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GEORGES BATAILLE

Toda la obra de este poeta, ensayista y novelista francés (1897-1962) es

hoy una pieza fundamental del conocimiento humano occidental. Fue conservador

de la Biblioteca Municipal de Orléans y dirigió hasta su muerte la importante

revista Critique. Encaminó su obra hacia la búsqueda constante, en la

contradictoria y oscura mente del Hombre contemporáneo, de sus más auténticas,

ocultas y remotas verdades, las más secretas y reprimidas. De esta ingente obra,

que ocupa doce volúmenes en la colección La Pléiade (Éditions Gallimard),

Tusquets Editores ha publicado: El verdadero Barba-Azul. La tragedia de Gilíes de

Rais (ínfimos 35), con prólogo de Mario Vargas Llosa, Las lágrimas de Eros

(Ensayo 33), Historia del ojo, Mi madre, Madame Edwards seguido de El muerto y

El azul del cielo (La sonrisa vertical 10, 19, 25 y 44).


ÍNDICE

Prólogo...................................................................................................... 5

Introducción............................................................................................... 8

Primera parte Lo prohibido y la transgresión ............................................. 19

Capítulo I El erotismo en la experiencia interior ...................................... 20

Capítulo II La prohibición vinculada a la muerte...................................... 28

Capítulo III La prohibición vinculada a la reproducción .......................... 35

Capítulo IV La afinidad entre la reproducción y la muerte...................... 40

Capítulo V La transgresión..................................................................... 46

Capítulo VI Matar, cazar, hacer la guerra............................................... 52

Capítulo VII Matar y sacrificar ................................................................ 60

Capítulo VIII Del sacrificio religioso al erotismo ...................................... 66

Capítulo IX La plétora sexual y la muerte............................................... 70

Capítulo X La transgresión en el matrimonio y en la orgía..................... 82

Capítulo XI El cristianismo ..................................................................... 89

Capítulo XII El objeto del deseo: la prostitución ..................................... 98

Capítulo XIII La belleza ........................................................................ 106

Segunda parte Estudios diversos sobre el erotismo................................ 111

Estudio I Kinsey, el hampa y el trabajo ................................................ 112

Estudio II El hombre soberano de Sade.............................................. 1233

Estudio III Sade y el hombre normal .................................................... 132

Estudio IV El enigma del incesto........................................................... 147

Estudio V Mística y sensualidad............................................................ 164

Estudio VI La santidad, el erotismo y la soledad.............................. 18686

Estudio VII Prefacio de «Madame Edwarda»................................... 19696

Conclusión ............................................................................................ 201


Notas..................................................................................................... 204

A Michel Leiris
Prólogo

El espíritu humano está expuesto a los requerimientos más sorprendentes.

Constantemente se da miedo a sí mismo. Sus movimientos eróticos le aterrorizan.

La santa, llena de pavor, aparta la vista del voluptuoso: ignora la unidad que existe

entre las pasiones inconfesables de éste y las suyas.

Con todo, no es imposible hallar la coherencia del espíritu humano, cuyas

posibilidades se extienden en un territorio que va desde la santa hasta el

voluptuoso.

Me sitúo en un punto de vista desde el que percibo estas posibilidades, que

son opuestas, en concierto. No intento de ninguna manera reducirlas unas a otras,

sino que me esfuerzo en captar, más allá de toda posibilidad de negar al otro, una

última posibilidad de convergencia.

No pienso que el hombre tenga la más mínima posibilidad de arrojar un

poco de luz sobre todo eso sin dominar antes lo que le aterroriza. No se trata de

que haya que esperar un mundo en el cual ya no quedarían razones para el terror,

un mundo en el cual el erotismo y la muerte se encontrarían según los modos de

encadenamiento de una mecánica. Se trata de que el hombre sí puede superar lo

que le espanta, puede mirarlo de frente.

Si paga este precio, no le afecta ya la extraña falta de reconocimiento de sí

mismo que hasta aquí lo ha definido.

Por lo demás, no hago más que seguir un camino en el que otros se han

adentrado.

Mucho antes de la publicación de la presente obra, el erotismo ya había

dejado de ser considerado un tema del que un «hombre serio» no puede tratar sin

venir él a menos.

Ya hace bastante tiempo que los hombres hablan sin temor, y por extenso,
del erotismo. En esta misma medida, se conoce aquello de lo que hablo. Sólo he

querido buscar, en la diversidad de los hechos descritos, cohesión. He intentado

mostrar, de un conjunto de conductas, un cuadro coherente.

Esta búsqueda de un conjunto consistente opone mi esfuerzo a la labor de

la ciencia. La ciencia estudia cada cuestión aisladamente. Acumula trabajos

especializados. Creo que el erotismo tiene para los hombres un sentido que la

manera científica de proceder no puede proporcionar. El erotismo no puede ser

estudiado sin, al hacerlo, tomar en consideración al hombre mismo. En particular,

no se puede tratar el erotismo independientemente de la historia del trabajo y de la

historia de las religiones.

En esta misma medida, los capítulos de este libro se alejan a menudo de la

realidad sexual. Y además he dejado de lado algunas cuestiones que alguna vez

parecerán más importantes que las tratadas.

Lo he sacrificado todo a la búsqueda de un punto de vista desde el cual

sobresalga la unidad del espíritu humano.

La presente obra se compone de dos partes. En la primera he expuesto

sistemáticamente, con su propia cohesión, los diferentes aspectos de la vida

humana considerada desde el punto de vista del erotismo.

En la segunda he reunido varios estudios independientes, en los cuales se

aborda la misma cuestión. La unidad del conjunto es innegable. En ambas partes

se trata de la misma investigación. Los capítulos de la primera parte y los estudios

independientes de la segunda fueron escritos al mismo tiempo, entre la guerra y el

año actual (1957). Ahora bien, esta manera de proceder tiene un defecto, y es que

no he podido evitar repetir alguna cosa. En la primera parte, por ejemplo, he vuelto

en ocasiones sobre temas tratados de otra manera en la segunda. Esto me ha

parecido un inconveniente tanto menos grave cuanto que responde al aspecto


general de la obra. En este libro, una cuestión aislada engloba siempre el tema

entero. En cierto sentido, este libro se reduce a una visión de conjunto de la vida

humana, tomada cada vez desde un punto de vista diferente.

Con los ojos fijos en una visión de conjunto como ésta, me he dedicado

más que nada a la posibilidad de hallar de nuevo, en una perspectiva general, la

imagen que me obsesionó durante la adolescencia: la de Dios. Ciertamente, no

vuelvo a la fe de mi juventud. Pero en este mundo abandonado en el que nos

movemos como fantasmas, la pasión humana sólo tiene un objeto. Lo que varía

son los caminos por los cuales la abordamos. El objeto de la pasión humana tiene

los más variados aspectos, pero su sentido sólo lo penetramos cuando logramos

percibir su profunda coherencia.

Insisto sobre el hecho de que, en esta obra, los movimientos de la religión

cristiana y los impulsos de la vida erótica aparecen en su unidad.

No habría escrito este libro si hubiera estado solo a la hora de elaborar los

problemas que me planteaba. Quisiera indicar aquí que mi esfuerzo fue precedido

por Le miroir de la tauro-machie, de Michel Leiris, donde el erotismo es

considerado como una experiencia vinculada a la vida; no como objeto de una

ciencia, sino como objeto de la pasión o, más profundamente, como objeto de una

contemplación poética.

Es, en particular, a causa de Le miroir, escrito por Michel Leiris justo antes

de la guerra, por lo que este libro debía serle dedicado.

Quiero, además, agradecerle aquí de manera expresa la ayuda que me

proporcionó en el momento en que, enfermo como estaba, me vi en la

imposibilidad de ocuparme yo mismo de encontrar las fotografías que acompañan

mi texto.

Diré aquí hasta qué punto estoy impresionado aún por el apoyo solícito y
eficaz que un gran número de amigos me ha proporcionado en esta ocasión,

cuando se han encargado, por las mismas razones, de procurarme la

documentación correspondiente a lo que yo buscaba.

Citaré los nombres de: Jacques-André Boissard, Henri Dus-sat, Théodore

Fraenkel, Max-Pol Fouchet, Jacques Lacan, André Masson, Roger Parry, Patrick

Waldberg, Blanche Wiehn.

No conozco al señor Falk, ni a Robert Giraud, ni al admirable fotógrafo

Pierre Verger, a quienes debo igualmente una parte de la documentación.

No dudo de que el objeto mismo de mis estudios, y el sentimiento de la

exigencia a la que mi libro responde, están de manera esencial en el origen de su

solicitud.

No he citado aún el nombre de mi más viejo amigo: Alfred Métraux. Pero es

que debía referirme de manera general, aprovechando la ayuda que me ha

prestado en esta obra, a todo lo que le debo. No solamente me introdujo, a partir

de los años que siguieron a la primera guerra mundial, en el terreno de la

antropología y de la historia de las religiones, sino que, además, su autoridad

indiscutible me ha permitido sentirme seguro —sólidamente seguro— al hablar del

tema decisivo de lo prohibido y la transgresión.


Introducción

Podemos decir del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la

muerte. Propiamente hablando, ésta no es una definición, pero creo que esta

fórmula da mejor que ninguna otra el sentido del erotismo. Si se tratase de dar una

definición precisa, ciertamente habríamos de partir de la actividad sexual

reproductiva, una de cuyas formas particulares es el erotismo. La actividad sexual

reproductiva la tienen en común los animales sexuados y los hombres, pero al

parecer sólo los hombres han hecho de su actividad sexual una actividad erótica,

donde la diferencia que separa al erotismo de la actividad sexual simple es una

búsqueda psicológica independiente del fin natural dado en la reproducción y del

cuidado que dar a los hijos. Así, a partir de esta definición elemental, vuelvo

inmediatamente a la fórmula que propuse para empezar, según la cual el erotismo

es la aprobación de la vida hasta en la muerte. En efecto, aunque la actividad

erótica sea antes que nada una exuberancia de la vida, el objeto de esta

búsqueda psicológica, independiente como dije de la aspiración a reproducir la

vida, no es extraño a la muerte misma. Hay ahí una paradoja tan grande que, sin

esperar más, intentaré dar a mi afirmación una apariencia de razón de ser con dos

citas:

«Por desgracia el secreto es demasiado firme», observa Sade, «y no hay

libertino que esté un poco afianzado en el vicio y que no sepa hasta qué punto el

acto de quitar la vida a otro actúa sobre los sentidos...».

El mismo escribe esta frase, más singular aún:

«No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una

idea libertina».

He hablado de una aparente razón de ser. En efecto, este pensamiento de

Sade podría ser una aberración. De todos modos, aunque sea verdad que la
tendencia a la que se refiere no es tan rara en la naturaleza humana, se trata de

una sensualidad aberrante. Pero no por ello deja de existir una relación entre la

muerte y la excitación sexual. La visión o la imagen del acto de dar muerte pueden

despertar, al menos en algún enfermo, el deseo del goce sexual. Pero no

podemos limitarnos a decir que la enfermedad es la causa de esta relación.

Personalmente, admito que en la paradoja de Sade se revela una verdad. Estaverdad no está
restringida a lo que abarca el horizonte del vicio; hasta creo que

podría ser la base de nuestras representaciones de la vida y de la muerte. Y creo

finalmente que no podemos reflexionar sobre el ser independientemente de esta

verdad. El ser, las más de las veces, parece dado al hombre fuera de los

movimientos de la pasión. Diré, por el contrario, que jamás debemos

representarnos al ser fuera de esos movimientos.

Pido excusas por partir ahora de una consideración filosófica.

En general, la sinrazón de la filosofía es su alejamiento de la vida. Pero

quiero tranquilizarles inmediatamente.

La consideración que introduzco nos

remite a la vida de la manera más íntima: nos remite a la actividad sexual,

considerada esta vez a la luz de la reproducción. He dicho que la reproducción se

oponía al erotismo; ahora bien, si bien es cierto que el erotismo se define por la

independencia del goce erótico respecto de la reproducción considerada como fin,

no por ello es menos cierto que el sentido fundamental de la reproducción es la

clave del erotismo.

La reproducción hace entrar en juego a unos seres discontinuos.

Los seres que se reproducen son distintos unos de otros, y los seres

reproducidos son tan distintos entre sí como de aquellos de los que proceden.
Cada ser es distinto de todos los demás. Su nacimiento, su muerte y los

acontecimientos de su vida pueden tener para los demás algún interés, pero sólo

él está interesado directamente en todo eso. Sólo él nace. Sólo él muere. Entre un

ser y otro ser hay un abismo, hay una discontinuidad.

Este abismo se sitúa, por ejemplo, entre ustedes que me escuchan y yo que

les hablo. Intentamos comunicarnos, pero entre nosotros ninguna comunicación

podrá suprimir una diferencia primera. Si ustedes se mueren, no seré yo quien

muera. Somos, ustedes y yo, seres discontinuos.

Pero no puedo evocar este abismo que nos separa sin experimentar de

inmediato el sentimiento de haber dicho una mentira. Ese abismo es profundo; no

veo qué medio existiría para suprimirlo. Lo único que podemos hacer es sentir en

común el vértigo del abismo. Puede fascinarnos. Ese abismo es, en cierto sentido,

la muerte, y la muerte es vertiginosa, es fascinante.

Intentaré mostrar ahora que para nosotros, que somos seres discontinuos,

la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser. La reproducción encamina

hacia la discontinuidad de los seres, pero pone en juego su continuidad; lo que

quiere decir que está íntimamente ligada a la muerte. Precisamente, cuando hable

de la reproducción de los seres y de la muerte, me esforzaré en mostrar lo

idénticas que son la continuidad de los seres y la muerte. Una y otra son

igualmente fascinantes, y su fascinación domina al erotismo.

Quiero hablar de una desavenencia elemental, de algo cuya esencia es una

alteración que nos llena de zozobra. Pero, antes que nada, los hechos de los que

partiré han de parecer indiferentes. Son hechos establecidos por la ciencia y que aparentemente
nada distingue de otros hechos que sin duda también nos afectan,

pero de lejos y sin poner en juego nada que pueda conmovernos íntimamente.

Esta aparente insignificancia es engañosa, pero empezaré hablando de ella con


toda simplicidad, como si no tuviera la intención de desengañarles a renglón

seguido.

Ya saben ustedes que los seres vivos se reproducen de dos maneras. Los

seres elementales conocen la reproducción asexuada, pero los seres más

complejos se reproducen sexualmente.

En la reproducción asexuada, el ser simple que es la célula se divide en un

punto de su crecimiento. Entonces se forman dos núcleos y, de un solo ser,

resultan dos. Pero ahí no podemos decir que un primer ser haya dado nacimiento

a un segundo ser. Los dos seres nuevos son igualmente producto del ser primero.

El primer ser desapareció. Esencialmente murió, puesto que no sobrevive en

ninguno de los dos seres que ha producido. No se descompone a la manera de los

animales sexuados cuando se mueren, sino que deja de existir. Deja de existir en

la medida en que era discontinuo. Sólo que, en un punto de la reproducción, hubo

continuidad. Existe un punto en el cual el uno primitivo se convierte en dos. A

partir del momento en que hay dos, hay de nuevo discontinuidad de cada uno de

los seres. Pero el paso implica entre ambos una conciencia de continuidad. El

primero muere, pero en su muerte aparece un instante fundamental de continuidad

de dos seres.

No podría aparecer la misma continuidad en la muerte de los seres

sexuados, cuya reproducción es, en principio, independiente de la agonía y de la

desaparición. Pero la reproducción sexual, que pone en juego, y sobre la misma

base, la división de las células funcionales, hace intervenir, del mismo modo que

en la reproducción asexuada, una nueva clase de pasaje de la discontinuidad a la

continuidad. El espermatozoide y el óvulo se encuentran en el estado elemental de

los seres discontinuos, pero se unen y, en consecuencia, se establece entre ellos

una continuidad que formará un nuevo ser, a partir de la muerte, a partir de la


desaparición de los seres separados. El nuevo ser es él mismo discontinuo, pero

porta en sí el pasaje a la continuidad: la fusión, mortal para ambos, de dos seres

distintos.

Para poner en claro estos cambios, que pueden parecer insignificantes,

pero que están en la base de toda forma de vida, les sugiero que se imaginen

arbitrariamente el paso del estado en el que están ahora a un desdoblamiento

completo de su persona, al cual no podrían sobrevivir, pues las copias producidas

diferirían de ustedes de una manera esencial. Necesariamente, ninguna de esas

copias sería el mismo que ustedes son ahora. En efecto, para ser el mismo que

ustedes, una de las copias debería ser continua con la otra, y no, como es el caso,

opuesta a la otra. Hay ahí una extravagancia que a la imaginación le cuesta

esfuerzo seguir. Pero si, al contrario, se imaginan entre uno de sus semejantes y

ustedes mismos una fusión análoga a la del espermatozoide y el óvulo, no les

costará esfuerzo representarse el cambio del que se trata.

No sugiero estas toscas imágenes con el propósito de introducir mayor

precisión. Entre las conciencias claras que somos nosotros y los seres ínfimos de

los que tratamos, la distancia es considerable. A pesar de ello, les pongo en

guardia contra el hábito de considerar únicamente desde fuera a esos seres

ínfimos. Les pongo en guardia contra el hábito de mirarlos como cosas que no

tienen existencia dentro. Ustedes y yo existimos dentro. Pero lo mismo sucede con

un perro o, en esta misma línea, con un insecto o con un ser aún más pequeño.

Por más simple que sea un ser, no existe un umbral a partir del cual aparezca el

existir dentro. Este no puede ser resultado de una complejidad creciente. Si los

seres ínfimos no tuviesen, a su manera, y ya desde el comienzo, una existencia

dentro, ninguna complejidad podría hacerla aparecer.

Pero no por ello es menor la distancia que existe entre esos animálculos y
nosotros. No podemos, pues, conferir un sentido preciso a las imágenes

horripilantes que les he propuesto. Tan sólo he querido evocar, de manera

paradójica, los cambios ínfimos de los que se trata y que están en la base de

nuestra vida.

En la base, hay pasajes de lo continuo a lo discontinuo o de lo discontinuo a

lo continuo. Somos seres discontinuos, individuos que mueren aisladamente en

una aventura ininteligible; pero nos queda la nostalgia de la continuidad perdida.

Nos resulta difícil soportar la situación que nos deja clavados en una individualidad

fruto del azar, en la individualidad perecedera que somos. A la vez que tenemos

un deseo angustioso de que dure para siempre eso que es perecedero, nos

obsesiona la continuidad primera, aquella que nos vincula al ser de un modo

general. La nostalgia de la que hablo no tiene nada que ver con el conocimiento

de los datos fundamentales que he introducido. Acaso a alguien pueda hacerle

sufrir el no estar en el mundo a la manera de una ola perdida en la multiplicidad de

las olas, ignorando los desdoblamientos y las fusiones de los más simples entre

los seres. Pero esa nostalgia gobierna y ordena, en todos los hombres, las tres

formas del erotismo.

Hablaré de estas tres formas una después de otra. Trataré del erotismo de

los cuerpos, del erotismo de los corazones y, en último lugar, del erotismo

sagrado. Hablaré de las tres a fin de mostrar claramente que se trata en todos los

casos de una sustitución del aislamiento del ser —su discontinuidad— por un

sentimiento de profunda continuidad.

Cuesta poco ver a qué nos referimos al hablar del erotismo de los cuerpos o

del erotismo de los corazones; la idea de erotismo sagrado nos es menos familiar.

Por lo demás, la expresión es ambigua, en la medida en que todo erotismo es

sagrado; aunque los cuerpos y los corazones nos los encontramos sin tener que
entrar en la esfera sagrada propiamente dicha. A la vez, la búsqueda de una

continuidad del ser llevada a cabo sistemáticamente más allá del mundo

inmediato, designa una manera de proceder esencialmente religiosa; bajo su

forma familiar en Occidente, el erotismo sagrado se confunde con la búsqueda o,

más exactamente, con el amor de Dios. Por su parte, Oriente lleva a cabo una búsqueda similar
sin poner en juego necesariamente la representación de un Dios.

El budismo, en particular, prescinde de esta idea. Sea como fuere, quiero insistir

ya desde ahora mismo sobre la significación que posee mi tentativa. Me he

esforzado en introducir una noción que a primera vista podría parecer extraña,

inútilmente filosófica: la de continuidad, opuesta a la de discontinuidad, del ser.

Puedo finalmente subrayar el hecho de que, sin esta noción, no llegaríamos a

comprender de ningún modo la significación general del erotismo y la unidad de

sus formas.

Lo que intento, dando el rodeo de una exposición sobre la discontinuidad y

la continuidad de los seres ínfimos, comprometidos en los movimientos de la

reproducción, es salir de la oscuridad que siempre ha cubierto el inmenso ámbito

del erotismo. Hay un secreto del erotismo que en este momento me esfuerzo en

violar. ¿Sería acaso eso posible sin ir de entrada a lo más profundo, sin ir hasta el

corazón del ser?

He tenido que reconocer hace un momento que las consideraciones sobre

la reproducción de los seres ínfimos podían pasar por insignificantes o

indiferentes. Les falta el sentimiento de una violencia elemental, de la violencia

que anima, sean cuales fueren éstos, los movimientos del erotismo. El terreno del

erotismo es esencialmente el terreno de la violencia, de la violación. Pero

reflexionemos sobre los pasos que hay entre la discontinuidad y la continuidad de

los seres ínfimos. Si nos remitimos a la significación que tienen para nosotros esos
estados, comprenderemos que el arrancamiento del ser respecto de la

discontinuidad es siempre de lo más violento. Lo más violento para nosotros es la

muerte; la cual, precisamente, nos arranca de la obstinación que tenemos por ver

durar el ser discontinuo que somos. Desfallece nuestro corazón frente a la idea de

que la individualidad discontinua que está en nosotros será aniquilada

súbitamente. No podemos asimilar de manera demasiado simple los movimientos

de los animálculos que se encuentran en el trance de reproducirse con los de

nuestro corazón; pero, por más ínfimos que sean unos seres, no podemos

representarnos sin una violencia la puesta en juego del ser que se da en ellos; es,

en su integridad, el ser elemental el que está en juego en el paso de la

discontinuidad a la continuidad. Sólo la violencia puede ponerlo todo en juego.

¡Sólo la violencia y la desavenencia sin nombre que está vinculada a ella! Sin una

violación del ser constituido —constituido como tal en la discontinuidad— no

podemos representarnos el pasaje desde un estado hasta otro que es

esencialmente distinto. No solamente nos encontramos, en los confusos cambios

de los animálculos que han entrado en el acto de la reproducción, con el fondo de

violencia que en el erotismo de los cuerpos nos quita la respiración, sino que ahí

se nos revela el sentido íntimo de esa violencia. ¿Qué significa el erotismo de los

cuerpos sino una violación del ser de los que toman parte en él? ¿Una violación

que confina con la muerte? ¿Una violación que confina con el acto de matar?

Toda la operación del erotismo tiene como fin alcanzar al ser en lo más

íntimo, hasta el punto del desfallecimiento. El paso del estado normal al estado de deseo erótico
supone en nosotros una disolución relativa del ser, tal como está

constituido en el orden de la discontinuidad. Este término de disolución responde a

la expresión corriente de vida disoluta, que se vincula con la actividad erótica. En

el movimiento de disolución de los seres, al participante masculino le corresponde,


en principio, un papel activo; la parte femenina es pasiva. Y es esencialmente la

parte pasiva, femenina, la que es disuelta como ser constituido. Pero para un

participante masculino la disolución de la parte pasiva sólo tiene un sentido: el de

preparar una fusión en la que se mezclan dos seres que, en la situación extrema,

llegan juntos al mismo punto de disolución. Toda la operación erótica tiene como

principio una destrucción de la estructura de ser cerrado que es, en su estado

normal, cada uno de los participantes del juego.

La acción decisiva es la de quitarse la ropa. La desnudez se opone al

estado cerrado, es decir, al estado de la existencia discontinua. Es un estado de

comunicación, que revela un ir en pos de una continuidad posible del ser, más allá

del repliegue sobre sí. Los cuerpos se abren a la continuidad por esos conductos

secretos que nos dan un sentimiento de obscenidad. La obscenidad significa la

perturbación que altera el estado de los cuerpos que se supone conforme con la

posesión de sí mismos, con la posesión de la individualidad, firme y duradera.

Hay, al contrario, desposesión en el juego de los órganos que se derraman en el

renuevo de la fusión, de manera semejante al vaivén de las olas que se penetran y

se pierden unas en otras. Esta desposesión es tan completa que, en el estado de

desnudez —estado que la anuncia, que es su emblema—, la mayoría de seres

humanos se sustraen; y con mayor razón si la acción erótica, que completa la

desposesión, sigue a la desnudez. El desnudarse, si lo examinamos en las

civilizaciones en las que tiene un sentido pleno, es, si no ya un simulacro en sí, al

menos una equivalencia leve del dar la muerte. En la antigüedad, la destitución o

la destrucción que está en los fundamentos del erotismo era lo bastante sensible

para justificar una semejanza entre el acto de amor y el acto de sacrificio. Cuando

hable del erotismo sagrado, que corresponde a la fusión de los seres con un más

allá de la realidad inmediata, volveré sobre el sentido del sacrificio. Pero ya desde
ahora insisto en el hecho de que la parte femenina del erotismo aparecía como la

víctima, y la masculina, como el sacrificador; y, en el curso de la consumación,

uno y otro se pierden en la continuidad establecida por un primer acto de

destrucción.

Lo que en parte desprovee de valor a esta comparación es la levedad de la

destrucción de la que se trata. Apenas podríamos decir que si se echa en falta el

elemento de violación, o incluso de violencia, que la constituye, es más difícil que

la actividad erótica alcance su plenitud. No obstante, la destrucción real, el matar

propiamente dicho, no introduciría una forma de erotismo más perfecto que la muy

vaga equivalencia a la que me he referido. El hecho de que, en sus novelas, el

marqués de Sade defina en el acto de matar una cumbre de la excitación erótica,

sólo tiene un sentido: que si llevamos a su consecuencia extrema el esbozo de

movimiento que he descrito, no necesariamente nos alejamos del erotismo. Hay,

en el paso de la actitud normal al deseo, una fascinación fundamental por la muerte. Lo que está
en juego en el erotismo es siempre una disolución de las

formas constituidas. Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular,

que fundamentan el orden discontinuo de las individualidades que somos. Pero en

el erotismo, menos aún que en la reproducción, la vida discontinua no está

condenada, por más que diga Sade, a desaparecer: sólo es cuestionada. Debe ser

perturbada, alterada al máximo. Hay una búsqueda de la continuidad; ahora bien,

en principio solamente si la continuidad —lo único que establecería la muerte

definitiva de los seres discontinuos— no se lleva la palma. Se trata de introducir,

en el interior de un mundo fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de

la que este mundo es capaz. La aberración de Sade excede a esta posibilidad.

Tienta a un pequeño número de seres; y, a veces, los hay que llegan hasta el final.

Pero para el conjunto de los hombres normales, esos actos definitivos no hacen
sino indicar la dirección extrema de los pasos esenciales que hay que seguir. Hay

un exceso horrible de ese movimiento que nos anima; y ese exceso aclara el

sentido del movimiento. Pero para nosotros es sólo un signo horroroso, que sin

cesar nos recuerda que la muerte, ruptura de esta discontinuidad individual en la

que nos fija la angustia, se nos propone como una verdad más eminente que la

vida.

El erotismo de los cuerpos tiene de todas maneras algo pesado, algo

siniestro. Preserva la discontinuidad individual, y siempre actúa en el sentido de un

egoísmo cínico. El erotismo de los corazones es más libre. Si bien se distancia

aparentemente de la materialidad del erotismo de los cuerpos, procede de él por el

hecho de que a menudo es sólo uno de sus aspectos, estabilizado por la afección

recíproca de los amantes. Puede estar enteramente desprendido de esa afección,

pero entonces se trata de excepciones como las que tiene en reserva la gran

diversidad de los seres humanos. Lo básico es que la pasión de los amantes

prolonga, en el dominio de la simpatía moral, la fusión mutua de los cuerpos. La

prolonga o es su introducción. Pero para quien está afectado por ella, la pasión

puede tener un sentido más violento que el deseo de los cuerpos. Nunca hemos

de dudar que, a pesar de las promesas de felicidad que la acompañan, la pasión

comienza introduciendo desavenencia y perturbación. Hasta la pasión feliz lleva

consigo un desorden tan violento, que la felicidad de la que aquí se trata, más que

una felicidad de la que se puede gozar, es tan grande que es comparable con su

contrario, con el sufrimiento. Su esencia es la sustitución de la discontinuidad

persistente entre dos seres por una continuidad maravillosa. Pero esta continuidad

se hace sentir sobre todo en la angustia; esto es así en la medida en que esa

continuidad es inaccesible, es una búsqueda impotente y temblorosa. Una

felicidad tranquila, en la que triunfa un sentimiento de seguridad, no tiene otro


sentido que el apaciguamiento del largo sufrimiento que la precedió. Pues hay,

para los amantes, más posibilidades de no poder encontrarse durante largo tiempo

que de gozar en una contemplación exaltada de la continuidad íntima que los une.

Las posibilidades de sufrir son tanto mayores cuanto que sólo el sufrimiento

revela la entera significación del ser amado. La posesión del ser amado no

significa la muerte, antes al contrario; pero la muerte se encuentra en la búsqueda de esa


posesión. Si el amante no puede poseer al ser amado, a veces piensa

matarlo; con frecuencia preferiría matarlo a perderlo. En otros casos desea su

propia muerte. Lo que está en juego en esa furia es el sentimiento de una posible

continuidad vislumbrada en el ser amado. Le parece al amante que sólo el ser

amado —cosa que proviene de correspondencias difíciles de definir, donde a la

posibilidad de unión sensual hay que añadir la de unión de los corazones— puede,

en este mundo, realizar lo que nuestros límites prohíben: la plena confusión de

dos seres, la continuidad de dos seres discontinuos. La pasión nos adentra así en

el sufrimiento, puesto que es, en el fondo, la búsqueda de un imposible; y es

también, superficialmente, siempre la búsqueda de un acuerdo que depende de

condiciones aleatorias. Con todo, promete una salida al sufrimiento fundamental.

Sufrimos nuestro aislamiento en la individualidad discontinua. La pasión nos repite

sin cesar: si poseyeras al ser amado, ese corazón que la soledad oprime formaría

un solo corazón con el del ser amado. Ahora bien, esta promesa es ilusoria, al

menos en parte. Pero en la pasión, la imagen de esta fusión toma cuerpo —y en

ocasiones de manera bien diferente para ambos amantes— con una intensidad

loca. Más allá de su imagen, de su proyecto, la fusión precaria que no atenta a la

supervivencia del egoísmo individual puede, de algún modo, entrar en la realidad.

Pero da igual; de esa fusión precaria y al mismo tiempo profunda, el sufrimiento —

la amenaza de una separación—, debe mantener casi siempre una plena


conciencia.

Sea como fuere, debemos tomar conciencia de dos posibilidades opuestas.

Si la unión de los dos amantes es un efecto de la pasión, entonces pide

muerte, pide para sí el deseo de matar o de suicidarse. Lo que designa a la pasión

es un halo de muerte. Por debajo de esa violencia —a la que responde el

sentimiento de una continua violación de la individualidad discontinua—, comienza

el terreno del hábito y del egoísmo de a dos; esto significa una nueva forma de

discontinuidad. Es sólo en la violación —a la altura de la muerte— del aislamiento

individual donde aparece esa imagen del ser amado que tiene para el amante el

sentido de todo lo que es. El ser amado es para el amante la transparencia del

mundo. Lo que se transparenta en el ser amado es algo de lo que hablaré luego,

cuando me ocupe del erotismo divino o sagrado. Es, en todo caso, el ser pleno,

ilimitado, ya no limitado por la discontinuidad personal. En pocas palabras, es la

continuidad del ser percibida como un alumbramiento a partir del ser del amante.

En esa apariencia hay algo absurdo, una horrible mezcla; pero, a través del

absurdo, de la mezcla, del sufrimiento, se halla una verdad milagrosa. En el fondo,

nada es ilusorio en la verdad del amor; el ser amado equivale para el amante, y

sin duda tan sólo para el amante —pero eso no tiene importancia—, a la verdad

del ser. El azar quiere que, a través de él, una vez desaparecida la complejidad

del mundo, el amante vislumbre el fondo del ser, la simplicidad del ser.

Más allá de las precarias posibilidades —dependientes de azares

favorables— que aseguran la posesión del ser amado, la humanidad se ha

esforzado ya desde sus primeros tiempos en acceder, sin que intervenga el azar, a la continuidad
que la libera. El problema se planteó frente a la muerte, la cual

aparentemente precipita al ser discontinuo en la continuidad del ser. Este modo de

ver no se impone al espíritu de manera inmediata; y sin embargo la muerte, siendo


como es la destrucción de un ser discontinuo, no afecta en nada a continuidad del

ser, que generalmente existe fuera de nosotros. No olvido que, en el deseo de

inmortalidad, lo que entra en juego es la preocupación por asegurar la

supervivencia en la discontinuidad —la supervivencia del ser personal—; pero esta

cuestión la dejo de lado. Insisto en el hecho de que, estando la continuidad del ser

en el origen de los seres, la muerte no la afecta; la continuidad del ser es

independiente de ella. O incluso al contrario: la muerte la manifiesta. Este

pensamiento me parece que debería ser la base de la interpretación del sacrificio

religioso, del cual dije hace un rato que la acción erótica se le puede comparar. Al

disolver la acción erótica a los seres que se adentran en ella, ésta revela su

continuidad, que recuerda la de unas aguas tumultuosas. En el sacrificio, no

solamente hay desnudamiento, sino que además se da muerte a la víctima (y, si el

objeto del sacrificio no es un ser vivo, de alguna manera se lo destruye). La

víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que esa

muerte les revela. Este elemento podemos llamarlo, con los historiadores de las

religiones, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a

quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo.

Hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad

de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus

ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima. Sólo una

muerte espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y

la colectividad de la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se

escapa a nuestra atención. Por lo demás, no podríamos representarnos lo que

aparece en lo más secreto del ser de los asistentes si no pudiéramos referirnos a

las experiencias religiosas que hemos realizado personalmente, aunque fuese

durante la infancia. Todo nos lleva a creer que, esencialmente, lo sagrado de los
sacrificios primitivos es análogo a lo divino de las religiones actuales.

Dije hace un rato que hablaría de erotismo sagrado; me hubiera hecho

entender mejor si hubiese hablado ya de entrada de erotismo divino. El amor de

Dios es una idea más familiar y menos desconcertante que el amor de un

elemento sagrado. No lo he hecho, repito, porque el erotismo cuyo objeto se sitúa

más allá de lo real inmediato está lejos de ser reductible al amor de Dios. He

preferido ser poco inteligible antes que inexacto.

En esencia, lo divino es idéntico a lo sagrado, con la reserva de la relativa

discontinuidad de la persona de Dios. Dios es un ser compuesto que tiene, en el

plano de la afectividad, incluso de manera fundamental, la continuidad del ser de

la que hablo.

La representación de Dios no está por ello menos vinculada, tanto en la

teología bíblica como en la teología racional, a un ser personal, a un creador que

se distingue del conjunto de lo que es. De la continuidad del ser, me limito a decir que, en mi
opinión, no es conocible, aunque, bajo formas aleatorias, siempre en

parte discutibles, de ella nos es dada una experiencia. En mi opinión, sólo la

experiencia negativa es digna de atención; pero esa experiencia es rica. Jamás

deberíamos olvidar que la teología positiva siempre va acompañada de una

teología negativa, que halla su fundamento en la experiencia mística.

Aunque sea claramente distinta de ella, la experiencia mística se da, me

parece, a partir de la experiencia universal que constituye el sacrificio religioso.

Introduce, en el mundo dominado por un pensamiento que se atiene a la

experiencia de los objetos (y al conocimiento de lo que la experiencia de los

objetos desarrolla en nosotros), un elemento que, en las construcciones de ese

pensamiento intelectual, no tiene ningún lugar, como no sea negativamente, en

tanto que determinación de sus límites. En efecto, lo que la experiencia mística


revela es una ausencia de objeto. El objeto se identifica con la discontinuidad; por

su parte, la experiencia mística, en la medida en que disponemos de fuerzas para

operar una ruptura de nuestra discontinuidad, introduce en nosotros el sentimiento

de continuidad. Lo introduce por unos medios distintos del erotismo de los cuerpos

o del erotismo de los corazones. Más exactamente, la experiencia mística

prescinde de los medios que no dependen de la voluntad. La experiencia erótica,

vinculada con lo real, es una espera de lo aleatorio: es la espera de un ser dado y

de unas circunstancias favorables. El erotismo sagrado, tal como se da en la

experiencia mística, sólo requiere que nada desplace al sujeto.

En principio —no se trata de una regla—, la India toma en consideración, y

con la máxima simplicidad, una tras otra, las diferentes formas de las que he

hablado. La experiencia mística se reserva para la edad madura, cuando la muerte

se acerca: para el momento en que faltan condiciones favorables para la

experiencia real. A veces, la experiencia mística, tal como está vinculada a ciertos

aspectos de las religiones positivas, se opone a esa aprobación de la vida hasta

en la muerte en la que discierno de una manera general el sentido profundo del

erotismo.

Pero no es necesaria la oposición. La aprobación de la vida hasta en la

muerte es un desafío, tanto en el erotismo de los corazones como en el erotismo

de los cuerpos. Es un desafío, a través de la indiferencia, a la muerte. La vida es

acceso al ser; y, si bien la vida es mortal, la continuidad del ser no lo es. Acercarse

a la continuidad, embriagarse con la continuidad, es algo que domina la

consideración de la muerte. En primer lugar, la perturbación erótica inmediata nos

da un sentimiento que lo supera todo; es un sentimiento tal que las sombrías

perspectivas vinculadas a la situación del ser discontinuo caen en el olvido. Luego,

más allá de la embriaguez abierta a la vida juvenil, nos es dado el poder de


abordar la muerte cara a cara y de ver en ella por fin la abertura a la continuidad

imposible de entender y de conocer, que es el secreto del erotismo y cuyo secreto

sólo el erotismo aporta.

Quien me haya seguido con exactitud entenderá ahora claramente, en la

unidad de las formas del erotismo, el sentido de la frase que cité al comienzo: «No hay mejor
medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una

idea libertina».

Lo que he dicho permite entender en ella la unidad del terreno erótico que

se nos abre si rechazamos la voluntad de replegarnos sobre nosotros mismos. El

erotismo abre a la muerte. La muerte lleva a negar la duración individual.

¿Podríamos, sin violencia interior, asumir una negación que nos conduce hasta el

límite de todo lo posible?

Para terminar, querría ayudarles a sentir plenamente que el lugar al que he

querido conducirles, por poco familiar que a veces haya podido parecerles, es, sin

embargo, el punto de encuentro de violencias fundamentales.

He hablado de experiencia mística; no he hablado de poesía. No habría

podido hacerlo sin adentrarme más aún en un dédalo intelectual. Todos sentimos

lo que es la poesía; nos funda, pero no sabemos hablar de ella. No hablaré de

poesía ahora, pero creo tornar más sensible la idea de continuidad que he querido

dejar por sentada, y que no puede confundirse hasta el extremo con la del Dios de

los teólogos, recordando estos versos de uno de los poetas más violentos:

Rimbaud.

Recobrada está. ¿Qué? La eternidad. Es la mar, que se fue con el sol.

La poesía lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo: a la

indistinción, a la confusión de objetos distintos. Nos conduce hacia la eternidad,

nos conduce hacia la muerte y, por medio de la muerte, a la continuidad: la poesía


es la eternidad. Es la mar, que se fue con el sol.

Primera parte

Lo prohibido y la transgresión
Capítulo I

El erotismo en la experiencia interior

El erotismo, aspecto «inmediato» de la experiencia interior, tal


como

se opone a la sexualidad animal


El erotismo es uno de los aspectos de la vida interior del hombre. En este

punto solemos engañarnos, porque continuamente el hombre busca fuera un

objeto del deseo. Ahora bien, ese objeto responde a la interioridad del deseo. La

elección de un objeto depende siempre de los gustos personales del sujeto;

incluso si se dirige a la mujer que casi todos elegirían, lo que suele entrar en juego

es un aspecto intangible, no una cualidad objetiva de esa mujer. Esa mujer podría

no tener, si no nos afectase en nuestro ser interior, nada que forzase la

preferencia. En una palabra, hasta cuando se conforma con la mayoritaria, la

elección humana difiere de la elección del animal: apela a esa movilidad interior,

infinitamente compleja, que es propia del hombre. El animal tiene en sí mismo una

vida subjetiva, pero, al parecer, esa vida le es dada tal como lo son los objetos

inertes: de una vez por todas. El erotismo del hombre difiere de la sexualidad

animal precisamente en que moviliza la vida interior. El erotismo es lo que en la

conciencia del hombre pone en cuestión al ser. Por sí misma, la sexualidad animal

introduce un desequilibrio, y ese desequilibrio amenaza la vida; pero eso el animal


no lo sabe. En él no se abre nada parecido a un interrogante.

En consecuencia, si el erotismo es la actividad sexual del hombre, es en la

medida en que ésta difiere de la sexualidad animal. La actividad sexual de los

hombres no es necesariamente erótica. Lo es cada vez que no es rudimentaria,

cada vez que no es simplemente animal.

Importancia decisiva del paso del animal al hombre


En el paso del animal al hombre —del cual sabemos bien poca cosa—, se

halla la determinación fundamental. Se nos escapan, sin duda de manera

definitiva, todos y cada uno de los acontecimientos correspondientes a ese paso.

Con todo, estamos menos desarmados de lo que parecería de entrada. Sabemos

que los hombres fabricaron herramientas y que las utilizaron a fin de proveer a su

subsistencia; luego —sin duda no se tardó mucho—, para menesteres superfluos.

En una palabra, los hombres se distinguieron de los animales por el trabajo.

Paralelamente se impusieron unas restricciones conocidas bajo el nombre de

interdictos o prohibiciones. Estas prohibiciones se referían ciertamente y de

manera esencial a la actitud para con los muertos. Y lo probable es que afectaran

al mismo tiempo —o hacia el mismo tiempo— a la actividad sexual. Conocemos la

antigüedad de la actitud del hombre para con sus muertos gracias a los

numerosos descubrimientos de osamentas reunidas por sus contemporáneos. En

todo caso, el hombre de Neandertal, que no era del todo un hombre, que en rigor

aún no había alcanzado la postura vertical, y cuyo cráneo no difería tanto como el

nuestro de los antropoides, solía enterrar a sus muertos. Y seguramente las

prohibiciones sexuales no se remontan a esos tiempos tan remotos. Podemos


decir que aparecen en todos los lugares donde se manifestó la humanidad; pero,

en la medida en que debemos atenernos a los datos de la prehistoria, de ello no

existen testimonios tangibles. La sepultura de los muertos dejó rastros; pero no

subsiste nada que nos aporte ni tan siquiera una indicación sobre las restricciones

sexuales de los hombres más antiguos.

Sólo podemos admitir que trabajaban, pues tenemos sus herramientas. Y,

como el trabajo, por lo que parece, engendró lógicamente la reacción que

determina la actitud ante la muerte, es legítimo pensar que eso repercutió en la

prohibición que regula y limita la sexualidad; y también que el conjunto de las

conductas humanas fundamentales —trabajo, conciencia de la muerte,

sexualidad contenida— se remontan a ese mismo periodo remoto.

Indicios de que se trabajaba aparecen ya en el paleolítico inferior; la

sepultura más antigua que conocemos data del paleolítico medio. En verdad, se

trata de períodos que duraron, según cálculos actuales, centenares de miles de

años: esos interminables milenios corresponden a la muda a través de la que el

hombre se desprendió de su animalidad primera. Salió de esa muda como

trabajador, provisto además de la comprensión de su propia muerte; y ahí

comenzó a deslizarse desde una sexualidad sin vergüenza hacia la sexualidad

vergonzosa de la que se derivó el erotismo. El hombre propiamente dicho, el que

consideramos semejante a nosotros, que aparece hacia la época de las pinturas

rupestres (el paleolítico superior), está determinado por el conjunto de esos

cambios, que se disponen en el plano de la religión. Sin duda había dejado atrás

el origen de unos y otros cambios.


El erotismo, su experiencia interior y su comunicación, vinculados a

unos elementos objetivos y a la perspectiva histórica en que esos

elementos nos aparecen

Esta manera de hablar del erotismo tiene una desventaja. Si hago de él la

actividad genérica propia del hombre, defino objetivamente el erotismo. Dejo

entonces en un segundo plano, por más interés que me merezca, el estudio

objetivo del erotismo. Mi intención es, al contrario, tomar en consideración, en el

erotismo, un aspecto de la vida interior o, si se quiere, de la vida religiosa del

hombre.

El erotismo, como dije, es, desde mi punto de vista, un desequilibrio en el

cual el ser se cuestiona a sí mismo, conscientemente. En cierto sentido, el ser se

pierde objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se

pierde. Si hace falta, puedo decir que, en el erotismo, YO me pierdo. Sin duda no

es ésta una situación privilegiada. Pero la pérdida voluntaria implicada en el

erotismo es flagrante: nadie puede dudar de ella. Al hablar ahora del erotismo,

tengo la intención de expresarme sin rodeos en nombre del sujeto, incluso cuando

comienzo introduciendo consideraciones objetivas. Pero debo subrayar de entrada

que, si hablo de los movimientos del erotismo de forma objetiva, es porque la

experiencia interior nunca se da con independencia de las impresiones objetivas;

la hallamos siempre vinculada a tal o cual aspecto, innegablemente objetivo.


La determinación del erotismo es primitivamente religiosa, y mi obra

está más cerca de la «teología» que de la historia erudita de la religión

Insisto en ello: aunque a veces hable el lenguaje de un hombre de ciencia,

siempre es en apariencia. El sabio investigador habla desde fuera, tal como lo

hace un anatomista del cerebro. (Esto no es totalmente cierto: el historiador de las

religiones no puede suprimir la experiencia interior que tiene o que tuvo de la

religión. Pero eso importa poco si él es capaz de olvidarlo tanto como le es posible

o más.) Yo hablo de religión desde dentro, tal como un teólogo lo hace de

teología.

El teólogo, ciertamente, habla de una teología cristiana. Pero la religión de

la que hablo no es, como el cristianismo, una religión. Es la religión sin duda, pero

se define justamente por el hecho de que, desde el primer momento, no es una

religión particular. No hablo de ritos, ni de dogmas, ni de una comunidad precisos;

hablo tan sólo del problema que toda religión se planteó; y, ese problema, lo tomo

por cuenta mía, tal como lo hace con la teología el teólogo. Pero sin la religión

cristiana. Si no fuera que esa religión lo es a su pesar, hasta me sentiría alejado

del cristianismo. Tan cierto es así que el libro en cuyo encabezamiento defino esta

posición tiene como objeto el erotismo. Cae por su propio peso que nada en el desarrollo del
erotismo es exterior al terreno de la religión; y justamente el

cristianismo, al oponerse al erotismo, ha condenado a la mayoría de las demás

religiones. En un sentido, la religión cristiana es quizá la menos religiosa.

Quisiera que mi actitud fuese exactamente comprendida.

Para empezar, he querido la más perfecta ausencia de supuestos previos.

Nada me vincula a ninguna tradición en particular. Así, no puedo dejar de ver, en

el ocultismo o en el esoterismo, unos supuestos que me interesan en el sentido de


que responden a la nostalgia religiosa, pero de los que con todo me alejo, puesto

que implican una creencia dada. Añado que, fuera de las cristianas, las

suposiciones ocultistas son desde mi punto de vista de lo más molestas, puesto

que, como se afirman en un mundo en el que se imponen los principios de la

ciencia, de intento se les dan la espalda. Hacen así de quien las admite lo mismo

que resultaría de un hombre que, entre los demás hombres, supiera que existe el

cálculo, pero se negase a corregir los errores de sus cuentas. La ciencia no me

ciega (deslumbrado, sólo de mala manera podría responder a sus exigencias) y,

del mismo modo, el cálculo no me perturba. Ya me parece bien que me digan que

«dos más dos son cinco»; pero cuando alguien, con algún fin preciso, echa

cuentas conmigo, olvido la identidad pretendida entre cinco y dos-más-dos. Desde

mi punto de vista, nadie podría plantear el problema de la religión a partir de

soluciones gratuitas que el actual espíritu de rigor recusa. No soy un hombre de

ciencia en el sentido de que hablo de experiencia interior, no de objetos; pero, en

el momento en que hablo de objetos, lo hago como los hombres de ciencia, con el

rigor que es inevitable.

Diré incluso que, las más de las veces, la actitud religiosa comporta una

avidez tan grande de respuestas apresuradas, que la palabra religión ha adquirido

el sentido de una facilidad de pensamiento; por ello, mis primeras palabras pueden

llevar a algún lector no prevenido a pensar que se trata de una aventura

intelectual, y no de un incesante caminar que, llegado el caso, pone al espíritu

más allá, pero siempre por el camino de la filosofía y de las ciencias, y en busca

de todo lo posible que pueda abrirse.

De todas maneras, todo el mundo reconocerá que ni la filosofía ni las

ciencias pueden pretender tomar en consideración el problema planteado por la

aspiración religiosa. Pero también todo el mundo reconocerá que, en las


condiciones que se han dado, hasta ahora esta aspiración no ha podido traducirse

más que en formas alteradas. Nunca pudo la humanidad buscar lo que la religión

busca desde siempre, a no ser en un mundo en el que su búsqueda dependía de

causas dudosas y sometidas, si no ya al movimiento de unos deseos materiales,

sí a unas pasiones circunstanciales: la humanidad podía combatir esos deseos y

esas pasiones, podía también servirlos, pero no podía serles indiferente. La

búsqueda que la religión comenzó —y prosiguió— no debe ser liberada de las

vicisitudes históricas en menor medida de lo que lo está la investigación científica.

No es que el hombre no dependiera enteramente de esas vicisitudes, pero eso es

cierto para el pasado. Llega un momento, sin duda precario, en que, con la ayuda de la suerte, ya
no debemos esperar la decisión de otros (en forma de un dogma)

antes de adquirir la experiencia que queremos. Hasta el momento, podemos

comunicar libremente el resultado de esa experiencia.

En este sentido, puedo preocuparme por la religión, no como el profesor

que hace historia, que habla por ejemplo del brahmán como de una cosa más

entre otras, sino como el propio brahmán. Y sin embargo yo no soy brahmán, ni

cualquier otra cosa; debo proseguir una experiencia solitaria, sin tradición, sin rito

y sin nada que me guíe; pero sin nada que me estorbe tampoco. En mi libro doy

expresión a una experiencia, y ello sin apelar a nada en particular, con sólo el

cuidado de comunicar la experiencia interior —es decir, desde mi punto de vista, la

experiencia religiosa— por fuera de toda religión definida.

Así, mi investigación, fundamentada esencialmente en la experiencia

interior, difiere desde su origen del trabajo del historiador de las religiones, del

etnógrafo o del sociólogo. Sin duda se planteó la cuestión de saber si era posible

para estos últimos orientarse a través de los datos que elaboraban

independientemente de una experiencia interior, en parte común con la de sus


contemporáneos y en parte también, hasta cierto punto, experiencia personal

aunque modificada por el contacto con el mundo que constituía el objeto de sus

estudios. Ahora bien, en el caso de estos investigadores, podemos casi proponer

como principio que cuanto menos entra en juego su experiencia —cuanto más

discreta es ésta—, tanto mayor es la autenticidad de su trabajo. No digo: cuanto

menor es su experiencia, sino cuanto menos entra en juego. En efecto, estoy

convencido de la ventaja que tiene para un historiador una experiencia profunda;

ahora bien, si la tiene, y puesto que la tiene, lo mejor es que se esfuerce en

olvidarla y en considerar los hechos desde fuera. No puede olvidarla del todo, no

puede reducir enteramente el conocimiento de los hechos al que le viene dado

desde fuera —y más vale así—, pero lo ideal es que esta experiencia desempeñe

un papel a pesar suyo, y en la medida en que esa fuente de conocimiento es

irreductible, en la medida en que hablar de religión sin una referencia interior a la

experiencia que tenemos de ella produciría trabajos sin vida, una acumulación de

materia inerte presentada en un desorden ininteligible.

En contrapartida, si considero los hechos personalmente y a la luz de la

experiencia que tengo de ellos, sé lo que dejo atrás: abandono la objetividad de la

ciencia. Para comenzar —ya lo dije—, no puedo prohibirme arbitrariamente el

conocimiento que me aporta el método impersonal: mi experiencia supone

siempre el conocimiento de los objetos que pone en juego (son, en el erotismo al

menos, los cuerpos; en la religión, las formas estabilizadas sin las cuales la

práctica religiosa común no podría existir). Esos cuerpos sólo nos son dados en la

perspectiva en la que históricamente adquirieron el sentido que tienen (su valor

erótico). No podemos separar la experiencia que tenemos de ellos de esas formas

objetivas y de su aspecto exterior, ni tampoco de su aparición histórica. En el


plano del erotismo, las modificaciones del propio cuerpo, que responden a los movimientos vivos
que nos remueven interiormente, están relacionadas con los

aspectos seductores y sorprendentes de los cuerpos sexuados.

No solamente estos datos precisos, que nos llegan de todos lados, podrían

oponerse a la experiencia interior que responde a ellos, sino que la ayudan a salir

de lo fortuito que es propio de la individualidad. Aun asociada a la objetividad del

mundo real, la experiencia introduce fatalmente lo arbitrario y, de no tener el

carácter universal del objeto al cual está ligado su retorno, no podríamos hablar de

ella. Del mismo modo, sin experiencia, no podríamos hablar ni de erotismo ni de

religión.

Las condiciones de una experiencia interior impersonal: la


experiencia

contradictoria de lo prohibido y de la transgresión


Sea como fuere, hemos de oponer netamente el estudio que se extiende lo

menos posible en el sentido de la experiencia, al que se adentra en ella

resueltamente. Hay que decir además que, si el primero no hubiese tenido lugar

ya antes, el segundo permanecería condenado a la gratuidad que nos es familiar.

Finalmente, es seguro que una condición que hoy nos parece insuficiente se da

desde hace muy poco.

Tanto si se trataba de erotismo o, más generalmente, de religión, su

experiencia interior lúcida era imposible en una época en que no se evidenciaba el

juego de contrapeso entre lo prohibido y la transgresión, juego que ordena la

posibilidad de ambos. Y además no basta saber que este juego existe. El

conocimiento del erotismo, o de la religión, requiere una experiencia personal,


igual y contradictoria, de lo prohibido y de la transgresión.

Esta doble experiencia no se suele dar. Las imágenes eróticas, o religiosas,

introducen esencialmente, en unos, los comportamientos de la prohibición, en

otros, unos comportamientos contrarios. Los primeros son tradicionales. Los

segundos son comunes en sí mismos, al menos bajo la forma de un pretendido

retorno a la naturaleza, a la cual se oponía la prohibición. Pero la transgresión

difiere del «retorno a la naturaleza»: levanta la prohibición sin suprimirla. Ahí se

esconde el impulso motor del erotismo; ahí se encuentra a la vez el impulso motor

de las religiones. Anticiparía el desarrollo de mi estudio si me explicase ahora

sobre la profunda complicidad que existe entre la ley y su violación. Pero, si bien

es cierto que la desconfianza (el movimiento incesante de la duda) es necesaria

para quien se esfuerza en describir la experiencia de la que hablo, esa

desconfianza debe en particular satisfacer las exigencias que ya desde ahora

puedo formular.

Para comenzar, debemos decirnos de nuestros sentimientos que tienden a

dar un sesgo personal a nuestros puntos de vista.

Pero esta dificultad es general; me parece que es relativamente simple

tomar en consideración en qué coincide mi experiencia interior con la de los

demás, y por qué me hace comunicarme con ellos. Habitualmente esto no se

admite, pero el carácter vago y general de mi proposición me impide insistir en

ella. Paso a otra cosa. Los obstáculos que se oponen a la comunicación de la

experiencia me parecen de otra naturaleza; obedecen a la prohibición que la

fundamenta y a la duplicidad de la que hablo, la que proviene de conciliar aquello

que por principio es inconciliable: el respeto a la ley y su violación, la prohibición y

la transgresión.

Una de dos: o bien la prohibición entra en juego, y a partir de ahí no tiene


lugar la experiencia, o acaso sólo tiene un lugar furtivo, permanece fuera del

campo de la conciencia; o bien lo prohibido no entra en juego: éste es, de ambos

casos, el más desfavorable. Para la ciencia, la prohibición no suele estar

justificada; es patológica, proviene de la neurosis. Es conocida, pues, desde fuera:

aun cuando tenemos de ella una experiencia personal, vemos en ella un

mecanismo exterior intruso en nuestra conciencia. Esta manera de ver no suprime

la experiencia, sino que le da un sentido menor. Por este mismo hecho, lo

prohibido y la transgresión, si son descritos, lo son como objetos, y lo son por el

historiador; o por el psiquiatra (o el psicoanalista).

El erotismo, tal como la inteligencia lo toma en consideración como cosa,

es, con el mismo título que lo es la religión, una cosa, un objeto monstruoso. El

erotismo y la religión se nos cierran en la medida en que no los situamos

resueltamente en el plano de la experiencia interior. Los situamos en el plano de

las cosas, las que conocemos desde fuera, si cedemos, aunque sea sin saberlo, a

la prohibición. La prohibición observada de un modo distinto al del pavor no tiene

ya la contrapartida del deseo, el cual es su sentido profundo. Lo peor es que la

ciencia, cuyo movimiento quiere que lo prohibido sea tratado objetivamente,

procede de la misma prohibición, ¡pero al mismo tiempo la rechaza en calidad de

no racional! Sólo una experiencia desde dentro nos presenta su aspecto global, el

aspecto en que la prohibición está finalmente justificada. En efecto, si operamos

científicamente, consideramos los objetos en tanto que exteriores al sujeto que

somos; el propio investigador se convierte, en la ciencia, en un objeto exterior al

sujeto, que sólo opera científicamente (pero no podría operar así si ya de entrada

no se hubiese negado como sujeto). Todo va bien si el erotismo es condenado, si

por adelantado lo hemos rechazado, si somos liberados de él; pero si, como suele

suceder, la ciencia condena a la religión (la religión moral) que, en este punto,
resulta ser fundamento de ciencia, cesa nuestra oposición legítima al erotismo. Al

no oponernos ya a él, debemos dejar de tomarlo como una cosa, como un objeto

exterior a nosotros.2

Debemos tomarlo en consideración como el movimiento del

ser en nosotros mismos.

Si la prohibición entra en juego plenamente, es difícil. La prohibición fue por

adelantado algo conveniente para la ciencia: alejaba su objeto —lo prohibido— de

nuestra conciencia, arrebataba al mismo tiempo de nuestra conciencia —al menos a la conciencia
clara— el movimiento de pavor cuya consecuencia era la

prohibición. Pero el rechazo del objeto perturbador, así como de la perturbación,

fue necesario para la claridad —que nada perturbaba— del mundo de la actividad,

del mundo objetivo. Sin lo prohibido, sin la primacía de la prohibición, el hombre no

habría podido alcanzar la conciencia clara y distinta sobre la cual se fundó la

ciencia. La prohibición elimina la violencia, y nuestros movimientos de violencia (y

entre ellos los que responden al impulso sexual) destruyen en nosotros el tranquilo

ordenamiento sin el cual es inconcebible la conciencia humana. Pero si la

conciencia debe ocuparse justamente de los movimientos confusos de la violencia,

eso implica que para empezar debiera haber podido constituirse al abrigo de las

prohibiciones; y esto supondría, además, que podríamos dirigir la luz de esa

conciencia sobre esas mismas prohibiciones sin las cuales no existiría. La

conciencia no puede entonces ocuparse de ellas como de un error del que

nosotros seríamos las víctimas, sino como los efectos del sentimiento fundamental

del que dependió la humanidad. La verdad de las prohibiciones es la clave de

nuestra actitud humana. Debemos y podemos saber exactamente que las

prohibiciones no nos vienen impuestas desde fuera. Esto nos aparece así en la

angustia, en el momento en que transgredimos la prohibición, sobre todo en el


momento suspendido en que esa prohibición aún surte efecto, en el momento

mismo en que, sin embargo, cedemos al impulso al cual se oponía. Si observamos

la prohibición, si estamos sometidos a ella, dejamos de tener conciencia de ella

misma. Pero experimentamos, en el momento de la transgresión, la angustia sin la

cual no existiría lo prohibido: es la experiencia del pecado. La experiencia conduce

a la transgresión acabada, a la transgresión lograda que, manteniendo lo prohibido

como tal, lo mantiene para gozar de él. La experiencia interior del erotismo

requiere de quien la realiza una sensibilidad no menor a la angustia que funda lo

prohibido, que al deseo que lleva a infringir la prohibición. Esta es la sensibilidad

religiosa, que vincula siempre estrechamente el deseo con el pavor, el placer

intenso con la angustia.

Quienes ignoran, o sólo experimentan furtivamente, los sentimientos de la

angustia, de la náusea, del horror comunes a las jovencitas del siglo pasado, no

son susceptibles de esa experiencia; pero lo mismo sucede con quienes están

limitados por esos mismos sentimientos. Esos sentimientos no tienen nada de

enfermizo; pero son, en la vida de un hombre, lo mismo que la crisálida para el

animal completo. La experiencia interior del hombre se da en el instante en que,

rompiendo la crisálida, toma conciencia de desgarrarse él mismo, y no la

resistencia que se le opondría desde fuera. La superación de la conciencia

objetiva, limitada por las paredes de la crisálida, está vinculada a esa

transformación.
Capítulo II

La prohibición vinculada a la muerte

La oposición entre el mundo del trabajo o de la razón y el mundo


de la

Violencia

En los desarrollos que seguirán, que tienen por objeto el erotismo ardiente

(el punto ciego en el que el erotismo alcanza su intensidad extrema), me referiré

sistemáticamente a la oposición entre los dos términos inconciliables de los que he

hablado: lo prohibido y la transgresión.

En cualquier caso, el hombre pertenece a ambos mundos, entre los cuales,

por más que quiera, está desgarrada su vida. El mundo del trabajo y de la razón

es la base de la vida humana; pero el trabajo no nos absorbe enteramente y, si

bien la razón manda, nuestra obediencia no es jamás ilimitada. Con su actividad,

el hombre edificó el mundo racional, pero sigue subsistiendo en él un fondo de

violencia. La naturaleza misma es violenta y, por más razonables que seamos

ahora, puede volver a dominarnos una violencia que ya no es la natural, sino la de

un ser razonable que intentó obedecer, pero que sucumbe al impulso que en sí

mismo no puede reducir a la razón.

Hay en la naturaleza, y subsiste en el hombre, un impulso que siempre

excede los límites y que sólo en parte puede ser reducido. Por regla general, no

podemos dar cuenta de ese impulso. Es incluso aquello de lo que, por definición,

nunca nadie dará cuenta; pero sensiblemente vivimos en su poder. El universo


que nos porta no responde a ningún fin que la razón limite; si intentamos hacer

que Dios responda de él, lo único que hacemos es asociar de manera no

razonable el exceso infinito, en cuya presencia se halla nuestra razón, con esa

misma razón. Ahora bien, por el exceso mismo que hay en él, ese Dios cuya

noción inteligible quisiéramos formar no cesa, al exceder esa noción, de exceder

los límites de la razón.

En el terreno donde se desenvuelve nuestra vida, el exceso se pone de

manifiesto allí donde la violencia supera a la razón. El trabajo exige un

comportamiento en el cual el cálculo del esfuerzo relacionado con la eficacia

productiva es constante. El trabajo exige una conducta razonable, en la que no se

admiten los impulsos tumultuosos que se liberan en la fiesta o, más generalmente,

en el juego. Si no pudiéramos refrenar esos impulsos, no llegaríamos a trabajar;

pero a su vez el trabajo introduce precisamente la razón para refrenarlos. Esos

impulsos dan a quienes ceden a ellos una satisfacción inmediata; el trabajo, por el

contrario, promete a quienes los dominan un provecho ulterior y de interés

indiscutible, a no ser desde el punto de vista del momento presente. Ya desde los

tiempos más remotos,

el trabajo introdujo una escapatoria, gracias a la cual el

hombre dejaba de responder al impulso inmediato, regido por la violencia del

deseo. Es arbitrario, sin duda, oponer siempre el desapego, que está en la base

del trabajo, a unos movimientos impulsivos tumultuosos cuya necesidad no es

constante. Sin embargo, una vez comenzado, el trabajo crea una imposibilidad de

responder a esas exigencias inmediatas que pueden hacernos indiferentes a unos

resultados deseables pero cuyo interés sólo remite a un tiempo ulterior. La mayor

parte de las veces, el trabajo es cosa de una colectividad; y la colectividad debe


oponerse, durante el tiempo reservado al trabajo, a esos impulsos hacia excesos

contagiosos en los cuales lo que más existe es el abandono inmediato a ellos. Es

decir: a la violencia. Por todo ello, la colectividad humana, consagrada en parte al

trabajo, se define en las prohibiciones, sin las cuales no habría llegado a ser ese

mundo del trabajo que es esencialmente.

El objeto fundamental de las prohibiciones es la violencia


Lo que impide darse cuenta en su simplicidad de esa articulación decisiva

de la vida humana es el capricho que reinó en la promulgación de esas

prohibiciones, el cual solió conferirles una insignificancia superficial. Sin embargo,

la significación de las prohibiciones, si las tomamos en consideración en su

conjunto, y en particular si tenemos en cuenta las que sin cesar observamos

religiosamente, se puede reducir a un elemento simple. Lo enuncio sin poder

mostrarlo inmediatamente (su fundamento sólo aparecerá a medida que avance

en una reflexión que he querido sistemática): lo que el mundo del trabajo excluye

por medio de las prohibiciones es la violencia; y ésta, en mi campo de

investigación, es a la vez la violencia de la reproducción sexual y la de la muerte.

Más adelante podré establecer la profunda unidad de esos aparentes contrarios

que son nacimiento y muerte. No obstante, ya desde ahora, en el universo sádico,

que se propone a la meditación de cualquiera que reflexione sobre el erotismo, se

revela su conexión externa. Sade —lo que Sade quiso decir— horroriza por regla

general a los mismos que aparentan admirarlo, aunque sin haber reconocido por

sí mismos este hecho angustiante: que el impulso del amor, llevado hasta el extremo, es un
impulso de muerte. Y este vínculo no debería parecer paradójico:

el exceso del que procede la reproducción y el exceso que es la muerte no pueden

comprenderse sino el uno con la ayuda del otro. Pero ya desde el comienzo se

hace evidente que ambas prohibiciones iniciales afectan, la primera, a la muerte, y


la otra, a la función sexual.

Los datos prehistóricos de la prohibición vinculada con la muerte

«No matarás. No cometerás adulterio.» Estos son los dos mandamientos

fundamentales que encontramos en la Biblia y que, esencialmente, no dejamos de

observar.

La primera de estas prohibiciones es consecuencia de la actitud humana

para con los muertos.

Vuelvo sobre la frase más remota de nuestra especie, en la que nuestro

destino se puso en juego. Antes incluso de que el hombre tuviese el aspecto que

presenta hoy, el hombre de Neandertal —al cual los prehistoriadores dan el

nombre de homo faber— ya fabricaba instrumentos de piedra diversos, muchas

veces de factura muy elaborada, y con la ayuda de ellos tallaba la piedra o la

madera. Esta clase de hombre, que vivió cien mil años antes de nosotros, y que

aún guardaba semejanzas con el antropoide, ya se parecía a nosotros. Aunque

conocía como nosotros la postura vertical, andaba con las piernas algo

flexionadas; para caminar se apoyaba, más que en la planta de los pies, en su

borde exterior. No tenía, como nosotros, un cuello esbelto (aunque ciertos

hombres han guardado algo de ese aspecto simiesco). Tenía la frente baja y el

arco superciliar prominente. De ese hombre rudimentario sólo conocemos sus

huesos; no podemos conocer con exactitud el aspecto que tenía su cara, y ni

siquiera podemos saber si su expresión ya era humana. Sabemos solamente que

trabajó y que se apartó de la violencia.


Si tomamos en consideración su vida en su conjunto, diremos que no se

salió del terreno de la violencia. (Nosotros mismos no lo hemos abandonado

enteramente.) Pero escapó en parte al poder de lo violento. Ese hombre trabajaba.

De su habilidad técnica, tenemos como testimonio sus herramientas de piedra,

abundantes y variadas. Esta habilidad ya era notable; era tal que, sin una atención

premeditada, podía volver sobre la concepción primera y mejorarla, esto es, podía

conseguir unos resultados no solamente regulares, sino a la larga mejores. Sus

herramientas no son, por lo demás, las únicas pruebas de una oposición naciente

a la violencia. Las sepulturas dejadas por el hombre de Neandertal dan igualmente

testimonio de ella.

Lo que, con el trabajo, ese hombre reconoció como horroroso y como

admirable —diríamos también como maravilloso— es la muerte.

La época que la prehistoria asigna al hombre de Neandertal es el paleolítico

medio. A partir del paleolítico inferior, que, al parecer, fue anterior a él en

centenares de miles de años, existieron unos seres humanos bastante parecidos

que, al igual que los neandertalenses, dejaron testimonios de su trabajo. Las

osamentas de esos hombres más antiguos llegadas hasta nosotros nos llevan a

pensar que la muerte ya había comenzado a preocuparles, pues al menos los

cráneos habían sido objeto de su atención. Pero la inhumación, tal como en su

conjunto la humanidad actual la practica siempre religiosamente, aparece hacia el

final del paleolítico medio; esto es, poco tiempo antes de la desaparición del

hombre de Neandertal y de la llegada de un hombre más parecido a nosotros, al

que los prehistoriadores (reservando para el más antiguo el nombre de homo

faber) dan el nombre de homo sapiens.


La costumbre de la sepultura es testimonio de una prohibición semejante a

la nuestra en relación con los muertos y con la muerte. Al menos bajo una forma

imprecisa, el nacimiento de esa prohibición es lógicamente anterior a la costumbre

de la sepultura. Hasta podríamos admitir que, en cierto sentido, y de manera

apenas perceptible, hasta el punto de que no pudo subsistir ningún testimonio de

él —y sin duda tampoco se dieron cuenta quienes lo vivieron—, ese nacimiento

coincidió con el del trabajo. Esencialmente se trata de una diferencia entre el

cadáver del hombre y los demás objetos, como las piedras, por ejemplo. Hoy, esta

diferencia caracteriza aún a un ser humano y lo distingue del animal; lo que

llamamos la muerte es antes que nada la conciencia que tenemos de ella.

Percibimos el paso que hay de estar vivos a ser un cadáver; es decir, ser ese

objeto angustiante que para el hombre es el cadáver de otro hombre. Para cada

uno de aquellos a quienes fascina, el cadáver es la imagen de su destino. Da

testimonio de una violencia que no solamente destruye a un hombre, sino que los

destruirá a todos. La prohibición que, a la vista del cadáver, hace presa en los

demás, es el paso atrás en el cual rechazan la violencia, en el cual se separan de

la violencia. La representación de la violencia que, en particular, hemos de

suponer en los hombres primitivos, se entiende necesariamente en oposición al

movimiento del trabajo que una operación razonable ordena. Desde hace tiempo

se ha reconocido el error de Lévy-Bruhl, quien negaba al primitivo un modo de

pensamiento racional, y le concedía sólo los deslizamientos y las representaciones

indistintas de la participación. Es evidente que el trabajo no es menos antiguo que

el hombre; y, aunque el animal no sea siempre extraño al trabajo, el trabajo

humano, distinto del trabajo animal, nunca es extraño a la razón. En el trabajo


humano se supone que se reconoce la identidad fundamental entre el trabajo

mismo y el objeto trabajado, y la diferencia, resultante del trabajo, entre el

instrumento elaborado y su materia. Del mismo modo, el trabajo implica la

conciencia de la utilidad del instrumento, de la sucesión de causas y efectos en los

que entrará. Las leyes que rigen las operaciones controladas de las que provienen

o para las que sirvieron las herramientas, son ya desde el comienzo leyes de la

razón. Estas leyes regulan los cambios que el trabajo concibe y realiza. Sin lugar a

dudas, un primitivo no habría podido articularlas en un lenguaje que le hiciera consciente


de los objetos designados pero no de su designación, no del lenguaje

mismo. La mayor parte de las veces, el mismo obrero actual no estaría en

disposición de formular esas leyes en tanto que referidas a su trabajo; con todo,

las observa fielmente. El primitivo pudo, en ciertos casos, pensar, como LévyBruhl lo
representó, de una manera no razonable, pensando que una cosa es y al

mismo tiempo no es, o que una cosa puede ser a la vez lo que ella es y otra cosa.

La razón no dominaba todo su pensamiento, pero lo dominaba en la operación del

trabajo. Hasta el punto que un primitivo pudo concebir sin formularlo un mundo del

trabajo o de la razón, al cual se oponía un mundo de la violencia.

Ciertamente, la

muerte difiere, igual que un desorden, del ordenamiento del trabajo; el primitivo

podía sentir que el ordenamiento del trabajo le pertenecía, mientras que el

desorden de la muerte lo superaba, hacía de sus esfuerzos un sinsentido. El

movimiento del trabajo, la operación de la razón, le servía; mientras que el

desorden, el movimiento de la violencia arruinaba el ser mismo que está en el fin

de las obras útiles. El hombre, identificándose con el ordenamiento que efectuaba


el trabajo, se separó en estas condiciones de la violencia, que actuaba en sentido

contrario.

El horror por el cadáver como signo de la violencia y como amenaza

de contagio de la violencia
Digamos, sin esperar más, que la violencia, así como la muerte que la

significa, tienen un sentido doble: de un lado, un horror vinculado al apego que nos

inspira la vida, nos hace alejarnos; del otro, nos fascina un elemento solemne y a

la vez terrorífico, que introduce una desavenencia soberana. Volveré sobre esta

ambigüedad. De momento sólo puedo indicar el aspecto esencial de un

movimiento de retroceso ante la violencia que traduce la prohibición de la muerte.

El cadáver siempre hubo de ser, para aquellos de quienes fue compañero

cuando estaba vivo, un objeto de interés; y debemos pensar que, una vez que

aquél se convirtió en víctima de la violencia, sus allegados tuvieron buen cuidado

en preservarlo de nuevas violencias. Sin duda, ya desde los primeros tiempos la

inhumación significó, para quienes lo enterraron, el deseo que tenían de preservar

a los muertos de la voracidad de los animales. Pero aunque ese deseo haya sido

determinante en la instauración de la costumbre de enterrar a los muertos, no

podemos considerarlo el factor principal; durante largo tiempo, el horror a los

muertos debió de dominar de lejos los sentimientos desarrollados por la

civilización atemperada. La muerte era un signo de violencia, de una violencia que

se introducía en un mundo que podía ser arruinado por ella. Aún inmóvil, el muerto

formaba parte de la violencia que había caído sobre él; y lo que se situaba en el

ámbito de lo que podía resultar «contagiado» estaba amenazado por la misma


ruina a la que el muerto había sucumbido. La muerte correspondía hasta tal punto a una
esfera extraña al mundo familiar, que no podía convenirle más que un modo

de pensamiento opuesto a aquel que rige en el trabajo. El pensamiento simbólico,

o mítico, que equivocadamente Lévy-Bruhl llamó primitivo, no responde sino a una

violencia cuyo principio mismo es desbordar el pensamiento racional, el que

corresponde al trabajo. Según esta manera de pensar, la violencia que, cayendo

sobre el muerto, interrumpió un curso regular de las cosas, continúa siendo

peligrosa una vez muerto quien recibió su golpe. Constituye incluso un peligro

mágico, que puede llegar a actuar por «contagio», en las cercanías del cadáver. El

muerto es un peligro para los que se quedan; y si su deber es hundirlo en la tierra,

es menos para ponerlo a él al abrigo, que para ponerse ellos mismos al abrigo de

su «contagio». La idea de «contagio» suele relacionarse con la descomposición

del cadáver, donde se ve una fuerza temible y agresiva. El desorden que es,

biológicamente, la podredumbre por venir, y que, tanto como el cadáver fresco, es

la imagen del destino, lleva en sí mismo una amenaza. Ya no creemos en la magia

contagiosa, pero ¿quién de entre nosotros podría asegurar que no palidecería a la

vista de un cadáver lleno de gusanos? Los pueblos arcaicos ven en el

desecamiento de los huesos la prueba de que la amenaza de la violencia que se

hace presente en el instante mismo de la muerte se ha apaciguado ya. Desde el

punto de vista de los supervivientes, el propio muerto, sometido al poder de la

violencia, suele participar en su desorden; y es su apaciguamiento lo que

finalmente ponen de manifiesto sus huesos blanqueados.


La prohibición de dar muerte
La prohibición, en el caso del cadáver, no siempre parece inteligible. En

Tótem y tabú, Freud, a causa de su conocimiento superficial de los datos

etnográficos —que desde luego hoy son menos informes—, admitía que la

prohibición (el tabú) se oponía generalmente al deseo de tocar. Si duda el deseo

de tocar los muertos no era en otro tiempo mayor que hoy en día. La prohibición

no previene necesariamente el deseo; en presencia del cadáver, el horror es

inmediato, nunca falla y, por decirlo así, es imposible resistirse a él. La violencia

de la que la muerte está impregnada sólo en un sentido induce a la tentación:

cuando se trata de encarnarla en nosotros contra un viviente, cuando nos viene el

deseo de matar. La prohibición de dar la muerte es un aspecto particular de la

prohibición global de la violencia.

A los ojos de los hombres arcaicos, la violencia es siempre la causa de la

muerte; aunque puede actuar por un efecto mágico, siempre hay un responsable

del acto de dar la muerte. Ambos aspectos de la prohibición son corolarios.

Debemos huir de la muerte y ponernos al abrigo de las fuerzas desencadenadas

que la habitan. No debemos dejar que en nosotros se desencadenen otras fuerzas

análogas a aquellas de las que el muerto es víctima, y por las que en ese instante

está poseído.

En principio, la comunidad que el trabajo constituyó se considera

esencialmente extraña a la violencia puesta en juego en la muerte de uno de los

suyos. Frente a esa muerte, la colectividad siente la prohibición. Pero eso no vale

tan sólo para los miembros de una comunidad. Ciertamente, la prohibición actúa

plenamente en el interior. Pero también fuera, entre los extraños a la comunidad,


se siente la prohibición. Aunque ésta puede ser transgredida. La comunidad a la

que el trabajo separa de la violencia, lo es en efecto durante el tiempo del trabajo,

y frente a quienes el trabajo común asocia. Pero fuera de ese tiempo, fuera de sus

límites, la comunidad puede volver a la violencia, puede ponerse a dar la muerte

en una guerra que la oponga a otra comunidad.

En ciertas condiciones y por un determinado tiempo, está permitido y hasta

es necesario dar muerte a los miembros de una tribu dada. No obstante, las más

frenéticas hecatombes, a pesar de la ligereza de quienes se hacen culpables de

ellas, no levantan enteramente la maldición que cae sobre el acto de dar la

muerte. Si, en alguna ocasión, cuando la Biblia nos ordena «No matarás» nos

hace reír, la insignificancia que atribuimos a esa prohibición es engañosa. Una vez

derribado el obstáculo, la prohibición escarnecida sobrevive a la transgresión. El

más sangriento de los homicidas no puede ignorar la maldición que recae sobre él.

Pues esa maldición es la condición de su gloria. Las transgresiones, aun

multiplicadas, no pueden acabar con la prohibición, como si la prohibición fuera

únicamente el medio de hacer caer una gloriosa maldición sobre lo rechazado por

ella.

Esta última frase contiene una verdad primera: la prohibición, fundamentada

en el pavor, no nos propone solamente que la observemos. Nunca falta su

contrapartida. Derribar una barrera es en sí mismo algo atractivo; la acción

prohibida toma un sentido que no tenía antes de que un terror, que nos aleja de

ella, la envolviese en una aureola de gloria. «Nada contiene al libertinaje», escribe

Sade, «(...) y la manera verdadera de extender y de multiplicar los deseos propios

es querer imponerles limitaciones.»4


Nada contiene al libertinaje... o, mejor, en

general, no hay nada que reduzca la violencia.

Capítulo III

La prohibición vinculada a la reproducción

En nosotros, una prohibición universal se opone a la libertad animal de

la sexualidad

Luego volveré sobre la relación complementaria que une a la prohibición —

que rechaza la violencia— con unos impulsos de transgresión que la liberan.

Estos movimientos impulsivos en sentido contrario tienen una suerte de unidad:

ya, cuando quise pasar de la erección de una barrera a su demolición, llegué a

poner en cuestión un grupo de prohibiciones paralelas a las que suscita la muerte.

Sólo en un segundo término podía hablar de las prohibiciones que tienen a la

sexualidad por objeto. Tenemos indicios muy antiguos de las costumbres

referentes al trato dado a la muerte; en cambio, los documentos prehistóricos

sobre la sexualidad son más recientes. Son de tal clase además que nada

podemos concluir de ellos. Se conservan enterramientos del paleolítico medio,

pero los testimonios que tenemos de la actividad sexual de los primeros hombres

no se remontan más allá del paleolítico superior. El arte —esto es, la

representación—, que no aparece aún con el hombre de Neandertal,1

comienza
con el homo sapiens; aunque, por lo demás, son escasas las imágenes que nos

dejó de sí mismo. Desde el principio, esas imágenes son itifálicas. Sabemos,

pues, que la actividad sexual, al igual que la muerte, interesó a los hombres desde

muy temprano; pero en este caso no podemos, como para la muerte, deducir de

un dato tan vago una clara indicación. Las imágenes itifálicas, evidentemente, dan

testimonio de una relativa libertad. Sin embargo no pueden probar que quienes las

trazaron se atenían, en este plano, a la libertad ilimitada. Sólo podemos decir que,

en oposición al trabajo, la actividad sexual es una violencia que, como impulso

inmediato que es, podría perturbarlo; en efecto, una colectividad laboriosa,

mientras está trabajando, no puede quedar a merced de la actividad sexual. Así

pues, tenemos fundamentos para pensar que, ya desde el origen, la libertad

sexual debió de ser afectada por un límite, al que hemos de dar el nombre de

prohibición, sin que con ello podamos decir nada de los casos en los que se

aplicaba. A lo sumo podemos creer que inicialmente ese límite lo determinó el

tiempo del trabajo. La única verdadera razón que tenemos para admitir la muy

antigua existencia de una prohibición como ésa es el hecho de que en todas las épocas,
como en todos los lugares —en la medida en que tenemos información al

respecto—, el hombre se define por una conducta sexual sometida a reglas, a

restricciones definidas. Así, el hombre es un animal que ante la muerte y ante la

unión sexual se queda desconcertado, sobrecogido. Según los casos se queda

más o menos turbado y sin saber qué hacer, pero siempre su reacción difiere de la

de los demás animales.

Estas prohibiciones o restricciones varían grandemente según los tiempos y

los lugares. No todos los pueblos sienten del mismo modo la necesidad de ocultar

los órganos de la sexualidad; pero generalmente ponen siempre fuera de la vista


al órgano masculino en erección. También, en principio, el hombre y la mujer se

retiran a la soledad en el momento de la cópula. La desnudez, en las

civilizaciones occidentales, ha llegado a ser objeto de una prohibición bastante

grave y generalizada; pero en nuestros tiempos se cuestiona lo que había

parecido fundamental. Por lo demás, la experiencia que tenemos de los posibles

cambios no nos muestra el sentido arbitrario de las prohibiciones; prueba al

contrario el profundo sentido que tienen a pesar de los cambios superficiales, de

los cambios referidos a algún punto que, tomado en sí mismo, no tuvo

importancia. Ahora conocemos la fragilidad de los aspectos que hemos dado a lo

que fue una prohibición informe, de la cual proviene la necesidad de que la

actividad sexual esté sometida a unas restricciones que generalmente son

observadas. Pero en esta ocasión hemos adquirido la certeza de una regla

fundamental que exige nuestra sumisión a unas restricciones cualesquiera,

tomadas en común. La prohibición que en nosotros se opone a la libertad sexual

es general, universal; las prohibiciones particulares son sus aspectos variables.

Me asombra ser el primero en decirlo tan claramente. Resulta banal aislar

una «prohibición» particular, como lo es la del incesto —que es solamente un

«aspecto»—, y buscar su explicación sólo fuera de su fundamento universal, que

no es otro que la prohibición informe y universal de la que es objeto la sexualidad.

No obstante, hay una excepción entre los que tratan este tema. Roger Caillois

escribe: «Algunos problemas que han hecho correr mucha tinta, como la

prohibición del incesto, sólo no podrán encontrar una solución ajustada si los

consideramos casos particulares de un sistema que abarca la totalidad de las

prohibiciones religiosas en una sociedad dada.»2


Desde mi punto de vista, la

fórmula de Caillois es perfecta en su comienzo, pero, cuando habla de «una

sociedad dada», se refiere aún a un caso particular, a un solo aspecto. Lo que ha

llegado el momento de tomar en consideración es la totalidad de las prohibiciones

religiosas en todo tiempo y en todas las latitudes. La fórmula de Caillois me

compromete a decir ya desde este momento y sin más demora, que esta

«prohibición informe y universal» es siempre la misma. Tal como cambia su

forma, su objeto cambia; tanto si lo que está en cuestión es la sexualidad como si

lo es la muerte, siempre está en el punto de mira la violencia; la violencia que da

pavor, pero que fascina.

La prohibición del incesto


El «caso particular» de la prohibición del incesto es el que más llama la

atención. Hasta el punto de que, en la representación general que se suele tener

de ella, sustituye a la prohibición sexual propiamente dicha. Todo el mundo sabe

que existe una prohibición sexual, informe e imposible de captar, y que la

humanidad entera la observa; pero, de un acatamiento tan diverso según los

tiempos y los lugares, nadie ha extraído una fórmula que permita hablar en

términos generales. La prohibición del incesto, que no es menos universal, se

traduce en costumbres precisas, siempre bastante rigurosamente formuladas; y su

definición general la da una única palabra, cuyo sentido formal no se discute. Esta

es la razón por la que el incesto ha sido objeto de numerosos estudios, mientras

que la prohibición, de la que el incesto es sólo un caso particular y del que se

deriva un conjunto sin coherencia, no tiene lugar en el espíritu de quienes tienen


ocasión de estudiar los comportamientos humanos. Aunque, claro está, la

inteligencia humana se ve llevada a considerar lo que es simple y definible, y a

descuidar lo que es vago, variable y difícil de captar. Así, la prohibición sexual ha

escapado hasta el presente de la curiosidad de los investigadores, al tiempo que

las formas variadas del incesto, no menos claramente determinadas que las

especies animales, les proponían lo que a ellos les gustaba: enigmas por resolver,

sobre los cuales ejercer su sagacidad.

En las sociedades arcaicas, la clasificación de las personas según su

relación de parentesco y la determinación de los casamientos prohibidos ha

llegado a constituirse a veces como una verdadera ciencia. El gran mérito de

Claude Lévi-Strauss es haber encontrado, en los meandros infinitos de las

estructuras familiares arcaicas, el origen de unas particularidades que no pueden

provenir únicamente de esa vaga prohibición fundamental que llevó a los hombres,

de manera generalizada, a la observación de unas leyes opuestas a la libertad

animal. Las disposiciones que afectan al incesto respondían de entrada a la

necesidad de encadenar según unas reglas una violencia que, de permanecer

libre, hubiera podido perturbar el orden al que la colectividad quería plegarse.

Ahora bien, con independencia de esta determinación fundamental, se requirieron

leyes equitativas para distribuir a las mujeres entre los hombres; estas

disposiciones, extrañas y precisas, se comprenden si tomamos en consideración

el interés de una distribución regular. La prohibición actuaba en el sentido en que

lo hace una regla cualquiera; pero las reglas que hacían al caso pudieron haber

sido adoptadas en respuesta a unas preocupaciones secundarias que no tenían

nada que ver con la violencia sexual y con el peligro que ésta presentaba para el
orden razonable. Si Lévi-Strauss no hubiese mostrado qué origen tuvo tal o cual

aspecto de la regla matrimonial, no habría ninguna razón para no buscar en ella el

sentido de la prohibición del incesto; pero el aspecto del que se trataba había

respondido simplemente a la preocupación por solucionar el problema del reparto

de las mujeres disponibles a través del don.

Si persistimos en dar sentido al impulso general hacia el incesto —el que

prohíbe la unión física entre parientes próximos—, debemos pensar primero en

ese fuerte sentimiento que aún persiste. Este sentimiento no es fundamental, pero

tampoco lo eran en sí mismas las conveniencias que decidieron tal o cual

modalidad de la prohibición. Parece natural, en un primer movimiento, buscar su

causa a partir de las formas aparentemente más antiguas. Una vez llevada lo

bastante lejos la investigación, lo que aparece es todo lo contrario. Lo que se ha

podido poner de manifiesto como causa no pudo de ninguna manera ordenar el

principio de una limitación; lo que sí pudo fue utilizar ese principio para unos fines

ocasionales. Debemos remitir el caso particular a «la totalidad de las prohibiciones

religiosas», tal como las conocemos y no hemos dejado de sufrir. ¿Hay algo más

firme en nosotros que el horror por el incesto? (A él le asocio el respeto para con

los muertos; pero sólo en un desarrollo ulterior mostraré esa unidad primera en la

que aparece ligado todo el conjunto de las prohibiciones.) Según nuestro modo de

ver, es inhumano unirse físicamente con el padre o con la madre; e igualmente

con el hermano o con la hermana. La determinación de aquellos a quienes no

debemos conocer sexualmente es variable. Sin que la regla haya sido nunca

definida, sabemos que, en principio, no debemos unirnos con quienes vivían en el

hogar familiar cuando nacimos; de este lado, hay una limitación que sin duda sería
más clara sin la intervención de otras prohibiciones variables, arbitrarias para

quienes no se someten a ellas. Un núcleo central bastante simple y constante y, a

su alrededor, una movilidad compleja y arbitraria caracterizan esa prohibición

elemental. Más o menos en todas partes encontramos ese núcleo sólido, a la vez

que la movilidad fluida que lo rodea. Y es esa movilidad lo que disimula el sentido

del núcleo. El núcleo no es en sí intangible, pero, cuando lo tomamos en

consideración, percibimos mejor el horror primero, que repercute a veces al azar y

a veces según conveniencias. Se trata siempre esencialmente de una

incompatibilidad entre la esfera donde domina la acción tranquila y razonable, y la

violencia del impulso sexual. En el curso del tiempo, las reglas que provienen de

ese núcleo, ¿podían definirse sin un formalismo variable y arbitrario?3

La sangre menstrual y la sangre del parto


Otras prohibiciones asociadas a la sexualidad no nos parecen menos

reductibles que el incesto al horror sin forma de la violencia. Es el caso de la

prohibición que cae sobre la sangre menstrual y sobre la sangre del parto. Estos

líquidos son considerados manifestaciones de la violencia interna. Por sí misma,

ya la sangre es signo de violencia. El líquido menstrual tiene, además, el sentido

de la actividad sexual y de la mancha que de ella proviene; esa suciedad es uno

de los efectos de la violencia. Y el parto no puede ser dejado fuera de ese

conjunto: ¿no es en sí mismo un desgarramiento, un exceso que desborda el

curso de los actos que están dentro del orden? ¿No tiene el sentido de esa desmesura sin
la que nada podría pasar de la nada al ser, ni del ser a la nada?

Hay sin duda un elemento gratuito en estas apreciaciones. Por ello, aunque
seamos aún sensibles al horror de esas manchas, las prohibiciones de las que se

trata nos aparecen insignificantes. No se trata en ellas del núcleo estable del que

hablaba. Esos aspectos subsidiarios se cuentan en el número de los elementos

reductibles que rodean ese núcleo mal definido.

Capítulo IV

La afinidad entre la reproducción y la muerte

La muerte, la corrupción y la vida que rebrota


Desde el primer momento, las prohibiciones respondieron, al parecer, a la

necesidad de expulsar la violencia fuera del curso habitual de las cosas. No he

podido ni me ha parecido necesario dar de una vez por todas la definición precisa

de la violencia.1

A la larga, la unidad que hay en la significación que tienen las

prohibiciones debiera salir a relucir partiendo de sus diversos desarrollos, que

representan sus aspectos variados.

Nos encontramos con una primera dificultad: las prohibiciones que me

parecen fundamentales se refieren a dos campos cuya oposición es radical. La

muerte y la reproducción se oponen entre sí como la negación y la afirmación.

En principio, la muerte es lo contrario de una función cuyo fin es el

nacimiento; pero esta oposición es reductible.

La muerte de uno es correlativa al nacimiento de otro; la muerte anuncia el


nacimiento y es su condición. La vida es siempre un producto de la

descomposición de la vida. Antes que nada es tributaria de la muerte, que le hace

un lugar; luego, lo es de la corrupción, que sigue a la muerte y que vuelve a poner

en circulación las substancias necesarias para la incesante venida al mundo de

nuevos seres.

Sin embargo, la vida no es por ello menos una negación de la muerte. Es su

condena, su exclusión. Esta reacción es más fuerte en la especie humana que en

ninguna otra. El horror a la muerte no solamente está vinculado al aniquilamiento

del ser, sino también a la podredumbre que restituye las carnes muertas a la

fermentación general de la vida. De hecho, la oposición radical sólo se desarrolló

a partir del profundo respeto ligado a la representación solemne de la muerte, tal

como se da en la civilización idealista. El horror inmediato mantenía —vagamente

al menos— la conciencia de una identidad entre el aspecto terrorífico de la muerte, con su


corrupción maloliente, y esa condición elemental de la vida que nos

revuelve las tripas. Para los pueblos arcaicos, el momento de la angustia extrema

está ligado a la fase de descomposición: los huesos blanqueados ya no tienen el

aspecto intolerable de las carnes corrompidas, que sirven de alimento a los

parásitos. De una manera confusa, los supervivientes ven, en la angustia

provocada por la corrupción, una expresión del rencor cruel y del odio de que son

objeto por parte del muerto, y que los rituales del duelo tienen como objeto

apaciguar. Pero luego piensan que los huesos blanqueados responden al

apaciguamiento de este odio. Esos huesos, que les parecen venerables,

introducen una primera apariencia decente —solemne y soportable— de la

muerte. Ese aspecto es aún angustiante, pero ya no posee el exceso de

virulencia activa de la podredumbre.


Los huesos blanqueados ya no abandonan a los supervivientes a la

amenaza viscosa y pegajosa que no puede sino provocar asco. Esos huesos

ponen fin al emparejamiento fundamental entre la muerte y esa descomposición

de la que brota una vida profusa. Pero en un tiempo en que las reacciones

humanas primeras estaban más cerca, la reunión de esos dos términos pareció

tan necesaria que Aristóteles aún decía que ciertos animales, formados, según

creía él, espontáneamente en la tierra o en el agua, habían nacido de la

corrupción.

El poder que tiene la podredumbre para engendrar es una creencia

ingenua que responde al horror, mezclado con atracción, que esa podredumbre

despierta en nosotros. Esta creencia está en la base de lo que fue nuestra idea de

la naturaleza, de la naturaleza mala, de la naturaleza que da vergüenza: la

corrupción resumía ese mundo del cual hemos salido y al cual volvemos; en esta

representación, el horror y la vergüenza estaban ligados a la vez a nuestro

nacimiento y a nuestra muerte.

Esas materias deleznables, fétidas y tibias, de aspecto horroroso, donde la

vida fermenta, esas materias donde bullen huevos, gérmenes y gusanos, están en

el origen de las reacciones decisivas que denominamos náusea, repulsión, asco.

Más allá de la aniquilación que vendrá y que caerá con todo su peso sobre el ser

que soy, que espera seguir siendo, y cuyo sentido mismo es, más que ser, el de

esperar ser (como si yo no fuera la presencia que soy, sino el porvenir que espero

y que no obstante no soy), la muerte anunciará mi retorno a la purulencia de la

vida. Así puedo presentir —y vivir en la espera— esa purulencia multiplicada que
celebra en mí anticipadamente el triunfo de la náusea.

La náusea y el ámbito de la náusea en su conjunto


En la muerte de otro, cuando esperábamos, quienes sobrevivimos, que

continuaría la vida de ese que reposa inmóvil cerca de nosotros, súbitamente

nuestra espera se resuelve en nada. Un cadáver no es nada, pero ese objeto, ese cadáver,
está marcado ya de entrada con el signo de la nada. Para nosotros, para

quienes seguimos vivos, ese cadáver, cuya purulencia próxima nos amenaza, no

responde por su parte a ninguna espera semejante a la que fue la nuestra cuando

ese hombre ahí tendido vivía aún, sino a un temor. Así, ese objeto es menos que

nada, o peor que nada.

En relación con este carácter, el temor, que es fundamento del asco, no

está motivado por un peligro objetivo. La amenaza en cuestión no es justificable

objetivamente. No hay ninguna razón para ver en el cadáver de un hombre nada

que no veamos en un animal muerto, en una pieza de caza por ejemplo. El

alejamiento horrorizado que una corrupción avanzada provoca no tiene un sentido

inevitable en sí mismo. En el mismo orden de ideas tenemos un conjunto de

conductas artificiales. El horror que nos producen los cadáveres está cerca del

sentimiento que nos producen las deyecciones de procedencia humana. Este

parecido tiene tanto más sentido aún si tenemos en cuenta que los aspectos de la

sensualidad que calificamos de obscenos nos producen un horror análogo. Los

conductos sexuales evacuan deyecciones; calificamos a esos conductos como

«las vergüenzas», y asociamos a ellos el orificio anal. San Agustín insistía una y

otra vez en lo obsceno de los órganos y la función reproductivos. «ínter jaeces et


urinam nascimur», decía: «Nacemos entre las heces y la orina». Nuestras

materias fecales no son objeto de una prohibición formulada por unas reglas

sociales meticulosas, análogas a las que cayeron sobre el cadáver o sobre la

sangre menstrual. Pero, en conjunto, a través de deslizamientos, se fue formando

un ámbito común a la porquería, la corrupción y la sexualidad, elementos cuyas

conexiones son muy evidentes. En principio, fueron contigüidades de hecho,

venidas de fuera, las que determinaron el conjunto del terreno. Pero su existencia

no tiene por ello un carácter menos subjetivo; en efecto, la náusea varía según las

personas, y su razón de ser objetiva se nos escapa. El cadáver, que sucede al

hombre vivo, ya no es nada; por ello no es nada tangible lo que objetivamente nos

da náuseas; nuestro sentimiento es el de un vacío, y lo experimentamos

desfalleciendo.

No nos es fácil hablar de esas cosas que por sí mismas no son nada. Pero

se manifiestan, y a menudo con una fuerza sensible que no tienen los objetos

inertes, aquellos cuyas solas cualidades objetivas llegan hasta nosotros. ¿Cómo

decir que esa cosa maloliente no es nada? Pero si protestamos, es porque,

humillados, nos negamos a ver. Creemos que una deyección nos repugna a causa

de su mal olor. ¿Pero olería mal si no se hubiera hecho objeto de nuestro asco?

Nos ha costado poco olvidar el esfuerzo que debemos hacer para comunicar a

nuestros hijos las aversiones que nos constituyen, que hicieron de nosotros seres

humanos. Nuestros hijos, por sí mismos, no comparten nuestras reacciones.

Puede que no les guste un alimento y lo rechacen. Pero hemos de enseñarles

mediante un lenguaje de gestos y, si hace falta, mediante la violencia, la extraña

aberración que es el asco, que nos afecta hasta el punto de hacernos desfallecer,
y cuyo contagio ha llegado a nosotros desde los primeros hombres. Nos ha

llegado a través de innumerables generaciones de niños regañados.

Nuestra equivocación está en tomarnos a la ligera unas enseñanzas

sagradas que, desde hace milenios, transmitimos a los niños, pero que, en otro

tiempo, tenían una forma diferente. El ámbito constituido por el asco y la náusea

es, en conjunto, efecto de esas enseñanzas.

El movimiento pródigo de la vida y el miedo a sus impulsos


Leyendo todo esto, lo que podría abrirse en nosotros es un vacío. Lo que

vengo diciendo no tiene otro sentido que ese vacío.

Pero ese vacío se abre en un punto determinado. Lo abre por ejemplo la

muerte. Ese vacío es el cadáver en cuyo interior la muerte introduce la ausencia;

es la podredumbre ligada a esta ausencia. Puedo acercar mi horror a la

podredumbre (tan profundamente prohibida que me la sugiere la imaginación, no

la memoria), al sentimiento que tengo de obscenidad. Puedo decirme que la

repugnancia, que el horror, es el principio de mi deseo; puedo decirme que si

perturba mi deseo es en la medida en que su objeto no abre en mí un vacío

menos profundo que la muerte. Sin olvidar que, de entrada, ese deseo está hecho

con su contrario, que es el horror.

En su impulso primero, este pensamiento excede la medida.

Se requiere mucha fuerza para darse cuenta del vínculo que hay entre la

promesa de vida —que es el sentido del erotismo—, y el aspecto lujoso de la

muerte. Que la muerte sea también el primer tiempo del mundo, la humanidad se

pone de acuerdo en no reconocerlo. Con una venda sobre los ojos nos negamos a
ver que sólo la muerte garantiza incesantemente una resurgen-cia sin la cual la

vida declinaría. Nos negamos a ver que la vida es un ardid ofrecido al equilibrio,

que toda ella es inestabilidad y desequilibrio, que ahí se precipita. La vida es un

movimiento tumultuoso que no cesa de atraer hacia sí la explosión. Pero, como la

explosión incesante la agota continuamente, sólo sigue adelante con una

condición: que los seres que ella engendró, y cuya fuerza de explosión está

agotada, entren -en la ronda con nueva fuerza para ceder su lugar a nuevos

seres.3

No podríamos imaginar un procedimiento más dispendioso. En cierto

sentido, la vida es posible, se produciría fácilmente sin exigir ese despilfarro

inmenso, ese lujo de la aniquilación, tan impresionante. Comparado con el del

infusorio, el organismo del mamífero es un abismo donde se pierden unas

cantidades desorbitadas de energía. Pero esas cantidades no son reducidas a la

nada cuando permiten el desarrollo de otras posibilidades. Pero debemos

representarnos el ciclo infernal hasta el punto más extremo. El crecimiento de los

vegetales implica el amontonamiento incesante de sustancias disociadas,

corrompidas por la muerte. Los herbívoros engullen montones de sustancia vegetal viva,
antes de ser comidos ellos mismos, antes de responder con ello al

movimiento de devoración del carnívoro. Al final no queda nada, excepto el feroz

depredador, o su despojo, que se convierte a su vez en presa de las hienas y de

los gusanos. Desde un punto de vista que correspondería al sentido de ese

movimiento, cuanto más dispendiosos son los procedimientos que engendran la

vida, más costosa es la producción de organismos nuevos. ¡Y mayor éxito tiene

entonces la operación! El deseo de producir con poco gasto es pobremente

humano. Y aún es, en la humanidad, el principio estrecho del capitalista, del


administrador de una «sociedad» o del individuo aislado que revende con la

esperanza de engullir al final (pues siempre son engullidos de alguna manera) los

beneficios acumulados. Si tomamos en consideración la vida humana en su

globalidad, veremos que ésta aspira a la prodigalidad hasta la angustia; hasta la

angustia, hasta el límite en que la angustia ya no es tolerable. El resto es cháchara

de moralista. ¿Cómo, con lucidez, no lo veríamos? ¡Todo nos lo indica! En

nosotros, una febril agitación pide a la muerte que ejerza su estrago a expensas

nuestras.

Salimos al encuentro de esas pruebas multiplicadas, de esos nuevos

comienzos estériles, de ese derroche de fuerzas vivas que tiene lugar en el paso

de unos seres que envejecen a otros más jóvenes. En el fondo, nosotros

queremos la condición inadmisible que de ello resulta, la del ser aislado, asignado

al dolor y al horror de la aniquilación. De no ser la náusea que acompaña a esa

condición, tan horrible que un pánico silencioso suele producirnos el sentimiento

de lo imposible, no estaríamos satisfechos. Pero nuestros juicios se forman bajo el

impacto de incesantes decepciones que acompañan a ese movimiento mientras

esperamos obstinadamente un apaciguamiento; la capacidad que tenemos de

hacernos entender y la obcecación con que resolvemos quedarnos están en razón

directa. Pues en la cumbre de la convulsión que nos forma, la testarudez de la

ingenua esperanza de su cese no puede sino agravar la angustia mediante la cual

la vida entera condenada al movimiento inútil añade a la fatalidad el lujo de un

suplicio apetecido. Pues, si es inevitable para el hombre ser un lujo, ¿qué decir del

lujo que es la angustia?

El «no» que el hombre opone a la naturaleza


En último lugar, las reacciones humanas precipitan el movimiento; la

angustia precipita el impulso y al mismo tiempo lo hace más sensible. En principio,

la actitud del hombre es de rechazo. El hombre se sublevó para no seguir más el

movimiento que le impulsaba; pero de ese modo no pudo hacer otra cosa que

precipitarlo hasta una velocidad vertiginosa.

Si en las prohibiciones esenciales vemos el rechazo que opone el ser a la

naturaleza entendida como derroche de energía viva y como orgía del aniquilamiento, ya
no podemos hacer diferencias entre la muerte y la sexualidad.

La sexualidad y la muerte sólo son los momentos agudos de una fiesta que la

naturaleza celebra con la inagotable multitud de los seres; y ahí sexualidad y

muerte tienen el sentido del ilimitado despilfarro al que procede la naturaleza, en

un sentido contrario al deseo de durar propio de cada ser.

A largo o a corto plazo, la reproducción exige la muerte de quienes

engendran; y quienes engendran no lo hacen nunca sino para extender la

aniquilación (del mismo modo que la muerte de una generación exige una nueva

generación). La analogía, en el espíritu humano, entre la podredumbre y los

aspectos variados de la actividad sexual, completa la mezcla entre las náuseas

que nos oponen a ambas cosas. Las prohibiciones en las que tomó forma una

reacción única con dos fines distintos pudieron ser consecutivas; e incluso es

concebible un largo período de tiempo entre la prohibición vinculada a la muerte y

la que tiene por objeto la reproducción (las cosas más perfectas suelen formarse a

tientas, por aproximaciones sucesivas). Pero para nosotros su unidad no es

menos sensible; para nosotros se trata de un complejo indivisible. Como si el

hombre hubiese captado inconscientemente y de una sola vez lo que la naturaleza

tiene de imposible (lo que nos es dado) cuando exige seres a los que promueve a
participar en esa furia destructora que la anima y que nada saciará jamás. La

naturaleza exigía que se sometieran ¿qué digo?, que se abalanzaran a esa

destrucción. La posibilidad humana dependió del momento en que, presa de un

vértigo insuperable, un ser se esforzó en decir que no.

¿Un ser se esforzó? Jamás en efecto los hombres opusieron a la violencia

(al exceso del que se trata) un no definitivo. En ciertos momentos de

desfallecimiento, se cerraron al movimiento de la naturaleza; pero se trataba de un

tiempo de detención, no de una inmovilidad última.

Ahora, más allá de lo prohibido, debemos ocuparnos de la transgresión.

Capítulo V

La transgresión

La transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo


supera y

lo completa
Lo que hace difícil hablar de la prohibición no es solamente la variabilidad

de sus objetos, sino el carácter ilógico que posee. Nunca, a propósito de un mismo

objeto, se hace imposible una proposición opuesta. No existe prohibición que no

pueda ser transgredida. Y, a menudo, la transgresión es algo admitido, o incluso

prescrito.

Nos vienen ganas de reír cuando pensamos en el solemne mandamiento:

«No matarás», al que siguen la bendición de los ejércitos y el «Te Deum» de la


apoteosis. ¡A la prohibición le sigue sin miramientos la complicidad con el acto de

matar! No hay duda de que la violencia de las guerras deja entrever al Dios del

Nuevo Testamento; pero de igual manera no se opone al Dios de los Ejércitos del

Antiguo Testamento. Si la prohibición se diera dentro de los límites de la razón,

significaría la condena de las guerras y nos colocaría ante una elección: o bien

aceptar esa condena y hacer cualquier cosa para evitar que los ejércitos pudieran

dar la muerte; o bien hacer la guerra y considerar la ley como algo falso y sin

valor. Pero las prohibiciones, en las que se sostiene el mundo de la razón, no son,

con todo, racionales. Para empezar, una oposición tranquila a la violencia no

habría bastado para separar claramente ambos mundos. Si la oposición misma no

hubiese participado de algún modo en la violencia, si algún sentimiento violento y

negativo no hubiese hecho de la violencia algo horrible y para uso de todos, la

sola razón no hubiera podido definir con autoridad suficiente los límites del

deslizamiento. Sólo el horror, sólo el pavor descabellado podían subsistir frente a

unos desencadenamientos desmesurados. Tal es la naturaleza del tabú: hace

posible un mundo sosegado y razonable, pero, en su principio, es a la vez un

estremecimiento que no se impone a la inteligencia, sino a la sensibilidad; tal

como lo hace la violencia misma (la violencia humana no es esencialmente efecto de un


cálculo, sino de estados sensibles como la cólera, el miedo, el deseo...).

Debemos tener en cuenta el carácter irracional que tienen las prohibiciones si es

que queremos comprender que sigan ligadas a una cierta indiferencia para con la

lógica. En el campo de lo irracional, donde nuestras consideraciones nos

encierran, debemos decir: «A veces una prohibición intangible es violada, pero eso

no quiere decir que haya dejado de ser intangible». Hasta podríamos llegar a

formular una proposición absurda: «La prohibición está ahí para ser violada». Esta
proposición no es, como parecería, una forma de desafío, sino el correcto

enunciado de una relación inevitable entre emociones de sentido contrario. Bajo el

impacto de la emoción negativa, debemos obedecer la prohibición. La violamos si

la emoción es positiva. La violación cometida no suprime la posibilidad y el sentido

de la emoción de sentido opuesto; es incluso su justificación y su origen. No nos

aterrorizaría la violencia como lo hace si no supiésemos o, al menos, si no

tuviésemos oscuramente conciencia de ello, que podría llevarnos a lo peor.

La proposición «La prohibición está ahí para ser violada» debe tornar

inteligible el hecho de que la prohibición de dar la muerte a los semejantes, aun

siendo universal, no se opuso en ninguna parte a la guerra. ¡Estoy seguro incluso

de que, sin esa prohibición, la guerra es imposible, inconcebible!

Los animales, que no conocen prohibiciones, no han concebido, a partir de

sus combates, esa empresa organizada que es la guerra. La guerra, en cierto

sentido, se reduce a la organización colectiva de impulsos agresivos. Como el

trabajo, está organizada colectivamente; como el trabajo, posee un objetivo,

responde a un proyecto pensado por quienes la conducen. Pero no podemos

decir que por ello haya una oposición entre la guerra y la violencia. La guerra es

una violencia organizada. Transgredir lo prohibido no es violencia animal. Es

violencia, sí, pero ejercida por un ser susceptible de razón (que en esta ocasión

pone su saber al servicio de la violencia). Cuando menos, la prohibición es tan

sólo el umbral a partir del cual es posible dar la muerte a un semejante;

colectivamente, la guerra está determinada por el franqueamiento de ese umbral.

Si la transgresión propiamente dicha, oponiéndose a la ignorancia de la

prohibición, no tuviera ese carácter limitado, sería un retorno a la violencia, a la


animalidad de la violencia. De hecho, no es eso en absoluto lo que sucede. La

transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida

social. Por su parte, la frecuencia —y la regularidad— de las transgresiones no

invalida la firmeza intangible de la prohibición, de la cual ellas son siempre un

complemento esperado, algo así como un movimiento de diástole que completa

uno de sístole, o como una explosión que proviene de la compresión que la

precede. Lejos de obedecer a la explosión, la compresión la excita. Esta verdad,

aunque se fundamenta en una experiencia inmemorial, parece nueva. Pero es

bien contraria al mundo del discurso, del cual proviene la ciencia. Por eso sólo

tardíamente la encontramos enunciada. Marcel Mauss, seguramente el intérprete

más notable de la historia de las religiones, tuvo conciencia de ello, y lo formuló en

su enseñanza oral. En su obra impresa, esta consideración aparece al trasluz sólo en unas
pocas frases significativas. Roger Caillois, que siguió la enseñanza y los

consejos de Marcel Mauss, fue el primero en presentar, en su «teoría de la fiesta»,

un aspecto elaborado de la transgresión.1

La transgresión indefinida
A menudo, en sí misma, la transgresión de lo prohibido no está menos

sujeta a reglas que la prohibición. No se trata de libertad. En tal momento y hasta

ese punto, esto es posible: éste es el sentido de la transgresión. Ahora bien, una

primera licencia puede desencadenar el impulso ilimitado a la violencia. No se han

levantado simplemente las barreras; incluso puede ser necesario, en el momento

de la transgresión, afirmar su solidez. En la transgresión se suele poner un

cuidado máximo en seguir las reglas; pues es más difícil limitar un tumulto una vez
comenzado.

No obstante, y a modo de excepción, es concebible una transgresión

ilimitada.

Pondré un ejemplo digno de atención.

A veces sucede que, de alguna manera, la violencia desborda lo prohibido.

Parece —o puede parecer— que, al tornarse impotente la ley, nada firme puede, a

partir de entonces, contener la violencia. La muerte en la base excede a la

prohibición oponiéndose a la violencia que, teóricamente, es su causa. Las más de

las veces, el sentimiento de ruptura que a ello se sigue implica una alteración

menor, alteración que los ritos fúnebres, o la fiesta, que ordenan, ritualizan y

limitan los impulsos desordenados, tienen el poder de resolver. Pero si la muerte

prevalece sobre un ser soberano, que parecía por su esencia haber triunfado

sobre ella, ese sentimiento vence y el desorden es sin límites.

Roger Caillois ha referido la imagen que sigue, referente al comportamiento

de ciertos pueblos de Oceanía.2

«Cuando la vida de la sociedad y de la naturaleza se halla resumida en la

persona sagrada de un rey, es la hora de su muerte la que determina el instante

crítico y es ella la que desencadena las licencias rituales. Estas toman entonces el

aspecto que corresponde estrictamente a la catástrofe sobrevenida. El sacrilegio

es de orden social. Es perpetrado a expensas de la majestad, de la jerarquía y del

poder (...). Al frenesí popular nunca se le opone la más mínima resistencia: tiene la

misma consideración que tuvo la obediencia al difunto. En las islas Sandwich, la

multitud, al enterarse de la muerte del rey, comete todos los actos considerados

criminales en los tiempos ordinarios: incendia, pilla y mata, y de las mujeres se


considera que han de prostituirse públicamente (...). En las islas Fidji, los hechos

son aun más claros: la muerte del jefe da la señal para que comience el pillaje.

Entonces, las tribus sujetas invaden la capital y cometen toda clase de actos de bandidaje
y depredación. »No obstante, estas transgresiones no dejan de

constituir sacrilegios. Atentan contra las reglas que el día anterior eran vigentes y

que al día siguiente volverán a ser las más santas e inviolables. Son consideradas

verdaderamente como sacrilegios mayores.»

Es notable que el desorden tenga lugar «durante el agudo periodo de la

infección y del mancillamiento que representa la muerte», justo mientras dura «su

plena y evidente virulencia, eminentemente activa y contagiosa». Y ese desorden

«acaba cuando son eliminados completamente los elementos putrescibles del

cadáver real, cuando del despojo sólo queda un duro y sano esqueleto

incorruptible».

El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la

violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole de

manera general el rechazo de lo prohibido. Limitando en sí mismo el impulso a la

violencia, pensó limitarlo al mismo tiempo en el orden real. Pero, cuando se daba

cuenta de lo ineficaz que es la barrera que imponía a la violencia, los límites que

había entendido observar él mismo perdían su sentido; sus impulsos contenidos

se desencadenaban, a partir de ese momento mataba libremente, dejaba de

moderar su exuberancia sexual y no temía ya hacer en público y de manera

desenfrenada todo lo que hasta entonces sólo hacía discretamente. Mientras el

cuerpo del rey era presa de una agresiva descomposición, la sociedad entera
estaba en poder de la violencia. Una barrera que se había mostrado impotente

para proteger la vida del rey ante la virulencia de la muerte no podía oponerse

eficazmente a los excesos que continuamente ponen en peligro el orden social.

Ningún límite bien definido organiza esos «sacrilegios mayores» a los

cuales la muerte del rey da libre curso. Sin embargo, el retorno del difunto a la

limpieza del esqueleto pone un término temporal a esa irrupción informe de la

licencia. Incluso en este caso desfavorable, la transgresión no tiene nada que ver

con la libertad primera de la vida animal; más bien abre un acceso a un más allá

de los límites observados ordinariamente, pero, esos límites, ella los preserva. La

transgresión excede sin destruirlo un mundo profano, del cual es complemento.

La sociedad humana no es solamente el mundo del trabajo. Esa sociedad la

componen simultáneamente —o sucesivamente— el mundo profano y el mundo

sagrado, que son sus dos formas complementarias. El mundo profano es el de las

prohibiciones. El mundo sagrado se abre a unas transgresiones limitadas. Es el

mundo de la fiesta, de los recuerdos y de los dioses.

Esta manera de ver las cosas es difícil; en el sentido de que sagrado

designa a la vez ambos contrarios. Fundamentalmente es sagrado lo que es

objeto de una prohibición. La prohibición, al señalar negativamente la cosa

sagrada, no solamente tiene poder para producirnos —en el plano de la religión—

un sentimiento de pavor y de temblor. En el límite, ese sentimiento se transforma

en devoción; se convierte en adoración. Los dioses, que encarnan lo sagrado,

hacen temblar a quienes los veneran; pero no por ello dejan de venerarlos. Los hombres
están sometidos a la vez a dos impulsos: uno de terror, que produce un

movimiento de rechazo, y otro de atracción, que gobierna un respeto hecho de

fascinación. La prohibición y la transgresión responden a esos dos movimientos


contradictorios: la prohibición rechaza la transgresión, y la fascinación la introduce.

Lo prohibido, el tabú, sólo se oponen a lo divino en un sentido; pero lo divino es el

aspecto fascinante de lo prohibido: es la prohibición transfigurada. La mitología

compone —y a veces entremezcla— sus temas a partir de estos datos.

Sólo el aspecto económico de estas oposiciones permite introducir una

distinción clara y evidente entre ambos aspectos. La prohibición responde al

trabajo, y el trabajo a la producción. Durante el tiempo profano del trabajo, la

sociedad acumula recursos y el consumo se reduce a la cantidad que requiere la

producción. Por excelencia, el tiempo sagrado es la fiesta. La fiesta no significa

necesariamente, como la que sigue a la muerte de un rey a la que me he referido,

un levantamiento en masa de las prohibiciones; ahora bien, en tiempos de fiesta,

lo que está habitualmente prohibido puede ser permitido, o incluso exigido, en toda

ocasión. Hay entre el tiempo ordinario y la fiesta una subversión de los valores

cuyo sentido subrayó Caillois.

Desde una consideración económica, la fiesta

consume en su prodigalidad sin medida los recursos acumulados durante el

tiempo del trabajo. Se trata en este caso de una oposición tajante. No podemos

decir de entrada que la transgresión sea, más que lo prohibido, el fundamento de

la religión. Pero la dilapidación funda la fiesta; la fiesta es el punto culminante de la

actividad religiosa. Acumular y gastar son las dos fases de las que se compone

esta actividad. Si partimos de este punto de vista, la religión compone un

movimiento de danza en el que un paso atrás prepara el nuevo salto adelante.

Es esencial para el hombre rechazar la violencia del impulso natural; pero


ese rechazo no significa ruptura, antes al contrario, anuncia un acuerdo más

profundo. Este acuerdo reserva para un segundo término el sentimiento que

fundamentaba el desacuerdo. Y este sentimiento se mantiene tan bien, que el

movimiento que arrastra el acuerdo siempre es vertiginoso. La náusea, y luego la

superación de la náusea que sigue al vértigo: éstas son las fases de la danza

paradójica ordenada por las actitudes religiosas.

En conjunto, a pesar de la complejidad del movimiento, su sentido aparece

con toda evidencia: la religión ordena esencialmente la transgresión de las

prohibiciones.

Pero la confusión es introducida, y mantenida, por los sentimientos de

pavor, sin los cuales el fondo de la religión es inconcebible. En cada momento el

paso atrás que prepara el nuevo salto adelante es dado como la esencia de la

religión. Este punto de vista es evidentemente incompleto, y sería fácil acabar con

el malentendido si la inversión profunda, que siempre encaja con las intenciones

del mundo racional o práctico, sólo sirviese de base para un nuevo salto adelante

engañador, que tiene lugar en la interioridad. En las religiones universales, del tipo

del cristianismo y del budismo, el pavor y la náusea preludian las escapadas de

una vida ardiente espiritual. Ahora bien, esta vida espiritual, que se funda en el refuerzo
de las prohibiciones primeras, tiene sin embargo el sentido de la fiesta; es

la transgresión, no la observación de la ley. En el cristianismo y en el budismo, el

éxtasis se funda en la superación del horror. El acuerdo con el exceso que se lleva

por delante toda cosa es a veces más agudo en las religiones en las cuales el

pavor y la náusea han roído más profundamente el corazón. No hay sentimiento

que arroje más profundamente a la exuberancia que el de la nada. Pero de ningún

modo la exuberancia es aniquilación: es superación de la actitud aterrorizada, es


transgresión. Si quiero precisar lo más alto que la transgresión designa, mejor que

dar ejemplos sencillos, presentaré la exuberancia cristiana o budista, que indican

su culminación. Pero antes debo hablar de las formas de transgresión menos

complejas. Debo hablar de la guerra y del sacrificio. Y luego del erotismo de los

corazones.

Capítulo VI

Matar, cazar, hacer la guerra

El canibalismo
Más acá de la transgresión indefinida, de carácter excepcional, las

prohibiciones son banalmente violadas de acuerdo con unas reglas previstas y

organizadas por ritos o, cuando menos, por costumbres.

El juego alternativo de lo prohibido y la transgresión aparece muy claro en

el erotismo. Sin el ejemplo del erotismo, sería difícil tener una justa impresión de

ese juego. Y, recíprocamente, sería imposible tener una visión coherente del

erotismo sin partir de ese juego alternativo que, en su conjunto, caracteriza la

religiosidad. Pero antes de hablar de todo eso, me referiré a la muerte.

Hay algo digno de ser mencionado, y es que a la prohibición de que son

objeto los muertos no le responde un deseo que se oponga al horror. A primera

vista, los objetos sexuales son ocasión para una continua alternancia entre

repulsión y atracción; y, en consecuencia, entre la prohibición y su levantamiento.

Freud fundamentó su interpretación de lo prohibido sobre la necesidad primitiva de


oponer una barrera protectora al exceso de unos deseos referidos a objetos de

evidente debilidad. Cuando habla de la prohibición que se opone al contacto del

cadáver, debe representarse el tabú que protegía al muerto refiriéndolo al deseo

que otros tenían de comérselo. Se trata de un deseo que para nosotros ya no es

vigente; nunca lo experimentamos como tal. Pero la vida de las sociedades

arcaicas presenta en efecto la alternancia de la prohibición y del levantamiento de

la prohibición en el canibalismo. El hombre, que nunca es considerado un animal

de matadero, con frecuencia es comido siguiendo unas reglas religiosas. Quien

consume su carne no ignora la prohibición de que es objeto ese consumo; pero no

por ello deja de violar religiosamente esa prohibición, que considera fundamental.

El ejemplo significativo se da en la comida en comunión que sigue al sacrificio. En

este caso, la carne humana que se come se considera sagrada; estamos, pues, lejos de un
retorno a la ignorancia animal de lo prohibido. El deseo ya no se refiere

aquí al objeto anhelado por un animal indiferente: el objeto es «prohibido», es

sagrado; y lo que lo designó para el deseo es precisamente la prohibición que

pesa sobre él. El canibalismo sagrado es el ejemplo elemental de la prohibición

creadora de deseo; que sea prohibida no le da otro sabor a la carne, pero ésa es

la razón por la que el «piadoso» caníbal la consume. Volveremos a encontrar en el

erotismo esta creación paradójica del valor de atracción a través de lo prohibido.

El duelo, la vendetta y la guerra


Si el deseo de comer hombre nos es profundamente extraño, no sucede lo

mismo con el deseo de matar. No todos lo experimentamos, pero ¿quién se

atrevería a pensar que no se mantiene entre la gente tan real, si no tan exigente,
como el hambre sexual? La frecuencia, a través de la historia, de las matanzas

inútiles nos hace sensible el hecho de que en todo hombre existe un matador

posible. El deseo de matar se sitúa en relación con la prohibición de dar muerte

del mismo modo que el deseo de una actividad sexual cualquiera se sitúa respecto

del complejo de prohibiciones que la limita. La actividad sexual sólo está prohibida

en determinados casos, y lo mismo sucede con el acto de dar muerte. Si bien la

prohibición de dar muerte es más grave y más general que las prohibiciones

sexuales, se limita igual que ellas a reducir la posibilidad de matar en

determinadas situaciones. Se formula con una simplicidad contundente: «No

matarás». Y, ciertamente, esta prohibición es universal, pero es evidente que ahí

se sobreentiende: «excepto en caso de guerra, o en otras situaciones más o

menos previstas por el cuerpo social». Hasta el punto que esa prohibición es casi

perfectamente paralela a la sexual, que se enuncia: «No cometerás adulterio»; a la

cual se añade evidentemente: «excepto en ciertos casos previstos por la

costumbre».

El acto de dar muerte es admisible en el duelo, en la vendetta y en la

guerra.

Dar la muerte es un acto criminal en el asesinato. El asesinato corresponde

a la ignorancia o a la negligencia de lo prohibido. El duelo, la vendetta y la guerra

violan una prohibición que es conocida, pero es una violación conforme a una

regla. El duelo refinado moderno —donde al final lo prohibido vence a la

transgresión— tiene poco que ver con la humanidad primitiva, que sólo consideró

la prohibición desde un punto de vista religioso. Primitivamente, el duelo no debió

de tener el aspecto individualizado que ha tenido a partir de la Edad Media. Al


comienzo, el duelo fue una forma que podía tomar la guerra cuando las

poblaciones hostiles se remitían al valor de sus campeones, los cuales, tras un

desafío formulado según las reglas, se encontraban en un combate singular. Ese combate
singular se daba como espectáculo a la masa de quienes habían estado

dispuestos a matarse entre sí colectivamente.

La vendetta, como el duelo, tiene sus reglas. Es, a fin de cuentas, una

guerra en la cual los campos no están determinados por el hecho de habitar un

territorio, sino por la pertenencia a un clan. La vendetta no está menos sometida

que el duelo o que la guerra a unas reglas meticulosas.

La caza y la expiación de la muerte dada a un animal


En el duelo y en la vendetta —y en la guerra, de la que hablaremos más

adelante— la muerte de la que se trata es la del hombre. Pero la ley que prohíbe

matar es previa a esa oposición, en la que el hombre se distinguió de los animales

de gran tamaño. En efecto, esta distinción es tardía. Al comienzo, el hombre se

consideró semejante al animal; y éste es aún el punto de vista de los «pueblos

cazadores», de costumbres arcaicas. En estas condiciones, la caza arcaica o

primitiva era, al igual que el duelo, la vendetta o la guerra, una forma de

transgresión.

No obstante, hay una profunda diferencia: al parecer, en la época de los

hombres más antiguos, los más cercanos a la animalidad, éstos no mataban a sus

semejantes1

Pero en esa misma época, en cambio, debía de ser habitual la caza de los

demás animales. Podríamos decirnos que la caza es el resultado de un trabajo, y


que sólo fue posible tras la fabricación de herramientas y de armas de piedra.

Ahora bien, aunque la prohibición generalizada fuera consecuencia del trabajo,

eso no pudo producirse tan rápidamente como para que no debamos suponer un

largo tiempo durante el cual la caza se desarrolló sin que la prohibición de matar al

animal dejase su impronta en la conciencia humana. Sea como fuere, no podemos

pensar en un reino de la prohibición sino tras una transgresión resuelta, a la que

hubiera seguido un retorno a la caza. El carácter de lo prohibido que aparece en la

prohibición de la caza es por lo demás un carácter general de toda prohibición.

Insisto sobre el hecho de que, de manera global, existe una prohibición de la

actividad sexual. No es cosa sencilla tener una clara visión de esto sin considerar

la prohibición de que es objeto la caza entre los pueblos cazadores. La prohibición

no significa por fuerza una abstención, sino su práctica a título de transgresión. Ni

la caza ni la actividad sexual pudieron ser prohibidas de hecho. La prohibición no

puede suprimir las actividades que requiere la vida, pero puede conferirles el

sentido de la transgresión religiosa. La prohibición las somete a unos límites,

regula sus formas. Puede también imponer una expiación a quien se hace

culpable de ellas. Por el hecho de dar la muerte, el cazador o el guerrero que

mataba era sagrado. Para volver a entrar en la sociedad profana, debían lavarse

esa mancha, tenían que purificarse. Los ritos de expiación tenían como fin purificar al
cazador, al guerrero. Las sociedades arcaicas nos han familiarizado con

ejemplos de estos ritos.

Los prehistoriadores suelen dar a las pinturas de las cuevas el sentido de

una operación mágica. Los animales representados, objetos anhelados por los

cazadores, habrían sido plasmados ahí con la esperanza de que la imagen del

deseo lo realizase efectivamente. Pero no estoy muy seguro de ello. La atmósfera


secreta, religiosa, de las cuevas ¿no podría corresponder al carácter religioso de

transgresión que llegó a tener ciertamente la caza? Al juego de la transgresión le

habría respondido el juego de la figuración. Sería difícil dar una prueba de ello.

Pero si los prehistoriadores se situaran en la perspectiva que supone la alternativa

entre lo prohibido y la transgresión, si se dieran cuenta claramente del carácter

sagrado de los animales en la muerte que les es dada, cierta pobreza que, en la

hipótesis de la figuración mágica, quizá les deja incomodados, sería sustituida, así

lo creo, por un modo de ver más conforme a la importancia de la religión en la

génesis del hombre. Las imágenes de las cuevas habrían tenido como fin figurar el

momento en que, al aparecer el animal, el acto necesario de darle muerte, al

mismo tiempo que era condenable, revelaba la ambigüedad religiosa de la vida: de

la vida que el hombre angustiado rechaza y que, no obstante, lleva a cabo en la

superación maravillosa de su rechazo. Esta hipótesis descansa en el hecho de

que la expiación consecutiva al acto de matar un animal es una regla entre los

pueblos cuya vida es sin duda semejante a la de los pintores rupestres. Y tiene

además esta hipótesis el mérito de proponer una interpretación coherente de la

pintura del pozo de Lascaux, donde un bisonte moribundo está frente al hombre

que acaso lo ha herido, y al cual el pintor dio el aspecto de un muerto. El tema de

esta famosa pintura, que suscitó explicaciones contradictorias, numerosas y

frágiles, sería el de la expiación que sigue al acto de dar la muerte.

Cuando menos, esta manera de ver no deja de tener el mérito de sustituir la

interpretación mágica (utilitaria), evidentemente pobre, de las imágenes de las

cuevas, por una interpretación religiosa más de acuerdo con el carácter de juego
supremo que caracteriza generalmente la obra del arte y al cual responde la

apariencia de esas pinturas prodigiosas que nos han llegado desde las épocas

más antiguas.

El más antiguo testimonio de la guerra


De todos modos debemos ver en la caza una forma de transgresión

primitiva, aparentemente previa a la guerra, que los hombres de las cuevas

pintadas en la región «franco-cantábrica», cuya existencia cubre todo el paleolítico

superior, no parecen haber conocido. La guerra, cuando menos, no habría tenido

para esos hombres, que verdaderamente fueron nuestros primeros semejantes, la

importancia de primer plano que llegó a tener luego. En efecto, esos primeros hombres
recuerdan a esos esquimales que, en su mayoría, vivieron hasta

nuestros días en la ignorancia de la guerra.

Fueron los hombres de las pinturas rupestres del Levante español quienes

primero figuraron la guerra. Al parecer, una parte de sus pinturas data de fines del

paleolítico superior, y otra parte de la época siguiente. Hacia el final del paleolítico

superior, hace unos quince o diez mil años, la guerra comenzó a organizar la

transgresión que, oponiéndose en principio a la matanza de los animales por

considerarlos idénticos a los hombres, se oponía también al acto de dar muerte al

hombre mismo.

Al igual que las prohibiciones vinculadas con la muerte, la transgresión de

esas prohibiciones dejó, como vemos, indicios de algo muy lejano. Ya lo dijimos

más arriba, las prohibiciones sexuales y su transgresión no nos son conocidas con

evidencia más que a partir de los tiempos históricos. Existen diversas razones
para hablar en primer lugar, en un trabajo dedicado al erotismo, de la transgresión

en general y, más en particular, de la de la prohibición que se opone al acto de dar

la muerte. Sin referirnos al conjunto no podríamos captar el sentido de los

movimientos eróticos. Son movimientos que desconciertan; y no podríamos

seguirlos sin fijarnos bien desde el comienzo en sus efectos contradictorios en un

terreno en el que se dan más claramente y desde más antiguo.

Por lo demás, las pinturas del Levante español sólo demuestran la

antigüedad de la guerra que organizaba la lucha entre dos conjuntos, el uno contra

el otro. Pero, sobre la guerra, disponemos generalmente de abundantes datos

antiguos. En sí misma, la lucha de dos conjuntos implica un mínimo de reglas. La

primera regla evidentemente se refiere a la delimitación de los conjuntos hostiles y

a la declaración previa de la hostilidad. Conocemos explícitamente las reglas para

la «declaración de guerra» entre pueblos arcaicos. La decisión interna del agresor

podía bastar; en este caso, la agresión sorprendía al adversario. Pero en general

pareció más conforme al espíritu transgresor prevenir la agresión de forma ritual.

Luego, por su parte, la guerra podía desarrollarse según reglas. Y el carácter de la

guerra arcaica recuerda al de la fiesta. Y la misma guerra moderna no está nunca

lejos de esta paradoja. El gusto por los vestidos guerreros magníficos y vistosos

es arcaico. En efecto, primitivamente, la guerra parece un lujo. No es un medio

para incrementar mediante la conquista las riquezas de un soberano o de un

pueblo; la guerra primitiva es una exuberancia agresiva, y mantiene la largueza de

esa exuberancia.

La oposición entre la forma ritual de la guerra y su forma calculada


Los uniformes militares han mantenido esta tradición hasta nuestros días,
en los que es más importante la preocupación por no señalar a los combatientes al

fuego del enemigo. Pero la preocupación por reducir a un mínimo las pérdidas es extraño
al espíritu inicial de la guerra. En general, la transgresión de lo prohibido

tomó el sentido de un fin. Podía ser, subsidiariamente, el medio para algún otro fin;

pero, para empezar, era un fin en sí misma. Cabe pensar que la guerra, que no

por ello fue menos cruel, obedeció al comienzo a unas preocupaciones

semejantes a las que salen a la luz en la ejecución de los ritos. La evolución de las

guerras en tiempos de la China feudal, anterior a nuestra era, es representada de

esta manera: «La guerra de baronía comienza por un desafío. Unos valientes,

enviados por su señor, van a suicidarse heroicamente ante el señor rival; o bien un

carro de guerra corre a toda marcha a insultar las puertas de la ciudad enemiga.

Luego viene la contienda entre carros, en la que los señores, antes de matarse

entre sí, rivalizan en cortesía (...)».

Los aspectos arcaicos de las guerras

homéricas tienen un carácter universal. Se trataba de un verdadero juego, pero

cuyos resultados eran tan graves que muy pronto el cálculo superó la observación

de las reglas del juego. La historia de China lo precisa así: «(...) a medida que

avanzamos, se pierden esas costumbres caballerescas. La que fuera antigua

guerra de caballería degenera en una lucha sin piedad, en un choque de masas

en el que toda la población de una provincia es lanzada contra las poblaciones

vecinas».

De hecho, la guerra siempre osciló entre la prioridad de observar unas

reglas que responden al deseo de obtener un fin válido en sí mismo, y el resultado

político esperado. En nuestros días, en los medios especializados, se hallan


enfrentadas dos escuelas. Clausewitz se opuso a los militares de tradición

caballeresca poniendo de relieve la necesidad de destruir sin piedad las fuerzas

del adversario. «La guerra», escribe, «es un acto de violencia, y no hay límites

para la manifestación de esa violencia.»

Es cierto que, en conjunto, una tendencia

como ésa, que parte de un pasado ritual cuya fascinación no dejó de actuar sobre

la vieja escuela, fue tomando lentamente la delantera en el mundo moderno. No

debemos confundir, en efecto, la humanización de la guerra con su tradición

fundamental. Hasta cierto punto, las exigencias de la guerra han dejado su lugar al

desarrollo del derecho de gentes. El espíritu de las reglas tradicionales pudo

favorecer el desarrollo, pero esas reglas no respondían a la preocupación

moderna por limitar las pérdidas de los combates o los sufrimientos de los

combatientes. La transgresión de la prohibición era, en efecto, limitada, pero

formalmente. En general no se desencadenaba el impulso agresivo, debían darse

ciertas condiciones, había que observar meticulosamente las reglas; pero, una vez

desencadenado, el furor tomaba su libre curso.

La crueldad vinculada con el carácter organizado de la guerra


La guerra, diferente de la violencia animal, desarrolló una crueldad de la

que las alimañas son incapaces. En particular el combate, seguido generalmente

por el aniquilamiento de los adversarios, preludiaba banalmente el suplicio dado a los


prisioneros. Esta crueldad es el aspecto específicamente humano de la guerra.

Tomo de Maurice Davie estas características horribles:


«En África se suele torturar y matar a los prisioneros de guerra, o se

los deja morir de hambre. Entre los pueblos de habla tchi, los prisioneros

son tratados con un sorprendente salvajismo. Los hombres, las mujeres y

los niños —madres con sus bebés a la espalda, con otros pequeños que

aún apenas caminan— son desnudados y atados con cuerdas alrededor del

cuello en grupos de diez o quince; a cada prisionero, además, se le sujetan

las manos a un grueso bloque de madera que deben portar sobre la

cabeza. Así trabados, e insuficientemente alimentados, hasta reducirlos al

estado de esqueletos, se los obliga, un mes tras otro, a seguir al ejército

victorioso; sus brutales guardianes los tratan con extrema crueldad; y, si los

vencedores sufren algún revés, son eliminados inmediatamente y sin

distinción, por miedo a que recobren la libertad. Ramseyer y Kühne

mencionan el caso de un prisionero —un nativo de Accra— que fue "puesto

en el tronco", es decir, atado a un árbol cortado con ayuda de un garfio de

hierro alrededor del pecho; luego fue mal alimentado durante cuatro meses,

hasta que murió a consecuencia de esos malos tratos. En otra ocasión, los

mismos exploradores observaron entre los prisioneros a un pobre niño

enclenque que, cuando le ordenaron que se levantara, "se irguió

penosamente y mostró una osamenta deteriorada en la que eran visibles

todos los huesos". La mayor parte de los prisioneros eran sólo esqueletos

ambulantes. Un niño estaba tan demacrado por las privaciones que, cuando

se sentaba, casi volvía a caer de rodillas. Otro, igualmente descarnado,

tenía una tos parecida al estertor de la agonía; otro niño, más joven, estaba

tan débil por falta de alimentación que no podía tenerse en pie. Los achantis
se sorprendían cuando observaban a los misioneros conmovidos por ese

espectáculo; una vez, éstos intentaron dar de comer a algunos niños

hambrientos, pero los guardias los apartaron brutalmente. En Dahomey (...)

niegan todo auxilio a los prisioneros heridos, y todos los prisioneros que no

están destinados a la esclavitud son mantenidos en un estado de

semiinanición que los reduce en poco tiempo al estado de esqueletos (...).

La mandíbula inferior es un trofeo muy apreciado (...) y muy a menudo es

arrancada a los enemigos heridos aún vivos (...). Las escenas que seguían

al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji son demasiado horrorosas para

ser descritas con detalle. Uno de los rasgos menos atroces es que no se

respetaba ni el sexo ni la edad. Innumerables mutilaciones, practicadas a

veces sobre víctimas vivas, actos de crueldad mezclada con pasión sexual

hacían que el suicidio fuese preferible a la captura. Con el fatalismo innato

al carácter melanesio, muchos vencidos ni siquiera intentan huir, sino que

inclinan pasivamente la cabeza bajo el peso del garrote. Si eran lo bastante

desgraciados como para haber caído prisioneros vivos, su suerte era

siniestra. Los llevaban hasta el poblado central, donde eran entregados a

chicos jóvenes de alto rango que ingeniaban maneras de torturarlos; a veces, después de
dejarlos aturdidos con un golpe de maza, los introducían

en hornos calientes y, cuando el calor les devolvía la conciencia del dolor,

sus convulsiones frenéticas hacían prorrumpir en risas a los espectadores

.«(...)

La violencia, que en sí misma no es cruel, es, en la transgresión, obra de un

ser que la organiza. No es por fuerza erótica, pero puede derivar hacia otras
formas de violencia organizadas por la transgresión. Al igual que la crueldad, el

erotismo es algo meditado. La crueldad y el erotismo se ordenan en el espíritu

poseído por la resolución de ir más allá de los límites de lo prohibido. Esta

resolución no es general, pero siempre es posible deslizarse de un ámbito al otro;

se trata de territorios vecinos, fundados ambos en la ebriedad de escapar

resueltamente al poder de la prohibición. La resolución es tanto más eficaz cuanto

que se reserva el retorno a la estabilidad sin la cual el juego sería imposible; esto

supone que, a la vez que se da el desbordamiento, se prevé la retirada de las

aguas. Es admisible el paso de un ámbito al otro en la medida en que no pone en

juego los marcos fundamentales.

La crueldad puede derivar hacia el erotismo y, del mismo modo, llegado el

caso, una matanza de prisioneros puede tener como fin el canibalismo. Pero, en la

guerra, el retorno a la animalidad, el olvido definitivo de los límites, es

inconcebible. Siempre subsiste una reserva que afirma el carácter humano de una

violencia que no por ello deja de ser desenfrenada. Y sin embargo, esos guerreros

delirantes y sedientos de sangre no se masacran entre sí. Esta regla, que organiza

básicamente el furor, es intangible. De una manera parecida, la prohibición

sostenida del canibalismo suele coincidir con el desencadenamiento de las

pasiones más inhumanas.

Debemos hacer observar que las formas más siniestras no están

necesariamente vinculadas con el salvajismo primero. Una organización que

fundamenta la eficacia de sus operaciones militares en la disciplina, y que a fin de

cuentas priva a la masa de los combatientes de la felicidad de exceder los límites,

introduce a la guerra en un mecanismo extraño a los impulsos que exigieron llegar


a ella. La guerra moderna ya no tiene con la guerra de la que he hablado sino las

más lejanas relaciones; es la más triste aberración, y lo que en ella se ventila es

de orden político. La misma guerra primitiva es poco defendible; ya desde el

comienzo anunciaba, en sus desarrollos inevitables, la guerra moderna. Pero sólo

la organización actual, más allá de la organización primera inherente a la

transgresión, había de dejar al género humano en un callejón sin salida.6

Capítulo VII

Matar y sacrificar

La suspensión religiosa de la prohibición de dar la muerte, el


sacrificio

y el mundo de la animalidad divina


Ese desencadenamiento global del deseo de matar que es la guerra rebasa

en conjunto el ámbito de la religión. Por su parte, el sacrificio, que por lo demás, y

tal como lo es la guerra, es un levantamiento de la prohibición de dar la muerte,

es, muy al contrario, el acto religioso por excelencia.

Ciertamente, el sacrificio es considerado más que nada como una ofrenda.

Puede no tener ningún carácter sangriento. Recordemos que lo más corriente es

que el sacrificio de sangre sea inmolación de víctimas animales. Cuando, al

desarrollarse la civilización, inmolar a un hombre pareció una cosa horrible, la

víctima sustitutiva solía ser un animal. Pero, en primer lugar, la sustitución no fue

el origen del sacrificio animal; el sacrificio humano es más reciente, y los

sacrificios más antiguos que conocemos tenían como víctima a animales.


Aparentemente, el abismo que, según nuestro modo de ver, separa al animal del

hombre, es posterior a la domesticación, que sobrevino en tiempos del neolítico.

Las prohibiciones tendían a separar de manera efectiva al animal del hombre; y,

en efecto, sólo el hombre observa esas prohibiciones. Pero, para la humanidad

primera, los animales no se diferenciaban de los hombres. Más aún, los animales,

por el hecho de que no observan prohibiciones, tuvieron de entrada un carácter

más sagrado, más divino que los hombres.

En su mayor parte, los dioses más antiguos eran animales, extraños a las

prohibiciones que limitan básicamente la soberanía del hombre. Al comienzo, dar

la muerte a un animal debió de inspirar un fuerte sentimiento de estar cometiendo

un sacrilegio. La víctima, a la que se daba muerte colectivamente, adquirió el

sentido de lo divino. El sacrificio la consagraba, la divinizaba.

La víctima animal era ya por adelantado sagrada. Su carácter sagrado

expresa la maldición vinculada a la violencia, y el animal, sin una segunda

intención, nunca abandona la violencia que lo anima. A los ojos de la humanidad

primera, el animal no podía ignorar una violencia fundamental; no podía ignorar

que su impulso mismo, esa violencia, es la violación de la ley. Faltaba por esencia

a esa ley, y lo hacía de manera consciente y soberana. Pero, por encima de todo,

a través de la muerte, qué es culminación de la violencia, la violencia estaba

desencadenada en él; él era su presa, sin reservas. Una violencia tan divinamente

violenta eleva a la víctima por encima de un mundo aplanado, chato, en el que los

hombres llevan una vida calculada. En relación con esta vida calculada, la muerte

y la violencia deliran; no pueden mantenerse en el respeto y en la ley que ordenan

la vida humana socialmente. La muerte, para la conciencia ingenua, sólo puede


provenir de una ofensa, de una falta, de una infracción. Una vez más, la muerte

trastorna violentamente el orden legal.

La muerte da cima a un carácter de transgresión que es propio del animal.

La muerte entra en la profundidad del ser del animal; es, en el rito sangriento, la

revelación de esa profundidad.

Volvamos ahora sobre el tema presentado en la Introducción, cuando

señalé que «para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el

sentido de la continuidad del ser».

A propósito del sacrificio, escribía allí: «La víctima muere, y entonces los

asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela. Este elemento

podemos llamarlo, con los historiadores de las religiones, lo sagrado. Lo sagrado

es justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un

rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo. Hay, como consecuencia de la

muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que,

en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del

ser, a la cual se devuelve a la víctima. Sólo una muerte espectacular, operada en

las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de la religión, es

susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención. Por lo

demás, no podríamos representarnos lo que aparece en lo más secreto del ser de

los asistentes si no pudiéramos referirnos a las experiencias religiosas que hemos

realizado personalmente, aunque fuese durante la infancia. Todo nos lleva a creer

que, esencialmente, lo sagrado de los sacrificios primitivos es análogo a lo divino

de las religiones actuales».1

En el plano definido por lo que vengo desarrollando, la continuidad divina


está vinculada a la transgresión de la ley que funda el orden de los seres

discontinuos. Los seres discontinuos que son los hombres se esfuerzan en

perseverar en la discontinuidad. Pero la muerte, al menos la contemplación de la

muerte, los devuelve a la experiencia de la continuidad.

Lo que sigue es esencial.

Con el movimiento de las prohibiciones, el hombre se separaba del animal.

Intentaba huir del juego excesivo de la muerte y de la reproducción (esto es, de la

violencia), en cuyo poder el animal está sin reservas.

Ahora bien, con el movimiento segundo de la transgresión, el hombre se

acercó al animal. Vio en el animal lo que escapa a la regla de la prohibición, lo que

permanece abierto a la violencia (esto es, al exceso), que rige el mundo de la

muerte y de la reproducción. Al parecer, esa concordancia secundaria entre el

hombre y el animal, ese movimiento de rebote, correspondió a la humanidad de

las cuevas pintadas, a ese hombre completo, semejante a nosotros, que sustituyó

al hombre de Neandertal, cercano aún del antropoide. Ese hombre nos dejó las

maravillosas imágenes de animales que nos son familiares. Pero muy pocas veces

se representó a sí mismo; y, cuando lo hizo, fue disfrazado, oculto, por así decirlo,

bajo los rasgos de algún animal cuya máscara llevaba puesta. Al menos, las

imágenes humanas más claras poseen ese carácter que las hace extrañas. La

humanidad debió de tener vergüenza, no como nosotros de la animalidad inicial,

sino de sí misma. Y la humanidad no ha reconsiderado esas fundamentales

decisiones tomadas en un primer movimiento. El hombre del paleolítico superior

mantenía la prohibición vinculada con la muerte, y seguía enterrando los

cadáveres de sus seres más cercanos; por otro lado, no tenemos ninguna razón
para suponer que ignorase la prohibición sexual que sin duda el hombre de

Neandertal ya conocía (la prohibición que cae sobre el incesto y el horror de la

sangre menstrual son el fundamento de todos nuestros comportamientos). Pero la

concordancia con la animalidad excluía la observación unilateral de esas

prohibiciones; sería difícil introducir entre el paleolítico medio, tiempo del hombre

de Neandertal, y el paleolítico superior (donde se introdujeron verosímilmente esos

regímenes de transgresión que conocemos a la vez por las costumbres de los

pueblos arcaicos y por los documentos de la antigüedad) una diferencia precisa de

estructura. Estamos en el ámbito de la hipótesis. Pero podemos pensar de manera

coherente que, si los cazadores de las cuevas pintadas practicaban —cosa

admitida— la magia simpática, tuvieron al mismo tiempo el sentimiento de la

divinidad animal. La divinidad animal implica el acatamiento de las prohibiciones

más antiguas, a la vez que una transgresión limitada de las mismas, análoga a la

que se verificó más tarde. A partir del momento en que los hombres poseen una

cierta concordancia con la animalidad, entramos en el mundo de la transgresión.

Al formar, en el mantenimiento de la prohibición, la síntesis del animal con el

hombre, entramos en el mundo divino (el mundo sagrado). Ignoramos las formas

que pusieron de manifiesto ese cambio, ignoramos si se practicaban sacrificios,2

sabemos muy poco también sobre la vida erótica de esos tiempos lejanos

(debemos limitarnos a citar las frecuentes figuraciones itifálicas del hombre); pero

sabemos que ese mundo naciente era el de la animalidad divina y que, ya desde

su origen, debió de ser perturbado por el espíritu de la transgresión. El espíritu de

la transgresión es el del dios animal que muere, el de ese dios cuya muerte anima

la violencia. Es un espíritu de transgresión limitado por las prohibiciones que


recaen sobre la humanidad. Las prohibiciones no afectan de ninguna manera ni a la esfera
animal real ni al ámbito de la animalidad mítica; no afectan a los hombres

soberanos cuya humanidad se esconde bajo la máscara del animal. El espíritu de

ese mundo naciente es, para empezar, ininteligible; es el mundo natural mezclado

con el divino. Aunque no es difícil de concebir para aquel cuyo pensamiento está a

la altura de ese impulso.

Ese mundo es el mundo humano que, formado en la

negación de la animalidad, o de la naturaleza,

se niega a sí mismo y, en esta

segunda negación, se supera sin por ello volver a lo que había negado al

comienzo.

El mundo así representado no responde seguramente al del paleolítico

superior. Si suponemos que fue ya el del hombre de las pinturas rupestres, la

comprensión de esa época y de sus obras es fácil. Pero su existencia sólo es

segura en una época más tardía, que la historia más antigua nos da a conocer.

Además, su existencia es confirmada por la etnografía, por la observación que la

ciencia moderna ha podido hacer de los pueblos arcaicos. A la humanidad

histórica de Egipto o de Grecia, el animal le confirió el sentimiento de una

existencia soberana; le proporcionó la primera imagen, que la muerte en el

sacrificio exaltaba, de sus dioses.

Esa imagen se sitúa en la prolongación del escenario de los cazadores

primitivos que al comienzo he intentado plasmar. Tenía que empezar hablando de

ese mundo de la caza primitiva donde la animalidad, por decirlo así, compuso la
madriguera catedralicia en la que la violencia humana se metía para condensarse.

En verdad, la animalidad de las pinturas rupestres y la esfera del sacrificio animal

no pueden comprenderse la una sin la otra. Lo que sabemos del sacrificio animal

nos abre a la inteligencia de las pinturas rupestres. Las pinturas de las cuevas nos

permiten comprender el sacrificio.

La superación de la angustia
La actitud angustiada que fundó las prohibiciones oponía el rechazo —un

paso atrás— de los primeros hombres a los movimientos ciegos de la vida. Los

primeros hombres, con la conciencia despierta por el trabajo, se sintieron

indispuestos por una avalancha vertiginosa, la de un renuevo incesante de una

continua exigencia de muerte. Tomada en su conjunto, la vida es el inmenso

movimiento que componen reproducción y muerte. La vida no cesa de engendrar,

pero es para aniquilar lo que engendra. De ello, los primeros hombres tuvieron un

sentimiento confuso. Rechazaron la muerte y la reproducción vertiginosa con

prohibiciones. Pero nunca se encerraron en ese rechazo; o más bien no se

encerraron en él sino para volver a salir lo más rápidamente posible. Salieron de

ahí de la misma manera que entraron, bruscamente resueltos. La angustia, al

parecer, constituye a la humanidad; pero no la angustia sin más, sino la angustia superada,
la superación de la angustia. Esencialmente, la vida es un exceso, es la

prodigalidad de la vida. Agota ilimitadamente sus fuerzas y sus recursos; aniquila

constantemente lo que creó. En ese movimiento, la muchedumbre que forman los

seres vivos es pasiva. Y no obstante, en el extremo, queremos resueltamente lo

que pone en peligro nuestra vida.


No siempre tenemos fuerzas para quererlo; nuestros recursos se agotan y,

a veces, el deseo es impotente. Si el peligro se hace demasiado pesado, si la

muerte es inevitable, en principio, el deseo es inhibido. Pero si nos acompaña la

suerte, el objeto que deseamos más ardientemente es el más susceptible de

arrastrarnos hacia gastos frenéticos y arruinarnos. Los diversos individuos

soportan de manera desigual pérdidas importantes de energía o de dinero, o

amenazas graves de muerte. En la medida en que pueden hacerlo (es una

cuestión —cuantitativa— de fuerza), los hombres buscan las mayores pérdidas y

los mayores peligros. Creemos fácilmente lo contrario, porque los hombres suelen

tener poca fuerza. Si les cae en suerte la fuerza, quieren consumirse de inmediato

y exponerse al peligro. Cualquiera que tenga fuerza y medios para ello se

entregará a continuos dispendios y se expondrá sin cesar al peligro.

A fin de ilustrar estas afirmaciones de valor general, voy a dejar de referirme

por un momento a épocas antiguas o a costumbres arcaicas. Traigo a colación un

hecho familiar, una experiencia que pertenece a la muchedumbre en cuyo seno

vivimos. Tomaré apoyo en la literatura más extendida, en la novela más vulgar,

que es la «policíaca». Estos libros suelen estar hechos a base de las desgracias

de un protagonista y de las amenazas que sobre él pesan. Sin sus dificultades, sin

su angustia, su vida no tendría ningún atractivo, nada apasionante que llevase a

vivirla a través de la lectura. El carácter gratuito de las novelas, el hecho de que el

lector esté evidentemente al abrigo del peligro, impiden habitualmente verlo así,

pero gracias a ellas vivimos por procuración lo que no tenemos energía para vivir

nosotros mismos. Lo que nos da la aventura de otro es la oportunidad de,

soportándolo sin demasiada angustia, gozar del sentimiento de perder o de estar


en peligro. Si dispusiéramos de incontables recursos morales, a nosotros mismos

nos gustaría vivir como él. ¿Quién no ha soñado ser el protagonista de una

novela? Ese deseo es menos fuerte que la prudencia —o la cobardía—; pero si

hablamos de la voluntad profunda, que sólo la debilidad impide satisfacer, su

sentido nos lo dan las historias que leemos con pasión.

De hecho, la literatura se sitúa en la continuación de las religiones, de las

cuales es heredera. El sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera

sangrienta. O mejor, es, en estado rudimentario, una representación teatral, un

drama reducido al episodio final en que la víctima, animal o humana, desempeña

sola su papel, pero lo hace hasta la muerte. El rito es efectivamente la

representación, reiterada en fecha fija, de un mito; es decir, esencialmente, de la

muerte de un Dios. Nada de todo esto debería sorprendernos. Es lo mismo que

sucede cada día, bajo una forma simbólica, en el sacrificio de la misa.

El juego de la angustia es siempre el mismo: la mayor angustia, la angustia

que va hasta la muerte, es lo que los hombres desean, para hallar al final, más allá

de la muerte y de la ruina, la superación de la angustia. Pero la superación de la

angustia es posible con una condición: que la angustia guarde proporción con la

sensibilidad que la llama.

La angustia es querida, hasta los límites de lo posible, en el sacrificio; pero,

una vez alcanzados esos límites, es inevitable dar un paso atrás.

A menudo, el

sacrificio humano sustituye al sacrificio animal; ello sin duda en la medida en que,

al alejarse el hombre del animal, la muerte del animal perdió parcialmente su valor
angustiante. Más tarde, al asentarse la civilización, sucedió a la inversa, y las

víctimas animales sustituían en ocasiones a las víctimas humanas, cuyo sacrificio

apareció bárbaro. En épocas bastante tardías, resultaron repugnantes los

sacrificios sangrientos de los israelitas. Los cristianos nunca conocieron otro

sacrificio que el simbólico. Hubo que encontrar un acuerdo con una exuberancia

cuyo término es la profusión de la muerte; pero también hizo falta fuerza para ello.

De lo contrario, la náusea salía vencedora y reforzaba el poder de las

prohibiciones.

Capítulo VIII

Del sacrificio religioso al erotismo

El cristianismo y la falta de conocimiento de la santidad de la

transgresión
Hablé en la «Introducción» de cómo en la antigüedad se comparaba el acto

de amor con el sacrificio. Los antiguos tenían, más que nosotros, un sentimiento

inmediato de lo que es el sacrificio. Nosotros estamos muy lejos de su práctica. El

sacrificio de la misa es una reminiscencia de esa práctica, pero muy pocas veces

puede herir la sensibilidad de una manera lo bastante vivida. Por muy obsesiva

que sea la imagen del Crucificado, no es fácil que la misa corresponda a la imagen

de un sacrificio sangriento.

La principal dificultad reside en la repugnancia que el cristianismo muestra

generalmente para con la transgresión de la ley. Cierto es que el Evangelio incita


a levantar las prohibiciones formales, las que se practican al pie de la letra, en los

casos en que su sentido resulta incomprensible. Se trata entonces de transgredir

una ley, no a pesar de la conciencia de su valor, sino poniendo ese valor en

cuestión. Lo esencial es que, en la idea del sacrificio de la Cruz, se deforma el

carácter de la transgresión. No cabe duda de que ese sacrificio consiste en un

acto de dar la muerte, de que se trata de algo sangriento. Es una transgresión en

el sentido en que ese acto de matar es, de hecho, un pecado. Es incluso, de todos

los pecados, el más grave. Pero en la transgresión de la que he hablado, si hay

pecado, si hay expiación, éstos son consecuencia de un acto deliberado; de un

acto, incluso, que nunca dejó de conformarse con la intención. Ese acuerdo de la

voluntad es lo que, en nuestros días, hace ininteligible la actitud arcaica: es un

escándalo para el pensamiento. No podemos concebir sin desasosiego la

deliberada transgresión de una ley que parece santa. Pero el sacerdote que

celebra el sacrificio de la misa nunca admitirá el pecado de la crucifixión. La culpa

la tiene la ceguera de sus autores, de quienes debemos pensar que, de haberlo

sabido, no lo habrían cometido. Ciertamente, la Iglesia canta: ¡Félix culpa! ¡Feliz

culpa! Existe, pues, un punto de vista a partir del cual se demuestra la necesidad

de cometer la falta. La resonancia de la liturgia armoniza con el pensamiento

profundo que animaba a la humanidad primera. Pero desentona en la lógica del

sentimiento cristiano. Para el cristianismo, no reconocer la santidad de la

transgresión es un fundamento. Incluso si, en la cumbre, los religiosos tienen

acceso a las escandalosas paradojas que liberan, que exceden los límites.

La comparación antigua del sacrificio con la unión erótica


No deja de ser cierto que esa falta de reconocimiento de la transgresión
hizo que toda comparación con las costumbres de la antigüedad quedase

desprovista de sentido. Si la transgresión no es fundamental, el sacrificio y el acto

de amor no tienen nada en común. El sacrificio, si es una transgresión hecha a

propósito, es una acción deliberada cuyo fin es el cambio repentino del ser que es

víctima de ella. A ese ser se le da muerte. Antes que se le dé muerte, estaba

encerrado en la particularidad individual. Tal como dije en la «Introducción», su

existencia resulta entonces discontinua. Pero, en la muerte, ese ser es llevado de

nuevo a la continuidad del ser, a la ausencia de particularidad. Esa acción

violenta, que desprovee a la víctima de su carácter limitado y le otorga el carácter

de lo ilimitado y de lo infinito pertenecientes a la esfera sagrada, es querida por su

consecuencia profunda. Es deliberada como la acción de quien desnuda a su

víctima, a la cual desea y a la que quiere penetrar. El amante no disgrega menos a

la mujer amada que el sacrificador que agarrota al hombre o al animal inmolado.

La mujer, en manos de quien la acomete, está desposeída de su ser. Pierde, con

su pudor, esa barrera sólida que, separándola del otro, la hacía impenetrable;

bruscamente se abre a la violencia del juego sexual desencadenado en los

órganos de la reproducción, se abre a la violencia impersonal que la desborda

desde fuera.

No es nada seguro que los antiguos hubiesen sido capaces de exponer en

detalle un análisis que sólo inició la familiaridad con una inmensa dialéctica. Se

requerían la presencia inicial y la conjunción de numerosos temas, si es que acaso

se querían captar, con toda la precisión de sus movimientos, las semejanzas de

dos experiencias profundas. No había modo de captar los aspectos más profundos

y el conjunto escapaba a la conciencia. Pero, por suerte, en una misma persona


podía darse tanto la experiencia interior de la piedad en el sacrificio como la del

erotismo desencadenado. A partir de ese momento se podía tener, si no aún una

comparación precisa, sí al menos un sentimiento de semejanza. Esa posibilidad

desapareció con el cristianismo, en el cual la piedad se alejó de la voluntad de

acceder al secreto del ser a través de la violencia.

La carne en el sacrificio y en el amor


Lo que la violencia exterior del sacrificio revelaba era la violencia interior del

ser tal como se discernía a la luz del derramamiento de la sangre y del surgimiento

de los órganos. Esa sangre, esos órganos llenos de vida, no eran lo que la

anatomía ve en ellos; sólo una experiencia interior, no la ciencia, podría restituir el

sentimiento de los antiguos. Podemos presumir que en aquel entonces aparecía la

plétora de los órganos llenos de sangre, la plétora impersonal de la vida.

Desaparecido el ser individual, discontinuo, del animal, había aparecido, con la

muerte de ese mismo animal, la continuidad orgánica de la vida; es lo que el

ágape sagrado encadena gracias a la vida en comunión de quienes asisten a él.

En esa deglución vinculada a un surgimiento de vida carnal y al silencio de la

muerte subsistía un relente de bestialidad. Ya no comemos carnes que no estén

preparadas, inanimadas, abstraídas del pulular orgánico en el que aparecieron. El

sacrificio vinculaba el hecho de comer con la verdad de la vida revelada en la

muerte.

Suele ser propio del acto del sacrificio el otorgar vida y muerte, dar a la

muerte el rebrote de la vida y, a la vida, la pesadez, el vértigo y la abertura de la

muerte. Es la vida mezclada con la muerte, pero, en el sacrificio, en el mismo


momento, la muerte es signo de vida, abertura a lo ilimitado. Actualmente el

sacrificio no pertenece al campo de nuestra experiencia; así que debemos sustituir

la práctica por la imaginación. Pero aunque ya no comprendamos ni el sacrificio

mismo ni su significación religiosa, no podemos ignorar la reacción vinculada a los

elementos del espectáculo que ofrecía: se trata de la náusea. Deberemos

representarnos en el sacrificio una superación de la náusea. Pero, sin la

transfiguración sagrada, sus aspectos tomados separadamente pueden, en el

límite, provocar náuseas. Es bastante común que la matanza y el despiece del

ganado sean repugnantes hoy en día; y nada debe recordársenos en los platos

que se sirven a la mesa. Por ello es posible decir de la experiencia contemporánea

que invierte las conductas de la piedad en el sacrificio.

Esta inversión tiene pleno sentido si consideramos ahora la semejanza del

acto de amor y del sacrificio. Lo que el acto de amor y el sacrificio revelan es la

carne. El sacrificio sustituye la vida ordenada del animal por la convulsión ciega de

los órganos. Lo mismo sucede con la convulsión erótica: libera unos órganos

pletóricos cuyos juegos se realizan a ciegas, más allá de la voluntad reflexiva de

los amantes. A esa voluntad reflexiva la suceden los movimientos animales de

esos órganos hinchados de sangre. Una violencia, que la razón deja de controlar,

anima a esos órganos, los hace tender al estallido y súbitamente estalla la alegría

de los corazones al dejarse llevar por el rebasamiento de esa tormenta. El

movimiento de la carne excede un límite en ausencia de la voluntad. La carne es

en nosotros ese exceso que se opone a la ley de la decencia. La carne es el

enemigo nato de aquellos a quienes atormenta la prohibición del cristianismo; pero

si, como creo, existe una prohibición vaga y global que se opone, bajo formas que
dependen del tiempo y del lugar, a la libertad sexual, entonces la carne es la
expresión de un retorno de esa libertad amenazante.

La carne, la decencia y la libertad sexual prohibida


Al referirme en primer lugar a esa prohibición global, me sustraje al no

poder —o no querer— definirla. A decir verdad, no es definible de un modo tal que

luego resulte fácil hablar de ella. La decencia es aleatoria y varía sin cesar. Varía

incluso individualmente. Tanto es así que, en ese punto, hablé de prohibiciones

que pueden conceptuarse, como la del incesto o la de la sangre menstrual, y dejé

para más tarde el volver sobre una maldición más general de la sexualidad. Más

adelante hablaré de ella, e incluso me referiré a las transgresiones de esa vaga

prohibición aun antes de buscar cómo definirla.

Pero antes quisiera volver más arriba.

Si hay prohibición, a mi modo de ver lo es de alguna violencia elemental.

Esa violencia se da en la carne: en la carne que designa el juego de los órganos

reproductores.

Intentaré acceder, a través de la objetividad del juego de los órganos, a la

expresión interior fundamental en la que se da el rebasamiento de la carne.

Quisiera, como cuestión básica, poner de relieve la experiencia interior de la

plétora, de la cual he dicho que el sacrificio la revelaba en el animal muerto. En la

base del erotismo, tenemos la experiencia de un estallido, de una violencia en el

momento de la explosión.

Capítulo IX

La plétora sexual y la muerte


La actividad reproductora considerada como forma de crecimiento
Tomado en su conjunto, el erotismo es una infracción a la regla de las

prohibiciones: es una actividad humana. Ahora bien, aunque esa actividad

comience allí donde acaba el animal, lo animal no es menos su fundamento. Y la

humanidad, ante ese fundamento, aparta la cabeza con horror al mismo tiempo

que lo mantiene como tal. Lo animal se mantiene incluso tanto en el erotismo que

constantemente se lo relaciona con términos tales como animalidad o bestialidad.

Si la transgresión de lo prohibido tomó el sentido de un retorno a la naturaleza —

cuya expresión es lo animal—, fue por un abuso en los términos. Sea como fuere,

la actividad a la cual se opone una prohibición es semejante a la de los animales.

Siempre asociada al erotismo, la sexualidad física es al erotismo lo que el cerebro

es al pensamiento. Es que, de manera muy parecida, la fisiología no deja de ser el

fundamento objetivo del pensamiento. Si es que hemos de situar en la relatividad

objetiva la experiencia interior que tenemos del erotismo, entonces debemos

añadir a los datos que tenemos la función sexual del animal. Hasta deberíamos

ponerla en primer lugar. En efecto, la función sexual del animal presenta unos

aspectos que, tomados en consideración, nos facilitan el acceso al conocimiento

de la experiencia interior.

Así pues, y para acceder a la experiencia interior que tenemos de él, vamos

a hablar ahora de las condiciones físicas del erotismo.

En el plano de la realidad objetiva, la vida siempre moviliza, a no ser en

caso de impotencia, un exceso de energía que debe consumir; y ese exceso se

consume efectivamente, bien en el crecimiento de la unidad considerada, bien en


una pérdida pura y simple.1

En este sentido, la sexualidad presenta un aspecto

fundamentalmente ambiguo; y esto aunque una actividad sexual independiente de

sus fines genésicos no sea menos, y ya desde el principio, una actividad de crecimiento.
Las gónadas, consideradas en conjunto, aumentan de tamaño. Para

darnos cuenta del movimiento del que se trata, hemos de basarnos en el más

simple modo de reproducción, es decir, en la escisiparidad. En efecto, el

organismo escisíparo crece como organismo único pero, una vez que ha crecido,

llega un momento en que se transforma en dos. Sea por ejemplo el infusorio a que

se transforma en a' + a"; el paso del primer estado al segundo no es independiente

del crecimiento de a; y, a la vez, a' + a" representa, en relación con el estado más

antiguo representado por a, el crecimiento de este último.

Lo que hay que observar entonces es que, aun siendo a' y a" distintos entre

sí, ninguno de los dos es distinto de a. Algo de a subsiste en a', tanto como algo

del mismo a subsiste en a". Volveré sobre el carácter desconcertante de un

crecimiento que cuestiona la unidad del organismo que crece. Para empezar me

referiré al hecho de que la reproducción no es más que una forma de crecimiento.

Esto resulta así, de una manera general, por la multiplicación de los individuos,

que es el resultado más claro de la actividad sexual. Pero el acrecentamiento de la

especie a través de la reproducción sexuada es tan sólo un aspecto del

acrecentamiento propio de la escisiparidad primitiva, como caso de reproducción

asexuada. Como el conjunto de las células del organismo individual, las gónadas

sexuales son, a su vez, escisíparas. En la base, toda unidad viva tiende al

aumento. Si en su aumento alcanza un estado pletórico, puede dividirse; pero el

crecimiento (la plétora) es la condición de la división que, en el mundo vivo,


llamamos reproducción.

El crecimiento del conjunto y el don de los individuos


Objetivamente, si hacemos el amor, lo que está en juego es la

reproducción.

Se trata pues, si me han seguido hasta aquí, de un crecimiento. Pero ese

crecimiento no es el nuestro. Ni la actividad sexual ni la escisiparidad garantizan el

crecimiento del mismo ser que se reproduce, tanto si se empareja como si, más

simplemente, se divide. Lo que la reproducción pone en juego es el crecimiento

impersonal.

La oposición fundamental, que afirmé ya desde el comienzo, entre la

pérdida y el crecimiento es, pues, reductible, en un caso, a otra diferencia en la

que el crecimiento impersonal, y no la pérdida pura y simple, se opone al

crecimiento personal. El aspecto básico, egoísta, del crecimiento sólo se da si el

individuo se acrecienta sin cambio. Si el crecimiento tiene lugar en provecho de un

ser o de un conjunto que nos supera, ya no se trata de un crecimiento sino de un

don. Para quien lo hace, el don es una pérdida en su haber. A quien da, le salen las
cuentas, pero antes debe dar: debe renunciar, más o menos enteramente, a lo

que, para el conjunto que lo recibe, tiene un sentido de acrecentamiento.

La muerte y la continuidad en la reproducción sexuada y en la

asexuada
Debemos empezar considerando de cerca la situación abierta en la división.
En el interior del organismo asexuado a había continuidad.

Al aparecer a’ y a", la continuidad no fue suprimida de una vez por todas.

No importa saber si desapareció hacia el comienzo o hacia el final de la crisis,

pero sí que hubo un momento suspendido.

En ese momento, lo que aún no era a' estaba en continuidad con a", pero la

plétora comprometía la continuidad. Es la plétora la que comienza un

deslizamiento en el cual se divide el ser; pero ese ser se divide en el momento

crítico del deslizamiento, en el momento en que esos seres, que más tarde se

opondrán uno a otro, aún no se oponen. La crisis separadora nace de la plétora; la

crisis separadora no es aún la separación misma, sino la ambigüedad. En la

plétora, el ser pasa de la tranquilidad del reposo a un estado de violenta agitación;

y esa turbulencia, esa agitación, afectan al ser enteramente, afectan a su

continuidad. Pero la violencia de la agitación, que comienza en el seno de la

continuidad, lleva consigo la violencia de la separación, de la que procede la

discontinuidad. Y la calma retorna al fin una vez terminada la separación, de la

que resultan dos seres distintos.

La plétora de la célula, que, en estas condiciones, lleva a la crisis creadora

de uno, de dos seres nuevos, es rudimentaria en relación con la plétora de los

órganos masculinos y femeninos que desemboca en la crisis de la reproducción

sexuada.

Pero ambas crisis tienen en común aspectos esenciales. En ambos casos,

lo que está en el origen es una sobreabundancia, el crecimiento que afecta al

conjunto de los seres, tanto reproductores como reproducidos. Y el resultado es, al

fin, la desaparición individual.


En efecto, si se confiere inmortalidad a las células que se dividen, es por

equivocación. La célula a no sobrevive ni en a' ni en a"; a' es distinta de a, y es

distinta de a". Positivamente, a, en la división, deja de ser; a desaparece; a muere.

No deja rastro ni cadáver, pero muere. La plétora de la célula acaba en la muerte

creadora, a la salida de la crisis en la que aparecieron las continuidades que son

los nuevos seres (a' y a"); éstos, si bien en el origen son sólo uno, es para que esa

unidad desaparezca en la división definitiva.

La significación de este último aspecto, común a ambos modos de

reproducción, es de una importancia decisiva.

En ambos casos la continuidad global de los seres se revela en su límite.

(Objetivamente, esa continuidad se da entre un ser y otro y entre cada ser y a la

totalidad de los demás, sólo en los pasos de la reproducción.) Pero la muerte, que

siempre suprime la discontinuidad individual, aparece cada vez que,

profundamente, se revela la continuidad. La reproducción asexuada la hurta al

mismo tiempo que la asume; en ella lo muerto desaparece en la muerte, y ésta es

escamoteada. En este sentido, la reproducción asexuada es la verdad última de la

muerte: la muerte anuncia la discontinuidad fundamental de los seres (y del ser).

Sólo el ser discontinuo muere; la muerte revela la mentira de la discontinuidad.

Retorno a la experiencia interior


En las formas de la reproducción sexuada, la discontinuidad de los seres es

menos frágil. Después de muerto, el ser discontinuo no desaparece enteramente,


deja un rastro que puede incluso durar infinitamente. Un esqueleto puede durar

millones de años. En su culminación, el ser sexuado está tentado —incluso se

supone que debe hacerlo—, de creer en la inmortalidad de un principio discontinuo

que residiría en él. Contempla su «alma», su discontinuidad, como su verdad

profunda, engañado como está por una supervivencia del ser corporal; pero ésta

se reduce a la descomposición, aunque sea imperfecta, de los elementos que lo

formaban. A partir de la perduración de las osamentas, hasta llegó a imaginar «la

resurrección de la carne». Los huesos, «el día del juicio final», debían reunirse, y

los cuerpos resucitados reconducir a las almas a su verdad primera. En esta

hipertrofia de una condición exterior, lo que no se percibe es la continuidad, que

no es menos fundamental en la reproducción sexuada. Las células genéticas se

dividen y, entre una y otra, es posible captar objetivamente la unidad inicial.

Básicamente, entre una división escisípara y otra, es siempre evidente la

continuidad.

En el plano de la discontinuidad y de la continuidad de los seres, el único

hecho nuevo que interviene en la reproducción sexuada es la fusión de los dos

seres ínfimos, de las células que son los gametos masculinos y femeninos. Pero la

fusión acaba revelando la continuidad fundamental; lo que en ella aparece es que

la continuidad perdida puede ser recobrada. De la discontinuidad de los seres

sexuados procede un mundo pesado, opaco, donde la separación individual

está fundada en lo más horroroso; la angustia de la muerte y del dolor confirieron

al muro de esa separación la solidez, la tristeza y la hostilidad de un muro

carcelario. No obstante, en los límites de ese mundo triste, la continuidad

extraviada se recobra en el caso privilegiado de la fecundación: la fecundación —la fusión


— sería inconcebible si la discontinuidad aparente de los seres animados
más simples no fuese una añagaza.

Sólo la discontinuidad de los seres complejos parece intangible de entrada.

No podemos concebir sensatamente la reducción a la unidad o el desdoblamiento

(el «cuestionamiento») de su discontinuidad. En los momentos de plétora en que

los animales son presa de la fiebre sexual, entra en crisis su aislamiento. En esos

momentos se supera el temor a la muerte y al dolor. En esos momentos adquiere

bruscamente un nuevo vigor el sentimiento de continuidad relativa entre los

animales de una misma especie; sentimiento que constantemente mantiene en un

segundo plano, pero sin graves consecuencias, una contradicción de la ilusión

discontinua. Cosa extraña, no lo es ordinariamente en condiciones de perfecta

similitud entre individuos del mismo sexo; parece que en principio sólo una

diferencia secundaria tenga poder suficiente para hacer que sea apreciable una

identidad profunda que, a la larga, llegaba a ser indiferente. Del mismo modo, a

veces sentimos más intensamente aquello que se nos escapa en el instante

mismo de su desaparición. Aparentemente, la diferencia de sexos aviva,

engañándolo, tornándolo penoso, ese vago sentimiento de continuidad que

mantiene la similitud de especie. Después de este examen de los datos objetivos,

resulta discutible aproximar la reacción de los animales a la experiencia interior del

hombre. La manera científica de ver las cosas es simple: la reacción animal está

determinada por unas realidades fisiológicas. A decir verdad, para su observador,

la similitud de especie es una realidad fisiológica. La diferencia entre los sexos es

otra realidad fisiológica. Pero la idea de una similitud que una diferencia torna más

sensible se basa en una experiencia interior. Sólo puedo ahora, al pasar, subrayar

este cambio de plano. Esto es característico de la presente obra. Creo que un


estudio que tenga al hombre como objeto está condenado a esta clase de cambios

en algunos momentos de su desarrollo. Ahora bien, un estudio que se quiera

científico, reducirá la participación de la experiencia subjetiva; pero yo, por

método, hago lo contrario y reduzco la participación del conocimiento objetivo. De

hecho, si he dado por sentados los datos de la ciencia sobre la reproducción, ha

sido con la intención de transponerlos luego. Ya lo sé; no puedo poseer la

experiencia interior de los animales, y menos aún la de los animales

microscópicos. Tampoco puedo conjeturarla. Pero los animales microscópicos

tienen, como los animales complejos, una experiencia de su interior: no puedo

hacer depender de la complejidad, o de la humanidad, el paso de la existencia en

sí a una existencia para sí. Confiero incluso a la partícula inerte, por encima del

animal microscópico, esa existencia para sí que prefiero denominar experiencia de

dentro, experiencia interior, y para la cual jamás se hallan términos

verdaderamente satisfactorios que la designen. De la experiencia interior que no

puedo tener, ni tampoco representarme hipotéticamente, no puedo sin embargo

ignorar que, por definición, fundamentalmente, implica un sentimiento de sí. Ese

sentimiento elemental no es la conciencia de sí. La conciencia de sí es

consecutiva a la conciencia de los objetos, que sólo se da distintamente en la

humanidad. Pero el sentimiento de sí varía necesariamente en la medida en que quien lo


experimenta se aísla en su discontinuidad. Ese aislamiento es más o

menos grande en función de las facilidades ofrecidas a la discontinuidad objetiva,

y en razón inversa a las posibilidades ofrecidas a la continuidad. Se trata de la

firmeza, de la estabilidad de un límite concebible, pero el sentimiento de sí varía

según el grado del aislamiento. La actividad sexual es un momento de crisis del

aislamiento. Esa actividad es conocida por nosotros desde fuera, pero sabemos
que debilita el sentimiento de sí, que lo cuestiona. Hablamos de crisis: se trata del

efecto interior de un acontecimiento objetivamente conocido. Aun conocida

objetivamente, la crisis no introduce menos por ello un dato interior fundamental.

Los datos objetivos propios de la reproducción sexuada en general

El fundamento objetivo de la crisis es la plétora. En la esfera de los seres

asexuados, este aspecto aparece ya desde el primer momento. Hay crecimiento; y

el crecimiento determina la reproducción; lo cual implica, en consecuencia, la

división; y ésta a su vez determina la muerte del individuo pletórico. Ahora bien, en

la esfera de los seres sexuados, este aspecto resulta menos claro. Pero no por

eso la sobreabundancia de energía deja de constituir la base sobre la cual se

ponen en actividad los órganos sexuales. Y, tal como sucede con los seres más

simples, esta sobreabundancia impone la muerte.

Pero no la impone directamente. Por regla general, el individuo sexuado

sobrevive bien a la sobreabundancia, y también a los excesos a los que le

conduce la sobreabundancia. Sólo en muy raros casos, la muerte es la salida de

la crisis; y la significación de esos casos es, hay que decirlo, sorprendente.

Resulta tan impresionante para nuestra imaginación que el decaimiento

consecutivo al paroxismo final es considerado una «muerte-cita». La muerte es

siempre, humanamente, el símbolo de la retirada de las aguas posterior a la

violencia de la agitación. Pero si es su símbolo no lo es a partir de la figuración de

una equivalencia lejana. No debemos olvidar nunca que la multiplicación de los

seres es solidaria con la muerte. Quienes se reproducen sobreviven al nacimiento

de los engendrados, pero esa supervivencia es sólo una prórroga. Se otorga un

plazo, que en parte se dedica a la asistencia efectiva que hay que dar a los recién
llegados; pero la aparición de esos recién llegados es el anuncio de una

desaparición de los predecesores. Si bien la reproducción de los seres sexuados

no comporta una muerte inmediata, sí comporta una muerte a largo plazo.

La consecuencia inevitable de la sobreabundancia es la muerte; y sólo un

estancamiento sostiene el mantenimiento de la discontinuidad de los seres (los

mantiene aislados). Esta discontinuidad es un desafío al movimiento que

fatalmente derribará las barreras que separan a los individuos, distintos entre sí.

La vida, su impulso y su movimiento, puede exigir por un instante las barreras sin las
cuales no sería posible ninguna organización compleja, ninguna organización

eficaz. Pero la vida es movimiento, y nada en el movimiento está fuera del alcance

del movimiento. Los seres asexuados mueren de su propio desarrollo, de su

propio movimiento. Los seres sexuados, a su propio impulso hacia la

sobreabundancia —como a la agitación general— sólo le oponen una efímera

resistencia. Es cierto que en ocasiones sólo sucumben al debilitamiento de sus

propias fuerzas, a la ruina de su organización. Sobre esto no podemos

engañarnos. Sólo la muerte innumerable saca a los seres que se multiplican del

callejón sin salida en el que están. Pensar un mundo en el que una organización

artificial garantizase la prolongación de la vida humana, es algo de pesadilla. No

podemos entrever nada que vaya más allá de un ligero aplazamiento. Al final la

muerte estará ahí; la habrá traído la multiplicación, la sobreabundancia de la vida.

La proximidad de los dos aspectos elementales vistos desde dentro


y

desde fuera
Estos aspectos de la vida en los que la reproducción está ligada a la

muerte, poseen un innegable carácter objetivo; pero, como dije, hasta la vida

elemental de un ser es ciertamente una experiencia interior. Incluso podemos

hablar de esta experiencia rudimentaria, siempre y cuando admitamos que no nos

es comunicable. Es la crisis del ser: el ser tiene la experiencia interior del ser en la

crisis que lo pone a prueba. La crisis del ser es su entrada en el juego, en un

pasaje que va de la continuidad a la discontinuidad, o de la discontinuidad a la

continuidad. El ser más simple tiene, admitámoslo, un sentimiento de sí mismo y

de sus límites. Si esos límites cambian, ese sentimiento fundamental le afecta; esa

afección es la crisis del ser que tiene sentimiento de sí.

De la reproducción sexuada, he dicho que sus aspectos objetivos eran a fin

de cuentas los mismos que en la división escisípara. Y cuando nos ocupamos de

la experiencia humana que tenemos de esa reproducción en el erotismo,

aparentemente nos alejamos de esos aspectos objetivos fundamentales. En

particular, en el erotismo, nuestro sentimiento de plétora no está ligado a la

conciencia del engendramiento. Incluso, en principio, cuanto más pleno es el goce

erótico, menos nos preocupamos por los hijos que pueden resultar de él. De otro

lado, la tristeza consecutiva al espasmo final puede proporcionarnos una

sensación anticipada de la muerte; y se da el caso de que la muerte y su angustia

están en las antípodas del placer. Si el acercamiento entre los aspectos objetivos

de la reproducción y los de la experiencia interior que se produce en el erotismo es

posible, es porque se apoya en algo distinto. Hay un elemento fundamental: el

hecho objetivo de la reproducción hace intervenir en el ámbito de la interioridad el

sentimiento de sí, el sentimiento del ser y el de los límites del ser aislado. Puesto
que funda sus límites, pone en juego la discontinuidad a la cual se vincula necesariamente
el sentimiento de sí; éste, aun siendo vago, es el sentimiento de

un ser discontinuo. Pero la discontinuidad nunca es perfecta. En particular, en la

sexualidad, el sentimiento de los otros, más allá del sentimiento de sí, introduce

entre dos o más una continuidad posible, opuesta a la discontinuidad primera. En

la sexualidad, los otros ofrecen continuamente una posibilidad de continuidad,

amenazan sin cesar, proponen todo el tiempo un desgarrón en la vestimenta sin

costuras de la discontinuidad individual. A través de las vicisitudes de la vida

animal, los otros, los semejantes, aparecen donde menos se los espera; forman

un fondo de figuras neutras, elemental sin duda, pero sobre el cual se produce, en

el tiempo de la actividad sexual, un cambio crítico. En ese momento, el otro no

aparece aún positivamente, sino vinculado negativamente, con la turbia violencia

de la plétora. Cada ser contribuye a la negación que el otro hace de sí mismo;

pero esa negación no conduce de ningún modo al reconocimiento del partenaire.

Al parecer, en el acercamiento, lo que juega es menos la similitud que la plétora

del otro. La violencia de uno se propone ante la violencia del otro; se trata, en

ambos lados, de un movimiento interno que obliga a estar fuera de sí, es decir,

fuera de la discontinuidad individual. El encuentro, cuando tiene lugar, se produce

entre dos seres que, lentamente en la hembra y a veces de manera fulminante en

el macho, son proyectados fuera de sí por la plétora sexual. En el momento de la

cópula, la pareja animal no está formada por dos seres discontinuos que se

acercan y se unen a través de una corriente momentánea de continuidad;

propiamente hablando no existe la unión: dos individuos que están bajo el imperio

de la violencia, que están asociados por los reflejos ordenados de la conexión

sexual, comparten un estado de crisis en el que, tanto el uno como el otro, están
fuera de sí. Ambos seres están, al mismo tiempo, abiertos a la continuidad. Pero

en las vagas conciencias nada de ello subsiste; tras la crisis, la discontinuidad de

cada uno de ambos seres está intacta. Es, al mismo tiempo, la crisis más intensa y

la más insignificante.

Los elementos fundamentales de la experiencia interior del


erotismo
En este desarrollo sobre la experiencia animal de la sexualidad me he

alejado de los datos objetivos de la reproducción sexuada, que un poco más arriba

di por sentados. He intentado describir, a partir de unos pocos datos extraídos de

la vida de los seres ínfimos, un camino que conduce a través de la experiencia

interior animal. Me guiaba nuestra experiencia interior humana y la conciencia que

tengo necesariamente de lo que le falta a la experiencia animal. La verdad es que

apenas me he apartado de lo que la necesidad de examinar lo fundamental

permite proponer. Por otra parte, una singular evidencia sostiene mis

afirmaciones.

Pero si he hecho un examen de los datos objetivos referidos a la

reproducción sexuada, no ha sido para no volver más sobre el tema.

Cuando se trata del erotismo, siempre volvemos a encontrarnos con lo que

habíamos dejado.

Cuando se trata de la vida del hombre, la experiencia interior está a nuestro

mismo nivel. Los elementos exteriores que discernimos en la vida del hombre se

reducen finalmente a su interioridad. Lo que, en mi opinión, da a los pasajes

eróticos de discontinuidad a continuidad el carácter que tienen, tiene que ver con
el conocimiento de la muerte. Es que ya desde el comienzo, en el espíritu del

hombre, se vincula la ruptura de la discontinuidad —y el deslizamiento

subsiguiente hacia una continuidad posible— con la muerte. Estos elementos, los

discernimos desde fuera; pero si de entrada no los experimentásemos dentro, su

significación se nos escaparía. Por otra parte, hay un salto entre un dato objetivo

que nos representa la necesidad de la muerte ligada a la sobreabundancia, y ese

trastorno vertiginoso que introduce en el hombre el conocimiento interior de la

muerte. Esa perturbación, vinculada a la plétora de la actividad sexual, implica

una profunda flaqueza. ¿Cómo, si desde fuera no percibiese una identidad, habría

reconocido, en la experiencia paradójica de la plétora y la extinción vinculada a

ella, el juego del ser que supera, en la muerte, la discontinuidad individual —para

siempre provisional— de la vida?

Lo que ya de entrada es perceptible en el erotismo es cómo vacila, a causa

de un desorden pletórico, el expresivo orden de una realidad parsimoniosa y

cerrada. La sexualidad del animal hace intervenir ese mismo desorden pletórico,

pero sin oponerle ninguna resistencia ni barrera. El desorden animal se sumerge

libremente en una violencia indefinida. La ruptura se consuma, una oleada

tumultuosa se pierde y luego la soledad del ser discontinuo vuelve a cerrarse. La

única modificación de la discontinuidad individual de la que es susceptible el

animal es la muerte. El animal muere y, de no ser así, pasado el desorden, la

discontinuidad permanece intacta. En la vida humana, al contrario, la violencia

sexual abre una herida. Pocas veces esa herida vuelve a cerrarse por sí misma; y

es menester cerrarla. Incluso sin una atención constante, fundamentada por la

angustia, no puede permanecer cerrada. La angustia elemental vinculada al


desorden de la sexualidad es significativa de la muerte. La violencia de ese

desorden, cuando el ser que la experimenta tiene conocimiento de la muerte,

vuelve a abrir en él el abismo que la muerte le reveló. La asociación de la violencia

de la muerte con la violencia sexual tiene ese doble sentido. De un lado, la

convulsión de la carne es tanto más precipitada cuanto más próxima está del

desfallecimiento; y, de otro lado, el desfallecimiento, con la condición de que deje

tiempo para ello, favorece la voluptuosidad. La angustia mortal no inclina

necesariamente a la voluptuosidad, pero la voluptuosidad, en la angustia mortal,

es más profunda.

La actividad erótica no siempre posee abiertamente ese aspecto nefasto, no

siempre es esa resquebrajadura; pero, profundamente, secretamente, siendo

como es la resquebrajadura lo propio de la sensualidad humana, ella es lo que

impulsa al placer. Lo mismo que, cuando nos percatamos de la muerte, nos quita el
aliento, de alguna manera, en el momento supremo, debe cortarnos la

respiración.

El principio mismo del erotismo aparece de entrada en el punto opuesto a

ese horror paradójico. Ese principio está en la plétora de los órganos genitales. En

el origen de la crisis lo que hay es un movimiento animal en nosotros. Pero el

trance de los órganos no es libre. No puede tener curso sin el acuerdo de la

voluntad. El trance de los órganos descompone un ordenamiento, un sistema en el

cual se apoyan la eficiencia y el prestigio. El ser en verdad se divide, su unidad se

quiebra, y ya desde el primer instante de la crisis sexual. En ese momento, la vida

pletórica de la carne topa con la resistencia del espíritu. Ni el acuerdo aparente

basta; la convulsión de la carne, más allá del consentimiento, exige silencio, pide

la ausencia del espíritu. El impulso carnal es singularmente extraño a la vida


humana; se desencadena fuera de ella, con la condición de que calle, con la

condición de que se ausente. Quien se abandona a ese impulso ya no es humano;

ese impulso es, al modo del animal, una ciega violencia que se reduce al

desencadenamiento, que goza de ser ciego y de haber olvidado. A la libertad de

esta violencia, que conocemos menos por una información dada desde dentro que

por una experiencia interior y directa de su carácter inconciliable con nuestra

humanidad fundamental, se le opone una prohibición vaga y genérica. Esa

prohibición general no ha sido formulada. En el marco de las conveniencias, sólo

se hacen evidentes algunos aspectos aleatorios, variables en función de

situaciones y de personas; y eso sin hablar de épocas y regiones. Lo que dice la

teología cristiana del pecado de la carne representa, tanto por una impotencia de

la prohibición enunciada como por la exageración de los comentarios multiplicados

(pienso en la Inglaterra de la época victoriana), la incertidumbre, la inconsistencia

y, a la vez, la violencia que responde a la violencia, así como reacciones de

rechazo. Solo la experiencia de los estados en los que banalmente nos

encontramos activos sexualmente, y la de su discordancia respecto de los

comportamientos socialmente admitidos, nos pone en disposición de reconocer un

aspecto inhumano de esa actividad. La plétora de los órganos exige ese

desencadenamiento de unos mecanismos extraños al ordenamiento habitual de

las conductas humanas. La sangre produciendo hinchazón descompone el

equilibrio sobre el que se fundaba la vida. Bruscamente, un ser es presa de la

furia. Esa furia nos es familiar, pero imaginamos fácilmente la sorpresa de quien

no tuviese ningún conocimiento de ella y que, por una maquinación, descubriese

sin ser visto los transportes amorosos de una mujer que anteriormente le habría
impresionado por su distinción. Vería en ello una enfermedad, algo análogo a la

rabia canina. Como si una perra rabiosa hubiese suplantado la personalidad de

aquella que recibía a sus visitantes con tanta dignidad... Hasta es demasiado poco

hablar de enfermedad. Durante esos momentos, la personalidad está muerta; y su

muerte, en esos momentos, deja lugar a la perra, que se aprovecha del silencio,

de la ausencia de la muerta. La perra goza, y lo hace gritando, de ese silencio y de

esa ausencia. El retorno de la personalidad la congelaría, pondría fin a la

voluptuosidad en la que anda perdida. El desencadenamiento no siempre tiene la


violencia que doy a entender en lo que aquí presento. Pero no es por ello menos

significativo de una oposición primera.

Al comienzo es un impulso natural, pero ese impulso no puede darse libre

curso sin romper una barrera. Hasta tal punto que, en el espíritu, el curso natural y

la barrera derribada se confunden. El curso natural significa la barrera derribada.

La barrera derribada significa el curso natural. La barrera derribada no es la

muerte. Pero del mismo modo que la violencia de la muerte derriba entera y

definitivamente el edificio de la vida, la violencia sexual derriba en un punto,

durante un tiempo, la estructura de ese edificio. La teología cristiana, en efecto,

asimila la ruina moral consecutiva al pecado de la carne con la muerte. Existe una

ruptura menor, ligada necesariamente al momento de la voluptuosidad, que es

evocadora de la muerte; en contrapartida, la evocación de la muerte puede

participar en el arranque de los espasmos voluptuosos. Generalmente se reduce

al sentimiento de una transgresión que pone en peligro la estabilidad general y la

conservación de la vida, sin la cual, por lo demás, sería imposible un

desencadenamiento libre. Pero, de hecho, la transgresión no es solamente

necesaria para esa libertad. Se da el caso de que, sin la evidencia de una


transgresión, ya no experimentamos ese sentimiento de libertad que exige la

plenitud del goce sexual. De tal manera que, a veces, al espíritu hastiado le es

necesaria una situación escabrosa para acceder al reflejo del goce final (o, si no la

situación misma, su representación buscada durante la cópula, como soñando

despierto). Esta situación no siempre es terrorífica: muchas mujeres no pueden

gozar sin contarse una historia en la que son violadas. Ahora bien, en el fondo de

la ruptura significativa yace una violencia ilimitada.2

La paradoja de la prohibición generalizada, quizá no de la


sexualidad,

pero sí de la libertad sexual


Lo más notable de la prohibición sexual es que donde se revela plenamente

es en la transgresión. La educación pone al descubierto uno de sus aspectos, pero

nunca se formula resueltamente. La educación no procede menos por medio de

silencios que a través de advertencias sin ruido. La prohibición nos aparece

directamente, mediante el descubrimiento furtivo —parcial para empezar— del

territorio vedado. Nada es al principio más misterioso. Somos admitidos al

conocimiento de un placer cuya noción está entremezclada de misterio, el cual

expresa la prohibición que determina el placer, al tiempo que lo condena.

Ciertamente, esta revelación que se da al transgredir no se mantiene idéntica a sí

misma a lo largo del tiempo; hace cincuenta años, por ejemplo, este aspecto

paradójico de la educación era más patente. Pero, en todas partes —y sin duda ya

desde las épocas más antiguas— nuestra actividad sexual está obligada al
secreto; en todas partes, aunque en diferentes grados, nuestra actividad sexual aparece
como contraria a nuestra dignidad. Hasta el punto de que la esencia del

erotismo se da en la asociación inextricable del placer sexual con lo prohibido.

Nunca, humanamente, aparece la prohibición sin una revelación del placer, ni

nunca surge un placer sin el sentimiento de lo prohibido. En la base de esto hay

un impulso natural; y, en la infancia, sólo hay ese impulso natural. Pero el placer

no se da humanamente en ese tiempo que nunca recordamos. Imagino

objeciones, y también excepciones. Pero ni las objeciones ni las excepciones

pueden hacer vacilar una posición tan segura.

En la esfera humana, la actividad sexual se separa de la simplicidad animal.

Es esencialmente una transgresión. No es, después de la prohibición, un retorno a

la libertad primera. La transgresión es una producción de la humanidad organizada

por la actividad laboriosa. También la transgresión, por su parte, está organizada.

El erotismo es en conjunto una actividad organizada; y, si cambia a través del

tiempo, es en tanto que organizado. Me esforzaré en presentar un cuadro del

erotismo considerado en su diversidad y en sus cambios. El erotismo aparece de

entrada en la transgresión en ese primer grado que es, se tome como se tome, el

matrimonio. Pero en verdad se da bajo unas formas más complejas, en las cuales

se acentúa gradualmente su carácter de transgresión.

Su carácter de transgresión, su carácter de pecado.

Capítulo X
La transgresión en el matrimonio y en la orgía

El matrimonio considerado como una transgresión.

El derecho de pernada
Se suele considerar al matrimonio como algo que tiene poco que ver con el

erotismo.

Hablamos de erotismo siempre que un ser humano se conduce de una

manera claramente opuesta a los comportamientos y juicios habituales. El

erotismo deja entrever el reverso de una fachada cuya apariencia correcta nunca

es desmentida; en ese reverso se revelan sentimientos, partes del cuerpo y

maneras de ser que comúnmente nos dan vergüenza. Insistamos en ello: este

aspecto, que parece extraño al matrimonio, nunca dejó de notarse en él.

Para empezar, el matrimonio es el marco de la sexualidad lícita. «No

cometerás adulterio» quiere decir: no gozarás carnalmente fuera del matrimonio.

En las sociedades más puritanas, al menos no se cuestiona el matrimonio. Pero

yo hablo de un carácter de transgresión que no está en la base del matrimonio.

Esto, en un primer abordaje, es contradictorio; pero debemos pensar otros casos

de transgresión que están de pleno acuerdo con el sentido general de la ley

transgredida. En particular, como dijimos, el sacrificio es esencialmente la

violación ritual de una prohibición; todo lo que mueve la religión implica la paradoja

de una regla que admite su mismo quebrantamiento regular en ciertos casos. Así

pues, la transgresión que desde mi punto de vista sería el matrimonio es sin lugar

a dudas una paradoja, pero la paradoja es inherente a la ley que prevé la


infracción y la considera legal. Así, del mismo modo que está prohibido dar la

muerte en sacrificio ritual, el acto sexual inicial que constituye el matrimonio es

una violación sancionada.

Si bien los parientes cercanos tenían sobre sus hermanas o sus hijas un

derecho exclusivo de posesión, quizá dispusieron de ese derecho en favor de extranjeros


que, por venir de fuera, tenían un poder para ejecutar actos irregulares

que les calificaba para esa transgresión que era, en el matrimonio, el primer acto

sexual. No es más que una hipótesis, pero si queremos determinar el lugar que

ocupa el matrimonio en el ámbito del erotismo, no deberíamos desatender este

aspecto. En cualquier caso, el carácter duradero que tiene la transgresión

vinculada con el matrimonio no es sino una experiencia banal, que las bodas

populares, y sólo ellas, ponían de relieve. El acto sexual tiene siempre un valor de

fechoría, tanto en el matrimonio como fuera de él. Lo tiene sobre todo si se trata

de una virgen; y siempre lo tiene un poco la primera vez. En este sentido, he

creído posible hablar de un poder de transgresión, del cual acaso disponía el

extranjero y que quizá no había tenido quien vivía en la misma morada y estaba

sometido a las mismas reglas que la hija o la hermana.

Cuando se trataba de un acto grave, como la violación efectuada por

primera vez en una mujer —con esa prohibición vaga que pone el apareamiento

bajo el signo de la vergüenza—, el recurso a un poder de transgresión que no se

confería al primer llegado solía considerarse, al parecer, algo favorecedor. La

operación solía confiarse a quienes tenían lo que el mismo novio no tenía: el poder

de transgredir una prohibición. Estos transgresores posibles habían de tener, en

algún sentido, un carácter soberano que les pudiera dejar fuera de la prohibición

que gravita de manera general sobre la especie humana. En principio, su carácter


sacerdotal designaba a quienes habían de poseer por primera vez a la novia. Pero

en el mundo cristiano se hizo impensable el recurso a los ministros de Dios;

entonces se estableció la costumbre de pedir al señor feudal la desfloración.

Evidentemente, la actividad sexual, al menos cuando se trataba de un primer

contacto, era considerada prohibida; y peligrosa además, excepto para quien

poseía, como soberano o como sacerdote, el poder de tocar las cosas sagradas

sin gran riesgo.

La repetición
En general no acabamos de comprender el carácter erótico, o más

simplemente transgresor, del matrimonio, porque la palabra matrimonio designa a

la vez el paso y el estado. Solemos olvidar el tránsito para considerar solamente el

estado. Además, y desde hace mucho tiempo, el valor económico de la mujer

confirió al estado la importancia principal. En efecto, lo que en el estado interesa

son los cálculos, la espera y el resultado; no los momentos de intensidad, que

valen sólo en el instante mismo. Esos momentos no se toman en cuenta cuando lo

que se espera es el resultado: la vivienda, los hijos y los esfuerzos que eso

requiere.

Lo más grave es que el hábito suele apagar la intensidad y que matrimonio

implica costumbre. Hay un notable acuerdo entre, de un lado, la inocencia y la

ausencia de peligro que presentaba la repetición del acto sexual (sólo se prestaba

atención al primer contacto) y, de otro lado, la ausencia de valor, en lo referente al

placer, que se solía conferir a esa repetición. Esa concordancia es importante,


pues presenta la esencia misma del erotismo. Pero tampoco hay que descuidar la

expansión de la vida sexual. Sin una secreta comprensión de los cuerpos, que

sólo a la larga se establece, la unión es furtiva y superficial, no puede organizarse,

su movimiento es casi animal, demasiado rápido, y el placer esperado suele

hacerse esquivo. No hay duda de que el gusto por el cambio es enfermizo y que

sólo conduce a la frustración renovada. El hábito, por el contrario, tiene el poder

de profundizar lo que la impaciencia no reconoce.

En lo referente a la repetición, los dos puntos de vista opuestos se

completan. No podemos dudar de que los aspectos, las figuras y los signos que

componen la riqueza del erotismo, exigieron básicamente impulsos que llevaban a

la irregularidad. Si la vida carnal no se hubiese producido nunca con la suficiente

libertad, como respuesta a unas explosiones caprichosas, habría sido pobre,

cercana al pisoteo de un animal. Si es cierto que la costumbre despeja y da

expansión, ¿podemos decir en qué medida una vida feliz no prolonga lo que la

desavenencia suscitó y lo que la irregularidad descubrió? El mismo hábito es

tributario de la expansión más intensa que provino del desorden y de la infracción.

Así pues, el amor profundo que el matrimonio no paraliza en medida alguna,

¿sería accesible sin el contagio de los amores ilícitos, los únicos que tuvieron

poder para conferir al amor lo que tiene más fuerte que la ley?

La orgía ritual
De todas maneras, el marco regular del matrimonio sólo confería una salida

estrecha y limitada a la violencia refrenada.

Más allá del matrimonio, las fiestas garantizaron la posibilidad de la


infracción, con lo cual garantizaban a la vez la posibilidad de la vida normal,

dedicada a actividades ordenadas.

Hasta la «fiesta de la muerte del rey» de la que hablé, y a pesar de su

carácter poco formal y prolongado, preveía en el tiempo el límite de un desorden

que al comienzo parecía ilimitado. Una vez que el cadáver del rey quedaba

reducido a un esqueleto, dejaban de imponerse el desorden y el desenfreno, y

volvía a empezar el juego de las prohibiciones.

Las orgías rituales, generalmente vinculadas con fiestas menos

desordenadas, sólo preveían una interrupción furtiva de la prohibición que

afectaba a la libertad del impulso sexual. A veces la licencia se limitaba a los miembros de
una cofradía, como en las fiestas de Dionisos; pero, más allá del

erotismo, podía tener un sentido más específicamente religioso. Los hechos los

conocemos de forma muy vaga, pero siempre podemos imaginar cómo la

vulgaridad y la pesadez acababan venciendo al frenesí. Pero sería vano negar la

posibilidad de una superación en la cual contemporizarían la ebriedad que suele ir

ligada a la orgía, el éxtasis erótico y el éxtasis religioso.

En la orgía, los impulsos festivos adquieren esa fuerza desbordante que

lleva en general a la negación de cualquier límite. La fiesta es por sí misma una

negación de los límites de una vida ordenada por el trabajo; pero, a la vez, la orgía

es signo de una perfecta inversión del orden. No era por azar que en las orgías de

las saturnales se invertía el orden social mismo, con el amo sirviendo al esclavo y

éste acostado en el lecho de aquél. El sentido más agudo de esos

desbordamientos provenía del acuerdo arcaico entre la voluptuosidad sensual y el

arrebato religioso. En esta dirección la orgía, fuese cual fuese el desorden

introducido por ella, organizó el erotismo más allá de la sexualidad animal.


En el erotismo rudimentario del matrimonio no aparecía nada semejante.

Seguía tratándose de transgresión, fuese o no fuese violenta; pero la transgresión

del matrimonio no tenía consecuencias, era independiente de otros desarrollos,

posibles sin duda, pero no gobernados por la costumbre, y hasta desfavorecidos

por ella. En rigor, la francachela es, en nuestros días, un aspecto popular del

matrimonio, pero la francachela posee el sentido de un erotismo inhibido,

convertido en descargas furtivas, en disimulos chistosos, en alusiones. El frenesí

sexual, que, al contrario, afirma un carácter sagrado, es lo propio de la orgía. De la

orgía procede un aspecto arcaico del erotismo. El erotismo orgiástico es

esencialmente un exceso peligroso. Su contagio explosivo amenaza todas las

posibilidades de la vida sin distinción. El rito primero quería que las ménades, en

un ataque de ferocidad, devorasen vivos a sus hijos de corta edad. Más tarde, la

sangrienta omofagia de los chivos previamente amamantados por las ménades

recordaba aquella abominación.

La orgía no se orienta hacia la religión fasta, que extrae de la violencia

fundamental un carácter majestuoso, tranquilo y conciliable con el orden profano.

La eficacia de la orgía se muestra del lado de lo nefasto, lleva consigo el frenesí,

el vértigo y la pérdida de la conciencia. Se trata de comprometer a la totalidad del

ser en un deslizamiento ciego hacia la pérdida, momento decisivo de la

religiosidad. Ese desplazamiento se da en el acuerdo que la humanidad estableció

en segundo lugar con la proliferación desmedida de la vida. El rechazo implícito en

las prohibiciones conducía al avaro aislamiento del ser, opuesto a ese inmenso

desorden de los individuos perdidos el uno en el otro, y que su violencia misma

abría a la violencia de la muerte. En un sentido opuesto, el reflujo de las


prohibiciones, que da rienda suelta a la avalancha de la exuberancia, accedía a la

fusión ilimitada de los seres en la orgía. De ninguna manera podía limitarse esa

fusión a la estrictamente requerida por la plétora de los órganos de la generación.

Era, desde el primer momento, una efusión religiosa; en principio, desorden del ser que se
pierde y que nada opone ya a la proliferación desatada de la vida. Ese

desencadenamiento inmenso pareció divino, de tanto como elevaba al hombre por

encima de la condición a la que él mismo se había condenado. Desorden, griterío,

violencia de los gestos y de las danzas, apareamientos sin concierto; en definitiva,

desorden de los sentimientos, animados por una convulsión desmedida. Las

perspectivas de la pérdida exigían esa fuga hacia lo indistinto, donde los

elementos estables de la actividad humana se hacían esquivos, donde ya no

había nada que no perdiese pie.

La orgía como rito agrario


Las orgías de los pueblos arcaicos suelen ser interpretadas en tal sentido

que no se pone en evidencia nada de lo que yo me he esforzado en mostrar. Así

pues, antes de proseguir, debo hablar de la interpretación tradicional que tiende a

reducirlas a ritos de magia contagiosa. Quienes las ordenaban creían

efectivamente que con ello se garantizaba la fecundidad de los campos. Y nadie

discute la exactitud de esta conexión. Pero reducirla al rito agrario no lo dice todo

de una práctica que evidentemente lo excede. Aun cuando la orgía tuviese

siempre y en todas partes este sentido, podríamos seguir preguntándonos si era el

único. No cabe duda de que tiene gran interés percatarse del carácter agrario de

una costumbre; esto la vincula históricamente con la civilización agrícola. Pero


resulta una ingenuidad ver en la creencia en su eficaz virtud una explicación

suficiente de los hechos. El trabajo y la utilidad material han determinado

ciertamente, o cuando menos han condicionado, los comportamientos de los

pueblos aún poco civilizados; y los comportamientos religiosos tanto como los

profanos. Pero esto no quiere decir que una costumbre extravagante remita

esencialmente a la preocupación por la fertilidad de unos campos sembrados. El

trabajo determinó la oposición del mundo sagrado con el mundo profano. El

trabajo está en el principio mismo de las prohibiciones con las que el hombre

presentaba su rechazo a la naturaleza. Por otra parte, el límite del mundo del

trabajo, que las prohibiciones apoyaban y mantenían en la lucha del hombre

contra la naturaleza, determinó el mundo sagrado como su contrario. El mundo

sagrado no es, en un sentido, sino el mundo natural tal como subsiste en la

medida en que no es enteramente reductible al orden instaurado por el trabajo,

esto es, al orden profano. Pero sólo en un sentido el mundo sagrado es solamente

mundo natural. En otro sentido va más allá del mundo anterior a la acción

conjugada del trabajo y las prohibiciones. El mundo sagrado es, en este sentido,

una negación del mundo profano, pero también está determinado por lo que niega.

El mundo sagrado es también, en parte, resultado del trabajo, pues tiene como

origen y como razón de ser, no la existencia inmediata de las cosas tal como la

naturaleza las creó, sino el nacimiento de un nuevo orden de cosas, aquel que en

consecuencia fue suscitado por la oposición que presentaba a la naturaleza el mundo de la


actividad útil. El mundo sagrado está separado de la naturaleza por el

trabajo; sería ininteligible para nosotros si no nos diésemos cuenta en qué medida

el trabajo lo determinó.

El espíritu humano, que el trabajo había formado, atribuyó generalmente a


la acción una eficacia análoga a la del trabajo. En el mundo sagrado, la explosión

de una violencia que las prohibiciones habían expulsado no tuvo el sentido único

de una explosión, sino también el de una acción a la cual se le confería una

eficacia. Inicialmente, las explosiones de violencia que las prohibiciones habían

reprimido, tales como la guerra o el sacrificio —o la orgía— no eran explosiones

calculadas. Ahora bien, en la medida en que eran transgresiones, y practicadas

por hombres, se convirtieron en explosiones organizadas, actos cuya eficacia

posible sólo aparecería más tarde, pero indiscutible.

El efecto de la acción que fue la guerra pertenecía al mismo orden que el

efecto del trabajo. En el sacrificio se ponía en juego una fuerza a la cual,

arbitrariamente, se le atribuían unas consecuencias; a esa fuerza se la

consideraba, pues, del mismo orden que una herramienta manejada por un

hombre. El efecto atribuido a la orgía es de un orden diferente. En el ámbito de lo

humano, el ejemplo es contagioso. Un hombre entra en la danza porque la danza

misma le obliga a danzar. De una acción contagiosa, real en este caso, se

consideró que implicaba en ella, no solamente a otros hombres, sino a la

naturaleza. Así, de la actividad sexual —que, como dije, en su conjunto es

crecimiento—, se consideró que arrastraba a la vegetación hacia el crecimiento.

Pero sólo en un segundo término la transgresión es una acción emprendida

con vistas a obtener una eficacia. En la guerra o en el sacrificio —o en la orgía—

el espíritu humano, contando con el efecto real o imaginario, organizó una

convulsión explosiva. Inicialmente, la guerra no es en principio una empresa

política; tampoco es el sacrificio una acción mágica. Del mismo modo, el origen de

la orgía no es el deseo de cosechas abundantes. El origen de la orgía, de la


guerra y del sacrificio es el mismo: la existencia de unas prohibiciones que se

oponían a la libertad de la violencia mortal o de la violencia sexual. Fue inevitable

que esas prohibiciones determinasen el movimiento explosivo de la transgresión.

Esto no quiere decir que nunca se recurriese a la orgía —o a la guerra, o al

sacrificio— con el único objetivo de los efectos que, con razón o sin ella, se le

atribuían. Pero se trataba en estos casos de la intervención —secundaria e

inevitable— de una violencia extraviada en los engranajes del mundo humano tal

como el trabajo lo organizaba.

En estas condiciones, esa violencia ya no tenía únicamente el sentido

animal de la naturaleza; la explosión, precedida por la angustia, asumía, más allá

de la satisfacción inmediata, un sentido divino. Esa violencia se había convertido

en religiosa. Pero, en su mismo impulso, adquirió un sentido humano; se integró

en el ordenamiento de causas y efectos que, sobre el principio del trabajo, había

construido la comunidad de las obras.

Capítulo XI

El cristianismo

La licenciosidad y la formación del mundo cristiano


En cualquier caso hay que excluir una interpretación moderna de la orgía:

supondría la remisión del pudor, o del poco pudor de los que se entregaban a ella.

Este punto de vista es superficial, implica una animalidad relativa de los hombres
de civilización arcaica. Cierto es que, en algunos aspectos, esos hombres suelen

parecemos más cercanos al animal que nosotros; también es cosa probada que

algunos de ellos compartieron este sentimiento. Pero nuestros juicios se basan en

la idea de que los modos de vida que nos son propios ponen más de relieve la

diferencia que existe entre el hombre y el animal. Los hombres primitivos no se

diferencian de la animalidad de la misma manera que nosotros; pero, aunque vean

en los animales a hermanos suyos, las reacciones que en ellos fundamentan su

cualidad de humanos están lejos de ser menos rigurosas que las nuestras. Los

animales depredadores vivían ciertamente en unas condiciones materiales

bastante próximas a las suyas; pero es que ellos, a los animales, les atribuían,

aunque fuese erróneamente, sentimientos humanos. En cualquier caso, hay que

decir que el pudor primitivo (o arcaico) no siempre es más débil que el nuestro;

sólo es muy diferente. Es más formalista, y no ha entrado de la misma manera en

un automatismo inconsciente; pero no por ello es menos vivo. Ese pudor procede

de unas creencias que un fondo de angustia mantiene vivas. Por eso, cuando,

desde un punto de vista muy general, hablamos de la orgía, no encontramos

razones para ver en ella una práctica de relajamiento de las costumbres, sino, muy

al contrario, un momento de intensidad, de desorden sin duda, que a la vez lo es

de fiebre religiosa. En el mundo al revés que es la fiesta, la orgía es el momento

en que la verdad del reverso revela su fuerza para trastocar completamente todo

orden. Esta verdad tiene el sentido de una fusión ilimitada. Lo que da la medida

del erotismo naciente es la violencia báquica; y el territorio de esa violencia es, en

el origen, el de la religión.

Pero la verdad de la orgía llegó hasta nosotros a través del mundo cristiano,
donde los valores fueron atropellados una vez más. La religiosidad primitiva

extrajo de las prohibiciones el espíritu de transgresión. Pero, en su conjunto, la

religiosidad cristiana se opuso al espíritu de la transgresión. La tendencia a partir

de la cual fue posible un desarrollo religioso en los límites del cristianismo está

vinculada a esa oposición relativa.

Es esencial determinar la medida en que intervino la oposición. Si el

cristianismo hubiese dado la espalda al movimiento fundamental del que partía el

espíritu de transgresión, no que-. daría, pienso yo, nada religioso. Al contrario, en

el cristianismo, el espíritu religioso retuvo lo esencial, que, de entrada, vino a

encontrar en la continuidad. La continuidad nos es un dato en la experiencia de lo

sagrado. Lo divino es la esencia de la continuidad. La resolución cristiana, en la

fuerza de su movimiento, dejó un amplio espacio a la continuidad. Hasta el punto

de descuidar los caminos de esa continuidad, las vías que una tradición minuciosa

había regulado sin mantener siempre perceptible su origen. La nostalgia (el deseo)

que abrió esos caminos pudo perderse en parte en los detalles —y en los

cálculos—, que es donde solía encontrarse a gusto la piedad tradicional.

Pero en el cristianismo hubo un doble movimiento. En sus fundamentos,

quiso abrirse a las posibilidades de un amor que ya no contaba con nada. Perdida

la continuidad y recobrada en Dios, en su opinión hacía un llamamiento, más allá

de las violencias reguladas de los delirios rituales, al amor extraviado y sin cálculo,

del fiel. Los hombres, transfigurados por la continuidad divina, eran criados en

Dios para el amor de los unos para con los otros. El cristianismo nunca abandonó

la esperanza de acabar reduciendo ese mundo de la discontinuidad egoísta al

reino de la continuidad inflamado de amor. El impulso inicial a la transgresión fue


derivando así, en el cristianismo, hacia la visión de un rebasamiento de la

violencia, convertida en su contrario.

En ese sueño hubo algo sublime y fascinante.

Pero también hubo una contrapartida: el mundo de la discontinuidad, que

subsistía, había de ponerse a la medida del mundo sagrado, esto es, del mundo

de la continuidad. El mundo divino hubo de sumergirse en un mundo de cosas. Y

ese aspecto múltiple es paradójico. La voluntad resuelta de dejar el protagonismo

a la continuidad tuvo sus efectos, pero el primero de ellos hubo de transigir con un

efecto simultáneo en el otro sentido. El Dios cristiano es la forma más construida a

partir del sentimiento más deletéreo: el de continuidad. La continuidad se da en la

superación de los límites. Pero el efecto más constante del impulso al que doy el

nombre de transgresión es el de organizar lo que por esencia es desorden. Por el

hecho de que comporta el rebasamiento hacia un mundo organizado, la

transgresión es el principio de un desorden organizado. De la organización, a la

cual habían accedido los que la practican, le viene su carácter organizado. Esta

organización, fundada en el trabajo, se fundamenta a la vez en la discontinuidad

del ser. El mundo organizado del trabajo y el mundo de la discontinuidad son un

solo y único mundo. Las herramientas y los productos del trabajo son cosas discontinuas;
quien se sirve de la herramienta para fabricar productos es, él

también, un ser discontinuo; la conciencia de su discontinuidad se hace más

profunda con la utilización o la creación de objetos discontinuos. Si la muerte se

revela, es en relación con el mundo discontinuo del trabajo; para los seres cuyo

trabajo acusó la discontinuidad, la muerte es el desastre elemental, que pone en

evidencia la inanidad del ser discontinuo.

Ante la precaria discontinuidad del ser personal, el espíritu humano


reacciona de dos maneras que, en el cristianismo, contemporizan. La primera

responde al deseo de reencontrar esa continuidad perdida que es, según nuestro

irreductible sentimiento, la esencia del ser. En un segundo paso, la humanidad

intenta abandonar los límites de la discontinuidad personal. Puesto que esos

límites no son otra cosa que la muerte, el espíritu humano imagina entonces una

discontinuidad que la muerte no alcanza: se imagina la inmortalidad de seres

discontinuos.

Su primer impulso hacía de la continuidad lo principal; pero, en un segundo

momento, el cristianismo tuvo el poder de recuperar lo que había dado su

generosidad sin cálculo. Del mismo modo que la transgresión organizaba la

continuidad nacida de la violencia, el cristianismo hizo entrar esta continuidad,

para la cual lo quería todo, dentro del marco de la discontinuidad. Ciertamente, lo

único que hizo fue llegar hasta el final de una tendencia que ya de por sí era

fuerte. Pero realizó lo que, antes de él, sólo era un esbozo. Redujo lo sagrado, lo

divino, a la persona discontinua de un Dios creador. Más aún: de una manera

general, hizo del más allá de este mundo real una prolongación de todas las almas

discontinuas. Pobló el cielo y el infierno de multitudes condenadas con Dios a la

discontinuidad eterna de cada ser aislado. Elegidos y condenados, ángeles y

demonios, se convirtieron en fragmentos imperecederos, divididos para siempre,

arbitrariamente distintos unos de otros, arbitrariamente separados de esa totalidad

del ser a la cual no obstante debemos referirlos.

La multitud de las criaturas producidas al azar y el Creador individual

negaban su soledad en el amor recíproco entre Dios y los elegidos, o la afirmaban

en el odio a los condenados. Pero el amor mismo reservaba el aislamiento


definitivo. Lo que en esa totalidad atomizada se perdía era el camino que conduce

del aislamiento a la fusión, de lo discontinuo a lo continuo, el camino de la

violencia, que la transgresión había trazado. El momento del arranque, del vuelco,

era sustituido, mientras aún perduraba el recuerdo de la crueldad primera, por una

búsqueda de acuerdo, de conciliación en el amor y en la sumisión. Hablé más

arriba1

de la evolución cristiana del sacrificio. Intentaré ahora dar una visión más

general de los cambios que el cristianismo introdujo en la esfera de lo sagrado.

La ambigüedad primera y la reducción cristiana de lo sagrado a su

aspecto bendito; la expulsión cristiana de lo sagrado maldito al


ámbito

de lo profano
En el sacrificio cristiano, la responsabilidad del sacrificio no se da en la

voluntad del fiel. El fiel sólo contribuye al sacrificio de la cruz en la medida de sus

faltas, de sus pecados. A causa de ello, se quiebra la unidad de la esfera sagrada.

En el estadio pagano de la religión, la transgresión fundaba lo sagrado, cuyos

aspectos impuros no eran menos sagrados que los puros. Lo puro y lo impuro

componían el conjunto de la esfera sagrada.2

El cristianismo rechazó la impureza.

Rechazó la culpabilidad, sin la cual lo sagrado no es concebible, pues sólo violar

la prohibición abre su acceso.

Lo sagrado puro, o fasto, dominó desde la antigüedad pagana misma.

Ahora bien, aun reducido al preludio de una superación, lo sagrado impuro, o


nefasto, estaba en el fundamento. El cristianismo no podía rechazar hasta el

extremo la impureza, no podía rechazar la mancha. Pero definió a su manera los

límites del mundo sagrado; y en esa definición nueva, la impureza, la mancilla, la

culpabilidad, eran expulsados fuera de esos límites. A partir de entonces lo

sagrado impuro quedó remitido al mundo profano. En el mundo sagrado del

cristianismo, no pudo subsistir nada que confesase claramente el carácter

fundamental del pecado, de la transgresión. El diablo, esto es, el ángel o el dios de

la transgresión (de la insumisión y de la sublevación), era arrojado fuera del

mundo divino. Aunque era de origen divino, en el orden de cosas cristiano

(prolongación de la mitología judaica), la transgresión ya no era el fundamento de

su divinidad, sino el de su caída. El diablo, caído, había perdido el privilegio divino,

que sólo había poseído para perderlo. Propiamente hablando no se había

convertido en profano; del mundo sagrado, del que había salido, conservaba un

carácter sobrenatural. Pero se hizo todo lo posible para privarlo de las

consecuencias de su cualidad religiosa. El culto que sin duda nunca cesó de serle

dedicado, supervivencia del culto a las divinidades impuras, fue cercenado del

mundo. A quien se negase a obedecer se le prometía la muerte entre llamas. El

diablo obtenía poder del pecado y de él extraía el sentimiento de lo sagrado. No

existía nada que pudiese quitar a Satanás su cualidad de ser divino; pero esa

verdad tan sólida era negada con el rigor de los suplicios. En un culto que sin duda

había mantenido aspectos religiosos, no se vio más que una ridiculización criminal

de la religión. En la medida misma en que parecía sagrado, en ese culto se vio

una profanación.

El principio de la profanación es el uso profano de lo sagrado. Hasta en el


seno del paganismo, la mancha podía provenir de un contacto impuro. Pero fue

sólo en el cristianismo donde la existencia misma del mundo impuro se convirtió

en una profanación. Había profanación en el hecho de que lo impuro existía,

aunque las cosas puras no estaban mancilladas. La oposición primera entre el

mundo profano y el mundo sagrado pasó, en el cristianismo, a un segundo plano.

Un lado de lo profano se alió con el hemisferio de lo puro; el otro, con el

hemisferio impuro de lo sagrado. El mal que hay en el mundo profano se unió con

la parte diabólica de lo sagrado, y el bien se unió con la parte divina. El bien, fuese

cual fuese su sentido de obra práctica, recogió la luz de la santidad. La palabra

«santidad», primitivamente, designaba lo sagrado, pero luego ese carácter quedó

ligado a la vida consagrada al bien, y consagrada al bien al mismo tiempo que a

Dios.

La profanación recuperó el sentido primero de contacto profano que tenía

en el paganismo. Pero tuvo otro alcance. En el paganismo la profanación era

esencialmente una desgracia, y era deplorada desde todos los puntos de vista.

Sólo la transgresión poseía, a pesar de su carácter peligroso, poder para abrir un

acceso hacia el mundo sagrado. La profanación, en el cristianismo, no fue ni la

transgresión primera, de la cual era vecina, ni la profanación antigua. Sobre todo

era algo próximo a la transgresión. De una manera paradójica, la profanación

cristiana, siendo como era contacto con lo impuro, accedía a lo sagrado esencial,

accedía al territorio prohibido. Pero eso que era profundamente sagrado, para la

Iglesia era a la vez lo profano y lo diabólico. A pesar de todo, formalmente, la

actitud de la Iglesia tenía una lógica. Lo que ella misma consideraba sagrado —
unos límites precisos, formales, convertidos en tradicionales—, lo separaba del

mundo profano. Lo erótico, lo impuro o lo diabólico no estaban separados de la

misma manera del mundo profano: les faltaba un carácter formal, un límite fácil de

percibir.

En el territorio de la transgresión primera, lo impuro estaba bien definido,

tenía unas formas estables, resaltadas por ritos tradicionales. Lo que el paganismo

tenía por impuro era considerado, al mismo tiempo, formalmente, sagrado. Lo que

el paganismo una vez condenado —o el cristianismo—, consideraba impuro, no

fue, o no llegó a ser, objeto de una actitud formalizada. Si hubo un formalismo de

los aquelarres, éste nunca llegó a tener la estabilidad definida que habría hecho

de él una imposición. Expulsado del formalismo sagrado, lo impuro estaba

condenado a convertirse en profano.

La confusión entre lo sagrado impuro y lo profano pareció durante largo

tiempo contraria a la percepción de la naturaleza íntima de lo sagrado que la

memoria había conservado; pero la estructura religiosa invertida del cristianismo la

exigía. Esta confusión es perfecta en la medida en que el sentimiento de lo

sagrado se va atenuando sin cesar en el interior de un formalismo que parece

haber caído parcialmente en desuso. Uno de los signos de ese declive es la poca

atención que en nuestros días se presta a la existencia del diablo; cada vez se

cree menos en él. Iba a decir que ya no se cree en él en absoluto. Pero eso quiere

decir que lo sagrado negro, al estar más que nunca mal definido, a la larga ya no

tiene ningún sentido. El ámbito de lo sagrado se reduce al del Dios del Bien, cuyo

límite es el de la luz; y en ese ámbito ya no queda nada maldito.

Esta evolución tuvo consecuencias en el ámbito de la ciencia (interesada


por lo sagrado desde su punto de vista profano; pero debo decir de paso que,
personalmente, mi actitud no es la de la ciencia; tomo en consideración, mi libro

toma en consideración, sin introducir un formalismo, lo sagrado desde un punto de

vista sagrado). La concordancia entre el bien y lo sagrado aparece en un trabajo,

excelente por lo demás, de un discípulo de Durkheim. Robert Hertz insiste con

toda razón en la diferencia humanamente significativa entre los «lados» derecho e

izquierdo.

Una creencia general asocia la derecha con lo puro y la izquierda con

lo impuro. A pesar de la muerte prematura

de su autor, su estudio sigue siendo

famoso, porque se adelantaba a otros trabajos sobre una cuestión que, hasta

entonces, muy pocas veces había sido planteada. Hertz identificaba lo puro con lo

sagrado y lo impuro con lo profano. Su trabajo era posterior al que Henri Hubert y

Marcel Mauss habían dedicado a la magia,

en el que se mostraba ya claramente

la complejidad del ámbito de lo religioso; pero la coherencia multiplicada de los

testimonios sobre la «ambigüedad de lo sagrado» tardó bastante en obligar a una

revisión general del tema.

Los aquelarres
El erotismo cayó en el territorio de lo profano al mismo tiempo que fue

objeto de una condena radical. La evolución del erotismo sigue un camino paralelo

al de la impureza. La asimilación con el Mal es solidaria de la falta de

reconocimiento de su carácter sagrado. Mientras ese carácter fue evidente para

todos, la violencia del erotismo podía llegar a angustiar, o incluso a repugnar, pero

no se la asimilaba al Mal profano, a la violación de las reglas que garantizan

razonablemente, racionalmente, la conservación de los bienes y de las personas.

Estas reglas, que sanciona un sentimiento de prohibición, difieren de las que

proceden del movimiento ciego de la prohibición, en el sentido de que varían en

función de una utilidad razonada. En el caso del erotismo desempeñó un cierto

papel la conservación de la familia, junto con la degradación de las mujeres de

mala vida, rechazadas de la vida familiar. Pero sólo se formó un conjunto

coherente dentro de los límites del cristianismo, donde el carácter primero y

sagrado del erotismo dejó de ser evidente, a la vez que se afirmaban las

exigencias de la conservación.

La orgía, donde se mantenía, más allá del placer individual, el sentido

sagrado del erotismo, debía ser objeto de una atención particular por parte de la

Iglesia. La Iglesia se opuso de una manera general al erotismo. Pero la oposición

se fundamentaba en el carácter profano del Mal que constituía la actividad sexual

fuera del matrimonio. Fue preciso que antes, al precio que fuera, desapareciese el

sentimiento al que se accedía con la transgresión de lo prohibido.

La lucha que mantuvo la Iglesia es la prueba de una dificultad profunda. El

mundo religioso, del cual era expulsado lo impuro, donde las violencias sin nombre

y sin medida eran estrictamente condenables, no se impuso de entrada.


Pero no sabemos nada, o muy poco, de las fiestas nocturnas de la Edad

Media o de comienzos de la época moderna. En parte, esa falta proviene de la

cruel represión de que fueron objeto. Nuestras fuentes de información son las

confesiones que los jueces obtuvieron de unos desgraciados sometidos a tortura.

La tortura hacía repetir a las víctimas lo que se representaba en la imaginación de

los jueces. Sólo nos queda suponer que la vigilancia cristiana no pudo evitar que

sobreviviesen fiestas paganas, al menos en regiones de landas desiertas. Nos

permitimos imaginar una mitología medio cristiana, conforme a la sugestión

teológica, en la que Satanás sustituye a las divinidades adoradas por los

campesinos de la Alta Edad Media. No es absurdo, llegado el caso, postular en el

diablo un Dionysos redivivus.

Ciertos autores han dudado de la existencia de los aquelarres. De una

manera parecida, en nuestros días se ha dudado de la existencia de un culto

vudú. Pero no por ello deja de existir el culto vudú, aunque actualmente tenga en

ocasiones un uso turístico. Todo lleva a creer que el culto satánico, con el cual el

vudú presenta algunas semejanzas, y aunque menos difundido de lo que cabía en

el espíritu de los jueces, existió.

Esto es lo que aparentemente podemos deducir de los datos a los que

tenemos fácil acceso.

Los aquelarres, entregados en las soledades de la noche al culto

clandestino de ese dios que era el reverso de Dios, no pudieron sino profundizar

los rasgos de un rito que partía del movimiento subversivo de la fiesta. No cabe

duda de que los jueces de los procesos de brujería pudieron obligar a sus víctimas

a acusarse de realizar una parodia de los ritos cristianos. Pero del mismo modo
que los jueces pudieron sugerir estas prácticas, los maestros de ceremonias del

aquelarre pudieron haberlas ideado. Frente a un dato aislado, no podemos saber

de ninguna manera si proviene de la imaginación de los jueces o del culto real.

Pero, eso sí, podemos suponer que el sacrilegio estuvo en el principio de la

invención. El nombre de misa negra, aparecido hacia fines de la Edad Media, pudo

responder en su conjunto a lo que era una fiesta infernal. La misa negra a la que

Huysmans asistió, y que describe en La-bas, es de autenticidad segura. De los

ritos que fueron confesados durante los siglos XVII a XIX, me parece exagerado

pensar que proceden de lo obtenido mediante suplicio en la Edad Media. El

atractivo de esas prácticas pudo desempeñar un papel mucho antes de que los

interrogatorios de los jueces los hubiesen ofrecido como tentación.

Imaginarios o no, los aquelarres responden por lo demás a una forma que

de alguna manera se impuso a la imaginación cristiana. Describen el

desencadenamiento de pasiones que el cristianismo implicaba y contenía. Lo que

los aquelarres, imaginarios o no, describen, es la situación cristiana. En la orgía

religiosa anterior al cristianismo, la transgresión era relativamente lícita; la exigía la

piedad. A la transgresión se le oponía una prohibición, pero su levantamiento

seguía siendo posible siempre y cuando se respetasen sus límites. En cambio, en

el mundo cristiano, las prohibiciones fueron absolutas. La transgresión habría revelado lo


que el cristianismo tenía velado: que lo sagrado y lo prohibido se

confunden, que el acceso a lo sagrado se da en la violencia de una infracción.

Como dije, el cristianismo propuso, en el plano de lo religioso, esta paradoja: el

acceso a lo sagrado es el Mal y, al mismo tiempo, el Mal es profano. Pero el hecho

de estar en el Mal y ser libre, el hecho de estar libremente en el Mal (puesto que

en el mundo profano no valen las exigencias de lo sagrado) no sólo fue una


condena, sino una recompensa para el culpable. El excesivo goce del licencioso

respondió al horror del fiel. Para el fiel, la licencia condenaba al licencioso,

demostraba su corrupción. Pero la corrupción, el Mal, Satanás, fueron para el

pecador objetos de adoración, que el pecador o la pecadora amaba con deleite. La

voluptuosidad se sumergió en el Mal. La voluptuosidad era en esencia

transgresión, superación del horror y, cuanto mayor el horror, más profunda la

alegría. Imaginarios o no, los relatos de aquelarres tienen un sentido: son el

sueño de una alegría monstruosa. Los libros de Sade los prolongan, van mucho

más allá, pero en su mismo sentido. Siempre se trata de acceder a lo que va en el

sentido contrario de la prohibición. Una vez rechazado el levantamiento ritual de la

prohibición, se abrió paso una inmensa posibilidad, en el sentido de una libertad

profana: la posibilidad misma de profanar. La transgresión era aún organizada y

limitada. Incluso cediendo ritualmente a la tentación, la profanación llevaba en sí

esa abertura a lo posible sin límite y designaba, a veces, la riqueza de lo ilimitado,

a veces, su miseria: la del rápido agotamiento y muerte que seguirían.

La voluptuosidad y la certeza de hacer el mal


Del mismo modo que la simple prohibición creó, en la violencia organizada

de las transgresiones, el erotismo primero, a su vez, el cristianismo, por medio de

una prohibición de la transgresión organizada, profundizó en los grados de la

desavenencia sensual.

Lo que de monstruoso se elaboró en las noches, imaginarias o reales, de

aquelarre —como en la soledad de la cárcel donde Sade escribió Las ciento veinte

jornadas de Sodoma—, tuvo una forma general. Baudelaire enunciaba una verdad
válida para todos cuando escribía:7

«Yo digo: la voluptuosidad única y suprema

del amor reside en la certeza de hacer el mal.s

Y el hombre y la mujer saben

desde su nacimiento que en el mal se halla toda voluptuosidad». Dije al comienzo

que el placer estaba vinculado a la transgresión. Pero el Mal no es la

transgresión, es la transgresión condenada. El Mal es exactamente el pecado. Es

el pecado que designa Baudelaire. Por su parte, los relatos de aquelarres

responden a la búsqueda del pecado. Sade negó el Mal y el pecado. Pero tuvo

que hacer intervenir la idea de irregularidad para dar cuenta del

desencadenamiento de la crisis voluptuosa. Recurrió incluso con frecuencia a la

blasfemia. Sintió la inanidad de la profanación si el blasfemador negaba el carácter

sagrado del Bien que la blasfemia quería mancillar. Pero blasfemaba continuamente. La
necesidad y la impotencia de las blasfemias de Sade son, por

lo demás, significativas. Al comienzo, la Iglesia había negado el carácter sagrado

de la actividad erótica que se tomaba en consideración al transgredir. En

contrapartida, los «espíritus libres» negaron lo que la Iglesia solía considerar

divino. En su negación, la Iglesia, a la larga, perdió en parte el poder religioso de

evocar una presencia sagrada; y lo perdió sobre todo en la medida en que el

diablo, o lo impuro, dejó de poner orden en una subversión fundamental. Al mismo

tiempo, los espíritus libres han dejado de creer en el Mal. Se encaminaron de esta

manera hacia un estado de cosas en el cual, al dejar de ser el erotismo un

pecado, y no poder a partir de entonces encontrarse «en la certeza de hacer el

mal», en el límite su posibilidad desaparece. En un mundo enteramente profano

sólo quedaría la mecánica animal. Sin duda el recuerdo del pecado podría
mantenerse: ¡quedaría vinculado a la conciencia de una añagaza!

La superación de una situación no es nunca un retorno al punto de partida.

En la libertad está la impotencia de la libertad; pero la libertad no es por ello

menos disponer de sí mismo. En la lucidez, el juego de los cuerpos, a pesar de un

empobrecimiento, podía abrirse al recuerdo consciente de una metamorfosis

interminable, cuyos aspectos estarían continuamente a disposición. Pero veremos

que, dando un rodeo, volvemos a encontrarnos con el erotismo negro. Finalmente,

el erotismo de los corazones —que es a fin de cuentas el erotismo más ardiente—

ganaría lo que en parte habría perdido el erotismo de los cuerpos.9

Capítulo XII

El objeto del deseo: la prostitución

El objeto erótico
He hablado del estado de las cosas en el cristianismo a partir del erotismo

sagrado, de la orgía. Y luego, puesto que hablaba del cristianismo, he tenido que

evocar una situación final, aquella en que al erotismo, transformado en pecado, le

cuesta mucho sobrevivir a la libertad de un mundo que ya no conoce el pecado.

Ahora tengo que volver atrás. La orgía no es la situación extrema a la que

llegó el erotismo en el marco del mundo pagano. La orgía es el aspecto sagrado

del erotismo, allí donde la continuidad de los seres, más allá de la soledad,

alcanza su expresión más evidente. Pero sólo en un sentido. La continuidad, en la


orgía, no es algo que se haga evidente; en ella, los seres, en el límite, están

perdidos, formando un conjunto confuso. La orgía es decepcionante por

necesidad. En principio es una negación acabada de los aspectos individuales. La

orgía supone y exige la equivalencia de todos los participantes. No solamente la

individualidad propia queda sumergida en el tumulto de la orgía, sino que, a la vez,

cada participante niega la individualidad de los demás. En apariencia es una

entera supresión de los límites; pero no puede ser que no sobreviva nada de la

diferencia entre los seres, de la cual por lo demás depende el atractivo sexual.

El sentido último del erotismo es la fusión, la supresión del límite. En su

primer impulso, el erotismo no se significa menos por ello en la posición de un

objeto del deseo.

Ese objeto, en la orgía, no se separa; en la orgía, la excitación sexual se

produce por un impulso exasperado, contrario a la reserva habitual. Pero lo mismo

mueve a todos. Es un movimiento objetivo, pero no es percibido como un objeto;

quien lo percibe es al mismo tiempo animado por él. En cambio, fuera del tumulto

de la orgía, la excitación la provoca generalmente un elemento distinto, un

elemento objetivo. En el mundo animal, el olor de la hembra suele determinar la


búsqueda del macho. En los cantos, en las paradas de las aves, intervienen otras

percepciones, que significan para la hembra la presencia del macho y la

inminencia del choque sexual. El olfato, el oído, la vista, incluso el gusto, perciben

signos objetivos, distintos de la actividad que determinarán. Son los signos

anunciadores de la crisis. Dentro de los límites humanos, esos signos

anunciadores tienen un intenso valor erótico. En ocasiones, una bella chica

desnuda es la imagen del erotismo. El objeto del deseo es diferente del erotismo;

no es todo el erotismo, pero el erotismo tiene que pasar por ahí.


Ya en el mundo animal mismo, esos signos anunciadores hacen sensible la

diferencia entre los seres. Dentro de nuestros límites, más allá de la orgía, esos

signos ponen a la vista esta diferencia y, puesto que los individuos disponen de

ella de manera desigual según sus dones, según su estado de ánimo y su riqueza,

la profundizan. El desarrollo de los signos tiene como consecuencia que el

erotismo, que es fusión y que desplaza el interés en el sentido de una superación

del ser personal y de todo límite, se expresa a pesar de todo por un objeto. Nos

encontramos ante una paradoja: la de un objeto significativo de la negación de los

límites de todo objeto; nos encontramos ante un objeto erótico.

Las mujeres, objetos privilegiados del deseo


En principio, un hombre puede ser tanto el objeto del deseo de una mujer,

como una mujer el objeto del deseo de un hombre. No obstante, los pasos

iniciales de la vida sexual suelen ser la búsqueda de una mujer por parte de un

hombre. Al ser los hombres quienes toman la iniciativa, las mujeres tienen poder

para provocar el deseo de los hombres. Sería injustificado decir de las mujeres

que son más bellas, o incluso más deseables que los hombres. Pero, con su

actitud pasiva, intentan obtener, suscitando el deseo, la conjunción a la que los

hombres llegan persiguiéndolas. Ellas no son más deseables que ellos, pero ellas

se proponen al deseo.

Se proponen como objeto al deseo agresivo de los hombres.

No es que haya en cada mujer una prostituta en potencia; pero la

prostitución es consecuencia de la actitud femenina. En la medida de su atractivo,

una mujer está expuesta al deseo de los hombres. A menos que tome partido por
la castidad y se esfume del todo, en principio la cuestión es saber a qué precio y

en qué condiciones ella cederá. Pero siempre, una vez satisfechas las

condiciones, se da como objeto. La prostitución propiamente dicha introduce sólo

una práctica venal. Por los cuidados que pone en su aderezo, en conservar su

belleza —a la que sirve el aderezo—, una mujer se toma a sí misma como un

objeto propuesto continuamente a la atención de los hombres. Del mismo modo, si

se desnuda, revela el objeto de deseo de un hombre; es un objeto distinto,

propuesto para ser apreciado individualmente.

La desnudez, opuesta al estado normal, tiene ciertamente el sentido de una

negación. La mujer desnuda está cerca del momento de la fusión; ella la anuncia

con su desnudez. Pero el objeto que ella es, aun siendo el signo de su contrario,

de la negación del objeto, es aún un objeto. Esa es la desnudez de un ser

definido, aunque anuncie el instante en que su orgullo caerá en el vertedero

indistinto de la convulsión erótica. De entrada, esa desnudez es la revelación de la

belleza posible y del encanto individual. Es, en una palabra, la diferencia objetiva,

el valor de un objeto comparable a otros objetos.

La prostitución religiosa
Lo más frecuente es que el objeto que se ofrece a la búsqueda masculina

se haga esquivo. Y, si se zafa, eso no significa que la proposición no haya tenido

lugar; quiere decir que no se han dado las condiciones requeridas. O, aunque

esas condiciones se den, la huida primera, aparente negación del ofrecimiento,

subraya el valor de lo ofrecido. El defecto que tiene ese escabullimiento es la


modestia que está lógicamente ligada a él. El objeto del deseo no habría podido

responder a la expectativa masculina, no habría podido provocar la persecución ni,

sobre todo, la preferencia, si, lejos de escabullirse, no hubiera conseguido,

mediante la expresión o el aderezo, que se fijasen en él. Ofrecerse es la actitud

femenina fundamental pero, al primer movimiento —el ofrecimiento—, le sigue el

fingimiento de su contrario. La prostitución formal es un ofrecimiento al que no

sigue la ficción de la negativa. La prostitución permite sólo el aderezo, para

subrayar el valor erótico del objeto. Un aderezo así es, en principio, lo contrario del

segundo movimiento, en el que una mujer huye del ataque. El juego consiste en la

utilización de un aderezo que tiene el mismo sentido que la prostitución; luego, la

huida, o la fingida huida, atiza el fuego del deseo. Al comienzo, la prostitución no

es externa al juego. Pero las actitudes femeninas componen unos contrarios

complementarios. La prostitución de las unas preceptúa la huida de las otras, y

recíprocamente. Pero la miseria falsea el juego. En la medida en que sólo la

miseria detiene un movimiento de huida, la prostitución es una lacra.

Ciertas mujeres, es cierto, no tienen esa reacción de huida: se ofrecen sin

reserva, aceptan o incluso solicitan los regalos sin los que les sería difícil llamar la

atención y provocar que las pretendiesen. En principio, la prostitución es sólo una

manera de consagrarse. Ciertas mujeres se convertían en objeto en el matrimonio,

se convertían en instrumentos de un trabajo doméstico, en particular agrícola. A

otras, la prostitución las transformaba en objetos del deseo masculino; objetos

que, cuando menos, anunciaban el instante en que, en el abrazo, no había nada

que no desapareciera, dejando subsistir tan sólo la continuidad convulsiva. En la

prostitución tardía, o moderna, la primacía del interés económico dejó en la


sombra este aspecto. En la prostitución más antigua, si la prostituta recibía sumas

de dinero o cosas preciosas, era como don; y ella empleaba los dones que recibí para sus
gastos suntuarios y para los aderezos que la harían más deseable.

Aumentaba así el poder que desde el comienzo había tenido de atraer hacia sí los

dones de los hombres más ricos. La ley de ese intercambio de dones no era pues

la transacción mercantil. Lo que la mujer da fuera del matrimonio no puede abrir la

posibilidad de un uso productivo. Lo mismo sucede con los dones que la

consagran a la vida lujosa del erotismo. Esta suerte de intercambio, más que a la

regularidad comercial, se abría a la desmesura. La provocación del deseo

quemaba; podía consumir hasta su fin la riqueza; podía consumir la vida de aquel

cuyo deseo provocaba.

Por lo que parece, la prostitución no fue al comienzo más que una forma

complementaria del matrimonio. En tanto que pasaje, la transgresión del

matrimonio hacía entrar en la organización de la vida regular; a partir de ahí, era

posible la división del trabajo entre el marido y la mujer. Una transgresión como

ésa no podía consagrar para la vida erótica. Simplemente, seguían practicándose

las relaciones sexuales abiertas sin que, después del primer contacto, se

subrayase la transgresión que las abría. Al prostituirse, la mujer era consagrada a

la transgresión. En ella, el aspecto sagrado, el aspecto prohibido de la actividad

sexual, aparecía constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la

prohibición. Debemos encontrar la coherencia de los hechos y de las palabras que

designan una vocación así; debemos percibir desde este punto de vista la

institución arcaica de la prostitución sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un

mundo anterior —o exterior— al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria a la

prostitución, podía regular sus modalidades, tal como lo hacía con otras formas de
transgresión. Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían en

lugares también consagrados; y ellas mismas tenían un carácter sagrado análogo

al sacerdotal.

Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos parece extraña a la

vergüenza. Pero la diferencia es ambigua. Si la cortesana de un templo escapaba

a la degradación que afecta a la prostituta de nuestras calles, ¿no era en la

medida en que había conservado, si no los sentimientos, sí el comportamiento

propio de la vergüenza? La prostituta moderna se jacta de la vergüenza en la que

se ha hundido, se revuelca cínicamente en ella. Es extraña a la angustia sin la

cual no se siente vergüenza. La cortesana mantenía una reserva, no tenía como

vocación el ser despreciada, difería en poco de las demás mujeres. En ella el

pudor debía estar embotado, pero mantenía el principio del primer contacto, que

quiere que una mujer tenga miedo a entregarse y que el hombre exija de la mujer

la reacción de huida.

En la orgía, la fusión y su desencadenamiento aniquilaban la vergüenza. La

vergüenza volvía a encontrarse en la consumación del matrimonio, pero

desaparecía en los límites del hábito. En la prostitución sagrada, la vergüenza

pudo llegar a ser ritual y estar encargada de significar la transgresión. En general,

un hombre no puede tener la sensación de que la ley se viola en él; por eso

espera, aun teatralizada, la confusión de la mujer, sin la cual no tendría conciencia de


estar ejecutando una violación. Por medio de la vergüenza, fingida o no, una

mujer se acomoda a la prohibición que fundamenta en ella la humanidad. Viene el

momento de pasar a otra cosa, pero entonces se trata de marcar, mediante la

vergüenza, que la prohibición no ha sido olvidada, que si la superación tiene lugar

es a pesar de la prohibición, es con la conciencia de una prohibición. La


vergüenza sólo desaparece plenamente en la baja prostitución.

Y, sin embargo, nunca debemos olvidar que, fuera de los límites del

cristianismo, y por el hecho de que el sentimiento sagrado superaba a la

vergüenza, el carácter religioso o simplemente sagrado del erotismo pudo

aparecer a la luz del día. Los templos de la India abundan aún en figuraciones

eróticas talladas en la piedra, donde el erotismo se da como lo que es

fundamentalmente: algo divino. Numerosos templos de la India nos recuerdan

solemnemente la obscenidad que tenemos en el fondo del corazón.1

La baja prostitución
En realidad no es el pago lo que fundamenta la degradación de la prostituta.

El pago bien podría entrar en el ciclo de los intercambios ceremoniales, que no

implicaban el envilecimiento propio del comercio. En las sociedades arcaicas, el

don que la mujer casada hace de su cuerpo a su marido (la prestación del servicio

sexual) también puede ser objeto de una contrapartida. Pero, al escapar a la

prohibición sin la cual no seríamos seres humanos, la baja prostituta se rebaja al

rango de los animales; en general provoca un asco semejante al que la mayor

parte de las civilizaciones sienten frente a las cerdas.

Por lo que parece, el nacimiento de la baja prostitución está vinculado al de

las clases miserables, a las cuales su condición liberaba de la obligación de

observar las prohibiciones escrupulosamente. No estoy pensando en el

proletariado actual, sino en el lumpen-proletariat de Marx. La miseria extrema

desliga a los hombres de las prohibiciones que fundamentan en ellos la

humanidad; no los desliga, como lo hace la transgresión: una suerte de


rebajamiento, imperfecto sin duda, da libre curso al impulso animal. Pero ese

rebajamiento tampoco es un retorno a la animalidad. El mundo de la transgresión,

que englobó al conjunto de los hombres, difirió esencialmente de la animalidad; y

lo mismo sucede con el mundo restringido del rebajamiento. Quienes viven en el

nivel mismo de la prohibición —en el nivel mismo de lo sagrado—, que no

expulsan del mundo profano, en el que viven hundidos, no tienen nada de animal;

aunque, a menudo, los demás les niegan la cualidad de humanos (están aun por

debajo de la dignidad animal). Los diferentes objetos de las prohibiciones no les

producen ningún horror, ninguna náusea o demasiado poca. Pero, sin

experimentarlas intensamente, conocen las reacciones de los demás. Aquel que,

de un moribundo, dice que «está a punto de reventar», considera la muerte de un


hombre como la de un perro; pero mide la degradación y el rebajamiento que

opera el lenguaje soez que utiliza. Las palabras groseras que designan los

órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo rebajamiento.

Esas palabras están prohibidas; en general está prohibido nombrar esos órganos.

Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión a la indiferencia

que pone en un mismo nivel lo profano y lo más sagrado.

La prostituta de baja estofa está en el último grado del rebajamiento. Podría

no ser menos indiferente a las prohibiciones que el animal, pero, impotente como

es para conseguir la perfecta indiferencia, sabe de las prohibiciones que otros las

observan: y no solamente está destituida, sino que le es conferida la posibilidad de

conocer su degradación. Se sabe humana. Incluso sin tener vergüenza, puede ser

consciente de que vive como los puercos.

En sentido inverso, la situación que define la baja prostitución es

complementaria a la creada por el cristianismo.


El cristianismo elaboró un mundo sagrado, del que excluye los aspectos

horribles e impuros. Por su lado, la baja prostitución había creado el mundo

profano complementario, en el cual, en la degradación, lo inmundo se torna

indiferente; también de ese mundo se excluye la clara limpieza del mundo del

trabajo.

Cuesta distinguir la acción del cristianismo de un movimiento más vasto que

esa acción absorbió y cuya forma es coherente.

He hablado del mundo de la transgresión, del que dije que uno de sus

aspectos más visibles se refería a la alianza con el animal. La confusión de lo

animal con lo humano, de lo animal con lo divino, es la marca de una humanidad

muy antigua (al menos los pueblos cazadores la mantienen); pero la sustitución de

divinidades animales por divinidades humanas es anterior al cristianismo, hacia el

cual conduce una lenta progresión más que un cambio profundo. Si lo

consideramos en conjunto, el problema del paso de un estado puramente religioso

(que relaciono con el principio de la transgresión) a la época en que fue

estableciéndose gradualmente la preocupación por la moral, hasta que ésta

venció, presenta grandes dificultades. No ocurrió de igual manera en todas las

regiones del mundo civilizado, donde por otra parte la moral y la primacía de las

prohibiciones no vencieron tan claramente como dentro de los límites del

cristianismo. Y sin embargo me parece evidente una relación entre la importancia

de la moral y el desprecio por los animales. Ese desprecio quiere decir que el

hombre, en el mundo de la moral, se atribuyó a sí mismo un valor que los

animales no tenían; con ello se elevó muy por encima de ellos. El valor supremo

volvió al hombre, opuesto a los seres inferiores, en la medida en que «Dios hizo al
hombre a su imagen»; ahí, en consecuencia, la divinidad se salió definitivamente

de lo animal. Sólo el diablo conservó como atributo la animalidad —simbolizada

por el rabo—, la cual, como respuesta primera a la transgresión, es, sobre todo,

signo de caída. Es el rebajamiento que, de manera privilegiada, se pone en contra de la


afirmación del Bien y del deber que liga a la necesidad del Bien. No cabe

duda de que la degradación tiene poder para provocar más entera y fácilmente las

reacciones de la moral. La degradación es indefendible; la transgresión no lo era

en el mismo grado. De todas maneras, en la medida en que el cristianismo

empezó por atribuirlo todo a la degradación pudo arrojar sobre el erotismo en

conjunto la luz del Mal. El diablo fue al principio el ángel de la rebelión; pero perdió

los brillantes colores que la rebelión le daba. El rebajamiento fue el castigo de su

rebelión; y eso quería decir para empezar que se borró la apariencia de la

transgresión, que tomó la delantera la presencia de la degradación. La

transgresión anunciaba, en la angustia, la superación de la angustia y la alegría; la

degradación no tenía otra salida que un rebajamiento más profundo. ¿Que debía

quedar de los seres caídos? Podían revolcarse, como los puercos, en la

degradación.

Digo bien «como los puercos». Los animales sólo son ya en este mundo

cristiano —donde la moral y la decadencia se conjugan— objetos repugnantes.

Digo «este mundo cristiano». El cristianismo es, en efecto, la forma cumplida de la

moral, la única en la que se ordenó el equilibrio de las posibilidades.


El erotismo, el Mal y la degradación social
El fundamento social de la baja prostitución es el mismo que el de la moral

y el del cristianismo. Aparentemente, la desigualdad de clases y la miseria —que

habían provocado en Egipto una primera revolución—, implicaron en los

alrededores del siglo vi antes de nuestra era, en las regiones civilizadas, un

desasosiego al que es posible vincular, entre otros movimientos, el profetismo

judaico. Si consideramos las cosas bajo el aspecto de la prostitución degradada,

de la que se puede sostener, en el mundo grecorromano, que su origen se sitúa

en esa época, la coincidencia es paradójica. La clase caída apenas compartió una

tendencia que aspiraba a la elevación de los humildes y a la deposición de los

poderosos; esa clase, en lo más bajo de la escala, no aspiraba a nada. Y la moral

sólo elevó a los humildes para agobiarlos aún más. La maldición de la Iglesia pesó

de manera gravísima sobre la humanidad degradada.

Para la Iglesia contaba más el aspecto sagrado del erotismo. Fue el mayor

pretexto para hacer estragos. Quemó a las brujas y dejó vivir a las bajas

prostitutas. Pero afirmó la degradación de la prostitución, sirviéndose de ella para

subrayar el carácter del pecado.

La situación actual es el resultado de la doble actitud de la Iglesia, cuyo

corolario es nuestra actitud de espíritu. A la identificación de lo sagrado con el

Bien, y al rechazo del erotismo sagrado, le respondió la negación racionalista del

Mal. De ello se siguió un mundo en el que la transgresión condenada ya no tuvo

sentido, y donde a la profanación ya sólo le quedó una débil virtud. Pero quedaba el
retorno de la degradación. La decadencia era para sus víctimas un callejón sin

salida, pero el aspecto degradado del erotismo tuvo una virtud de incitación que la
presencia de lo diabólico había perdido. Nadie creía ya en el diablo, e incluso la

condena del erotismo como tal ya no actuaba. Al menos, la decadencia no podía

dejar de tener la significación del Mal. Ya no se trataba de un Mal denunciado por

otros, cuya condena no dejaba de ser dudosa. En el origen de la degradación de

las prostitutas se encuentra la confirmación con su condición miserable. Esta

conformidad es quizás involuntaria, pero es, en la índole del lenguaje soez, una

toma de partido por la abominación de la dignidad humana. Al ser la vida humana

el Bien, hay, en la degradación aceptada, una decisión de escupir sobre el Bien,

de escupir sobre la vida humana.

En particular, los órganos y los actos sexuales tienen nombres que

corresponden a lo degradado, y cuyo origen es el lenguaje especial del mundo del

rebajamiento. Esos órganos y esos actos tienen otros nombres, pero unos son

científicos, y los otros, de uso más escaso, poco duradero, corresponden en parte

a las niñerías y a los juegos pudibundos de los enamorados. No asociamos

menos, estrecha e irremediablemente, los nombres soeces del amor con esa vida

secreta que llevamos en paralelo a nuestros más elevados sentimientos. Es, al

final, por la vía de esos nombres innombrables que se formula en nosotros, que no

pertenecemos al mundo degradado, el horror general. Esos nombres expresan

violentamente ese horror. Ellos mismos son rechazados con violencia del mundo

honesto. Entre un mundo y el otro, no existe discusión concebible.

El mundo degradado no puede por sí mismo servirse de ese efecto. El

lenguaje soez expresa el odio. Pero, en el mundo honesto, produce en los

amantes un sentimiento cercano al que en otro tiempo produjeron la transgresión y

luego la profanación. La mujer honesta que dice a aquel que tiene entre sus
brazos: «Me gusta tu...», podría decir, con Baudelaire: «La voluptuosidad única y

suprema del amor reside en la certeza de hacer el Mal». Pero ella ya sabe que el

erotismo no es el Mal en sí mismo. El Mal sólo lo es en la medida en que lleva a la

abyección de la chusma o de la baja prostitución. Esa mujer es extraña a este

mundo, odia su abyección moral. Admite que el órgano designado, en sí mismo,

no es abyecto. Pero toma, de quienes se mantienen repugnantemente del lado del

Mal, la palabra que al fin le revela la verdad: que el órgano que ella ama, el órgano

que a ella le gusta, está maldito, y que le es conocido en la medida en que el

horror que inspira se le hace evidente en el momento mismo en que supera ese

mismo horror. Ella quiere estar del lado de los espíritus fuertes, pero antes que

perder el sentido de la prohibición primera, sin el cual no hay erotismo, recurre a la

violencia de quienes niegan toda prohibición, toda vergüenza, y no pueden

mantener esa negación sino en la violencia.

Capítulo XIII

La belleza

La contradicción fundamental del hombre


Así, a través de los cambios, volvemos a encontrar la oposición entre la

plétora del ser que se desgarra y se pierde en la continuidad, y la voluntad de

duración del individuo aislado. Si llega a faltar la posibilidad de la transgresión,

surge entonces la profanación. La vía de la degradación, en la que el erotismo es


arrojado al vertedero, es preferible a la neutralidad que tendría una actividad

sexual conforme a la razón, que ya no desgarrase nada. Si la prohibición deja de

participar, si ya no creemos en lo prohibido, la transgresión es imposible, pero un

sentimiento de transgresión se mantiene, de hacer falta, en la aberración. Ese

sentimiento no se fundamenta en una realidad perceptible. Sin remontarnos al

inevitable desgarro para el ser destinado a la muerte por la discontinuidad, ¿cómo

captaríamos la verdad de que sólo la violencia, una violencia insensata, que

quiebre los límites de un mundo reductible a la razón, nos abre a la continuidad?

Estos límites los definimos de todas las maneras: partiendo de la

prohibición, de Dios, o incluso de la degradación. Y siempre, una vez definidos sus

límites, salimos de ellos. Dos cosas son inevitables: no podemos evitar morir, y no

podemos evitar tampoco «salir de los límites». Morir y salir de los límites son por lo

demás una única cosa.

Pero, saliendo de los límites, o muriendo, nos esforzamos en escapar del

pavor que la muerte produce, y que también la visión de una continuidad más allá

de esos límites puede dar.

Cuando se quiebran los límites, prestamos, si hace falta, la forma de un

objeto. Nos esforzamos en considerarla un objeto. Con nuestras solas fuerzas,

sólo obligados, en los estertores de la muerte, llegamos hasta el extremo. Y

siempre buscamos el modo de engañarnos, nos esforzamos en acceder a la

perspectiva de la continuidad que supone el límite franqueado, sin salir de los límites de
esta vida discontinua. Queremos acceder al más allá sin tomar una

decisión, manteniéndonos prudentemente más acá. No podemos concebir nada,

imaginar nada, como no sea en los límites de nuestra vida, más allá de los cuales

nos parece que todo se borra. Más allá de la muerte, en efecto, comienza lo
inconcebible, que de ordinario no tenemos el valor de afrontar. Y, sin embargo, lo

inconcebible es la expresión de nuestra impotencia. Lo sabemos, la muerte no

borra nada, deja intacta la totalidad del ser, pero no podemos concebir la

continuidad del ser en su conjunto a partir de nuestra muerte, a partir de lo que

muere en nosotros. De ese ser que muere en nosotros, no aceptamos sus límites.

Esos límites queremos franquearlos a cualquier precio; pero al mismo tiempo

habríamos querido excederlos y mantenerlos.

En el momento de dar el paso, el deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no

podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos

quebrásemos. Pero, puesto que el objeto del deseo nos desborda, nos liga a la

vida desbordada por el deseo. ¡Qué dulce es quedarse en el deseo de exceder,

sin llegar hasta el extremo, sin dar el paso! ¡Qué dulce es quedarse largamente

ante el objeto de ese deseo, manteniéndonos en vida en el deseo, en lugar de

morir yendo hasta el extremo, cediendo al exceso de violencia del deseo!

Sabemos que la posesión de ese objeto que nos quema es imposible. Una de dos:

o bien el deseo nos consumirá, o bien su objeto dejará de quemarnos. No lo

poseemos más que con una condición: la de que, poco a poco, se aplaque el

deseo que nos produce. ¡Pero antes la muerte del deseo que nuestra propia

muerte! Nosotros nos satisfacemos con una ilusión. La posesión de su objeto nos

dará sin que muramos el sentimiento de llegar al extremo de nuestro deseo. No

solamente renunciamos a morir: anexamos el objeto al deseo, cuando en verdad

el deseo era de morir; anexamos el objeto a nuestra vida duradera. Enriquecemos

nuestra vida en lugar de perderla.

En la posesión se acentúa el aspecto objetivo de lo que nos había llevado a


salir de nuestros límites.2

El objeto que la prostitución designa para el deseo (en

sí, la prostitución no es otra cosa que el hecho de ofrecer al deseo), pero que nos

oculta en la degradación (si la baja prostitución hace de él una basura), se ofrece

para ser poseído como un bello objeto. La belleza es su sentido. Constituye su

valor. En efecto, la belleza es, en el objeto, lo que lo designa para el deseo. Esto

es así en particular si el deseo, en el objeto, apunta menos a la respuesta

inmediata (a la posibilidad de exceder nuestros límites) que la larga y tranquila

posesión.

La oposición en la belleza entre la pureza y la mancha


Al hablar de la belleza de una mujer, evitaré hablar de la belleza en

general.3

Sólo quiero comprender y limitar el papel de la belleza en el erotismo. En rigor, es posible


admitir de manera* elemental que, en la vida sexual de los

pájaros, sus plumajes multicolores y sus cantos desempeñan una función precisa.

No hablaré de lo que significa la belleza de esos plumajes o de esos cantos. No

quiero entrar a discutirla; y, del mismo modo, admitiré que unos animales son más

o menos bellos según la respuesta que den al ideal de la forma correspondiente a

su especie. Pero no por ello la belleza es menos subjetiva; varía según cuál sea la

inclinación de quienes la aprecian. En ciertos casos, podemos creer que unos

animales la aprecian como nosotros, pero la suposición es arriesgada. Sólo tomo

nota del hecho de que, en la apreciación de la belleza humana, debe entrar en

juego la respuesta dada al ideal de la especie. Ese ideal varía, pero se da en un


tema físico susceptible de variaciones, entre las cuales algunas son muy poco

agraciadas. El margen de interpretación personal no es tan grande. Sea como

fuere, debía tomar nota de un elemento muy simple, que entra en juego tanto en la

apreciación que hace un hombre de la belleza animal como de la humana. (La

juventud se añade en principio a ese elemento primero.)

Llego así a otro elemento que, por ser menos claro, no entra menos en

juego en el reconocimiento de la belleza de un hombre o de una mujer. En general

a un hombre o a una mujer se les juzga en la medida en que sus formas se alejan

de la animalidad.

La cuestión es difícil y, en ella, todo se enmaraña. Renuncio a examinarla

con detalle. Me limitaré a mostrar que la cuestión merece ser planteada. La

aversión de lo que, en un ser humano, recuerda la forma animal, es cierta. En

particular, el aspecto del antropoide es odioso. El valor erótico de las formas

femeninas está vinculado, me parece, a la disipación de esa pesadez natural que

recuerda el uso material de los miembros y la necesidad de una osamenta; cuanto

más irreales son las formas, menos claramente están sujetas a la verdad animal, a

la verdad fisiológica del cuerpo humano, y mejor responden a la imagen bastante

extendida de la mujer deseable. Más adelante hablaré del sistema piloso, cuyo

sentido en la especie humana es singular.

De lo que he dicho, me parece necesario tomar nota de una verdad

indudable. Pero la verdad contraria, que sólo se impone en un lugar segundo, no

está menos garantizada. La imagen de la mujer deseable, la primera en aparecer,

sería insulsa —no provocaría el deseo— si no anunciase, o no revelase, al mismo

tiempo, un aspecto animal secreto, más gravemente sugestivo. La belleza de la


mujer deseable anuncia sus vergüenzas; justamente, sus partes pilosas, sus

partes animales. El instinto inscribe en nosotros el deseo de esas partes. Pero,

más allá del instinto sexual, el deseo erótico responde a otros componentes. La

belleza negadora de la animalidad, que despierta el deseo, lleva, en la

exasperación del deseo, a la exaltación de las partes animales.

El sentido último del erotismo es la muerte. Hay, en la búsqueda de la

belleza, al mismo tiempo que un esfuerzo para acceder, más allá de una ruptura, a

la continuidad, un esfuerzo para escapar a ella.

Ese esfuerzo ambiguo nunca deja de serlo.

Pero su ambigüedad resume y reproduce el movimiento del erotismo.

La multiplicación altera un estado de simplicidad del ser; un exceso

derrumba los límites y lleva de alguna manera al desbordamiento.

Siempre se da un límite con el cual el ser concuerda. El identifica ese límite

con lo que es. Es presa del horror cuando piensa que ese límite puede dejar de

ser. Pero nos equivocamos tomándonos en serio el límite y el acuerdo que el ser

le da. El límite sólo se da para ser excedido. El miedo (el horror) no indica la

verdadera decisión. Al contrario, de rebote, incita a franquear los límites.

Si lo experimentamos, ya sabemos que se trata entonces de responder a la

voluntad inscrita en nosotros de exceder los límites. Queremos excederlos, y el

horror experimentado significa el exceso al cual debemos llegar; al cual, si no

hubiese el horror previo, no habríamos podido llegar.

Si la belleza, cuyo logro es un rechazo de la animalidad, es

apasionadamente deseada, es que en ella la posesión introduce la mancha de lo

animal. Es deseada para ensuciarla. No por ella misma, sino por la alegría que se
saborea en la certeza de profanarla.

En el sacrificio, la víctima era elegida de tal manera que su perfección

acabase de tornar sensible la brutalidad de la muerte. La belleza humana, en la

unión de los cuerpos, introduce la oposición entre la humanidad más pura y la

animalidad repelente de los órganos. De esa paradoja de la suciedad que en el

erotismo está en oposición a la belleza, los Cuadernos de Leonardo da Vinci dan

esta expresión sorprendente: «El acto de apareamiento y los miembros de los que

se sirve son de una fealdad tal, que si no hubiese la belleza de las caras, los

adornos de los participantes y el arrebato desenfrenado, la naturaleza perdería la

especie humana». Leonardo no ve que el atractivo de una cara bella o de un

vestido bello actúa en la medida en que esa cara bella anuncia lo que el vestido

disimula. De lo que se trata es de profanar esa cara, su belleza. De profanarla

primero revelando las partes secretas de una mujer; y luego colocando ahí el

órgano viril. Nadie duda de la fealdad del acto sexual. Del mismo modo que la

muerte en sacrificio, la fealdad del apareamiento hace entrar en la angustia. Pero

cuanto mayor sea la angustia —en la medida de la fuerza que tengan los

partenaires—, más fuerte será la conciencia de estar excediendo los límites,

conciencia decidida por un éxtasis de alegría. Que situaciones y costumbres

varíen según los gustos, no puede hacer que, de manera general, la belleza (la

humanidad) de una mujer no concurra a hacer sensible —y chocante— la

animalidad del acto sexual. Nada más deprimente, para un hombre, que la fealdad

de una mujer, sobre la cual la fealdad de los órganos o del acto no se destaca. La

belleza es importante en primer lugar por el hecho de que la fealdad no puede ser

mancillada, y que la esencia del erotismo es la fealdad. La humanidad significativa


de la prohibición es transgredida en el erotismo. Es transgredida, profanada,

mancillada. Cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha.

Las posibilidades son tan numerosas, tan escurridizas, que el cuadro de los

diversos aspectos decepciona. De la una a la otra, son inevitables repeticiones y

contradicciones. Pero el impulso, una vez comprendido, no deja nada oscuro.

Siempre se trata de una oposición donde vuelve a encontrarse el paso de la

compresión a la explosión. Los caminos cambian, la violencia es la misma, e

inspira a la vez horror y atracción. La humanidad degradada tiene el mismo

sentido que la animalidad; la profanación tiene el mismo sentido que la

transgresión.

A propósito de la belleza, he hablado de profanación. Tanto como eso,

hubiera podido hablar de transgresión, puesto que la animalidad, en relación con

nosotros, tiene el sentido de la transgresión, pues el animal ignora la prohibición.

Pero el sentimiento de estar profanando nos es más inmediatamente inteligible.

No he podido, sin contradecirme y sin repetirme, describir un conjunto de

situaciones eróticas que, por lo demás, de hecho están más cercanas las unas a

las otras de lo que podría hacer pensar una idea preconcebida por distinguirlas.

Debía distinguirlas para conseguir que fuese evidente, a través de las vicisitudes,

lo que está en juego. Pero no hay ninguna forma donde no pueda aparecer un

aspecto de la otra. El matrimonio está abierto a todas las formas del erotismo. La

animalidad se mezcla con la degradación, y el objeto del deseo puede destacarse,

en la orgía, con una precisión que nos deja estupefactos.

Del mismo modo, la necesidad de hacer que sea perceptible una verdad

primera borra otra verdad, la de la conciliación,4


sin la cual el erotismo no existiría.

Debía insistir sobre la alteración que imprimí al movimiento inicial. En sus

vicisitudes, el erotismo se aleja en apariencia de su esencia, que lo vincula a la

nostalgia de la continuidad perdida. La vida humana no puede seguir sin temblar

—sin hacer trampas— el movimiento que la arrastra hacia la muerte. La he

representado haciendo trampas —zigzagueando— en los caminos de los que he

hablado.

Segunda parte
Estudios diversos sobre el erotismo

Estudio I
Kinsey, el hampa y el trabajo*

De ahí, la ociosidad que devora los días;

pues los excesos en el amor exigen a la vez

descanso y comidas reparadoras. De ahí, el

odio a todo trabajo, que fuerza a esas gentes

a buscar formas expeditas de conseguir

dinero.

Balzac, Splendeurs et miséres des

Courtisanes

El erotismo es una experiencia que no podemos apreciar desde fuera


como una cosa

Puedo enfocar el Estudio de las conductas sexuales del hombre con el

interés del sabio que observa, como ausente, la acción de un rayo de luz sobre el

vuelo de una avispa. No cabe duda de que ciertas conductas humanas pueden

llegar a ser objeto de ciencia: entonces ya no se consideran más humanamente

que si fueran las de unos insectos. El hombre es, ante todo, un animal y él mismo

puede estudiar sus reacciones del mismo modo que estudia las de los animales.

Algunas, no obstante, no pueden ser del todo asimiladas a datos científicos. Estas

conductas son aquellas en las que a veces, según el punto de vista comúnmente

admitido, el ser humano se rebaja al nivel de la animalidad. Este juicio incluso

lleva a disimularlas, a callarlas, y hace que no tengan en la conciencia un lugar del

todo legítimo. Estas conductas, que solemos tener en común con los animales,

¿deberían estudiarse aparte?

* Este Estudio retoma, con muchas modificaciones, dos artículos publicados en la revista

Critique (n.° 26, julio de 1948 y n.° 27, agosto de 1948).

Por grande que sea la degradación de un hombre, éste ciertamente nunca

es, como el animal, una simple cosa. Conserva siempre una dignidad, una nobleza

fundamental, y propiamente una verdad sagrada, que lo afirman como irreductible

al uso servil (aun en el mismo momento en que, por abuso, tal uso está

practicándose). Un hombre jamás puede ser tomado enteramente como un medio;

aunque sea por un tiempo, mantiene en algún grado la importancia soberana de

un fin; permanece en él, inalienable, lo que hace que no se le pueda matar, y

menos aún comer sin horror. Siempre es posible matar, o a veces hasta comer, a
un hombre. Pero rara vez son insignificantes estos actos para otro hombre: al

menos nadie que esté en su sano juicio puede ignorar que, para los demás, tiene

un sentido grave. Este tabú, este carácter sagrado de la vida humana es universal,

como lo son las prohibiciones que atañen a la sexualidad (como el incesto, el tabú

de la sangre menstrual y, bajo formas diversas, pero constantes, las

prescripciones de la decencia).

Sólo el animal es, en el mundo presente, reducible a la cosa. Un hombre

puede hacer con él lo que quiera sin limitaciones, no tiene que dar cuenta de ello a

nadie. Puede saber, en el fondo, que el animal que abate no difiere tanto de él.

Pero, aun cuando admite formalmente la similitud, este furtivo reconocimiento se

ve enseguida puesto en entredicho por una fundamental y silenciosa negación.

Pese a que hay creencias opuestas, el sentimiento que atribuye el espíritu al

hombre y el cuerpo a la bestia sólo en vano se cuestiona. El cuerpo es una cosa,

vil, envilecida, servil, del mismo modo que una piedra o un leño. Sólo el espíritu,

cuya verdad es íntima, subjetiva, no puede ser reducido a cosa. Es sagrado, aun

morando en el cuerpo profano, que a su vez sólo se vuelve sagrado en el

momento en que la muerte desvela el incomparable valor del espíritu.

Esto es lo que se nos aparece primero; lo que sigue, al carecer de la

sencillez de lo anterior, sólo a la larga se revela a nuestra atención.

Somos, de todos modos, animales. Ciertamente somos hombres y espíritus,

mas no podemos hacer que la animalidad no sobreviva en nosotros y nos

sobrepase muchas veces. En lo opuesto al polo espiritual, la exuberante

sexualidad significa en nosotros la persistencia de la vida animal. Así, en cierto

sentido, cabría considerar nuestras conductas sexuales, situadas del lado del
cuerpo, como cosas: el sexo mismo es una cosa (una parte de este cuerpo que

también es una cosa). Estas conductas representan una actividad funcional de la

cosa que es el sexo. El sexo es, en suma, una cosa del mismo modo que un pie

(se podría decir que una mano es humana y que el ojo expresa la vida espiritual,

pero tenemos un sexo, o pies, de modo muy animal). Pensamos por otra parte que

el delirio de los sentidos nos rebaja al nivel de las bestias.

Mas si llegamos a la conclusión de que el acto sexual es una cosa, lo

mismo que el animal entre las pinzas del vivisector, y si pensamos que escapa al

control del espíritu humano, nos enfrentamos a una seria dificultad. Si estamos

ante una cosa, tenemos conciencia clara de ella. Para nosotros los contenidos de

la conciencia son fáciles de aprehender en la medida en que los abordamos a través de las
cosas que los representan, que les dan su aspecto desde fuera. Al

contrario, cada vez que estos contenidos se nos dan a conocer desde dentro, sin

que podamos referirlos a los distintos efectos exteriores que los acompañan, sólo

podemos hablar de ellos vagamente.

Pero ¿hay algo menos fácil de observar

desde fuera que el acto sexual?

Consideremos los Informes Kinsey,

donde se trata la actividad sexual en

forma estadística, como un dato externo. Sus autores no observaron

verdaderamente desde fuera ninguno de los innumerables hechos que refieren.

Los hechos fueron observados desde dentro por los que los vivieron. Si se

establecieron metódicamente, fue mediante confesiones, relatos, de los que se


fiaron los pretendidos observadores. El cuestionamiento de los resultados, o al

menos del valor general de estos resultados, que a veces se ha considerado

necesario, parece sistemático y superficial. Los autores se rodearon de

precauciones que no cabe infravalorar (verificación, repetición de la encuesta a

intervalos espaciados, comparación de curvas obtenidas en las mismas

condiciones por encuestadores distintos, etcétera). Las conductas sexuales de

nuestros semejantes ya han dejado de sernos vedadas totalmente gracias a esta

inmensa encuesta.

Pero precisamente, este mismo esfuerzo tiene como resultado evidenciar

que los hechos no estaban dados como cosas antes de que se pusiera en marcha

esta maquinaria. Antes de los Informes, la vida sexual sólo en mínimo grado

poseía la verdad clara y distinta de la cosa. Ahora bien, actualmente esta verdad

es, si no muy clara, lo bastante clara. Por fin es posible hablar de los

comportamientos sexuales como de cosas: en cierto grado, ésta es la novedad

que introducen los Informes...

Nuestro primer impulso es discutir una reducción tan extraña, cuya torpeza

parece a menudo insensata. Pero en nosotros la operación intelectual sólo

considera el resultado inmediato. Una operación intelectual no es en suma más

que un paso: más allá del resultado deseado, tiene consecuencias imprevistas.

Los Informes se basaban en el principio de que los actos sexuales eran cosas,

pero ¿y si dejasen claro, al final, que los actos sexuales no son cosas? Es posible

que, generalmente, la conciencia quiera esta doble operación: que los contenidos

sean considerados, en la medida de lo posible, como cosas, pero que nunca sean

más claros, más conscientes que en el momento en que el aspecto externo, al


revelarse insuficiente, remite al aspecto íntimo. Elucidaré este juego de reenvíos,

que, en toda su amplitud se manifestará en los desórdenes sexuales.

Las razones que se oponen a la observación de la actividad genética desde

fuera no son sólo convencionales. El carácter contagioso excluye la posibilidad de

observación. Esto no tiene nada que ver con el contagio de las enfermedades

microbianas. El contagio del que se trata es análogo al del bostezo o de la risa.

Un bostezo hace bostezar, numerosas carcajadas despiertan sin más las ganas

de reír, y si una actividad sexual no se oculta a nuestra mirada, es susceptible de

excitar. También puede inspirar repulsión. Si se quiere, la actividad sexual, aunque sólo se
nos revele por una turbación poco visible o por el desorden de la

vestimenta, pone fácilmente al testigo en un estado de participación (si la belleza

corporal permite dar al aspecto incongruente el sentido de un juego). Semejante

estado es confuso y suele excluir la observación metódica de la ciencia: al ver, al

oír reír, participo desde dentro de la emoción de quien ríe. Esta emoción sentida

desde dentro es lo que, al comunicárseme, ríe en mí. Lo que conocemos en la

participación (en la comunicación), es lo que sentimos íntimamente: riendo

conocemos inmediatamente la risa del otro, o compartiéndola, su excitación. Por

esto precisamente la risa o la excitación (incluso el bostezo) no son cosas:

generalmente no podemos participar de la piedra, del tablón de madera, pero

participamos de la desnudez de la mujer a la que abrazamos. Es cierto que aquel

a quien llamaba Lévy-Bruhl el «primitivo» podía participar de la piedra, pero para

él no era una cosa, a sus ojos estaba tan viva como él mismo. Sin duda LévyBruhl se
equivocaba al unir este modo de pensamiento con la humanidad

primitiva. En la poesía nos basta con olvidar la identidad de la piedra consigo

misma y hablar de piedra de luna: participa entonces de mi intimidad (al hablar de


ella, me deslizo en la intimidad de la piedra de luna). Pero si la desnudez o el

exceso de placer sexual no son cosas, y si, como la piedra de luna, son

inaprensibles, las consecuencias que se derivan de este hecho son notables.

Resulta singular venir a mostrar que la actividad sexual, rebajada

habitualmente al rango de la carne comestible, tiene el mismo privilegio que la

poesía. Es cierto que la poesía, hoy día, quiere ser provocativa, y tiende al

escándalo siempre que puede. No por eso es menos extraño ver, en el caso del

acto sexual, que lo que anuncia el aspecto servil de las cosas no es

necesariamente el cuerpo, que, al contrario, en su animalidad, este cuerpo es

poético, es divino. Esto es lo que la extensión y la singularidad de los métodos de

los Informes ponen de relieve, al mostrar su incapacidad por alcanzar su objeto en

cuanto objeto (en cuanto objeto que pueda considerarse objetivamente). El gran

número de veces que se recurre inevitablemente a la subjetividad compensa, tal

vez, el carácter opuesto a la objetividad de la ciencia, que es propio de las

encuestas sobre la vida sexual de los sujetos observados. Pero el inmenso

esfuerzo requerido para esta compensación (recurrir a la multiplicidad, gracias a la

cual parece anularse el aspecto subjetivo de las observaciones) destaca un

elemento irreductible de la actividad sexual: el elemento íntimo (opuesto a la cosa)

que más allá de las gráficas y de las curvas dejan entrever los Informes. Este

elemento permanece inaccesible, ajeno a las miradas externas interesadas en la

frecuencia, la modalidad, la edad, la profesión y la clase: todo lo que,

efectivamente, se percibe desde fuera, mientras se nos escapa lo esencial. Incluso

cabe preguntar abiertamente: ¿hablan estos libros de la vida sexual? ¿Estaríamos

hablando del hombre si nos limitáramos a dar cifras, medidas, clasificaciones


según la edad o el color de los ojos? Lo que a nuestros ojos significa el hombre se

sitúa sin duda alguna más allá de estas nociones: éstas captan nuestra atención,

mas no añaden a un conocimiento ya dado sino aspectos inesenciales.3

Asimismo, el auténtico conocimiento de la vida sexual del hombre no podría deducirse de


los Informes, y estas estadísticas, estas frecuencias semanales,

estos promedios sólo tienen sentido en la medida en que, de entrada, somos

conscientes del exceso del que se trata. O bien, si enriquecen el conocimiento que

tenemos de ella, es en la dirección que he apuntado, cuando experimentamos al

leerlas el sentimiento de algo irreductible... Por ejemplo, si nos reímos (por la

aparición de la incongruencia, que sin embargo parecía imposible) al leer al pie de

las diez columnas de un gráfico este título: Fuentes del orgasmo en la población

de Estados Unidos, y debajo de la columna de cifras las siguientes palabras:

masturbación, juegos sexuales, relaciones conyugales o no, bestialismo,

homosexualidad... Hay una profunda incompatibilidad entre estas clasificaciones

mecánicas, que habitualmente anuncian cosas (como toneladas de acero o de

cobre), y las verdades íntimas. Una vez al menos, los autores se muestran

conscientes de ello al reconocer que las encuestas, las «historias sexuales», que

son la base de su análisis, se les aparecen a veces, pese a todo, a la luz de la

intimidad: ellos mismos no estaban involucrados, pero confiesan que estas

historias «implican a menudo el recuerdo de profundas heridas, de la frustración,

del dolor, de los deseos insatisfechos, del desengaño, de situaciones trágicas y de

completas catástrofes». El carácter desgraciado es ajeno al sentido íntimo del acto

sexual, pero, en todo caso, remite a la profundidad donde ocurre, de donde no

podemos sacarlo sin privarlo de verdad. Así, los autores también supieron sobre

qué abismo se sitúan los hechos que refieren. Pero si bien tuvieron este
sentimiento, no se arredraron por la dificultad. Su orientación y su debilidad nunca

son más evidentes que cuando hacen una excepción a su método (basada en el

relato de los propios sujetos, que sustituye a la observación). Sin haberlos

observado con sus propios ojos, publican respecto a un punto datos que provienen

de la observación objetiva (los proporcionaron otras personas). Estudiaron los

tiempos —brevísimos— de masturbación necesarios para que niños muy

pequeños (de seis a doce meses) lleguen al orgasmo. Estos tiempos, nos dicen,

se establecieron unas veces con reloj segundero y otras con cronómetro. La

incompatibilidad entre la observación y el hecho observado, entre el método válido

para las cosas y una intimidad siempre embarazosa, alcanza un punto en que

incluso resulta difícil reírse. A la observación de los adultos se oponen obstáculos

más fuertes: no obstante, la indefensión del niño y el cariño sin límites que nos

deja desarmados ante él vuelven aquí penoso el mecanismo del reloj. A despecho

de los autores resalta la verdad: sólo por un error obvio puede llegar a confundirse

con la pobreza de la cosa aquello cuyo carácter es totalmente otro, es sagrado; no

podemos trasladar sin malestar a la banalidad de la esfera profana (de la esfera

de las cosas) lo que de gravísimo tiene a nuestros ojos la secreta violencia del

hombre y del niño. La violencia de la sexualidad humana, animal no obstante, nos

deja desarmados; nuestros ojos nunca la observan sin turbación.


En nosotros el trabajo se vincula a la conciencia y a la objetividad
de

las cosas, y reduce la exuberancia sexual.

Sólo el hampa es exuberante


Vuelvo al hecho de que, en principio, la animalidad es justamente lo que de

ordinario es reducible a la cosa. Nunca está de más insistir en ello: intentaré

elucidar el problema planteado prosiguiendo mi análisis con ayuda de los datos de

los Informes.

A estos datos tan abundantes les falta elaboración: estamos ante una

voluminosa compilación de hechos, esmeradamente realizada, cuyos métodos,

que recuerdan los del Instituto GaUup, han sido objeto de un admirable ajuste (si

bien resulta más difícil admirar los conceptos teóricos de los que proceden).

La sexualidad es para los autores «una función biológica normal, aceptable,

bajo cualquier forma en que se presente». Pero a esta actividad natural se oponen

ciertas restricciones religiosas.4

La serie más interesante de datos numéricos del

primer Informe indica la frecuencia semanal del orgasmo. Aunque varía según las

edades y categorías sociales, en conjunto es muy inferior a 7, cifra a partir de la

cual se nos habla de alta frecuencia (high rote). Ahora bien, la frecuencia normal

del antropoide es una vez al día. La frecuencia normal del hombre, según afirman

los autores, podría no ser inferior a la de los grandes monos si no se hubieran

interpuesto las restricciones religiosas. Los autores en los resultados de su

encuesta clasificaron las respuestas de los fieles de diversas confesiones,

oponiendo practicantes y no practicantes. El 7,4 % de los protestantes piadosos


contra el 11,7 % de los indiferentes alcanzan o superan la frecuencia semanal de

7; del mismo modo, el 8,1 % de los católicos piadosos se contraponen al 20,5 %

de los indiferentes. Son cifras relevantes: la práctica religiosa frena obviamente la

actividad sexual. Pero estamos ante observadores imparciales e incansables. No

se contentan con establecer los datos favorables a su principio. Multiplican sus

encuestas en todas las direcciones. La estadística de las frecuencias se presenta

por categorías sociales: peones, obreros, trabajadores de «cuello blanco»,

profesiones importantes. En conjunto, la población trabajadora arroja una

proporción de un 10 % aproximadamente de alta frecuencia. Sólo el hampa

(underworld) alcanza un 49,4 %. Estos datos numéricos son los más llamativos. El

factor que designan es menos impreciso que el de la piedad (pensemos en los

cultos de Kali o de Dionisos, en el tantrismo y tantas otras formas eróticas de la

religión): se trata del trabajo, cuya esencia y papel no tienen nada ambiguo. Por

medio del trabajo el hombre ordena el mundo de las cosas y se reduce, en este

mundo, a una cosa entre las demás; el trabajo es lo que hace del trabajador un

medio. El trabajo humano, esencial para el hombre, es lo único que se opone sin

equívoco a la animalidad. Estas relaciones numéricas delimitan aquí un mundo

del trabajo y del trabajador, reducible a cosas, que excluye la sexualidad

plenamente íntima e irreductible.

Esta oposición, fundada en las cifras, es paradójica. Implica insospechadas

relaciones entre los distintos valores. Hay que añadir estas relaciones a las que

subrayé antes, que paradójicamente acusan la irreductibilidad a la cosa de la

exuberancia animal. Este punto requiere la máxima atención.

Lo que dije primero mostraba que la oposición fundamental entre el hombre


y la cosa no podía formularse sin implicar la identificación del animal con la cosa.

Hay por un lado un mundo exterior, el mundo de las cosas, del que forman parte

los animales. Por otro lado, el mundo del hombre, considerado esencialmente

como interior, como mundo del espíritu (del sujeto). Pero si el animal sólo es una

cosa, si éste es el carácter que lo separa del hombre, no lo es del mismo modo

que un objeto inerte, que un adoquín o una laya. Sólo el objeto inerte, sobre todo

si es fabricado, si es producto del trabajo, es cosa, privada por antonomasia de

todo misterio y subordinada a unos fines que le son externos. Es cosa lo que no es

nada por sí mismo. En este sentido, los animales no son en sí cosas, pero el

hombre los trata como tales: son cosas en la medida en que son objeto de un

trabajo (cría de ganado) o instrumentos de trabajo (animales de carga o de tiro). Si

entra en el ciclo de las acciones útiles, como medio y no como fin, el animal es

reducido a cosa. Pero esta reducción es la negación de lo que es a pesar de todo:

el animal sólo es una cosa en la medida en que el hombre tiene el poder de

negarlo. Si ya no tuviéramos este poder, si hubiéramos perdido la capacidad de

actuar como si el animal fuera una cosa (si nos derribara un tigre), el animal ya no

sería en sí una cosa: no sería un mero objeto, sino un sujeto que tendría para sí

mismo una verdad íntima.

Del mismo modo, la animalidad subsistente en el hombre, su exuberancia

sexual, sólo podría considerarse como una cosa si tuviéramos el poder de negarla,

de existir como si ella no fuera nada. La negamos en efecto, mas en vano. Incluso

la sexualidad, tachada de inmunda, bestial, es lo que más se opone a la reducción

del hombre a la cosa: el orgullo íntimo de un hombre se vincula a su virilidad. La

sexualidad no equivale en nosotros a la negación de la animalidad, sino a lo que


tiene el animal de íntimo e inconmensurable. En la sexualidad es incluso donde no

podemos ser reducidos, como bueyes, a fuerza de trabajo, instrumento, cosa. En

la humanidad hay sin duda —en sentido opuesto a animalidad— un elemento

irreductible a la cosa y al trabajo: en suma, sin ninguna duda el hombre no puede

ser sojuzgado, suprimido, como lo es el animal. Pero esto sólo queda claro en un

segundo momento: el hombre es en primer término un animal que trabaja, que se

somete al trabajo y que, por este motivo, ha de renunciar a una parte de su

exuberancia. No hay nada arbitrario en las restricciones sexuales; todo hombre

dispone de una cantidad limitada de energía, y si dedica una parte de ella al

trabajo, le falta para la consumación erótica, que se ve disminuida en la misma

proporción. Así, la humanidad, en el tiempo humano, anti-animal, del trabajo, es la

que nos reduce a cosas y la animalidad es entonces lo que preserva en nosotros

el valor para sí mismo de la existencia del sujeto.

Esto merece expresarse en fórmulas precisas.

La «animalidad», o exuberancia sexual, es en nosotros aquello por lo que

no podemos ser reducidos a cosas.

La «humanidad», al contrario, en lo que tiene de específico, en el tiempo del

trabajo, tiende a transformarnos en cosas, a expensas de la exuberancia sexual.

El trabajo, opuesto a la exuberancia sexual, la condición de la

conciencia de las cosas


Los datos numéricos del primer Informe Kinsey responden con notable

minucia a estos primeros principios. Sólo el hampa, que no trabaja, y cuyo

comportamiento, en conjunto, viene a ser una negación de la «humanidad», arroja


una tasa de 49,4 % de alta frecuencia. Por término medio, esta proporción

responde, para los autores del Informe, a la frecuencia normal que se da en la

naturaleza —en la animalidad del antropoide—. Pero se opone, por su carácter

único, al conjunto de las conductas propíamente humanas que, variables según

los grupos, son designadas por tasas de alta frecuencia que van del 16,1 % al 8,9

%. El detalle de los índices es además significativo. El índice varía en conjunto

según la mayor o menor humanización: cuanto más humanizados los hombres,

más reducida es su exuberancia. Precisamos: la proporción de altas frecuencias

es de un 15,4 % entre los peones, un 16,1 % entre los obreros semi cualificados,

un 12,1 % entre los obreros cualificados, un 10,7% entre los «cuellos blancos» de

nivel inferior, y un 8,9 % entre los de nivel superior.

Hay sin embargo una sola excepción: al pasar de los «cuellos blancos»

superiores a las profesiones importantes que corresponden a las clases dirigentes,

el índice vuelve a subir en más de tres puntos para alcanzar el 12,4 %. Si se

piensa en las condiciones en las que se obtuvieron esas cifras, no cabe tener en

cuenta diferencias demasiado pequeñas. Pero la disminución desde el peón hasta

el «cuello blanco» superior es bastante constante, y la diferencia de 3,5 entre este

último y la profesión importante representa un incremento de más o menos el 30

%: la tasa se eleva aproximadamente en dos o tres orgasmos semanales. El

sentido de una subida cuando se pasa a la clase dominante queda entonces

bastante claro: ésta conoce, respecto de las categorías precedentes, una cierta

ociosidad, y la riqueza media de la que disfruta no siempre responde a una

cantidad excepcional de trabajo; dispone evidentemente de un exceso de energía

superior al de las clases laboriosas, lo que compensa el hecho de que esté más
humanizada que cualquier otra.

La excepción de la clase dominante tiene además un sentido más preciso.

Al señalar un aspecto divino de la animalidad y un aspecto servil de la humanidad,

me he visto en la precisión de hacer una salvedad: en la humanidad tenía que

haber a pesar de todo algún elemento irreductible a la cosa y al trabajo, de tal

modo que el hombre fuese en definitiva más difícil de sojuzgar que el animal. Este
elemento se repite en todos los niveles de la sociedad, pero es la principal

peculiaridad de la clase dirigente. Es fácil entrever que una reducción a la cosa

nunca tiene sino un valor relativo: ser una cosa sólo tiene sentido respecto del que

posee la cosa: un objeto inerte, un animal, un hombre pueden ser cosas, pero son

la cosa de un hombre. En particular, un hombre sólo puede ser una cosa con la

condición de ser la cosa de otro hombre, y así sucesivamente, pero no de modo

infinito. Llega el momento en que la humanidad misma, por más que tuviera hasta

cierto punto el sentido de esa reducción a la cosa, tiene la obligación de realizarse;

momento en que, al no depender ya más ningún hombre de otro hombre, la

subordinación general cobra sentido en aquel en cuyo provecho tiene lugar, al no

poder este último ser subordinado a nada. Este término final, en principio, compete

a la clase dominante, que por lo general tiene el cometido de liberar, en ella

misma, a la humanidad de su reducción a la cosa, de elevar, en ella, al hombre

hasta el instante en que es libre.

Normalmente, con este fin, esta clase está exenta del trabajo y, si se puede

medir la energía sexual, dispuso de ella desde el principio en proporciones que la

igualaron sensiblemente con el hampa.

La civilización americana se alejó de


estos principios en cuanto que la clase burguesa, que desde el origen fue la única

dominante, allí no está casi nunca ociosa: mantiene sin embargo una parte de los

privilegios de las clases superiores. Por último, el índice, relativamente bajo, con

que se define su vigor sexual, requiere una interpretación.

La clasificación del Informe Kinsey, basado en la frecuencia de los

orgasmos, es una simplificación. No carece de sentido, pero soslaya un factor

relevante. No tiene en cuenta la duración del acto sexual. Ahora bien, la energía

gastada en la vida sexual no se reduce a la que representa la eyaculación. El

simple juego erótico consume también cantidades de energía nada desdeñables.

El gasto de energía del antropoide, cuyo orgasmo sólo requiere unos diez

segundos es evidentemente inferior al del hombre culto, que prolonga el juego

durante horas. Pero el arte de hacer durar también se reparte desigualmente entre

las distintas clases. El Informe no da, en este punto, precisiones a la altura de su

acostumbrada minucia. No obstante, resulta que la prolongación del juego es

patrimonio de las clases superiores. Los hombres de clases desfavorecidas se

limitan a contactos rápidos, que, con ser menos breves que los de los animales,

no siempre permiten que la mujer llegue también al orgasmo. Casi únicamente la

clase cuyo índice es del 12,4 % ha desarrollado hasta el extremo los juegos

preliminares y el arte de durar.

Mi intención no es en absoluto defender el honor sexual de los hombres

«bien educados», pero estas consideraciones permiten precisar el sentido de los

datos generales expuestos antes y expresar lo que exige el movimiento íntimo de

la vida.

Lo que llamamos mundo humano es necesariamente un mundo del trabajo,


o sea, de la reducción. Pero el trabajo tiene un sentido distinto del significado de

pena o de potro de tortura del que le acusa la etimología. El trabajo también es la vía de
la conciencia, por la cual el hombre salió de la animalidad. Por el trabajo

nos ha sido dada la conciencia clara y distinta de los objetos, y la ciencia siempre

ha seguido siendo la compañera de las técnicas. La exuberancia sexual, por el

contrario, nos aleja de la conciencia: atenúa en nosotros la facultad de

discernimiento; además, una sexualidad libremente desbordante debilita la aptitud

al trabajo, así como un trabajo sostenido debilita el hambre sexual. Hay, pues,

entre la conciencia, estrechamente ligada al trabajo, y la vida sexual una

incompatibilidad cuyo rigor no cabe negar. En la medida en que el hombre se

definió mediante el trabajo y la conciencia, tuvo no sólo que moderar, sino que

ignorar y a veces maldecir en sí el exceso sexual. En un sentido, este

desconocimiento ha apartado al hombre, si no de la conciencia de los objetos, al

menos de la conciencia de sí mismo. Lo ha encaminado al mismo tiempo hacia el

conocimiento del mundo y hacia la ignorancia de sí. Pero si trabajando no se

hubiera vuelto primero consciente, no habría en absoluto conocimiento:

estaríamos aún en la noche animal.

La conciencia del erotismo, opuesta a la de las cosas, se revela en


su

aspecto maldito: el abrirse al despertar silencioso


De modo que sólo a partir de la maldición, es decir, del desconocimiento de

la vida sexual, nos es dada la conciencia. Por otra parte, el erotismo no es lo único

que en este movimiento se excluye: no tenemos conciencia inmediata de todo


cuanto en nosotros es irreductible a la simplicidad de las cosas (la de los objetos

sólidos). La conciencia clara es en primer lugar la conciencia de las cosas y lo que

carece de la nitidez exterior de la cosa no es claro en principio. Sólo tardíamente

accedemos, por asimilación, a la noción de los elementos que carecen de la

simplicidad del objeto sólido.

En primer lugar, el conocimiento de estos elementos se nos da como se da

en el Informe Kinsey: con el fin de discernir claramente, lo que, en profundidad, es

irreductible a la tosquedad de las cosas se considera no obstante como cosa. Por

esta vía entran en la conciencia discriminativa las verdades de la vida íntima. En

general hemos de afirmar, pues, que las verdades de nuestra experiencia interior

se nos escapan. En efecto, si las tomamos por lo que no son, no hacemos sino

desconocerlas aún más. Nos apartamos de una verdad anunciada por nuestra

vida erótica cuando no vemos en ésta más que una función natural y cuando,

antes de captar su sentido, denunciamos lo absurdo de las leyes que prohíben

darle libre curso. Si decimos de la sexualidad culpable que puede reducirse a la

inocencia de las cosas materiales, la conciencia, lejos de considerar en verdad la

vida sexual, deja enteramente de tener en cuenta los aspectos confusos,

incompatibles con una claridad que distingue. La claridad distintiva es en efecto su

primera exigencia, pero por esta misma exigencia se le escapa la verdad. Estos aspectos
confusos los mantenía la maldición en la penumbra donde el horror o al

menos la angustia nos invadía. Al declarar inocente la vida sexual, la ciencia cesa

decididamente de reconocerla. Clarifica la conciencia, pero al precio de hacerle

perder lucidez. No capta, en la nitidez que exige, la complejidad de un sistema en

que un pequeño número de elementos son reducidos a la extremidad de la cosa,

cuando rechaza lo que es confuso, lo que es vago, lo que sin embargo es la


verdad de la vida sexual.

Para alcanzar la intimidad (lo que está profundamente en nosotros), sin

duda podemos, e incluso debemos dar, un rodeo por la cosa con la que aquélla se

disfraza. Entonces, si la experiencia considerada no parece enteramente reducible

a la exterioridad de una cosa, al más humilde mecanismo, es cuando su verdad

íntima se revela: se revela en ese momento en la medida en que resalta su

aspecto maldito. Nuestra experiencia secreta no puede acceder directamente a la

parte clara de la conciencia. Al menos, la conciencia distinta tiene el poder de

discernir el movimiento por el cual aparta lo que condena. Es, pues, en forma de

posibilidad maldita, condenada —en forma de «pecado»—, cómo la verdad íntima

llega a la conciencia. Así pues, mantiene y debe mantener inevitablemente un

movimiento de pavor y repugnancia frente a la vida sexual, aun cuando tenga que

reconocer, en circunstancias favorables, la significación subordinada de este

pavor. (En efecto aquí no se trata de reconocer como verdadera la explicación del

«pecado».) Esta lucidez tan preciada del conocimiento metódico, por la cual el

hombre tiene el poder de hacerse el amo de las cosas, esta lucidez que la

turbación sexual suprime (o que, si es vencedora, suprime a la turbación sexual)

siempre puede al final confesar cuál es su límite, si es que ha tenido que rechazar,

con fines prácticos, parte de la verdad. ¿Tendría pleno sentido si, al iluminarnos,

no pudiera hacerlo sin ocultar parte de lo que es? Recíprocamente, aquel que está

turbado por el deseo, ¿tendría respecto a sí mismo un sentido pleno si sólo

desease con la condición de disimular su turbación en la noche de su ceguera?

Pero en el desorden del desgarramiento podemos discernir al menos este

desorden y así volvernos atentos, más allá de las cosas, a la verdad íntima del
desgarramiento.

Los ingentes trabajos de estadística del Informe Kinsey apoyan este modo

de ver, que no concuerda con el principio de dichos trabajos, e incluso los niega

esencialmente. El Informe Kinsey responde a la protesta ingenua, conmovedora a

veces, contra las supervivencias de una civilización que, en parte, fue al principio

irracional. Pero su límite, al que no queremos atenernos, es la ingenuidad. Al

contrario, captamos, el interminable movimiento cuyos rodeos nos elevan al fin, en

silencio, a la conciencia de la intimidad. Las distintas formas de la vida humana

han podido superarse una tras otra, después de lo cual divisamos el sentido de la

última superación. Lo que una luz, inevitablemente discreta, y no la plena luz de la

ciencia, nos revela a la larga es una verdad difícil al lado de la de las cosas: se

abre al despertar silencioso.

Estudio II

El hombre soberano de Sade*

Los que escapan al dominio de la razón: el hampa, los reyes


En el mundo en el que vivimos, nada se equipara a la caprichosa excitación

de aquellas masas que, indóciles a la razón, secundan los movimientos de

violencia de una sensibilidad exacerbada.

Hoy es preciso que cada uno dé cuenta de sus actos y obedezca en todo a

la ley de la razón. Hay pervivencias del pasado, pero sólo el hampa, de forma
bastante masiva, por el hecho de que su violencia taimada escapa a cualquier

control, mantiene la excepción de energías no absorbidas por el trabajo. Al menos

así ocurre en el Nuevo Mundo, más sometido que el Viejo a la fría razón (por

supuesto que América Central y América del Sur, en el Nuevo Mundo, difieren de

Estados Unidos y que, recíprocamente, en sentido contrario, la esfera soviética se

opone a los países capitalistas de Europa; pero hoy carecemos, y seguiremos

careciendo por mucho tiempo, de los datos del Informe Kinsey para el conjunto del

mundo. Los que desprecian estos datos, ¿no ven, por muy groseros que sean,

cuál sería el interés de un Informe Kinsey soviético?).

Antes, el individuo no renunciaba del mismo modo a la exuberancia del

erotismo en favor de la razón. Quería al menos que, en la persona de un

semejante, la humanidad considerada en general escapara a la limitación del

conjunto. Siguiendo la voluntad de todos, el soberano recibía el privilegio de la ri

queza y de la ociosidad, y se le solían reservar las muchachas más jóvenes

mantiene el hampa americana (si bien este hampa ya no es más que una pobre

supervivencia). Por otra parte, el esclavo prolongó el efecto de las guerras: este

efecto perduró al menos hasta las revoluciones rusa y china, pero el resto del

* Este Estudio se inspira en parte en un artículo publicado por Bataille en la revista Critique,

con el título de Le bonheur, l'érotisme et la littérature (n.° 35, abril de 1949, y n.° 36, mayo de

1949).

mundo lo sigue disfrutando, o padeciendo, según se mire. No cabe duda de que

América del Norte es, en el mundo no comunista, el lugar en que las lejanas

consecuencias de la esclavitud tienen, en el plano de la desigualdad entre los


hombres, la menor importancia. De todos modos, la desaparición de aquellos

soberanos, distintos de los que perviven (en gran parte domesticados, reducidos a

la razón), nos priva hoy de la visión del «hombre integral» que quería tener la

humanidad de antaño, impotente para concebir un desarrollo personal parecido

para todos. La soberana exuberancia de los reyes, tal y como nos la desvelan los

relatos del pasado, basta por sí sola para mostrar la relativa pobreza de los

ejemplos que el hampa norteamericano o los ricos europeos siguen

ofreciéndonos. Sin contar con que en tales ejemplos falta el espectacular boato de

la realeza. Y llegamos a lo más penoso. El juego antiguo exigía que el espectáculo

de los privilegios reales compensara la pobreza de la vida común (así como el

espectáculo de las tragedias compensaba la vida satisfecha). Lo más angustioso

fue que, en el último acto, el viejo mundo se representó a sí mismo.

La libertad soberana, absoluta, apareció —en la literatura—


después

de la negación revolucionaria del principio de la realeza


Fue en cierto sentido la traca final de unos fuegos artificiales, pero un

colofón extraño, fulgurante, que no llegaban a percibir los ojos de aquellos a los

que deslumbraba. Ya hacía tiempo que el espectáculo había dejado de responder

a los deseos de las masas. ¿Cansancio? ¿Esperanza individual de acceder cada

uno por sí mismo a la satisfacción?

Ya Egipto, en el tercer milenio, había dejado de soportar un estado de

cosas que sólo el Faraón justificaba: las masas sublevadas quisieron su parte de

privilegios exorbitantes, cada uno quiso para sí una inmortalidad que hasta
entonces sólo le correspondía al soberano. La muchedumbre francesa, en 1789,

quiso vivir por sí misma. El espectáculo de la gloria de los poderosos, lejos de

satisfacerla, acrecentó el fragor de su cólera. Un hombre aislado, el marqués de

Sade, aprovechó la ocasión para desarrollar el sistema, y so capa de denuesto,

llevarlo al límite de sus consecuencias.

El sistema del marqués de Sade, en efecto, representa tanto la realización

como la crítica de un método que lleva al nacimiento del individuo integral por

encima de la masa fascinada. En primer lugar, Sade intentó utilizar en beneficio de

sus pasiones los privilegios que le venían del régimen feudal. Pero aquel régimen

ya estaba (en realidad, casi siempre lo estuvo) bastante atemperado por la razón

como para oponerse a los abusos que un noble pudiera haber cometido con

dichos privilegios. Aparentemente, sus abusos no excedían los de otros nobles de

la misma época, pero Sade fue torpe e imprudente (y tuvo además la mala suerte

de tener una suegra bastante poderosa). De privilegiado, se convirtió, en la torre de


Vincennes y luego en la Bastilla, en víctima de la arbitrariedad reinante. Este

enemigo del antiguo régimen luchó contra él: no alentó los excesos del Terror,

pero fue jacobino, secretario de sección. Desarrolló su crítica del pasado en dos

registros, independientes y muy diferentes el uno del otro. Por un lado, tomó el

partido de la Revolución y criticó el régimen monárquico, pero por otro aprovechó

el carácter ilimitado de la literatura: propuso a sus lectores una especie de

humanidad soberana cuyos privilegios dejasen de solicitar el beneplácito de las

masas. Sade ideó privilegios exorbitantes respecto de los de los nobles y de los

reyes: los que hubiese asumido la perversidad de nobles y reyes, a los que la

ficción novelesca dotaba de omnipotencia e impunidad. La gratuidad del invento y

su valor espectacular dejaban abierta una posibilidad que superaba a las


instituciones, las cuales nunca respondieron más que débilmente, en el mejor

caso, al deseo de una existencia exenta de límites.

La soledad en la cárcel y la verdad aterradora de un momento de

exceso imaginario
Antaño, el deseo general había llevado a satisfacer sin trabas los caprichos

eróticos de un personaje exuberante; si bien dentro de unos límites que la

imaginación de Sade sobrepasó prodigiosamente. El personaje soberano de Sade

ya no es sólo aquél a quien una muchedumbre empuja al exceso. La satisfacción

sexual acorde al deseo de todos no es la que Sade puede desear para los fines de

sus personajes soñados. La sexualidad en la que piensa se contrapone incluso a

los deseos de los demás (de casi todos los demás), que no pueden ser sus

protagonistas, sino sus víctimas. Sade propugna la unicidad de sus héroes. La

negación de los otros protagonistas es, según él, la pieza fundamental del

sistema. A sus ojos, el erotismo, si lleva al acuerdo, desmiente el movimiento de

violencia y de muerte que en principio es. En lo profundo, la unión sexual está

implicada en un punto medio entre la vida y la muerte: sólo con la condición de

romper una comunión que le limita, el erotismo revela por fin la violencia que en

verdad es, y cuya realización es lo único que responde a la imagen soberana del

hombre. Sólo la voracidad de un perro feroz llevaría a cabo la furia de aquel al que

nada limitase.

La vida real de Sade deja suponer un elemento de jactancia en esta

afirmación de la soberanía reducida a la negación del otro. Pero la jactancia,

justamente, fue necesaria en la elaboración de un pensamiento exento de


debilidad. En su vida, Sade tomó en cuenta al otro, pero la imagen que tenía de la

realización de ese pensamiento y que le rondó en la soledad de la mazmorra

exigía que el otro dejase de contar. El desierto que para él fue la Bastilla, con la

literatura convertida en única escapatoria para la pasión, propició que un afán de exceso
hiciera retroceder los límites de lo posible, más allá de los sueños más

insensatos que jamás hubiera engendrado el hombre. A través del poder de una

literatura condensada en la cárcel se nos dio una imagen fiel del hombre ante el

cual el otro dejase de contar.

La moral de Sade, según Maurice Blanchot,

«se funda en el hecho primario

de la soledad absoluta. Sade lo dijo y repitió de todas las maneras; la naturaleza

nos hizo nacer solos, no hay ningún tipo de relación entre un hombre y otro. Así

pues, la única regla de conducta es que yo prefiera cuanto me afecta felizmente y

que no me importe nada cuanto de mi preferencia pueda resultar perjudicial para

el otro. El mayor dolor de los demás siempre cuenta menos que mi placer. No

importa que tenga que comprar el más insignificante goce con un inaudito conjunto

de fechorías, ya que el goce me halaga, está en mí, mientras el efecto del crimen

no me afecta, está fuera de mí».

El análisis de Maurice Blanchot responde fielmente al pensamiento

fundamental de Sade. Este pensamiento es sin duda artificial. Soslaya la

estructura de hecho de todo hombre real, que no sería concebible si lo aisláramos

de los vínculos que otros trabaron con él y que él mismo trabó con otros. Jamás la

independencia de un hombre dejó de ser algo más que un límite puesto a la

interdependencia, sin la cual no habría lugar para vida humana alguna. Esta
consideración es primordial. Pero el pensamiento de Sade no es tan insensato. Es

la negación de la realidad en la que se funda, pero hay en nosotros momentos de

exceso: en dichos momentos se arriesga el fundamento sobre el cual descansa

nuestra vida; es inevitable que lleguemos al exceso en el que tenemos fuerza para

poner en juego lo que nos funda. De lo contrario, negando tales momentos es

como desconoceríamos lo que somos.

El pensamiento de Sade en su integridad es consecuencia de esos

momentos que la razón ignora.

El exceso, por definición, queda fuera de la razón. La razón se vincula al

trabajo, se vincula a la actividad laboriosa, que es la expresión de sus leyes. Pero

la voluptuosidad menosprecia el trabajo, cuyo ejercicio, como vimos, desfavorece

la intensidad de la vida voluptuosa. Respecto de unos cálculos en los que entran

en cuenta la utilidad y el gasto de energía, la actividad voluptuosa, incluso si se

considera útil, es excesiva por esencia. Lo es tanto más cuanto que en general la

voluptuosidad no pide continuidad, que se desea por sí misma, y a través del

deseo de exceso que la constituye. Ahí es donde interviene Sade: no formula los

principios que anteceden pero los implica al afirmar que la voluptuosidad es tanto

más fuerte cuanto que se da en el crimen, y que cuanto más insostenible es el

crimen, mayor es la voluptuosidad. Se ve cómo el exceso voluptuoso conduce a

esta negación del otro que es, viniendo de un hombre, la negación excesiva del

principio en el que descansa su vida.

De este modo, Sade tuvo la certeza de haber llevado a cabo, en el plano

del conocimiento, un descubrimiento decisivo. Al ser el crimen lo que permite al hombre


acceder a la mayor satisfacción voluptuosa, a la consumación del deseo

más fuerte, ¿habría algo más importante que negar la solidaridad, que es lo que
se opone al crimen e impide gozar de él? Imagino que esa verdad violenta se le

manifestó en la soledad de la prisión. Desde entonces apartó, hasta en sí mismo,

cuanto pudiera significar la inanidad de su sistema. ¿No había amado, como

cualquiera? ¿No había contribuido su fuga con su cuñada a su encarcelamiento, al

suscitar el furor de su suegra, que obtuvo la fatal orden real de prisión? ¿No

tendría, más tarde, una actividad política fundada en el interés del pueblo? ¿No le

aterró ver desde su ventana (en la cárcel adonde le llevó su oposición a los

métodos del Terror) funcionar la guillotina? Y finalmente, ¿no derramó «lágrimas

de sangre» por la pérdida del manuscrito en que se esforzaba por revelar —a

otros hombres— la verdad sobre la insignificancia del otro?

Tal vez pensara que,

con todo, la verdad de la atracción sexual no aparece plenamente si la

consideración hacia el otro paraliza su movimiento. Quiso atenerse a lo que

percibió en el interminable silencio de la mazmorra, donde sólo lo ataban a la vida

las visiones de un mundo imaginado.

El desorden mortal del erotismo y de la «apatía»

El exceso mismo con el que afirmó su verdad no contribuye a que sea

admitida fácilmente. Pero a partir de las afirmaciones que nos propone, cabe

entender que la ternura no cambia nada en el juego que une el erotismo con la

muerte. La conducta erótica se opone a la conducta normal como el gasto a la

adquisición. Si nos comportamos según la razón, procuramos adquirir bienes de

todas clases, trabajamos con vistas a incrementar nuestros recursos —o nuestros

conocimientos—, nos esforzamos por todos los medios en enriquecernos y en


poseer más. En principio nuestra posición en el plano social se basa en tales

conductas. Pero en el trance de la fiebre sexual nos comportamos de manera

opuesta: gastamos nuestras fuerzas sin mesura y a veces, en la violencia de la

pasión, dilapidamos sin provecho ingentes recursos. La voluptuosidad está tan

próxima a la dilapidación ruinosa, que llamamos «muerte chiquita» al momento de

su paroxismo. Consecuentemente, los aspectos que evocan para nosotros el

exceso erótico siempre representan un desorden. La desnudez arruina el decoro

que nos proporcionan los vestidos. Pero en cuanto nos adentramos en la vía del

desorden voluptuoso, nada nos detiene. La destrucción o la traición se asocian a

veces al aumento del exceso genético. A la desnudez añadimos la extrañeza de

los cuerpos semivestidos, cuyos ropajes no hacen sino subrayar el desorden del

cuerpo, que de tal guisa se vuelve más desordenado, más desnudo. La sevicia y

el asesinato prolongan este movimiento de ruina. Asimismo, la prostitución, el

lenguaje obsceno y todos los vínculos entre el erotismo y la infamia contribuyen a

hacer del mundo de la voluptuosidad un mundo de degradación y de ruina. Sólo

alcanzamos la felicidad verdadera gastando en vano, como si en nosotros se

abriese una llaga: queremos tener siempre la certeza de la inutilidad e incluso del

carácter ruinoso de nuestro gasto. Queremos sentirnos lo más alejados posible del

mundo en que el incremento de recursos es la regla. Pero decir «lo más alejados posible»
es poco. Queremos un mundo invertido, queremos el mundo al revés. La

verdad del erotismo es la traición.

El sistema de Sade es la forma ruinosa del erotismo. El aislamiento moral

significa la abolición de los frenos: proporciona el significado profundo del gasto.

Quien admite el valor del otro se limita necesariamente. El respeto por el otro le

obnubila y le impide comprender el alcance de la única aspiración no subordinada


al deseo de incrementar recursos morales o materiales. La ceguera debida al

respeto es común: solemos contentarnos con rápidas incursiones en el mundo de

las verdades sexuales, seguidas, el resto del tiempo, por la abierta denegación de

esas verdades. La solidaridad hacia todos los demás impide que el hombre tenga

una actitud soberana. El respeto del hombre por el hombre nos introduce en un

ciclo de servidumbre donde ya no tenemos sino momentos de subordinación,

donde finalmente faltamos al respeto que es el fundamento de nuestra actitud,

puesto que en general privamos al hombre de sus momentos de soberanía.

En el sentido opuesto, «el centro del mundo sádico» es, como dice Maurice

Blanchot, «la exigencia de la soberanía afirmándose por medio de una inmensa

negación». Una libertad desenfrenada abre el vacío donde la posibilidad responde

a la aspiración más fuerte, que desdeña las aspiraciones secundarias: una

especie de heroísmo cínico nos exime de las delicadezas, de las ternuras, sin las

cuales habitualmente no podemos soportarnos. Tales perspectivas nos sitúan tan

lejos de lo que habitualmente somos como la majestuosidad de la tormenta dista

de una hora soleada, o del tedio de un tiempo nuboso. En realidad no disponemos

de este exceso de fuerza sin el cual no podemos acceder al lugar donde nuestra

soberanía se realizaría. La soberanía real, por desmesurada que la soñase el

silencio de los pueblos, sigue estando hasta en sus peores momentos muy por

debajo del desenfreno que nos proponen las novelas de Sade. El mismo Sade

probablemente no tuvo la fuerza ni la audacia de acceder al momento supremo

que describiera. Ese momento, que domina a todos los demás y que Sade llama

apatía, fue definido por Maurice Blanchot: «La apatía es el espíritu de negación

aplicado al hombre que ha elegido ser soberano. Es, en cierto modo, la causa y el
principio de la energía. Sade, al parecer, razona más o menos así: el individuo de

hoy representa cierta cantidad de fuerza; la mayor parte del tiempo, dispersa sus

fuerzas alienándolas en beneficio de esos simulacros llamados los otros, Dios, el

ideal; a causa de esa dispersión, comete el error de agotar sus posibilidades

derrochándolas, pero más aún de fundar su conducta en la debilidad, ya que si se

gasta para los demás, es porque cree tener necesidad de apoyarse en ellos. Fatal

claudicación: se debilita gastando sus fuerzas en vano, y gasta sus fuerzas porque

se cree débil. Pero el hombre verdadero sabe que está solo, y lo acepta; niega

todo lo que en él, por una herencia de diecisiete siglos de cobardía, se refiere a

otros hombres; por ejemplo, la compasión, la gratitud, el amor, son sentimientos

que él destruye; destruyéndolos, recupera toda la fuerza que hubiese tenido que

dedicar a esos debilitantes impulsos y, más importante aún, saca de este trabajo

de destrucción el principio de una energía verdadera. —Hay que entender, en

efecto, que la apatía no sólo consiste en arruinar los afectos "parasitarios", sino también
en oponerse a la espontaneidad de cualquier pasión. El vicioso que se

abandona de inmediato a su vicio no es más que un aborto que se malogrará. Aun

unos pervertidos geniales, perfectamente dotados para llegar a ser monstruos, si

se contentan con seguir sus inclinaciones, están abocados a la catástrofe. Así lo

exige Sade: para que la pasión se transforme en energía, ha de comprimirse,

mediatizarse pasando por un momento necesario de insensibilidad; entonces es

cuando se hará lo mayor posible. En los primeros tiempos de su carrera, Juliette

no para de oír a Clairwill reprochárselo: no comete el crimen sino en el

entusiasmo, no prende la antorcha del crimen más que en la antorcha de las

pasiones, coloca la lujuria, la efervescencia del placer por encima de todo.

Facilidades peligrosas. El crimen importa más que la lujuria; el crimen a sangre


fría es superior al crimen ejecutado en el ardor de los sentimientos; pero el crimen

"cometido en el endurecimiento de la parte sensitiva", crimen sombrío y secreto,

importa más que todo, porque es la acción de un alma que, habiéndolo destruido

todo dentro de sí misma, ha acumulado una fuerza inmensa, que se identifica

completamente con el movimiento de destrucción total que prepara. Todos

aquellos grandes libertinos, que no viven más que para el placer, sólo son grandes

porque han aniquilado en sí toda capacidad de placer. Por eso se entregan a

espantosas anomalías; en caso contrario la mediocridad de las voluptuosidades

normales les bastaría. Pero se han hecho insensibles: pretenden gozar de su

insensibilidad, de esa sensibilidad negada, anonadada, y se vuelven feroces. La

crueldad no es más que la negación de uno mismo, llevada tan lejos que se

transforma en explosión destructora; la insensibilidad, dice Sade, se vuelve

estremecimiento de todo el ser: "El alma llega a una especie de apatía que se

metamorfosea en placeres mil veces más divinos que los que les procuraban las

debilidades"».

El triunfo de la muerte y del dolor

He querido citar el pasaje entero: proyecta una gran luz sobre el punto

central en que el ser es más que la mera presencia. La presencia es a veces la

postración, el momento neutro en que, pasivamente, el ser es indiferencia al ser,

en que ya es paso a la insignificancia. El ser también es exceso de ser, es subida

a lo imposible. El exceso lleva al momento en el que la voluptuosidad, al

superarse, ya no se reduce a lo sensible —en el que lo sensible no cuenta y el

pensamiento (el mecanismo mental) que rige la voluptuosidad se adueña del ser
entero. La voluptuosidad, sin esa negación excesiva, es furtiva, es despreciable,

impotente para ocupar su lugar verdadero, el lugar supremo, en el movimiento de

una conciencia exacerbada: «Quisiera», dice Clairwill, compañera de mala vida de

la heroína, Juliette, «hallar un crimen cuyo efecto perpetuo actuase, aun cuando

yo ya no actuara, de modo que no hubiese un solo instante de mi vida en que,

incluso durmiendo, yo no fuese la causa de algún desorden, y que ese desorden pudiese
extenderse hasta el punto de que acarreara una corrupción general o un

trastorno tan formal que su efecto aun se prolongase más allá de mi vida».

Acceder a tal cima de lo imposible no es en verdad menos pavoroso que acceder

a las cumbres del Everest, que nadie alcanza sino en una desmesurada tensión

de energía. Pero no hay, en la tensión que lleva a las cumbres del Everest, sino

una respuesta limitada al deseo de descollar entre los demás. A partir del principio

de la negación del otro que introduce Sade, sorprende percibir que, en la cima, la

negación ilimitada del otro es negación de sí mismo. Al principio, la negación del

otro era afirmación de sí, pero pronto aparece que el carácter ilimitado, llevado al

extremo de lo posible, más allá del goce personal, accede a la búsqueda de una

soberanía libre de toda sujeción. El afán de poder tuerce el rumbo de la soberanía

real (histórica). La soberanía real no es lo que pretende ser, nunca es más que un

esfuerzo que tiende a liberar la existencia humana de su sometimiento a la

necesidad. Entre los demás, el soberano histórico escapaba a las intimaciones de

la necesidad. Escapaba máximamente con ayuda del poder que le daban sus

fieles súbditos. La lealtad recíproca entre el soberano y los súbditos descansaba

en la subordinación de los súbditos y en el principio de participación de los

súbditos en la soberanía del soberano. Pero el hombre soberano de Sade no tiene


soberanía real, es un personaje de ficción, cuyo poder no es limitado por

obligación alguna. Ya no hay lealtad a la que deba atenerse este hombre

soberano respecto de los que le otorgan su poder. Libre ante los demás, no deja

de ser víctima de su propia soberanía. No es libre de aceptar la servidumbre que

sería la búsqueda de una voluptuosidad miserable, ¡no es libre de derogar! Lo

notable es que Sade, partiendo de una perfecta deslealtad, alcance no obstante el

rigor. Sólo pretende acceder al goce más fuerte, pero este goce tiene un precio:

significa el rechazo de una subordinación al goce menor, ¡es el rechazo a derogar!

Sade, a la intención de los demás, de los lectores, describió la cima a la que

puede acceder la soberanía: hay un movimiento de la transgresión que no se

detiene hasta alcanzar la cima de la transgresión. Sade no evitó ese movimiento,

lo siguió en todas sus consecuencias, que exceden el principio inicial de la

negación de los demás y de la afirmación de sí mismo. La negación de los demás,

al final, se torna negación de sí mismo. En la violencia de este movimiento, el goce

personal ya no cuenta, sólo cuenta el crimen y no importa ser su víctima; sólo

importa que el crimen alcance la cima del crimen. Esta exigencia es exterior al

individuo o al menos coloca por encima del individuo el movimiento que él mismo

desencadenó, que se separa de él y lo supera. Sade no puede dejar de poner en

juego, más allá del egoísmo personal, un egoísmo de algún modo impersonal. No

tenemos por qué devolver al mundo de la posibilidad lo que sólo una ficción le

permitió concebir. Pero vislumbramos la necesidad que tuvo, pese a sus

principios, de vincular con el crimen, de vincular con la transgresión la superación

del ser personal. ¿Hay algo más perturbador que el paso del egoísmo a la

voluntad de consumarse a su vez en la hoguera que encendió el egoísmo? Sade


le atribuyó a uno de sus personajes más perfectos este movimiento supremo.

Amelia vive en Suecia; un buen día va a ver a Borchamps... Este, con la

esperanza de una ejecución multitudinaria, acaba de entregar al rey todos los

miembros de la conjura (que él mismo había tramado) y la traición ha

entusiasmado a la joven. «Amo tu ferocidad», le dice. «Júrame que un día yo

también seré tu víctima; desde los quince años, mi mente sólo se encandila con la

idea de perecer víctima de las crueles pasiones del libertinaje. No quiero morir

mañana, por supuesto: no llega a tanto mi extravagancia; pero no quiero morir

más que de este modo: llegar a ser al morir la ocasión de un crimen es una idea

que se me sube a la cabeza.» Extraña cabeza, digna de esta contestación: «Me

gusta con locura tu cabeza, y creo que juntos haremos cosas fuertes... ¡Está

podrida, putrefacta, es cierto!». Así, «para el hombre integral, que es el todo del

hombre, no hay mal posible. Si hace daño a los demás, ¡qué voluptuosidad! Si los

demás le hacen daño, ¡qué goce! La virtud le da placer porque es débil y la

aplasta, y el vicio porque le colma de satisfacción el desorden que resulta de él,

aunque sea a sus expensas. Si vive, no hay un acontecimiento de su existencia

que no pueda sentir como feliz. Si muere, halla en su muerte una felicidad mayor

aún y, en la conciencia de su destrucción, el broche final de una vida que sólo

justifica la necesidad de destruir. Así, el negador aparece en el universo como la

extrema negación de todo lo demás y al mismo tiempo esta negación no permite

que él mismo esté a salvo. Sin duda la fuerza de negar otorga mientras dura un

privilegio, pero la acción negativa que este privilegio ejerce es la única protección

contra la intensidad de una negación inmensa».

5
¡De una negación, de un crimen impersonales! ¡Cuyo sentido remite, más

allá de la muerte, a la continuidad del ser!

El hombre soberano de Sade no propone a nuestra miseria una realidad

que lo trascienda. ¡Al menos está abierto, en su aberración, a la continuidad del

crimen! Esta continuidad no trasciende nada: no supera lo que zozobra. Pero, en

el personaje de Amelia, Sade asocia la continuidad infinita a la destrucción infinita.

Estudio III

Sade y el hombre normal*

La paradoja del placer


Decía Jules Janin de las obras de Sade:1

«No son más que cadáveres

ensangrentados, niños arrancados de los brazos de sus madres, jóvenes

degolladas al final de una orgía, copas rebosantes de sangre y vino, torturas

inauditas. Se encienden calderas, se arman potros, se estrellan cráneos, a unos

hombres se les despoja de la piel humeante, se grita, se maldice, se blasfema, se

arranca el corazón del pecho, y así siempre, en cada página, en cada línea. ¡Ay!

¡Qué incansable depravado! En su primer libro,2

nos muestra a una pobre

muchacha acorralada, agobiada, destrozada, molida a palos, a la que unos

monstruos llevan de subterráneo en subterráneo, de cementerio en cementerio,

golpeada, rota, despedazada a muerte, mancillada, aplastada... Cuando al autor


no se le ocurren más crímenes, cuando ya está ahíto de incestos y de

monstruosidades, cuando ya se queda jadeando sobre los cadáveres a los que ha

acuchillado y violado, cuando ya no le queda una iglesia por profanar, un niño por

inmolar a su rabia, un pensamiento moral al que arrojar las inmundicias de su

pensamiento y de sus palabras, ese hombre por fin se detiene, se mira, se sonríe

a sí mismo, no se da miedo. Al contrario...».

Si esta evocación dista mucho de agotar el tema, describe al menos en

términos convenientes una figura que Sade asumió de buen grado: hasta el horror

y la ingenuidad de los sentimientos responden a la provocación que él buscaba.

Podemos pensar lo que nos plazca sobre esta manera de ver las cosas, pero no

ignoramos cómo son los hombres, cuál es su condición y cuáles son sus límites.

Lo sabemos de antemano: comúnmente, sólo pueden juzgar del mismo modo a

* Este Estudio retoma, con modificaciones, el prefacio a La Nouvelle Jus-tine, editada por

Jean-Jacques Pauvert en 1954.

Sade y sus escritos. En vano se atribuiría la execración a la inepcia de Jules Janin

—o de quienes comparten su criterio. La incomprensión de Janin está en el orden

natural de las cosas: el de la incomprensión general de los hombres, que resulta

de su falta de fuerza y del sentimiento que tienen de estar amenazados. La figura

de Sade, ciertamente, es incompatible con la aprobación de aquellos a quienes

mueven la necesidad y el miedo. Las simpatías y las angustias —y también la

cobardía, hay que decirlo— que determinan el comportamiento ordinario de los

hombres, se oponen diametralmente a las pasiones que fundan la soberanía de

personajes voluptuosos. Pero ésta cobra sentido a partir de nuestra miseria, y


juzgaríamos erróneamente si no viéramos en las reacciones del hombre ansioso

—afectuoso y cobarde—, una necesidad inmutable, correctamente expresada: la

propia voluptuosidad exige que la angustia tenga razón. En efecto, ¿dónde estaría

el placer si la angustia que lo acompaña no desvelara su aspecto paradójico, si no

fuera insostenible incluso para el que lo siente?

Tenía que insistir de entrada en estas verdades: en la legitimidad de los

juicios a los que hizo frente Sade. Se opuso no tanto al tonto y al hipócrita como al

hombre honesto, al hombre normal, al hombre que en cierto sentido somos todos.

Quiso menos convencer que desafiar. Y no le haríamos justicia si no viésemos

que llevó el desafío hasta los límites de lo posible, hasta el punto de trastocar la

verdad. Su desafío carecería de sentido, no tendría valor ni consecuencias, si esa

mentira no fuera ilimitada, y si las posiciones que atacó no fuesen

inquebrantables. Ese «hombre soberano» que imaginó Sade no solamente excede

lo posible, sino que jamás su recuerdo perturbó más de un instante el sueño de los

justos.

Por estos motivos, conviene hablar de él desde el punto de vista, contrario

al suyo, del sentido común, desde el punto de vista de Jules Janin. Me dirijo al

hombre ansioso, cuya primera reacción es la de ver en Sade al posible asesino de

su hija.

Si admiramos a Sade, edulcoramos su pensamiento


Hablar de Sade es en sí, verdaderamente, paradójico de todos modos. No

importa saber si hacemos o no, tácita o abiertamente, obra de proselitismo: ¿es

menos paradójico alabar al apologista del crimen que alabar directamente el


crimen? La inconsecuencia se acrecienta incluso en el caso de la mera admiración

de Sade: la admiración muestra más desdén por la víctima, a la que hace pasar

del mundo del horror sensible a un orden de ideas locas, irreales y puramente

brillantes.

Algunas mentes se entusiasman con la idea de trastocar —de arriba abajo,

se entiende— los valores mejor establecidos. Así les es posible decir alegremente

que el hombre más subversivo que haya habido —el marqués de Sade— también es el
que mejor sirvió a la humanidad. No hay nada más cierto a su juicio;

temblamos pensando en la muerte y en el dolor (aunque sean la muerte y el dolor

de los demás), lo trágico o lo inmundo nos oprimen el corazón, pero el objeto de

nuestro terror tiene para nosotros el mismo sentido que el sol, que no es menos

glorioso si apartamos de su destello nuestras débiles miradas.

Comparable al menos en este punto con el sol, cuya visión no soportan los

ojos, la figura de Sade, al tiempo que fascinaba la imaginación de su época, la

aterrorizó: ¿no bastó la mera idea de que estuviera vivo aquel monstruo para

sublevar a la gente? A su moderno apologista, al contrario, no se le toma nunca en

serio, nadie podría creer que su opinión tenga la menor consecuencia. Los más

hostiles ven en ella jactancia o una diversión insolente. En la medida en que los

que lo elogian no se apartan de la moral reinante, los elogios a Sade contribuyen

incluso a reforzar esta última, dando el oscuro sentimiento de que es vano querer

socavarla, de que es más sólida de lo que se había creído. Esto no tendría

consecuencias si el pensamiento de Sade no perdiera con ello su valor

fundamental, el de ser incompatible con la moral de un ser de razón.

Sade dedicó interminables obras a la afirmación de valores inaceptables: la

vida, según él, era la búsqueda del placer, y el placer era proporcional a la
destrucción de la vida. Es decir, que la vida alcanzaba su más alto grado de

intensidad en una monstruosa negación de su principio.

¿Quién no ve que tan peregrina afirmación no podría, de forma general,

aceptarse o siquiera proponerse, si no estuviera despuntada, vacía de sentido,

reducida a un estallido sin consecuencia? ¿Quién no ve en efecto que, si se

tomara en serio, una sociedad no podría admitirla un solo instante? En verdad, los

que vieron en Sade a un ser depravado respondieron mejor a sus intenciones que

sus modernos admiradores: Sade reclama una protesta escandalizada, sin la cual

la paradoja del placer sería mera poesía. Reitero que no quisiera hablar de él sino

dirigiéndome a aquellos a quienes subleva y desde el punto de vista de ellos.

En el Estudio anterior, dije cómo Sade fue inducido a dar a los excesos de

su imaginación un valor que se establece a sus ojos soberanamente, negando la

realidad de los demás.

Debo ahora buscar el sentido que dicho valor tiene, no obstante, para esos

otros hombres a los que niega.

Lo divino no es menos paradójico que el vicio


El hombre ansioso, al que sublevan los discursos de Sade, no puede sin

embargo excluir tan fácilmente un principio que posee el mismo sentido que la

vida intensa, ligada a la violencia de la destrucción. Desde siempre, un principio de

divinidad ha fascinado y atormentado a los hombres: reconocen, tras los nombres de


divino, de sagrado, una especie de animación interna, secreta, un frenesí

esencial, una violencia que se apodera de un objeto, consumándolo como el fuego

y llevándolo sin demora a la ruina. Aquella animación se considera contagiosa y, al


pasar de un objeto a otro, traía al que la acogía un miasma de muerte: no hay

peligro más grave, y si la víctima es objeto de un culto, que tiene como fin

ofrecerla a la veneración, hay que decir enseguida que este culto es ambiguo. La

religión se esfuerza ciertamente en glorificar al objeto sagrado y en hacer de un

principio de ruina la esencia del poder y de todo valor, pero al mismo tiempo se

preocupa por reducir su efecto a un círculo definido, separado del mundo de la

vida normal o mundo profano por un límite infranqueable.

Este aspecto violento y deletéreo de lo divino se ponía generalmente de

manifiesto en los ritos del sacrificio. A menudo incluso, esos ritos tuvieron una

crueldad excesiva: se entregaron niños a unos monstruos de metal al rojo vivo, se

prendió fuego a colosos de mimbre repletos de víctimas humanas, hubo

sacerdotes que despellejaron a mujeres vivas y se revistieron con sus despojos

ensangrentados. Esas formas de perseguir el horror eran infrecuentes, no eran

necesarias para el sacrificio, pero indicaban cuál era su sentido. Hasta el suplicio

de la cruz vincula, aunque ciegamente, la conciencia cristiana con ese carácter

abominable del orden divino: lo divino nunca se hace tutelar hasta que se haya

satisfecho una necesidad de consumar y de arruinar, que es su primer principio.

Conviene alegar aquí estos hechos. Ofrecen una ventaja sobre los sueños

de Sade: nadie puede considerarlos como aceptables, pero todo ser racional ha

de reconocer que de algún modo respondieron a una exigencia de la humanidad;

incluso, considerando el pasado, difícilmente podría negarse el carácter universal

y soberano de dicha exigencia; como contrapartida, los que sirvieron así a crueles

divinidades quisieron limitar expresamente sus estragos: nunca menospreciaron la

necesidad, ni el mundo regular que ésta rige.


Así pues, en lo que concernía a las destrucciones del sacrificio, la doble

dificultad que señalé al principio respecto de Sade había recibido antiguamente

una solución. La vida ansiosa y la vida intensa —la actividad encadenada y el

desencadenamiento— se mantenían, gracias a las conductas religiosas, a salvo la

una de la otra. La permanencia de un mundo profano, cuya base es la actividad

útil, sin la cual no habría subsistencia, ni bienes para la consumación, estaba

regularmente asegurada. El principio contrario seguía mientras tanto vigente, sin

atenuación de sus efectos ruinosos, en los sentimientos de horror ligados al

sentimiento de la presencia sagrada. La angustia y el gozo, la intensidad y la

muerte se avenían en las fiestas —el miedo daba sentido al desenfreno y la

consumación aparecía como el fin de la actividad útil. Pero no había jamás ningún

deslizamiento, ninguna facilidad introducía la confusión entre dos principios

contrarios e inconciliables.

El hombre normal considera enfermizas las paradojas de lo divino y

del erotismo
Estas consideraciones de orden religioso tienen no obstante sus límites. Es

cierto que se dirigen al hombre normal y que es posible hacerlas desde su punto

de vista, pero ponen en juego un elemento externo a su conciencia. El mundo

sagrado es para el hombre moderno una realidad ambigua: su existencia no

puede ser negada y puede escribirse su historia, pero no es una realidad

directamente aprehensible. Aquel mundo se basa en conductas humanas cuyas

condiciones ya al parecer no se dan y cuyos mecanismos escapan a la conciencia.

Estas conductas son bien conocidas, y no podemos dudar de su verdad histórica,


ni del hecho de que tuvieron aparentemente, como dije, un sentido soberano y

universal. Pero sin duda aquellos que se comportaron así ignoraron dicho sentido

y no podemos saber nada claro al respecto: ninguna interpretación se ha impuesto

de forma decisiva. Sólo una realidad determinada a la que respondieron podría ser

objeto de interés por parte del hombre razonable, a quien la dureza de la

naturaleza y su angustia dieron la costumbre de calcular. Mientras no capta el

motivo que tuvieron, ¿cómo podría dar cuenta, en el sentido preciso de la palabra,

de los horrores religiosos del pasado? No puede deshacerse de ellos tan

fácilmente como de las imaginaciones de Sade, y tampoco puede ponerlos en el

plano de las necesidades que dominan racionalmente la actividad, como el

hambre o el frío. Lo que designa la palabra divino no se puede asimilar a los

alimentos o al calor.

En una palabra, al ser el hombre razonable consciente por excelencia, hay

que decir que como los hechos de orden religioso no laceran su conciencia más

que de un modo esencialmente exterior, los admite de mala gana, y si tiene que

reconocerles los derechos que realmente tuvieron sobre el pasado, no les otorga

ninguno sobre el presente, al menos en la medida en que su horror no ha sido

eliminado. Tengo incluso que añadir desde ahora que, en cierto sentido, el

erotismo de Sade se impone más fácilmente a la conciencia que las antiguas

exigencias de la religión: nadie negaría hoy que existen pulsiones que vinculan la

sexualidad con la necesidad de hacer daño y de matar. Así los instintos llamados

sádicos dan al hombre normal un medio de darse cuenta de ciertas crueldades,

mientras que la religión no es nunca sino la explicación de hecho de una

aberración. Parece, pues, que al proporcionar una descripción magistral de estos


instintos, Sade contribuyó a la conciencia que el hombre toma progresivamente de

sí mismo —o si recurrimos al lenguaje filosófico, a la consciencia de sí: el término

sádico, de uso universal, nos da la prueba patente de esta contribución. En este

sentido, el punto de vista al que di el nombre de Jules Janin se ha modificado:

sigue siendo el del hombre ansioso y razonable, pero ya no rechaza de modo

tajante lo que significa el nombre de Sade. Los instintos que describen Justine y

Juliette tienen hoy derecho de ciudadanía, los Jules Janin de nuestro tiempo los

reconocen. Dejan de taparse la cara y de excluir con indignación la posibilidad de

entenderlos: pero la existencia que les conceden es patológica.

Así la historia de las religiones no ha llevado a la conciencia a reconsiderar

el sadismo más que en una débil medida. La definición del sadismo, al contrario,

ha permitido ver en los hechos religiosos algo más que una inexplicable rareza: los

instintos sexuales a los que Sade dio nombre son los que acaban explicando los

horrores sacrificiales, siendo ambos objeto de horror bajo el calificativo de

patológicos.

Ya dije que no era mi intención oponerme a este punto de vista. Con

excepción de la paradójica licencia de sostener lo insostenible, nadie pretendería

que la crueldad de los héroes de Justine y Juliette no deba ser radicalmente

execrada. Es la negación de los principios en los que se funda la humanidad.

Debemos de algún modo rechazar aquello cuya finalidad sería la ruina de nuestras

obras. Si ciertos instintos nos impulsan a destruir la cosa misma que edificamos,

es necesario que los condenemos —y que nos defendamos de ellos.

Pero se sigue planteando la cuestión: ¿sería posible evitar absolutamente la

negación que es la finalidad de estos instintos? ¿Puede esta negación proceder


de algún modo de fuera, ser debida a enfermedades curables, inesenciales al

hombre, y también a individuos, a colectivos que en principio es necesario y

posible suprimir, es decir, a elementos que hay que eliminar del género humano?

¿O bien, al contrario, llevaría en sí el hombre la irreductible negación de lo que,

bajo los nombres de razón, utilidad y orden, fundó la humanidad? ¿Entrañaría

fatalmente la existencia, al mismo tiempo que la afirmación, la negación de su

principio?

El vicio es la verdad profunda y el corazón del hombre.3


Podríamos llevar en nosotros el sadismo como una excrecencia que pudo

tener antaño una significación humana, pero que ya no la tiene, y que es fácil

aniquilar si se desea, en nosotros mediante la ascesis, en el otro mediante los

castigos: así procede el cirujano con el apéndice, el partero con la placenta, —el

pueblo con sus reyes. ¿Se trata por el contrario de una parte soberana e

irreductible del hombre, pero que permanecería oculta a su conciencia?; ¿se trata,

en una palabra, de su corazón, no hablo del órgano de sangre, sino de los

sentimientos agitados, del principio íntimo que esta víscera simboliza?

En el primer caso, estaría justificado el hombre de razón; el hombre

produciría sin límites los instrumentos de su bienestar, reduciría la naturaleza

entera a sus leyes, se libraría de las guerras y de la violencia, sin tener que

preocuparse por una fatal propensión que, hasta ahora, lo vinculaba

obstinadamente con la desgracia. Esta propensión no sería más que un mal

hábito, que sería necesario y fácil corregir.

En el segundo caso, parece que la supresión de este hábito tocaría a la


existencia del hombre en su punto vital.

Esta proposición merece formularse con exactitud: es tan grave que no

podría mantenerse un solo instante en la imprecisión.

Supone en primer lugar, en la humanidad, un exceso irresistible que la

impulsa a destruir y la pone de acuerdo con la ruina incesante e inevitable de

cuanto nace, crece y puja por durar.

En segundo lugar, da a este exceso y a este acuerdo una significación de

algún modo divina, o más precisamente sagrada: el deseo que tenemos de

consumar y de arruinar, de hacer una hoguera con nuestros recursos y de forma

general la felicidad que nos dan la consumación, la hoguera, la ruina, esto es lo

que nos parece divino, sagrado y lo que determina en nosotros actitudes

soberanas, es decir, gratuitas, sin utilidad, que no sirven más que para lo que son,

sin subordinarse jamás a resultados ulteriores.

En tercer lugar, dicha proposición significa que una humanidad que se

creyera ajena a estas actitudes, rechazadas por el primer movimiento de la razón,

se volvería mustia y se vería reducida en su conjunto a un estado similar al de los

ancianos (lo que hoy tiende a producirse, aunque no del todo), si no se

comportase, de vez en cuando, de un modo perfectamente opuesto a sus

principios.

La proposición se une, en cuarto lugar, a la necesidad para el hombre

actual —entiéndase el hombre normal— de alcanzar la conciencia de sí mismo y

de saber claramente, con el fin de limitar efectos ruinosos, a qué aspira

soberanamente: la necesidad de disponer a su conveniencia de estos efectos, sin

reproducirlos ya más allá de lo que quiere, y de oponerse resueltamente a ellos en


la medida en que no puede soportarlos.

Los dos aspectos extremos de la vida humana


Esta proposición difiere radicalmente de las provocadoras afirmaciones de

Sade en lo siguiente: aunque no puede entenderse como el pensamiento del

hombre normal (éste suele pensar lo contrario, cree que la violencia puede

eliminarse) puede concordar con él, y si la aceptara, no podría encontrar en ella

nada que no pudiese conciliarse con su punto de vista.

Si considero ahora los principios alegados en su efecto más llamativo, no

puedo dejar de ver lo que, en cualquier tiempo, dio al rostro humano su aspecto de

duplicidad. En los extremos, en un sentido la existencia es fundamentalmente

honesta y regular: el trabajo, el cuidado de los hijos, la benevolencia y la lealtad rigen las
relaciones de los hombres entre sí; en el sentido contrario, la violencia

azota sin piedad: si se dan las condiciones, los mismos hombres saquean e

incendian, matan, violan y torturan. El exceso se opone a la razón.

Estos extremos abarcan los términos de civilización y de barbarie —o

salvajismo. Pero el uso de estas palabras, ligado a la idea de que hay bárbaros

por un lado y civilizados por otro, es engañoso. En efecto, los civilizados hablan,

los bárbaros se callan, y el que habla es siempre el civilizado. O mejor dicho, al

ser el lenguaje por definición la expresión del hombre civilizado, la violencia es

silenciosa. Esta parcialidad del lenguaje tiene muchas consecuencias: no sólo la

palabra civilizado quiso decir casi siempre «nosotros», y bárbaro «los demás»,

sino que civilización y lenguaje se constituyeron como si la violencia fuera exterior,

ajena no sólo a la civilización sino al propio hombre (puesto que el hombre es lo


mismo que el lenguaje). La observación muestra además que los mismos pueblos,

y muy a menudo los mismos hombres, adoptan sucesivamente la actitud bárbara y

la civilizada. No hay salvajes que no hablen y que, al hablar, no revelen este

acuerdo con la lealtad y la benevolencia fundadoras de la vida civilizada.

Recíprocamente, no hay civilizados que no sean capaces de salvajismo: la

costumbre del linchamiento pertenece a hombres que se dicen, hoy, en la cúspide

de la civilización. Si se quiere sacar el lenguaje del callejón sin salida al que le

lleva esta dificultad, es necesario, pues, decir que la violencia, que es obra de la

humanidad entera, carece en principio de voz, que así la humanidad entera miente

por omisión y que el propio lenguaje se funda en esta mentira.

La violencia es silenciosa y el lenguaje de Sade es paradójico


El lenguaje común rechaza la expresión de la violencia, a la que sólo

concede una existencia indebida y culpable. La niega quitándole toda razón de ser

y toda justificación. Si a pesar de todo se produce, como puede ocurrir, es que en

alguna parte ha habido una culpa: de la misma manera que los hombres de

civilizaciones atrasadas piensan que la muerte sólo puede producirse si alguien,

por magia o de otra manera, es culpable de ella. La violencia en las sociedades

avanzadas y la muerte en las primitivas no se dan simplemente, como un temporal

o la crecida de un río: sólo acontecen por una culpa.

Pero el silencio no suprime aquello que el lenguaje no puede afirmar: la

violencia no es menos irreductible que la muerte, y si el lenguaje soslaya el

anonadamiento universal —la obra serena del tiempo— lo que sufre por ello sólo

es el lenguaje, que queda limitado, pero no el tiempo ni la violencia.


La negación racional de la violencia, considerada como inútil y peligrosa, no

puede suprimir lo que negó, no más de lo que puede negar la negación irracional

de la muerte. Pero la expresión de la violencia se enfrenta, como ya dije, a la doble


oposición de la razón que la niega y de la propia violencia, que se limita a

despreciar en silencio las palabras que le conciernen.

Por supuesto, es difícil considerar teóricamente este problema. Daré un

ejemplo concreto. Recuerdo haber leído un día el relato de un deportado, que me

deprimió. Pero entonces imaginé un relato de sentido opuesto, que hubiera podido

narrar el verdugo a quien este testigo vio asestar los golpes. Imaginé a aquel

miserable escribiendo y me imaginé a mí mismo leyendo: «Me abalancé sobre él

insultándole y como, al tener las manos atadas a la espalda, no podía responder,

aplasté violentamente mis puños sobre su rostro, se cayó y mis tacones

terminaron la faena; asqueado, escupí sobre una cara tumefacta. No pude dejar

de soltar una carcajada: ¡acababa de insultar a un muerto!». Desgraciadamente, el

aspecto forzado de estas líneas no estriba en su inverosimilitud... Pero es

improbable que un verdugo escriba jamás así.

Por regla general, el verdugo no emplea el lenguaje de la violencia que

ejerce en nombre de un poder establecido, sino el del poder que aparentemente lo

excusa, lo justifica y le da una razón de ser decorosa. El violento tiende a callar y

se aviene al engaño. Por su parte, el espíritu de engaño es la puerta abierta a la

violencia. En la medida en que el hombre ansia torturar, la función de verdugo

legal representa la facilidad: el verdugo habla con sus semejantes, si es que los

trata, el lenguaje del Estado. Y si está bajo el efecto de la pasión, el silencio

taimado en que se complace le da el único placer que le conviene.

Los personajes de las novelas de Sade tienen una actitud algo diferente de
la del verdugo a quien di arbitrariamente la palabra. Esos personajes no se dirigen

al hombre en general, como lo hace la literatura, aunque sea con la aparente

discreción del diario íntimo. Si hablan, es entre iguales: los crapulosos criminales

de Sade se dirigen unos a otros. Pero se dedican a hacer largos discursos donde

demuestran que tienen razón. La mayor parte del tiempo creen que siguen a la

naturaleza. Alardean de ser los únicos en conformarse a sus leyes. Mas sus

juicios, aun cuando corresponden al pensamiento de Sade, no son coherentes

entre sí. Les anima a veces el odio a la naturaleza. Lo que de todos modos

afirman es el valor soberano de las violencias, excesos, crímenes, suplicios. Así

infringen el profundo silencio propio de la violencia, la cual jamás dice que existe y

jamás afirma su derecho a existir, sino que siempre existe sin decirlo.

En verdad, estas disquisiciones de la violencia, que sin cesar interrumpen

los relatos de crueles infamias en que consisten los libros de Sade, no son las

disquisiciones de los personajes violentos a los que se atribuyen. Si tales

personajes hubieran vivido, sin duda hubieran vivido silenciosamente. Son las

palabras del propio Sade, que usó este procedimiento para dirigirse a los demás

(pero que nunca se esforzó verdaderamente por llevarlas a la coherencia del

discurso, a la lógica).

Así la actitud de Sade se opone a la del verdugo, de la que es el perfecto

contrario. Sade, al escribir, rechazando el engaño, se lo atribuía a unos personajes que,


realmente, sólo hubieran podido ser silenciosos, pero se servía de ellos para

dirigir a otros hombres un discurso paradójico.

Hay un equívoco en la base de su comportamiento. Sade habla, pero habla

en nombre de la vida silenciosa, en nombre de una perfecta soledad,

inevitablemente muda. El hombre solitario del que es portavoz no tiene en cuenta


de ningún modo a sus semejantes: es en su soledad un ser soberano, que nunca

se explica, que no rinde cuentas ante nadie. Nunca se arredra por miedo a sufrir

las consecuencias del daño que causa a los demás: está solo y nunca se implica

en los vínculos que un sentimiento de debilidad compartido establece entre ellos.

Esto requiere una energía extrema, pero de lo que de verdad se trata es de

energía. Al describir las consecuencias de esta soledad moral, Maurice Blanchot

muestra al solitario encaminándose, por grados, hacia la negación total: la de

todos los demás primero, y por una especie de lógica monstruosa, la propia. En la

postrera negación de sí, al perecer víctima de la oleada de crímenes que ha

suscitado, el criminal aún se regocija de un triunfo que el crimen, en cierto modo

divinizado, celebra por fin sobre el propio criminal. La violencia entraña esta

negación descabellada, que pone fin a toda posibilidad de discurso.

Se puede objetar que el lenguaje de Sade no es el lenguaje común. No se

dirige a cualquiera, sino que Sade lo destinaba a unas mentes privilegiadas,

susceptibles de alcanzar, en el seno del género humano, una soledad inhumana.

El que habla, aunque sea ciegamente, no deja de infringir la soledad a la

que le condenaba su negación de los demás. Por su lado, la violencia es contraria

a la lealtad hacia el otro que conforman la lógica, la ley y el principio del lenguaje.

¿Cómo definir en fin la paradoja que representa el lenguaje monstruoso de

Sade?

Es un lenguaje que reniega de la relación del que habla con aquellos a

quienes se dirige. En la verdadera soledad, nada podría tener siquiera una

apariencia de lealtad. No hay lugar para un lenguaje leal, como lo es,

relativamente, el de Sade. La paradójica soledad en la que Sade lo emplea no es


lo que parece: se pretende desvinculada del género humano, a cuya negación se

dedica, pero ¡está dedicado a ello! No se impone límite alguno al engaño del

solitario en el que Sade se convirtió a causa de su vida excesiva —y de su

interminable prisión—, salvo en un punto. Si bien no le debió al género humano la

negación que del propio género hizo, al menos se la debió a sí mismo: a fin de

cuentas, no veo bien la diferencia.

El lenguaje de Sade es el de una víctima


He aquí un aspecto relevante: en el extremo opuesto del lenguaje hipócrita

del verdugo, el lenguaje de Sade es el de la víctima; lo inventó en la Bastilla, al escribir Las


120 jornadas de Sodoma. Tenía entonces con los demás hombres las

relaciones de aquel a quien un castigo cruel agobia respecto de los que decidieron

dicho castigo. Dije que la violencia es muda. Pero el hombre castigado por un

motivo que considera injusto no puede aceptar callarse. Guardar silencio sería

como aprobar la pena impuesta. En su impotencia, muchos hombres se contentan

con un desprecio mezclado de odio. El marqués de Sade, sublevado en su prisión,

tuvo que dejar que en él hablara la rebeldía: habló, lo que la violencia por sí sola

no hace. Al rebelarse, tenía que defenderse, o mejor atacar, llevando el combate

al terreno del hombre moral, al que pertenece el lenguaje. El lenguaje fundamenta

el castigo, pero sólo el lenguaje pone en tela de juicio este fundamento. Las cartas

de Sade encarcelado lo muestran empeñado en defenderse, representando ora la

poca gravedad de los «hechos», ora la vanidad del motivo que sus deudos daban

para el castigo, que, al parecer, tenía que mejorarlo, y que por el contrario

acababa de corromperlo. Pero estas protestas son superficiales. En realidad, Sade


fue directamente al fondo del debate; en contraposición a su proceso, hizo el de

los hombres que lo habían condenado, el de Dios y, de forma general, el de los

límites opuestos al furor voluptuoso. Por esta vía se enfrentaría al universo, a la

naturaleza, a cuanto se oponía a la soberanía de sus pasiones.

Sade habló para justificarse ante sí frente a los demás


De este modo, negándose al engaño, y a causa de las crueles medidas de

las que fue objeto, fue inducido a este hecho insensato: prestó su voz solitaria a la

violencia. Estaba encerrado, pero se justificaba ante sí mismo.

No por ello tenía esa voz que estar dotada de una expresión que

respondiera a las exigencias propias de la violencia mejor que a las del lenguaje.

Por un lado, esa monstruosa anomalía no podía, al parecer, responder a las

intenciones de aquel que, hablando, olvidaba la soledad a la que él mismo se

condenaba más verdaderamente de lo que habían hecho los demás: es decir, que

traicionaba esa soledad. Es evidente que no podía ser comprendido por el hombre

normal, que representa la común necesidad. Ese alegato no podía recibir ningún

sentido. De modo que una obra inmensa, que enseñaba la soledad, enseñó

además en la soledad: transcurrió siglo y medio antes de que su enseñanza se

difundiese, ¡y aún no podría entenderse en su autenticidad, si no percibiéramos

primero su carácter absurdo! El digno efecto de las ideas de Sade sólo puede ser

la falta de reconocimiento y la repugnancia del conjunto de los hombres. Pero esta

falta de reconocimiento, al menos, preserva lo esencial, mientras que la

admiración de unos pocos, que hoy recibe, no representa tanto una consagración

como una negación, puesto que no desemboca en la soledad del voluptuoso.


Cierto es que la contradicción actual de los admiradores prolonga la contradicción

del propio Sade: no por eso salimos del atolladero. No podríamos oír una voz que nos llega
desde otro mundo —el de la inaccesible soledad— si, conscientes del

atolladero, no estuviéramos resueltos a adivinar el enigma.

El lenguaje de Sade nos aleja de la violencia


Tomamos conciencia al final de una última dificultad. La violencia

expresada por Sade había cambiado la violencia en lo que no es, en lo que es

necesariamente su opuesto: en una voluntad meditada, racionalizada, de

violencia.

Las disquisiciones filosóficas que interrumpen en toda ocasión los relatos

de Sade acaban de hacer que su lectura sea agotadora. Para leerlo hace falta

paciencia, resignación. Hay que decirse que un lenguaje tan diferente del de los

demás, de todos los demás, merece la pena leerse hasta el final. Por otro lado,

este lenguaje monótono tiene al mismo tiempo una fuerza que se impone. Nos

hallamos ante sus libros como antaño podía hallarse el viajero angustiado ante

vertiginosos amontonamientos de riscos: algo nos mueve a apartarnos de aquello

y sin embargo... Este horror nos ignora, pero ya que existe, ¿no habrá en él una

propuesta de sentido? Las montañas representan algo que no puede tener

atractivo para los hombres más que mediante un rodeo. Lo mismo ocurre con los

libros de Sade. Pero en la existencia de las altas cumbres no interviene para nada

la humanidad. Al contrario, está totalmente involucrada en una obra que, sin ella,

no existiría. La humanidad aparta de sí aquello que asocia con la locura... Pero el

rechazo de la locura no es más que una actitud cómoda e inevitable, que la


reflexión tiene obligación de examinar. De todos modos, el pensamiento de Sade

no es reducible a la locura. Es sólo un exceso, un exceso vertiginoso, pero es la

cima excesiva de lo que somos. De esta cima no podemos apartarnos sin

apartarnos de nosotros mismos. Por no acercarnos a dicha cima, o no esforzarnos

por trepar al menos sus laderas, vivimos como sombras amedrentadas —y ante

quien temblamos es ante nosotros mismos.

Vuelvo a las largas disquisiciones que interrumpen —y sobrecargan— los

relatos de criminales desenfrenos, demostrando sin fin que el libertino criminal

tiene razón, que sólo él tiene razón. Estos análisis y estos raciocinios, estas

referencias eruditas a costumbres antiguas o bárbaras, estas paradojas de una

filosofía agresiva, pese a una infatigable obstinación y a una osadía sin

coherencia, nos alejan de la violencia. Pues la violencia es extravío y el extravío

se identifica con los furores voluptuosos que nos proporciona la violencia. Si

pretendemos sacar de estos furores una lección de sabiduría, ya no podemos

esperar de ellos esos movimientos de extremo arrebato en que nos perdemos. La

violencia, que es el alma del erotismo, nos enfrenta en verdad al problema más

grave. Nos hemos vuelto conscientes siguiendo un curso regular de actividad; cada cosa
en nosotros se ha situado en un encadenamiento en que es distinta, en

que su sentido es inteligible. Pero perturbando —por la violencia— este

encadenamiento, regresamos, en dirección opuesta, a la excesiva e ininteligible

efusión del erotismo. Así hay en nosotros una fulguración soberana, que

consideramos generalmente como lo más deseable, que se oculta a la conciencia

clara en que cada cosa nos es dada. De modo que la vida humana está hecha de

dos partes heterogéneas que jamás se unen. La primera, sensata, cuyo sentido

proporcionan los fines útiles y por ende subordinados: esta parte es la que se
manifiesta a la conciencia. La otra es soberana: si llega la ocasión, se constituye

aprovechando un desorden de la primera, y es oscura o, mejor dicho, si es clara,

lo es cegándonos; así se oculta, de todos modos, a la conciencia. En

consecuencia, el problema es doble. La conciencia quiere extender su dominio a

la violencia (quiere que deje de escapársele una parte tan considerable del

hombre). Por su lado, la violencia, más allá de sí misma, busca la conciencia (con

el fin de que el goce que alcanza se refleje en ella, y sea así más intenso, más

decisivo, más profundo). Pero, al ser violentos, nos alejamos de la conciencia y,

asimismo, esforzándonos por entender distintamente el sentido de nuestros

movimientos de violencia, nos alejamos de los extravíos y de los arrobamientos

soberanos que produce.

Para gozar más de la violencia, Sade pretendía introducir en ella la

calma y el cálculo propios de la conciencia


En una exposición minuciosa —que no deja nada en la sombra— Simone

de Beauvoir4

enuncia acerca de Sade el siguiente juicio: «Lo que lo caracteriza

singularmente es la tensión de una voluntad que se aplica en realizar la carne sin

perderse en ella». Si por «la carne» entendemos la imagen cargada de valor

erótico, esto es cierto y decisivo. Evidentemente, Sade no fue el único en inclinar

su voluntad hacia este fin: el erotismo difiere de la sexualidad animal en que, para

un hombre excitado, ciertas imágenes captables se destacan con la claridad

distinta de las cosas; el erotismo es la actividad sexual de un ser consciente. Lo

cual no obsta para que por esencia escape a nuestra conciencia. Simone de
Beauvoir acierta cuando, para mostrar un esfuerzo desesperado de Sade

intentando convertir en cosa la imagen que le excita, alude a su comportamiento

en el único desenfreno cuyo relato detallado poseemos (fue el de unos testigos

ante la justicia): «En Marsella se hace dar latigazos, pero de vez en cuando se

precipita hacia la chimenea y graba en ella con la navaja el número de golpes que

acaba de recibir».5

Sus propios relatos están por lo demás repletos de mediciones:

a menudo el tamaño de los miembros viriles se da en pulgadas y líneas; a veces,

es un participante el que se complace, durante la orgía, en efectuar estas

mediciones. Las disertaciones de los personajes tienen sin duda el carácter

paradójico que he señalado, son justificaciones del hombre castigado: algo de la violencia
auténtica se les escapa, pero a costa de esta machaconería, de esta

lentitud, es como Sade consigue a la larga vincular la violencia con la conciencia,

que le permitiría hablar, como si de cosas se tratase, del objeto de su delirio. Este

rodeo que frenaba el movimiento es lo que le permitió gozar más de él: sin duda la

precipitación voluptuosa no podía tener lugar enseguida, pero sólo se dilataba, y la

impavidez, propiamente trastornada, de la conciencia añadía al placer un

sentimiento de duradera posesión. Que era ya, en una perspectiva ilusoria, de

eterna posesión.

Mediante el rodeo de la perversidad de Sade, la violencia entra por


fin
en la conciencia
Por una parte, los escritos de Sade han revelado la antinomia de la

violencia y de la conciencia, pero, y éste es su valor singular, tienden a hacer

penetrar en la conciencia aquello de lo que casi se habían apartado los hombres,

buscando escapatorias y rechazándolo de forma provisional.

Estos escritos introducen en la reflexión sobre la violencia la dilación y el

espíritu de observación, que son lo propio de la conciencia.

Manifiestan lógicamente en su desarrollo el vigor de una búsqueda de la

eficacia, para demostrar lo infundado del castigo impuesto a Sade.

Tales fueron, al menos, los primeros movimientos que originaron en

particular la primera versión de Justine.

Llegamos así a una violencia que tendría la calma de la razón. En cuanto lo

exija la violencia, hallará de nuevo la perfecta sinrazón sin la cual la explosión de

la voluptuosidad no tendría lugar. Pero dispondrá a voluntad, en la involuntaria

inercia de la cárcel, de la claridad de visión y de la libre disposición de sí que están

en el origen del conocimiento y de la conciencia.

En la cárcel, Sade se abría a una doble posibilidad. No hubo quizá nadie

que llevara tan lejos como él el gusto por la monstruosidad moral. Y al mismo

tiempo era uno de los hombres de su tiempo más ávidos de conocimientos.

Maurice Blanchot dijo a propósito de Justine y de Juliette: «Podemos admitir

que jamás, en la historia de la literatura, hubo una obra tan escandalosa...».

En efecto, lo que Sade quiso que penetrara en la conciencia era

precisamente lo que sublevaba a la conciencia. Lo más escandaloso era, a sus

ojos, el más poderoso medio de provocar el placer. No sólo alcanzaba de este


modo la revelación más singular, sino que directamente proponía a la conciencia

lo que ésta no podía soportar. El mismo se limitó a hablar de irregularidad. Las

reglas que acatamos suelen tener por objeto la conservación de la vida, y por

consiguiente la irregularidad lleva a la destrucción. No obstante, la irregularidad no

siempre tiene un sentido tan nefasto. En principio, la desnudez es una forma de

ser irregular, pero en el plano del placer actúa sin que intervenga una destrucción

real (señalemos que la desnudez no actúa si es regular: en la consulta del médico,

o en un campo de nudistas). La obra de Sade introduce comúnmente

irregularidades escandalosas. Insiste a veces en el carácter irregular del más

simple elemento de atracción erótica, por ejemplo un desnudamiento irregular.

Pero, sobre todo, según los crueles personajes a los que pone en escena, nada

«enardece» tanto como la irregularidad. El mérito esencial de Sade es haber

descubierto, y mostrado, en el arrebato voluptuoso, una función de la irregularidad

moral. En ese arrebato se abría en principio la vía de la actividad sexual. Pero el

efecto de la irregularidad, cualquiera que sea, es más fuerte que las maniobras

que le siguen. Para Sade, es posible gozar tanto en el transcurso de desenfrenos,

matando o torturando, como arruinando a una familia, a un país o simplemente

robando.

Independientemente de Sade, la excitación sexual del atracador no pasó

inadvertida a los observadores. Pero antes de él nadie entendió el mecanismo

general que asocia los reflejos de la erección y la eyaculación con la transgresión

de la ley. Sade ignoró la relación primaria entre la prohibición y la transgresión,

que se oponen y se complementan. Pero dio el primer paso. Este mecanismo

general no podía hacerse plenamente consciente antes de que la conciencia —


muy tardía— de la transgresión complementaria de la prohibición nos impusiera

sus paradójicas enseñanzas. Sade expuso la doctrina de la irregularidad de tal

modo, mezclada con tales horrores, que nadie se percató de ello. Quería sublevar

la conciencia, hubiera querido también esclarecerla, pero no pudo a un tiempo

sublevarla y esclarecerla. Sólo hoy entendemos que, sin la crueldad de Sade, no

hubiéramos alcanzado tan fácilmente este campo antaño inaccesible donde se

disimulaban las más penosas verdades. No es tan fácil pasar del conocimiento de

las rarezas religiosas del género humano (hoy día vinculadas a nuestros

conocimientos sobre las prohibiciones y transgresiones) al de sus rarezas

sexuales. Nuestra unidad profunda sólo aparece en último término. Y si hoy el

hombre normal penetra profundamente en la conciencia de lo que significa, para

él, la transgresión, es porque Sade preparó el camino. Ahora el hombre normal

sabe que su conciencia tenía que abrirse a lo que más violentamente lo había

sublevado: lo que más violentamente nos subleva, está dentro de nosotros.

Estudio IV

El enigma del incesto*

El problema del «incesto» es lo que trata de resolver la voluminosa obra de

Claude Lévi-Strauss, publicada en 1949, con el título algo hermético de Structures

élémentaires de la párente.' El problema del incesto se plantea, en efecto, en el

ámbito de la familia: siempre es un grado o, más precisamente, una forma de

parentesco lo que decide que se prohíban las relaciones sexuales o el matrimonio


entre dos personas. Recíprocamente, lo que da sentido a la determinación del

parentesco es la posición de los individuos el uno con respecto al otro desde el

punto de vista de las relaciones sexuales; éstos no pueden unirse, aquéllos sí, y

por fin, determinado vínculo de primazgo representa una indicación privilegiada, a

menudo incluso con exclusión de cualquier otro matrimonio.

De entrada, al considerar el incesto, llama nuestra atención el carácter

universal de su prohibición. Bajo una forma u otra, la conoce toda la humanidad,

aunque varían sus modalidades. En un lugar, la prohibición afecta a determinada

clase de parentesco, como por ejemplo al primazgo de los hijos nacidos

respectivamente del padre y de la hermana; al contrario, ésta es en otro sitio la

condición privilegiada del matrimonio, pero los hijos de dos hermanos —o de dos

hermanas— no pueden unirse. Los pueblos más civilizados se ceñirán a las

relaciones entre padres e hijos, entre hermano y hermana. Pero por regla general,

entre los pueblos primitivos, encontramos a los diversos individuos repartidos en

categorías diferenciadas, que deciden cuáles son las relaciones sexuales

prohibidas o prescritas. Por otra parte, debemos considerar dos situaciones

distintas. En la primera, que Lévi-Strauss estudia bajo el título de «Estructuras

elementales del parentesco», la modalidad precisa de los lazos de sangre

fundamenta las reglas que determinan, al mismo tiempo que la ilegitimidad, la

posibilidad del matrimonio. En la segunda, que el autor designa (pero no

* Este Estudio retoma sin variaciones importantes el artículo publicado en el n.Q 44 (enero

de 1951) de la revista Critique, bajo el título «L'inceste et le passage de l'animal á l'homme».

desarrolla en la obra publicada) bajo el nombre de «Estructuras complejas», la

determinación del cónyuge se confía a «otros mecanismos, económicos o


psicológicos». Permanecen las categorías, pero si bien algunas siguen siendo

objeto de prohibición, ya no es la costumbre la que decide en cuál de ellas ha de

ser elegida la esposa (si no estrictamente, al menos preferentemente). Esto nos

aleja de una situación que conocemos por experiencia, pero Lévi-Strauss opina

que las «prohibiciones» no pueden considerarse por separado y que su Estudio no

puede disociarse del de los «privilegios» que las completan. Esta es

probablemente la razón por la cual el título de su obra evita la palabra incesto y

designa —si bien de forma algo oscura— el sistema indisociable de las

prohibiciones y privilegios, de las oposiciones y de las prescripciones.

Las respuestas sucesivas al enigma del incesto


Lévi-Strauss opone al estado natural la cultura, más o menos del mismo

modo que se suele oponer el hombre al animal: eso le lleva a decir que la

prohibición del incesto (se entiende que al mismo tiempo piensa en las reglas de

exogamia que la completan) «constituye el proceso fundamental por el cual, pero

sobre todo en el cual se funda el paso de la Naturaleza a la Cultura».2

Habría así

en el horror que sentimos ante el incesto un elemento que nos designa como

hombres, y el problema que se deriva de ello sería el del hombre mismo, en

cuanto añade a la animalidad lo que tiene de humano. Por consiguiente, todo lo

que somos estaría en juego en la decisión que nos opone a la vaga libertad de los

contactos sexuales, a la vida natural e informulada de los «animales». Puede ser

que, tras la fórmula, se vislumbre la ambición extrema que vincula al conocimiento

el deseo que tiene el hombre de revelarse a sí mismo, asumiendo de este modo lo


posible del universo. Cabe incluso que, ante una exigencia de tanto alcance, LéviStrauss se
declare incompetente y recuerde la modestia de su propósito. Pero la

exigencia —o bien el movimiento— que se da en cualquier actividad del hombre

no siempre se puede limitar y, de una forma privilegiada, el empeño por resolver el

enigma del incesto es ambicioso: su intención es desvelar lo que nunca se

propuso más que oculto. Además, si algún proceso propició antaño «el paso de la

naturaleza a la cultura», ¿la búsqueda que finalmente desvela su sentido ha de

suponer un interés excepcional?

En verdad, inevitablemente, pronto debemos darnos motivos para la

humildad: Claude Lévi-Strauss se ve incitado a referirnos los pasos en falso de los

que le precedieron por esta vía. No son alentadores.

La teoría finalista da a la prohibición el sentido de una medida eugénica: se

trata de poner a la especie a salvo de los efectos de los matrimonios

consanguíneos. Ese punto de vista tuvo ilustres defensores (como Lewis H.

Morgan). Su difusión es reciente: «En ninguna parte aparece» dice Lévi-Strauss, «antes del
siglo XVI».3

Pero sigue vigente: hoy nada es más común que la

creencia en el carácter degenerado de los hijos de un incesto. La observación no

ha confirmado en nada lo que únicamente funda un sentimiento primario. Mas la

creencia sigue viva.

Para algunos, «la prohibición del incesto no es sino la proyección, o el

reflejo en el plano social, de los sentimientos o tendencias que se explican

suficientemente por la naturaleza del hombre». ¡Una repugnancia instintiva!, dicen.

A Lévi-Strauss le resulta fácil demostrar lo contrario, como también se denuncia en

el psicoanálisis: la universal obsesión (reflejada en los sueños, o los mitos) por las
relaciones incestuosas. Si no fuera así, ¿por qué se expresaría de modo tan

solemne la prohibición? Este tipo de explicaciones tiene una debilidad de fondo: la

reprobación que no existía en el animal se ha dado históricamente, como

resultado de los cambios que fundaron la vida humana, y no está simplemente en

el orden de las cosas.

A esta crítica responden en efecto explicaciones históricas.

McLennan y Spencer vieron, en las prácticas exogámicas, la determinación

por el uso de las costumbres de las tribus guerreras, entre las cuales el rapto era

el medio normal de obtener esposas.4

Durkheim vio en el tabú de la sangre del

clan para con sus propios miembros, y por ende de la sangre menstrual de las

mujeres, la explicación de la prohibición por la que éstas son vedadas a los

hombres de su clan, y de la ausencia de prohibición cuando se trata de hombres

de otro clan. Tales interpretaciones pueden ser lógicamente satisfactorias, pero su

defecto estriba en que las conexiones así establecidas son frágiles y arbitrarias...5

A la teoría sociológica de Durkheim, sería posible añadir la hipótesis psicoanalítica

de Freud, que sitúa en el origen del paso del animal al hombre un pretendido

asesinato del padre por los hermanos: según Freud, los hermanos celosos entre sí

siguen manteniendo la prohibición que el padre les había hecho de acostarse con

su madre o sus hermanas, las cuales se reservaba para sí. A decir verdad, el mito

de Freud introduce la coyuntura más descabellada; sin embargo, tiene la ventaja

sobre la explicación del sociólogo de ser una expresión de obsesiones vivas. LéviStrauss lo
dice de forma muy acertada:6

«Da cuenta con éxito no del inicio de la

civilización sino de su presente: el deseo por la madre o por la hermana, el


asesinato del padre y el arrepentimiento de los hijos no corresponden sin duda a

ningún hecho, o conjunto de hechos, que ocupen en la historia un lugar dado.

Pero traducen quizá de forma simbólica un sueño a la vez permanente y antiguo.

Y el prestigio de ese sueño, su poder para modelar, sin que lo sepan, los

pensamientos de los hombres, proviene precisamente de que los actos que evoca

nunca fueron cometidos, porque la cultura se ha opuesto a ello siempre...».7

Sentido limitado de las aparentes distinciones entre matrimonios

prohibidos y matrimonios lícitos


Para ir más allá de estas breves soluciones, unas brillantes y otras triviales,

es necesario ser lento y tenaz. Nunca hay que dejarse desalentar por datos

inextricables, que no tienen a primera vista más que el sentido inhumano de un

«rompecabezas».

Se trata en efecto de un inmenso «rompecabezas», sin duda uno de los

enigmas más oscuros que jamás se haya tenido que elucidar. Interminable y, por

lo demás, justo es decirlo, espantosamente aburrido: las dos terceras partes más

o menos del voluminoso libro de Lévi-Strauss se dedican al examen minucioso de

las múltiples combinaciones que la humanidad arcaica ideó para resolver un

problema, el de la distribución de las mujeres, cuya situación es lo que había que

despejar al final de un embrollo totalmente absurdo.

Desgraciadamente no puedo evitar entrar aquí en dicho embrollo; para el

conocimiento del erotismo es importante que salgamos de una oscuridad que hizo

que su sentido fuera difícil de penetrar.

«Los miembros de una misma generación», dice Lévi-Strauss, «se hallan


igualmente divididos en dos grupos: por una parte los primos (de cualquier grado)

que se llaman entre sí "hermanos" y "hermanas" (primos paralelos), y por otra

parte los primos nacidos de colaterales de sexo diferente (de cualquier grado) que

se nombran con términos especiales y entre los cuales el matrimonio es posible

(primos cruzados).» Tal es, para empezar, la definición de un tipo simple, y que

resulta fundamental, pero cuyas numerosas variantes plantean infinitas preguntas.

El tema dado en esta estructura de base es ya de por sí un enigma. «¿Por qué,

nos dicen,8

establecer una barrera entre primos nacidos de colaterales del mismo

sexo y nacidos de colaterales de sexo diferente, cuando la relación de proximidad

es la misma en ambos casos? No obstante, en el paso de uno a otro radica toda la

diferencia entre el incesto caracterizado (los primos paralelos se asimilan a los

hermanos y hermanas) y las uniones no sólo posibles sino incluso las más

recomendadas de todas (puesto que los primos cruzados se designan bajo el

nombre de cónyuges potenciales). La distinción es incompatible con nuestro

criterio biológico del incesto.»

Naturalmente las cosas se complican en todos los sentidos y a menudo

parece que se trata de elecciones arbitrarias e insignificantes; no obstante, entre la

multitud de las variantes, hay una discriminación que adquiere un valor

privilegiado. No sólo es bastante común que el primo cruzado tenga privilegio

sobre el paralelo, sino también el primo cruzado matrilineal sobre el patrilineal.

Preciso lo más simplemente que pueda: la hija de mi tío paterno es mi prima

paralela; en este mundo de «estructuras elementales» del que nos seguimos

ocupando, hay muchas posibilidades para que no pueda casarme con ella ni
conocerla sexualmente de algún modo lícito: la equiparo con mi hermana y le doy

el nombre de hermana. Pero la hija de mi tía paterna (la hermana de mi padre), que es mi
prima cruzada, difiere de la de mi tío materno, que es igualmente mi

prima cruzada: llamo a la primera patrilineal y matrilineal a la segunda. Tengo,

evidentemente, posibilidades de poder casarme libremente con una u otra, esto se

practica en muchas sociedades primitivas. (Cabe además, en este caso, que la

primera, nacida de mi tía paterna, sea también hija de mi tío materno; este tío

materno en efecto puede perfectamente haberse casado con mi tía paterna —en

una sociedad en que el matrimonio entre primos cruzados no está sujeto a

ninguna determinación secundaria, cosa que suele ocurrir—, en cuyo caso digo de

mi prima cruzada que es bilateral.) Pero también cabe que el matrimonio con tal o

cual de estas primas cruzadas se me prohíba como incesto. Algunas sociedades

prescriben el matrimonio con la hija de la hermana del padre (lado patrilineal) y lo

prohíben con la hija del hermano de la madre (lado matrilineal) mientras que en

otras partes ocurre lo contrario.

Pero la situación de mis dos primas no es igual:

tengo muchas posibilidades de ver erguirse la prohibición entre la primera y yo,

pero hay menos si mi voluntad es unirme con la segunda. «Si se considera», dice

Lévi-Strauss,

10

«la distribución de estos dos tipos de matrimonio unilateral, se

constata que el segundo tipo prevalece con mucho sobre el primero.»

He aquí pues, en primer lugar, ciertas formas esenciales de consanguinidad

que son la base de la prohibición o de la prescripción del matrimonio.


Ni que decir tiene que al precisar así los términos, más bien se ha espesado

la niebla. No sólo es formal y carente de sentido la diferencia entre estas formas

distintas de parentesco, no sólo estamos lejos de la clara especificidad que opone

a nuestros progenitores y a nuestras hermanas al resto de los hombres, sino que

estas formas ¡tienen según los lugares un efecto o el contrario! En principio,

tendemos a buscar en la especificidad de los seres en cuestión —en su situación

respectiva, en el sentido de las conductas morales: en sus relaciones y en la

naturaleza de dichas relaciones—, la razón de la prohibición que los afecta. Pero

esto nos invita a apartarnos de este camino. El propio Lévi-Strauss

11

dijo hasta

qué punto es desconcertante para los sociólogos una arbitrariedad tan acusada:

«Difícilmente le perdonan al matrimonio entre primos cruzados que, después de

plantearles el enigma de la diferencia entre hijos de colaterales del mismo sexo y

colaterales de sexos diferentes, añadan el misterio suplementario de la diferencia

entre la hija del padre de la madre, y la hija de la hermana del padre...».

Pero, en realidad, si el autor muestra así el carácter inextricable del enigma,

es con el fin de resolverlo mejor.

Se trata de descubrir en qué plano unas distinciones en principio carentes

de interés tienen no obstante consecuencias. Si algunos efectos difieren, según

esté en juego una u otra de las categorías, aparecerá el sentido de las

distinciones. Lévi-Strauss mostró, en la institución arcaica del matrimonio, el papel

de un sistema de intercambio distributivo. La adquisición de una mujer era la de

una riqueza, e incluso era su valor sagrado: el reparto de las riquezas constituidas
por el conjunto de las mujeres planteaba problemas vitales, a los que tenían que

responder reglas. Aparentemente, una anarquía parecida a la que reina en las sociedades
modernas no hubiera podido resolver aquellos problemas. Sólo unos

circuitos de intercambios en que los derechos estén determinados de antemano

pueden desembocar, bastante mal a veces, pero en general bastante bien, en la

distribución equilibrada de las mujeres para proveer a los hombres.

Las reglas de la exogamia, el don de las mujeres y la necesidad de

una regla para repartirlas entre los hombres


Nos cuesta trabajo someternos a la lógica de la situación primitiva. En el

relajamiento en que vivimos, en este mundo de numerosas e indefinidas

posibilidades, no podemos representarnos la tensión inherente a la vida en grupos

restringidos, separados por la hostilidad. Es preciso un esfuerzo para imaginar la

intranquilidad a la que responde la garantía de la regla.

Por eso debemos evitar imaginar tratos parecidos a aquellos de que hoy

son objeto las riquezas. Hasta en los peores casos, la idea sugerida por una

fórmula como «matrimonio por compra» está muy alejada de una realidad primitiva

en que el intercambio no tenía, como hoy, el aspecto de una operación restringida,

únicamente sometida a la ley del interés.

Claude Lévi-Strauss ha vuelto a situar la estructura de una institución como

el matrimonio en el movimiento global de intercambios que rige en la población

primitiva. Nos remite a las «conclusiones del admirable Essai sur le Don». «En

este Estudio hoy clásico», escribe,12

«Mauss se propuso mostrar, en primer lugar,


que el intercambio se presenta, en las sociedades primitivas, no tanto en forma de

transacciones como de dones recíprocos, y en segundo lugar que estos dones

recíprocos ocupan un lugar mucho más importante en esas sociedades que en la

nuestra; y, por fin, que esta forma primitiva de los intercambios no tiene única ni

esencialmente un carácter económico, sino que nos coloca ante lo que llama

acertadamente "un hecho social total", es decir, dotado de un significado a la vez

social y religioso, mágico y económico, utilitario y sentimental, jurídico y moral.»

Un principio de generosidad rige estas clases de intercambios que siempre

tienen un carácter ceremonial: algunos bienes no pueden destinarse a un

consumo libre o utilitario. Suelen ser bienes de lujo. Aun hoy, estos últimos sirven

fundamentalmente para la vida ceremonial. Se reservan para regalos,

recepciones, fiestas; así ocurre entre otros con el champán. El champán se bebe

en ciertas ocasiones en las que, según las reglas, se ofrece. Por supuesto, todo el

champán que se bebe es objeto de transacciones: las botellas se pagan a los que

las producen. Pero en el momento en que se bebe, el que lo ha costeado sólo lo

bebe en parte; éste es, al menos, el principio que rige el consumo de un bien cuya

naturaleza es la de la fiesta, cuya sola presencia designa un momento diferente de

otros, totalmente distinto de otro momento cualquiera, de un bien que por otra parte,
para responder a un deseo profundo «debe» o «debería» correr a raudales,

más exactamente, sin tasa ni medida.

La tesis de Lévi-Strauss está inspirada en tales consideraciones: el padre

que se casase con su hija, el hermano que desposase a su hermana serían

similares al poseedor de champán que nunca invitase a sus amigos, que se

bebiese el contenido de su bodega «en solitario». El padre ha de introducir la

riqueza que es su hija, y el hermano la que representa su hermana en un circuito


de intercambios ceremoniales: debe darla como regalo, pero el circuito supone un

conjunto de reglas admitidas en un medio dado como lo son unas reglas de juego.

Claude Lévi-Strauss puso de manifiesto el principio de las reglas que rigen

este sistema de intercambios, que se sale en parte del interés estricto. «(Los)

regalos», escribe,13

«se intercambian en el acto como bienes equiparables, o son

recibidos por los beneficiarios, con tal de que éstos procedan en una ocasión

ulterior a unos contrarregalos cuyo valor a menudo excede el de los primeros, pero

que a su vez dan derecho a recibir más tarde nuevos dones, que superan la

suntuosidad de los anteriores.» De ahí debemos retener principalmente el hecho

de que la finalidad manifiesta de estas operaciones no es la de «obtener un

beneficio o ventajas de naturaleza económica». A veces la ostentación de

generosidad llega hasta el punto de destruir los objetos ofrecidos. La destrucción

pura y simple impone evidentemente un gran prestigio. La producción de objetos

de lujo cuyo verdadero sentido es honrar a quien los posee, los recibe o los da, es

en sí, además, destrucción del trabajo útil (es lo contrario del capitalismo, que

acumula los resultados del trabajo para crear nuevos productos): la consagración

de ciertos objetos a los intercambios ceremoniales los retira del consumo

productivo.

Hay que subrayar este carácter opuesto al espíritu mercantil —al regateo y

al cálculo del interés—, si se quiere hablar de matrimonio por intercambio. El

mismo matrimonio por compra participa de este movimiento: «no es más que una

modalidad», dice Lévi-Strauss,14

«de este sistema fundamental analizado por


Mauss...». Tales formas de matrimonio están ciertamente alejadas de aquéllas en

que nosotros, que queremos una elección libre por ambas partes, vemos el

carácter humano de las uniones. Pero tampoco rebajan a las mujeres al nivel del

comercio y del cálculo. Las sitúa en el plano de las fiestas. El sentido que tiene

una mujer dada en matrimonio se asemeja, en el fondo, al del champán en

nuestras costumbres. En el matrimonio, dice Lévi-Strauss, las mujeres no figuran

«en primer lugar (como) signo de valor social sino como estimulante natural».15

«Malinowski incluso mostró que, después del matrimonio, en las islas Trobriand, el

pago del mapula representa, por parte del hombre, una contraprestación destinada

a compensar los servicios futuros prestados por la mujer en forma de

gratificaciones sexuales...».16

Las mujeres aparecen así esencialmente dedicadas a la comunicación,

entendida en el sentido fuerte de la palabra, en el sentido de la efusión: deben ser,

por consiguiente, objeto de generosidad por parte de sus padres, que disponen de ellas.
Estos deben darlas, mas en un mundo en que todo acto generoso contribuye

al circuito de la generosidad general. Yo recibiré, si doy a mi hija, otra mujer para

mi hijo (o para mi sobrino). Se trata, en suma, a través de un conjunto limitado,

fundado en la generosidad, de comunicación orgánica, previamente acordada,

como lo son los múltiples movimientos de un ballet o de una orquestación. Lo que

se niega en la prohibición del incesto es consecuencia de una afirmación. El

hermano que da a su hermana niega menos el valor de la unión sexual con ésta,

que le es cercana, de lo que afirma el valor superior de matrimonios que unan a

esta hermana con otro hombre, o a él mismo con otra mujer. Hay una

comunicación más intensa, o de cualquier modo más amplia, en el intercambio

basado en la generosidad que en el inmediato disfrute. De forma más precisa, la


festividad supone la introducción del movimiento, la negativa a replegarse sobre

sí, negando, pues, el valor supremo al cálculo del avaro, por lógico que sea. La

relación sexual misma es comunicación y movimiento, su naturaleza es la de la

fiesta y, por ser esencialmente comunicación, provoca desde un primer momento

un movimiento hacia fuera.17

En la medida en que se efectúa el violento movimiento de los sentidos,

exige un distanciamiento, una renuncia, el paso atrás a falta del cual nadie podría

saltar tan lejos. Pero el distanciamiento mismo exige una regla que organice y

asegure la no interrupción de los saltos de un punto a otro.

Ventaja real de ciertas relaciones de parentesco en el plano del

intercambio a través del don


Lévi-Strauss, bien es cierto, no insiste en este sentido; al contrario, insiste

en un aspecto muy diferente del valor de las mujeres, compaginable tal vez,

aunque netamente opuesto, a saber su utilidad material. Se trata en mi opinión de

un aspecto secundario, si no en el funcionamiento del sistema, donde suele

prevalecer lo material, al menos en el juego de las pasiones que, originariamente,

ordena su movimiento. Pero si este aspecto no se tuviera en cuenta, no sólo no se

vería el alcance de los intercambios efectuados, sino que la teoría de Lévi-Strauss

no encajaría y no aparecerían en su totalidad las consecuencias prácticas del

sistema.

Esta teoría no es hasta ahora más que una brillante hipótesis. Seductora, si

bien queda por hallar el sentido de estos mosaicos de prohibiciones varias, el

sentido que puede tener la elección entre formas de parentesco cuyas diferencias
son aparentemente insignificantes. A lo que precisamente se ha dedicado LéviStrauss es a
esclarecer los diversos efectos que sobre los intercambios tienen las

diferentes formas de parentesco. Al querer dar de este modo a su hipótesis una

base sólida, consideró oportuno apoyarse en el aspecto más tangible de los

intercambios cuyos movimientos fue siguiendo.

Al aspecto seductor del valor de las mujeres del que hablé en primer lugar

(del que habla el propio Lévi-Strauss, sin insistir) se opone en efecto el interés

material, calculable en servicios, que para el marido representa la posesión de una

mujer.

No cabe negar este interés y no creo, en efecto, que soslayándolo se pueda

seguir adecuadamente el movimiento de los intercambios de mujeres. Intentaré

más adelante conciliar la evidente contradicción entre ambos puntos de vista. El

modo de ver que propongo no es inconciliable, ni mucho menos, con la

interpretación de Lévi-Strauss; pero he de subrayar primero el aspecto que él

mismo subraya: «... como a menudo se ha señalado», dice,

18

«el matrimonio, en la

mayoría de las sociedades primitivas (así como también, aunque en menor grado,

en las clases rurales de nuestra sociedad) presenta una... importancia económica.

La diferencia entre el estatuto económico del soltero y el del hombre casado, en

nuestra sociedad, se reduce casi exclusivamente al hecho de que el primero tiene

que renovar más frecuentemente su vestuario.

19

Muy distinta es la situación en los

grupos donde la satisfacción de las necesidades económicas descansa


enteramente en la sociedad conyugal y en la división del trabajo entre los sexos.

No sólo el hombre y la mujer no tienen la misma especialización técnica, y

dependen por consiguiente el uno del otro para la fabricación de los objetos

necesarios para las tareas diarias, sino que se dedican a la producción de tipos

distintos de alimentos. Una alimentación completa, y sobre todo regular, depende,

pues, de esta verdadera "cooperativa de producción" que constituye un

matrimonio». Esta necesidad de casarse en que se encuentra un hombre joven

entraña en cierto sentido una sanción. Si una sociedad organiza mal el

intercambio de las mujeres, se sigue un verdadero desorden. Por eso, de un lado,

la operación no debe dejarse al azar, implica reglas que aseguren la reciprocidad;

de otro lado, por perfecto que sea un sistema de intercambios, no puede resolver

todos los casos; surgen desaciertos y alteraciones frecuentes.

La situación de partida es siempre la misma y define la función que el

sistema debe garantizar en todas partes.

Por supuesto, «el aspecto negativo no es más que el aspecto rudimentario

de la prohibición».20

En todas partes es importante definir un conjunto de

obligaciones que ponga en marcha los movimientos de reciprocidad o de

circulación. «El grupo en cuyo seno se prohíbe el matrimonio evoca enseguida la

noción de otro grupo... en cuyo seno el matrimonio es, según los casos,

simplemente posible o inevitable; la prohibición del uso sexual de la hija o de la

hermana obliga a dar en matrimonio la hija o la hermana a otro hombre y, al

mismo tiempo, crea un derecho sobre la hija o la hermana de este último. De

modo que todas las estipulaciones negativas de la prohibición tienen una


contrapartida positiva.»21

De ahí que, «a partir del momento en que me prohíbo el

uso de una mujer, que se vuelve... disponible para otro hombre, hay, en alguna

parte, un hombre que renuncia a una mujer, la cual se vuelve, por este hecho,

disponible para mí».22

Frazer fue el primero en ver que «el matrimonio de los primos cruzados

resulta de forma simple y directa, y por un encadenamiento natural, del

intercambio de las hermanas con vistas a los intermatrimonios».

23

Pero a partir de

ahí no supo dar una explicación general, y los sociólogos no adoptaron unos

conceptos que sin embargo eran satisfactorios. Mientras que, en el matrimonio de

primos paralelos, el grupo no pierde ni adquiere, el matrimonio de primos cruzados

acarrea el intercambio de un grupo al otro. En efecto, en condiciones corrientes, la

prima no pertenece al mismo grupo que su primo. Así, «se construye una

estructura de reciprocidad, según la cual el grupo que ha adquirido debe devolver

y el que ha cedido puede exigir...».

24

«Los primos paralelos entre sí provienen de

familias que se hallan en la misma posición formal, que es una posición de

equilibrio estática, mientras que los primos cruzados provienen de familias que se

hallan en posiciones formales antagonistas, es decir, en un desequilibrio dinámico

unos respecto a otros...»

25
Así el misterio de la diferencia entre los primos paralelos y los cruzados se

resuelve en la diferencia entre una solución favorable al intercambio y otra en que

tendería a ganar el estancamiento. Pero en esta simple oposición, sólo tenemos

una oposición dualista y se dice que el intercambio es restringido. Si están en

juego más de dos grupos, pasamos al intercambio generalizado.

En el intercambio generalizado, un hombre A se casa con una mujer B, un

hombre B con una mujer C; un hombre C con una mujer A. (Naturalmente puede

ampliarse el sistema.) En estas condiciones diferentes, del mismo modo que el

cruce de los primos daba la forma privilegiada del intercambio, el matrimonio de

los primos matrilineales proporciona por razones de estructura posibilidades

abiertas de encadenamiento infinito. «Basta», dice Lévi-Strauss,

26

«que un grupo

humano proclame la ley del matrimonio con la hija del hermano de la madre para

que se organice, entre todas las generaciones y entre todos los linajes, un amplio

círculo de reciprocidad, tan armonioso e ineluctable como las leyes físicas o

biológicas; mientras que el matrimonio con la hija de la hermana del padre no

puede extender la cadena de las transacciones matrimoniales, no puede alcanzar

de manera viva un fin siempre vinculado a la necesidad de intercambio, la de la

extensión de las alianzas y del poder.»

Sentido secundario del aspecto económico de la teoría de


LéviStrauss
No puede sorprendernos el carácter ambiguo de la doctrina de LéviStrauss. Por una parte,
el intercambio, o mejor dicho el don de las mujeres, pone
en juego los intereses de quien da —pero sólo da con la condición de un desquite.

Por otra parte se funda en la generosidad. Esto responde al doble aspecto del

«don-intercambio», de la institución a la que se dio el nombre de potlatch: el potlatch es


a la vez la superación y la culminación del cálculo. Es de lamentar tal

vez que Lévi-Strauss haya puesto tan poco énfasis en la relación del potlatch de

las mujeres con la naturaleza del erotismo.

La formación del erotismo implica una alternancia de la atracción y del

horror, de la afirmación y de la negación. Es cierto que, a menudo, el matrimonio

parece ser lo opuesto al erotismo. Pero lo juzgamos así a causa de un aspecto tal

vez secundario. Cabe pensar que en el momento en que se establecieron las

reglas que dictaminaron esas barreras y su derogación, determinaban de verdad

las condiciones de la actividad sexual. Aparentemente, el matrimonio es la

supervivencia de un tiempo en que las relaciones sexuales dependieron

esencialmente de aquellas reglas. Un régimen de prohibiciones y de derogación

de la prohibición respecto de la actividad sexual, ¿se habría formado en todo su

rigor, si desde un principio no hubiera tenido más fin que el establecimiento

material de un hogar? Todo parece indicar que el juego de las relaciones se

contempla en esos reglamentos. De otro modo, ¿cómo explicar el movimiento

contra natura de la renuncia de los parientes cercanos? Se trata de un movimiento

extraordinario, que confunde la imaginación, de una especie de revolución interna

cuya intensidad debió de ser grande, puesto que el pavor embargaba los espíritus

con sólo pensar en un incumplimiento. Este es el movimiento que probablemente

está en el origen del potlatch de las mujeres, es decir, de la exogamia, del don

paradójico del objeto de la codicia. ¿Por qué se habría impuesto con tanta fuerza

—y en todas partes— una sanción, la de la prohibición, si no se hubiera opuesto a


un impulso difícil de vencer, como es el de la actividad genésica?

Recíprocamente, ¿no fue designado a la codicia el objeto de la prohibición por el

mero hecho de la prohibición? ¿No lo fue al menos al principio? Al ser la

prohibición de naturaleza sexual, parece que subrayó el valor sexual de su objeto.

O, más bien, dio un valor erótico a dicho objeto. Ahí está justamente lo que opone

el hombre al animal: el límite opuesto a la libre actividad otorgó un valor nuevo al

irresistible impulso animal. La relación entre el incesto y el valor obsesivo de la

sexualidad para el hombre no aparece tan fácilmente, pero este valor existe y

debe ciertamente vincularse con la existencia de las prohibiciones sexuales,

consideradas en general.

Este movimiento de reciprocidad me parece incluso esencial en el erotismo.

Siguiendo a Lévi-Strauss, también me parece que es el principio de las reglas de

intercambio ligadas a la prohibición del incesto. El vínculo entre el erotismo y estas

reglas es a menudo difícil de captar, porque estas últimas tienen como objeto el

matrimonio y, como dije antes, el matrimonio y el erotismo a menudo se oponen.

El aspecto de asociación económica, con miras a la reproducción, ha llegado a ser

el aspecto dominante del matrimonio. Ahí donde funcionan las reglas del

matrimonio pueden haber tenido como primer objeto el curso entero de la vida

sexual, pero finalmente ya no parece que tengan otro sentido que el reparto de las

riquezas. Las mujeres han ido tomando el sentido restringido de su fecundidad y

de su trabajo.

Pero esta evolución contradictoria estaba dada de antemano. La vida

erótica no pudo ser regulada más que durante un tiempo. Las reglas al final

tuvieron como resultado expulsar al erotismo fuera de las reglas. Una vez
disociado el erotismo del matrimonio, éste cobró un sentido ante todo material,

cuya importancia subraya con razón Lévi-Strauss: las reglas que apuntaban al

reparto de las mujeres-objeto de codicia fueron las que aseguraron el reparto de

las mujeres-fuerza de trabajo.

Las propuestas de Lévi-Strauss sólo muestran un aspecto particular

del paso del animal al hombre, que hay que considerar en su


conjunto
La doctrina de Lévi-Strauss parece responder —con inesperada precisión—

a las principales cuestiones planteadas por los extraños aspectos que la

prohibición del incesto suele tener en las sociedades primitivas.

No obstante, la ambigüedad de la que hablé restringe, si bien no su alcance

lejano, al menos su sentido inmediato. Lo esencial aparece como una actividad de

intercambios, un «hecho social total», en el que está en juego la totalidad de la

vida. A pesar de ello, la explicación económica sigue, por así decirlo, de principio a

fin, como si pudiera mantenerse sola. No es ni mucho menos mi intención

oponerme en principio. Pero de entrada, la actividad económica, y no las

determinaciones de la historia, se da como base de las reglas del incesto.

Concedo que el autor, si bien no explícito el aspecto contrario, hizo él mismo las

reservas necesarias. Mas queda por observar desde cierta lejanía la totalidad

reorganizándose. El propio Lévi-Strauss sintió la necesidad de una visión de

conjunto: la ofrece en las últimas páginas del libro, pero allí no podemos encontrar

más que una indicación. Lleva el análisis del aspecto aislado con una especie de

perfección, pero el aspecto global en el que se inserta este aspecto aislado


permanece simplemente esbozado. Puede deberse al horror por la filosofía que

reina, sin duda por buenos motivos, en el mundo del saber.27

Sin embargo me

parece difícil abordar el paso de la naturaleza a la cultura ateniéndose a los límites

de la ciencia objetiva, que aísla y abstrae sus visiones. Sin duda, el interés por

estos límites se advierte en el hecho de hablar, no de la animalidad, sino de la

naturaleza, no del hombre, sino de la cultura. Lo cual implica ir de una visión

abstracta a otra, excluyendo el momento en que la totalidad del ser está

involucrada en un cambio. Me parece difícil captar esta totalidad en un estado, o

en estados numerados sucesivamente; y el cambio dado con el advenimiento del

hombre no puede aislarse del devenir del ser en general, de lo que está en juego

si el hombre y la animalidad se oponen en un desgarramiento que expone la

totalidad del ser desgarrado. En otras palabras, no podemos* aprehender al ser

más que en la historia: en los cambios, en los pasos de un estado a otro, no en los

estados sucesivos considerados aisladamente. Al hablar de naturaleza, de cultura, Lévi-


Strauss yuxtapuso abstracciones; mientras que fel paso del animal al hombre

implica no sólo los estados formales sino el movimiento en el que se opusieron.

La especificidad humana
Pese a la remota fecha del acontecimiento, la oposición entre el animal y el

hombre se revela evidentemente con la aparición del trabajo, de ciertas

prohibiciones aprehensibles histórica aunque subjetivamente, así como de


permanentes repugnancias y de náuseas invencibles. Postulo un hecho poco

cuestionable: el hombre es el animal que no acepta simplemente, que niega lo que

la naturaleza le da. Así cambia al mundo exterior natural, extrae de él

herramientas y objetos fabricados que componen un mundo nuevo, el mundo

humano. Paralelamente el hombre se niega a sí mismo, se educa, rehúsa por

ejemplo dar a la satisfacción de sus necesidades animales el libre curso al que el

animal no ponía trabas. También es preciso conceder que las dos negaciones que

hace el hombre están ligadas, la negación del mundo dado y la de su propia

animalidad. No nos atañe dar prioridad a una u otra, investigar si la educación

(que aparece en forma de prohibiciones religiosas) es consecuencia del trabajo, o

si el trabajo es consecuencia de una mutación moral. Pero en cuanto aparece el

hombre, hay por un lado trabajo y por otro negación mediante prohibiciones de la

animalidad del hombre.

El hombre niega esencialmente sus necesidades animales, y a este punto

se refirieron en su mayoría las prohibiciones, cuya universalidad es tan llamativa y

que en apariencia son tan obvias que nunca se mencionan. Bien es cierto que la

etnografía trata del tabú de la sangre menstrual, volveremos sobre ello, pero en

rigor sólo la Biblia da una forma particular (la de la prohibición de la desnudez) a la

prohibición general de la obscenidad, al decir que Adán y Eva supieron que

estaban desnudos. Pero nadie habla del horror de los excreta, que es un horror

esencialmente propio del hombre. Las prescripciones que atañen a nuestros

excrementos no son objeto, por parte de los adultos, de ninguna reflexión y ni

siquiera se citan entre los tabúes. Existe, pues, una modalidad del paso del animal

al hombre tan radicalmente negativa que nadie habla de ella. No la consideramos


como una de las prohibiciones religiosas del hombre, aun cuando entre éstas

incluimos los tabúes más absurdos. Sobre este punto, la negación es tan perfecta

que consideramos inoportuno descubrir y afirmar que ahí hay algo digno de

atención.

Para simplificar, no hablaré ahora del tercer aspecto de la especificidad

humana, que atañe al conocimiento de la muerte: sólo recordaré a este propósito

que este concepto, poco discutible, del paso del animal al hombre es en principio

el de Hegel. No obstante, Hegel, que insiste en el primer y en el tercer aspecto,

evita el segundo, obedeciendo él mismo (al no hablar de ellas) las mismas prohibiciones
perdurables que todos acatamos. Es menos grave de lo que parece

en un primer momento, pues esas formas elementales de la negación de la

animalidad vuelven a encontrarse en formas más complejas. Pero tratándose

precisamente del incesto, podemos dudar que sea razonable soslayar la banal

prohibición de la obscenidad.

La variabilidad de las reglas del incesto y el carácter generalmente

variable de los objetos de la prohibición sexual


¿Cómo podríamos incluso dejar de definir el incesto a partir de ahí? No

podemos decir: «esto» es obsceno. La obscenidad es una relación. No hay

«obscenidad» como hay «fuego» o «sangre» sino como hay, por ejemplo, «ultraje

al pudor». Esto es obsceno si alguien lo ve y lo dice, no es exactamente un objeto,

sino una relación entre un objeto y la mente de una persona. En este sentido,

podemos definir situaciones tales en las que determinados aspectos sean o al

menos parezcan obscenos. Estas situaciones son por lo demás inestables,


siempre suponen elementos mal definidos, o si tienen alguna estabilidad, ésta no

deja de ser arbitraria. Asimismo, los arreglos con las necesidades de la vida son

numerosos. El incesto es una de estas situaciones que sólo existen,

arbitrariamente, en la mente de los seres humanos.

Esta representación es tan necesaria, tan poco evitable, que si no

pudiéramos alegar la universalidad del incesto, no podríamos mostrar fácilmente el

carácter universal de la prohibición de la obscenidad. El incesto es el primer

testimonio de la conexión fundamental entre el hombre y la negación de la

sensualidad, o de la animalidad carnal.

El hombre nunca consiguió excluir la sexualidad más que de forma

superficial o por falta de vigor individual. Incluso los santos tienen al menos

tentaciones. Contra esto no podemos hacer nada más que reservar ámbitos en los

que la actividad sexual no tenga cabida. Así es como hay lugares, circunstancias,

personas reservadas: todos los aspectos de la sexualidad son obscenos en dichos

lugares, en esas circunstancias o en relación con esas personas. Estos aspectos,

así como los lugares, circunstancias y personas, son variables y siempre

arbitrariamente definidos. Así, la desnudez no es obscena en sí: ha llegado a serlo

en casi todas partes, pero de forma desigual. De lo que habla el Génesis, por un

deslizamiento de lenguaje, es de la desnudez, vinculando al paso del animal al

hombre el nacimiento del pudor, que no es, dicho con otras palabras, más que el

sentimiento de la obscenidad. Pero lo que ofendía el pudor a principios de nuestro

siglo ya no choca hoy, o choca menos. La relativa desnudez de las bañistas es

aún chocante en las playas españolas, mas no en las playas francesas: pero en

una ciudad, incluso en Francia, el traje de baño desagrada a mucha gente.


Asimismo el escote, incorrecto al mediodía, es correcto por la noche. Y la

desnudez más íntima no es obscena en la consulta de un médico.

En las mismas condiciones, las reservas con relación a las personas son

inestables. En principio, limitan a las relaciones del padre y de la madre y a la

inexcusable vida conyugal, los contactos sexuales de las personas que conviven.

Pero al igual que las prohibiciones que atañen a los aspectos, las circunstancias y

los lugares, estos límites son muy inciertos y muy variables. En primer lugar, la

expresión «que conviven» sólo es admisible con una condición: que no se precise

de ningún modo. Volvemos a encontrar, en este campo, tanta arbitrariedad —y

tanto acomodo— como cuando tomamos por objeto la desnudez. Hay que insistir

en particular en la influencia del bienestar. El desarrollo de Lévi-Strauss expone

con bastante claridad el papel que éste juega. El límite arbitrario entre parientes

permitidos y parientes prohibidos varía en función de la necesidad de asegurar

circuitos de intercambios. Cuando estos circuitos organizados dejan de ser útiles,

se reduce la situación incestuosa. Si ya no está en juego la utilidad, los hombres

terminan por desentenderse de los obstáculos cuya arbitrariedad se ha vuelto

chocante. En contrapartida, el sentido general de la prohibición sale reforzado en

función de su carácter estabilizado: su valor intrínseco se hace entonces más

patente. Cada vez que es conveniente, por lo demás, el límite puede ampliarse de

nuevo: así ocurría en los procesos de divorcio de la Edad Media, en que teóricos

incestos, sin relación con el uso, servían de pretexto para la disolución legal de

matrimonios entre príncipes. De cualquier modo, siempre se trata de oponer al

desorden animal el principio de la humanidad cabal: a ésta le ocurre un poco lo

que a la dama inglesa de la época victoriana, que simulaba creer que la carne y la
animalidad no existían. La plena humanidad social excluye radicalmente el

desorden de los sentidos; niega su principio natural, rechaza lo dado y sólo admite

el espacio de una casa ordenada, arreglada, a través de la cual se desplazan

respetables personas, al mismo tiempo ingenuas e inviolables, tiernas e

inaccesibles. En este símil no sólo se da el límite que establece la reserva de la

madre respecto al hijo o de la hija respecto al padre: es generalmente la imagen

—o el santuario—, de esta humanidad asexuada, la que levanta sus valores fuera

del alcance de la violencia y de la inmundicia de las pasiones.

La esencia del hombre se da en la prohibición del incesto y en el


don

de las mujeres, que es la consecuencia


Volvamos al hecho de que estas consideraciones no se oponen en absoluto

a la teoría de Lévi-Strauss. La idea de una negación extrema (en el extremo de lo

posible) de la animalidad carnal se sitúa incluso de forma indefectible en la

confluencia de las dos vías en que se adentró Lévi-Strauss, en que, más

precisamente, se adentró el propio matrimonio.

En un sentido, el matrimonio aúna el interés y la pureza, la sensualidad y la

prohibición de la sensualidad, la generosidad y la avaricia. Pero sobre todo su

movimiento inicial lo sitúa en el extremo opuesto, el del don. Lévi-Strauss arrojó

plena luz en este punto. Analizó de tal manera estos movimientos que, en sus

conceptos, vemos claramente lo que es la esencia del don: el don es en sí la

renuncia, es la prohibición del goce animal, del goce inmediato y sin reserva. El

caso es que el matrimonio no es tanto asunto de los cónyuges como del


«donador» de la mujer, del hombre (padre, hermano) que podía haber gozado

libremente de esa mujer (su hija, su hermana) y que la da. El don que hace de ella

tal vez sea el sustitutivo del acto sexual, pero de todos modos la exuberancia del

don tiene un sentido cercano —el de un gasto de recursos— al del propio acto.

Mas la renuncia, fundada en la prohibición y que permitió esta forma de gasto, es

lo único que posibilitó el don. Aun cuando, como el acto sexual, el don alivia, ya no

es en ninguna medida del modo en que la animalidad se libera: y la esencia de la

humanidad radica en esta superación. La renuncia del pariente cercano —la

reserva del que se prohíbe aquello mismo que le pertenece— define la actitud

humana, contrapuesta a la voracidad animal. Subraya recíprocamente, como dije

antes, el valor seductor de su objeto. Pero contribuye a crear el mundo humano

donde el respeto, la dificultad y la reserva prevalecen sobre la violencia. Es el

complemento del erotismo, donde el objeto prometido a la codicia adquiere un

valor más fuerte. No habría erotismo si no existiera como contrapartida un respeto

por los valores prohibidos. (No habría pleno respeto si la desviación erótica no

fuera posible y seductora.)

Sin duda, el respeto no es más que el rodeo de la violencia. Por un lado, el

respeto constituye el ámbito en que se prohíbe la violencia; por otro, abre a la

violencia una posibilidad de irrupción incongruente en unos ámbitos en que ya

dejó de ser admitida. La prohibición no suprime la violencia de la actividad sexual,

sino que abre al hombre disciplinado una puerta a la que no puede acceder la

animalidad, la de la transgresión de la regla.

El momento de la transgresión (o del erotismo libre) por una parte, y por

otra la existencia de un ámbito en que la sensualidad no es aceptable son los


aspectos extremos de una realidad en la que abundan las formas intermedias. El

acto sexual no suele tener el sentido de un crimen, y el lugar en que sólo los

maridos llegados de fuera pueden tocar a las mujeres del país corresponde a una

situación muy antigua. En general, el erotismo moderado es objeto de tolerancia, y

la condena de la sexualidad, aun cuando parece rigurosa, se ciñe a las

apariencias, siendo admitida la transgresión siempre que ésta no se dé a conocer.

Sin embargo, sólo los extremos tienen pleno sentido. Lo que importa,

esencialmente, es que existe un ámbito, por limitado que sea, donde el aspecto

erótico es impensable, y momentos de transgresión en que, como contrapartida, el

erotismo tiene el valor de una inversión radical.

Esta oposición extrema sería por lo demás inconcebible si no recordáramos

el cambio incesante de las situaciones. Así, la parte del don en el matrimonio (puesto que
el don se vincula a la fiesta, y que el objeto del don siempre es el lujo,

la exuberancia, la desmesura) subraya un aspecto de la transgresión ligado al

tumulto de la fiesta. Pero este aspecto ciertamente se ha desdibujado. El

matrimonio es un compromiso entre la actividad sexual y el respeto. Tiene cada

vez más el sentido de este último. El momento del casamiento, el paso, ha

conservado algo de la transgresión que es en principio. Pero la vida conyugal se

difumina en el mundo de las madres y de las hermanas y neutraliza de algún

modo los excesos de la actividad genésica. En este movimiento, la pureza,

fundada en la prohibición —la pureza que es propia de la madre, de la hermana—,

se transfiere poco a poco, en parte, a la esposa convertida en madre. Así el

estado matrimonial reserva la posibilidad de proseguir una vida humana en el

respeto de las prohibiciones opuestas a la libre satisfacción de las necesidades

animales.
Estudio V

Mística y sensualidad*

De la amplitud de miras moderna de los cristianos al «miedo a lo

sexual»
Los que se interesan, de cerca o de lejos, por los problemas planteados por

la posibilidad última de la vida que es la experiencia mística conocen la excelente

revista que, bajo el nombre de Études carmélitaines, dirige un carmelita descalzo,

el padre Bruno de Sainte-Marie. Esta revista publica de vez en cuando

«volúmenes fuera de serie», como el que ahora se dedica a la cuestión candente

de las relaciones entre «mística y continencia».1

No hay mejor ejemplo de la amplitud de miras, de la mente abierta y de la

solidez en la información que caracterizan los trabajos publicados por los

carmelitas. No es en absoluto una publicación minoritaria, sino una recopilación a

la que, con ocasión de un «congreso internacional», contribuyeron sabios de todas

las tendencias. Israelitas, ortodoxos y protestantes fueron invitados a presentar

sus puntos de vista; y sobre todo se concedió un lugar destacado a historiadores

de las religiones y a psicoanalistas ajenos en parte a las prácticas religiosas.

El tema de este trabajo requería sin duda semejante amplitud de miras:

exposiciones monocordes, exclusivamente católicas, obra de autores ligados a la

continencia por sus votos, hubieran podido dar un sentimiento de malestar. Sólo

se hubieran dirigido directamente a un público de monjes y sacerdotes, anclados


en su posición inmutable. Los trabajos publicados por los carmelitas se distinguen

por el contrario por una decidida voluntad de mirar las cosas de frente y de ir

■* Este Estudio retoma dos artículos publicados en la revista Critique, número 60,

agosto-septiembre de 1952. Es un trabajo sobre la obra Mystique et con tinence. Travaux

du VU""" Congres International d'Avon, Edit. Desclées de Bronrwer, 1952.

intrépidamente hasta el fondo de los problemas más graves. Aparentemente,

desde la posición católica a la de Freud había un largo trecho que recorrer: es

notable ver que hoy unos religiosos invitan a psicoanalistas para hablar de la

continencia cristiana.

Siento un movimiento de simpatía ante tan patente lealtad: más de simpatía

que de sorpresa, por otra parte. Nada, en efecto, en la actitud cristiana, incita a

enjuiciar superficialmente la verdad sexual. Sin embargo tengo que expresar una

duda respecto del alcance de la posición implicada en el volumen de Études

carmélitaines. En estas materias, dudo que la sangre fría represente el mejor

modo de acercamiento al problema. Parece que, esencialmente, los religiosos

habían querido mostrar que el miedo a la sexualidad no era el motor de la práctica

cristiana de la continencia. En la encuesta propuesta previamente al libro, el P.

Bruno de Sainte-Marie se expresa de la siguiente manera: «Sin ignorar que pueda

ser una liberación vertiginosa, ¿no se practicará la continencia por miedo a lo

sexual?...»

En el artículo que encabeza la obra, escrito por el padre Philippe de la

Trinité, leemos: «A la pregunta hecha por el P. Bruno: ¿Se aconseja la continencia


por miedo a la sexualidad?, el teólogo católico debe responder no».

Y más

adelante: «La continencia no se aconseja por miedo a la sexualidad. —De eso no

cabe la menor duda».

No discutiré el grado de exactitud que entraña esta firme

contestación, que da el tono de la actitud de los religiosos. Lo que de todos modos

me parece discutible es la noción de sexualidad inherente a esta ausencia de

miedo. Intentaré examinar aquí el problema (que, a primera vista, cabe considerar

ajeno a las preocupaciones dominantes del libro) de saber si el miedo,

precisamente, no es lo que funda lo «sexual»; y si la relación de lo «místico» y de

lo «sexual» no procede de este carácter abismal, de esta oscuridad angustiosa,

que pertenece por igual a ambos campos.

El carácter sagrado de la sexualidad y la pretendida especificidad

sexual de la vida mística


En un Estudio de sumo interés,5

el P. Louis Beirnaert, considerando la

semejanza que el lenguaje de los místicos introduce entre la experiencia del amor

divino y la de la sensualidad, subraya «la aptitud de la unión sexual para

simbolizar una unión superior». Se limita a recordar, sin insistir, el horror del que

es objeto la sexualidad en principio: «Somos nosotros», dice, «los que, con

nuestra mentalidad científica y técnica, hemos hecho de la unión sexual una


realidad puramente biológica...». A sus ojos, si la unión sexual posee la virtud de

expresar «la unión del Dios trascendente y de la humanidad», es porque «ya tenía

en la experiencia humana una aptitud intrínseca para significar un acontecimiento

sagrado». «La fenomenología de las religiones nos enseña que la sexualidad

humana es directamente significativa de lo sagrado.» La decisión de llamarla «significativa


de lo sagrado» se opone, a los ojos del P. Beirnaert, a la «realidad

puramente biológica» del acto genital. Lo cierto es que el mundo sagrado sólo

adoptó tardíamente el sentido unilateralmente elevado que tiene para los

religiosos modernos. En la Antigüedad clásica seguía teniendo un sentido dudoso.

Aparentemente, para el cristiano, lo que es sagrado es forzosamente puro,

quedando lo impuro del lado profano. Pero para el pagano lo sagrado podía

igualmente ser lo inmundo.

Y, bien mirado, hay que decir enseguida que Satán,

en el cristianismo, permanece bastante próximo a lo divino, y que el pecado

mismo no podría considerarse radicalmente ajeno a lo sagrado. El pecado es

originariamente una prohibición religiosa y la prohibición religiosa del paganismo

es precisamente lo sagrado. Al sentimiento de horror inspirado por lo prohibido se

siguen vinculando el temor y el temblor de los que el hombre moderno no puede

librarse frente a lo que para él es sagrado. En el caso presente, creo que no se

puede, sin caer en alguna deformación, concluir: «El simbolismo conyugal de

nuestros místicos no tiene, pues, significación sexual. Más bien es la unión sexual

la que ya de por sí tiene un sentido que la supera». ¿Que la supera? Esto

significa: que niega su horror, ligado a la fangosa realidad.

Para entendernos. Nada más lejos de mi pensamiento que una


interpretación sexual de la vida mística, como la que han sostenido Marie

Bonaparte y James Leuba. Si bien, de algún modo, la efusión mística es

comparable con los movimientos de la voluptuosidad física, es una simplificación

afirmar, como hace Leuba, que las delicias de las que hablan los contemplativos

siempre implican un cierto grado de actividad de los órganos sexuales.

Marie

Bonaparte se apoya en un pasaje de santa Teresa: «Veíale en las manos un

dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me

parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba hasta las entrañas.

Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor

grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos; y tan

excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que

se quite... No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el

cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios,

que suplico yo a su bondad le dé a gustar a quien pensare que miento». Concluye

Marie Bonaparte: «Tal es la célebre transverberación de Teresa, que quiero

comparar con una confesión que me hizo antaño una amiga. Había perdido la fe,

pero a la edad de quince años había sufrido una crisis mística intensa y había

querido hacerse monja —y recordaba que un día, arrodillada ante el altar, había

sentido tan sobrenaturales delicias que había creído que Dios mismo descendía

en ella—. Sólo más tarde, después de entregarse a un hombre, reconoció que

aquel descenso de Dios en ella había sido un violento orgasmo venéreo. La casta

Teresa nunca tuvo ocasión de hacer tal comparación, que no obstante parece
imponerse también para su transverberación». «Tales consideraciones», precisa

el doctor Parcheminey, «llevan a la tesis según la cual toda experiencia mística no

es más que una transposición de la sexualidad y por consiguiente un

comportamiento neurótico.» Verdaderamente, sería difícil probar que la


«transverberación» de Teresa no justifica la comparación propuesta por Marie

Bonaparte. Nada, evidentemente, permite afirmar que no fue un violento orgasmo

venéreo. Pero es improbable. En efecto, Marie Bonaparte soslaya el hecho de que

la experiencia de la contemplación se ha vinculado desde muy temprano con la

conciencia más atenta respecto a las relaciones entre el gozo espiritual y la

emoción de los sentidos. «En contra de lo que afirma Leuba», dice el P. Beirnaert,

«los místicos tuvieron perfecta conciencia de los movimientos sensibles que

acompañaban su experiencia. San Buenaventura habla de los que "in spiritualibus

affectionibus carneáis fluxus liquore macu-lantuf”. Santa Teresa y san Juan de la

Cruz hablan explícitamente de ello... Pero se trata de algo que ellos consideran

extrínseco a su experiencia; cuando les alcanza esta emoción, no se apegan a ella

y la miran sin temor ni miedo... Por su lado, la psicología contemporánea ha

demostrado que los movimientos sexuales orgánicos son a menudo la causa de

una poderosa emoción que se expresa por todas las vías posibles. Coincide así

con la noción de "redundando." que le es familiar a san Juan de la Cruz.

Señalemos por fin que tales movimientos, que ocurren en el inicio de la vida

mística, no persisten en etapas superiores, particularmente en el desposorio

espiritual. O sea, que la existencia de movimientos sensibles en el transcurso del

éxtasis no significa en absoluto la especificidad sexual de la experiencia». Esta

aclaración tal vez no responda a cada una de las preguntas que quepa hacerse,

pero distingue atinadamente unos campos cuyos caracteres fundamentales no


podían discernir los psicoanalistas, ajenos tal vez a toda experiencia religiosa, y

que en todo caso no habían tenido vida mística.

Hay similitudes flagrantes, o incluso equivalencias e intercambios, entre los

sistemas de efusión erótica y mística. Pero estas relaciones sólo pueden aparecer

con suficiente claridad a partir del conocimiento experimental de las dos clases de

emoción. Los psiquiatras, es cierto, van expresamente más allá de la experiencia

personal en la medida en que observan a enfermos, cuyos extravíos no pueden

experimentar íntimamente. En realidad, al juzgar la vida mística sin haberla

conocido, reaccionan como ante sus enfermos. El resultado es inevitable: un

comportamiento externo a su propia experiencia se presenta a sus ojos como

anormal a priori; hay identidad entre el derecho a juzgar desde fuera que se

otorgan y la atribución de un carácter patológico. Hay que añadir que los estados

místicos que se manifiestan por trastornos equívocos son al mismo tiempo los más

fáciles de reconocer y los que más de cerca se asemejan a la fiebre sensual.

Conducen, pues, a la asimilación superficial del misticismo y de una exaltación

enfermiza. Pero los dolores más profundos son los que no se manifiestan con

gritos, y así ocurre con aquella experiencia interior de las lejanías posibles del ser

que es la mística: a la experiencia avanzada ya no responden momentos

«sensacionales». Prácticamente, los estados que hubieran disuadido a los

psiquiatras de un juicio precipitado no entran en el campo de su experiencia, sólo

los conocemos en la medida en que los experimentamos personalmente. Las

descripciones de los grandes místicos podrían en principio paliar la ignorancia,

pero estas descripciones desconciertan en razón de su sencillez misma, no ofrecen nada


que se aproxime a los síntomas de los neurópatas o a los gritos de
los místicos «transverberados». No sólo dejan poco lugar a la interpretación de los

psiquiatras, sino que sus imperceptibles signos suelen escapar a la atención de

éstos. Si queremos determinar el punto en que se ilumina la relación entre el

erotismo y la espiritualidad mística, debemos volver a la visión interior, de la que

prácticamente sólo parten los religiosos.

La moral de la muerte de sí mismo y su diferencia con la moral


común
No todos los religiosos que hablan de la mística han experimentado

exactamente aquello de lo que hablan, pero, como dice un colaborador del libro,9

la mística (por supuesto la que la Iglesia considera la única auténtica...) «es

constitutiva de toda vida cristiana». «Vivir cristianamente y vivir místicamente son

dos expresiones equivalentes» y «todos los elementos que distinguimos en los

estados más elevados ya se [hallan] activos en aquellos que pueden llamarse

inferiores». Es cierto que los religiosos no han sabido, a mi juicio, determinar

exactamente cuál es el punto en que todo se ilumina. Como ya indiqué, parten de

conceptos confusos sobre la sexualidad y lo sagrado. Pero la desviación

provocada por lo que a mi juicio es erróneo no es tan grave, y, en todo caso,

merece seguirse esta vía, pues al menos se acerca a la luz.

Los puntos de vista del P. Tesson no siempre me parecen satisfactorios,

pero son profundos, y confío en que pronto se aclaren las razones por las que

parto de ellos. El P. Tesson insiste en que, en materia de estados místicos, la

moral es lo que decide. «Lo que nos permitirá discernir algo del valor religioso y

místico de un hombre es», según dice, «el valor de su vida moral.» «La moral
juzga y guía la vida mística.»10

Hay que señalar un hecho notable: el P. Tesson,

que hace de la moral el principio soberano de la vida mística, lejos de denostar la

sensualidad, subraya su conformidad con los designios de Dios. Según él, «dos

fuerzas de atracción nos atraen hacia Dios»: una, la sexualidad, «está inscrita en

nuestra naturaleza», y la otra es la mística «que viene de Cristo». Ciertos

«desacuerdos contingentes pueden oponer estas dos fuerzas: pero estos

desacuerdos no pueden hacer que entre ambas no exista un acuerdo profundo».

El P. Tesson ejerce de intérprete de la doctrina de la Iglesia al decir que el

«ejercicio de la sexualidad genital», permitido solamente dentro del matrimonio, no

es «ni un pecado permitido, ni un gesto de valor mediocre, apenas tolerado a

causa de la debilidad humana». En los límites del matrimonio, los gestos carnales

forman «parte de las muestras de amor que se dan mutuamente un hombre y una

mujer que se han unido para toda la vida y aun más allá». «Quiso Cristo hacer del

matrimonio entre cristianos un sacramento y santificar con una gracia especial la

vida matrimonial.» Nada se opone, pues, a que estos gestos, «realizados en

estado de gracia», sean «meritorios». La unión es tanto más «humanizada» cuanto que
da su verdad a un amor «electivo» y exclusivo. Más aún, «nada se

opone a que una vida conyugal que incluya los gestos de los que hablamos

participe de una vida mística profunda e incluso de una vida de santidad».

Tales consideraciones, cuyo sentido e interés son indiscutibles, deben

considerarse sin embargo, desde un primer momento, incompletas. No pueden

contrarrestar el hecho de que entre sensualidad y mística existe un conflicto

secular cuyos aspectos álgidos no han merecido probablemente la atención de los

autores del libro más que con vistas a restringir su alcance.


Mencionaré de paso que el autor no deja de advertir que sea posible cierta

confusión en esta tendencia abierta en materia de vida sexual, confusión de la que

da testimonio el mismo libro al cual contribuye. Según señala, «En publicaciones

recientes se ha repetido mucho que la unión sexual entre esposos era el acto de

amor más grande. En realidad, si el uso común de la actividad carnal es una

expresión de amor de profunda resonancia emotiva y vital, otras manifestaciones

muestran mejor el carácter voluntario y espiritual del amor, que es preciso

acentuar cada vez más». Recuerda a este propósito la ley evangélica, que

concierne también a los que eligen la vida matrimonial: «para alcanzar la vida

divina, hay que pasar por la muerte».

Por lo demás, esto remite, en principio, a la moral formulada por el P.

Tesson, «que juzga y guía la vida mística». En efecto, esta moral, cuyos rasgos

esenciales no proceden ni de la oposición a la sexualidad, ni de las necesidades

de la vida (temas solidarios), parece vincularse a la propuesta fundamental: «para

vivir de la vida divina, hay que morir». Así esta moral se fundamenta de una

manera positiva en un valor, la vida divina; no se limita negativamente a los

preceptos esenciales que sólo aseguran el mantenimiento de la vida dada. La

observación de estos preceptos, sin la cual nada es posible, no puede fundar por

sí sola la vida divina. Sólo el amor es su verdad y su fuerza. Tal vez incluso no se

oponga directamente a los males que evitan los preceptos. La enfermedad a la

que está sujeta esta vida es más bien la gravedad paralizante, cuyas modalidades

se llaman «rutinas, exactitudes superficiales, farisaísmo legalista...». No por eso

deja la moral de estar ligada a la ley, que «la Iglesia... no puede en ningún

momento permitir que prescriba». Pero si se incumple la ley, el teólogo no debe


juzgar demasiado precipitadamente. Las «recientes investigaciones de la

psicología» han llamado la atención sobre «el estado de los que tienen una vida

interna bastante vigorosa, una aspiración profunda hacia la obediencia y hacia

Dios y que encuentran en sí mismos obstáculos y desequilibrios». «El

psicoanálisis nos ha revelado, en este campo, la considerable influencia de las

motivaciones inconscientes, a menudo enmascaradas bajo apariencias de

motivaciones voluntarias»; de modo que «una revisión seria de la psicología

moral» es imprescindible. «Los evidentes incumplimientos de las obligaciones

contraídas, por graves que sean, no son tal vez los que tienen más graves

consecuencias, ya que entonces las faltas se reconocen claramente como tales.

Lo más perjudicial para la vida espiritual es hundirse en la mediocridad o complacerse en


una satisfacción orgullosa; por lo demás la asociación de ambas

actitudes no se excluye en absoluto.» «Puesto que un hombre no es

necesariamente responsable, en el fuero de su conciencia, de los incumplimientos

de las prescripciones de la ley moral, hay que concluir que los incumplimientos de

este tipo, inadvertidos como tales o reconocidos, pero en todo caso sufridos y no

queridos, aparecerán en personas encaminadas en las vías de la perfección y de

la mística e incluso entre los santos.» Esta moral no está basada en la garantía de

la vida social e individual que nos dan los «preceptos principales», sino en la

pasión mística, que lleva al hombre, con miras a una vida divina, a morir para sí.

Lo que esta moral condena es la gravedad que frena este movimiento: el profundo

apego a uno mismo que se manifiesta en la satisfacción, el orgullo y la

mediocridad. La propuesta del P. Tesson, según la cual «la moral juzga y guía la

vida mística», podría invertirse, y podríamos decir de igual modo: «la mística juzga

y guía la vida moral». Así, como además es obvio, la moral no puede ligarse al
mantenimiento de la vida, sino que exige su desarrollo.

Estuve a punto de precisar: exige al contrario. Pues se dijo que teníamos

que morir para vivir...

El instante presente y la muerte en el «vuelo nupcial» y en la vida


del

religioso
El vínculo entre la vida y la muerte tiene múltiples aspectos. Este vínculo

también se manifiesta en la experiencia sexual y en la mística. El P. Tesson

insiste, como lo hace de forma general el libro de los carmelitas, en el acuerdo

entre la sexualidad y la vida. Mas, de cualquier modo que se la considere, nunca

se admite la sexualidad humana más que dentro de unos límites fuera de los

cuales está prohibida. Hay en fin, en todas partes, un movimiento de la sexualidad

en que entra en juego lo inmundo. Entonces ya no se trata de sexualidad benéfica

«querida por Dios», sino de maldición y de muerte. La sexualidad benéfica es

cercana a la sexualidad animal, al contrario del erotismo que es propio del hombre

y que sólo es genital en su origen. El erotismo, estéril en principio, representa el

Mal y lo diabólico. Por este lado se ordena la relación última —y la más

significativa— de la sexualidad y de la mística. En la vida de los creyentes y de los

religiosos, cuyos desequilibrios no son infrecuentes, la seducción no suele tener

por objeto lo genital sino lo erótico. Tal es la verdad que resalta en las imágenes

asociadas a la tentación de san Antonio. Lo que obsesiona al religioso en la

tentación, es en realidad aquello que le da miedo. En su deseo de morir para sí se

traduce su aspiración a la vida divina; a partir de ahí empieza una mutación


perpetua, donde cada elemento se transforma sin cesar en su contrario. La

muerte, que el religioso ha querido, se transforma para él en la vida divina. Se

opuso al orden genital que iba en el sentido de la vida, y vuelve a encontrar la seducción
bajo un aspecto que ahora tiene el sentido de la muerte. Pero la

maldición o la muerte, que la tentación de la sexualidad le propone, es también la

muerte considerada desde el punto de vista de la vida divina buscada en la muerte

de sí. Así la tentación tiene un doble valor de muerte. ¿Cómo no imaginar que su

movimiento conduce al religioso al «techo del templo», desde lo alto del cual el

que abriese los ojos plenamente sin sombra de miedo, percibiría la relación entre

todas las posibilidades opuestas?

Procuraré ahora describir lo que quizá se ve desde lo alto del «techo».

En primer lugar, enunciaré esta paradoja: ¿No se da ya en la naturaleza el

problema así planteado? La naturaleza mezcla la vida con la muerte en lo genital.

Veamos el caso extremo en el que la actividad sexual acarrea la muerte del animal

que engendra. Hablar de las intenciones de la naturaleza no deja de ser absurdo,

pero sin embargo los movimientos inevitables en que la vida es llevada al

despilfarro de su sustancia no son nunca simplemente tales intenciones. En el

momento mismo en que se prodiga sin limitación, la vida se da una finalidad

aparentemente contraria a esas pérdidas que asume con tanta fiebre. No se

entrega a excesivos gastos más que en la medida en que tiende hacia un

crecimiento. Tanto si se trata de la planta como del animal, el lujo de las flores o

del apareamiento puede no ser lo que parece. Se da una apariencia de finalidad.

Sin duda, el esplendor de las flores y de los animales tiene poca utilidad en el

plano de la función a la que, groseramente, nuestra inteligencia lo remite. Se diría

una superchería inmensa. Como si, partiendo del tema de la reproducción, se


liberase un caudal desordenado, ajeno a sus fines. Por ciego que nos parezca su

movimiento, la vida no hubiera podido sin pretexto dar libre curso a la fiesta que

lleva en sí. Como si el inmenso desbordamiento hubiera necesitado una coartada.

Estas consideraciones no pueden tenerse por satisfactorias. Además nos

llevan a un terreno en el que nunca avanzó la reflexión humana más que con una

inadmisible ligereza. Las cosas eran tan obvias que se impusieron las

simplificaciones de Schopenhauer: los movimientos de la sexualidad sólo tenían

un sentido, los fines que a través de ellos se proponía la naturaleza. Nadie se paró

a pensar en el hecho de que la «naturaleza» procedía de forma insensata.

Resulta imposible examinar en toda su amplitud un problema cuyos datos

suscitan mi ironía. Me limito a dar a entender hasta qué punto la vida, que es

exuberante pérdida, está al mismo tiempo orientada por un movimiento contrario,

que exige su crecimiento.

No obstante, lo que gana al final es la pérdida. La reproducción no

multiplica la vida más que en vano, la multiplica para ofrecerla a la muerte, cuyos

estragos son lo único que se acrecienta cuando la vida intenta ciegamente

expandirse. Insisto en el despilfarro que se intensifica a pesar de la necesidad de

una realización en sentido contrario.

Volvamos al punto que me importa: el caso extremo en que el acto sexual

acarrea la muerte del animal. En esta experiencia, la vida mantiene el principio de su


crecimiento y no obstante se pierde. No podría encontrar un ejemplo más

perfecto de muerte de sí mismo. Mantengo la determinación de no limitarme al

modo de ver según el cual el animal estaría supeditado a un resultado. En este

caso, el movimiento del individuo supera demasiado un resultado que sólo tiene

sentido para la especie. Este resultado sólo asegura la repetición del movimiento
de una generación a la siguiente, pero la indiferencia ante el porvenir, la adhesión

fulgurante, y solar en cierto sentido, al instante no puede ser anulada, como lo

sería si nos limitáramos a aprehender en el instante lo que lo supedita a lo que

viene después. Nadie puede más que por sistema desconocer el morir para sí del

animal; y me parece que, al atribuir su muerte al interés de la especie, el

pensamiento humano simplifica groseramente el comportamiento del macho en el

momento del vuelo nupcial.

Volviendo al erotismo del hombre, para el religioso tentado tiene el sentido

que tendría para el zángano la muerte hacia la que vuela si, como hace el

religioso, el zángano pudiera decidir libremente y con plena conciencia de la

muerte que lo espera. El religioso no puede morir físicamente, pero puede perder

la vida divina a la que le consagra su deseo. Tal es, según la expresión del P.

Tesson, uno de esos «desacuerdos contingentes» que oponen sin cesar esas

«dos formas de atracción que nos atraen hacia Dios», una de las cuales, la

sexualidad, «está inscrita en nuestra naturaleza», siendo la otra la mística, «que

viene de Cristo». No podemos a mi juicio hablar claramente de la relación de estas

dos formas si no las tomamos en el momento de su mayor oposición, que también

es el de su más acusada similitud. ¿Hay entre ellas un «entendimiento profundo»?

Es posible, pero ¿lo captaríamos si estuvieran atenuados los caracteres que los

oponen, cuando estos caracteres son justamente al mismo tiempo aquello por lo

que se asemejan?

Según las palabras del P. Tesson, la vida divina exige que el que quiera

hallarla muera. Pero nadie piensa en una muerte que fuese pasivamente ausencia

de vida. Morir puede asumir el sentido activo de una conducta en que se soslayan
las prudencias que nos impone el miedo a la muerte. Los mismos animales tienen

reflejos de inmovilidad o de huida ante el peligro: estos reflejos atestiguan una

tendencia esencial que adquiere múltiples formas en los humanos. Vivir en el

instante, sin subordinarse más a la tendencia que rige estos reflejos, es morir para

sí, o al menos vivir familiarizado con la muerte. Cada hombre, de hecho, prolonga

a través de su vida el efecto de su apego a sí mismo. Se ve sin cesar obligado a la

acción con vistas a un resultado útil en el plano de la perduración del ser personal.

En la medida en que se entrega a la esclavitud del tiempo presente respecto del

futuro, es una persona infatuada, orgullosa y mediocre, alejada por el egoísmo de

la vida que el P. Tesson llama divina, y que de forma más imprecisa cabe llamar

más sagrada. Me parece que el P. Tesson dio una descripción de esta vida en la

fórmula: «para vivir de la vida divina, hay que morir». Más allá de la «mediocridad»

y del «orgullo», podemos entrever sin cesar, en efecto, la perspectiva de una

verdad angustiosa. La inmensidad de lo que es, esta inmensidad ininteligible —

ininteligible desde el punto de vista de la inteligencia que explica cada cosa por el acto, las
causas o la meta propuesta—, le atemoriza en la medida en que no hay

en ella ningún sitio para el ser limitado, que juzga al mundo según unos cálculos

en los que pone en relación consigo mismo —con sus puntos de vista mediocres y

orgullosos— fragmentos desprendidos de una totalidad donde éstos se pierden.

La inmensidad significa la muerte para aquel al que no obstante atrae: una

especie de vértigo o de horror sobrecoge al que pone frente a sí mismo —y frente

a la precariedad de sus puntos de vista egoístas— la profundidad infinitamente

presente, que es al mismo tiempo ausencia infinita. Como un animal amenazado

de muerte, los reflejos de inmovilidad estupefacta y de huida, intolerablemente

unidos entre sí, lo dejan clavado en esta actitud de hombre torturado que solemos
llamar la angustia. Pero el peligro que tan pronto inmoviliza como precipita al

animal en la huida viene de fuera, es real, es preciso, mientras que, en la angustia,

es el deseo de un objeto indefinible lo que provoca los reflejos de la animalidad

ante la muerte. El ser así amenazado de muerte evoca la situación del religioso

enfermizamente tentado por la posibilidad de un acto carnal, o, en el orden animal,

la del zángano que va a morir, no por la acción de un enemigo, sino por el mortal

empeño que lo precipita a plena luz hacia la reina. En cada caso, al menos, lo que

está en juego es la fulguración de un instante en que se desafía a la muerte.

La tentación del religioso y la delectación morosa


Hay un punto en el que nunca insistiremos lo bastante: la prohibición de la

sexualidad, que el religioso, libremente, lleva a su consecuencia extrema, crea

bajo la forma de la tentación un estado de cosas ciertamente anormal, pero donde

el sentido del erotismo no resulta tanto alterado como acusado. Si bien es

paradójico comparar la tentación del religioso con el vuelo nupcial —y deletéreo—

del zángano, la muerte no deja de ser el término de una y de otra, y del religioso

tentado puedo decir que es un zángano lúcido, que sabe que la muerte seguiría el

cumplimiento de su deseo. Habitualmente, obviamos este parecido, ya que, en la

especie humana, el acto sexual en principio nunca acarrea la muerte verdadera y

porque los religiosos son casi los únicos que ven en él la promesa de la muerte

moral. Sin embargo, el erotismo no alcanza su plenitud, no agota la posibilidad

que en él se abre más que con la condición de arrastrar alguna degradación cuyo

horror evoca la muerte puramente carnal.

Las diferencias mismas que oponen el zángano al religioso terminan de


precisar el sentido de su parecido y de señalar un carácter de las pasiones

sensuales que las emparenta con la mística (más íntimamente que una identidad

de vocabulario).

Ya dije que la lucidez del religioso se oponía a la ceguera del insecto, pero

esta diferencia se resume en la oposición entre el animal y el hombre: quisiera

plantear ahora una cuestión que se sale algo de este problema, del que es una forma
limitada. Quiero hablar de la resistencia del religioso, la cual, al no ser

propia del zángano, tampoco suele ser propia del ser humano (si bien es cierto

que la resistencia femenina es frecuente; pero, por más significativo que sea su

comportamiento, una mujer, si se resiste, a menudo no tiene conciencia clara de

sus motivos, se resiste por instinto, como las hembras de los animales: sólo el

religioso que la tentación atribula da al rechazo su significado pleno).

La porfía del religioso parte de la voluntad de mantener una vida espiritual,

que la caída afectaría mortalmente: el pecado de la carne pone fin al impulso del

alma hacia una inmediata libertad. Hemos visto que, para el P. Tesson como para

toda la Iglesia, «para vivir de la vida divina, hay que morir». Hay ahí una

ambigüedad de vocabulario: aparentemente la muerte que hace imposible la vida

divina es lo opuesto a aquella que es su condición. Pero este aspecto de oposición

no es lo último: se trata de todas formas de mantener la vida contra fuerzas

deletéreas; el problema del mantenimiento de la vida (de la vida real, material, so

capa de una verdad espiritual) no cambia sensiblemente si se trata de la vida del

alma. En principio, la vida destruida por el pecado tiene un valor elemental, el

Bien. La vida destruida por la vida divina tal vez sea el Mal. Pero la muerte

siempre destruye una realidad que pretendía durar. Si muero para mí, desprecio al

ser organizado para durar y crecer; lo mismo que si, por el pecado, destruyo en mí
la vida espiritual. En cada caso, lo que seduce (lo que fascina, lo que arrebata)

triunfa sobre un afán de organización duradera, sobre una decidida voluntad de

mayor poder. Cambia lo que resiste, sea el interés del individuo egoísta, sea la

organización de una vida religiosa. Pero lo que pone freno a la seducción

inmediata siempre es el afán de un porvenir, sórdido o no.

Como dijimos, el P. Tesson habla abiertamente de «estas dos formas de

atracción que nos atraen hacia Dios», la sexual, que viene de la naturaleza, y la

mística, de Cristo: Dios tiene (para mí) el sentido del elemento fulgurante que por

encima del afán de preservar —o de acrecentar— en el tiempo eleva la riqueza

poseída. Ciertos religiosos dirán que omito lo esencial: que en la tentación el

conflicto opone un objeto digno de amor a otro digno de horror. Esto no es justo, o

lo es de manera superficial. Insisto, al contrario, en un principio fundamental:

No hay en la tentación más que un objeto de atracción de orden sexual; el

elemento místico, que detiene al religioso tentado, ya no tiene en él «.fuerza,

actual», actúa en la medida en que el religioso, fiel a sí mismo, prefiere la

salvaguardia del equilibrio adquirido en la vida mística al delirio hacia el que la

tentación le hace resbalar. La particularidad de la tentación es que lo divino ha

dejado de ser sensible bajo su forma mística (ya sólo es inteligible). Lo divino

sensible en aquel instante es de orden sensual, demoníaco si se quiere, y este

demoníaco-divino, este divino-demoníaco propone lo mismo que el Dios hallado

en la experiencia mística mayor propone, y le propone más profundamente, puesto

que el religioso preferiría la muerte real a caer en la tentación. No ignoro las

perspectivas de satisfacción que la caída abriría al yo sórdido, pero el religioso

niega este yo que se aprovecharía de ello, o más bien presiente la íntima degradación, que
tal vez algún día sea pública, de este yo vinculado al orden y a
la Iglesia, en aras del cual renuncia al egoísmo primero: forma parte del principio

de este segundo yo el perderse en Dios, pero en la cima de la tentación, Dios ya

no tiene en el espíritu forma sensible, ya no tiene ese efecto vertiginoso que es su

esencia; al contrario, lo que aparece es el provecho del segundo yo, su valor

inteligible. Dios sigue contando, pero sólo bajo forma inteligible. Lo que gana es el

cálculo interesado y no el deseo ardiente.

Así la resistencia del religioso mantiene en el momento en que sufre la

tentación el sentido de un vértigo de la pérdida. El religioso que resiste está en

efecto en el estado del zángano que conociese el desenlace del impulso que lo

lleva hacia la reina.

Pero debido a su pavor —y al consiguiente rechazo— el objeto que atrae al

religioso ya no tiene el mismo sentido que la reina que lleva al insecto a la muerte

a plena luz: el objeto negado es a la vez odioso y deseable. Su atractivo sexual

tiene la plenitud de su esplendor, su belleza es tan grande que mantiene al

religioso en el arrobamiento. Pero este arrobamiento es en el mismo instante un

temblor: lo rodea un halo de muerte, que hace odiosa su belleza.

Este aspecto ambiguo de la tentación se revela claramente en la forma

prolongada de tentación a la que la Iglesia dio el nombre de «delectación

morosa».

En la delectación morosa, la belleza del objeto y su atractivo sexual han

desaparecido. Sólo subsiste su recuerdo bajo la apariencia del halo de muerte del

que hablo. El objeto es entonces menos un objeto que el entorno ligado a un

estado anímico, y es imposible decir si se trata de horror o de atracción, es un

sentimiento de muerte que atrae, mientras que el objeto de la sensualidad espanta


y se sale del campo de la conciencia. Por supuesto, la semejanza de la

delectación morosa con el vuelo nupcial es más lejana que la de la tentación. Sin

embargo, cabe aprehenderla a pesar de la impotencia, un poco cómica, de la

delectación: la delectación es, en cierto sentido, un impulso paralizado del vuelo

nupcial, que se mantiene, pero ahora en la oscuridad de una ceguera comparable

con la del animal, aun cuando se vuelve dolorosa. Es de hecho la forma de

conciliar el deseo de la salvación del alma con el de abismarse en las delicias

mortales de un abrazo amoroso. Pero el deseo de un objeto deseable es ahora el

de un objeto sin encanto natural; es el deseo ininteligible, inconsciente, de la

muerte, o al menos de la « condenación eterna ».

La sensualidad culpable y la muerte


El análisis de la delectación esclarece el tema, hasta ahí indescifrable, de la

sensualidad del hombre, que hay que aprehender bajo este aspecto para vislumbrar lo
que le une a la única experiencia pura, la de la mística. Creo que si

consideramos la sensualidad humana, como hacen los autores del libro de los

carmelitas, en su forma más elevada —querida por Dios, libre de las perversiones

que la han mancillado— lo que hacemos es alejarnos de la iluminación del

misticismo. La sensualidad limitada a sus aspectos lícitos disimula aquellos

aspectos mortales que aparecen en el vuelo del zángano o en la tentación del

religioso, y cuyo sentido más insólito se da en la delectación morosa.

Es cierto que la actividad genital «querida por Dios», limitada al matrimonio,

y más generalmente la sexualidad considerada como natural o normal, se opone

por una parte a unos extravíos contrarios a la naturaleza, y por otra a toda
experiencia juzgada culpable, cargada de pecados, y que tiene por ende un sabor

más áspero: el atractivo del fruto prohibido.

La mayoría de las veces, para un alma pura, el deseo sexual lícito sería

absolutamente puro. Puede ser, pero esta verdad parcial oculta una verdad

fundamental.

Pese a la reacción común que asocia un elemento de vergüenza a la

sexualidad, es racional y conforme al magisterio de la Iglesia inscribir la

sexualidad, como función, en el plano de la actividad necesaria. Hay en la unión

carnal un elemento elogiable de maravilla, opuesto como un contrario al elemento

de vergüenza del que hablo. La unión carnal es la plenitud y la forma más feliz de

la vida. No habría ninguna necesidad de acudir para hablar de ella al ejemplo del

zángano, donde representa, al mismo tiempo que una cima, un desenlace fúnebre.

Sin embargo, de entrada, ciertos aspectos de la sexualidad incitan a la

desconfianza. Popularmente, el orgasmo lleva el nombre de «muerte chiquita».

Las reacciones de las mujeres son comparables en su principio a las de las

hembras, que intentan huir de la fatalidad del amor: por diferentes que sean de las

del religioso en la tentación, estas reacciones revelan la existencia de un

sentimiento de aprensión o de pavor, generalmente ligado a la idea de contacto

sexual. Estos aspectos reciben una confirmación teórica. El gasto de energía

necesario para el acto sexual" es siempre inmenso.

No hay que buscar más lejos la causa del pavor del que es objeto el juego

sexual. La muerte, excepcional, representa sólo el caso extremo; cada pérdida de

energía normal no es en efecto más que una muerte chiquita, comparada con la

muerte del zángano, pero, lúcida o vagamente, esta «muerte chiquita» es en sí un


motivo de aprensión. Como contrapartida, es a su vez objeto de deseo (al menos

en los límites humanos). Nadie podría negar que un elemento esencial de la

excitación es el sentimiento de perder pie, de zozobrar. El amor no es, o es en

nosotros, como la muerte, un movimiento de pérdida veloz, que se vuelve

rápidamente trágico y no se detiene más que en la muerte. De tal modo que entre

la muerte y, por otro lado, la «muerte chiquita» o el zozobrar, que embriagan, es

casi imperceptible la distancia.

Este deseo de zozobrar, que embarga íntimamente a cualquier ser humano,

difiere no obstante del deseo de morir por su ambigüedad: es sin duda deseo de

morir, pero, al mismo tiempo, es deseo de vivir, en los límites de lo posible y de lo

imposible, con una intensidad cada vez mayor. Es el deseo de vivir dejando de

vivir o de morir sin dejar de vivir, el deseo de un estado extremo que quizá sólo

santa Teresa describió con bastante fuerza con estas palabras: «¡que muero

porque no muero!». Pero la muerte por no morir precisamente no es la muerte,

sino el estado extremo de la vida; si muero por no morir es con la condición de

vivir: muerte es lo que experimento al vivir, al seguir viviendo. Santa Teresa

zozobró pero en verdad no murió del deseo que tuvo de zozobrar realmente.

Perdió pie, pero lo único que hizo fue vivir de forma más violenta, tan violenta que

pudo decir que estuvo en el límite de morir, pero de una muerte que, exasperando

la vida, no la hacía cesar.

La sensualidad, la ternura y el amor


Así, el deseado desfallecimiento no es sólo el aspecto sobresaliente de la

sensualidad del hombre, sino también de la experiencia de los místicos. Volvemos

a la semejanza entre misticismo y erotismo culpable, pero nos alejamos de la


sexualidad idílica o lícita. Nos hemos encontrado, al contrario, con un aspecto de

la sensualidad cuyos temas se acercan, debido a una ambigüedad fundamental, a

la tentación del religioso y a la delectación morosa. En cada caso, es difícil en

efecto decir si el objeto del deseo es la incandescencia de la vida o de la muerte.

La incandescencia de la vida posee el sentido de la muerte; la muerte, el de una

incandescencia de la vida. Al hablar de la tentación del religioso no he podido

destacar del todo este valor ambiguo. Sin embargo el sentido turbio y deletéreo de

la sexualidad es esencial en la tentación. La tentación es el deseo de desfallecer y

de prodigar las reservas disponibles hasta el límite en que se pierde pie. Partiendo

de ahí, intentaré más adelante buscar la coordinación del movimiento que vincula

la experiencia sexual con la mística. Pero tendré que mostrar primero cómo las

formas tan variadas, y a menudo tan fuertemente opuestas, de la actividad sexual

se coordinan entre sí en la nostalgia de un momento de desequilibrio.

Si la ambigüedad de la que hablé no se presenta desde un principio como

un principio de ruina (las pérdidas de energía de las que se trata son reparables,

los movimientos precipitados, incluso jadeantes, en los que perdemos pie son

temporales), al menos lo hace como un principio de desequilibrio. Este

desequilibrio evidentemente no dura, suele estar envuelto en formas equilibradas

que aseguran su reiteración y compensan los estragos de la vida sensual. Pero

estas formas sólidas y sanas en las que el desequilibrio se organiza ocultan su

sentido profundo.

Uno de los valores más significativos de la organización sexual radica en el

afán por integrar los desórdenes de la unión carnal en un orden que abarque la

totalidad de la vida humana. Este orden se basa en la tierna amistad entre un


hombre y una mujer, y en los vínculos que los unen a ambos con sus hijos. Nada

es más importante para nosotros que situar el acto sexual en la base del edificio

social. No se trata de fundar el orden civilizado en la sexualidad profunda, es decir,

en un desorden, sino de limitar este desorden vinculándolo al sentido del orden,

confundiendo su sentido con el del orden al que intentamos subordinarlo. Esta

operación al final no es viable puesto que el erotismo jamás renuncia a su valor

soberano, sino en la medida en que se degrada y ya no es más que una actividad

animal. Las formas equilibradas, dentro de las cuales es posible el erotismo, no

tienen al final más salida que un nuevo desequilibrio, o el envejecimiento previo a

la desaparición definitiva.

La forma significativa de la necesidad del desequilibrio y del equilibrio

alternados es el amor violento y tierno de un ser por otro. La violencia del amor

lleva a la ternura, que es la forma duradera del amor, pero introduce en el ansia de

los corazones el mismo elemento de desorden, la misma sed de desfallecer y el

mismo regusto de muerte que hallamos en el ansia de los cuerpos.

Esencialmente, el amor eleva el gusto de un ser por otro a un grado de tensión en

que la privación eventual de la posesión del otro —o la pérdida de su amor— no

se resiente menos duramente que una amenaza de muerte. Así, su fundamentó es

el deseo de vivir en la angustia, en presencia de un objeto de valor tan grande que

el corazón le falla a quien teme su pérdida. La fiebre sensual no es el deseo de

morir. Asimismo, el amor no es el deseo de perder, sino el de vivir con el miedo de

la posible pérdida, manteniendo el ser amado al amante al borde del

desfallecimiento: sólo a este precio podremos sentir ante el ser amado la violencia

del arrobamiento.
Lo que vuelve irrisorios estos movimientos de superación, en los que se

desprecia el afán por preservar la vida, es ese deslizarse, casi inmediato, al deseo

de organizar una forma duradera, o al menos pretendidamente tal, que coloque el

desequilibrio que es la esencia del amor a salvo —en la medida de lo posible— del

desequilibrio. Esto no es irrisorio si el amante no opone a la pérdida del ser amado

actitudes convencionales que alienen su libertad, si no subordina el capricho del

amor a la organización material de una pareja estable —de una familia en suma.

La ausencia de amor no es tampoco lo que hace irrisorio un hogar (la ausencia de

amor, de cualquier modo que se la considere, no es nada), sino el hecho de

confundir con el amor la organización material, de enfangar la soberanía de la

pasión en unas compras de menaje. (Ciertamente, a menos que se sea incapaz

de ello, no es menos irrisorio rechazar, en un movimiento pretencioso, la

organización de una vida en común.)

Estas oposiciones desconciertan tanto más cuanto que el amor ya difiere

del erotismo sensual y se sitúa en el movimiento por el cual la sensualidad da

como pretexto al desorden del deseo una razón de ser benéfica. La misma ambigüedad
vuelve a encontrarse en todos los planos. Por una parte el amor por

el compañero sexual (variante de la inserción en el orden de la sociedad activa

constituida por el matrimonio, y que muchas veces coincide con ella) cambia la

sensualidad en ternura, y la ternura atenúa la violencia de las delicias nocturnas,

en las que desgarrarse sádicamente es más común de lo que uno imagina; la

ternura es capaz de entrar en una forma equilibrada. Por otra parte, la violencia

fundamental que nos lleva a perder pie siempre tiende a perturbar las relaciones

tiernas —a hacernos encontrar de nuevo en estas relaciones la cercanía de la

muerte (que es el signo de toda sensualidad, aunque esté suavizada por la


ternura). Es la condición de estos arrobamientos violentos, sin los cuales el amor

sexual no hubiera podido prestar su vocabulario, como hizo, a las descripciones

del éxtasis de los místicos.

El hampa, el cinismo sexual y la obscenidad


El trasladar un ambiguo deseo de desfallecer a unos ámbitos en los que, al

parecer, no se justifica el desorden, responde a la tendencia que domina la vida

humana. Siempre nos esforzamos por duplicar las formas viables y sólidas, donde

la vida inserta y limita su desequilibrio, con formas inestables, inviables en cierto

sentido, en que se afirme este desequilibrio. En el simple desorden de una pasión,

esta tendencia, es verdad, no se busca: el desorden se considera como un mal

contra el que lucha el espíritu. En las formas de vida cínicas, impudentes y

depravadas de las que voy a hablar ahora, el desequilibrio se recibe como un

principio. El deseo de zozobrar, ante el que sólo cedemos en contra de nuestra

voluntad, se admite ahí sin límites: en esas condiciones ya no hay ningún poder, y

los que viven en un permanente desorden ya no conocen más que momentos de

desequilibrio informe. Las prostitutas y los hombres que son sus parásitos, que

forman con ellas un mundo aparte, sucumben a menudo y sienten un placer átono

al ceder a este relajo. No siempre resbalan hasta abajo de la pendiente; además

necesitan, con el fin de preservar un interés común, crear una organización

rudimentaria y limitada, que se oponga al equilibrio global de una sociedad cuyo

orden rechazan, y que tienden a destruir. No pueden ir hasta el final de la

negación, ya que de todos modos no son ni mucho menos insensibles al

mantenimiento de una vida cínicamente egoísta. Pero las ventajas de una


existencia «insumisa» les permiten subvenir sin dificultad a sus necesidades; la

posibilidad de una falsedad de fondo les confiere a voluntad la posibilidad de

entregarse a los encantos de una vida perdida. Ceden sin mesura a los

desórdenes esenciales de una sensualidad destructora; introducen sin medida en

la vida humana una pendiente hacia la degradación o la muerte. Así el

desmoronamiento de aquella inmensa irrisión se apodera del corazón sin más

angustia, libremente. Basta para ello con robar o matar si fuera necesario,
perezosamente, con conservar la vida ahorrando fuerzas, y en todo caso viviendo

a expensas de los demás.

Se trata aquí, esencialmente, de un repugnante descenso de nivel, de un

vulgar aborto. La vida del hampa no es envidiable. Ha perdido la elasticidad de un

resorte vital, sin el cual se desplomaría la humanidad. Sólo sacó provecho de las

posibilidades de un relajamiento global, basado en la falta de imaginación, que

limita la aprensión ante el porvenir. Al entregarse sin recato al gusto por

desfallecer, ha hecho del desfallecimiento un estado constante, sin sabor y sin

interés.

Considerada en sí, limitada a los que la viven, esta degradación de la

sensualidad sería casi insignificante. Pero tiene repercusiones lejanas. No sólo

cobra sentido para los que se relajan enteramente: una falta de recato, insípida

para los que se abandonan a ella, tiene el sabor más intenso para los que son sus

testigos, si siguen viviendo moralmente en el recato. La obscenidad de las

conductas y del lenguaje de las prostitutas es insulsa para los que hacen de ella

su pan de cada día. Ofrece al contrario para los que permanecen puros la

posibilidad de una desnivelación vertiginosa. La baja prostitución y la obscenidad

constituyen, en conjunto, una forma acusada y significativa del erotismo. Esta


deformación lastra el cuadro de la vida sexual, pero no altera profundamente su

sentido. La sensualidad es en principio el terreno de la irrisión y de la impostura,

tiene como esencia ser un gusto por perder pie, pero sin hundirse...: esto no

puede hacerse sin un engaño del que somos a la vez autores ciegos y víctimas.

Para vivir sensualmente, debemos representarnos siempre una comedia ingenua,

siendo la más irrisoria la de la obscenidad de las prostitutas. Así, el desfase entre

la indiferencia dentro del mundo de la obscenidad y la fascinación que se siente

desde fuera, dista de ser tan inviable como parece a primera vista. Hay

desequilibrio, pero en el sentido profundo del desequilibrio sensual: la amargura

de la comedia o el sentimiento de degradación unido al pago añaden, para el que

cede al gusto por perder pie, un elemento de delectación.

La unidad de la experiencia mística y del erotismo


La importancia de la obscenidad en la ordenación de las imágenes clave de

la actividad sexual terminó de ahondar el abismo que separa el misticismo

religioso del erotismo. Esta importancia es la que hace que la oposición entre el

amor divino y el amor carnal sea tan profunda. La semejanza que, en último

término, asocia los extravíos de la obscenidad y las efusiones más santas

escandaliza necesariamente. El escándalo dura desde el día en que la psiquiatría,

en la óptica de la ciencia, se encargó, no sin torpeza, de explicar los estados

místicos. Los científicos ignoran por principio estos estados; y los que, en defensa

de la Iglesia, protestaron contra sus juicios, a menudo reaccionaron bajo los efectos del
escándalo y no vieron, más allá de los errores y de las simplificaciones,

el fondo de verdad que esos juicios anunciaban, aun deformándolo. Por ambos
lados se encargaron de enrevesar groseramente el problema. Digamos, sin

embargo, que el libro de los carmelitas es de una apreciable amplitud de miras: a

pesar de todo, del lado del catolicismo los espíritus están abiertos a la posibilidad

del acercamiento, y del otro lado los psiquiatras no niegan haber encontrado

dificultades.

Hay que ir más lejos: creo que antes de retomar el problema, se debe

precisar nuestra posición.

Creo (y vuelvo a decir) que no basta con reconocer la posibilidad de

relaciones entre una esfera y la otra, como hacen, siguiendo una tradición, los

carmelitas y los religiosos que colaboraron en la obra. Debemos evitar dos

escollos: no hay que tender, en aras de un acercamiento, a rebajar la experiencia

de los místicos, como hicieron, no siempre intencionadamente, los psiquiatras.

Tampoco se debe, como hacen los religiosos, espiritualizar el campo de la

sexualidad para elevarlo al nivel de las experiencias etéreas. Me veo obligado a

precisar punto por punto el sentido de las diferentes formas de la sexualidad,

teniendo en cuenta sólo en segundo lugar aquéllas, híbridas, que responden a un

esfuerzo de moderación (o de purificación), pero yendo desde la más asimilable

hasta la que se caracteriza, al contrario, por un rechazo a integrarla en el orden

social. En particular, es esencial elucidar la cuestión planteada por esta última: el

campo de la obscenidad, ligado primero a la prostitución, es el que dio a la

sensualidad su tono escandaloso. Importa ante todo mostrar en qué responde el

propio contenido espiritual de la obscenidad al esquema fundamental de todo el

campo. La obscenidad es repugnante, y es normal que espíritus poco audaces no

vean en ella nada más profundo que ese carácter repugnante, pero es fácil
entrever que sus lados innobles están unidos al nivel social de los que la crean, y

que la sociedad arroja del mismo modo que ellos mismos vomitan a la sociedad.

En todo caso, esa sexualidad repugnante no es en definitiva más que un modo

paradójico de aguzar el sentido de una actividad que por su esencia lleva al

desfallecimiento; si exceptuamos a aquellos cuya degradación social lo engendra,

el gusto por la obscenidad no es en los que se ven turbados desde fuera nada que

responda necesariamente a su bajeza: ¡cuántos hombres (y mujeres) de un

desinterés y de una elevación de espíritu innegables, no vieron en la obscenidad

más que el secreto de perder pie profundamente!

Todo lo cual nos lleva a decir, por último, que una vez aprehendido en sus

diversas formas el tema constante de la sexualidad, ya nada impide ver su

relación con la experiencia de los místicos: para esto basta con reducir a la unidad

atracciones en apariencia tan opuestas como las de la obscenidad y del amor

idílico, de la delectación morosa y del apareamiento del zángano. Estos trances,

arrebatos y estados teopáticos que a porfía han descrito los místicos de todas las

obediencias (hindú, budista, musulmana o cristiana —por no hablar de aquellos,

más escasos, que no pertenecen a ninguna religión) tienen el mismo sentido: siempre se
trata de un desapego respecto del mantenimiento de la vida, de la

indiferencia frente a cuanto tiende a asegurarla, de la angustia experimentada en

estas condiciones hasta el instante en que zozobran las potencias del ser, y por fin

de la apertura a este movimiento inmediato de la vida que habitualmente está

comprimido, y que se libera de repente en el desbordamiento de un infinito gozo

de ser. La diferencia de esta experiencia respecto de la de la sensualidad sólo

radica en la reducción de todos estos movimientos al ámbito interno de la

conciencia, sin intervención del juego real y voluntario de los cuerpos (al menos la
intervención de este juego se reduce al mínimo, incluso en los ejercicios de los

hindúes, que recurren a efectos de respiración expresamente buscados). Es ante

todo el pensamiento y sus decisiones, incluso negativas —pues el pensamiento

mismo no tiende entonces sino a aniquilar sus modalidades— lo que entra en

juego en este campo cuyas primeras apariencias tienen, a pesar de todo, poca

relación con las del erotismo. Si el amor por un ser determinado es la forma de la

efusión mística —en Europa, por Cristo; en la India, por ejemplo, por Kali..., y en

casi todas partes por Dios—, se trata al menos de un ser que es fruto del

pensamiento (es dudoso que seres inspirados, como Cristo, hayan sido en vida

objeto de una meditación mística digna de este nombre).

En todo caso, la proximidad de ambos campos es evidente: aun cuando

tiende a superar el amor por un ser dado, ahí el misticismo encontró a menudo su

camino; es a la vez, para los ascetas, una facilidad y una manera de tomar

impulso. ¿Pueden además dejar de llamar nuestra atención los accidentes de los

místicos en el curso de sus ejercicios (al menos en el comienzo)? Como dijimos,

no es raro que los que avanzan por la vía mística se vean, según los términos de

san Buenaventura «manchados por el licor del flujo carnal». El P. Louis Beirnaert,

citando a san Buenaventura,12

nos lo dice así: «Se trata de algo que (los místicos)

consideran como extrínseco a su experiencia». No creo que estén en un error:

estos accidentes muestran no obstante que, en el fondo, el sistema de la

sensualidad y el del misticismo no difieren. Si me han seguido, comprenderán que,

al ser análogas las intenciones y las imágenes clave en ambos campos, siempre

cabe que un movimiento místico del pensamiento desencadene involuntariamente


el mismo reflejo que una imagen erótica tiende a desencadenar. Si es así, debe de

ser verdad la recíproca: los hindúes basan de hecho los ejercicios del tantrismo en

la posibilidad de provocar una crisis mística por medio de una excitación sexual.

Se trata de buscar una pareja adecuada, joven, bella y de elevada espiritualidad,

y, evitando siempre el espasmo final, de pasar del acto carnal al éxtasis espiritual.

Según el juicio de los que conocieron a quienes se entregan a estas prácticas, no

hay motivo para creer que sus experiencias no puedan ser honestas y sin

desviación. La siempre posible desviación es probablemente infrecuente y estaría

injustificado negar la posibilidad de acceder por este método a estados de puro

arrobamiento.

Así queda claro que entre la sensualidad y el misticismo, que obedecen a

principios similares, siempre es posible la comunicación.13

La continencia y la condición de un momento incondicionado


Esta comunicación, sin embargo, no se desea forzosamente. Los espasmos

de los religiosos no responden a su intención. Es dudoso que un deslizamiento

sistemático de la sensualidad a la espiritualidad sea lo apropiado si se trata de

alcanzar campos de posibilidad lejanos, abiertos en el sentido de una experiencia

libre de todo condicionamiento. Pero es cierto que la tentativa tiene una

significación decisiva en la cima de las búsquedas del hombre. Se desvincula del

afán de buscar ocasiones determinadas, que dependen de condiciones materiales

complejas, y entorpecen penosamente la vida erótica (entre las distintas

justificaciones de la continencia de los religiosos, es la menos fácil de rebatir). Por

otra parte, la experiencia de los místicos tiene lugar (o al menos puede tener lugar)
en el mismo campo en el que se despliegan los últimos esfuerzos de la

inteligencia animada por el deseo de conocer; en este plano no podemos obviar el

hecho de que, en razón del movimiento hacia la muerte que es su esencia, entra

en juego en el desenlace, es decir, en el momento de la máxima tensión.

Para enjuiciar el interés de la experiencia de los místicos, quiero insistir en

un hecho: se produce un total desapego respecto de cualquier condición material.

Responde así al afán que generalmente tiene la vida humana por rechazar la

dependencia de lo dado, que no ha elegido sino que se le impone. Se trata de

llegar a un estado que pueda llamarse soberano. Al menos a primera vista, la

experiencia erótica está subordinada al acontecimiento, del que libera la

experiencia mística.

En el ámbito místico llegamos a la soberanía plena, en particular en los

estados que la teología describe con el nombre de teopáticos. Tales estados, que

pueden ser evocados independientemente de sus formas cristianas, tienen un

aspecto muy diferente no sólo de los estados eróticos, sino de estados místicos

que pueden considerarse menores: lo que les distingue es la máxima indiferencia

a todo lo que acontece. Ya no hay deseo en el estado teopático, el ser se vuelve

pasivo, soporta lo que le ocurre en cierto modo sin movimiento. En la beatitud

inerte de este estado, en una transparencia total de todas las cosas y del universo,

ambas, la esperanza y la aprensión, han desaparecido. El objeto de la

contemplación, al volverse igual a nada (los cristianos dicen igual a Dios), parece

incluso igual al sujeto que contempla. Ya no hay diferencias en ningún punto:

imposible situar una distancia, el sujeto perdido en la presencia indistinta e

ilimitada del universo y de sí mismo deja de pertenecer al desarrollo sensible del


tiempo. Está absorto en el instante que se eterniza. Aparentemente de forma

definitiva, ya sin apego al porvenir o al pasado, está en el instante, y sólo el

instante es eternidad.

A partir de esta consideración, la relación de la sensualidad con la

experiencia mística sería la de una torpe tentativa de realización: convendría

olvidarse de lo que, en definitiva, no es más que un error en la vía por la que el

espíritu accede a la soberanía.

No obstante, el principio que consiste en olvidar para el estado místico la

sensualidad es, a mi modo de ver, discutible. Sólo mencionaré de pasada el hecho

de que el misticismo musulmán —el de los sufíes— pudiera hacer coincidir la

contemplación y la vía del matrimonio. Tenemos que lamentar que el libro de los

carmelitas no lo mencione. En conjunto, los religiosos que colaboraron en él

admiten esta posibilidad, pero han de reconocer la diferencia entre un principio (en

lo que se refiere al cristianismo, bastante lejos del orden real) y el enunciado de

una experiencia de hecho. Pero la crítica que formularé es ajena al interés

presentado por la eventual coincidencia de ambas experiencias. Lo que, a mi

parecer, se opone al rechazo del erotismo no atañe a la cuestión de saber si, para

alcanzar los fines más deseables, es útil renunciar a la vida sexual. Sólo me

pregunto si una resolución basada en un cálculo, en particular una renuncia, es

conciliable con el estado de indiferencia que rige las posibilidades de la vida

mística. No digo que no podamos alcanzar este estado por la vía de una

resolución calculada. Pero de algo estoy seguro: si alguien lo consiguió, fue a

pesar de su cálculo, y a pesar de su resolución.

Ya lo hemos visto: en la tentación, la resistencia venía del afán de mantener


la vida, de durar, ligado a la organización que asegura este mantenimiento. El don

de sí y la negativa a trabajar (de un modo servil) con vistas a un resultado que

supere el momento presente, ¿no requerirían una «indiferencia» más verdadera

que la de un monje, la de un hombre entregado, que se esfuerza por llegar al

«estado de indiferencia»?

¡Esto no cambia para nada el carácter condicionado, el carácter

subordinado del erotismo!

Puede ser.

Pero allí donde otros ven el envilecimiento, yo veo la soberanía del azar.

Del azar —cuyo juicio último jamás atenúa nada, sin el cual jamás somos

soberanos.

En algún momento debo o bien abandonarme a la suerte, o mandar en mí

mismo, como el religioso ligado por el voto de continencia. La intervención de la

voluntad, la decisión de mantenerse a salvo de la muerte, del pecado, de la

angustia espiritual, falsean el libre juego de la indiferencia y de la renuncia. Sin el

libre juego, el instante presente está subordinado al afán por los siguientes.

Sin duda, el afán por el tiempo venidero es conciliable con la libertad del

instante presente. Pero la contradicción estalla en la tentación. Las desviaciones

del erotismo son a veces de una grosería abrumadora. En contraposición, debo

subrayar que el cálculo del religioso tentado da a la vida ascética (de cualquier

confesión que sea) un no sé qué parsimonioso, pobre, tristemente disciplinado.

Esto sólo es verdad en principio...

Sin embargo, aun cuando sea posible la experiencia más lejana, a pesar de

eso, en la regularidad monacal, no puedo olvidar, al esforzarme por captar el sentido de la


evasión mística, que su clave es la represión en la tentación. Si
queremos llevar al extremo la posibilidad del ser, podemos preferir los desórdenes

del amor aleatorio: a pesar de las apariencias superficiales, la simplicidad del

instante pertenece a aquel que mediante la fascinación inmediata se abre a la

angustia.

Estudio VI

La santidad, el erotismo y la soledad*

Me propongo hablarles hoy de la santidad, del erotismo y de la soledad.

Antes de desarrollar ante ustedes un conjunto de representaciones coherentes,

diré unas palabras de lo sorprendente de mi intención. El término erotismo

introduce una expectación equívoca. Me gustaría precisar, en primer lugar, las

razones por las que he querido hablarles del erotismo al mismo tiempo que de la

santidad y de la soledad.

Parto esencialmente del principio según el cual el erotismo nos deja en la

soledad. El erotismo es al menos aquello de lo que es difícil hablar. Por razones

que no son únicamente convencionales, el erotismo se define por el secreto. No

puede ser público. Podría citar ejemplos contrarios, pero, de cualquier modo, la

experiencia erótica se sitúa fuera de la vida corriente. En el conjunto de nuestra

experiencia, permanece esencialmente al margen de la comunicación normal de

las emociones. Se trata de un tema prohibido. Nada está prohibido absolutamente,

siempre hay transgresiones. Pero la prohibición actúa lo bastante para que, en

conjunto, se pueda decir que el erotismo, aun siendo tal vez la emoción más
intensa, en la medida en que nuestra existencia se nos hace presente bajo forma

de lenguaje (de discurso), es para nosotros como si no existiera. Hay en la

actualidad una atenuación de la prohibición —sin la cual hoy no podría hablarles—

pero creo, a pesar de todo, que puesto que esta sala pertenece al mundo del

discurso, el erotismo quedará para nosotros como algo de fuera; hablaré de él,

pero como de un más allá de lo que vivimos en el presente, de un más allá que

sólo nos es accesible con una condición: que salgamos, para aislarnos en la

soledad, del mundo en que estamos ahora. En particular, me parece que para

acceder a este más allá hemos de renunciar a la actitud del filósofo. El filósofo

puede hablarnos de cuanto siente. En principio, la experiencia erótica nos obliga al

silencio.

* El texto de este Estudio es el de una conferencia pronunciada en el Co-llége

philosophique en la primavera de 1955. (N. del A.)

No ocurre así con una experiencia que es tal vez cercana, la de la santidad.

La emoción sentida en la experiencia de la santidad puede expresarse en un

discurso, puede ser objeto de un sermón. Sin embargo, es posible que la

experiencia erótica esté cercana a la santidad.

No quiero decir que el erotismo y la santidad tengan la misma naturaleza.

Esta cuestión además no entra en mi propósito. Sólo quiero decir que ambas

experiencias tienen, tanto la una como la otra, una intensidad extrema. Cuando

hablo de santidad, hablo de la vida que determina la presencia en nosotros de una

realidad sagrada, de una realidad que puede trastornarnos totalmente. Me

contento ahora con contemplar la emoción de la santidad por una parte, y la


emoción erótica por otra, en cuanto su intensidad es extrema. He querido decir de

estas emociones que una nos acerca a los demás hombres y la otra nos aleja de

ellos, nos deja en la soledad.

Este es el punto de partida de la exposición que quiero desarrollar ante

ustedes. No hablaré desde el punto de vista de la filosofía tal y como suele

entenderse. Quiero hacer observar desde ahora que la experiencia propiamente

filosófica excluye ambas emociones. Admito en principio que la experiencia del

filósofo es una experiencia separada, al margen de las demás experiencias. En

una palabra, es la experiencia de un especialista. Las emociones la perturban.

Desde hace tiempo me llama la atención un aspecto particular. El verdadero

filósofo debe dedicar su vida a la filosofía. En la práctica de la filosofía, nada se

opone seriamente la endeblez de cualquier actividad de conocimiento, que

requiere que, para adquirir superioridad en un campo, se admita la ignorancia

relativa en otros campos. La situación se agrava cada día: cada día se hace más

difícil adquirir la suma de los conocimientos humanos, puesto que esta suma crece

desmedidamente. Se sigue admitiendo el principio de que la filosofía es esta suma

de conocimientos, considerada como operación sintética, más allá de una

yuxtaposición en la memoria, pero dicho principio se mantiene a duras penas: la

filosofía se va transformando cada vez más en una disciplina especializada

parecida a las demás. No quiero hablar hoy de la imposibilidad de construir una

filosofía independiente de la experiencia política: éste es, en rigor, un principio que

caracteriza una orientación moderna de la filosofía. En este punto, la filosofía se

ha abierto a la experiencia. Pero, aun admitiendo este principio, lo más corriente

es considerar la filosofía de forma separada. Quiero decir que es difícil filosofar y


vivir a un tiempo. Quiero decir que la humanidad está hecha de experiencias

separadas y que la filosofía no es más que una experiencia entre otras. Cada vez

es más difícil que la filosofía sea la suma de los conocimientos, pero ésta ni

siquiera aspira, en la estrechez de miras que es lo propio del especialista, a ser la

suma de las experiencias. Sin embargo, ¿qué significa la reflexión del ser humano

sobre sí mismo y sobre el ser en general, si es ajena a los estados de emoción

más intensos? Significa obviamente la especialización de lo que, por definición, no

puede aceptar, bajo ningún pretexto, no ser total y universal. La filosofía

evidentemente no puede ser más que la suma de los posibles, en el sentido de

una operación sintética, o no ser nada.

Lo repito: o es la filosofía la suma de los posibles, en el sentido de una

operación sintética, o no es nada.

Creo que es lo que fue para Hegel. La experiencia erótica, al menos en las

primeras formas de su construcción dialéctica, ocupó abiertamente un lugar en la

elaboración del sistema, pero no es imposible pensar que tuviera, secretamente,

una influencia más profunda: el erotismo no puede ser considerado más que

dialécticamente, y en justa reciprocidad, el filósofo dialéctico, si no se limita al

formalismo, tiene necesariamente la vista puesta en su experiencia sexual. En

todo caso (y no tengo reparos en reconocer que en un punto tan oscuro la duda es

posible), parece que, al menos en parte, Hegel extrajo de sus conocimientos

teológicos, así como del conocimiento del maestro Eckart y de Jacob Boehme, el

movimiento dialéctico que le es propio. Pero si he hablado ahora de Hegel, no es

con el propósito de insistir en el valor de su filosofía. Quisiera, al contrario, a pesar

de mis reservas, vincular expresamente a Hegel con la filosofía especializada. Me


basta por lo demás recordar que él mismo se opuso con cierta dureza a la

tendencia de la filosofía romántica de su tiempo, que pretendía que la filosofía

pudiera ser tarea de cualquiera, sin preparación particular. No digo que estuviera

equivocado recusando la improvisación en el campo de la filosofía: eso, sin duda,

es imposible. Pero la construcción, por así decirlo, impenetrable de Hegel, aunque

fuera el término de la filosofía, incorpora ciertamente este valor de la filosofía

especializada: al mismo tiempo que une, separa lo que une de la experiencia. Tal

es, sin duda, su ambición: en el espíritu de Hegel, lo inmediato es malo, y Hegel

hubiera relacionado seguramente lo que yo llamo experiencia con lo inmediato. No

obstante, sin entrar en una discusión filosófica, quisiera insistir en que los

desarrollos de Hegel dan la sensación de una actividad especializada. No creo

que a él mismo se le haya escapado esta sensación. Para responder por

anticipado a la objeción, insistía en que la filosofía es un desarrollo en el tiempo,

en que es un discurso que se enuncia en partes sucesivas. Podemos admitirlo,

pero esto es hacer de cada momento de la filosofía un momento especializado,

subordinado a los demás. De este modo, no dejamos la especialización más que

para entrar en el sueño del especialista, esta vez definitivamente.

No digo que esté al alcance de cualquiera de nosotros, ni de nadie,

despertar. Esta suma de los posibles, considerada como una operación sintética,

es tal vez quimérica. Asumo el riesgo de fracasar. Me causa malestar la idea de

considerar un éxito lo que es un fracaso. Sobre todo, no encuentro motivo para

limitar lo posible que está ante mí, imponiéndome un trabajo especializado. Hablo

de una elección cuyos términos se plantean en todo momento a cada uno de

nosotros. En este mismo instante se me plantea la elección entre atenerme al


tema que me he impuesto desarrollar ante ustedes o dar no sé qué respuesta a un

posible capricho. Me escapo a duras penas diciendo que hablo en el sentido del

capricho, sin ceder al deseo de entregarme a él, pero reconociendo el mayor valor

del capricho, que es lo opuesto a la especialización. La especialización es

condición de la eficacia, y buscar la eficacia es lo que hace cualquiera que siente lo que le
falta. Hay en eso una confesión de impotencia, un humilde sometimiento

a la necesidad.

Es cierto que hay una lamentable debilidad en el hecho de querer tal o cual

resultado y no hacer lo necesario para conseguirlo. En cambio hay una fuerza en

el hecho de no querer ese resultado y de negarnos a emprender el camino que

puede llevar a él. En esta encrucijada, se propone tanto la santidad como el

erotismo. La santidad, con relación al esfuerzo especializado, se sitúa de entrada

del lado del capricho. El santo no busca la eficacia. Lo que le anima es el deseo, y

sólo el deseo: en eso se parece al hombre del erotismo. Se trata de saber, en un

punto determinado, si el deseo responde mejor que la especialización del

proyecto, mejor que la especialización que asegura la eficacia del proyecto, a la

esencia de la filosofía, en cuanto ésta, como dije, es ante todo la suma de los

posibles, considerada como una operación sintética. En otras palabras: en un

sentido, ¿es imaginable esta operación con el simple movimiento calculado que

desemboca en la especialización? o, en otro sentido, ¿es imaginable la suma de

los posibles cuando el interés prevalece sobre el capricho, que es otro nombre del

deseo?

Antes de ir más lejos intentaré decir lo esencial sobre el erotismo, a pesar

de la dificultad fundamental que encontramos cuando queremos hablar de él.

En primer lugar, el erotismo difiere de la sexualidad de los animales en que


la sexualidad humana está limitada por prohibiciones y en que el campo del

erotismo es el de la transgresión de estas prohibiciones. El deseo del erotismo es

el deseo que triunfa sobre la prohibición. Supone la oposición del hombre a sí

mismo. Las prohibiciones que se oponen a la sexualidad humana tienen, en

principio, formas particulares, atañen por ejemplo al incesto, o a la sangre

menstrual, pero podemos también considerarlas bajo el aspecto general, por

ejemplo bajo un aspecto que ciertamente no se daba en los primeros tiempos (en

el paso del animal al hombre), y que por otra parte hoy se cuestiona, el de la

desnudez. En efecto, la prohibición de la desnudez es hoy al mismo tiempo fuerte

y cuestionada. No hay nadie que no se dé cuenta del carácter relativamente

absurdo, gratuito, históricamente condicionado, de la prohibición de la desnudez, y

por otra parte de que la prohibición de la desnudez y la transgresión de la

prohibición de la desnudez constituyen el tema general del erotismo, quiero decir

de la sexualidad transformada en erotismo (la sexualidad propia del hombre, la

sexualidad de un ser dotado de lenguaje). En las complicaciones llamadas

enfermizas, en los vicios, este tema siempre tiene un sentido. El vicio podría

considerarse como el arte de darse a uno mismo, de una manera más o menos

maniaca, la sensación de transgredir.

Me parece conveniente recordar el singular origen de la teoría de la

prohibición y de la transgresión. La hallamos en las enseñanzas orales de Marcel

Mauss, cuya obra representa sin duda la contribución menos discutible de la

escuela sociológica francesa, aun cuando él no publicó nada sobre dicha teoría.

Mauss sentía cierta repugnancia a formular, a dar a su pensamiento la forma definitiva de


lo impreso. Me figuro incluso que sus más notables resultados

debieron de darle un sentimiento de malestar. Sin duda, el aspecto fundamental


de la teoría de la transgresión aparece en su obra escrita, pero en forma de breve

indicación, de paso. Así es como, en su Essai sur le Sacrifice, dice en dos frases

que los griegos consideraban el sacrificio de las Bufonías como el crimen del

sacrificador. No generaliza. No seguí personalmente sus enseñanzas orales, pero,

en lo que concierne a la transgresión, la doctrina de Marcel Mauss está expuesta

en L'homme et le sacre, un corto libro de uno de sus discípulos, Roger Caillois.

Quiso la suerte que, lejos de ser un mero compilador, Roger Caillois fuese no sólo

capaz de exponer los hechos de forma convincente, sino de dotar sus desarrollos

de la firmeza de un pensamiento activo y personal. Daré aquí el esquema de la

exposición de Caillois, según el cual, entre los pueblos primitivos que estudia la

etnografía, el tiempo humano se reparte en tiempo profano y tiempo sagrado,

siendo el tiempo profano el tiempo ordinario, el del trabajo y del respeto de las

prohibiciones, y el tiempo sagrado el de la fiesta, es decir, esencialmente el de la

transgresión de las prohibiciones. En el plano del erotismo, la fiesta es a menudo

el tiempo de la licencia sexual. En el plano propiamente religioso, es en particular

el tiempo del sacrificio, que es la transgresión de la prohibición de matar.

De esta doctrina formulé una exposición, que elaboré personalmente, en

una obra que dediqué a las pinturas de la cueva de Lascaux, es decir, de hecho,

las del hombre de los primeros tiempos, el del nacimiento del arte, el que pasó

verdaderamente de la animalidad a lo humano.

Se me impuso la idea de asociar

la prohibición con el trabajo. El trabajo existía mucho antes del nacimiento del arte.

Conocemos sus huellas bajo la forma de herramientas de piedra que se conservan


en el suelo y cuya fecha relativa podemos conocer. Me pareció que el trabajo

debía implicar de entrada la existencia de un mundo del trabajo del que estaban

excluidos la vida sexual o el homicidio, y en general la muerte. La vida sexual, por

una parte, y por otra el homicidio, la guerra, la muerte, representan, para el mundo

del trabajo, graves perturbaciones o incluso trastornos. No me parece dudoso que

tales momentos hayan sido excluidos, de manera fundamental, del tiempo de

trabajo, que pudo llegar pronto a ser colectivo. En relación con el tiempo del

trabajo, la creación de la vida y su supresión tuvieron que ser expulsadas afuera,

siendo el trabajo mismo, frente a los momentos de emoción intensa en los que

están en juego —y se afirman— la vida y la muerte, un tiempo neutro, una especie

de anulación.

El punto al que quiero llegar puede ahora, a mi juicio, aparecer en plena luz.

No digo que la filosofía no especializada sea posible. Pero la filosofía, en

cuanto labor especializada, es un trabajo. Es decir, que excluye, sin siquiera

dignarse advertirlo, los momentos de emoción intensa de los que he hablado en

primer lugar. En consecuencia, la filosofía no es esta suma de posibles,

considerada como una operación sintética, que a mi juicio debe ser en primer

lugar. No es la suma de los posibles, la suma de las experiencias posibles, sino

sólo la suma de ciertas experiencias definidas, que tienen como fin el conocimiento. Es
sólo la suma de los conocimientos. Excluye con buena

conciencia, o incluso con el sentimiento de rechazar un cuerpo extraño, una

impureza, o al menos una fuente de error, lo que es emoción intensa, ligada al

nacimiento, a la creación de la vida, así como a la muerte. No soy el primero que

se siente sorprendido por este resultado decepcionante de la filosofía, que es la

expresión de la humanidad media, y que se ha vuelto ajena a la humanidad


extrema, es decir, a las convulsiones de la sexualidad y de la muerte. Me parece

incluso que la reacción contra este aspecto gélido de la filosofía caracteriza a la

filosofía moderna en su conjunto, digamos de Nietzsche a Heidegger, sin hablar

de Kierkegaard. Naturalmente, la filosofía, a mi parecer, está profundamente

enferma. Es inconciliable con una posibilidad bohemia, una actitud desaliñada del

pensamiento que tal vez yo represento a los ojos de algunos de ustedes. Lo que

está plenamente justificado. La filosofía no es nada si no es un esfuerzo extremo

y, por consiguiente, un esfuerzo disciplinado, pero al introducir el esfuerzo

concertado y la disciplina, ¿no falta por otra parte la filosofía a su razón de ser

profunda, al menos si es, como dije, la «suma de los posibles considerada como

una operación sintética»? Lo que quisiera mostrar finalmente es el callejón sin

salida de la filosofía que no pudo instituirse sin la disciplina y que, por otra parte,

fracasa por el hecho de no poder abarcar los extremos de su objeto, lo que

designé antaño con el nombre de «extremos de lo posible», que siempre lindan

con los puntos extremos de la vida. Si es fundamental, aun una filosofía de la

muerte se desvía de su objeto. Pero no quiero decir que absorbiéndose en él,

entregándose al vértigo que es su término, la filosofía siga siendo posible. Salvo

quizá si, llegada a la cima, la filosofía fuera negación de la filosofía, si la filosofía

se riera de la filosofía. Supongamos en efecto que la filosofía se ríe de verdad de

la filosofía: esto supone la disciplina y su abandono. Entonces está en juego la

suma entera de los posibles, y esta suma es una síntesis, no una simple adición,

ya que desemboca en la visión sintética, en la que el esfuerzo humano revela una

impotencia, y donde sin pesar se relaja en el sentimiento de esta impotencia. Sin

la disciplina, hubiera sido imposible alcanzar este punto, pero esta disciplina nunca
llega hasta el final. Esto es una verdad experimental. En todos los casos, el

espíritu, el cerebro del hombre está reducido al estado de continente desbordado,

reventado por su contenido —como una maleta en la que se siguen guardando

cosas y que deja finalmente de ser una maleta, puesto que deja de abarcar los

objetos que le entregan. Y, sobre todo, los estados extremos introducen en la

suma de los posibles un elemento irreductible a la reflexión pausada.

Me esforzaré por describir con precisión la experiencia que podemos hacer

de este desbordamiento.

Nos hallamos ante la necesidad de elegir. Debemos hacer en primer lugar

una elección cuantitativa. Si los consideramos homogéneos, los posibles son

demasiado numerosos. Por ejemplo, dado el tiempo limitado de la vida, hemos de

renunciar a leer alguna obra en la que posiblemente hallaríamos los elementos y

la respuesta a la pregunta que nos formulamos. Debemos decirnos, pues, que no

podemos acceder a los posibles que dicho libro expone.

Si está en juego la experiencia de los estados extremos, se trata entonces

de una elección cualitativa. En efecto, esta experiencia nos descompone, excluye

la reflexión pausada, ya que por principio nos pone «fuera de nosotros». Es difícil

imaginar la vida de un filósofo que estuviera continuadamente, o al menos la

mayor parte del tiempo, fuera de sí. Estamos de nuevo ante la experiencia

humana esencial que desemboca en la división del tiempo en tiempo del trabajo y

tiempo sagrado. El hecho de estar abiertos a una posibilidad cercana a la locura

(éste es el caso de cualquier posibilidad referida al erotismo, a la amenaza o más

generalmente a la presencia de la muerte o de la santidad) subordina

continuamente el trabajo de la reflexión a algo diferente, donde justamente la


reflexión se interrumpe.

En la práctica, no llegamos a un estancamiento absoluto, pero ¿qué ocurre?

Solemos olvidar que el juego de la filosofía es, como cualquier juego, una

competición. Se trata de ir siempre lo más lejos posible. Estamos en la situación,

en verdad humillante, de quien trata de establecer un récord. En esta situación, la

superioridad se otorga, según los puntos de vista, a unos desarrollos en distintos

sentidos. Desde el punto de vista de la filosofía profesoral, es obvio que la

superioridad le pertenece a aquel que trabaja y se abstiene, la mayor parte del

tiempo, de las posibilidades que se dan en la transgresión. Confieso que desconfío

profundamente de la superioridad opuesta, concedida al negador, que se hace

ingenuamente portavoz de la pereza y de la pretensión. Al haber aceptado la

competición, he experimentado personalmente la necesidad de hacerme cargo de

las dificultades en ambos sentidos, tanto en el sentido de la transgresión como en

el sentido del trabajo. El límite está en la evidente imposibilidad de responder de

forma satisfactoria en ambos sentidos a la vez. No quiero insistir. Me parece que

sólo un sentimiento de opresión y de impotencia puede responder a la pregunta

que he formulado. Estamos evidentemente ante un imposible. No es preciso

resignarse, pero debemos reconocer que la falta de resignación no nos salva de

nada. Simplemente confieso lo que es para mí una tentación. En el sentido de la

transgresión, que coincide con la pereza, vislumbro al menos el beneficio de la

aparente inferioridad. Pero de todos modos es una mentira, no puedo negarlo,

puesto que la competición está abierta y que estoy tomando parte en ella. El

hecho de que, inevitablemente para mí, mi participación se vincule al

cuestionamiento de los principios de la superioridad en juego, no cambia nada, se


sigue tratando, siempre se trata de ir lo más lejos posible, y mi indiferencia no

cambia nada. Si rehúso el juego, no lo rehúso enteramente, con esto basta. Estoy

comprometido pese a todo. Por lo demás hoy estoy hablando ante ustedes y esto

significa que no me satisface la soledad.

Desde el inicio de mi exposición, he dado por sentado que el erotismo tenía

el sentido de la soledad, en oposición a la santidad, cuyo valor se propone a todos

los demás hombres. No puedo tener en cuenta un solo instante el hecho de que

para muchos de ustedes el erotismo, de antemano, pueda tener un valor que no

tiene la santidad. Cualquiera que sea la ilusión posible, cualesquiera que sean las

razones de esta impotencia, el erotismo es en principio lo que sólo tiene sentido para una
persona sola o para una pareja. El discurso no lo recusa menos que el

trabajo. Además es verosímil que el discurso y el trabajo estén vinculados. Esta

exposición es un trabajo, y no he dejado de experimentar, al prepararla, el

sentimiento de espanto que tenemos que vencer previamente para trabajar. El

erotismo tiene, de manera fundamental, el sentido de la muerte. El que aprehende

un instante el valor del erotismo pronto percibe que este valor es el de la muerte.

Es un valor tal vez, pero la soledad lo ahoga.

Ahora intentaré representar, para llegar al fondo de la cuestión, lo que el

cristianismo significa respecto del conjunto de las cuestiones que he querido

plantear. No es que, al hablar de santidad, crea tener que hablar expresamente de

la santidad cristiana. Pero, quiéralo o no, en la mente de quienes me escuchan no

hay en principio ninguna diferencia entre santidad y santidad cristiana, y no he

introducido esta noción para esquivarla. Volviendo a las nociones que antes me

esforcé por introducir, tengo que dejar claro que, en los límites del cristianismo, lo

que yo llamo la transgresión se llama el pecado. El pecado es una falta, algo que
no hubiera debido ocurrir. Consideremos en primer lugar la muerte en la cruz, es

un sacrificio, es el sacrificio cuya víctima es el mismo Dios. Pero aun cuando el

sacrificio nos redime, aun cuando la Iglesia canta a propósito de la culpa, que es el

principio del sacrificio, el paradójico Félix culpa!, lo que nos redime es al mismo

tiempo lo que nunca hubiera debido ocurrir. Para el cristianismo, la prohibición se

afirma de forma absoluta y la transgresión, cualquiera que sea, es definitivamente

condenable. Sin embargo, la condena se levanta a consecuencia de la culpa más

condenable, de la transgresión más profunda que pudiera pensarse. El paso del

erotismo a la santidad tiene un sentido profundo. Es el paso de lo que es maldito y

rechazado a lo que es fausto y bendito. Por un lado, el erotismo es la culpa

solitaria, lo que sólo nos salva oponiéndonos a todos los demás, lo que sólo nos

salva en la euforia de una ilusión, ya que, en definitiva, lo que en el erotismo nos

ha llevado al grado extremo de la intensidad, nos condena al mismo tiempo a la

maldición de la soledad. Por otra parte, la santidad nos aleja de la soledad, pero

con la condición de aceptar esta paradoja —felix culpa!— cuyo exceso mismo nos

redime. Sólo la huida nos permite en estas condiciones volver a nuestros

semejantes. Esta huida merece sin duda el nombre de renuncia, ya que, en el

cristianismo, no podemos operar la transgresión y gozar de ella a la vez, ¡otros

son los que pueden gozar en la condena de la soledad! El acuerdo con sus

semejantes sólo vuelve a encontrarlo el cristiano con la condición de no gozar más

de aquello que lo libera, que sin embargo no es nunca sino la transgresión, la

violación de las prohibiciones sobre las que descansa la civilización.

Ciertamente, si seguimos el camino trazado por el cristianismo, podemos no

sólo salir de la soledad, sino acceder a una especie de equilibrio, escapando así
del desequilibrio primero, que tomo como punto de partida, el cual nos impide

conciliar la disciplina y el trabajo con la experiencia de lo extremo. La santidad

cristiana nos abre al menos la posibilidad de llevar hasta el fin la experiencia de

esta convulsión final que nos arroja, en el extremo, a la muerte. Entre la santidad y

la transgresión de la prohibición tocante a la muerte no hay plena coincidencia. La


transgresión de esta prohibición es ante todo la guerra. Pero la santidad no deja

de estar situada a la altura de la muerte: en esto la santidad se parece al heroísmo

guerrero que el santo vive como si muriera. ¿No hay en esto una prodigiosa

inversión? Vive como si muriera, ¡pero con el fin de hallar la vida eterna! La

santidad es siempre un proyecto. Aunque tal vez no sea ésta su esencia. Santa

Teresa decía que aunque el infierno tuviera que tragarla no podía sino perseverar.

En cualquier caso, la intención de la vida eterna se une a la santidad como a su

contrario. Como si, en la santidad, solo una componenda permitiera poner de

acuerdo al santo con la multitud, poner de acuerdo al santo con todos los demás

hombres. Con la multitud o, lo que es lo mismo, con la filosofía, es decir, con el

pensamiento común.

Lo más extraño es que haya podido surgir un acuerdo entre la transgresión

resuelta y los otros hombres, pero con la condición de no hablar. Este acuerdo se

cumple en todas las formas de religiones arcaicas. El cristianismo inventó la única

vía abierta a la transgresión que permitiera incluso hablar. Reconozcamos aquí

simplemente que el discurso que va más allá del cristianismo tiende a negar todo

lo que se parece a la transgresión, negando al mismo tiempo todo lo que se

parece a la prohibición. En el plano de la sexualidad, basta pensar en la

aberración del nudismo, una negación de la prohibición sexual, una negación de la

transgresión necesariamente engendrada por la prohibición. Si se quiere, este


discurso es la negación de lo que define lo humano por oposición a la animalidad.

Por mi parte, me parece haber rendido, hablando, una especie de homenaje

—bastante torpe— al silencio. Un homenaje también —tal vez— al erotismo. Pero

llegado a este punto, quiero invitar a los que me escuchan a la mayor

desconfianza. Hablo, en suma, un lenguaje muerto. Este lenguaje, a mi entender,

es el de la filosofía. Me atreveré a decir que para mí la filosofía es también una

forma de dar muerte al lenguaje. Es también un sacrificio. La operación de la que

hablé antes, que hace la síntesis de todos los posibles, es la supresión de todo lo

que el lenguaje introduce, sustituyendo la experiencia de la vida que brota —y de

la muerte— por un campo neutro, un campo indiferente. He querido invitarles a

desconfiar del lenguaje. Así pues, tengo que pedirles, al mismo tiempo, que

desconfíen de cuanto he dicho. No quiero terminar aquí con una pirueta, pero he

querido hablar un lenguaje igual a cero, un lenguaje equivalente a nada, un

lenguaje que vuelva al silencio. No estoy hablando de la nada, que me parece a

veces un pretexto para añadir al discurso un capítulo especializado, sino de la

supresión de lo que el lenguaje añade al mundo. Siento que esta supresión es

impracticable de forma rigurosa. No se trata por otra parte de introducir una nueva

forma de deber. Pero me faltaría al respeto a mí mismo si no les pusiera en

guardia contra un uso desafortunado de lo que he dicho. Todo lo que, a partir de

ahí, no nos aparte del mundo (en el sentido en que, más allá de la Iglesia, o en

contra de la Iglesia, una especie de santidad aparta del mundo) traicionaría mi

intención. He dicho que la disciplina, al encauzarnos por el camino del trabajo, nos

alejaba de la experiencia de los extremos. Es cierto, al menos en un sentido

general, pero esta experiencia tiene a su vez su disciplina. En todo caso, esta disciplina es,
en primer lugar, contraria a toda forma de apología verbosa del
erotismo. He dicho que el erotismo era silencio, que era soledad. Pero no lo es

para aquellos cuya presencia en el mundo es por sí sola pura negación del

silencio, vana charla, olvido de la soledad posible.

Estudio VII

Prefacio de «Madame Edwarda»*

La muerte es lo más terrible y mantener la obra de muerte es lo que

mayor fuerza requiere.

Hegel

El propio autor de Madame Edwarda ha llamado la atención sobre la

gravedad de su libro. No obstante, me parece conveniente insistir, a causa de la

ligereza con la que suelen tratarse los escritos cuyo tema es la vida sexual. No

porque albergue la esperanza —o la intención— de cambiar algo en este terreno.

Pero al lector de mi prefacio le pido que reflexione un momento en la actitud

tradicional hacia el placer (que en el juego de los sexos alcanza su mayor

intensidad) y el dolor (que ciertamente la muerte apacigua, pero que primero lleva

al punto álgido). Un conjunto de condiciones nos conduce a hacernos del hombre

(de la humanidad) una imagen igualmente alejada del placer extremo y del

extremo dolor: las prohibiciones más comunes afectan unas a la vida sexual y

otras a la muerte, de modo que ambas han formado un ámbito sagrado, que
pertenece a la religión. Lo más deplorable empezó a partir del momento en que

sólo las prohibiciones respecto a las circunstancias de la desaparición del ser se

consideraron con gravedad mientras que las que se relacionaban con las

circunstancias de su aparición —toda la actividad genética— se tomaron a la

ligera. No se trata de protestar contra la tendencia de la mayoría: es la expresión

del destino, que quiso que el hombre se riese de sus órganos reproductores. Pero

esta risa, que subraya la oposición entre el placer y el dolor (el dolor y la muerte

merecen respeto, mientras que el placer es irrisorio, objeto de desprecio), también

* Este prefacio acompaña la tercera edición de Madame Edwarda, Éditions Jean-Jacques

Pauvert, 1956. Como en las ediciones anteriores, esta novela de Bataille aparece con el

seudónimo de Pierre Angélique. Hasta 1966, dos años después de la muerte de Bataille, no saldrá

la obra con su nombre. [Traducción española en Tusquets Editores, Barcelona, 1981.]

señala su fundamental parentesco. La risa ya no es respetuosa, sino que es el

signo del horror. La risa es la actitud acomodadiza que adopta el hombre en

presencia de un aspecto que le repugna, cuando este aspecto no parece grave.

De ahí que el erotismo, cuando se considera gravemente, represente de forma

trágica una inversión.

Quiero precisar en primer lugar hasta qué punto son vanas las afirmaciones

triviales según las cuales la prohibición sexual es un prejuicio, del que ya es hora

de librarse. La vergüenza, el pudor, que acompañan el sentimiento fuerte del

placer no serían sino pruebas de falta de inteligencia. Esto es tanto como decir

que por fin deberíamos hacer tabla rasa y volver al tiempo de la animalidad, del

libre devorar y de la indiferencia a las inmundicias. Como si la humanidad entera


no fuese el resultado de movimientos de horror seguidos de atracción, con los que

la sensibilidad y la inteligencia se vinculan. Pero sin querer oponer nada a la risa

cuya causa es la indecencia, podemos volver —en parte— sobre un aspecto

introducido por la propia risa.

La risa es en efecto lo que justifica una forma de condena deshonrosa. La

risa nos lleva por un camino en el que el principio que fundaba una prohibición en

decencias necesarias e inevitables se cambia en obtusa hipocresía, en

incomprensión de lo que está en juego. La extrema licencia ligada a la broma va

acompañada, en efecto, de una negación a tomar en serio —quiero decir bajo su

aspecto trágico— la verdad del erotismo.

El prefacio de este pequeño libro, en el que se representa sin tapujos el

erotismo como lo que conduce a la conciencia me proporciona la ocasión de hacer

una llamada que deseo que sea patética. No porque a mis ojos sea sorprendente

que el espíritu se aparte de sí mismo, y dándose, por así decirlo, la espalda, se

convierta por obstinación en la caricatura de su verdad. Si el hombre necesita la

mentira, después de todo, ¡allá él! El hombre, que quizá tiene orgullo, está perdido

en la masa humana.

Pero en fin... Nunca olvidaré lo que de violento y maravilloso entraña la

voluntad de abrir los ojos, de ver de frente lo que ocurre, lo que es. Y no sabría lo

que ocurre si no supiera nada del placer extremo, si no supiera nada del dolor

extremo.

Entendámonos. Pierre Angélique se toma el trabajo de decirlo: no sabemos

nada y estamos en el fondo de la noche. Pero al menos podemos ver lo que nos

engaña, lo que nos impide conocer nuestro desamparo o, más exactamente, saber
que el gozo es lo mismo que el dolor, lo mismo que la muerte.

Aquello de lo que nos apartan estas risotadas, suscitadas por las bromas

licenciosas, es la identidad del placer extremo y del dolor extremo: la identidad

entre el ser y la muerte, entre el saber que concluye en esta perspectiva

deslumbrante y la oscuridad definitiva. De esta verdad, seguramente podremos

reírnos al final, aunque entonces con una risa plena, que no se limite al desprecio

de lo que puede ser repugnante, pero cuya repulsión nos envilece.

Para llegar hasta el final del éxtasis donde nos perdemos en el goce,

siempre debemos poner un límite inmediato: el horror. No sólo el dolor de los

demás o el mío propio al acercarme al momento en que el horror se apoderará de

mí puede hacerme alcanzar un estado gozoso rayano en el delirio, sino que no

hay forma de repugnancia en la cual no pueda discernir afinidad con el deseo. No

es que el horror se confunda alguna vez con la atracción, pero si no puede

inhibirla o destruirla, el horror refuerza la atracción. El peligro paraliza, pero al ser

menos fuerte puede excitar el deseo. Sólo alcanzamos el éxtasis en la

perspectiva, aun lejana, de la muerte, de lo que nos destruye.

Un hombre difiere de un animal en que ciertas sensaciones lo hieren y lo

anonadan en lo más íntimo. Estas sensaciones varían según el individuo y según

las formas de vivir. Pero la vista de la sangre o el olor a vómito, que suscitan en

nosotros el horror de la muerte, nos dan a conocer a veces un estado de náusea

que nos afecta más cruelmente que el dolor. No soportamos estas sensaciones

ligadas al vértigo supremo. Algunos prefieren la muerte al contacto de una

serpiente, por inofensiva que sea. Existe un campo en el que la muerte ya no sólo

significa la desaparición, sino el trance intolerable en el que desaparecemos a


nuestro pesar, cuando a cualquier precio no habría que desaparecer. Es

precisamente por este a cualquier precio, por este a nuestro pesar por lo que se

distingue el momento del inmenso gozo y del éxtasis innominable pero

maravilloso. Si no hay nada que nos supere, que nos supere a pesar nuestro,

obligándonos a cualquier precio a no ser, no alcanzamos el momento insensato al

que tendemos y que al mismo tiempo rechazamos con todas nuestras fuerzas.

El placer sería despreciable si no fuera esa aberrante superación, que no

está reservada al éxtasis sexual y que los místicos de diferentes religiones, y en

primer lugar los místicos cristianos, han conocido del mismo modo. El ser nos es

dado en una superación intolerable del ser, no menos intolerable que la muerte. Y

puesto que, en la muerte, al mismo tiempo que el ser nos es dado, nos es quitado,

debemos buscarlo en el sentimiento de la muerte, en esos trances intolerables en

los que nos parece que morimos, porque el ser ya no está en nosotros más que

como exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del gozo.

Incluso el pensamiento (la reflexión) no culmina en nosotros sino en el

exceso. ¿Qué significa la verdad, fuera de la representación del exceso, si sólo

vemos lo que excede la posibilidad de ver lo que es intolerable ver, así como, en el

éxtasis, es intolerable gozar, y si pensamos aquello que excede la posibilidad de

pensar?'

Después de esta reflexión patética, que se aniquila a sí misma en un grito,

hundiéndose en la intolerancia hacia sí misma, volvemos a encontrar a Dios. Este

es el sentido, la enormidad de este librito insensato: este relato pone en juego, en

la plenitud de sus atributos, al mismo Dios: y este Dios, no obstante, es una mujer

pública, en todos los aspectos igual a cualquier otra. Pero lo que no ha podido
decir el misticismo (en el momento de decirlo, desfallecía), lo dice el erotismo:

Dios no es nada si no es superación de Dios en todos los sentidos; en el sentido del ser
vulgar, en el del horror y de la impureza; y finalmente en el sentido de

nada... No podemos añadir impunemente al lenguaje la palabra que supera las

palabras, la palabra Dios; en el instante en que lo hacemos, este nombre,

superándose a sí mismo, destruye vertiginosamente sus límites. Lo que es no

retrocede ante nada. Está en cualquier parte donde es imposible esperar

encontrarlo: él mismo es una enormidad. Quien tiene la más leve sospecha de

esto calla enseguida. O buscando la salida, y sabiendo que está atrapado, busca

en sí lo que, pudiendo aniquilarlo, lo hace semejante a Dios, semejante a nada.

En este inenarrable camino por donde nos lleva el más incongruente de

todos los libros, cabe la posibilidad de que hagamos aún algunos descubrimientos.

Por ejemplo, al azar, el de la felicidad...

El gozo se hallaría justamente en la perspectiva de la muerte (de modo que

queda oculta bajo la apariencia de su contrario, la tristeza).

No me inclino en absoluto a pensar que lo esencial en este mundo sea la

voluptuosidad. El hombre no está limitado al órgano del goce sexual. Pero este

inconfesable órgano le enseña un secreto.

Puesto que el goce depende de la

perspectiva deletérea que se abre ante el espíritu, es probable que hagamos

trampas y que intentemos acceder al gozo acercándonos lo menos posible al

horror. Las imágenes que excitan el deseo o provocan el espasmo final suelen ser

turbias, equívocas: si apuntan al horror, a la muerte, siempre es de una manera


taimada. Incluso en la perspectiva de Sade, la muerte se desvía hacia el otro, y el

otro es al principio una expresión deliciosa de la vida. El campo del erotismo está

condenado a la astucia. El objeto que provoca el trance de Eros se da por distinto

de lo que es. De modo que en materia de erotismo, los ascetas son los que tienen

razón. Los ascetas dicen de la belleza que es la trampa del diablo: sólo la belleza,

en efecto, vuelve tolerable una necesidad de desorden, de violencia y de

indignidad que es la raíz del amor. No puedo examinar aquí en detalle los delirios

cuyas formas se multiplican y de los que el amor puro nos da a conocer

taimadamente el más violento, el que lleva hasta los límites de la muerte el ciego

exceso de la vida. Sin duda, el rechazo de los ascetas es vulgar, es cobarde, es

cruel, pero da la razón al temblor sin el cual nos alejamos de la verdad de la

noche. No hay motivo para conceder al amor sexual una eminencia que sólo la

vida posee plenamente, pero si no lleváramos la luz al punto preciso donde cae la

noche, ¿cómo sabríamos que estamos hechos, como lo estamos, de la proyección

del ser en el horror? Puesto que el ser se pierde, que zozobra en el vacío

nauseabundo que a cualquier precio debía evitar...

Nada, ciertamente, es más terrible. ¡Qué irrisorias deberían parecemos las

imágenes del infierno en los pórticos de las iglesias! El infierno es la idea

amortiguada que Dios nos da involuntariamente de sí mismo. Pero a escala de la

pérdida ilimitada, estamos de nuevo ante el triunfo del ser —que nunca pudo

concordar con el movimiento que pretendía hacerlo perecedero. El ser se invita a

sí mismo a la terrible danza cuyo ritmo sincopado es el desfallecimiento, que debemos


aceptar como tal, conociendo solamente el horror con el que se asocia.

Si nos falla el corazón, no hay nada más torturante. Y nunca faltará el momento de

la tortura: ¿cómo, si nos faltara, superarlo? Pero el ser abierto sin reserva —a la
muerte, al suplicio, al gozo—, el ser abierto y en trance de muerte, dolorido y feliz,

ya asoma en su luz velada: esta luz es divina. Y el grito que, con la boca torcida,

este ser, ¿en vano?, quiere hacer oír es un inmenso aleluya, perdido en el silencio

sin fin.

Conclusión
Si a mis lectores les interesaba el erotismo del mismo modo que les

interesaban los problemas separados, desde un punto de vista especializado, no

les hacía ninguna falta este libro.

No digo que el erotismo sea lo más importante. El problema del trabajo es

más acuciante. Pero es un problema a la medida de nuestros medios. Mientras

que el erotismo es el problema por antonomasia. En tanto que es un animal

erótico, el hombre es para sí mismo un problema. El erotismo es nuestra parte

problemática.

El especialista nunca está a la medida del erotismo.

Entre todos los problemas, el erotismo es el más misterioso, el más general,

el más aislado.

Para aquel que no puede eludirlo, para aquél cuya vida se abre a la

exuberancia, el erotismo es el problema personal por excelencia. Es, al mismo

tiempo, el problema universal por excelencia.

El trance erótico es también el más intenso (exceptuando, si se quiere, la

experiencia de los místicos). De modo que está situado en la cima del espíritu

humano.
Si el erotismo está en la cima, la interrogación que coloco al final de mi libro

también se sitúa allí.

Ahora bien, es filosófica.

La suprema interrogación filosófica, a mi entender, coincide con la cima del

erotismo.

Estas consideraciones conclusivas son en un sentido ajenas al contenido

definido de mi libro: pasan del erotismo a la filosofía, pero justamente creo, por

una parte, que el erotismo no puede reducirse, sin ser mutilado, al aspecto

separado del resto de la vida que tiene en la mente de la mayoría. Por otro lado, la

filosofía tampoco puede aislarse. Hay un punto en que debemos aprehender el

conjunto de los factores del pensamiento, de los factores que nos ponen en juego

en el mundo.

Este conjunto evidentemente se nos escaparía si no lo expusiera el

lenguaje.

Mas si lo expone el lenguaje, sólo puede hacerlo en partes sucesivas, que

se desarrollan en el tiempo. Nunca nos será dada, en un solo y supremo instante,

la visión global, que el lenguaje fragmenta en aspectos separados, ligados en la

cohesión de una explicación, pero que se suceden sin confundirse en su

movimiento analítico.

Así, el lenguaje, si bien reúne la totalidad de lo que nos importa, al mismo

tiempo la dispersa. En él no podemos aprehender aquello que nos importaba, y

que se nos escapa en forma de proposiciones dependientes una de otra, sin que

aparezca un conjunto al que cada una de ellas remita. Vivimos con la atención

puesta en este conjunto oculto tras la sucesión de las frases, pero no podemos
hacer que la plena luz sustituya al parpadeo de las frases sucesivas.

Ante esta dificultad, la mayoría de los hombres permanece indiferente.

No es necesario responder a la interrogación que es en sí la existencia. Y ni

siquiera plantearla.

Pero el hecho de que un hombre no le dé respuesta o no se la plantee

siquiera no elimina la pregunta.

Si alguien me preguntara lo que somos, le contestaría de todas formas:

¡Esta apertura a todo lo posible, este anhelo que ninguna satisfacción material

jamás podrá colmar y que el juego del lenguaje no es capaz de engañar!

Buscamos una cima. Cada cual, si quiere, puede renunciar a la búsqueda. Pero la

humanidad en conjunto aspira a esta cima, que es lo único que la define, lo único

que le da su justificación y su sentido.

Esta cima, este momento supremo, es distinto del que persigue la filosofía.

La filosofía no sale de sí misma, no puede salir del lenguaje. Utiliza el

lenguaje de tal modo que jamás le sucede el silencio. De modo que el momento

supremo excede necesariamente a la interrogación filosófica. La excede al menos

en la medida en que la filosofía pretende responder a su propia pregunta.

Así es como debemos situar la dificultad.

La pregunta sólo tiene sentido si la elabora la filosofía: es la interrogación

suprema cuya respuesta es el momento supremo del erotismo —el silencio del

erotismo.

El momento de la filosofía prolonga el del trabajo y de la prohibición.

Renuncio a extenderme en este punto. Pero la filosofía que discurre (que no sabe

interrumpir su movimiento) se opone a la transgresión. Si la filosofía, desde el


trabajo y la prohibición (que concuerdan y se completan), viniera a fundamentarse

en la transgresión, ya no sería lo que es, sino su irrisión.

En relación al trabajo, la transgresión es un juego.

La filosofía, en el mundo del juego, se disuelve.

Dar la transgresión como fundamento de la filosofía (tal es el rumbo de mi

pensamiento) es sustituir el lenguaje por una contemplación silenciosa. Es la

contemplación del ser en la cima del ser. El lenguaje no ha desaparecido de

ningún modo. ¿Sería accesible la cima si el discurso no hubiera revelado sus

accesos? Pero el lenguaje que los describió ya no tiene sentido en el instante

decisivo, cuando la misma transgresión en su movimiento sustituye a la exposición

discursiva de la transgresión. Entonces un momento supremo se añade a estas

apariciones sucesivas: en ese momento de profundo silencio —en ese momento

de muerte— se revela la unidad del ser, en la intensidad de las experiencias

donde su verdad se despega de la vida y de sus objetos.

En la introducción de este libro, esforzándome —en el plano del lenguaje—

en proporcionar a este momento supremo un acceso comprensible, lo he

vinculado con la intuición de la continuidad del ser.

Como dije, el texto de esta introducción es el de una conferencia. A esa

conferencia asistía Jean Wahl, que después me hizo la siguiente objeción (yo

había atribuido ese sentimiento de continuidad a los participantes del juego

erótico): «... Uno de los participantes debe tener conciencia de la continuidad. Bataille nos
habla, Bataille escribe, es consciente, y, en el momento en que es

consciente, la continuidad puede romperse. No sé lo que dirá Bataille sobre este

punto, pero me parece que hay ahí un problema real... La conciencia de la

continuidad ya no es continuidad, mas entonces ya no se puede hablar».


Jean Wahl me había entendido exactamente.

Le contesté en el acto, diciéndole que tenía razón, pero que en el límite, a

veces, la continuidad y la conciencia se aproximan.

En efecto, el momento supremo se da en el silencio y, en el silencio, la

conciencia se oculta.

Escribía hace un rato: «en ese momento de profundo silencio —en ese

momento de muerte...».

¿Qué sería de nosotros sin el lenguaje? Nos hizo ser lo que somos. Sólo él

revela, en el límite, el momento soberano en que ya no rige. Pero al final el que

habla confiesa su impotencia.

El lenguaje no se da independientemente del juego de la prohibición y de la

transgresión. Por eso la filosofía, para poder resolver, en la medida de lo posible,

el conjunto de los problemas, tiene que retomarlos a partir de un análisis histórico

de la prohibición y de la transgresión. A través de la contestación, basada en la

crítica de los orígenes, es cómo la filosofía, volviéndose transgresión de la

filosofía, accede a la cima del ser. La cima del ser sólo se revela por entero en el

movimiento de transgresión en el que el pensamiento, fundamentado gracias al

trabajo en el desarrollo de la conciencia, supera por fin el trabajo, sabiendo que no

puede serle subordinado.

Notas

Introducción

1. Este texto, redactado con la intención a la que responde en el presente

libro, fue leído antes como conferencia.


Primera parte. Lo prohibido y la transgresión

Capítulo I. El erotismo en la experiencia interior

1. No vale la pena insistir en el carácter hegeliano de esta operación, que

responde al momento de la dialéctica expresado por el intraducible verbo alemán

de aufheben (superar y a la vez mantener).

2. Esto vale para la psicología entera; pero, sin el erotismo y la religión, la

psicología no es, en efecto, más que un saco vacío. Ya lo sé; juego, por el

momento, sobre un equívoco entre el erotismo y la religión; pero sólo el desarrollo

de esta obra saldrá de él.

Capítulo II. La prohibición vinculada a la muerte

1. El trabajo fundó al hombre: los primeros rastros dejados por el hombre

son herramientas de piedra. En último lugar, al parecer, el australopitecus, aunque

aún lejos de la forma acabada que nosotros representamos, habría dejado

herramientas de este tipo. El australopitecus vivía hace alrededor de un millón de

años (mientras que el hombre de Neandertal, a quien se atribuyen las primeras

sepulturas, vivió sólo hace unos cien mil años).

2. No por ello es menos cierto que las descripciones de Lévy-Bruhl son

correctas y de un interés cierto. Si, como Cassirer, hubiese hablado de

«pensamiento mítico» y no de «pensamiento primitivo», no se habría encontrado

con las mismas dificultades. El «pensamiento mítico» puede coincidir en el tiempo

con el pensamiento racional, del cual no es su origen.

3. No obstante, las expresiones de mundo profano (equivalente a mundo

del trabajo o de la razón) y de mundo sagrado (equivalente a mundo de la

violencia) son muy antiguas. Ahora bien, profano y sagrado son palabras del
lenguaje irracional.

4. Las 120 jornadas de Sodoma, «Introducción». [Traducción española

en Tusquets Editores, Barcelona, 1991.]

Capítulo III. La prohibición vinculada a la reproducción

1. Este hombre conocía el uso de algunas materias colorantes, pero no

dejó muestras de dibujo alguno; en cambio, ya desde los primeros tiempos del

homo sapiens son numerosos los indicios de ese tipo.

2. L'Homme et le sacre, 2.

ed., París, Gallimard, 1950, pág. 71, n. 1.

3. He dejado para la segunda parte (véase el estudio IV) un análisis más

detallado del incesto, fundado en la obra erudita de Claude Lévi-Strauss, Les

structures élémentaires de la párente, Presses Universitaires de France, 1949, in-

, 640 páginas.

Capitulo IV. La afinidad entre la reproducción y la muerte

1. Para la noción de violencia opuesta a la razón hay que referirse a la

obra magistral de Éric Weil, Logique de la philosophie (París, Vrin). La concepción

de la violencia que está en la base de la filosofía de Éric Weil me parece, además,

próxima a mi punto de partida.

2. Es así como Aristóteles se representaba la «generación espontánea»

en la que aún creía.

3. Aunque esta verdad no suela ser reconocida, Bossuet la expresa en su


Sermón de la muerte (1662): «La naturaleza», dice, «casi envidiosa del bien que

nos ha hecho, nos declara a menudo y nos da a entender que no puede dejarnos

por mucho tiempo ese poco de materia que nos presta, que no debe permanecer

en las mismas manos, y que debe estar eternamente en el comercio: lo necesita

para otras formas, lo vuelve a pedir para otras obras. Esta reincorporación

continua del género humano, quiero decir los niños que nacen, a medida que

avanzan parecen empujarnos con el hombro y decirnos: Retiraos, ahora nos toca

a nosotros. Así, tal como vemos pasar a algunos por delante de nosotros, otros

nos verán pasar y deberán a su sucesor el mismo espectáculo».

Capítulo V. La transgresión

1. L'Homme et le sacre, 2.a ed., Gallimard, París, 1950, cap. IV, «Le sacre

de la transgression: théorie de la féte», págs. 125-168.

2. Op. cit., pág. 151.

3. Ibíd.

4. Op. cit., pág. 153.

5. Op. cit., cap. IV, «Le sacre de la transgression: théorie de la féte»,

páginas 125-168.

Capítulo VI. Matar, cazar, hacer la guerra

1. No hay en la animalidad una prohibición de dar muerte a los semejantes.

Pero, de hecho, el dar muerte a un semejante es un acto excepcional en el

comportamiento animal tal como lo determina el instinto, por más dificultad que

presente el instinto. Incluso los combates de animales de la misma especie no

tienen en principio como resultado el acto de dar la muerte.

2. Remito a G. Bataille, Lascaux ou la naissance de l'art, Skira, 1955,


páginas 139-140, donde he resumido, y criticado, las diversas explicaciones dadas

hasta entonces. Luego fueron publicadas otras explicaciones no menos frágiles.

En 1955 había renunciado a proponer mi propia hipótesis (cf. OC, t. IX, páginas 60

y 94; t. X, páginas 586-589).

3. Rene Grousset y Sylvie Renault-Gatier, en la Histoire universelle, «La

Pléiade», Gallimard, 1955, t. I, págs. 1.552-1.553.

4. Cari von Clausewitz, De la Guerre. Trad. de D. Naville, París, Éd. de

Mi-nuit, 1955, pág. 53.

5. M.R. Davie, La Guerre dans les sociétés primitives. Traducido del

inglés, París, Payot, 1931, págs. 439-440.

6. Esto si llegase a ponerse en movimiento.

Capítulo VII Matar y sacrificar

1. Véase más arriba, «Introducción», pág. 27.

2. No obstante, el modelado del oso sin cabeza de la cueva de

Montespan, que pertenecería al paleolítico superior tardío (H. Breuil, Quatre cents

siécles d'art parietal, Montignac, 1952, págs. 236-238), podría sugerir una

ceremonia parecida a un sacrificio de ese animal. Los sacrificios rituales, por parte

de los cazadores de Siberia o los aino del Japón, del oso que han capturado,

tienen, me parece, caracteres muy arcaicos. Podría existir un parecido entre ellos

y lo que sugiere el modelado de Montespan.

3. O, si se prefiere: para aquel cuyo pensamiento es dialéctico,

susceptible de ser desarrollado a través de movimientos contradictorios.

4. Exactamente: formado por el trabajo.

5. Entre los aztecas, a quienes les eran familiares los sacrificios, hubo que
establecer sanciones para quienes no soportaban ver a los niños que eran

llevados a la muerte y apartaban la vista del cortejo.

Capítulo IX. La plétora sexual y la muerte

1. Todo está claro cuando se trata de la actividad económica de la

sociedad. Pero la actividad del organismo se nos escapa: siempre existe una

relación entre el crecimiento y el desarrollo de las funciones sexuales; y ambos

dependen de la hipófisis. No podemos medir con la suficiente precisión los gastos

de calorías del organismo para asegurar que, o bien se hacen en el sentido del

crecimiento, o bien se consumen en la actividad genésica. Unas veces la hipófisis

hace que la energía sea apropiada para el desarrollo de las funciones sexuales,

otras veces para el crecimiento. Así, el gigantismo contraría la función sexual; la

pubertad precoz podría, aunque es dudoso, coincidir con una detención del

crecimiento.

2. Las posibilidades de un acuerdo entre el desgarramiento erótico y la

violencia son generales y abrumadoras. Me refiero a un pasaje de Marcel Aymé

(Uranus, Gallimard, págs. 151-152), que tiene el mérito de representar las cosas

con una banalidad que nos las hace próximas, inmediatamente sensibles. Esta es

la frase final: «La visión de esos dos pequeños burgueses prudentes, mezquinos,

gazmoños, contemplando de reojo las víctimas del suplicio en su comedor de

estilo Renacimiento y, semejantes en esto a los perros, juntándose y

zarandeándose entre los pliegues de la cortina (...)»■ Se trata de una ejecución de

milicianos, precedida de horrores sangrientos, observada por una pareja de

simpatizantes de las víctimas.

Capítulo X. La transgresión en el matrimonio y en la orgía


1. De todos modos, el derecho de pernada, que habilitaba al señor feudal

como soberano que era de su territorio, para ese servicio, no era, como se

supuso, el privilegio desorbitado de un tirano a quien nadie se habría atrevido a

resistirse. Al menos su origen era otro.

Capítulo XI. El cristianismo

1. Pág. 94.

2. Véase Roger Caillois, L'Homme et le sacre (2.a ed., París, Gallimard,

1950), págs. 35-72. Este texto de Caillois fue publicado en Histoire genérale des

religions (Quillet, 1948, t. I) bajo el título de «La ambigüedad de lo sagrado».

3. No obstante, la afinidad profunda de la santidad y de la transgresión

nunca ha cesado de evidenciarse. A los ojos mismos de los creyentes, el disoluto

está más cerca de los santos que el hombre sin deseo.

4. Hertz, si bien no era cristiano, participaba evidentemente de una moral

análoga a la cristiana. Su estudio, que apareció en la Revue philosophique, fue

reproducido en una compilación de sus trabajos (Mélanges de sociologie religieuse et de


folklore, 1928).

5. Fue muerto durante la primera guerra mundial.

6. «Esquisse d'une théorie genérale de la magie», en Année sociologique,

1902-1903. La posición prudente de los autores se oponía a la de Frazer (cercana

a la de Hertz). Frazer veía en la actividad mágica una actividad profana. Hubert y

Mauss consideran la magia como religiosa, al menos lato sensu. La magia suele

estar en el lado izquierdo, en el lado impuro, pero plantea unas complejas

cuestiones que no abordo aquí.

7. En Fusées, III.

8. Subrayado por Baudelaire.


9. No puedo hablar más extensamente, en el marco de este libro, de la

significación de una recuperación del erotismo negro en el erotismo de los

corazones, que lo supera. Puedo decir sin embargo que el erotismo negro se

resuelve en la conciencia de una pareja de partenaires prendados el uno del otro.

En esta conciencia aparece, en forma corpuscular, lo que significa el erotismo

negro. La posibilidad del pecado se presenta para escabullirse de inmediato. Aun

imposible de atrapar, se presenta. El recuerdo del pecado ya no es el afrodisiaco

que era el pecado, pero, en el pecado, todo, al final, se escabulle; al goce le sigue

un sentimiento de catástrofe, o la desilusión. En el erotismo de los corazones, el

ser amado ya no se escapa, está capturado en el vago recuerdo de las

posibilidades aparecidas sucesivamente en la evolución del erotismo. Lo que abre

sobre todo la conciencia clara de esas posibilidades diversas, inscritas en el largo

desarrollo que va hasta el poder de la profanación, es la unidad de los momentos

extáticos que dejan a los seres discontinuos abiertos al sentimiento de la

continuidad del ser. A partir de ahí se hace accesible una lucidez extática, ligada al

conocimiento de los límites del ser.

Capítulo XII. El objeto del deseo: la prostitución

1. Véase, de Max-Pol Fouchet, L'Art amoureux des Indes, Lausana, La

Guilde du Livre, 1957, in-4° (fuera de comercio).

Capítulo XIII. La belleza

1. ¿Cómo hemos imaginado, en el camino de la continuidad, en el camino

de la muerte, la persona de Dios, que se preocupa por la inmortalidad individual,

que se ocupa de un cabello de un ser humano? Sé que, en el amor de Dios, a

veces ese aspecto se disipa; que, más allá de lo concebible, de lo concebido, se


revela la violencia. Sé también que la violencia, lo desconocido, nunca han

significado la imposibilidad del conocimiento y de la razón. Pero lo desconocido no es el


conocimiento, la violencia no es la razón, la discontinuidad no es la

continuidad que la quiebra, que la mata. Ese mundo de la discontinuidad es

llamado, en el horror, a concebir —puesto que, a partir de la discontinuidad, el

conocimiento es posible— la muerte, es decir, el más allá del conocimiento y de lo

concebible. La distancia, pues, es débil entre Dios, en quien coexisten violencia y

razón (continuidad y discontinuidad) y la perspectiva del desgarramiento abierta a

la existencia intacta (la perspectiva de lo desconocido abierta al conocimiento).

Pero ahí está la experiencia que designa en Dios el medio para salir de ese delirio

al cual pocas veces llega el amor de Dios, que designa en Dios al «Buen Dios»,

garante del orden social y de la vida discontinua. Lo que, en su culminación,

alcanza el amor de Dios es en verdad la muerte de Dios. Pero por ese lado no

podemos conocer nada que sea el límite mismo del conocimiento. Eso no significa

que la experiencia del amor de Dios no nos dé las más verdaderas indicaciones.

No debemos sorprendernos de que los datos teóricos no falseen la experiencia

posible. La búsqueda es siempre la de la continuidad, a la cual llega el «estado

teopático». Las vías de esta investigación nunca son derechas.

2. Negándonos a nosotros mismos como objetos.

3. Tengo plena conciencia del carácter incompleto de estos desarrollos.

He querido dar una visión de conjunto coherente del erotismo, pero no su cuadro

exhaustivo. Aquí me refiero esencialmente a la belleza femenina. Sólo es, en este

libro, una laguna entre otras muchas.

4. Del deseo con el amor individual, de la duración de la vida con la

atracción hacia la muerte, del frenesí sexual con el cuidado de los hijos.
Segunda parte. Estudios diversos sobre el erotismo
Estudio I. Kinsey, el hampa y el trabajo

1. Si hablo clara y distintamente de mí, es postulando mi existencia como

una realidad aislada, semejante a la de los demás hombres a los que considero

desde fuera, y sólo he podido distinguir a los otros hombres en la medida en que

tienen, en su apariencia de aislamiento, la perfecta identidad consigo mismo que

atribuyo a las cosas.

2. Kinsey, Pomeroy, Martin, Le comportement sexuel de l'homme (Ed. du

Pa-vois, 1948). Kinsey, Pomeroy, Martin, Gebhard, Le comportement sexuel de la

femme (Amiot Dumont, 1954).

3. Incluso los datos fundamentales de la antropología somática sólo

tienen sentido en cuanto son explicativos de una realidad conocida, en la que

sitúan al ser humano dentro del reino animal.

4. El crítico americano Lionel Trilling insiste con razón en la ingenuidad de

los autores, que creyeron que afirmando este carácter natural zanjaban el

problema.

5. ¿Qué es, en cierto sentido, la clase soberana sino el hampa feliz, que

goza del consentimiento de la muchedumbre? Los pueblos más primitivos tienden

a reservar la poligamia para sus jefes.

Estudio II. El hombre soberano de Sade

1. Lautréamont et Sade, Ed. de Minuit, 1949, págs. 220-221. El Estudio de

Maurice Blanchot no es solamente la primera exposición coherente del


pensamiento de Sade: según las palabras del autor, ayuda al hombre a

comprenderse a sí mismo, ayudándole a modificar las condiciones de toda

comprensión.

2. En Las 120 jornadas de Sodoma [traducción española en Tusquets

Editores, Barcelona, 1991], que escribió en la cárcel, fue donde esbozó por

primera vez el cuadro de una vida soberana, que era una vida de crápula, de

libertinos dedicados a la voluptuosidad criminal. En vísperas del 14 de julio de

1789, se le trasladó de cárcel por haber intentado amotinar a los transeúntes

gritando desde la ventana: «Pueblo de París, están degollando a los prisioneros».

No se le permitió llevarse nada y el manuscrito de Las 120 jornadas desapareció

en el saqueo que siguió a la caída de la Bastilla. Unos buscones recogieron de

entre los montones de objetos esparcidos por el patio lo que les pareció digno de

interés. El manuscrito fue hallado, hacia 1900, en una librería de Alemania; el

propio Sade dijo que había derramado «lágrimas de sangre» por una pérdida que

afectaba en efecto a los demás, que, en general, afectaba a toda la humanidad.

3. Maurice Blanchot, op. cit., págs. 256-258.

4. Op. cit., págs. 244.

5. Op. cit., págs. 236-237.

Estudio III. Sade y el hombre normal

1. En Revue de París, 1834.

2. Se trata de Justine, exactamente de la Nouvelle Justine, o sea de la

versión más libre, publicada por cuenta del autor en 1797, y reeditada en 1953 en

Jean-Jacques Pauvert. La primera versión se publicó en 1930 en las Éditions

Fourcade, al cuidado de Maurice Heine; se publicó de nuevo en las Éditions du


Point du Jour, en 1946, con un prefacio de Jean Paulhan y, en 1954, fue reeditada

en Jean-Jacques Pauvert, con una versión distinta del presente estudio como

prefacio.

3. La propuesta no es nueva: todos la reconocemos. De modo que la voz

popular la dice y repite sin que jamás se oiga una protesta: «En el corazón de todo

hombre dormita un cerdo».

4. Dio a su estudio un título algo llamativo: Faut-il brüler Sade? (¿Hay que

quemar a Sade?). Publicado primero en los Temps Modernes, constituye la

primera parte de Priviléges, Gallimard, 1955, in-16 (Collection «Les Essais,

LXXVI). Lamentablemente, la biografía de Sade que la autora dio junto con su

estudio tomó la forma de una obra efectista, cuyo movimiento exagera a veces los

hechos.

5. Priviléges, pág. 42.

Estudio IV. El enigma del incesto

1. Presses Universitaires de France. [Las estructuras elementales del

parentesco, Paidós, Barcelona, 1988].

2. Structures élémentaires de la párente, pág. 30.

3. Op. cit., pág. 14.

4. Op. cit., pág. 23.

5. Op. cit., pág. 25.

6. Op. cit., pág. 609-610.

7. Lévi-Strauss remite (op. cit., pág. 609, n.°l) a A. L. Kroeber, «Tótem and

Taboo» en Retrospect.

8. Op. cit., pág. 127-128.


9. Op. cit, pág. 544.

10. Ibíd.

11. Op. cit., pág. 545.

12. Op. cit., pág. 66. L'Essai sur le Don, de Marcel Mauss, cuya primera

edición apareció en Année Sociologique, 1923-1924, ha sido reeditado

recientemente en un primer volumen que reúne algunos de los escritos del gran

sociólogo desaparecido, bajo el título de Sociologie et anthropologie (Presses

Universitaires de France, 1950). En La part maudite (Ed. de Minuit, 1949) [La parte

maldita, Icaria, Barcelona, 1987], expuse detenidamente el contenido del Essai sur

le Don, en que vi, si no la base de un concepto nuevo de la economía, al menos el

principio de la introducción de un nuevo punto de vista, (cf. Oeuvres completes, t.

VII, págs. 66-79).

13. Op. cit., pág. 67.

14. Op. cit., pág. 81.

15. Op. cit., pág. 82.

16. Op. cit., pág. 81.

17. Op. cit., pág. 596.

18. Op. cit., pág. 48.

19. Hay en este punto una evidente exageración: hoy día, las situaciones

difieren ampliamente según los casos. Asimismo, podemos preguntarnos si para

los mismos hombres primitivos la suerte del soltero era siempre igual.

Personalmente creo que la teoría de Lévi-Strauss se funda principalmente en la

«generosidad», aun cuando, sin ninguna duda, el «interés» da a los hechos un

peso indiscutible.
20. Op. cit., pág. 64.

21. Ibid.

287

22. Op. cit., pág. 65.

23. Op. cit., pág. 176.

24. Op. cit., pág. 178.

25. Ibíd.

26. Op. cif., pág. 560.

27. No creo que Claude Lévi-Strauss comparta este horror. Pero no estoy

seguro de que perciba todas las consecuencias del paso del pensamiento que se

da un objeto particular, artificialmente aislado (ésta es la ciencia), al pensamiento

dirigido al conjunto, a la ausencia de objeto, que es el pensamiento propio de la

filosofía (aunque tras el término de filosofía, no hay a menudo más que una

manera menos estrecha —más arriesgada— de considerar cuestiones

particulares).

Estudio V. Mística y sensualidad

1. Mystique et continence. Travaux du VII""' Congrés intemational d'Avon,

Edit. Desclée de Brouwer, 1952, in-8° (31.° año de la Revue Carmélitaine).

2. Op. cit., pág. 10.

3. Op. cit., pág. 19. El subrayado es del autor.

4. Op. cit., pág. 26.

5. La signification du symbolisme conjugal, págs. 380-389.

6. Cf. también antes, 1.a parte, cap. XI.

7. El P. Beirnaert remite (pág. 380) a J. Leuba, La Psychologie des


mystiques religieux, pág. 202. El doctor Parcheminey expone el pensamiento de

Marie Bonaparte, (pág. 238), siguiendo un artículo de la Revue francaise de

Psychanalyse (1948, n.° 2).

8. No obstante, ellos mismos tienden a suponer que una vocación de

psiquiatra exige un mínimo de rasgos neuróticos.

9. El P. Tesson, Sexualité, inórale et mystique, págs. 359-380. El P.

Philippe de la Trinité sostiene la misma opinión en Amour mystique, chasteté

parfaite, págs. 17-36 (artículo inicial del libro).

10. El P. Tesson, Sexualité, morale et mystique, pág. 376.

11. No me refiero al gasto de «energía sexual». Estoy de acuerdo con

Oswald Schwartz {Psychologie sexuelle, Gallimard, 1951, pág. 9) en ver en el

concepto de «energía sexual» una fabricación sin fundamento; no obstante, me ha

parecido que Schwartz obvia el hecho de que una energía física no

predeterminada, disponible en varios sentidos, siempre está en juego en la

actividad sexual.

12. Op. cit., pág. 386.

13. No ocurre lo mismo en los demás campos de la posibilidad humana.

En el campo de la investigación filosófica o matemática, o incluso de la creación

poética, no se produce ninguna excitación sexual. En rigor, el combate, o el

crimen, o incluso el atraco o el robo, no parecen ajenos a esta posibilidad. La

excitación sexual y el éxtasis siempre están ligados a movimientos de

transgresión.

Estudio VI. La santidad, el erotismo y la soledad

1. Lascaux ou la naissance de l'Art («Grands Siécles de la Peinture»), Genéve, Skira, 1955.


Lo llamo el hombre de los primeros tiempos, pero sólo en el
sentido de que el hombre de Lascaux no debía diferir mucho del hombre de los

primeros tiempos. Las pinturas de la cueva de Lascaux son evidentemente

posteriores a la fecha que se puede asignar sin demasiada imprecisión al

«nacimiento del arte».

Estudio VII. Prefacio de Madame Edwarda

1. Pido disculpas por añadir aquí que esta definición del ser y del exceso

no puede fundamentarse filosóficamente, ya que el exceso excede al fundamento:

el exceso es aquello mismo por lo que el ser se halla primero, ante todo, fuera de

todos los límites. El ser se halla sin duda también dentro de los límites: estos

límites son los que nos permiten hablar (yo hablo también, pero al hablar no se me

olvida que la palabra no sólo se me escapará, sino que se me está escapando).

Estas frases metódicamente ordenadas son posibles (lo son en gran medida,

puesto que el exceso es la excepción, es lo maravilloso, el milagro...; y el exceso designa la


atracción —la atracción o el horror de todo lo que es más que lo que

es) pero su imposibilidad es lo que se da en primer término: de modo que jamás

estoy atado; nunca caigo en la servidumbre, sino que reservo mi soberanía, sólo

separada de mí por mi muerte, que será la prueba de la imposibilidad en que

estaba de limitarme a ser sin exceso. No recuso el conocimiento sin el cual no

escribiría, pero esta mano que escribe está muriendo y por esa muerte a la que

está prometida, escapa de los límites aceptados al escribir (aceptados por la mano

que escribe, pero rechazados por la que muere).

2. Esta es, pues, la primera teología propuesta por un hombre a quien

ilumina la risa y que consiente en no limitar lo que no sabe qué es el límite.

¡Señalad con una piedra ardiente el día en que leáis esto, vosotros que os habéis

quemado las pestañas leyendo los textos de los filósofos! ¿Cómo podría
expresarse el que los hace callar, si no es de un modo inconcebible para ellos?

3. Podría señalar, además, que el exceso es el principio mismo de la

reproducción sexual: en efecto, la divina providencia quiso que su secreto

permaneciera legible en su obra. ¿No podía serle ahorrado nada al hombre? El

mismo día en que percibe que le falla el suelo que pisa, se le dice que pierde pie

de forma providencial. Pero aunque de su blasfemia nazca luego un niño, es

blasfemando, escupiendo sobre su límite, como goza el más miserable, es

blasfemando como es Dios. Así de cierto es que la creación es inextricable,

irreductible a cualquier movimiento del espíritu que no sea el de la certeza de

exceder, siendo excedido.

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