son nues-
tros. . .—
—Ah, pero nosotros le conseguimos un abogado .. .
el interrumpió Silvia.
—Lo leí en los periódicos, pero no importa; quien va
a dirigir el caso es de los nuestros ..vete ya ...—
Silvia salió y fue a sentarse dentro de la sala del cine.
Tenía que ver la película por si la estaban siguiendo.
No prestó atención a la misma. Su mente corría. El Cubano

69
hablaba de "nosotros", y no se refería al grupo de ellos;
no había dudas que el Cubano pertenecía, además, a otra
organización. Pero, a pesar de que hablaba de contactos
para sacar fuera del país a los muchachos y de que tenía
abogados que eran capaces de trasmitir instrucciones,
tenía que depender de ella para lograr esconderse; eso la
satisfacía. Antes de entregarse a la trama de la película,
pensó que Camilo debía saber que el Cubano funcionaba
como parte de otra organización. Pensó que si a ella no le
habían arrestado hasta la fecha, el verse con Camilo no
iba a suministrar mayor prueba a la policía que ellos no
tuvieran ya.
Encontró a Camilo en la clase del chileno. Lo sacó
fuera y en el pasillo le contó lo de la noche anterior. Cami-
lo se sonrió imaginándose al Cubano vestido de mujer,
pero le disgustó la presencia de esas ramificaciones desco-
nocidas de que sospechaba Silvia. La sensación de que hu-
biesen sido usados en su entusiasmo patriótico por otra
gente, aún cuando tuvieran la mejor de las intenciones,
le molestaba. ¿Quiénes están detrás del Cubano? Eso le
trabajó. Silvia lo notó en su semblante y con un gesto de
solidaridad exclamó:
—Yo hago lo que tú quieras; para mí tú eres nuestro
líder ...—
Camilo se quedó callado por algunos momentos.
—No podemos arrancar la planta para ver como tiene
las raíces. Esconde a él y a Fernando y planifica una
reunión tuya, de él y mía lo antes posible. Manda a Carmen
a que vea la familia de Diana a ver si la pueden sacar
bajo fianza. Los demás no tienen ni la más remota posibili-
dad de conseguir fiadores. Pero unos abogados, que presu-
mo serán de los que habla el Cubano, radicaron ya un

70
Habeas Corpus a favor de ellos. Tú, Carmen y Luis, tienen
la posibilidad de preparar la fuga y desconderlos. ¿Po-
drás?—
—Podré, tú verás ...—
Cuando Carmen fue a la casa de la familia de Diana,
la madre le salió como una escopeta y le dio un insulto
de vuelta y media.
—Tú eres de los comunistas que han dañado a mi
hija y eres tan carifresca que te atreves a venir aquí.
Lárgate, y que en mi vida no te vuelva a ver y ándate lista,
que vamos a sacar a Diana de la cárcel y la vamos a con-
vencer para que le diga a la policía todo lo que sabe de
ustedes, para que los metan en la cárcel pá'siempre, comu-
nistas canalla .. .—
—Y eso fue lo más suave que me dijo ... —le conta-
ba Carmen a Luis, que se había quedado esperándola en
su flamante Volkswagen. Silvia, enterada por ella, no le
dió mayor importancia a que Diana pudiera ablandarse—.
—Lo importante es que la van a fiar y saldrá de la cárcel;
ella nos vendrá a buscar.—
—¿Y si se ablanda antes de vernos? ... comentó Luis.
Silvia lo fustigó con la mirada.
—El único del grupo que se puede ablandar eres
tú ...—
Luis, con aquel tono en que nunca se sabía si hablaba
en serio o en broma, contestó:
—Pérez Vargas fue el que se ablandó .. .—
—Ese nunca fue de los nuestros; ése era nuestro ene-
migo todo el tiempo ...— replicó Silvia.
—Yo no me rajo ...— afirmó Luis ... —Primero se
rajan ustedes ...—
Las muchachas lo miraron con sorpresa. Silvia suavizó

71
la expresión; Carmen puso los ojos en él con el cuidado
de quién ama. Se le acercaron, y Silvia le dijo:
—Abre la mano— y él puso la palma de su mano
derecha extendida horizontalmente.
Silvia le dió una palmada con la de ella, mientras
sonreía exclamando:
—¡Quema, pana!; te la comiste— ¿Verdad, Car-
men?—
Nadie en Puerto Rico podía imaginar que una serie
de profesionales, "gente de bien", en el argot de las defi-
niciones burguesas, se envolvían en una faena revolucio-
naria, escondiendo en el seno de sus hogares a los "te-
rroristas". Estas mismas personas tampoco se lo hubiesen
imaginado. A todos les sucedió lo mismo.
Un día, se les fueron acercando unos jóvenes:
—Sabemos que usted cree firmemente en la indepen-
dencia de nuestra Patria. Acepte usted o no lo que vamos
a proponerle; nosotros vamos a jugarnos la vida por ese
ideal; si llega el día, ¿se atreverá a ayudarnos?—
La reunión de Camilo y Andrés Torres, el Cubano,
se efectuó en la casa de José Torreón. Era un médico joven
de gran éxito profesional quien nunca se había afiliado a
grupo o partido independentista en especial, pero siempre
contribuía con su dinero. Fuera de ir a Lares el 23 de
septiembre, no participaba en ninguna actividad de mi-
litancia.
Andrés fue instalado en la habitación de los huéspe-
des y presentado a los empleados del servicio doméstico
como un primo. Los dos hijos adolescentes del médico y
la esposa, enterados de la verdadera identidad de Andrés,
se juramentaron no solo a guardar el secreto, sino a tomar
todas las medidas para proteger al conspirador.

72
Una noche en que los esposos ya habían cumplido
el rito que la especie exige para perpetuarse, ella le confió
a él que desde que se habían convertido en subversivos y
podían ser acusados como cómplices por esconder a uno
de los terroristas, la relación de amor y sexo tocaba otras
profundidades y le dejaba a ella una sensación de per-
manencia. Él se rió. —Respondes como una niña ante
una situación romántica que te saca de la rutina.—
—No, José, no. Es que nadie se conoce; somos los
que nos imaginamos ser y un montón de cosas más que
no te sé decir, pero que están ahí, dentro de nosotros—.
El médico se durmió pensando en que su mujer,
en el mundo afectivo, siempre tenía una frontera nueva.-
La comparó con otras y se sintió feliz.
Camilo llegó a la casa del Doctor como a las diez de la
noche tomando todas las precauciones imaginables para
burlar la policía. Silvia había llegado dos horas antes con
la esposa del doctor quién la "había recogido en el Beauty
Parlor, donde había entrado una Silvia trigueña, con pan-
talones, y había salido una Silvia en minifalda, rubia.
Andrés Torres, el Cubano, trató de impedir que el
Doctor José Torreón y su esposa estuvieran presentes en
la conversación con Camilo, pero Camilo exigió que unos
puertorriqueños servían para convertirse en cómplices
escondiendo a un acusado de un delito grave, tenían que
servir para saber qué había y qué se planeaba. —Además
—argumentaba ... su militancia y su descolonización cre-
ce mientras más se envuelven. Es una praxis que libera—.
Andrés aceptó, pero advirtió a Camilo: —Tú estás
preparado para saber muchas cosas, pero no te puedo in-
formar porque ellos, aún Silvia, podrían resultar riesgos
de seguridad.—

73
—No me interesa saber nada más que aquello que
empuje nuestras metas, pero no hablo nada más hasta que
ellos estén presentes. Quiero ser leal a quienes me ayu-
dan—.

Reunidos el Doctor, su esposa y Silvia, Camilo no dejó


que Andrés empezara . . .

—Antes de que tú hables, yo quiero, frente a los com-


pañeros y en nombre de la Patria, saber el por qué tu
falta de confianza para con nosotros y más que eso que nos
hayas usado, ya que aparentemente tu intervención con
nuestra organización fue dirigida por otra organización
desconocida por nosotros. No creemos la teoría revolucio-
naria que ve en los compañeros tornillos y tuercas de un
engranaje que hace la lucha. No creemos en romanticis-
mos pero sí en un profundo respeto al compañero que se
compromete a una tarea patriótica y a una lealtad básica
a ese hermano compañero de lucha. Tú tenías otra organi-
zación y nos usaste a nosotros. El que tengamos los mis-
mos fines no borra el hecho de que no hubo amor en tu
comunicación con nosotros; era gente para usarse de los
cuales podía prescindirse luego que realizaran la tarea.
Si vamos a liberar a nuestra patria, tenemos que liberarnos
a nosotros mismos de los vicios que el sistema capitalista
y colonial nos ha impuesto, como la comercialización de
las relaciones humanas, en que el único valor es la función
que cumple la teología abstracta que se ha escogido como
verdad absoluta. Tú nos usaste y esa forma de funcionar
es traída de afuera, de otros pueblos. El estilo de nuestra
revolución tiene que ser nuestro, puertorriqueño. Creo
que nosotros los puertorriqueños, tenemos la misión de
aportar al desarrollo de la humanidad un nuevo estilo
revolucionario. Nuestra lucha de descolonización crearía
74
un hombre nuevo, firme, vertical, puro, pero lleno de
amor. Que entienda que cada compañero de lucha es un
universo patriótico en fomento hacia un nuevo amanecer.
En esta madrugada de lucha la violencia nos acompaña,
pero tenemos que tener el valor de emplearla aunque con
angustia y dolor, pero sin odio ni cinismo. Nuestra tarea
de militancia es un evangelio para liberarnos del sistema
que atrofia nuestras maravillosas capacidades de que esta-
mos dotados, que nos impide darnos en la excelencia ópti-
ma del ser. Tú aparentemente eres parte de una organi-
zación revolucionaria, que no tiene otros conceptos que las
fórmulas clásicas de lucha contra el imperialismo. Yo pien-
so como Betances, no quiero ser colonia intelectual de
nadie, ni quiero valores extranjeros, ni estilos de otros
países. La independencia es el parto que dará a luz a un
ser nuevo, el puertorriqueño, que salvará con su ejemplo al
mundo entero—.
Al callar Camilo, Silvia se le acercó y le apretó la
mano. La esposa y el médico lo contemplaron con admi-
ración. Andrés sonriendo le salió al paso.
—Camilo, eres extraordinario. Pero tú sabes que no
podemos hablar patrañas, ni dejarnos llevar por el roman-
ticismo. Tú pareces un árbol de esos que todo lo hechan
en follaje, pero que si no se poda puede malograrse el
fruto. Yo tengo la obligación de pararte. Tú eres valioso,
pero tienes que controlar tu emotividad. En esta hora de
lucha es la fortaleza física del espartano lo que necesita-
mos, no la elegancia del ateniense. Los objetivos son sen-
cillos, destruir al Yanki, darle donde le duela. Lo demás
no tiene vigencia ahora. Si, yo tengo una organización
detrás de mí; de eso no puedo dar informes; tú lo com-
prenderás, pero si no hubiese sido así, al ellos liquidar

75
nuestro grupo, la lucha quedaría trunca. La organización
traerá nuevos Camilos y Silvias a la lucha. Tengo unos
abogados que ya se están encargando de los casos. No so-
mos cínicos, per otenemos la experiencia de miles y miles
de otros luchadores que han venido cambiando el planeta
desde hace años. Somos la tecnología, un conocimiento
científico mejorado por cada organización. Para operar se
necesita un cirujano, para hacer revoluciones se necesitan
revolucionarios profesionales, no aprendices. Tú eres un
aprendiz, Camilo.—
Camilo le contestó sin prisa en tono amigable y tran-
quilo.
—Tienes razón, soy un aprendiz ... y tienes razón
en que el conocimiento de la técnica revolucionaria debe
ser científico ... y es correcto la semejanza con la tecnolo-
gía . . . pero a eso es precisamente que van mis reservas,
a que la técnica revolucionaria se convierta, como se ha
convertido la tecnología en un fin en sí, cuando es mera-
mente un instrumento, un medio para un fin. La tecnología
es tan eficiente que puede con las bombas de hidrógeno
reventar el planeta, y la técnica revolucionaria puede des-
truir al hombre, deshumanizarlo; y tú conoces mejor que
yo ejemplos históricos en que eso ha sucedido. La técnica
siempre tiene que servir al hombre, sea revolucionario o
tecnológica. Así nos unimos, sino tú por tu lado y nosotros
por otro.—
Andrés se rió.
—Estás loco. ¿Con qué cuentas para trabajar? ¿Qué
podrían hacer ustedes sin la ayuda de nosotros?—
Silvia interrumpió agresivamente:
—Podemos hacer mucho; por ejemplo, nuestra orga-
nización es la que te tiene en esta casa . . .—

76
El doctor con ánimo de armonizar intervino:
—Puede que ustedes piensen que yo no tengo vela en
este entierro; pero creo que de inmediato ustedes deben
discutir los pasos a dar para sacar los muchachos del país;
ya tendrán tiempo para lo otro . . •—
La mujer del doctor no pudo controlar sus ansias de
participar:
—Es cierto eso, pero también es muy importante lo
que han dicho ambos. Así clarifican sus posiciones y hay
que hablar para entenderse.—
Camilo se levantó y fue hasta donde Andrés y estre-
chándolo con un abrazo exclamó:
—Vamos a trabajar con lo inmediato; veremos el
después—.
—Así, contestó Andrés, sonriendo, podemos trabajar
mejor aunque un día cada uno coja por su lado.—
Las medidas para el presente inmediato fueron discu-
tidas y acordadas. El doctor y su esposa llevaron a Silvia
a casa de una amiga y a Camilo lo dejaron en Río Piedras
cerca del terminal de guaguas. Cuando regresaron, el
fervor patriótico embriagaba a Marilda. Antes de bajarse
del auto, se pegó a su marido como ella sabía y le dió un
beso. Ya en el dormitorio la vigilia les duró hasta el
amanecer. Cuando el sexo rompió la pasión en desfalleci-
miento, al arreglar la sábana, Marilda sorprendió un rayo
de luz del nuevo día colarse entre las persianas y el cristal
de la ventana.
Los revolucionarios no viven en el vacío. El arresto
y la prisión de Diana cayó como un cataclismo en su casa.
A la familia y al pueblito donde vivían le era imposible
pensar que aquela muchacha tan callada y tan buena

77
pudiera estar metida en una cosa tan horrorosa como eso
de poner bombas. Su padre, don Anselmo, no había hecho
otra cosa que trabajar para mantener ocho hijos, la suegra
y los parientes que se arrimaban.
La noticia la recibió por voz de un viejo amigo,
estadista como él, que trabajaba en el Cuartel General de
la Policía, quién lo llamó por teléfono mucho antes que
la televisión y el radio dieran las informaciones de los
arrestos. No dijo nada a nadie, con excepción de su esposa
doña Genoveva. Discutieron la tragedia en la habitación
del viejo matrimonio donde tantas noches habían presu-
puestado el mísero sueldo para que su hija mayor, Diana,
pudiera estudiar sin las humillaciones conque se enfrenta
la muchacha de clase media que aspira.
La madre en el tono más bajo posible, no cesaba de
repetir: —debió pensar en nosotros . . . ella debió pensar
en nosotros, darse cuenta del sacrificio que hacemos por
ella—. La ira del padre, viejo estadista de los del 1903, le
mantenía el ceño cortado como un carajo al infinito sin
poder dar expresión alguna a la lucha interna que lo sacu-
día entre el cariño inmenso que le profesaba a Diana y el
odio negro que tenía a los independentistas.
Por fin exclamó:
—Debiera dejar que se pudriera en la cárcel, ca-
rajo . . .—
Pero doña Genoveva lo paró en seco. Con la energía
que la madre tiene por sus criaturas exclamó:
—-Eso no—- Temerosa de contrariar al marido, pero
firme en el propósito de salvar a su hija, añadió: Tú sabes
que ella no era así antes de ir a la Universidad. La culpa
la tienen los maestros. Esa universidad es una cueva de
independentistas. Los populares tienen la culpa, que los

78
amamantan; ellos son los culpables. Tenemos que sacarla
de la cárcel… Tenemos que sacarla ...—
—Es la primera persona de la familia que va a la
cárcel; eso es una vergüenza. No se lo perdonaré nunca.
Ha manchado nuestro apellido— dejó escapar con rabia
don Anselmo—.
La esposa no le contestó nada; sabía que mientras
menos hablara, mejor. Tenía que dejarlo desahogarse. Pe-
ro eso no impidió que pensara en aquella anécdota que
su suegro le contara cuando recién casada fue enterándose
de las historias de la familia. El tío Julián, hermano de la
madre de don Anselmo, así, tío abuelo de su hija Diana,
en 1898 cuando el cambio de soberanía en que los gringos
suplantaron a los españoles, formó parte de los grupos que
se alzaron en la altura-Ios "tiznaos"—. Fue encarcelado y
hubo que sacarlo disfrazado y embarcarlo para Santo
Domingo después que su amigo Pepe Soto prestara la
fianza de diez mil dólares que exigieron y que perdió a
sabiendas, pues el mismo amigo entrañable, Pepe Soto
fue quien lo sacó de la cárcel y lo puso en el barco en
Mayaguez con falsos papeles hacia Quisqueya. El tal tío
Julián no pudo jamás regresar a Puerto Rico y murió sin
ver su siempre añorada isla. Doña Genoveva se sintió
mejor pensando que si lo subversivo requintaba en su hija,
le venía por don Anselmo y no por ella.
Al otro día fue que se presentó Carmen a preguntar
por Diana. Doña Genoveva vació toda su rabia contra ella.
Ya don Anselmo había salido para San Juan a fiar a Diana
con el farmacéutico don Lumen Espéndez. Este era un
viejo estadista, masón y espiritista, amigo íntimo del pa-
dre de Diana. Era el hombre más rico del pueblo. Durante
cincuenta años el pueblo pobre se recetaba con don Lumen

79
y también muchos que no eran pobres; no cobraba por la
receta, solo por las medicinas. Decía que las enfermedades
se daban por familias y venían con el tiempo; para la épo-
ca de lluvias unas; para la época de secas, otras .Se valía,
como los médicos de un estetoscopio para auscultar los
pacientes. Para ello usaba la parte de atrás de la Farmacia.
No era dadivoso, pero tampoco tacaño. El que tenía poco
le cobraba menos y fiaba, aunque para cobrar tuviera que
esperar años. A la larga, en aquella pequeña comunidad,
siempre era conveniente tener las puertas abiertas con don
Lumen.

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CAPITULO VIII
DIANA
Diana, aislada en una pequeña celda de la prisión de
mujeres en Vega Baja, observaba a través del tragaluz
un pedazo de cielo azul. El calor la sofocaba y sentía que
el sudor le corría por la frente y el pecho. Desde el día que
la encarcelaron, no había querido comunicarse con nadie.
Sabía que los otros se ocuparían de ella. Rehusó avisar a
sus padres a pesar de que al otro día de llegar, la Directora
del Penal se le ofreció para llamar a don Anselmo. —Me
quieren trabajar --pensó— y le hizo saber a la Directora que
no quería comunicarse con su familia. —Si vienen a
procurarme, no los recibiré—. La única forma de seguir
adelante la lucha exigía el rompimiento total con la fa-
milia; por lo menos al principio. Luego ella los buscaría,
pero ahora compartir con ellos podía traerle persecusiones;
además, ellos eran su lado flaco y había que cortar por lo
sano a tiempo para que no los fueran a usar luego para
presionarla; entonces el dolor sería mayor.
Una nube, pequeña, como una mota de algodón cruzó
el pedazo de cielo azul que le regalaba el tragaluz de la
celda. Empezaba a dormitar, cuando la sacudió la voz de la
Directora, mientras una guardia penal abría la celda.
—Diana, Diana, tengo buenas noticias para tí; vas a
salir bajo fianza .. .—
La simpatía de la Directora la irritaba. —O me quie-
ren trabajar para ablandarme, o es lesbiana esta señora
y le caigo bien, pensó Diana…
—¿Quién me fía?— el relámpago de Camilo le cruzó
por la imaginación. Se levantó. El pelo sudado en la frente
rodó sobre sus hombros en desaliño cautivador; con su

81
mano izquierda se limpió el sudor que le corría por el
cuello y con la mano derecha se haló, sobre la blusa,
el cordón del panti que se había corrido.
—¿ Quién me fía? — repitió.
—Ven, ya no te podemos retener; pero si quieres,
podemos hablar—.
La insinuación de la Directora le confirmó la sospe-
cha surgida. Sin prestarle atención, con energía, repitió la
pregunta:
—¿Quién me fía?—
—Tu padre—.
Dió un paso atrás y se sentó en la cama. Pá' joder a la,
Directora, se sonrió con ella; estaba segura que era les-
biana. Quería ganar tiempo y sin pensar usó aquel recurso
primitivo.
—Vaya y dígale a los que esperan en mi oficina que
Diana, va ahora— le ordenó la Directora a una mujer
guardia penal.
—No; espere, y a la vez Diana caminó fuera de la
celda.
En el despacho de la Directora, como un toro banderi-
llado, don Anselmo, caminaba impacientemente de un lado
a otro. A su lado, su amigo don Lumen Espández, tranqui-
lo, con su paciencia de farmacéutico de aldea, observaba
los "aconteceres". Diana se detuvo antes de entrar y dejó
pasar a la Directora. Esta, al pasar, le echó el brazo por la
cintura diciéndole:
—No le cojas miedo a tu viejo; vente ...—
Al entrar y enfrentarse a don Anselmo, Diana, que
venía dispuesta a no bajar la vista, palideció y bajó la
cabeza. El viejo se detuvo y por un instante la tensión in-
82
movilizó a todos. Don Lumen se adelantó y abrazando a
Diana, con su voz pausada expresó:
—Ven hija . . .—
Don Anselmo sin despegar los labios, caminó fuera de
la cárcel hacia el auto, seguido de don Lumen y Diana.
Durante el viaje al pueblito, a través de curvas y
montañas, don Anselmo no despegó los labios.
Diana, ausente, pensando en Camilo, escuchó los
cuentos de don Lumen. El farmacéutico tuvo la delicadeza
de no hablar del asunto de la encarcelación. Al cruzar las
calles del pueblo todo el mundo seguía el carro con la
mirada, pero nadie se atrevió a saludar a Diana. Doña Ge-
noveva la estrechó en sus brazos mientras las lágrimas le
corrían por el rostro. Los hermanos, uno a uno, la abraza-
ron, pero nadie preguntó nada. Don Anselmo se encerró
en su cuarto.
Diana sentía una aprensión extraña; sabía que ten-
dría que dar alguna explicación, pero no encontraba qué
decir ni cómo empezar. Durante el viaje había buscado
los ojos de su padre, pero éste rehuyó la mirada. Tendría
que comunicarse con él a través de su madre. La comuni-
cación directa estaba rota. Los hermanos menores de
ella la halaron hasta su cuarto (el que ella, cuando estaba
en el hogar, compartía con María) y sentados en la cama
la instaron a que Ies contara. Doña Genoveva los había
seguido y silenciosamente se sentó al lado de Diana. Esta
pensó que la mejor forma de dar la explicación sería en
tono de broma y, dándole un beso a doña Genoveva en la
mejilla, exclamó:
—La cárcel es mala y ¡como! —Los hermanos, para
estimularla, rieron. Diana aprovechó el estado de ánimo
informal y contó cómo la arrestaron. Les describió la
83
cárcel (terminando con una afirmación categórica de que
ella no sabía por qué la habían metido en eso; que aunque
ayudaba a las organizaciones independentistas en la Uni-
versidad, era más pasiva que activa). La axplicación sa-
tifizo a la familia. Los hermanos se dispersaron por el
vecindario a contar la historia de Diana. Doña Genoveva
se fue donde don Anselmo.
Diana quedó sola en su cuarto. Los ruidos familiares
del hogar en que se había criado volvieron como cuando
niña. Sintió una paz interior y se quedó dormida.
Durante las semanas siguientes, todo quedó en sus-
penso. Diana, prisionera de su familia, el Cubano y Fer-
nando Tal escondidos; Iturregui, Enrique González y Adal-
berto González presos; Pérez Vargas, protegido por la
policía, se dejaba ver lo menos posible. Sivia, Carmen y
Luis, pendientes de que los pudieran arrestar de un mo-
mento a otro no se procuraban unos a otros, esperando
las instrucciones para lo que habría de venir. Camilo,
como el capitán de un barco de vela en medio de una de
esas calmas en que por días y días no sopla brisa, esperaba
y esperaba sin saber de dónde soplaría el viento. La ausen-
cia de Diana que antes no notaba, ahora se convertía en
una sensación casi física de sed, una sed de verla, de
oírla, de saber que estuviera allí donde él mirara. A veces
buscaba, el recuerdo del hombre padre, y se encontraba
con él; entonces se le apretaba el corazón nublándole los
ojos. Pensó en el Ledo. Torres, a quién le había prometido
una visita. La idea que el Lcdo, podría romper el cerco que
protegía a Diana y comunicarse con ella, lo decidió a ir a
Utuado. Echó en una bolsa de papel una camiseta, unos
calzoncillos, unas medias y una camisa y fue donde su
madre:

84
—Mamá, voy para Utuado a ver el Lcdo. Torres;
regresaré mañana—.
La madre lo miró con ojos tristes.
—Cuídate— no dijo más.
Llegó a Utuado a las seis y media de la noche. Se
dirigió con su bolsa bajo el brazo a la casa del Lcdo. Allí
le abrió la puerta el joven del pelo abundante y los ojos
grandes y con voz triste contestó:
—El viejo no está; lo puede conseguir en el Cafetín de
Guelo Marín, o arriba, en Cuba, en el Colmado de don
Bienvenido—.
—Tienes que explicarme, porque yo no soy de aquí—.
El muchacho, con disgusto, salió hasta la acera y le
explicó los sitios señalándole las dos direcciones.
Camilo fue primero al Colmado de don Bienvenido,
pero allí éste le dijo que era muy temprano:
—El Lcdo, llega aquí a las diez de la noche—.
Camilo bajó la cuesta y diez minutos después llegaba
al negocio de Marín.
El negocio consistía de una barra y un pequeño cuarto
en la parte de atrás. Con la chaqueta sobre el espaldar de la
silla, la corbata suelta y las mangas de su camisa blanca a
medio rrollar, el Lcdo. Torres jugaba dominó con otros
tres compañeros. Al ver a Camilo, dejó las fichas sobre la
mesa y se levantó exclamando:
—Muchacho, ya creía que te habías olvidado de mí—
le estrechó la mano y cruzando el otro brazo por el hombro
de Camilo, sin decir el nombre, lo presentó a los que juga-
ban con él, mientras le hacía sitio a su lado, en una silla
contigua.
Se alegró de ver al muchacho, pero la perspectiva de
tener que interrumpir su rutina habitual, aquella rutina
85
que lo mantenía vivo a pesar de que todas las mañanas cuan-
do se despertaba, el único pensamiento fijo era pegarse un
tiro, le disgustó. Sin embargo, la generosidad innata pudo
más que la impaciencia del vicio y dejando las fichas sobre
la mesa se levantó:
—Otro aquí, que tengo que irme—.
Salieron del Cafetín. Montaron en el auto Torino
rojo del Lcdo., que despacio rodó hacia el centro del pue-
blo.
Camilo contempló a aquel hombre. El pelo blanco, la
expresión inteligente, los ojos grandes, los ademanes se-
guros, el vientre abultado, la embriaguez del alcohol como
un áurea cubriéndolo todo. Sintió pena por el muchacho
de la voz triste y los ojos grandes que le había recibido con
—el viejo no está; lo puede conseguir en el Cafetín de
Guelo—.
—Vamos a mi oficina, porque en cualquier otro sitio
estaremos incómodos; cuando uno menos se lo espera
aparece un intruso y lo que vamos a hablar tú y yo no
puede escucharlo nadie—.
Pero antes—, añadió el Lcdo, —déjame comprar aquí
una botellita de Don Q para que la noche se haga más corta.
Detuvo el carro, fue hasta el cafetín de la esquina, volvien-
do a los pocos minutos:
—Tú no bebes, me imagino—.
—No—.
—Por eso te traje un par de jugos. Vamos a pie, que
la oficina queda ahí frente a la Plaza—.
—Deje que le cierre el carro—.
—No hace falta; los que se lo pueden robar son mis
clientes y ellos lo conocen—.

86
Mientras caminaban, toda persona que encontraban
saludaba afectuosamente al Lcdo.
Ya en la oficina, Torres abrió una puerta que daba a
un balcón frente a la Plaza y arrastrando una butaca,
instó a Camilo a que hiciera lo mismo.
—Dejemos las luces apagadas y así tendremos el
pueblo a nuestra vista, sin que nuestra privacidad sea in-
tervenida por la curiosidad de la gente—.
Mientras el Lcdo, se servía un poco de ron en un vaso
pequeño, Camilo empezó a hablar.
—Vine para ponernos de acuerdo sobre el caso. Se
habrá enterado por los periódicos lo que ha sucedido. Eso
me había impedido venir a verlo antes. Aunque hay otros
abogados interviniendo, mi caso lo llevará usted. Ellos
quieren reunirse con usted y el día 25 podríamos, si le pa-
rece bien y si usted puede ir a San Juan, reunirnos con el
Lcdo. Ortiz. Yo me encargaré de los arreglos pertinentes—.
El muchacho hizo una pausa. El Lcdo, no hizo ningún
comentario. Parecía perdido en algún asunto personal,
distinto de lo que Camilo le hablaba.
La idea de que el Lcdo, le podía ayudar a comunicarse
con Diana lo impulsó a añadir:
—Además, hay otra cosa que, no es de naturaleza
legal. Usted me podría ayudar—.
Como si se despertara, el Lcdo. Torres se enderezó
y con interés preguntó:
—¿Qué es esa otra cosa?— Torres hacía rato que
buscaba la forma de traer al diálogo el asunto del padre
de Camilo, su viejo amigo Felipe Pérez. —¿Qué es esa otra
cosa ?—.
Pero Camilo, quizás instintivamente, contestó: —Eso

87
se lo explicaré después, ahora vamos a discutir lo del
caso—.
El Lcdo, se mantuvo callado y Camilo intuyó que lo
autorizaba a continuar.
—Ellos,… usted sabe; bueno, usted no sabe, pero
hay dos organizaciones, la nuestra y la de ellos, que nos
están ayudando grandemente. Quieren que Diana y yo
seamos únicamente los que nos enfrentemos al proceso
para dramatizar la cuestión revolucionaria y dar paso a
que el mensaje llegue al pueblo. Ni a mí, ni a Diana nos
importa nuestro destino personal. Nos importa la causa.
Quizás usted no está empapado de la técnica revoluciona-
ria pero, sabemos que su corazón tiene la patria dentro,
y en esta lucha el amor y el sentimiento es tan o más im-
portante que la técnica. Nos interesa que ellos, los de la
otra organización aporten la técnica revolucionaria en el
caso y usted el sentimiento; porque al pueblo hay que
hablarle sintiendo; si no, el mensaje no llega nunca—.
El Lcdo. Torres no pudo evitar que en sus ojos, rojos
de alcohol y de vigilias inútiles, asomaron dos lágrimas.
La profunda dignidad del joven lo conmovió. La fiebre de
aquel muchacho puertorriqueño que tenía delante, le trajo
la figura de Manolo "el Leñero", de Torresola, de Rosado
y Beauchamp. Vió los masacrados en Ponce, y sintió que
todas las rebeldías que lo habían sacudido de niño y de
joven se le agolpaban en el pecho, mientras en la garganta
un nudo le impedía hablar. Cerró los puños y por fin, ha-
ciendo un esfuerzo supremo, pudo exclamar:
—¡Carajo!—.
Camilo se quedó quieto. Adivinó el sacudimiento
emocional del Lcdo, y esperó. Pasaron más de cinco minu-

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tos de silencio. Torres se sirvió otro palo de ron, y después
de un sorbo, le pidió excusas a Camilo.
—Me he dejado llevar por la emoción. Esta vida ruin
en que nos sumimos nos va atrofiando de día a día y
cuando los sueños y los ideales vuelven a agitar sus ban-
deras, levantadas por espíritus puros como ustedes, el
remordimiento y la rabia nos acorralan. Perdona la inte-
rrupción, sigue—.
—Como le decía, los de la otra organización son muy
eficientes, pero yo quiero que si el caso va a servir a la
lucha de liberación, el mensaje que reciba el pueblo no
sea de técnica de movimientos de otros países; quiero que
nuestra manera de ser salga y se muestre; esa es su respon-
sabilidad. El resultado del caso, si salimos culpables o ino-
centes, no me importa; sí me preocupa Diana, y de eso era
que iba a hablarle. Su familia la tiene tan vigilada día y
noche, que no hemos podido llegar hasta ella. Es impres-
cindible reunimos. Su padre es principal de escuelas en
Aibonito, y es estadista y sumamente conservador. A no-
sotros nos odia a muerte. ¿Cree usted que podría comuni-
carse con ella?—.
El Lcdo, contestó con aplomo:
—Yo conseguiré comunicarme con Diana; tengo
muy buenos amigos en el Club de Leones y soy masón;
conozco varios miembros del Club de allá, conservadores
y republicanos. Tú comprenderás que aunque no creo en
ninguna de esas instituciones, soy miembro de casi todas
por una mecánica pueblerina que es ajena a tu mundo,
a Dios gracias. A través de ellos, la veré en su misma casa.
Iré a la reunión con los abogados de la otra organización
en la fecha que tú dices y entonces ya tendré la reunion

89
con Diana preparada; tú me darás el mensaje que debo
llevar—.
El Ledo. Torres hizo una pausa, que cortó el reloj de
la Iglesia con los campanazos del cuarto de hora. El sonido
se extinguió sin dejar rastro. Arriba, la luna menguante se
escondió trás unas nubes. En la Plaza, tres adolescentes
irrumpieron a la vez sobre uno de los bancos y empezaron
a empujarse, tratando de expulsarse unos a otros del sitio
mientras reían.
El Ledo, quería hablarle a Camilo de su viejo amigo
Felipe Pérez, pero no encontraba cómo abordar el tema.
Por fin haciendo un esfuerzo y sin mirar al muchacho,
empezó a decir lentamente:
—Tengo una compulsión de hablarte de otra cosa;
algo que quizás tú no quieras que toquemos, pero tengo
que decirte que yo fui, en los años de juventud, cuando
estábamos en la Escuela Superior, íntimo amigo de tu pa-
dre Felipe Pérez—. Calló.
La oscuridad del balcón impidió que el Ledo, notara la
amarga expresión del rostro de Camilo. El muchacho se
sentía invadido de un vacío inmenso. Como si la voz no
saliera de él, a tal grado que se extrañó de oírla, contestó
sordamente:
—Hable—.
El Lcdo. Torres continuó lentamente, siempre miran-
do hacia la Iglesia, que más allá de la Plaza blanca y ergui-
da ofrendaba la plegaria de su forma a la noche en medio
de la paz pueblerina:
—¿Por qué me tenían ustedes que escoger para ayu-
darlos? Esa terrible casualidad me ha hecho pensar en lo
que la gente llama destino. Sé que tú no crees en eso. Tú

90
eres marxista. Pero yo no tengo ninguna formación intelec-
tual definida; estoy hecho de cosas de aquí y de allá. Bási-
camente soy nacionalista romántico, aferrado a las tradicio.
nes por una necesidad espiritual, un hambre del alma,
que no entiendo. Se me asigna por el destino un papel en
el drama terrible de tu persona; un destino anterior a la
decisión de ustedes de escogerme para ser abogado tuyo.
Porque debes de saber que yo te conocía. Había seguido
en los periódicos tus actividades como líder universitario
por una razón muy especial; sabía que tú eras el hijo de
Felipe Pérez, mi amigo de la infancia y adolescencia,
que eras el hijo que él no había reconocido, producto de
aquel incidente casi olvidado ocurrido con la sirvienta
campesina, la pálida, delgada y bonita sirvienta que vino
de Guaonuco. a su casa. Para él, en aquella época el
asunto fue una experiencia intrascendente. Todas las cosas
que hacíamos, nos las relatábamos unos a otros dentro del
pequeño grupo de cinco íntirfios amigos que siempre an-
dábamos juntos.
Pasó el tiempo; a tu madre la enviaron de vuelta con
sus padres y aquel incidente para la familia de tu padre
y para él se perdió en el olvido. Yo también lo olvidé.
Felipe se graduó, se marchó a trabajar a San Juan y dejó
de venir por acá. Tuvo éxito económico y pronto se con-
virtió en un contratista muy rico. Cuando venía al pueblo
me procuraba para rememorar nuestras hazañas de ado-
lescencia y juventud. En una ocasión hace muchos años
se lo dije:
—Bueno, tú nunca te has ocupado del hijo que debes
tener por Guáonico de la muchacha que trabajaba en tu
casa . . . —Me respondió que en algunas ocasiones pensa-
ba en eso, que se iba a ocupar de eso. Pero tan pronto

91
abandonaba el pueblo, se envolvía en el mundo de sus ne-
gocios y el proyecto de buscarte se olvidaba—.
La última vez que lo ví fue cuando le dió la trombosis
en el Hospital de Auxilio Mutuo. Le enseñé la fotografía
tuya que apareció en El Mundo cuando la lucha de ustedes
contra el R.O.T.C. y me prometió que te buscaría para re-
conocerte. Tengo entendido que te reconoció.
—Sí—, le interrumpió Camilo. —A instancias de mi
madre fui con un sacerdote, que hizo de emisario, a verle.
Una sola vez lo ví. Acepté el reconocimiento, pero no pen-
sé entonces establecer ninguna relación con él. Después
vino lo otro; ya usted sabe ...—
El Lcdo. Torres quedó mirando a Camilo fijamente
mientras decía:
—Nuestra capacidad de ver las relaciones es limitada;
hay relaciones aparentemente incongruentes que se nos es-
capan; a esas, nosotros los que no somos marxistas, les lla-
mamos Destino. Pero aun para ustedes los marxistas, la
dialéctica enseña que cada acto cambia la realidad que
esta ofrecida, y unos y otros actos van cambiando ince-
santemente el mundo.—
Camilo lo interrumpió; pensó no hablar más del asun-
to, pero la bondadosa preocupación del Lcdo. Torres, que
se traslucía en cada sílaba, lo llevó a decir:
—Créame, no me siento mal, pero no he podido evitar
una sensación de pánico a veces y una angustia que me roe
por dentro. Sé que actué bien; mi conducta ha sido correc-
ta, mi sentido de deber patriótico sigue inmutable, pero ese
pánico es una cosa tan personal, tan íntimo, que no puedo
precisarlo ni sacudirme de él. No es pánico que me impida
actuar; es una sensación del que ha perdido algo que nun-

92
ca ha tenido, pero que siempre ha querido tener... ha
ansiado tener—.
Mientras tanto, al frente, en la Plaza, los jóvenes
continuaban sobre el banco empujándose, entre risas y
exclamaciones, tratando de echarse fuera unos a otros. El
atrio de la iglesia, abandonada por los últimos feligreses,
esparcía su desolación al fulgor de la lámpara de mercurio
del alumbrado de la calle.
El Lcdo. Torres, se levantó y, haciéndole un gesto a
Camilo para que lo siguiera exclamó:
—¡Vamos, Camilo, vamos a dormir, que hay mucho
que hacer; ya hemos hablado bastante!—
—Dime, ¿quiénes saben la relación tuya con él?—
Camilo le contestó despacio:
—Solamente Diana, el sacerdote, mi padrastro, mi
madre y usted. Nadie más. —Yo no tengo inconveniente
que lo sepa todo el mundo— añadió Camilo.
—No. Por ahora lo debemos mantener así—, contestó
el abogado.

93
CAPITULO IX
LA FUGA
Los abogados de la organización del Cubano trataron
de conseguir que rebajaran las fianzas de Iturregui, Enri-
que y Adalberto González; pero lo que a cualquier asesino
común sin mayor regateo se le concede, se le negó de
plano a los "subversivos". El Juez Peña, el viejo amigo
del Ledo. Torres, el mismo que cuando estudiante prome-
tía ser cruzado del Derecho, pendiente de la confirmación
de su nombramiento para un nuevo término, con voz seca
y gesto agrio, expidió el "no ha lugar" escueto y directo
como una puñalada.

A pesar de la derrota jurídica, los abogados pudieron


descubrir que el único testigo capaz de sostener el caso de
los fiscales contra los miembros de Acción Armada Ahora,
era el traidor Pérez Vargas. Sin que lo comentaran unos
con otros, la muerte de Pérez Vargas antes del día del
juicio constituía el imperativo inmediato e ineludible.

La promesa del Cubano de sacar los muchachos de la


cárcel, se cumplió con precisión cronométrica. El mismo
día que el Juez declaró sin lugar el Habeas Corpus, cuando
conducían a los tres presos en la camioneta celular de la
Corte hacia el Presidio, en la avenida Las Américas, frente
a la salida hacia la calle Domenech, un camión irrumpió
de improviso desde la orilla de la parada de emergencia
hacia el centro de la avenida. Allí se detuvo en forma dia-
gonal, separando el coche celular del carro escolta de la
policía. Quinientos metros má* adelante un carro negro,
Pontiac, del 69, que corría a la Pardel coche celular, se le
adelantó y le chocó COTÍ el guardalodo izquierdo del coche
celular, obligando al chofer de éste a desviarse hacia la

94
derecha, a la vez que frenaba violentamente. El Pontiac se
detuvo al lado y dos hombres con pistolas en las manos se
desmontaron. Uno corrió hacia la ventanilla del chofer y
apuntándole lo empujó, mientras por la otra ventanilla,
el otro pistola en mano, abría la puerta y halando al otro
guardia penal que acompañaba a los presos, lo tiró sobre la
carretera. El policía que iba apostado en la puerta de atrás
de la camioneta, con el frenazo, había perdido el equilibrio
y yacía herido en la orilla. No habían transcurrido tres o
cuatro minutos y ya la camioneta celular reanudaba la
marcha a toda velocidad, mientras los carros se detenían
uno tras otro formando un tremendo tapón. Cinco minutos
después, la camioneta dejaba la carretera de Caguas, se
internaba por el camino Alejandrino, doblaba hacia una
hermosa residencia y penetraba a un patio interior. Allí, el
candado de la parte donde estaban encerrados Adalberto,
Iturregui y Enrique, era roto por el chofer, e inmediata-
mente y sin hablar, estos eran introducidos en una ambu-
lancia que guiaba otra persona, mientras los que habían
propiciado el asalto abordaban a su vez un carro Chevrolet
del año y partían en la dirección en que habían venido,
mientras la ambulancia seguía hacia Guaynabo. doblando
luego hacia el Centro Médico. Al llegar allí, el chofer a
quienes ellos no conocían, les indicó que dos cogieran al
otro, en este caso a Iturregui y lo cargaron en la camilla
hacia emergencia. Eran las tres de la tarde y el maremág-
num de emergencia en el Centro de Salud estaba en todo
su apogeo; por aquí un herido de accidente; por allá otro
con una trombosis; un niño con un brazo roto, una enve-
nenada; otra con un dolor; médicos y enfermeras entrando
y saliendo. Una enfermera les hizo una seña y Enrique y
Adalberto llevaron a Iturregui hacia una puerta que ella
abrió y penetraron a una pequeña habitación dejando fue-

95
ra al chofer que los había traído. La enfermera en voz baja,
pero imperiosa, exclamó:

—Los que trajeron el enfermo salgan por el frente,


vayan al estacionamiento de los autos para visitantes que
está al cruzar la calle. Allí, una muchacha vestida de
amarillo en un Toyota blanco, los estará esperando. Cuan-
do la vean, le preguntan si ella es Mirta; ella les contestará.
No Mirta, Marta— y entonces los llevará al escondite.
Con el enfermo me quedo yo. Rápidamente le dijo a
Iturregui. —Sigúeme— y salieron por otra puerta que
daba a un amplio comedor, cruzaron y salieron al frente
del Centro y caminaron hasta un auto de lujo, Oldsmobile,
con una placa de médico detrás. Abrió la puerta del lado y
le señaló a Iturregui que montara. Dió la vuelta tranquila-
mente y abriendo la portezuela del lado del chofer, prendió
el motor y echó el auto a caminar.

—Yo soy Iturregui—.

—No me diga su nombre— le contestó ella; eso es un


riesgo de seguridad. Recuerde, no tenemos nombre, todos
somos el mismo—. Se sonrió añadiendo —no me juzgues
mal, compañero, pero estamos en una nueva etapa de la
lucha por la independencia y el socialismo en Puerto Rico
y tiene que ser así—.

Iturregui esbozó una sonrisa de asentimiento y dejó


que las palabras de alegría que quería expresar se apaga-
ran inarticuladas.

No había transcurrido una hora desde que fue asalta-


do el coche celular cuando Iturregui era introducido por la
supuesta enfermera en la casa de un abogado en la Urbani-
zación Parkville, Enrique González, recibido por un in-
geniero en la Urbanización Santa María y Adalberto, aco-
modado en el cuarto de huéspedes de la residencia de un
96
ejecutivo de una compañía de encuestas publicitarias en el
Reparto San Francisco.
El golpe cogió a la policía por sorpresa. A pesar de que
la organización del Cubano había prescindido de ellos para
ejecutar la fuga, Silvia, Carmen y Luis optaron por escon-
derse y operar en el clandestinaje por instrucciones de
Camilo, quién creyó que para salvar cara, la policía podía
recurrir a inculparlos usando el testimonio a mano del
traidor Pérez Vargas una vez más. Efectivamente al otro
día de la fuga, los periódicos publicaban que se habían
expedido órdenes de arresto contra Silvia, Carmen y Luis
como responsables de la ejecución del plan de fuga y ase-
guraban que pronto caerían en manos de la justicia, pues
se vigilaban todos los aeropuertos y salidas del país. Du-
rante varios días las agencias noticiosas anunciaban que
la policía tenía la pista de los terroristas y que su arresto
era eminente; pero el tiempo continuó regalando un día
detrás de otro por varias semanas sin que apareciera indi-
cio alguno de los fugados o sus cómplices. Tal parecía
que se los hubiese tragado la tierra.

97
CAPITULO X
SENTENCIA Y EJECUCION DEL TRAIDOR
El Lcdo. Torres consiguió que el Gran Maestro de la
Logia de Utuado llamara por teléfono al boticario don
Lumen Espéndez y éste, masón del grado 32, recibió a su
hermano de taller en la mejor disposición.
El Lcdo. Torres le explicó que había asumido la de-
fensa del muchacho porque su familia se lo había pedido.
—Son gente humilde que fueron arrimaos en las fincas
de mi padre—, —Usted sabe, nosotros los de la altura
siempre con esta gente, que fueron empleados leales de
nuestros padres, nos sentimos en la obligación de ayu-
darlos.
Las mentiras blancas o trigueñas, siempre le salían al
Lcdo, con tanta soltura, que a veces él mismo no sabía si
estaba mintiendo o diciendo la verdad.
Don Lumen quería llevarlo aquel mismo día donde el
padre de Diana. Pero el Lcdo, necesitaba recoger de Cami-
lo las instrucciones que habrían de guiar la conducta de
ella.
—Usted hágale saber que vendré a verlo el próximo
sábado; (era lunes) por lo menos yo tengo alguna informa-
ción que podría serle de utilidad en el caso de la hija de
don Anselmo.
—No habrá problema— contestó don Lumen, aña-
diendo: —Tenemos que ayudar a estos jóvenes confundi-
dos. Ser independentista no es malo; lo malo es que los
comunistas se aprovechen de ellos. Y tenemos que estar
ojo avizor con los comunistas. Unos vendedores cubanos,
que vienen por mi negocio, me han contado cómo empezó
todo allá en Cuba. Fue así, no haciendo caso a los comunis-

98
tas, dejando que se apoderaran de la Universidad, y cuando
el país fue a abrir los ojos ya los comunistas estaban en el
poder; pero al principio el mismo Fidel pasaba por demó-
crata. Yo soy republicano y las ideas de democracia las
mamé en mi hogar. En tiempos de España, mi familia fue
perseguida; nosotros siempre estuvimos a favor de la re-
pública. Eramos masones y espiritistas, siempre en contra
de los españoles. Mi abuelo se alzó con los del Grito de
Lares y tuvo que huir a Santo Domingo. Recibimos a los
americanos porque ellos nos trajeron la democracia, el voto,
escuelas públicas. Se acabaron los abusos de los curas; tra-
jeron el juicio por jurado, el Habeas Corpus, crearon las
garantías para que el ciudadano pueda vivir en paz y dig-
namente. Y soy estadista; nos debemos a la Gran Nación
Americana y algún día seremos un estado dentro de esa
gran Federación y tendremos la plena protección de esa
Gran Constitución. Ser ciudadano de la primera nación
del mundo, eso vale, ¿no cree usted?—
El Lcdo. Torres sonrió.
—Yo ya había oído hablar de su familia; eso está en
la historia, don Lumen—, le contesta.
Don Lumen Espéndez se echó para atrás en su butaca
y esbozó una sonrisa de satisfacción.
Varias horas después de despedirse, el Ledo. Torres
se reunió con Camilo, el Ledo. Juan Ortiz y un tal César
García en la playa pública de Isla Verde.
El tal García venía como representante de la organiza-
ción del Cubano. Un hombre de cuarenta a cincuenta años,
pelo canoso, mirada incisiva, más alto que bajo, y aspecto
introvertido.
La conversación empezó con las frases de uso, gastadas

99
maderas de la comunicación, pero que César García cortó
fríamente.
Vamos a entrar en materia-- y sin esperar que nadie
asintiera, como si estuviera establecido que él era el jefe
añadió:
—Dos asuntos son los que vamos a considerar: Pri-
mero, la estrategia para el juicio; segundo, las instruccio-
nes para la compañera Diana—.
Al Lcdo. Torres le pareció que aquel hombre no co-
nocía eso que llamaban calor humano. "Es un témpano
de hielo", pensó.
Camilo, por su parte, sabía quién era César García.
Lo había encontrado antes en reuniones de alto nivel re-
volucionario, cuando planeaban acciones unitarias. Era
brillante, de una capacidad de análisis extraordinarias y
un gran conocedor de la teoría marxista.
El Lcdo. Ortiz intervino: —Primero, analizamos la
estrategia para la defensa de Camilo y Diana, ya que los
otros van a ser sacados de Puerto Rico y mantenidos en la
clandestinidad.—
César lo interrumpió: —No. Se ha decidido, tomando
en consideración una información obtenida a última hora,
que el único que va a enfrentarse al juicio es el compañero
Camilo—.
Como si le hubiesen dado un latigazo, Camilo, sin
perder la compostura, pero trasluciendo en el timbre de la
voz la violencia de su indignación, exclamó:
—Un momento, César, así no. Yo no tolero imposicio-
nes. Ustedes no nos han consultado; explícate y convénce-
me primero de la sabiduría de esa propuesta y luego deci-
diremos los miembros de mi organización si aceptamos
o no…
100
César García prendió un cigarrillo y miró fijamente
a Camilo.
—Bien— contestó —Sé realista, Camilo, los canales
de comunicación en tu grupo están rotos. Cada uno de tus
compañeros está escondido en un sitio distinto; tratar de
reunirse con ellos es entregarlos a la policía. Ahora mismo,
observa con disimulo hacia aquellas palmas que se ven allá
y verás dos tipos. Esos son los que te vigilan de día y de
noche. Ellos saben de nuestra reunión. Escogimos la playa
a esta hora (eran las cinco de la tarde), para que no
puedan acercarse mucho. Habrás notado que he dejado el
radio del carro encendido casi a todo volumen, para que no
nos puedan grabar lo que hablamos. Hemos tenido que
cambiar los compañeros de escondite varias veces; suerte
a la excelente labor de tu compañera Silvia, que nos entre-
gó un plan magnífico de clandestinidad, con una serie de
personas que por su posición en el sistema nunca sospecha-
rían que nos están ayudando. Excluida la posibilidad de
reunirte con ellos, te toca a tí decidir. Nosotros podemos
sacar los compañeros del país y enviarlos a Cuba, Canada,
y otros países; de educarlos en las técnicas guerrilleras y te-
nerlos preparados. También podíamos hacer eso contigo, y
lo hemos discutido. Tú eres valioso, pero nos hemos entera-
do de un detalle que hace que tu enfrentamiento al juicio
sea de un valor incalculable para dramatizar a los más
profundos niveles del pueblo nuestra lucha socialista re-
volucionaria. Ese detalle que tú conocías y nunca nos ha
informado del mismo es que la persona que murió con la
explosión de la bomba en el Hotel era tu padre. Debes en-
frentarte solo al proceso para mayor dramatismo revolu-
cionario.—

101
El Lcdo. Ortiz, que desconocía el hecho, completa-
mente sorprendido, apenas pudo exclamar:
—¿(Cómo?— añadiendo con voz que parecía un
ronquido —¡pero, eso es inconcebible!—
El ruido del mar calló sus palabras. La brisa agitó las
palmeras. El sol empezaba a poner colores a las nubes en la
línea del horizonte. Por un momento, el silencio los
amarró con un nudo que ninguno quería soltar.
Camilo, como si recogiera un eco remoto dijo:
—Así es—.
César volvió a la carga. —Tenemos que usar ese hecho
y explotarlo al máximo
El Lcdo. Torres que se había mantenido marginado,
en tono imperioso y visiblemente molesto, exclamó:
—¿Qué quiere usted decir, García, cuando dice que
se va a explotar al máximo el hecho de que la bomba del
hijo matara al padre? ¿Va usted a poner a uno contra el
otro?— García, sin inmutarse, contestó rápido:
—Mire Lcdo. Torres —en sus palabras se traslucía
un ligero desprecio, una ironía sutil—, nosotros hacemos
revoluciones, cambiamos al mundo y para cambiar el
mundo no hay más que un medio: el poder. El sentimen-
talismo no cabe, el individuo no cuenta; lo que cuenta es la
causa. El juicio no nos interesa nada más que como acto
de guerra adicional contra los otros; y no es Camilo lo que
cuenta en última instancia—.
El Lcdo. Torres enérgicamente lo interrumpió:
—No, no creo que Camilo esté de acuerdo con usted
y puede usted estar seguro que yo tengo los medios de
defender a Camilo sin la ayuda de ustedes, si él así lo deci-
diera. No. amigo, usted habla que van a usar el hecho del
accidente en que murió el padre de Camilo, y yo no puedo

102
aceptar ese estilo de hablar, esa manera de ver la* cosas.
Se parece demasiado a lo que acuerdan a diario las juntas
de Directores de las Corporaciones dentro del Sistema.
Para esa gente lo importante es el "policy *. una norma
general abstracta para ser aplicada funcionalmente. Noso-
tros si vamos a ser revolucionarios de verdad, tenemos que
pensar distinto, tenemos que ofrecer una nueva forma de
sentir y de pensar, esa nueva forma de pensar será que
todo acto tiene que ser concreto. Camilo no puede pres-
tarse para usar su relación filial en este caso. La relación
de padre e hijo y viceversa trasciende toda cuestión políti-
ca y está más allá de la conducta del padre y del hijo;
tiene un contenido de misterio que 110 puede someterse a
juicios analíticos—.
—Usted está un siglo atrás— le contestó García, aña-
diendo a renglón seguido, dirigiéndose a Camilo:
—¿Qué tú opinas?—
Camilo los contempló por un instante: se sintió ex-
traño. pero tranquilo. —No podemos cambiar los hechos,
no le temo a la verdad, después que lo que se muestre al
pueblo sean los hechos tal y como han sucedido; no tengo
objeción. Lo que ha sucedido está ahí y es con eso que te-
nemos que contar. Pensándolo bien, es mejor que sea yo el
único que se enfrente al juicio porque así los demás estarán
libres de la cárcel y podrán, en una u otra forma, seguir
trabajando—.
—El caso se puede ganar; los juicios son como una
lotería . . .. dijo el Lcdo. Ortiz.
—No los juicios políticos —Eso lo sabes tú bien—
contestó César. El Lcdo. Torres iba a hablar pero César no
le dió oportunidad.
—Pero no debemos preocuparnos por el resultado del

103
juicio; el Gobierno no tendrá la prueba para condenar a
Camilo. Su único testigo que conecta a Camilo con el caso
es Pérez Vargas y para el día del juicio, si Diana cumple
su tarea, Pérez Vargas estará en el lugar que le correspon-
de a los delatores—.
—¿Qué tú quieres decir?— exclamó Camilo.
—Que las instrucciones para Diana son las siguientes:
Con voz pausada, César García dejó casi las palabras
inconsecuentemente, como si no tuvieran mayor impor-
tancia.
—Diana, tendrá que buscar la forma de acercarse a
Pérez Vargas, esto lo puede conseguir fingiendo que va a
testificar contra sus compañeros, hasta que consiga la
oportunidad de matarlo. En este caso, la iniciativa de ella
es el elemento determinante. Pérez Vargas tiene que ser
ejecutado de cualquier manera—.
El Lcdo. Torres se dió cuenta que él formaba parte del
proyecto y que se convertía en actor.
Aunque Camilo sabía que esa tarea correspondía a su
grupo, nunca pensó que le tocara a Diana. No hizo ningún
comentario.
El Lcdo. Ortiz tampoco dijo nada.
Torres dijo con una naturalidad que impresionó a
Camilo:
—Mañana llevaré el mensaje a Diana y mantendré
abierta la comunicación con ella—.
Varios días después, el Lcdo. Torres era recibido en
el hogar de don Anselmo. Don Lumen lo acompañó.
Desde el primer instante el Lcdo. Torres comprendió que
don Anselmo no era como su acompañante. Se mostró el
padre de Diana frío, las palabras saltaban y rebotaban sin
que pudiera el letrado establecer cabeza de playa alguna

104
desde donde entrar a la comunicación. Y para colmo, Dia-
na no asomaba por ningún sitio. Convencido de que era
inútil todo esfuerzo dirigido hacia don Anselmo, el Lcdo.
Torres decidió jugar toda la partida usando a don Lumen
como espolón para romper la muralla de resistencia de don
Anselmo. Fue poco a poco, cambiando el giro de la con-
versación hacia las ejecutorias políticas de don Lumen.
Este, halagado en su amor propio, fue relatando sus haza-
ñas como senador y líder. Don Anselmo se las sabía de
memoria, pero no podía interrumpir a su amigo, porque
además era quien lo sacaba de apuros cada vez que tenía
que hacer algún préstamo para echar hacia delante la
familia.
Al cabo de dos horas don Anselmo ofreció café y así
aprovechó el Lcdo, para pedir saludar y conocer a Diana
antes de marcharse, añadiendo que comprendía que era
más conveniente para ella no usar la ayuda que él le ofre-
cía. Esta última admisión más que otra cosa, fue lo que
movió a don Anselmo a llamar a la muchacha.
El Lcdo. Torres rápidamente hundió su mano en el
bolsillo derecho de su chaqueta y apretó en el puño el pe-
queño papel que contenía el mensaje para Diana. Como
si el instinto le avisara, la joven salió del último cuarto
cuando aún su padre no había terminado de llamarla y
después de saludar con una sonrisa a don Lumen, le ex-
tendió la mano al Lcdo. Torres. Este deslizó con el apretón
de manos su mensaje. La joven, excusándose para ayudar
a la madre a servir el café, salió.
Mientras buscaba las tazas que se guardaban en la
alacena para las visitas importantes, Diana escondió el pa-
pel en el "brassiere" para leerlo luego en secretividad, lo
que hizo tan pronto terminó de ayudar a su madre a servir

105
el café escondiéndose en el baño, marginalmente se alzó
el traje, se bajó los panties y se sentó en el inodoro leyendo
nerviosa y rápidamente aquel pequeño papel estrujado,
cuyo mensaje cambiaría su vida para siempre. Rompió en
pedacitos el papel que hechó al inodoro levantándose sin
haber orinado y después de arreglarse le dió a la manivela
para descargarlo quedándose observando el agua de la
basineta hasta que el último pedazo de papel hizo un
remolino y desapareció subscionado por el alcantarillado.
Al otro día. Diana, aprovechando que sus hermanos
estaban en la escuela y su padre en el trabajo, se acercó
a su madre y le confió que estaba arrepentida de lo que
había hecho y que quería evitarle mayores sufrimientos;
le pedía que hablara con don Anselmo, pues estaba dis-
puesta a hacer lo que él dijera. La madre la estrechó entre
sus brazos y. mientras las lágrimas le corrían por aquel
cutis viejo, susurró: —Yo sabía que tú eres buena; que
tú no podrías seguir viviendo en contra de nosotros—.
Cuando se enfrentó por la noche a Diana, la reacción
del viejo fue distinta. Si la decisión de su hija le causaba
alguna emoción, no lo dejó ver.
—Hija, ¿estás segura de lo que dices?—
—Yo no quiero ir a la cárcel, y no quiero que ustedes
sufran.—
—Esa no es la cuestión. Porque si no estás convenci-
da de que actuaste mal y no estás verdaderamente arrepen-
tida. y no eres culpable lo que haces demuestra falta de
valor. Yo no creo en esas cosas de tus amigos, no porque
no sea tan puertorriqueño como el que más; amo esta
tierra nuestra, pero te voy a contar una anécdota que me
sucedió para que tú entiendas.
—Hace años fui en Aguas Buenas a un sitio donde se

106
contemplaba el Valle de Caguas. El paisaje era magnífico.
Un campesino a la orilla de la carretera sembraba unas
talas de yautías. Me le acerqué y le dije: —Oiga amigo,
que paisaje más hermoso tienen ustedes aquí—. El cam-
pesino levantó la cabeza, se enjugó con la mano el sudor
de la frente y un poco estrujao, me contestó:

—Usted tiene tiempo pá'ver eso; nosotros los pobres


en este barrio no tenemos tiempo más que "pá'bregar con
las yautías . . .—

—No podemos ser independientes; necesitamos la


ayuda de Estados Unidos. Ese es el país más rico del mun-
do y tenemos siempre las puertas abiertas para ir allá a
trabajar. Por ser buen puertorriqueño es que yo quiero la
unión permanente con los americanos. Te digo esto porque
quiero ser honesto contigo. No quiero tampoco imponerte
por la fuerza mi forma de pensar. Medita bien todo este
asunto y no tomes decisiones sin estar segura de ellas.
Quiero que seas siempre digna y honrada. Lo más impor-
tante no es tanto la razón, sino la dignidad. Actuar con
dignidad es más importante aunque uno no tenga razón,
que actuar con razón sin dignidad. Vamos a esperar unos
días y si tú verdaderamente estás arrepentida de lo que
puedas haber hecho, ya veremos que podemos hacer; pero
sin que vayas a dar la impresión, ahora de que están todos
metidos en el lío; que tú los abandonas por salvar tu pe-
llejo. Eso sería indigno—-.

Diana levantó sus ojos y hundió su alma en las pupi-


las de su padre. Puso toda la dulzura de su espíritu en la
mirada y trató que su padre la recibiera. La fortaleza de
don Anselmo no pudo resistir más. y levantándose atrajo
la cabeza de su hija contra su pecho. El corazón de Diana
se apretó; la angustia le hizo un nudo en la garganta.
107
Durante los días siguientes la muchacha se mantuvo
casi sin salir de su cuarto. Estaba confusa. Por momentos
creyó que le iba a faltar el valor de seguir adelante. En la
soledad de su habitación, la perspectiva de matar un ser
humano la sacudía casi hasta el pánico. Se apretaba los
ojos con las manos para espantarse el susto. No quería
razones para convencerse. Por último, sacó la fortaleza
para seguir adelante evocando la figura de Camilo. Veía
su cara, sus ojos, aquella expresión de convencimiento ab-
soluto, su serenidad. Se convenció de que tenía que anudar
su destino al de él; si ella cumplía su parte, él se sentiría
orgulloso de ella.
Cuando la madre le preguntó por que se encerraba,
le contestó con la mentira que iniciaba el camino pe-
ligroso:
—Para romper con mis amigos y convencerme de que
ustedes son primero que nada. He tenido que meditar
aquí sola más de lo que te puedes imaginar. He decidido
olvidarme de las acciones violentas, porque, mamá, yo
quiero que sepas que ayudé a poner las bombas.—
—¡Dios santo! nena, cállate, no digas eso, no lo digas
a nadie, ni a mí. ¡Santo Dios!— Diana se le arrojó encima
abrazándola y la tranquilizó. —Tú tenías que saberlo,
pero como todo eso pasó, yo voy a ser otra. Ustedes me
tienen que ayudar a salir de esto sin ir a la cárcel. No le
digas a papá la verdad, pero tú me tienes que ayudar,
pues ellos se tienen que creer que, aunque yo no puse la
bomba, sé muchas cosas que si me reúnen con Pérez Var-
gas, yo a él se las diría, pues él era buen amigo mío.—
Diana pensó que su madre, con el susto que tenía de que
ella había puesto la bomba, no tendría la malicia de sos-
pecha acerca de su deseo de ver a Pérez Vargas y podía

108
ser vital convenciendo a don Anselmo. Su estrategia dio
resultado. Don Anselmo habló con su amigo, el Jefe de
Policía del Cuartel General y éste, después de consultar
con los fiscales, arregló una entrevista en el Cuartel Gene-
ral de la Policía. La cosa no fue fácil, pues el traidor no
confiaba en que Diana pudiera traicionar al grupo, espe-
cialmente estando Camilo de por medio. Puso un sin fin
de objeciones, pero no tuvo éxito. La reunión se la im-
pusieron, aunque aceptaron algunas de las condiciones
que puso, como de que Diana fuera minuciosamente re-
gistrada y que durante los primeros quince minutos, en lo
que se rompía el hielo, uno de los fiscales estuviera pre-
sente.
Cuando Diana entró al salón, Pérez Vargas conversa-
ba con el Fiscal Baldomero Aponte cerca de la ventana.
Fumaba un cigarrillo. Al verla se quedó lívido y apenas
pudo mover los labios en busca de una sonrisa. Diana,
sintió la rabia en los ojos y temió que su mirada quemara
tanto, que la sonrisa de piedra que imponía a sus labios
se derritiera. Le hervía la saliva en la boca del deseo de
escupirle la cara al hijo de la gran puta.
El fiscal al verla se movió hacia ella.
—¿Qué tal?— contestó ella, mientras tendía la mano
mecánicamente.
—Usted pidió esta entrevista, pero creímos útil que
yo cambiara impresiones con usted antes que usted hable
con Pérez, para aclarar las cosas—. El tono del fiscal,
ahora serio y profesional, Diana lo prefirió al saludo
amistoso inicial.
—Usted dirá— contestó Diana, mientras miraba a
Pérez Vargas quien apenas se había acercado a ellos,
manteniendo la distancia.

109
—Hemos accedido a que usted hable con Pérez Vargas
con la condición de que nos dé toda la información que
usted conoce del grupo subversivo Acción Armada Ahora
y, además, todo lo que sepa del agente de Fidel Castro a
quienes ustedes llaman el Cubano. Si la información añade
algo a lo que nos ha dicho Pérez Vargas, la haremos testi-
go del pueblo y archivaremos los cargos contra usted; si
no nos ayuda con nada nuevo, pediremos que le echen el
mínimo, pero no le daremos inmunidad. Así que usted
tiene la llave de la cárcel.— Diana miró con desdén a
aquel hombre trigueño, alto, ni joven ni viejo, que tenía
al frente. Trató de descubrir en aquel rostro algún rasgo
que pudiera esconder calor humano, alguna simpatía re-
cóndita, pero en vano. Instintivamente, ella se mostró
difícil, pero dando la impresión de que podía tener in-
formación que le era desconocida a Pérez Vargas . . .
—Yo no confío en usted, ni en la policía, pero me
interesa no ir a la cárcel; por eso estoy aquí. Pérez Vargas
y yo somos amigos y me gustaría hablar con él antes de
hablar con ustedes; yo sé y Pérez Vargas lo sabe, que yo sé
mucho más que él...—
—Estamos de acuerdo, señorita; la voy a dejar con
su amigo y ya veremos ...—
El Fiscal salió dejando a Diana y Pérez Vargas uno
frente al otro. El muchacho, con visible esfuerzo, le indicó
con la mano a Diana que se sentara. Sin cambiar ningún
saludo, ni esperar que ella se sentara, él se acomodó en una
silla, mientras Diana hacía lo mismo frente a un pequeño
escritorio. Ella se adelantó:
—Estamos en el mismo bote; yo nunca fui mala
gente contigo, así que no me explico por qué tú pareces
tan reacio a hablar conmigo.—

110
El defensivamente, contestó: —Yo no estoy reacio,
tú eres buena gente. . .— pero a lo mejor tú tienes una
idea equivocada de mí—.
—Yo no tengo ninguna idea de tí; ¿De dónde tú te
sacas eso?—.
El muchacho titubeó, completamente desarmado; no
se atrevía a mirar de frente a Diana. Esta se sintió incó-
moda. Hubiera preferido encontrarse con un hombre cíni-
co como el Fiscal; alguien a quién poder odiar con fuerzas,
pero la balbuceante actitud de Pérez Vargas le producía
más lástima que enojo. En un arranque, como si pudiera
aún salvarlo, añ&dió en voz baja:
—¿Cómo pudiste, Ramón, irte contra nosotros ...?—
No bien había dicho esas palabras, se arrepintió del
tono íntimo. Aquel hombre estaba condenado a muerte
irreversiblemente. Deseó vivamente recibir una contes-
tación inconsecuente, vacía, cínica. Pero los seres huma-
nos son más complicados que las teorías. Ramón Pérez
Vargas, se le acercó y, con los rasgos de su cara desfigu-
rados por el esfuerzo, con un murmullo ronco, casi en el
oído de Diana, contestó:
—Hay que hablar bien pasito; ellos están grabando
nuestra conversación; por eso te voy a hablar al oído .. .
Ellos me usaron; había que hacerle una operación a la vie-
ja mía. Tiene cáncer. Por ahí me ablandaron; yo te expli-
co después, pues se dan cuenta que no hablamos. Vamos
a hablar en voz alta. Yo después te explico; yo no soy
tan malo...— Diana se alegró de que no siguiera. Cómo
había caído Pérez Vargas en la traición, ya era inmaterial.
Consciente de que el Fiscal estaba oyendo, Diana ex-
clamó:

111
—Bueno Ramón, vine a ponerme de acuerdo contigo
para declarar todo lo que sé. Pero quiero una seguridad
de que no me van a engañar y meterme en la cárcel. ¿Tú
crees que puedo confiar en el Fiscal?—
—Conmigo se ha portado bien—, contestó Pérez Var-
gas— no me ha fallado. Pero si tú quieres, cuéntame a mí
que yo hablo con él para que te usen como testigo del
pueblo y te exoneren en todos los casos.
—Eso es mejor, yo confío en tí a pesar de todo, por
eso te voy a contar.—
Diana le relató a Pérez Vargas todo lo que ella creyó
que la Policía sabía ya; se esmeró en dar detalles super-
finos para estar el mayor tiempo posible con Pérez. Al fi-
nal se le acercó bien a Pérez Vargas; dejó que su aliento
tibio llegara pleno al oído del muchacho y le dijo:
—Es necesario que tú busques la forma de vernos
para que me cuentes lo que empezaste a decirme ahorita;
debe ser en algún sitio en que estemos solos para que no
puedan grabar lo que hablamos. —¿Qué dices?—
El se volvió hacia el oído de ella y casi rozándole con
los labios, le contestó: —Yo trataré de verte; ellos me
vigilan, trataré . . .
Diana encontró que las cosas habían salido más fácil
de lo que ella anticipaba. También resultaba más duro.
Se había imaginado a Pérez Vargas como una rata vil,
nunca un infeliz, a menos que estuviera engañándola.
Los hechos volvieron a girar más rápidamente. Ga-
nada la confianza de la familia, recobró su libertad de
movimiento. Sabía que la vigilaban, pero aún así, pudo
llamar de un teléfono público al Dr. Torreón, quién se
se convirtió en el contacto con la organización y con
Camilo, así tuvo la dicha de hablar con Camilo brevemen-

112
te en dos ocasiones, gracias al ingenio del Dr. y su esposa.

La telaraña alrededor de Pérez Vargas crecía por una


dialéctica casi natural. Después que Diana le dio una larga
declaración jurada al Fiscal, y se comprometió a testificar
contra sus compañeros, Pérez Vargas la buscó. Le relató su
historia. La madre de él había mantenido siempre a la
familia; siete hermanos más pequeños, tres hombres y
cuatro mujeres. El padre, un borracho que no servía nada
más que para engendrar hijos que no mantenía, se murió
al poco tiempo de nacer el más pequeño. La madre no vivía
sino para ellos. Trabajaba de sirvienta a veces en las
casas ricas del pueblo y otras planchaba. Por último, el
alcalde le consiguió un empleo en los comedores escolares.
Siempre se sacrificó por él. Él le contaba todo a ella. Por
eso cuando se enfermó de cáncer, ella trata de que él
dejara el asunto ese "de independencia". "Nadie va a
hacer nada por tus hermanos cuando yo me muera; tú
tienes que hacerte cargo de ellos; bastante han sufrido ya.
Por Dios, por mí que me voy a morir, deja eso, deja eso;
este sufrimiento que tú me causas es peor que la enferme-
dad". Cuando se agravó, me asusté que se muriera y le
prometí que me iba a salir de eso. Ella se lo contó al mé-
dico del hospital municipal que le ponía los calmantes, y
éste se lo dijo al alcalde. El alcalde me llamó y se com-
prometió conmigo a ocuparse personalmente de que sal-
varan a la vieja mandándola donde los mejores especialis-
tas y a que Bienestar Público mantuviera mis hermanos y
darme una beca si yo cooperaba con ellos. Luego vinieron
los agentes del C.I.C. y F.B.I. y la presión que me hicieron
fue tanta que no me quedó más remedio. No estoy contento
con lo que he hecho, pero estoy demasiado metido en
este lío; no puedo hacer nada. Y no vale la pena; a la
gente no le importa un pito los sacrificios que uno hace.
113
Si nos dejamos meter a la cárcel, nos pudrimos allí y todo
sigue igual.
sigue igual. ¡Diana, tenemos que salvarnos! ¡Me ale-
gra que tú estés conmigo!—
La tragedia personal de aquel ser humano conmovió
a Diana. El asco de la traición se convirtió en lástima.
Pidió una entrevista con Camilo antes de seguir adelante.
Una tarde de sol, en que la sombra de los edificios jugaban
ajedrez sobre las calles, se encontraron frente al Parking
de Doña Fela en el Recinto Sur del viejo San Juan. De
acuerdo con las instrucciones, debían dialogar en la lancha
de Cataño. Caminaron con prisa, paralelamente, sin mi-
rarse, pero ambos con un pequeño susto en el corazón.
Ya en la lancha, después de cerciorarse de que nadie los
seguía, Camilo se acercó, descansando ambas manos sobre
la baranda de la cubierta, bien cerca, para que las palabras
se quedaran entre ellos. Ella descansó una mirada que
cargaba su alma en los ojos de Camilo. La dulzura de él
contestó con tal suficiencia, que a Diana le corrieron dos
lágrimas por las mejillas.
—¿Qué pasa; por qué eso?— le dijo él sonriendo,
-mientras señalaba hacia aquel llanto.
Ella se limpió con la mano y sonrió feliz:
—Hacía tanto tiempo que no te veía—.
No es para llorar.—
—Es la alegría de verte . . .—
El cambió la vista hacia el mar. La lancha cortaba la
bahía hacia Cataño. Por la boca del Morro entraba un
hermoso barco de Turismo, el Rafaelo, de matricida
Italiana.
—No tenemos mucho tiempo, dime...—
—Es sobre Pérez Vargas— contestó ella.

114
—Habla—.
Diana, un poco confusa le explicó la historia del
traidor y. por último, pidió que la organización evaluara
esos datos antes de ella seguir adelante.
Camilo la contempló con cariño; tiernamente puso su
mano sobre la de ella, y le habló así:
—La Organización del Cubano me ha suministrado
últimamente información sobre Pérez Vargas y, yo he
investigado por mi cuenta. Es trágica y terriblemente do-
lorosa la situación de Pérez Vargas. Yo no odio al com-
pañero que se convirtió en traidor. Comprendo que es
debilidad y no maldad, lo que movió a delatarnos. Pero
eso no puede modificar la sentencia. Nuestra revolución
no podría jamás echar pá'lante si el dolor, la tragedia,
la pena, nos ablanda. Al ejecutar la sentencia, matándolo a
él. Morimos nosotros en parte; pero de esa muerte de él
y de nosotros habrá de nacer la victoria. El dolor es parte
inherente del hombre. Para salvar a otros seres humanos
del dolor por el que ha pasado la familia de Pérez Vargas,
y para evitar que hombres como él se conviertan en traido-
res. Tenemos que seguir adelante en nuestra lucha—. Hizo
una pausa: ya pronto la lancha atracaría al muelle. Añadió
con una tranquilidad y una dulzura que lo transfiguraba:
—Yo sé que tú puedes cumplir tu tarea. Yo estaré
cerca del lugar cuando sea y te llevaré hasta donde te
sacarán de Puerto Rico. Tú te comunicarás conmigo por
un teléfono que te dará el doctor, a quién no llamarás
hasta que no tengas todo planeado. A él no le darás ningún
detalle, sino a mí. cuando me llames. Yo te diré entonces
dónde recogerás el arma o dónde se te entregará. ¿Tienes
algo que decirme?—.
Ella volvió sus ojos llenos de lágrimas hacia él, sin

115
saber si lloraba porque se despedía o por lo que tenía que
hacer y, a la vez que sacudía la cabeza, contestó:
—No. Lo único que creo es que antes de dos semanas
todo estará listo. . .— Echó a andar hacia el desembarca-
dero, mientras él permanecía en la lancha. Ya afuera, se
volvió, a la vez que Camilo levantaba su brazo para decirle
adiós.

116
Diana contempló las venas de su mano, la línea azul
tenue apenas perceptible entre la blanca epidermis del
dorso; cerró el puño varias veces y al extender la palma,
la línea azul vigorizada por el flujo de la sangre le pareció
un cordón extraño. Eran las nueve de la mañana. Hacía
media hora que se había despertado. No tenía nada qué
hacer. No se sentía ni un ruido. Los hermanos estaban en la
escuela, don Anselmo, como siempre, en el trabajo, y su
mamá a esa hora leía el periódico en la sala. Le pareció
oír lluvia. Se incorporó lentamente y fue hasta la ventana.
En efecto, llovía. Pensó acostarse otra vez. Pero de repente
se quedó inmóvil. Había llegado el plazo. Todos los plazos
se vencen en la vida; así decía su padre cuando era niña.
Hasta ese instante jamás se había percatado de la terrible
realidad de esa aseveración.
El plazo vencía hoy. Durante los días anteriores se
había visto cinco veces con Pérez Vargas. Estaba segura de
que el muchacho estaba medio enamorado de ella. Se vis-
tió rápidamente y le dijo a su mamá:
—Voy un momento a comprar unos Kotex a la far-
macia; regreso enseguida. —
La mamá le contestó con un ajá.
Siguiendo las instrucciones de Camilo, fue hasta el
teléfono público y llamó al Dr. Torreón, quien a su vez
le dió un número para conseguir a Camilo.

117
Oir la voz de Camilo firme y segura, le impartió tran-
quilidad.
—Irás a las 4:00 de la tarde a la Tienda Velazco de
Arecibo. En el departamento de carteras, una de las vende-
doras tendrá una orquídea blanca en la blusa. Le dirás
que quieres una cartera grande, de viaje, que sea amarilla
y la compras. Ahí encontrarás lo que necesitas. Llevarás
a tu acompañante al Motel que está en la carretera número
dos, después de Arecibo; antes de llegar a Camuy. Las ca-
setas en la parte de atrás dan a la playa. Después de
cumplir tu misión, caminarás por la playa pegada a las
yerbas, en dirección a Camuy. Se te estará esperando desde
las ocho de la noche hasta que aparezcas. Suerte . . .—
Al regresar a su casa, dejó la sombrilla abierta en el
balcón. Su madre seguía con el periódico. Desde la sala
le dijo:
—¿Ya estás ahí?—
—-Sí— contesta Diana.
La lluvia seguía cayendo incesantemente. Fue al
cuarto, se quitó la ropa mojada y se puso la bata. Caminó
hasta el comedor para llamar por teléfono a Pérez Vargas.
No había que prevenir la intercepción de la comunicación.
A Pérez Vargas lo seguían siempre. Al levantar el auricu-
lar, la madre preguntó:
—¿Nena, a quién llamas?—
No dejará el periódico pensó Diana. Le contestó:
—Tengo que llamar—.
—Ah, bueno—.
Después de quince minutos de intentos, consiguió por
fin a Pérez Vargas. Este aceptó la invitación de Diana;
—Estoy aburrida en esta mierda de pueblo; está lloviendo
que se acabó. ¿Por qué no vienes a buscarme y damos una

118
vuelta?— Con picardía terminó: —Contigo me dejan sa-
lir,.. . decimos que es cosa oficial—.
El muchacho le advirtió que tenían que aguantar a
los que lo vigilaban de día y de noche. Ella le contestó:
—Es cosa tuya si los dejas acercar más de la cuenta…—
Cuando Pérez Vargas llegó, encontró una Diana muy
bien vestida y maquillada. Eran las once de la mañana. La
madre la obligó a tomar café y pan. Diana no quiso llamar
a don Anselmo para decirle que iba a salir. —Tú le ex-
plicas a papá que tengo que ir al Cuartel General con Pérez
pero que trataré de regresar temprano. Ellos me traen—.
Cuando se montaron en el automóvil, un Chevrolet
en bastantes buenas condiciones, Diana le preguntó: —¿Y
esta máquina?—
—Es de ellos; me la dan para que la use. . .—
—Y te han seguido—.
—Claro, aquel carro Dodge crema que está estaciona-
do allá atrás. Pero no te ocupes; yo le dije que iba contigo
a dar una vuelta y que mantuvieran la distancia. Ellos
están de acuerdo, son buena gente; lo que quieren es ga-
narse el sueldo, comer igual que todo el mundo.—
A las cuatro de la tarde, Pérez Vargas y Diana entra-
ban a la tienda en Arecibo. En el Departamento de Carte-
ras, una de las empleadas, muchachas de algunos veintidós
o veintitrés años, trigueña, luciendo una orquídea blanca
en su blusa, se les acercó:
—Necesito una cartera grande para viaje, que sea
amarilla, amarilla, ¿sabe?—.
—La muchacha le indicó con el dedo que la siguiera
y, frente a un escaparate de carteras, le dijo: —mire a ver
cuál le gusta.— Diana se quedó mirando las carteras. Lue-
go de varios segundos de silencio, la muchacha le alargó

119
una amarilla, con correas para colgar del hombro. —¿No
es esto lo que usted busca?—
—Sí. Esa me satisface. ¿Cuánto?—.
—Venga, yo misma se la envuelvo.—

Al llegar a la caja para pagar, Diana se quedó fría.


Dos hombres, a quienes supuso que eran los que los vi-
gilaban, hablaban con Pérez Vargas. Le pareció que la
vendedora palidecía también mientras empaquetaba la
cartera. Decidió acercarse a ellos y dirigiéndose a Pérez
Vargas, interrumpió:
—Con permiso, ¿tú tienes chavos ahí?; es que la
cartera cuesta más de lo que yo había pensado. . .—
—¿Cuánto quieres?—
—Préstame cinco pesos.—
El muchacho se los dió y ella pagó el precio de la
cartera y volviendo le entregó el paquete a Pérez.
—Tú cargas—.
El agarró el paquete y sin presentarle los hombres a
Diana, se despidió.
Ya en el auto Diana, le preguntó:
—¿Y esa gente?—
—Son los que nos vigilan; vinieron a ver qué hacía-
mos en la tienda. Querían que regrese a San Juan. Yo les
dije que no, que hoy iba a estar contigo, que yo tengo
derecho a una vida personal. En eso tú llegaste y ahí se
quedó la cosa. Pero no vamos a hacerles caso; que nos
vigilen, pero vamos a pensar que estamos solos—.
—Sí—. Añadió Diana, y mirándolo a los ojos con
aire provocativo, añadió: —Hoy necesito estar sola con-
tigo . . .—
Diana, para ganar tiempo, propuso ir hasta las Cuevas
de Rincón a comer mariscos. De allí, ella lo hizo ir hasta
120
la playa, donde los muchachos americanos fuman mari-
huana y practican el "surfing". Cuando regresaban ya
obscurecía. Al pasar por Aguadilla, él quiso que fueran
un momentito al Hospital de Distrito a ver a su mamá
que estaba recluida allí. La propuesta aterró a Diana, y se
negó rotundamente.
—¿Por qué no quieres ir?; la vieja es buena gente.—
—Todas las viejas son buena gente— le contestó
Diana, —pero yo quiero estar contigo; las mujeres somos
así. . .—
—Está bien, no iremos . . .—
Al cruzar la entrada de Isabela ya era de noche. Diana
permaneció silenciosa durante un largo trecho. En vista de
que ella no hablaba, él le preguntó:
—¿Qué te pasa?; te has quedado terriblemente seria
desde que te dije lo de ir a ver a mamá—.
—No. Es que no tengo ganas de regresar....—
—¿Y?— preguntó él.
—¿Por qué no nos quedamos en algún sitio?—
—¿En algún sitio?—
Ella al notar la confusión de Pérez, dejó asomar una
risa forzada a la vez que echándose hacia adelante en el
asiento, le preguntó:
—¿Me has cogido miedo?—
El rió a su vez. —No te he cogido miedo, pero me
cogiste fuera de base. Está bien nos quedamos....—
—¿Y ellos?— dijo Diana, mientras señalaba el carro
de los guardaespaldas o vigilantes de Pérez Vargas, que les
seguían.
—Habrá que decírselo. . .—
—No le digas nada; que se ganen los chavos velándo-
nos; a mí no me importa, y ¿a tí?—

121
—A mí tampoco—.
En eso pasaron el pueblo de Quebradillas. El silencio
volvió como un presagio a envolverlos. Cada uno era presa
de una ansiedad distinta. Al pasar la luz roja de la entrada
para Hatillo, Diana exclamó:
-—Ahora me acuerdo que aquí adelante hay un motel
a mano izquierda; entra ahí. . .—
El no pudo menos que contestar: —Nunca me hubie-
ra imaginado que tú…— pero no terminó la frase. Ella le
contestó secamente:
—No te hagas ilusiones; solamente nos vamos a que-
dar juntos como amigos y nada más; tú en una caseta y yo
en la mía; los que nos siguen, en otra, si les da la gana—.
—No te ofendas. . .— protestó él.
El empezó a reducir la velocidad del auto y a hacer
la señal para cortar hacia el motel, pero ella lo instó a
seguir.
—Sigue, sigue—.
El no hizo caso. Paró completo y, dejándolo pasar
un auto que venía de frente, cortó entrando al motel.
La estrecha entrada al lugar estaba pavimentada de
"bitumol" y se extendía quinientos metros hasta una serie
de casetas de concreto de dos plantas. La primera de éstas
era el garaje donde se escondía el auto, y desde donde se
subía por una escalera que daba a un descanso en dirección
a la playa; y luego se entraba a un espacioso cuarto, con
su servicio sanitario anexo. Un aire acondicionado, para
ser operado por los huéspedes, un artefacto eléctrico para
escoger la música deseada mediante la inserción de mone-
das y una mesa y dos sillas, además de la correspondiente
y esencial cama de matrimonio de dos plazas con espejos
en las paredes para la mejor visualización del acto sexual,

122
constituían el equipo funcional del negocio. Además,
hahía dos toallas y dos pequeños jabones. La cama estaba
vestida con una sola sábana, dos almohadas, y el mattress
cubierto de un material plástico a prueba de toda clase
de emanaciones. Las sábanas adicionales había que pedir-
las. Un teléfono de pared hacía posible la comunicación
con la oficina, por si deseaba bebidas, etc.
Pérez Vargas metió e1 carro en la caseta quince, e in-
mediatamente un hombre cerró la puerta del garaje, no sin
antes apuntar el número de licencia del auto en una
tarjeta que le dió a firmar al muchacho, mientras le cobra-
ba los siete dólares de tarifa.
—¿Quiere algo de tomar?— preguntó el hombre.
—Tráigame dos cervezas—.
—¿Qué marca?—
—Americana, cualquiera—.
Diana permanecía en el asiento del carro. Al oir
"americana, cualquiera", desmontó, tiró la puerta y subió
la escalera. En el descanso que daba a la playa se detuvo.
La noche era obscura y nublada. En esa época del año el
mar rompe fuerte en toda la costa norte y aquel día estaba
bastante agitado. Pensó en la noche que en la Playa del
Condado, Camilo le había echado la arena en la mano y
le había dicho, "cierra el puño, levanta la mano, ábrela
ahora...." En eso Pérez Vargas subía y, acercándosele, le
rodea con un brazo el cuerpo. Ella se iba a sacudir, pero
cambió de idea. Se quedó quieta. La asqueaba el abrazo del
muchacho, pero tenía que seguir fingiendo. Suavemente se
soltó, exclamando:
—Subamos, que la noche está como boca de lobo y el
mar así me da miedo—.
El siguió tras ella sin decir nada. Cuando iba a cerrar
123
la puerta, ella le preguntó por los vigilantes.
—Lo que hacen en estos casos, —le contestó él
—Según ellos me han contado, es identificarse con el en-
cargado del motel, quien les da una caseta o un sitio
desde donde nos vigilan hasta que nos vamos. Se turnan;
uno duerme y el otro vela.—
A Diana no se le había olvidado la cartera que había
comprado y depositando el paquete, junto con su cartera
en el piso al lado de la cama, caminó despacio hacia donde
se escogían los discos. El apagó la luz, pero Diana áspera-
mente, casi le gritó:
—Prende la luz—. El obedeció sumiso. Ella escogió
un disco y en tono imperioso le pidió la moneda. La can-
ción era un tango de Sandro.
—Hubieras puesto una que pudieras bailar—. protes-
tó él.
Ella no le hizo caso y a su vez le preguntó:
—¿Qué hora es?—
—Siete y media, si este reloj no me hace quedar mal—
le contestó mientras se acercaba a Diana. Ella se hizo la
desentendida y para ganar tiempo le dijo:
—¿Por qué tú no hablas con esa gente que nos sigue?
Dile que nos dejen tranquilos; a mí ya me tienen nervio-
sa—. Hizo una pausa y añadió:
—Mejor nos vamos—.
—Yo no puedo hacer nada. No me van a hacer caso.
Pero no nos vayamos...—, iba a seguir hablando y en eso
le trajeron las cervezas.
—¿Quieres?—
—No—.
—Pero, tómate una—.
—Hoy no quiero.—

124
—Tú otras veces tomabas cerveza.—
—Pero hoy no quiero.—
—No te entiendo; primero tú eres la que hablas de
venir aquí y ahora te pones agria.—
—Las mujeres somos así, ¿tú no lo sabías?—
Él se sentó en la silla frente a la mesita a tomarse la
cerveza. Ella se recostó en la cama. Faltaba media hora,
pero Diana sentía que no podría esperar. Tenía ganas de
salir de allí gritando. La música cesó.
El, con voz apagada, pero tratando de buscar intimi-
dad, preguntó:
—¿Tú nunca tuviste nada con Camilo?— Ella hizo
un esfuerzo supremo para mantenerse tranquila.
—El nunca me hizo caso. Tú sabes que él no piensa
más que en la Patria,— le contestó ella, sintiéndose ali-
viada al decir aquellas palabras, que eran casi ciertas en
su totalidad.
Durante un rato el otro no añadió nada. Por fin
volvió a hablar.
—Camilo es un gran elemento; una lástima que esté
chavao.—
Diana tuvo ganas de levantarse, arañarle la cara,
escupirlo y gritarle. —Maricón, por culpa tuya es que se
ha jodido. . .,— pero se contuvo. Poco a poco se incorporó
y sentándose en la cama, puso la cabeza entre las manos.
El muchacho se levantó; suavemente le pasó la mano por la
cabeza, y sentándose al lado, añadió:
—No creas que no lo siento. Sé que tú estarás pensan-
do que ellos se jodieron por culpa mía, pero yo te lo he
explicado. Hay cosas que son más fuertes que uno y a uno
no le queda ningún camino abierto. Yo te expliqué; a mí
no me queda alternativa y ya no se puede dar máquina

125
para atrás. Yo quiero que tú sepas que yo no soy malo,
porque yo quiero que tú me quieras.—
Diana levantó los ojos. Estaban rojos, pero no había
lágrimas. La muchacha se incorporó, exclamando con
energía:
—Tú lo has dicho; hay veces que se agotan las alter-
nativas y no quedan caminos abiertos. No es cuestión de
maldad ni de bondad, es que los hechos son así; es una
dialéctica irreversible, como diría Camilo.
—Así es— asintió él.
—No nos pugilatemos más—, dijo ella. —Báñate tú
primero... y con la misma, apagó la luz.
Pérez Vargas empezó a desvestirse y ya desnudo trató
de abrazarla. Diana percibió tras su vestido el sexo erecto
del varón y sintió nauseas. Pero dejó que él la besara por
el cuello, esquivando la boca. En vista que no la soltaba, lo
empujó suavemente.
—Por favor, espérame en la ducha. Yo voy enseguida;
que el agua esté más caliente que tibia.—
El se fue al baño, pero dejó la puerta abierta. Ella le
gritó:
—Cierra la puerta y apaga la luz; si no, no me des-
visto.— El obedeció. Rápidamente ella quitó el papel que
envolvía la cartera que había comprado. Palpó su interior
y encontró el revólver. Sacó el arma y chequeó que estu-
viera sin el seguro, luego guardó el papel en que venía en-
vuelta la cartera dentro de ésta. La cerró. Puso una mo-
neda y marcó un disco al azar. Salió "Hot Pants". Ese era
el título, le dió todo el volumen. Cogió la almohada, le
quitó la funda, y la tiró al piso. Dobló la almohada sobre
el revólver con una mano y con la otra la empuñó para
atacar. Caminó hacia el baño. Aguantando con la pared

126
la almohada, abrió la puerta y volvió a cerrarla para que
el ruido no saliera. No se veía nada, pero por el ruido del
agua caminó hastá frente a la cortina de la ducha:
—¿Dónde tú estás?—
—Aquí—.
No había él terminado bien de contestar, cuando ella
apretó el gatillo. El estallido le sacudió la mano hacia
atrás, pero ella apretó dos veces más el gatillo. Tiró la
almohada al piso y abrió la puerta. Ya en el cuarto, pasó
la mano por la pared hasta que encontró el suitch donde
prender la luz. Se sentó en la cama, esperando que de un
momento a otro irrumpieran en el cuarto y la cogieran.
La música seguía a todo volumen. Se levantó y la bajó. Pa-
saron unos cuantos minutos, pero no sucedía nada, solo el
agua de la ducha que seguía cayendo. Pensó que la al-
mohada había amortiguado el ruido, y que estando el
cuarto de baño cerrado y la música a todo volumen, nadie
se había dado cuenta. Aún así, no sintió alivio. Empuñó
las dos carteras, y guardando nuevamente el arma, apagó
la luz y abrió la puerta que daba al descanso de la escalera.
El ruido del mar rompía como un trueno sordo sobre la
playa. Lentamente se colgó de las manos y brincó. Se en-
contró que unos alambres de púa le impedían avanzar.
Al tacto, situó el último alambre y debajo cavó con las ma-
nos hasta que pudo pasar al otro lado.
—¿Qué hora sería? Quizás no eran ni las ocho.
Caminó según las instrucciones, pegada a las yerbas en
dirección hacia Hatillo. A los cuarenta o cincuenta pies,
después de haber dejado atrás la última caseta del motel,
de entre las yerbas, una sombra se movió. Ella se detuvo.
La sombra avanzó, y ya casi uno frente al otro, oyó una
voz que le era demasiado conocida pera equivocarse.

127
—¿Diana?—
—Sí, Camilo, yo; misión cumplida— y con la misma
lo abrazó y empezó a sollozar. El la sacudió rápidamente.
—Nos cogen. Cállate, sigúeme... Ella obedeció.
Camilo se internó en el palmar contiguo, seguido de
Diana. Avanzando rápidamente llegaron hasta un camino
sin pavimentar. La brisa sacudía las palmas. El ruido de los
carros que pasaban por la carretera número dos arriba,
producían según su velocidad, un rumor creciente que
bajaba hasta extinguirse en la distancia. Las luces de los
focos según se movían los autos, se cruzaban sobre las
palmas como sables de gigantes en rápida porfía. Pero
Diana y Camilo no tenían más mundo que la ansiedad in-
terior de salir de allí lo más pronto posible. Cuarenta a
cincuenta metros más adelante, los esperaban un carro
Ford que Camilo había alquilado a la Hertz; si los cogían,
nadie más se incriminaba.
Diana, al sentarse en el auto, se cubrió la cara con
las manos y rompió a llorar. Camilo prendió el carro, se
aseguró que las puertas estuvieran bien cerradas y sin decir
palabra, lo echó a caminar. Salieron a la carretera y si-
guieron hacia Hatillo, pero en la luz de tráfico frente a la
Fábrica, dobló por una carretera interior que tenía un ró-
tulo que decía "Lares 37 k." Ya en la carretera interior, pa-
SÓ el brazo sobre el hombro de Diana y le dijo: —Acércate,
llora y cuando puedas hablar, dime lo primero que se te
venga a la mente.— Ella siguió llorando un rato más. Poco
a poco, fue calmándose hasta que por fin, sacudiendo la
cabeza y recogiendo el pelo con sus manos y echándolo
hacia atrás, exclamó:
—Yo quiero llamar a casa esta noche; tengo que
hablar con mi padre...—

128
Camilo meditó un momento, pero no le preguntó para
que quería hablar con su padre. Con la mano derecha libre
del guía, la estrechó hacia él, a la vez que le decía:
—Llamaremos a tu padre desde los teléfonos públicos
en Arecibo. Ahora saldremos a un barrio que se llama
Lechuga y por allá doblaremos hacia Arecibo. Luego se-
guiremos hasta Fajardo donde un compañero y su esposa
te esconderán en su casa y por la mañana te llevarán hasta
el embarcadero del Hotel El Conquistador, donde tomarás
a las ocho el Hydrofol que te llevará a Islas Vírgenes;
llegarás a las diez A.M. Una vez allá pides un taxi que te
lleve al muelle, donde está el barco de turistas, Skylad. Ese
barco te llevará a Miami, pero antes, para en las Bahamas.
Yo te tengo el pasaje, quinientos dólares en efectivo, una
maleta llena de ropa de todas clases, que Marilda la esposa
del Dr. Torreón, te ha preparado; incluye zapatos, etc. En
el barco te comportarás como un turista; creo que hasta
una cámara fotográfica te tiene en la maleta. En Miami,
cogerás la Greyhound hasta Nueva York. Allí llamarás
por teléfono a uno de los números que yo te daré, luego, y
si no consigues a nadie, o que el teléfono esté defectuoso,
irás a la dirección que yo te daré, donde te esperan Fernan-
do Tal e Iturregui. Todo está bien organizado.
Diana cogió la mano de Camilo y llevándosela a los
labios, la besó. Durante un trecho, hizo prisionera aquella
mano. Por fin preguntó:
—¿Y tú? ¿Cuándo te volveré a ver?—
El soltó la mano de entre las de ella y acariciándole la
cabellera le contestó:
—Iré a encontrarte. Espérame. Tengo que enfrentar-
me al juicio—.
Diana en voz baja exclamó:
—Para el carro, por favor—.
129
El detuvo el auto en la orilla, apagó el motor y dejó
las luces de estacionamiento encendidas. Ella se echó
hacia él y Camilo, con ternura, la acercó y la estrechó en
sus brazos.
—Tu beso tenía lágrimas— dijo Camilo.
—¡Es la primera vez que me besas!—, contestó
ella, añadiendo:
—¡Esperaré por tí siempre, siempre!—
Poco rato después, entraban en Arecibo. Fueron a los
teléfonos contiguos al edificio de la Telefónica, situado
a la entrada de la ciudad, después del Hospital de Distrito.
Camilo se desmontó y la acompañó. Un muchacho y una
muchacha llamaban desde otro teléfono y reían. Un carro
patrulla despacio, pasó con el biombo de luz azul girando
desde la capota. Diana pensó que el auto policíaco iba a de-
tenerse, pero no, siguió y dobló por la carretera hacia
Lares.
El teléfono no cogía el número de operadora de larga
distancia. Por fin los timbrazos empezaron a sonar con
un ritmo igual.
—La operadora está durmiendo— comentó Camilo.
Pasaron varios minutos largos hasta que al fin se oyó su
voz. Diana dió el número de su casa y pidió la llamada
con cargo. La voz de su madre, clara, como si estuviera
frente a ella, contestó a la operadora. —Sí, sí, aceptamos la
llamada—.
—Mami, soy yo, Diana—.
—¡Hija!, ¿qué te ha pasado?—
—Nada, estoy bien, pero quiero decirle algo a papi;
ponlo al teléfono; ya hablo contigo horita.—
—¿Estás bien? ¿Para qué quieres a Anselmo? dímelo
a mí, yo se lo digo a él—.

130
Diana, quiso no atemorizarla más; por la voz sabía
ya que ella estaba preocupada. —Es que me voy a quedar
y quiero decírselo a papi yo misma, para que después no
te pelee a tí—.
—¡Ah, sí, sí! Es mejor, porque siempre dice que yo
te lo alcahueteo todo; sí, es mejor que tú se lo digas, lo
llamo ahora—.
A Diana se le apretó el corazón. Pensó que esa sería
la última vez que oiría la voz de su madre por muchos
años, las lágrimas le anegaron el rostro.
—Diana, hija, ¿qué quieres decirme?— La voz del
padre aumentó su angustia. El nudo en la garganta y la
presión en el pecho le impedían hablar.
—¿Qué te pasa?— preguntó el padre. Ella, haciendo
un esfuerzo sobrehumano pudo decir:
—Papi, escúchame bien. No importa lo que pase y lo
que te digan de mí, yo siempre he sido y seré una mujer
digna. Tu hija es como tú me enseñaste a ser y no he
fallado ni fallaré nunca. Pero yo veo el mundo distinto a
como tú lo ves en la cuestión política, y eso es sagrado
para mí. Dentro de unas horas saldré de Puerto Rico y
quizás pasen algunos años sin vernos. Yo siempre me co-
municaré con ustedes. Yo los quiero; despídeme de mami
y de mis hermanos y hermanas y quiéranme siempre.
Adiós—. Y colgó el teléfono.
Don Anselmo quedó con el auricular del teléfono al
oído; ella había enganchado, pero la loca ilusión de
volver a oír su voz, lo mantenía pegado al aparato. Su
mujer lo contemplaba. Por la expresión de la cara de su
marido, sabía que Diana le había comunicado algo grave.
Don Anselmo, con el rostro tenso, se quedó mirando

131
a aquella mujer, que le imploraba con los ojos que le con-
tara el secreto de su hija. —Se nos va— murmuró con voz
ronca y seca, —se nos va—.

132
CAPITULO XI
OPERATIVOS DEL SISTEMA
El asesinato o ejecución de Pérez Vargas sacudió a
la policía y al Gobierno. Era la primera vez que los grupos
independentistas conseguían eliminar al informante. La
acción revolucionaria se escalonaba a un nivel de mayor
peligrosidad. El nerviosismo de los encargados de salva-
guardar el régimen se hizo palpable. Durante veinticuatro
horas mantuvieron en secreto el hecho, tratando de pre-
sentar al pueblo una explicación o un contragolpe que
desvirtuara las implicaciones políticas de lo sucedido. El
Secretario de Justicia, antes de ir a Fortaleza a entrevistar-
se con el Gobernador sobre el asunto se reunió con el
Superintendente de la Policía, el Jefe de la F.B.I en Puerto
Rico, el Director del C.I.A. en Puerto Rico y el Fiscal a
cargo de estos casos, Lcdo. Baldomero Aponte. La reunión
duró cuatro horas. Por fin, a sugerencia del Director del
C.I.A., se acordó realizar una redada contra veinticinco o
treinta independentistas de conocida reputación radical e
inculparlos de una conspiración para desencadenar una
serie de actos terroristas y de haber fraguado el asesinato
de Pérez Vargas, señalando a Camilo como el cómplice
inmediato de Diana.
—¿Y la prueba para eso?— preguntó el Secretario de
Justicia. —Tienen ustedes esa prueba?—
—No se apure, Ledo., que ese es nuestro problema;
nosotros le daremos un par de encubiertos que dirán lo
necesario para que un Juez ordene las correspondientes
órdenes de arresto. Todo se hará por el libro—.
—Que quede claro —contestó nervioso el Secretario
de Justicia que quede claro, repitió— que a menos

133
que ustedes cuenten con esa prueba, mi Departamento no
actuará. Yo no quiero que me caiga encima después el
Colegio de Abogados y los liberales de aquí y de Estados
Unidos diciendo que estamos llevando a cabo una cacería
de brujas . ..— Hay que tener cuidado . ..—
—Nosotros le conseguimos la prueba, ese es nuestro
"job"— dijo el Superintendente de la Policía—. Ahora
usted no nos pregunte como lo haremos . . .
El Secretario titubeó antes de contestar, pero con voz
nerviosa:
—Ese es asunto de ustedes; yo en eso no tengo que
meterme—.
El fiscal Baldomero Aponte salió en ayuda de su jefe.
—Además, nosotros no somos los que determinamos
si esa prueba es suficiente o no; eso le corresponde a la
rama judicial. En última instancia, es el juez el que hace la
determinación de la causa probable para el arresto.—
—Pero tan pronto tengamos las órdenes de arresto en
marcha, usted debe ir a la televisión e informar al pue-
blo-
Al Secretario de Justicia, la perspectiva de dirigirse
al pueblo por televisión en un hecho de tal dramatismo,
le subió el ego y dijo complacido:
—Claro, claro; en eso no habrá problema.—
—Quizás consigamos que el Gobernador dé algún par-
te de Prensa también— dijo el jefe de la F.B.I —Y sin
esperar a que nadie añadiera nada prosiguió: —Yo conse-
guiré que lo llamen de Washington.—
La maquinaria de la "justicia" empezó a moverse rá-
pidamente. Diez horas después, en distintos puntos de
Puerto Rico se sincronizaba una redada de ciudadanos
marcados como independentistas radicales. El patrón fue
134
el mismo en todos los casos. A la una de la mañana, una
veintena de policías armados con subametralladoras y
carabinas en varios autos patrullas, dirigidos por un capi-
tán y varios tenientes, haciendo el myor despliegue de
fuerza y ruido para que todos los vecinos se enteraran,
irrumpían en el hogar de cada uno de los acusados,
mientras los periodistas y fotógrafos, avisados de antema-
no, tomaban las fotografías y películas de rigor para darle
al caso el mayor despliegue publicitario por televisión, ra-
dio y periódicos. Pero, no a todos los sitios invitaron a la
Prensa. En un par de sitios penetraron sigilosamente,
alegando luego que habían encontrado arsenales de armas
y desplegando las mismas en el Cuartel General para los
periodistas y la televisión.
Después de dejar a Diana en casa de los compañeros
de Fajardo para que tomara al otro día el Hydrofol que la
llevaría a Islas Vírgenes, donde abordaría el barco, Camilo
regresó a su casa en Río Piedras. Cuando entró, Rosa,
como siempre que él llegaba, se levantó a calentarle co-
mida. Nunca le preguntaba nada. Pero desde el asunto
de la bomba, la mujer-madre había envejecido. Camilo,
también sin decir nada, se daba cuenta y sufría por ella.
Siempre aceptaba la oferta de la comida. El trajín de ella
le daba paz y ver su cara de satisfacción al sentarse frente
a él, era un diálogo sin palabras de momentánea felicidad.
El haber ido a su casa era un riesgo. Ya estarían por
llegar pensó. Terminó de comer rápidamente.
—Mamá, voy a estar ausente unos días. No te preocu-
pes por mí, porque voy a estar bien; se lo dices a mis
hermanos para que no se asusten. Lo hago porque creo que
puede que traten de arrestarme otra vez. Echame la
bendición—.

135
Rosa le echó la bendición y le dió un beso en la me-
jilla, sin preguntar nada.
Media hora más tarde, el escuadrón que inrrumpió en
el Caserío López Sicardó en busca de Camilo, retrataba en
vano la casa de Rosa. El "agente de la C. I. A.", como
le llamaba Diana al comentarista de noticias de las diez y
media, empezó a difundir con tono de pánico los arrestos
"masivos" de elementos subversivos y la búsqueda del líder
estudiantil Camilo Fuentes, quién estaba bajo fianza,
acusado de poner las bombas que mataron al señor Felipe
Pérez, como cómplice en el asesinato del testigo estrella
en el caso en su contra.
El noticiero interrumpió para presentar al Secretario
de Justicia de Puerto Rico, quién informaba que la Policía
había descubierto una conspiración terrorista y que se
había arrestado a un sin número de personas a quienes los
jueces habían acusado por varios delitos, fijándoles fianzas
en más de dos millones de dólares.
Al día siguiente todos los periódicos desplegaban en
primera página los arrestos, las acusaciones, las fotos de
las armas y el retrato de Diana y Camilo como los supuestos
autores del asesinato de Pérez Vargas. Dos de los periódi-
cos editorializaban sobre la necesidad de ser fuertes con
los "subversivos" y los elementos separatistas que "al
amparo de nuestro gran sistema democrático se aprovechan
de las libertades que gozan para atentar contra la paz y el
orden social". Publicaban, además entrevistas con varios
legisladores de los partidos principales, quienes condena-
ban el terrorismo y los métodos violentos de los separatis-
tas.
El ingeniero Gualberto Reyes se esmeró por hacerle
placentera la forzada reclusión a Camilo. Su esposa, Lydia,

136
se mostraba correcta, pero seca, fría. No hacía ningún es-
fuerzo por disimular que no le agradaba tener a Camilo
en la casa. No así el hijo, Gualberto Jr., quien tenía 19
años. Estudiaba el segundo año en la Universidad de
Puerto Rico, en Río Piedras, y conocía a Camilo desde
antes.
El lujo en la residencia de Reyes era fastuoso. Camilo
se sentía incómodo en medio de aquel ambiente. El inge-
niero llegaba casi todos los días a las ocho o nueve de la
noche y casi siempre con varios whiskies en el cuerpo; pe-
ro siempre, antes que nada, se dirigía al cuarto de Camilo
a preguntar si le hacía falta algo y a cambiar impresiones
con él. Camilo, un día, le preguntó:
—¿Cómo puede usted compaginar el socialismo en
que usted dice creer y este derroche de lujo, en medio del
cual usted vive y del que parece disfrutar?—
—Mientras vivamos en este sistema hay que usarlo.
Para yo poderte ayudar, tengo que tener poder, y ese po-
der me lo da el dinero. Y para conseguir dinero, tengo que
relacionarme con los que mandan en el sistema. Para con-
seguir contratos tengo que sobornar funcionarios del Go-
bierno y eso cuesta dinero. La energía que mueve cosas
es el dinero; sin dinero no se puede hacer revoluciones.
Tengo que comportarme como los ricos y vivir como ellos,
pero estoy dispuesto, si llega el Socialismo, a darle todo
al Estado y vivir de mi trabajo . ..—
Camilo lo contempló. No había duda de la buena fe de
Gualberto Reyes; pero ese no era el punto.
—Usted —le dijo Camilo— cree que la revolución
y el socialismo se hará con dinero y está dispuesto a cam-
biar cuando cambie el sistema, pero así no cambiará nun-
ca. La revolución se hace dentro de cada hombre. Los cris-

137
tianos no pueden vivir en el pecado en lo que llega el reino
de Dios; ellos dicen que cada hombre se salva o se condena
por su acción individual. Eso vale para nosotros los socia-
listas revolucionarios; tenemos que vivir nuestra prédica y
desde ese instante se pone en marcha la revolución. Usted
tendría que sacudirse de toda esa basura que lo rodea,
distribuir las ganancias entre sus obreros y esa actitud,
de por sí, es un acto revolucionario. Pero, claro, eso es
mucho más peligroso que esconderme a mí, porque aún
cuando lo acusan, usted siempre saldría bien a base de los
recursos que usted tiene. Pero si usted se atreviera a pre-
dicar y practicar en sus empresas la distribución de las
ganancias entre los obreros, rápidamente el sistema trata-
ría de arruinarlo y destruirlo y entonces es que usted empe-
zaría de verdad a pelear; y ahí estaría en carne viva palpi-
tando un hecho revolucionario. ¿Cree usted que exage-
ro?—
El ingeniero Reyes se quedó serio. Una contracción
del gesto indicó que las palabras de Camilo habían tocado
hondo. Se levantó del sillón y pasándose la mano por la
frente, exclamó:
—Voy a traer una botella de whisky para darnos un
par de palos y analizar científicamente tu tesis—.
Camilo sonrió. —No traiga usted alcohol; eso es una
droga, analicemos el asunto ahora.—
El tono de Camilo, aunque amable, cargaba una serie-
dad trascendente, que el ingeniero Reyes no estaba emo-
cionalmente preparado para enfrentar. Se batió en retira-
da.
—Tienes razón, eso hay que hablarlo sin alcohol en
el organismo, pero hay que tener tiempo; voy a sacar un
día para que discutamos tu tesis, que puede ser válida,

138
podría ser válida. Pero tengo que hacer unas llamadas por
teléfono y hoy no vamos a tener tiempo. Ya sabes, si necesi-
tas algo . . .—
Ese hombre jamás se enfrentará a la realidad; buscará
las clásicas sublimaciones de ir a Lares el veintitrés de
septiembre, dar dinero para todos los grupos independen-
tistas y decir entre sus amigos industriales, en los night-
clubs y almuerzos en el Banker's Club, que es independen-
tista.
Más tarde el hombre, volvió vestido de etiqueta donde
Camilo.
—Se me había olvidado; tengo que acompañar la
mujer a una pendejada social en el Casino de Puerto Rico,
pero si necesitas algo, ahorita viene Gualbertito y lo que
quieras él te lo consigue; ya sabes, todo lo que hay en esta
casa es tuyo; úsalo, sabes . ..—
Una hora después, más o menos, llegó el muchacho.
Camilo notó que varias personas más lo acompañaban.
Cerró la puerta con seguro, pero no habían transcurrido
varios minutos, cuando le tocaban a la puerta.
—Soy yo, Gualberto—.
Camilo abrió y el muchacho lo estrechó en los brazos
eufóricamente:
—Pana, usted es muy grande. Es un privilegio tenerte
aquí; esto formará parte de la historia de nuestra revolu-
ción. Ando con cuatro nenas y Antulio Ruiz; tú sabes
quien es, estaba conmigo el día que metimos mano frente
al R.O.T.C. ¿Recuerdas? Ellos te conocen, son de los nues-
tros; yo no les he dicho que tú estás aquí, pero me gusta-
ría que te reunieras con nosotros. Las nenas van a cooperar
en todo sin pena; son del "cercaíto" de Antulio y mío;
todos estamos un poco arriba con el pasto, tú sabes . . .

139
Ellos son leales a muerte; nunca comentarían que tú estás
aquí, vente, vamos . . .—
Camilo, al percibir en Gualberto aquella euforia arti-
ficial, producto de la marihuana, sintió angustia y coraje.
Iba a rehusar, sin herir o desmerecer al muchacho
que era bueno, pero en eso irrumpieron en el cuarto las
muchachas y Antulio. Al ver a Camilo se detuvieron, pe-
ro el asombro del primer instante dió paso a una ebullición
de júbilo colectivo.
—¡Camilo Fuentes, tú aquí!— y con la misma las
muchachas se le abalanzaron encima y cada una le estam-
pó un beso en la mejilla. Antulio, lo abrazó y, naturalmen-
te, ahorró el beso. Una de ellas, Marta, exclamó:
—¡Esto si es una jodienda; que orgullo estar con
Camilo! Te felicito, Gualberto; ahora sí que la fiesta es
brava ... Y puso un beso largo en la boca de Gualberto.
Casi a la fuerza sacaron a Camilo del cuarto y lo lle-
varon hasta el "Family Room". Las muchachas se sentaron
en el piso alrededor de la butaca en que se sentó Camilo.
Gualberto y Antulio se quedaron de pie, recostados contra
un sofá.
—Enrólate un par de pitillos, y que Camilo nos diga
algo— exclamó Elena, muchacha de algunos veinte años,
ojos inteligentes, más linda que guapa; dirigiéndose a An-
tulio.
—¡Que Camilo diga algo, sí, sí; que diga algo!— re-
pitieron a coro los otros tres.
Camilo sonrió. Amaba a sus compañeros, los veía
como hermanos menores que necesitaban protección. Ver-
los así le entristecía, le angustiaga. La savia nueva de la

140
Patria se perdía. Buscó algo qué decirlos, algo que recor-
daran. No encontró nada apropiado y solo se le ocurrió
preguntarles:
—¿Qué han hecho últimamente pa'empujar la lu-
cha ?—
—Hemos piqueteado, hemos repartido periódicos y
pegado pasquines y hemos ido a dos marchas de protes-
ta— contestó Elena.
—¡Y estamos ready pa'meter caña cuando tú digas!—
casi gritó Antulio —añadiendo con pose de gallo, dirigién-
dose a las muchachas— ¿verdad nenas?—
—Sí— contestaron a ellas a coro.—
Gualberto notó que Camilo los complacía, pero que
el hombre estaba incómodo. Caminando hacia la sala, lo
llamó:
Camilo fue a levantarse, pero las muchachas lo aga-
rraron y a coro gritaron:
—¡El no se va, es de nosotras, de nosotras!—
Gualberto se acercó a las muchachas y empujándolas
se llevó a Camilo con él mientras decía:
—Cojan a Antulio—.
Ellas a coro, otra vez gritaron: —¡Antulio no sirve,
no sirve!— y se rieron a carcajadas.
En la sala, Gualberto, serio, le echó el brazo por el
hombro a Camilo.
—Esto no es lo tuyo; yo lo comprendo, pero si quie-
res, yo te mando una de las muchachas al cuarto; ellas
no tienen inhibiciones. ¿Te decides?—
Camilo no era santo. La especie, siempre poderosa,
lo sacudió con el reclamo atávico y primario, pero pudo
más el hombre que el animal.
Para no antagonizar, se le ocurrió una salida.

141
—Tengo unas diligencias que hacer; en lo que ustedes
se divierten, ¿podría usar tu carro?—
—Claro; lo único es que andamos con el de Elena,
pero no habría problema, ella te lo presta —Elena— gritó.
La muchacha llegó sonriendo.
—Dime— preguntó con voz dulce.
—Mira, Camilo necesita salir y quiere saber si tu le
prestas el carro—.
Ella volvió al "Family Room", y regresó con su car-
tera (de esas que cuelgan del hombro) y tendiéndole las
llaves del carro a Camilo dijo:
—Con la única condición que me lleve con él—.
—Es que adonde va él, quizás tú no puedas ir— objetó
Gualberto.
—A él lo están buscando y le conviene andar con una
mujer: así despierta menos sospechas. ¿Voy contigo, o rio
voy ?—
Camilo lo que quería era salir de la casa.
—Sí. Tú guías, por si nos para la policía . . .—
Ya en el auto. Elena preguntó: —¿A dónde quieres
que te lleve?— Camilo tardó en responder. Ella volvió a
insistir. —¿A dónde quieres que le lleve?—
—Coge para cualquier sitio. Yo deseaba salir de allí
porque ustedes fuman marihuana y esto está reñido con
mis principios.—
—¡ Ah. por eso!— contestó Elena sonriendo. —Ya me
lo imaginaba yo. ¿Y por qué aceptaste que te acompañara.
Yo fumo marihuana.—
—Como te ofreciste a venir, entendí que deseabas
salirte del grupo.—
—Sí, pero no por no seguir con ellos. Preferí acom-

142
pañarte para conocerte de cerca; siempre te había visto
de lejos y a uno le gusta conocer la gente importante.—

—Yo no tengo ninguna importancia.—


—Para nosotros eres un símbolo.—
—No creas en símbolos.—
—¿Sigo para Caguas o Santurce?—
—Sigue dando vueltas, o si quieres, regresar y habla-
mos en la marquesina de la casa de Gualberto; allí esta-
remos más seguros.—
—OK., pero déjame defenderme de lo de la marihua-
na. Nosotros fumamos la yerba, pero la gente fuma tabaco,
que es peor; da cáncer. Beben alcohol, café, té, que son
estimulantes. La marihuana alegra y no hace daño.
—No, compañera, la marihuana opera sobre tu áni-
mo en forma artificial y todo lo que altera artificialmente
la disponibilidad de uno. lesiona el espíritu. No me refie-
ro a espíritu metafísieo, sino a esa sensibilidad que sin ella
nos hace cínicos. Quien usa esos artificios no está claro, tie-
ne el ánimo confuso. Las conciencias claras son las únicas
que pueden hacer la Patria. Ustedes se han copiado de la
nueva generación yankee y se creen liberados porque rom-
pen con lo tradicional; ...el viejo bebe alcohol, yo uso
marihuana"— eso repiten. Pero es la misma yuca . . .,
están tan perdidos como los viejos . . .—
—No, Camilo, tú eres muy puritano. Te respeto,
pero no es así. Los muchachos gringos se rebelaron contra
el sistema y usan marihuana y las muchachas usan el sexo
sin sometimiento al hombre. Aunque venga de los gringos,
es una revolución y nos ayuda a liberarnos de tantas impo-
siciones.—
—Compañera, difiero; tienes que meditar. Fíjate,
empleas al referirte al sexo, el verbo "usar". El sexo no es

143
para usarse, porque eso lo convierte en objeto, en cosa, y la
relación se deshumaniza. El sexo es una relación que debe
nutrirse del amor. Ustedes no piensan más que en el pla-
cer; pero lo del hombre es el deber, no el placer. "La
Patria es dolor y sacrificios", lo dijo el maestro. Ahora,
en este momento en que tenemos que liberarnos de la ti-
ranía extranjera, ¿qué hacen los que creen como tú?
Hacen lo fácil; el sacrificio y el dolor lo admiran en
otros—.
Dieron unas cuantas vueltas por distintos lugares y
regresaron a la casa de los Reyes. Durante un rato, Elena
se mantuvo callada. Por fin, cuando detuvo el carro en la
marquesina comentó:
—Tú eres un gran tipo. Me gustaría ser tu amiga.—
—Lo somos— le contestó Camilo, —Lo somos, re-
pitió.
—Yo no voy para allá arriba; me voy para casa—
exclamó ella con resolución.
Camilo se alegró, pero preguntó: —¿Y ellos en qué
se van?—
—No te ocupes, que llamen un taxi; ellos se las saben
todas.—
—Me gustaría volverte a ver— le comentó en tono
íntimo.
El le tendió la mano antes de desmontarse, a la vez
que le decía:
—Compañera, nos volveremos a ver; pero recuerda
que la Patria nos necesita claros, bien claros.— Se des-
montó y cerró la puerta. Ella, ya con el motor encendida,
añadió:
—Suerte, Camilo.—

144
El Lcdo. Torres se había sentado en la escalera de su
casa a esperar nada. Era sábado, diez de la mañana.
La noche antes se había acostado temprano y como resul-
tado natural, había amanecido completamente sobrio. No
era aquel sol brillante el que penetraba los objetos. Para
él, su mirada translúcida, que desnudaba las cosas. Nada
le parecía familiar; todo le resultaba extraño, como si
lo viera por primera vez. Levantó la vista y sorprendió
unos pajaritos cantando, mientras la sombra de
una nube trepaba una loma; bajó la vista y notó una
larga fila india de hormigas cruzar la acera hasta el pasto.
Escuchó desde la casa un hijo llamando a otro. Un vecino
pasó en auto y lo saludó. Le tenía terror a estar sobrio:
siempre sucedía lo mismo: su mente empezaba a correr,
a preguntar, a buscar aquella interioridad que traía el
problema de la muerte, el sentido de lo justo, Dios. Se le-
vantó despacio y caminó sin pensar; pero. cuando minutos
después se sorprendió cruzando el puente Marín Báez.
comprendió que el subconsciente lo guiaba hacia el cafetín
de Guelo.
Como siempre, a esa hora ya lo esperaban para em-
pezar el dominó. Guelo, el dueño del negocio, muchacho
joven y simpático, lo llamó aparte.
—Lcdo., han llamado dos veces en el teléfono públi-
co (al lado en su negocio) pero no han querido dar nom-
bre y dijeron de volver a llamar a las once, que si usted
venía, esperara la llamada.—
—¿Hombre o mujer?— preguntó el Lcdo.
—Era voz de hombre.—
—Dame un whisky “straight”. Horita sabremos. Creo
que falta poco pá´ las once.—
—Faltan tres cuartos.—
145
A las once sonó teléfono. El Lcdo, cogió la lla-
mada.

—El Lcdo. Torres ¿está por ahí?—


—El habla.—

—¿Cómo puede saber que es usted?—


—Pues no hable.—-
—Mire, le habla Camilo.—

El Lcdo, se alegró. Hacía días que le preocupaba el


muchacho.

— ¡Por fin!; ya creía que te habías olvidado de mi.—


—No, es que usted sabe lo que ha pagado.—

—Pero a eso hay que buscarle solución.—


—Por eso lo llamé. A ver si usted consigue que me
bajen la fianza a $20,000. Tengo un fiador.—
—¿Y cómo me comunico contigo?—
—Deme un teléfono y yo lo llamo a la hora y fecha
que sea.—

—Hoy es sábado y hasta el lunes no se puede hacer


nada. Yo tendría quizás una contestación el martes a las
diez de la mañana.—

—¿Dónde lo llamo?—
El Lcdo. pensó un momento.

—Llámame a la oficina del Secretario Ejecutivo del


Colegio de Abogados; yo estaré allí, pues esas diligencias
hay que hacerlas en San Juan.—

—Hasta entonces.—

El Lcdo. Torres siguió jugando dominó aparentemen-


te tranquilo, pero su mente daba vueltas buscando la for-
ma de conseguir una rebaja de fianza para Camilo. Por el
camino de Habeas Corpus, no había que pensar, pues ya
el Juez Valero le había dado un "breake" y no podía
empujarlo a otro. Con la fuerte presión del Gobierno,

146
ningún juez estaría dispuesto a rebajar la fianza. Por fin
se le ocurrió una idea. Si el Gobierno tenía tanto interés
en dar la impresión que lo tenía todo bajo control, quizás
una oferta de entregar a Camilo con la condición de que
rebajaran la fianza, daría resultado.
El lunes a primera hora estaba el Lcdo. Torres en
San Juan en la oficina del Fiscal Baldomero Aponte. La
proposición fue aceptada, con el entendido de que no se
diría a la prensa que Camilo se entregaba, sino que había
sido arrestado por la policía. El Lcdo. Torres aceptó. El
martes por la tarde el ingeniero Reyes fiaba por la suma
acordada a Camilo.
Este enteró al Lcdo. Torres de todos los aconteci-
mientos sin excluir detalle alguno.
—Todos los muchachos ya han salido de Puerto
Rico; Iturregui y González, fueron a Cañada y de allí a
Cuba. Los demás, a Nueva York, excepto Luis, Carmen y
Silvia, que siguen en Puerto Rico. Van a salir de la clan-
destinidad cuando empiece el juicio, pues según César
García y el Lic. Ortiz, el Gobierno, con la desaparición
del traidor Vargas, no tiene ninguna prueba para sostener
la acusación contra ellos. Además, Silvia quiere seguir
trabajando en Puerto Rico y hemos decidido que, como
ellos nunca fueron acusados de las bombas y solamente
de haber planeado la fuga, al quedar libres de la acusa-
ción, deben seguir la lucha aquí.

147
CAPITULO XII
EL JUICIO Y LA HOJA DE DENUNCIA
El juicio de Camilo comenzó el quince de julio. Los
periódicos en primera plana desplegaron la noticia: "Em-
pieza juicio de Camilo Fuentes, conocido separatista y
líder estudiantil acusado de los actos terroristas que
culminaron con la muerte del conocido hombre de nego-
cios y líder cívico y religioso Felipe Pérez". Los colum-
nistas de prensa, los comentaristas de radio y televisión
señalaban los horrores del terrorismo y la necesidad que
tiene la sociedad pacífica y democrática, amante de la paz
y el orden, de castigar duramente a estos enemigos del
orden social. La protesta del Presidente del Colegio de
Abogados y del Presidente de la Comisión de Derechos
Civiles en el sentido que esa publicidad perjudicaba e im-
pedí;. un juicio justo e imparcial para el acusado, la publi-
caron los periódicos en las últimas páginas y la televisión
y la radio ni las mencionó.
El clima de tensión fue cargado aun más con el
anuncio de que toda persona que asistiera al juicio sería
minuciosamente registrada. Esto tendía a convertir en sos-
pechosos a todos los que se atrevieran a ir. destruyendo
prácticamente el derecho a un juicio público que se supone
la Constitución le garantice a todo acusado a quién por ley
se presume inocente hasta tanto se pruebe su culpabili-
dad fuera de duda razonable.
La Sala del Tribunal estaba dividida en dos secciones:
una para el público que ocupaba los bancos y un poco más
alto como si fuera un escenario de un teatro, el área donde
iba a presentar el drama del juicio. En la parte de arriba,
como en un tabernáculo o altar, la imponente figura del

148
juez con su toga negra y el mallete sobre el pupitre.
Un poco más abajo, pero pegado al "altar" dándole frente
al público igual que el magistrado, la secretaria de Sala
y el taquígrafo de record (la persona que tiene que anotar
todo lo que se hable en el proceso) de pie al lado, el Sub-
alguacil de Sala; en el lateral sur en una especie de palco,
los doce jurados que habían de juzgar las cuestiones de he-
chos (el Juez resolverá las cuestiones de derecho), y al
frente de estos, la mesa de los fiscales. Más allá, la mesa
de los abogados de la defensa con quién se sentará el
acusado. Fuera de la Sala del Tribunal, separado por una
puerta que deberá mantenerse siempre cerrada, el pasillo;
arteria de circulación, que lleva y trae los policías, detec-
tives, encubiertos, confidentes, abogados, acusados, testi-
gos, fiadores, jurados, querellantes, querellados, deman-
dantes, demandados, emplazadores, presos, guardias pena-
les, jueces, sub-secretarios, alguaciles; drogadictos, putas,
estudiantes, maricones, etc., etc.
—Como los témpanos de hielo que cruzan el Atlántico
del norte, de los cuales lo que se alcanza a ver es una parte
muy pequeña de su tamaño, porque la mayor parte la tapa
el agua, aquí lo que la gente ve es una minucia; lo im-
portante no es el derecho, sino la manipulación del cuarto
oscuro.— comentó el Lcdo. Torres.
El Lcdo. Torres y el Lcdo. Ortiz sabían de antemano
el "photo play", como le decía un célebre profesor de
derecho, la estereotipia de esos juicios, en que el Estado
tiene un marcado interés político.
—La manipulación del cuarto oscuro— decía el Lcdo.
Torres a Camilo— donde se empieza a escamotear la
justicia, comienza con la selección de los que habrán de
servir de jurados. La ley dice que el juez nombrará en

149
julio primero de cada año. los comisionados de jurados,
quienes en reunión con el juez, preparan una lista de
personas de cada pueblo de entre las cuales por sorteo,
se escogerá el jurado. Como tú debes saber, siempre, tan-
to la defensa como los fiscales, tratan de hablar e influir
en el jurado fuera de corte, lo que de acuerdo con la ley,
es un delito grave. En Puerto Rico, nunca en las listas de
jurados se incluyen obreros o gente pobre. Esa institución
pertenece totalmente a la clase alta y clase media. En
nuestro caso, escogieron expresamente a este juez porque
era estadista y se hizo del Partido Popular para que lo
nombraran juez. Puedes estar seguro que todos los jurados
del panel son estadistas o populares conservadores. Los
doce señores que en última instancia resulten ser el
jurado que te vea el caso, serán un pelotón de fusilamien-
to, y aunque en los casos pasionales de asesinato u homi-
cidio, el jurado a veces trae sorpresas, en los casos de inde-
pendentistas nunca ocurren milagros. Siempre recuerdo
el caso de un muchacho trabajador social de Arecibo de
nombre Marrero. Cuando la revuelta nacionalista del 1950,
lo acusaron porque era comunista y trataron de conectarlo
-eon los sucesos a pesar de que era inocente. Empezó la
policía por acosarlo a él y su familia en tal forma que su
joven esposa se suicidó, luego lo metieron a la cárcel
por la histeria que el gobierno había preparado, nadie
se atrevía prestar la fianza y por último, después de año y
medio preso, le celebraron el juicio. El jurado, los doce
supuestos ciudadanos imparciales, era un pelotón que lo
fusiló, dirigidos por el juez que no dió tregua en respaldar
siempre a los fiscales. El caso se apeló al Tribunal Su-
premo. Cuando llegó allá, habían pasado cuatro años;
creo que la decisión del Supremo fue en 1954. La

150
histeria había pasado. Aun así, hubo varias opiniones
individuales de los jueces del Supremo, pero no les
quedó más remedio que absolverlo porque no había
prueba alguna que lo conectara con el delito que se
le imputaba. Pero lo trágico es que el trabajador so-
cial no pudo resistir todo ese empuje y perdió sus fa-
cultades mentales; vive, pero me ha dicho su familia
que nunca ha podido recuperarse. Ese es un ejemplo de
esta justicia "libre y democrática". La verdad es que la
frase de Coll y Cuchí dicha muchos años de que "en Puerto
Rico la justicia es una perra flaca que solo muerde a los
descalzos", es cierta. Ahora nos toca a nosotros enfrentar-
nos al pelotón de fusilamiento; es cierto que no traen fu-
siles. Llevan a cabo la ejecución manipulando los cuchillos
de palo que nunca se ven y siempre dirigidos por el sumo
sacerdote, ése. el de la toga negra y el mallete, que recita
del libro sagrado que le llama Código, el canto litúrgico
y monorrítmico de la Ley.—
—¿Y qué haremos contra los cuchillos de palo que
no se ven?— preguntó el Lcdo. Ortiz al Lcdo. Torres.
Camilo intervino:
—Ustedes sigan jugando el juego de los cuchillos de
palo con ellos, que nosotros le tenemos una sorpresa a los
manipuladores de la justicia.—
El juez Eduviges Polo Palé era un hombre de cabeza
cuadrada, pelo gris, de mediana estatura, ojos grandes y
expresión dura. De un cinismo contumaz, gustaba elaborar
frases rebuscadas para contestar los planteamientos lega-
les. Las víctimas constantes de su burla estudiada eran los
abogados de la defensa, lo que no impedía que hiciera
quedar en ridículo a los fiscales que no estaban alertas.

151
Cualquier ruido era motivo para que diera fuertes malle-
tazos sobre el estrado. El primer día condenó a dos personas
de los que se habían atrevido a asistir como espectadores
a la vista del juicio por desacato, imponiéndoles una multa
de cincuenta dólares a uno por estar sentado en forma
irrespetuosa ante el Tribunal y a otro por estar hablando.
El clima de terror quedó, así, establecido; los fiscales
resultaron diablitos ante este Diablo Grande. Pero, por
primera vez en la historia judicial de Puerto Rico, el
mismo día que comenzó el juicio, circuló una hoja suelta
en el Tribunal y sus alrededores, distribuida por estudian-
tes de la Federación de Estudiantes Puertorriqueños Inde-
pendentistas, jóvenes militantes de las escuelas secunda-
rias, quienes por ser menores de dieciocho años, no podían
ser arrestados como a los adultos. En dicha hoja suelta,
que se titulaba Hoja de Denuncia, se ponía en la picota,
haciendo una corta historia de su persona, al Juez: En el
año 1939, mató un hombre en una discusión por un caballo
en el barrio Mameyes de Jayuya y con dinero arregló el
asunto. Como fiscal, preparó prueba falsa contra los na-
cionalistas. Había sido designado especialmente para este
caso dos meses antes, después de haber asistido a varias
recepciones con altos funcionarios del Gobierno, inclu-
yendo una recepción con el Gobernador en Fortaleza; era
amigo íntimo de Salvador Cortés y Ediberto Gómez, los
Comisionados de Jurados escogidos por él para preparar la
lista de Jurados. Estos dos individuos, eran líderes estadis-
tas y populares ambos miembros destacados, de los Clubes
de Leones y Rotarios.
La hoja fue distribuida a las once de la mañana. Su
impacto fue paralizante. El juez, iracundo, con el rostro
congestionado de ira, ordenó el arresto de los que distri-

152
buían la hoja, pero cuando los alguaciles fueron a buscar-
los, ya éstos habían desaparecido. Al abrir la sesión de la
Corte por la tarde, la atención había cambiado; no era
Camilo el centro de curiosidad, ni el juicio, era el juez
Polo Palé. Más de veinticinco abogados, que nada tenían
que ver con el caso y otros jueces que no veían con buenos
ojos la influencia de Polo Palé en el Gobierno, se dieron
cita en la Sala del Tribunal para observarlo, difundiendo
una impalpable sensación de ridículo contra el Gran Dia-
blo.
La Hoja Denuncia terminaba con una amenaza:
"Diariamente esta hoja de Denuncia informará las bajezas
y trampas de cada uno de los miembros de este sistema ju-
dicial podrido que participan en el juicio del compañero
Camilo Fuentes".
El segundo día, la Hoja de Denuncia, con su corres-
pondiente pie de imprenta y distribuida por militantes
adultos, degradaba al jefe de los fiscales. Era un hombre
gordo, de ojos pequeñitos debajo de una calva total; movía
a brincos su redonda configuración carnosa. Brillante, cí-
nico, perseguía a los acusados como un perro de presa.
Miraba a los jurados individualmente, tratando de estable-
cer una relación personal con cada uno. "Todos los vier-
nes coje una borrachera tremenda. Cuando llega a altas
horas de la noche, le da una paliza a la esposa. Tiene una
amante con dos hijos. Cogió en el año 1960 un préstamo de
cinco mil dólares al Banco con la firma de un hombre de
negocios que había estado bajo investigación por un fraude
de miles de dólares; nunca pagó el préstamo cargando al
banco la deuda al magnate".
Día tras día, la Hoja de Denuncia siguió su implaca-
ble tarea. Don Epifanio Cruz y Francisco Pérez, miembros

153
del jurado, eran los principales accionistas de una fábrica
que tenía pendiente una exención contributiva con el
Gobierno. Arístides López y José Arvelo tenían pendiente
un préstamo con el Banco de Fomento. Antonio Pellicia
era líder de Barrio del Partido Popular de la maquinaria
del Alcalde. Fremaín Vélez era un teniente jubilado de la
policía. Doña Encarnación del Río había sido líder esta-
dista y se había hecho del Partido Popular recientemente
a instancia de su yerno, quien era jefe de una agencia Gu-
bernamental. Malas o buenas lenguas decían que se enten-
día con el Juez. Martín Gómez, líder popular, tenía pen-
diente con la Corporación de Crédito Agrícola un préstamo
de cien mil dólares con el fin de comprar vacas de leche
para 6U vaquería. Eugenio Casal era sargento jubilado del
ejército de Estados Unidos, más americano que la bandera,
íntimo amigo del fiscal Baldomero Aponte, y viejo com-
pañero de bebelatas. Artemio.Domínguez, un rico urbani-
zador, tenía pendiente con la Junta de Planificación para
su aprobación, los planos de desarrollo de una urbaniza-
ción que desde hacía más de un año no progresaba. Doña
María Torres, viuda de Mr. Thomas Beid, era una mujer
rica, quien se había destacado en su juventud como líder
estadista. Genaro Caraballo, el hombre de confianza del
Senador, y era líder del partido popular y dueño de varias
lavanderías en Santurce".
La Hoja Denuncia continuó con los sueldos y venta-
jas que los familiares del juez, de los fiscales y de los
jurados derivaban del Gobierno, directa o indirectamente,
precisando cada partida y, en algunos casos, mostrando
fotocopias de documentos pertinentes al asunto. Las auto-
ridades policiacas trataron de amedrentar a los repartido-
res y arrestaron algunos, pero la Hoja continuó aparecien-

154
do, infalible y certera. A la prensa, radio y televisión no
les quedó más remedio —porque en última instancia las
noticias son mercancía que hay que vender— que men-
cionar la temida Hoja de Denuncia. Y en los cafetines,
barberías, tiendas, barras pobres y barras elegantes, mesas
de dominó, velorios, salones de belleza, oficinas, aulas,
etc., etc., se comentaba la Hoja de Denuncia. Era frecuen-
te oír —Yo no soy independentista, ni cosa que se parezca,
pero está bueno que se ventile esas verdades, pues esa
gente no hace más que chupar del presupuesto; nosotros
pagamos las contribuciones, y esa gente se harta.—
En una ocasión, quizás la única, en que Camilo había
visto a César García entusiasmado, éste, tremolando una
copia de la Hoja de Denuncia en una reunión que tuvieron
sobre el juicio, en la oficina del Lcdo. Ortiz, exclamó:
—La Hoja de Denuncia, como arma revolucionaria,
ya está incorporada al pueblo. Aunque en este caso no se
consiga nada más, hemos dado un paso hacia adelante en
la revolución. El pueblo hará más Hojas de Denuncia para
desenmascarar a los fariseos.—
Más allá de ese forcejeo exterior, incomprensible
para ella, Rosa Torres asistía, día tras día, al proceso
contra su hijo. No habían valido los ruegos de Camilo.
Ella, por primera vez en su vida, delegó la responsabilidad
de atender el hogar al conseguir que la vecina le preparara
el almuerzo a los otros hijos y al esposo. Era la primera
que llegaba y ocupaba su asiento. La dulce y dolorosa
expresión de su rostro, impresionó intangiblemente, pero
de manera, poderosa a todos. La mujer policía encargada
de registrar a las damas que asistían al proceso, dejó de
registrarla y los policías encubiertos le hacían espacio
cuando ella subía o entraba a la Sala. Entre aquella

155
multitud de seres humanos en pugna, el único lazo de
frternidad era el respeto y la callada admiración a aquella
mujer-madre en su dolor. El Lcdo. Torres fue el que hizo
la observación a César García después del entusiasmo de
éste por la Hoja de Denuncia. Frente a Camilo dijo:
—César, yo no entiendo, y en eso tú estás mejor que
yo, de técnicas revolucionarias, pero me gusta observar
la gente, y en última instancia en la revolución se trata de
gente. He observado que todo el mundo respeta y admira
a la madre de Camilo; la mera presencia de ella disuelve
el odio de nuestros enemigos. Nadie lo dice, pero la fuerza
de ella está ahí, late; nosotros necesitamos de esa fuerza,
de ese poder de conmover, como ella conmueve, sin tan
siquiera decir una palabra para poder adelantar nuestra
revolución.—
El juicio continuó. Detectives, policías, encubiertos,
declararon describiendo los innumerables piquetes, mítines
y actos en que Camilo había participado, los discursos que
pronunciara, su continuo ambular con Diana y Pérez
Vargas por el área del Condado en los meses anteriores a la
explosión de la bomba. Mostraron al jurado innumerables
armas, material de hacer bombas, libros y propagandas
independentistas, supuestamente encontrada en las resi-
dencias de los compañeros de Camilo que estaban huyendo
y a quienes les consideraban sus cómplices. El testimonio
de un agente, quién declaró que había visto a Camilo por
la tarde en el lobby del Hotel y en el área donde ocurrió
la explosión, testificó además, que conocía a Camilo per-
fectamente porque se le había asignado que lo vigilara
de cerca por ser considerado un tipo sumamente peligroso.
Además, presentaron como prueba los discursos de Fidel
Castro, Che Guevara, Albizu Campos y hasta el libro rojo

156
de Mao Tse Tung. Toda esta evidencia fue admitida por
el juez, a pesar de la fuerte oposición de los abogados de la
defensa. El magistrado dió como argumento para su ad-
misión el que habiendo ocurrido un acto criminal especi-
fico, el estallido de la bomba y la muerte de un ser
humano, toda esa literatura y discursos eran prueba del
designio y la intención de los que abogan por el uso de
la violencia para derrocar el gobierno. Camilo escuchó
impasible el desfile de esa prueba, pero cuando presenta-
ron el informe de la autopsia y las fotografías del cadáver
de su padre, buscó los ojos de Rosa entre el público y
ambos se miraron como aquel día allá en la montaña,
muchos años atrás cuando se planteó la terrible pregunta:
¿Si Eleuterio es tú papá, quién es el mío? . . .
Por fin terminó el largo desfile de la prueba del
gobierno contra Camilo. Eran las tres y media de la
tarde del día número quince de haber comenzado el
juicio.
No había muerto aún en la sala el eco de la última
frase del Fiscal Aponte, cuando el Lcdo. Torres, rápida-
mente y a todo pulmón para no dar oportunidad al juez
que decretara el receso exclamó:
—Hon. Juez y señores del jurado; toda vez que la
prueba que se ha presentado es totalmente inadmisible
en derecho, y la cuál la ha permitido al Hon. Magistrado
con nuestra oposición, entendemos que no se ha probado
el caso contra nuestro defendido y por tal razón solicita-
mos que se desestime la acusación y se absuelva perento-
riamente al acusado. No hay prueba directa alguna y la
circunstancial es muy remota.—
El Lcdo. Torres se sentó; la expectación general era
tal que casi producía una sensación al tacto. El Fiscal

157
Aponte se levantó con agilidad felina y, acercándose al
jurado, abrió los brazos y los cerró como si abarcara en el
vacío y exclamó: —Prueba, prueba. ¿Dónde está la prueba
de la defensa? Lo que ha hecho la defensa está completa-
mente incorrecto. Solamente ha planteado una cuestión de
derecho y ellos saben que es su obligación solicitar que
se desaloje al jurado de sala antes de plantear la moción.
Pero lo han hecho mal dos veces por que no tienen
ningún fundamento. Que traigan prueba para rebatir la
que hemos traído nosotros. Y no vengan con cuestioncitas
de derecho.—
El Juez sonrió, con su sonrisa de monalisa perverti-
da, sonrisa que siempre era preludio de algún golpe contra
la defensa. Pausadamente dejó caer las palabras. —El
jurado debe desalojar la sala en lo que se discute la
cuestión de derecho, que es lo que parece que quiere
plantear la defensa. Alguacil, lleve el jurado al cuarto
de deliberaciones.—
Cuando el último jurado había abandonado la sala,
el juez, ésta vez con el gesto adusto, continuó: —¿Tiene la
defensa algo más que decir en apoyo de su moción?—

—Nada más— contestó el Lcdo. Torres.


—¿Señor Fiscal?—
—Sometida.—
—El Tribunal declara sin lugar la moción. El Alguacil
debe hacer regresar el jurado a Sala.—
Después que el jurado terminó de acomodarse en sus
asientos, el Lcdo. Torres esperó casi un minuto antes de
levantarse para dirigirse al Tribunal. Lo hizo despacio,
como si estudiara cada movimiento y cada gesto. Se acercó
a la mesa de los Fiscales a mostrarle, sin entregársela,

158
una acta de nacimiento, dijo en voz alta para que todos lo
oyeran:
—Espero que no se opongan a que presente en evi-
dencia el acta de nacimiento del acusado, demostrativa de
que es un hijo de esta tierra, sometida a la intervención
de los norteamericanos.—
Los Fiscales mordieron el anzuelo. Baldomero Aponte
se levantó de un brinco y con un gesto victorioso y una
sonrisa de ironía, dirigiéndose a los jurados, exclamó:
—No hay objeción al acta de nacimiento, pero sí,
objetamos las observaciones de naturaleza política del com-
pañero, que son impropias por dos razones; primero,
porque estamos en un Tibunal de Justicia donde no se
debaten las cuestiones políticas y segundo, porque somos
un Estado Libre Asociado por un pacto voluntario con
nuestros conciudadanos los Estados Unidos.— Antes de
sentarse, paseó la mirada por el público en la sala con
aire de total suficiencia.
El Lcdo. Torres sonrió y, acercándose al Estrado del
juez, tendió el acta de nacimiento de Camilo a la sub-
secretaría de Sala y se dirigió al magistrado, ignorando las
palabras de Baldomero Aponte.
—Su señoría, para que se identifique como exhibit
primero y único de la parte acusada, esta acta de nacimien-
to y, luego de identificada, la ofrezco como evidencia, ya
que el Ministerio Fiscal no tiene objeción.—
El juez contestó secamente:
—Que se marque exhibit 1 de la parte acusada y se
acepta como evidencia.

El Lcdo. Torres esperó que la joven marcara el do-


cumento, lo recogió y caminó hacia el jurado. Entregando
el documento al primer jurado de la izquierda exclamó:

159
—Señores del jurado, he puesto en sus manos la
prueba demostrativa de que mi cliente es inocente. Si
ustedes se fijan, notarán el nombre del padre del acusado,
Felipe Pérez. ¡El padre del acusado y la víctima en la
explosión son una y la misma persona!—
La pervertida sonrisa de Monalisa del juez se estran-
guló en una mueca de desaliento. El asombro y el estupor
se fijó en los rostros. El silencio absoluto privó en todo
el Tribunal.
Los mismos jurados se quedaron pasmados y fueron
pasando el acta de manos de uno a otro maquinalmente.
—Su señoría, el Ministerio Fiscal solicita un receso
a fin de evaluar este nuevo ángulo que plantea la defen-
sa.—
El Lcdo. Torres sabía que el juez, aún cuando no
procedía el receso, lo iba a decretar y respondió:
—No hay objeción.—
El Tribunal decretó el receso. Todo el mundo sintió
un gran alivio. El público se levantó en tropel de la sala
buscando el desahogo del pasillo. Camilo, instintivamente,
caminó hacia Rosa que continuaba inmóvil en su lugar
acostumbrado, la esquina del primer banco pegado a la
pared. La expresión juvenil de Camilo envejecida por la
tensión, se suavizó al acercarse y desapareció completa-
mente al doblarse para recibir en la mejilla el beso de su
madre, mientras repetía la vieja costumbre de la niñez:
—Echame la bendición.—
—Dios te bendiga, hijo— contestó ella con voz muy
apagada.
El pequeño drama entre madre e hijo no pasó de-
sapercibido para algunas personas. Camilo caminó hacia

160
el pasillo. Rosa quedó, como siempre, fija en el lugar de
vigilia.
Una hora después se reanudaba la sesión del Tribunal.
El juez Polo Pales dió un fuerte malletazo para espantar
el murmullo que como una ola crecía en la sala atestada de
público, entre el cuál se movía una jovencita distribuyen-
do una hoja suelta. El fuerte malletazo se repitió y al
estruendo los alguaciles brincaron frente al estrado:
La imperiosa voz de Polo Pales gritó:
—¡Alguaciles, traigan esa joven acá!—
El Alguacil Cardona se acercó rápidamente a la
joven, requiriéndole que lo acompañara, pero ella, sin
hacerle caso, siguió repartiendo las hojas sueltas. El Al-
guacil la agarró por un brazo; ella se sacudió ágilmente
y clavándole sus ojos negros, con el brillo de un desafío
total; exclamó:
—Ya oí el grito del juez; cójalo suave— y a la vez
caminó hacia el estrado del juez.
El juez, con su cara desfigurada por la ira, la increpó:
—¿Cómo se atreve usted a faltarle el respeto al Tri-
bunal repartiendo hojas en este sagrado recinto de la
justicia? Usted está incursa en desacato y la condeno a
30 días de cárcel.—
La muchacha, sin inmutarse, se acercó hasta la se-
cretaria de sala que ocupaba el asiento más abajo del
estrado del juez, y tendiéndole una hoja de las que repartía,
dijo; dirigiéndose al juez: .
—Copia la Hoja de Denuncia y entérese, que a mí no
me importa lo que usted diga, pero a Puerto Rico le im-
portará grandemente lo que dice la Hoja.—
El juez dió otro fuerte malletazo gritando, con los
ojos rojos, poseídos de rabia:

161
—Llévesela, alguacil, llévesela.—
En ese instante, el Lcdo. Torres, pausadamente, como
si fuera la cosa más natural del mundo, se adelantó
interponiéndose entre el Marshall y la joven:
—Un momento, un momento. Pedimos muy respe-
tuosamente al ilustre magistrado que, en bien de la justicia,
se cumpla con el debido proceso de ley y se radique for-
malmente la acusación por desacato contra la joven y se le
dé una oportunidad de alegar lo que tenga a bien en su
defensa antes de que su señoría ordene la ejecución de la
sentencia que ha dictado sumariamente contra ella.—
Mientras el Lcdo. Torres hablaba, la joven sacó una
cartera llena de hojas sueltas que colgaba de su hombro
un papel y se lo entregó al Lcdo. Torres. Este hizo una
pausa, mientras examinaba el documento. El fiscal Baldo-
mcro Aponte se acercó hasta el estrado del juez y le dijo
algo en voz baja para que ni siquiera la taquígrafa escu-
chara. El juez le contestó algo, se enderezó pero volvió a
inclinarse y, por unos instantes, habló con el fiscal. Este se
retiró a su silla desde donde hizo un ademán de dirigirse
al Tribunal; pero el Lcdo. Torres le cogió la delantera:
—Honorable Juez— y su voz enérgica retumbó en la
sala.
—Honorable Juez, tengo en mis manos el acta de
nacimiento de ésta joven; solamente tiene quince años de
edad, por lo cual el Tribunal no tiene jurisdicción para
castigarla por desacato. El juez contestó rápidamente, sin
hacerle caso al Fiscal que trataba de intervenir:
—El Tribunal tiene poder para proteger el orden de
la Sala, y ésta joven aunque tenga quince años, ha co-
metido un delito; faltar el respeto al Tribunal. El Tribu-
nal, en su facultad inherente para castigar por desacato,

162
puede castigarla . . ., pero no lo vamos hacer porque a
quién habría de castigar es a los que usan estos adolescen-
tes; a los que se escudan detrás de ellos para realizar los
actos que ellos mismos no se atreven llevar a cabo. Además,
no le vamos hacer el juego a los que quieren interrumpir
el proceso . . . Alguacil, saque el jurado de sala.— Añadió.
Los jurados, en fila india, silenciosos, salieron hacia el
palillo, seguidos por el alguacil. El Fiscal ocupó su asiento
y se puso a hablar en voz baja con sus compañeros. El
Lcdo. Torres echó el cuerpo un poco hacia atrás. El Juez,
inmóvil seguía con los ojos la salida del jurado. El Lcdo.
Ortiz se inclinó hacia Torres.
—¿Qué hará el Juez con la jovencita?—
Esta permanencia a un lado de la entrada con su
cartera colgada del hombro, ajena al paisaje jurídico.
El Lcdo. Torres se levantó despacio y yendo hasta el Fis-
cal Baldomero Aponte en voz-baja y sonriendo le dijo:
—¿Y la inuchachita del "mistrail" que van hacer
con ella? . . .—
Baldomero Aponte se levantó de la silla, le echó el
brazo por el hombro a Torres y. caminó hacia el estrado del
Juez, llevó consigo a Torres, mientras le contestaba:
—¿Qué tú prefieres, que la joven se vaya, o el
mistrail? . . .—
Torres le contestó: —Ya tú le dijiste al juez que la
dejaran, quién tiene miedo al mistrail eres tú.—
En eso estaban a la vera del estrado, y Aponte, diri-
giéndose al Juez, quién se inclinó de su tabernáculo para
hablar con ellos, le dijo:
—Torres quiere que deje ir a la jovencita y yo no
tengo objeción— hizo una pausa como si fuera a añadir
algo, pero no dijo nada más.

163
—Sí, se puede ir . . .— contestó el juez displiscente-
mente.
Con la misma, le hizo una seña a un sub-alguacil.
Este se acercó y el Juez, en voz baja para que no oyera
el público; le indicó que dejara ir la joven, pero que la
sacara por la puerta que da a la ante-sala, por donde entra
el juez y confiscara las hojas sueltas.
La joven iba a protestar, pero el Lcdo. Torres le
indicó que obedeciera y ella así lo hizo.
Los jurados regresaron graves y silenciosos a sus
sillas. El juez se volvió hacia el Lcdo. Torres.
—La defensa puede continuar con el desfile de su
prueba.—
—Nuestra próxima y única prueba adicional al certi-
ficado de nacimiento del acusado, que hemos presentado
en evidencia, es el testimonio del sacerdote confesor y ami-
go íntimo del muerto, el Padre Pedro.—
La figura tranquila, recatada y firme del sacerdote,
cruzó la sala hacia la silla de los testigos, imponiendo a la
ya cargada atmósfera un nuevo sentido de expectación.
Se sentó sin prisa y mirando de frente al juez, esperó. Este,
como si contestara la mirada del padre, requirió a la se-
cretaria de Sala que tomara el juramento de rigor al
testigo.
—¿Jura usted decir la verdad, y nada más que la
verdad de lo que sepa en este caso—
—Yo no juro; lo afirmo—, contestó el sacerdote. La
secretaria miró al juez; éste expresó:
—Está bien. La ley dice "jurar o afirmar". ¿Usted
afirma decir la verdad de lo que sepa en el caso?— pre-
guntó el juez.

164
—Afirmo decir toda la verdad de lo que sepa en este
caso.—
El Lcdo. Torres, desde la esquina opuesta, al lado del
jurado, empezó a preguntar despacio, como si quisiera
que las palabras se detuvieran en el aire el mayor tiempo
posible.
—Testigo, su nombre.—
—Pedro Alcover.—
—Ocupación.—
—Sacerdote, al servicio de Dios y de los hombres.—
—¿Conoce usted al acusado?—
—Le conozco a él y fui íntimo amigo y confesor de su
señor padre, que en paz descanse.—
El Fiscal Aponte hizo un ademán de levantarse a
decir algo, pero se arrepintió. El Lcdo. Torres lo miró y,
aunque la sonrisa no apareció en los labios, corrió en los
ojos. Sabía que Aponte había considerado pedir al juez
que instruyera al Padre que declarara únicamente sobre lo
que sabía concretamente del caso y no añadiera nada que
no le preguntaran; pero el temor de aparecer ante el jura-
do antagonizando al sacerdote, lo había hecho desistir.
Torres volvió a las preguntas.
—Diga si usted vió, al padre de este joven acusado,
el día en que ocurrió la desgracia que ha dado margen a
este caso.—
El Padre, como si le doliera hondo lo que iba a
decir, contestó lentamente, apretando el mango de la silla.
—Ese día, por la tarde, a eso de las cuatro, nos en-
contramos Felipe y yo en el lugar preciso donde se ha
dicho que estalló la bomba. El me había pedido por telé-
fono que lo encontrara allí. Se estaba llevando a cabo en
el Hotel un Congreso de Industriales y él era invitado.

165
Nos sentamos a mitad del pasillo, frente a los cristales que
dan la vista al mar. Felipe . . .
El Fiscal Aponte no pudo aguantar más e interrumpió:
—¡Señor Juez! Desearía que su señoría instruyera al
testigo que declare únicamente aquello que sea material al
caso, ya que no creo sea de importancia lo que pudieran
haber hablado el testigo y la víctima . . .—
El juez asintió con la cabeza.
—Sí. el testigo debe limitarse a exponer aquellas cosas
que sepa de propio conocimiento relativas a los hechos
de la comisión o no comisión del delito que se le imputa
al acusado.—
El Lcdo. Torres no intervino para que la simpatía del
jurado se inclinara naturalmente hacia el sacerdote. El
Padre Pedro miró hacia el jurado, como si lo que iba a
decir fuera para ellos y para nadie más.—
—Señor Juez, señor Fiscal perdón si al explicar lo que
yo pueda saber que se relacione con este caso, lo hago
torpemente. Es la primera vez en mi vida que testifico ante
un Tribunal de Justicia y. sin una orientación, no podría
saber que es lo que es material a este caso y que 110 lo es.—
El Lcdo. Torres aprovechó:
—Su Señoría, pido que se le permita al jurado escu-
char el testimonio del Padre en la forma más libre y
espontánea que él pueda darlo y se le instruya luego al
jurado que tome en cuenta únicamente aquellas partes que
su Señoría determine como materiales y que luego usted
resuma en las instrucciones finales a el jurado.—
Aponte brincó:
—¡Nos oponemos!; eso es un guarne pá'el compañero;
estaría entrando evidencia inadmisible. Eso 110 procede,
su Señoría, no procede . . .—

166
Rápidamente Torres dándole la espalda al juez y di-
rigiéndose de frente al jurado exclamó:
—¡ Señores del Jurado, creo que ustedes quieren oir
lo que tenga que decir ese testigo, cuya única obligación
es serv ir a Dios . . .!—
Algunos jurados, sin ciarse cuenta, contestaron en voz
alta:
—¡Sí, queremos oírlo!—
El juez dió 1111 malletazo que estremeció el Tribunal.
Se le torció la cara de ira, pero antes de que empezara a
hablar, Aponte, para evitar que el juez pudiera, al regañar
el jurado, irse de seguro e incurrir en algún error, que
luego pudiera dar base para anular el juicio por el Tribu-
nal Supremo, exclamó abriendo los brazos:
—Nos allanamos, su Señoría, nos allanamos a que el
sacerdote declare como mejor crea servir a Dios y a la
Justicia.—
El Padre, tranquilo, seguro de sí, miró hacia el juez,
esperando la autorización para seguir testificando.—
—Siga usted, pero limítese a los hechos, a los he-
chos.—
El Padre volvió la mirada hacia el jurado. De su
persona fluía una simpatía serena. Su figura tenía algo
distinto a todas las demás personas que allí junto con él
participaban de aquel drama, espectáculo, representación
o como se quiera llamar.
Camilo sintió que el sacerdote se hacía parte de él,
que era su compañero; había sido el único que lo había
acompañado a conocer su padre, a aquél hombre que
ahora sentía que amaba entrañablemente, pero con un
dolor profundo e infinito.
167
Esa tarde continuó testificando el Padre Pedro.. —Fe-
lipe Pérez estaba preocupado. Como dije antes, me había
pedido que lo esperara allí. La próxima semana pensaba
salir para Houston. Texas, a que el famoso médico Dr. De
Bakery le practicara una operación de corazón abierto.
Había que reparar una de las válvulas. La operación, co-
mo todas las de ese género, era peligrosa y él quería dejar
todas las cosas arregladas por si moría. Ya tenía casi todo
hecho, incluyendo el testamento, del cual fui uno de los
tres testigos que requiere la ley y en el cual equipara a ese
joven que está aquí acusado con sus otros hijos en la par-
ticipación de la ley de herencia. '"Todos son mis hijos, todos
deben heredar por igual". Una cosa le atormentaba so-
bremanera y para eso era que quería hablar conmigo.
"Necesito que la madre de Camilo me perdone, pero eso
tengo que pedirlo yo personalmente frente a usted Pa-
dre . . Traté de disuadirlo; le dije que eso no era necesa-
rio, que yo estaba seguro que ella, quién es de mi Iglesia,
no le guardaba ningún encono, ni rencor. —La conozco
bien—, —le dije— y puedes estar seguro que en su
corazón no hay sitio para el resentimiento.-—
Pero él seguía insistiendo. Después hablamos de otras
cosas hasta la hora de oscurecer.— El Padre calló y, sin
intentarlo inconscientemente, su mirada se posó primero
en Camilo y luego fue hasta Rosa. El Jurado, el público y
hasta el juez y los fiscales siguieron la mirada del padre.
El silencio ahora era distinto. Era un silencio suelto, como
si una semilla de paz se hubiera depositado. El alguacil
José Corchado frunció los ojos para evitar que el juez
pudiera sospechar que amortiguaba una lágrima.
El Lcdo. Torres rompió el encantamiento con una
pregunta:

168
—Dígame, Padre ¿vio usted esa tarde por allí en
algún momento al acusado?—
—No vi a Camilo por allí en ningún momento.—
—Un testigo del Fiscal dijo aquí que a eso de las
cinco de la tarde Camilo estuvo en el mismo sitio en que
usted ha dicho que estuvo sentado con don Felipe.
¿Afirma
usted, sin temor a equivocarse, que Camilo no estuvo
allí?—
—Yo afirmo a los señores del jurado y al señor juez
que ese día y a esa hora en ese sitio yo estuve, pero Ca-
milo no estuvo . . .—
El Padre había levantado un poco el tono de la voz y
las palabras retumbaron en la sala fuertes y precisas.
—El testigo está u disposición del Fiscal— indicó el
Lcdo. Torres.
El Fiscal Aponte titubeó. Aparentemente estaba in-
deciso si preguntaba o no. A último momento se decidió:
—Dígame, señor sacerdote: ¿usted declaró que se
había sentado a mitad del pasillo frente a los cristales
que dan al mar?—
—Correcto.—
—¿Entonces, si se sentó frente a esos cristales, cómo
podía ver la gente que caminaba por el pasillo?—
El Padre sonrió tranquilamente. —Nos sentamos fren-
te a los cristales, pero si usted va y examina las butacas
y los sofás que están allí, verá que están colocados en
forma sesgada que permite ver el mar sin dar la espalda
al ir y venir de la gente y sin obstruir la vista al mar.—
El Fiscal sesentó y desde la silla dijo cansado:
—Nada más con el testigo.—-
Camilo no escuchó las últimas contestaciones del
Padre Pedro. Había perdido el hilo hacía rato. La sen-

169
sación de desolación que le había hecho irse al río cuando
el hijo de la maestra estrujó su condición de huérfano
por abandono, volvió, acompañada del nudo en la gargan-
ta del día que los camellos 110 comieron la yerba que con
tanto esmero él había puesto debajo de la cama para que
le dejaran los juguetes. Le pareció sentir debajo del brazo
el tic-tac del reloj de la bomba como un corazón despren-
dido y pulsante. Sintió a Diana, la mano fría que le anudó
violentamente la noche en la playa y con que ella ejecutó
a Pérez Vargas y; sintió la mirada esquiva huidiza de
Vargas: vio al abuelo descalzo con el pantalón a marrado
con hoyejo en el tobillo pá'que las sabandijas no se
subieran por dentro: la lima en la citura y el machete
largo, puntú. en la mano, empapado de sudor y de can-
sancio, bajando la loma. Y sintió la Patria, aquella fuer-
za que lo fundía todo, que lo transfiguraba todo; que lo
salvaba todo, que lo empujaba adelante.
Finalizando el testimonio del Padre Pedro, solamente
quedaba para terminar el juicio los informes al jurado:
Primero el Fiscal, luego la defensa y por último el informe
final del Fiscal. Tras eso. el Juez darí<t las instrucciones al
jurado y éste pasaría al salón de deliberaciones para decidir
la suerte del acusado. Es práctica común que el Fiscal re-
nuncie su primer informe para evitar que la defensa tenga
la ventaja de conocer sus argumentos y poderlo rebatir.
Baldomero Aponte renunció su primer informe. El juez
recesó para escuchar la defensa al día siguiente.
Cuando se abrió sala al otro día, el Lcdo. Torres,
por primera vez durante todo el proceso, vestía un traje
nuevo, color gris. Como siempre, la sala del Tribunal es-
taba repleta de gente. Los jurados, graves y silenciosos,
ocuparon sus asientos. El juez dió el malletazo de rigor y
170
el Alguacil procedió con su ritual. El Lcdo. Torres caminó
hacia el centro, hasta el mismo borde que separa el
público de los funcionarios del Tribunal, y, volviéndose de
cara al juez, clavó los ojos en Polo Pales y permaneció
inmóvil; su expresión era dura y fría por primera vez. La
ira y. quizás, el odio se podían palpar en su mirada. El pú-
blico. el jurado, Baldomero Aponte y hasta el juez, se
extrañaron. Torres empezó a hablar trasluciendo en su ser
todas las injusticias impuestas a los puertorriqueños du-
rante los quinientos años de coloniaje. Los versos de Neru-
da, en su Canto a Macliu-Pichu tomaron presencia total,
"Juan pies descalzos, sube a nacer conmigo, Juan come
frío, sube a nacer conmigo . . ."
El esfuerzo creador y puro de defender a Camilo
reinvindicaba al abogado brillante que había entregado su
talento al sofocamiento del alcohol.
Pero algo más bullía en el mundo interior de Torres,
algo personal. Era el relámpago lúcido en la densa y oscu-
ra noche de claudicaciones y debilidades. Volvió a mirar
hacia el público y esta vez su expresión se suavizó, sus ojos
se nimbaron de un afecto profundo; su mirada había en-
contrado lo que había buscado primero. Entre el público,
estaba aquel muchacho, tímido y ansioso, que en la
noche en que Diana, Carinen y Luis habían ido a Utuado,
los había atendido en la casa del Licenciado Torres.
Más tranquilo ahora y completamente seguro de sí mis-
mo. como el artista superior que en cada pausa recoge to-
da la atención y entregamiento de su público, esperó aún
varios segundos, antes de empezar a hablar:
—Señores del jurado, señor Juez, señor Fiscal, fun-
cionarios del Tribunal y puertorriqueño, compatriotas que

171
participan como espectadores y dentro de la exigencia de
nuestros principios democráticos de que todo juicio sea
público, estamos bordeando el final de este drama. Todos
somos hermanos en el interés de que la justicia sea clara,
limpia; que se aplique sin prejuicios o maquinaciones im-
propias. Estoy tranquilo; está tranquilo el acusado, Ca-
milo, y está tranquila su señora madre, quién nos acompa-
ña desde que empezó el proceso, sentada siempre en el
mismo lugar en esta sala, ahí, al frente. Estamos tranquilos
porque somos gente de fe, y sabemos que la vida y la
muerte están más allá de las cosas políticas, de las cosas de
los hombres. Y estamos tranquilos porque sabemos que
los señores del jurado, sobre qienes recae la terrible res-
ponsabilidad de determinar si este joven es inocente o cul-
pable de matar a su padre, son también gente de fe, que
saben que siempre tendremos que responder por nuestros
actos a ese, de quién no podemos escondernos ni tampoco
engañar. Señores del Jurado, aquí no ha desfilado la más
mínima prueba de que el joven acusado guardara ninguna
clase de animosidad contra su padre; por el contrario, el
sacerdote, ese hombre que testificó ante ustedes con voz
segura, dijo que las relaciones de padre e hijo eran de
cariño intenso. Los actos de los hombres siempre tienen
una motivación. ¿Qué motivo tenía Camilo para matar a
su padre? Ninguno. Pero para el Fiscal, sí hubo un mo-
tivo, un motivo político. Por eso trae los discursos de los
libros de líderes políticos, de aquí y de otros países, que
abogan por el uso de la violencia y de la revolución armada
y se les abruma a ustedes, señores del jurado, con ese tipo
de propaganda, sin que se haya probado que este joven
acusado ha repetido esas consignas o haya expresado con
sus actos aprobación de esas teorías. Se les abruma con

172
publicaciones y discursos para que se emborrachen y se
aturdan y terminen por creer que este acusado es quién
pronuncia cada discurso de esos y dice cada palabra de
esas. Quieren así manipular el entendimiento de ustedes
con esa propaganda para que subconscientemente recha-
cen y odien al acusado, manipulándolos como si no fueran
hombres libres, criaturas de Dios, y fueran robots, entes
sin criterio propio, hombres del Diablo. ¿Qué prueba tra-
jeron los fiscales que demuestre que Camilo puso la bom-
ba? No han traído nada claro; sólo una madeja oscura,
de testigos empleados del gobierno, policías, detectives,
agentes, encubiertos; ni un sólo civil, ni un solo cristiano,
ningún ciudadano particular. Todos los testigos del Fiscal
trabajan para el Fiscal. ¿Puede esa prueba ir contra el
limpio y desinteresado testimonio del Padre Pedro? ¿A
quién van a creer, al agente que dijo que había visto por
la tarde a Camilo en el Hotel, o al sacerdote, el amigo
íntimo de la víctima, quién dijo que a esa hora él estaba
allí y que no vió al asucado en aquel lugar? Además, hay
un detalle muy especial; la prueba demostró que el acu-
sado hereda una cuantiosa fortuna como hijo de la vícti-
ma; de salir convicto, queda desheredado y ese dinero
beneficiará a los otros hijos de don Felipe. Voy a hacer
público un dato que nadie conoce, ni siquiera se lo he
informado a el acusado. Esos hijos me informaron por me-
dio del Padre Pedro que ellos estaban dispuestos a pagar
los honorarios de abogados que el compañero y yo pudié-
ramos cobrar por defender a Camilo y cubrir cualquier
gasto incidental y gastar lo que fuera necesario para de-
fender a su hermano. Y aprovecho para aclarar lo que ya
le hice saber a ellos, que yo defiendo a Camilo porque fui
amigo íntimo de su padre y estoy haciendo lo que a él le

173
hubiera gustado que yo hiciera. Mi otro compañero tam-
poco cobra por sus servicios, porque lo defiende por lealtad
ideológica; porque cree que este caso es una conspiración
de las fuerzas asimilistas contra los que creen en la inde-
pendencia de Puerto Rico.
Ustedes dirán que yo estoy prejuiciado a favor de
Camilo, y tienen razón. Le he tomado cariño. Admiro esa
juvenil madurez que la angustia ha gravado en su sem-
blante, la entereza con que se enfrenta a la adversidad, la
dulzura recatada y seria conque ama a su señora madre,
ese sentimiento profundo de amor a la Patria conique él
dirige sus acciones en el mundo, que la mayor parte de sus
compatriotas no entienden. Es natural, yo no vine a juzgar
a Camilo; yo estoy aquí para defenderlo; son ustedes,
compañeros del jurado, ustedes, hermanos míos, los que
tienen la tarea dura de juzgar. Háganlo como ustedes
quieran, pero, de tal manera que, cuando miren a sus hi-
jos, les quede en el alma esa paz que deja en la conciencia
del deber cumplido. Háganlo ustedes como ustedes crean,
pero, por Dios, nunca como crea el Fiscal.—
El Lcdo. Torres lentamente volvió a su sitio, en la
mesa de la defensa, al lado del Lcdo. Ortiz y de Camilo.
En la sala, el público se había convertido en una
masa compacta. El juez, dirigiéndose al fiscal, preguntó:
—¿El ministerio Fiscal, va a consumir su turno de clau-
sura ?—
—Naturalmente, su Señoría, a eso vamos.—
Eran las cuatro de la tarde. Usualmente a esa hora se
recesaba. Pero en esta ocasión, el juicio siguió. Era parte
de la estrategia acostumbrada del juez Polo Pales cuando
quería presionar para conseguir una convicción. Así, obli-

174
garía al jurado a deliberar durante la noche, con la presión
del cansancio y del deseo de terminar. Siempre estaría,
como perro guardián para hacer los comentarios apropia-
dos en contra del acusado, el hombre de confianza del
juez, el alguacil Cardona.

El Fiscal Baldomcro Aponte, durante cuatro largas


horas, ágil, preciso, brillante, expuso su teoría: "Aquel
joven serio y aparentemente bueno era, junto con una
organización clandestina, una grave amenaza para las ins-
tituciones democráticas que creen en la ley y el orden; han
matado un ser humano y por una de esas graves ironías del
destino, la persona muerta es el propio padre del acusado.
Hay que castigar al acusado porque es culpable y castigán-
dolo protegemos a Puerto Rico de los comunistas que
quieren hacer de esto otra Cuba. Los señores del jurado
están más obligados en estos casos que en cualquier otro
caso, y no pueden dejarse influenciar por cuestiones emo-
cionales; los argumentos de la defensa fueron todos dirigi-
dos a moverlos emocionalmente a favor del acusado. Vean
claro que no tengo nada personal contra el acusado; al
contrario, es una pena para Puerto Rico que un joven
como éste se encuentre convertido en un terrorista alta-
mente peligroso".

175
CAPITULO XIII
LA DELIBERACION DEL JURADO Y VEREDICTO
El drama de la deliberación acerca de doce ciudada-
nos sobre la culpabilidad o inocencia de un acusado es
como la lotería. Hay casos seguros para absolver, que
traen un veredicto de culpabilidad; otros, culpables por los
cuatro costados, salen absueltos. En otros casos, en que no
conviene a los jurados ni absolver ni condenar, viene la
votación fuera del nueve a tres y ya no hay veredicto,
procediendo el juez a disolver el jurado, quedando el
acusado en las condiciones anteriores: si bajo fianza,
continúa bajo fianza, etc. Luego tiene que volver a cele-
brarse de nuevo el juicio ante un nuevo grupo de doce
jurados. La jurisprudencia en Puerto Rico ha establecido
que si no hay veredicto en dos juicios contra el mismo
acusado por los mismos hechos, queda libre.

Tratar de influir en el jurado es un delito grave,


pero tanto los fiscales como los abogados defensores tratan
de hacerlo. Se "trabaja" al jurado muy sutilmente. La
primera manipulación la realiza el juez al escoger las per-
sonas que a su vez habrán de escoger de entre los ciudada-
nos de la comunidad, las dos personas que habrán de pre-
parar la lista de jurados. Esto predispone a que se escojan
por la conveniencia política. Hay ocasiones, especialmen-
te en casos políticos, en que el jurado es un pelotón de
fusilamiento. Luego, ya escogido el mismo, los fiscales
utilizan las presiones políticas, económicas el amiguismo
y hasta la intimidación para moldear el veredicto a su
gusto, pero los abogados defensores hacen otro tanto.
Unos como otros, no dan el frente para salvar el pellejo
en caso de que algo salga mal.

176
El día siguiente era viernes. La estrategia del juez
Polo Pales empezó a mostrar su cara sucia temprano. A las
nueve de la mañana hizo pasar a los fiscales y abogados
a su oficina para cambiar impresiones informalmente y
"complacer tanto a los tisc'ales como a la defensa en todo
aquello que fuera posible para aligerar el proceso y dar al
jurado las instrucciones más justas posibles".
—Esa baba es la goma para mascar el tiempo— pensó
el Lcdo. Torres .. . —Ese hijo de la gran puta lo que
quiere es que el jurado vaya a deliberar lo más tarde
posible para obligarlos a estar aislados durante el fin de
semana y que así, por cansancio, entreguen el veredicto
de encargo . . .— Con ánimo de molestar a Polo Pales, a
ver si lo sacaba de quicio, le tiró un golpe:
—Juez, yo no tengo objeción a estas alturas del juicio
a nada que pida el Fiscal. De ahora pá'lante hay que hilar
fino. El Tribunal Supremo, como Dios o el Diablo, nos
vela .. .—
A Polo Pales no le gustó el comentario; torció la
boca estriando verticalmente las arrugas del cuello, y ex-
clamó machistamente:
—A mí el Tribunal Supremo no me mete las cabras
al corral. . .—
—Las cabras mías siempre han estado sueltas; las de
Baldomero, no sé— dijo riendo Torres. Añadió, ya en se-
rio. —Pero con el Tribunal Supremo en la trastienda, hay
que despachar los encargos por el libro.—
Baldomero Aponte intervino con su estudiado cinismo
de intrigante:
—El compañero parece que quiere comparar este
Tribunal con una tienda de campo .. .—
—Yo no he hecho ninguna comparación; quién la

177
hace eres tú; pero no tengo la culpa de que tú no entiendas
la metáfora.— El Lcdo, miró al juez, pero éste se rió;
esa era una de sus tácticas favoritas, cambiar de una acti-
tud violenta a una superbondadosa.
Torres trató de imaginar por dónde venía, pero no
pudo captar ni un atisbo.
—No voy a poder seguir compartiendo este diálogo
metafórico de ustedes; voy a darle oportunidad a los com-
pañeros que tienen casos ex-parte para que se ganen sus
chavitos y nos reuniremos lo más pronto posible en Sala
para continuar el caso; así, tendrán oportunidad de hacer
constar para récord si el Tribunal Supremo nos vela
como Satán, si esta Corte es una tienda de campo, un
colmado de pueblo o un Supermercado; o cualquier giro
poético que tenga a bien emplear, porque en última ins-
tancia. yo también puedo filosofar y el jurado terminará
el poema.
—¿No creen ustedes?— La sutil sonrisa del monstruo
apenas surgió a la superficie.
No fue hasta las tres de la tarde que se reinició el
caso. A esa hora empezó el juez a dar las instrucciones
finales al jurado. A las seis, terminó. El jurado empezó a
deliberar después de comer, a las ocho de la noche, con
instrucciones estrictas del juez de que habrían de perma-
necer completamente incomunicados hasta tanto llegaran
a un veredicto.
El salón de deliberaciones del jurado quedaba en la
parte norte del edificio del Tribunal. Era espacioso, tenía
una mesa grande, doce sillas, y dos servicios sanitarios
contiguos, uno para hombres y el otro para mujeres.
Ya dentro del salón de deliberaciones, los doce jura-
dos, aislados del mundo exterior, empezaron a discutir el

178
caso, lo que en el lenguaje legal llaman deliberar.
El alguacil Cardona se encontró conque el otro algua-
cil, Corchado, también había entrado con el jurado al
cuarto de deliberaciones.
—¿Qué tú haces aquí?— le preguntó agriamente
Cardona a Corchado.
—Lo mismo que tú—, le contestó Corchado, firme y
resueltamente . . .— igual que tú, velar por la justicia.—
—Pero a tí el juez no te envió . . .—
—Vine a ayudarte . . .—
—No necesito ayuda . . .—
—Bueno, estoy aquí y me voy a quedar; si no te
gusta, vete donde el juez y dile que estoy estorbando. Me
extraña que hoy moleste, porque en el último caso de
asesinato en primer grado me pediste que te ayudara . . .
¿Qué pasa en este caso? . . .— El otro lo miró con odio,
ripostándole:
—Pues iré donde el juez . . .—
Corchado, sin titubeos, añadió:
—Vete donde el juez, pero ten mucho cuidado, por-
que yo voy a garantizar que las cosas sean como tienen que
ser aquí en este caso y si viniera después cualquier investi-
gación, yo podría decir un montón de cosas que ni a tí ni al
juez le van a gustar. Aquí yo no puedo perder más que el
empleo, pero tú me conoces y sabes que para mí hay otras
cosas más importantes. Piénsalo bien . . .—
Cardona se detuvo, se volvió hacia Corchado y, tratan-
do de ocultar su ira, que le fluía por los ojos, le dijo:
—Por más que tu blandenguería puje, ese muchacho
está jodio .. .—
Corchado lo miró sin odio, pero sintió que aunque
quizás era verdad que el muchacho estaba jodio, él tenía

179
que cumplir con su deber de cristiano. El testimonio del
sacerdote y la silenciosa devoción de la madre de Camilo
lo habían movido a tomar aquella actitud; además, el
versículo de la Biblia en que el apóstol Santiago dice:
"aquel que sabe lo que tiene que hacer y no lo hace, in-
curre en pecado . .." Conocedor de las maquinaciones
mefistofélicas de Cardona y Polo Pales con los jurados
esta vez iba a impedir, aunque solo fuera con su presen-
cia los manejos sucios . . .
—Ni tú ni yo haremos comentarios a los jurados;
vamos a cumplir estrictamente con la ley . . .— El tono,
sin animosidad, pero firme, de Corchado, no admitía
réplica.
Don Artemio Domínguez, el rico urbanizador que te-
nía pendiente en la Junta de Planificación los planos para
el desarrollo de una inmensa urbanización por millones de
dólares, era el Presidente del Jurado. Con la respetabilidad
que dá el dinero entre los que tienen el dinero por Dios
y Señor, don Artemio encauzó las deliberaciones.
—Antes que nada, compañeros de jurado, este es un
caso claro; pero para no tener que estar aquí más.tiempo
de la cuenta, vamos a votar para ver cómo estamos. Si es-
tamos de acuerdo, nos vamos ligerito para nuestras casas.—
Hizo una pausa, para consumo de él y sin esperar que na-
die dijera algo continuó. -—En este caso, la prueba es
clarísima; el caso está probado. Yo no tengo duda. Es
triste esto de juzgar a otro, pero tenemos que cumplir
con la ley y más en estos casos que hay que proteger la
sociedad del terrorismo . . .—
Martín Gómez, el líder popular, con el préstamo pen-
diente en la Corporación de Crédito Agrícola, interrumpió:
—Yo estoy con usted. Este caso es claro, pero tampoco

180
podemos resolverlo demasiado ligero; se vería mal. Vamos
a hablar un rato y después entreguemos el veredicto . . .—
El sargento jubilado del ejército de Estados Unidos,
Eugenio Casal, amigo del Fiscal Baldomero Aponte, apun-
tó:
—Sí, pero tampoco vamos a estar aquí más de la
cuenta por llenar la fórmula . . .—
—¿Qué dice usted, doña María?— preguntó don
Artemio, dirigiéndose a la señora María Torres, viuda de
Thomas Beid, la rica líder estadista.

—Yo estoy con la mayoría . . .—


—¿Y usted, Genaro?—
Genaro Caraballo, dueño de varias lavanderías y
hombre de confianza del senador del Distrito, a pesar de
su estrecha amistad con el político, tenía un hermano inde-
pendentista y sabía que, tarde o temprano, el hermano le
iba a traer el asunto. Además, en su lucha de mensajero
de lavanderías a dueño, había tenido que tropezar aquí V
allá; no confiaba en la policía. Contestó:
—Yo tengo dudas; tenemos que discutir la prueba.
Para que yo declare culpable de asesinato en primer grado
a ese muchacho, ustedes van a tener que convencerme.
Lo siento, pero esto es una cosa muy seria que no se puede
despachar corriendo; yo quiero dormir tranquilo . . .—
Epifanio Cruz, industrial, con una solicitud de exen-
ción contributiva pendiente, intervino:
—Yo creo como Genaro. Quiero dormir tranquilo,
y si hemos estado tantos días en este caso, no perdemos
nada con ver cuidadosamente lo que hay. No tengo nada
que ganar poniéndome de parte del acusado, pero tengo
una conciencia, y si no se hacen las cosas como debe ser,
después se le queda a uno algo por dentro. El fallo de

181
nosotros va a ser decisivo para toda la vida de ese mu-
chacho; o se queda preso para toda la vida, o queda
libre . . .—
Con voz chillona, abruptamente, interrumpió Antonio
Pellicia, líder de barrio del Alcalde:
—¡Ese nacionalista mató al padre! Vamos a dejarnos
de niñerías, y vamos a meterlo en el Presidio, que es
donde tiene que estar!—
Francisco Pérez, industrial también, con una solicitud
de exención contributiva pendiente, pausadamente, como
si quisiera dejar sentada la diferencia de estilo entre él y
Pellicia, exclamó dirigiéndose a don Artemio:
—Usted, como Presidente del Jurado, debe aclarar
que hasta tanto no se vote en secreto nadie debe decir
que el acusado es culpable o inocente. Esos comentarios
incorrectos usted no los debe permitir.
Pellicia se levantó con brusquedad y argumentando
como si estuviera en un mitin de barrio, casi gritó:
—¡No; yo he estado en muchos juicios de jurado y he
sido hasta presidente del jurado y se puede hablar todo lo
que uno quiera! . . . Luego se sentó de un tirón, alzó las
manos sobre la cabeza y en tono bajo añadió: —Yo hablo
así porque no tengo miedo.
Francisco Pérez, quién ni siquiera se había molestado
en mirarlo, ignoró a Pellicia.
Por un momento, como si la pausa fuera del grupo
y no de nadie en particular, el silencio retó la iniciativa.
El teniente jubilado de la Policía, Fremaín Vélez, se
estiró en la butaca, como si todavía estuviera metido en el
uniforme de policía y, con trabajo, como si para coordinar
los pensamientos tuviera que hacer un esfuerzo sobre-
humano, dijo.

182
—Sólo hay dos de un lado; el veredicto es nueve a
tres; podemos votar.—
Nadie le hizo caso. Volvió el silencio a correr con los
segundos hasta trepar varios minutos. Esta vez, don Arte-
mio se dirigió al grupo.
—No han dicho nada Arístides, José y Encarnación.
Creo que a todos nos gustaría saber qué piensan. ¿Qué
dice usted, Arístides?
Arístides López, con un préstamo en el Banco de
Fomento pendiente, tímidamente dijo:
—Conmigo no habrá problema; yo estoy con la ma-
yoría . . .
Como si dudara, añadió: —Es lo más democrático . . .
—¿Y usted, José?—
Don José Alvelo, también pendiente de un préstamo
del Banco de Fomento, titubeó:
—Bueno, yo . . ., me parece . . . que discutir un poco
la prueba siempre es más saludable que votar así. . . Por lo
menos, usted, como Presidente del Jurado podría aclarar
cualquier duda; no sé, me parece . . .—
Encarnación del Río, amigo del juez, líder estadista
convertido en miembro del Partido Popular por persuación
de un yerno, que ocupaba un alto puesto en una Agencia
Gubernamental, quién alegaba que si Don Encarnación
seguía como líder del otro partido, otros de su partido po-
pular que querían el puesto podían hacerle daño arriba
en la alta dirección del Partido, dijo:
—Yo estoy también con la mayoría . . .; lo que decida
la mayoría, sea lo que sea, está bien conmigo. Yo vengo a
servir de jurado obligado y lo mío no es tener proble-
mas . . .—
—Bueno, empezó a decir don Artemio —ya todo el

183
mundo se lia expresado; aparentemente, la mayoría está
conmigo. Aunque no creo que debamos perder mucho
tiempo, estoy en la mejor disposición de aclarar cualquier
duda en la prueba si alguien no está bien convencido de
que el Fiscal probó que el acusado es culpable. Yo, a
menos que ustedes me convenzan de lo contrario, creo
que hay suficientes prueba . . .—
Iba a continuar, cuando interrumpió el Alguacil Cor-
chado, entrando al salón de deliberaciones. Dirigiéndose
al grupo dijo:
—Si ustedes van a pedir café o sandwiches para la
noche, díganmelo ahora, porque si no, después cierran
las cafeterías que están cerca.—
Don Artemio se alegró de la interrupción.
—Buena idea; tráigase café y sandwiches para todos
y para usted y su compañero. ¿Alguno quiere otra cosa?—
—Tráigase un par de coca-colas— dijo Pellicia, —aña-
diendo— eso lo paga el pueblo . . .—
El Alguacil Corchado había entrado al salón con un
radio portátil de baterías.
—Corchado,— exclamó don Artemio— déjenos ese
radiecito; van a ser las diez y en lo que usted vuelve nos
entretenemos cogiendo las noticias.
Corchado solícitamente contestó:
—Como no, como no,— tendiéndole a don Artemio
el radio y cerrando la puerta al salir.
—Vamos a tomar un receso y después seguimos dis-
cutiendo el caso. Oigamos las noticias en lo que nos traen
el café. Son casi las diez.
Don Artemio, sin esperar que los demás jurados ex-
presaran si estaban de acuerdo o no, puso frente a él el
pequeño radio y dándole un poco más de volumen, co-

184
menzó a sintonizarlo. Unas cuantas tonadas de plena y
rock cosquillearon los oídos, antes que dieran con la es-
tación de las noticias. Los anuncios del ron que patrocina-
ba el noticiero, preludiaban la inmeditez de las informa-
ciones. Primero se dijo lo que el Presidente del Senado
había informado en una conferencia de Prensa sobre la
actitud irresponsable del líder del otro partido, que, lo
que según el hacía, era obstruir el proceso legislativo.
Después, lo que ese líder decía del otro; luego, lo que se
había conseguido en Washington por el Comisionado Re-
sidente para aumentar la ayuda federal a Puerto Rico; ha-
blaron de una redada masiva de drogadictos, de la inaugu-
rción de una nueva tienda por departamentos. Ya, casi al
terminar, el comentarista exclamó: —¡Atención, hemos
recibido la siguiente información de última hora! Una
bomba de alto poder explosivo acaba de destruir total-
mente una residencia en Santa María. La policía no ha
identificado todavía el nombre del propietario, pero se
se presume que se trata de un acto terrorista. Manténganse
sintonizados para más detalles. . . Don Artemio sintió
aprensión.
El vivía en Santa María. Pasaron otro anuncio del ron
patrocinador del noticiero. Luego volvió a hablar el lo-
cutor:
-—Ampliando la información anterior. Se informa
por la policía que un grupo de tres hombres armados hizo
salir a los empleados domésticos, que eran las únicas per-
sonas que estaban en la residencia, les entregaron una
nota, cuyo contenido aún la policía no ha querido decir,
y procedieron a volar con dos bombas de alto poder explo-
sivo la residencia, la cual quedó totalmente destruida. Den-
tro de unos minutos, volveremos con más información

185
Otro anuncio sobre lo delicioso que era el sabor del
ron patrocinador, lo noble que era la familia dueña de la
empresa y lo mucho que ese ron y esa familia habían he-
cho en Puerto Rico y otra vez las noticias:
—La nota dejada por los terroristas dice: "Esto es
un mensaje. Cada cual leerá en él lo que entienda. Los
que lo entiendan, se salvarán".
Manténgase en sintonía; dentro de breves segundos
daremos el nombre de la familia damnificada.
Volvió el locutor a los comerciales. Un terrible pre-
sentimiento inmovilizó a don Artemio. La voz del locutor
cortó el aliento a los jurados:
—La mansión destruida totalmente por las bombas
de los terroristas es la del conocido hombre de negocios
don Artemio Domínguez . . .—
Los once jurados, como estatuas de sal, se quedaron
pasmados. La gravidez del rostro de don Artemio se hizo
cadavérica. Genaro Caraballo fue el primero en reaccionar.
Acercándose a Domínguez, le pasó el brazo por el hombro.
Mientras lo consolaba exclamó:
—Su familia está bien; eso es lo importante. Las ca-
sas se hacen otra vez . . .—
Los otros jurados rodearon a don Artemio. Más miedo
que deseo de ayudar, los empujaba a agruparse. El temor
a lo desconocido, al peligro que puede herir sin saber
cómo ni cuándo los ofusco con una aprensión enervan-
te. En eso volvió el alguacil Cardona con el café y los
sandwiches. Detrás venía Corchado. Ambos alguaciles com-
prendieron que los jurados se habían enterado del bom-
bazo. Fue lo primero que les dijeron al entrar a la Cafe-
tería :
—¡Oyeron! Le metieron una bomba a la casa del

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presidente del jurado. Eso está feo . . .
—Su familia está bien, don Artemio—, dijo Cardona,
tratando de parecer tranquilo.
Don Artemio hizo un esfuerzo para hablar.
—Déjenme hablar con el juez.
Cardona miró a Corchado, buscando su aquiesciencia.
Este expresó:
-—Si se llama al juez, va a preguntar cómo ustedes se
han enterado, pues se supone que estaban incomunicados.
Pero, por mí, que llamen.—
El juez se había ido a su casa después de enviar el
jurado a deliberar.
Cardona lo que le tenía a Polo Pales era terror; sin
que eso impidiera que lo admirara como a un ídolo.
Con voz servil llamó:
—Hable alto; 110 se le oye. ¿Qué le pasa? ¿Se está
muriendo de miedo?—
—Es . . . que . . . por las noticias los jurados se ente-
raron . . .
Cardona tuvo que despegar el audífono; el grito del
juez lo dejó sordo:
—¿Quién cara jo le puso las noticias? Tenían que es-
tar incomunicados.
Cardona más muerto que vivo, añadió:
—Don Artemio quiere hablar con usted.
—Dígale que no se puede. Usted lo sabe; el caso se
ha jodio. Con esa bomba, esos mierdas estarán cagándose
del miedo. Dígale que no pueden comunicarse con nadie
y que no le cojan miedo a la bomba; eso, como cosa suya,
sin mencionarme a mí. Dígale que la familia de él está
perfectamente bien; tranquilícelos y usted me responde
de ese veredicto. Acuérdese bien usted; me responde de

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ese veredicto; eso estaba en la mano. Usted me responde.—
Cuando terminó la conversación, el auricular del telé-
fono le resvaló en la mano a Cardona con el sudor.
Se secó las manos y la frente con el pañuelo, se abrochó
la chaqueta en el botón del medio y se apretó la correa.
Tratando de dar la impresión de que toda la situación
estaba bajo su completo dominio, entró otra vez al salón
de los jurados.
—Todo está bien. Ya cogieron a los que pusieron las
bombas. La familia de don Artemio está perfectamente
bien. Los que pusieron las bombas eran unos tipos de una
Unión obrera que ha tenido problemas con don Artemio;
no tienen nada que ver con este caso.—
Cuando terminó la mentira, se sintió mejor, se grati-
ficó mentalmente pensando la carcajada de felicitación
que le iba a lanzar Polo Pales por habérsele ocurrido un
embuste tan bien hurdido.
Pero Pellicia lo sacó de pie. —Eso no es lo que ha
estado diciendo el radio. Ahora mismo dieron más noticias
cuando usted llamaba por teléfono al juez y dijeron que
los tipos no los habían cogido y que las bombas era pa'no-
sotros; que eran pa'Don Artemio, por ser del jurado. A mí
no me embarque, pariente, que yo a tí te conozco; con ese
cuento a otro.— Y como si se se le hubiera pegado el
vellón, siguió hablando con su voz chillona y ahora ner-
viosa. —¿Esas bombas eran pa'nosotros. Esto está malo.
Maldita la hora en que me pusieron de jurado. Yo no me
voy a dejar poner una bomba por el Gobierno. A mí lo
que me importa es el pellejo mío. Esa gente son locos;
matan al país y hasta la madre que los parió. Conmigo no
cuenten, no cuenten . . .

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Cardona iba a contestarle, pero no vio ambiente pro-
picio. Se limitó a decir:
—A mí me informaron eso; lo que diga el radio no es
oficial.— Nadie le creyó. El alguacil Corchado creyó opor-
tuno intervenir:
—Ya sabemos que la familia de don Artemio está
bien. Hay que seguir deliberando y cumpliendo con la ley.
Mientras más pronto se vuelva al trabajo, más pronto se
termina con el caso. Cardona y yo nos vamos afuera y uste-
des continúen deliberando y nos avisan cuando lleguen a
un acuerdo o si necesitan algo; si tienen dudas, pueden
pedir instrucciones adicionales. Se abre sala y en Corte
abierta al juez se las aclara.—
—Hay que salir de esto— exclamó don Artemio.
Los alguaciles salieron del salón de deliberaciones.
—Yo creo . . . empezó a decir Martín Gómez.—
Pero Pellicia lo interrumpió:
—Vamos a dejarnos de tonterías y vamos a plantear-
nos esto en plata. Aquí no se puede traer ningún veredicto.
Si absolvemos, el Gobierno nos quema y si metemos a la
cárcel a ése, nos exponemos a que nos metan una bomba
a la familia. A mí no importa la prueba ni ná; esto se ha
puesto malo, malo, y yo no me voy a perjudicar por nadie.
Allá ustedes; eso es lo que tengo que decir.—

Las palabras del líder de barrio del Alcalde cayeron


en tierra fértil. Esa era la salida que ahora todos querían,
pero que nadie se atrevía a aceptar. Los doce jurados per-
manecieron silenciosos durante varios minutos. Por fin,
don Artemio, tímidamente dijo:
—Bueno, si ustedes están de acuerdo, yo creo que
por más tiempo que estemos discutiendo y analizando la
prueba, nunca nos vamos a poner de acuerdo.—

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Martín Gómez pausadamente observó:
—Pero tiene que haber una votación. ¿La hacemos?—
El sargento jubilado del ejército de los Estados Unidos
contestó:
—Que la votación sea seis para absolver y seis para
condenar.—
El teniente jubilado de la Policía de Puerto Rico,
Fremaín Vélez metió la cuchara;
—Habemos algunos que no podemos votar para ab-
solver. Pero estoy de acuerdo con la mayoría.—
Genaro Caraballo, el dueño de las lavanderías, terció:
—La mejor forma es poner seis papelitos que digan
culpable y seis papelitos que digan no culpable, luego los
sorteamos y cada cual vota como le toque.—
El teniente jubilado volvió a la carga;
—Pero tenemos que comprometernos, bajo palabra
de honor, a nadie divulgar, ni a la mujer, este acuerdo.—
Epifanio Cruz se levantó de su silla y acercándose a
Francisco Pérez como si buscara el asentimiento de éste
interrumpió:
—Yo me opongo a eso de seis papelitos culpable y seis
papelitos no culpable. A mí me impresionó mucho las pa-
labras del Lcdo. Torres y ustedes voten como les parezca
pero yo voy a votar de acuerdo con mi conciencia.—
Las palabras de Don Epifanio calaron hondo en el
grupo. Por varios minutos nadie hizo la más mínima ex-
presión; permanecían quietos como si tuvieran miedo de
moverse.
Don Artemio como si hablara para sí mismo volvió a
repetir su primer frase:
—Hay que salir de esto.—
Martín Gómez se levantó y empezó a entregar a cada

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uno de los miembros un pedazo de papel a la vez que decía:
—Vamos a votar, vamos a votar pero vamos a tener en
mente que no puede haber veredicto.—
Doña María Torres, tímidamente al cojer el papel
que le tendía Gómez dijo:
—Debemos votar en secreto, que nadie sepa como
vota el otro.—
Antonio Pellicia le contestó:
—Sí doña María, vamos a hacerlo así pero tenemos
que tener claro que no va a haber veredicto.—
Francisco Pérez que casi no había participado duran-
te el proceso en las deliberaciones y apenas se había co-
municado con los otros miembros del jurado, asumiendo
una actitud de reto exclamó:
—Miren señores, vamos a dejarnos de consideracio-
nes irresponsables y vamos actuar como hombres comple-
tos, que cada uno le responda a Dios y a su conciencia y los
que tengan miedo que se lo aguanten o que le informen al
juez que no pueden deliberar porque están muertos del
miedo.— La presión de las palabras de Don Francisco Pé-
rez fueron decisivas.
Al otro día, la cara formal de la justicia presentaba
el final del drama. A las nueve abrió el Tribunal para re-
cibir el veredicto. La sala estaba atestada de público.
Las medidas de seguridad de la policía eran extremas.
El número de policías uniformados era tal, que daba la
impresión de que de un momento a otro iba a suceder algo
terrible. Solo dos personas no sufrieron la humillación
del cacheo para poder entrar a la Corte; a Rosa, las mu-
jeres policías la dejaron entrar sin siquiera pedirle que
habriera la cartera. Al Padre Pedro, los agentes se con-
formaron con decirles: —Pase usted, Padre, pase.—

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Los periodistas de la prensa, la radio y la televisión
comercial, ávidas aves de rapiña del sensacionalismo, pu-
lulaban con sus cámaras, y gravadoras, prontas a lanzar a
los cuatro vientos, el resultado del proceso.

Camilo subió acompañado del Lcdo, Torres. Vestía un


pantalón gris y una guayabera blanca, de manga larga.
Aparentemente sereno, caminaba sin mirar a los lados.
Todo el mundo ocupó su sitio, menos el juez y el jurado.
De repente hizo su entrada hacia el estrado el juez Polo
Pales. Arropado en su toga negra, como Júpiter iracundo,
subió al tabernáculo, mientras todo el mundo, al clamor
del alguacil, se ponía de pie, permaneciendo así hasta que
él se sentó y el alguacil dió la orden. Del rostro del ma-
gistrado había desaparecido la sonrisa de Monalisa per-
vertida ; un rictus cuadrado de odio ensombrecía su expre-
sión. A un ademán de su persona, el alguacil hizo pasar el
jurado. Los respetables miembros del jurado, en fila india,
bien vestidos, con las corbatas correctamente anudadas al
cuello y las caras terriblemente serias, fueron ocupando
uno a uno sus asientos.

—¿Están ustedes en condiciones de rendir un vere-


dicto?, preguntó el juez con voz ronca.

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—Estamos en condiciones de informar al Tribunal el
veredicto.—
Contestó Don Artemio tímidamente.
—Adelante.—
Don Artemio entregó al Alguacil un papel. El Algua-
cil Cardona lo llevó al juez. Este le dió una rápida mirada,
devolviendo el veredicto sin expresar en su rostro la más
leve emoción. Ordenó secamente:

—Léalo en voz alta.—

La voz del Alguacil Cardona tembló y las palabras


sofocadas como si no quisieran salir dijo:

—El jurado encuentra al acusado no culpable.—

El murmullo del público fue cortado en seco por el


violento malletazo del Palo Pales, quién exclamó:
—¡El Tribunal recesa!—
Una sonrisa dulce de satisfacción corrió en los labios
del Alguacil Corchado. El hijo del Lcdo. Torres entre el
público no hacía gestos ni movía los brazos, ni aplaudía
como los demás, pero en sus ojos grandes un baile de
orgullo por su padre hacía fiestas. Rosa rodeada de sus
hijos y de su esposo desde su mismo sitio de siempre
irradiaba la plenitud de la resurrección del hijo. Camilo,
sintió que el veredicto no tenía nada que ver con él.
El abandono existencial de su padre lo sorprendió acom-
pañado de una soledad terrible.

FIN

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Este libro se terminó de imprimir en
JAY-CE PRINTING
Lealtad 1062 Esq. Lloverás, Santurce, P. R. 00907
Tel. 723-2604
Marzo 1981

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