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LEONARDO ACOSTA

Mascaró: metamorfosis y carnaval


(Homenaje a Haroldo Conti)

Una de las novelas más singulares y fascinantes escritas en la América Latina es Mascaró: el cazador
americano, de Haroldo Conti, a la cual cierta crítica internacional nunca ha prestado la atención debida,
excluyendo a este autor de la lista de los «elegidos» (artificial, como toda lista) que conformarían el
llamado boom de nuestras letras. Quizá el motivo para negarle a Conti el «privilegio» otorgado a otros
haya sido en parte culpa de «otra crítica», en este caso la nuestra, a menudo de un extremismo infantil e
ideologizante hasta el absurdo, y que precisamente caracterizó la década de los 70.
En síntesis, la crítica que debió saludar la obra de Conti con más alegría como una novela regocijante
y de innegables valores literarios, se empeñó en destacar en ella sólo un contenido político,
revolucionario o «subversivo», y en el personaje de Mascaró la encarnación de un mítico líder
guerrillero, o el símbolo de un deseado y próximo foco de guerrillas en la Argentina, en esa convulsa y
trágica década para todo el Cono Sur. Esta visión es errónea por unilateral, y la novela de Haroldo Conti
debe considerarse ante todo como un extraordinario logro de la narrativa latinoamericana.
Algunos motivos clave que hemos detectado en otros novelistas contemporáneos (Apocalipsis,
Infierno-en-la-Tierra) no aparecen con igual claridad en la obra de Conti, aunque están presentes o
latentes.1 En cambio, sus alusiones a la Utopía y sobre todo a la presencia de lo carnavalesco, según mi
criterio, implican toda una constelación simbólica más o menos compartida por ellos.
Para mí, Mascaró es acaso la novela más representativa de lo que Mijaíl Bajtín llamó
«Carnavalización» en toda nuestra América, y si es o resulta subversiva lo es justo por su inmersión en
la cultura popular. A su vez, el motivo de la Utopía es entrevisto desde los inicios de la novela, que
comienza con descripciones deliberadamente difusas, como si estuviéramos ante la creación de un
cuadro impresionista, o acaso puntillista, o a la escucha de una orquesta sinfónica en el acto de afinar
cada instrumento antes de comenzar la obra a interpretar. Se trata de un rasgo estilístico que caracteriza
toda la novela y representa un elemento nuevo en la narrativa de Conti. De modo lento y gradual va
insinuándose el motivo utópico, que a ratos deviene puro divertimento carnavalesco antes de asomar, ya
en los finales, algunos signos «infernales» y acaso apocalípticos. Estos son más bien sugeridos a
propósito de la guerra o «guerrita» que se avecina y que, por supuesto, podemos asociar ahora con lo que
sería la pesadilla de la dictadura militar.
Al igual que Conti evita los comienzos categóricos, a la manera de La metamorfosis, el Ulises, Cien
años de soledad o Los pasos perdidos, también rechaza aquí los mundos cerrados de Comala, Macondo
o Yoknapatawpha: la novela del «cazador americano» transcurre en sucesivos viajes o acaso un solo e
interminable Viaje a través del «desierto americano», como decía José Martí en su inolvidable referencia
al payador argentino, contrapuesto al rapsoda helénico. Aunque su autor dividió formalmente la novela
en dos partes («El circo» y «La guerrita»), prefiero otra posible estructura, en cinco partes: 1) La estadía
en el poblado pesquero de Arenales, hasta la p. 48;2 2) La travesía marítima de El Mañana, rumbo a
Palmares, hasta la p. 87; 3) El arribo a Palmares y primeras andanzas del Circo del Arca, hasta la p. 170;
4) Donde el autor sitúa el subtítulo «La guerrita», en realidad período de transición que describe el
peregrinaje del carromato circense por el desierto y sus poblados; y 5) La «guerrita», que comenzaría
propiamente entre las páginas 232 y la 251.
La imagen utópica aparece justo «en el principio», luego Edad de Oro que brillará fugazmente, en la
minúscula aldea de pescadores cuyas construcciones más importantes son el Faro y la inefable barraca
convertida en Salón donde se reúne La Trova de Arenales, local multiuso que en ocasiones remeda el
patio de Monipodio. Las alusiones a Utopía son constantes y variadas, desde la misma breve historia del
pueblo, que «cabe en una canción» y su fundación por don Diego de Almaraz cuando buscaba la isla de
Ocolora, «habitada sólo por mujeres a las que fecunda el viento», hasta el nombre del barco, El Mañana,
en que varios personajes partirán rumbo a Palmares. Este último nombre evocará a su vez otra utopía, la
República de Palmares fundada por los negros cimarrones del Brasil. Pero no la hay en este caso, ni en el
futuro ni en la distancia: sólo al final de la novela nos damos cuenta de que para el protagónico Oreste, el
pueblucho de Arenales con su La Trova y su playa, es un poco su Paraíso perdido, la infancia de la
humanidad. ¿Y qué sucede en el minúsculo Arenales?
Como corresponde a una Utopía o Paraíso perdido que se respete, al menos en la intención paródica
del novelista, en esencia no sucede nada. Es apenas un lugar de encuentro de vagabundos y aventureros
que comparten con los pescadores, marinos y mercaderes transhumantes de la región, algunas hembras,
músicos y borrachos habituales, una existencia entre monótona, feliz en su honrada irresponsabilidad,
digna de la Picaresca, de fiesta en fiesta con el inusual conjunto de La Trova. Oreste recordará con
nostalgia a varios de estos personajes luego de embarcar en El Mañana con los otros dos coprotagonistas
de la novela: el príncipe Patagón y Mascaró. De ellos, Oreste y el inefable Príncipe son un remedo del
Quijote y Sancho, a ratos intercambiables según el principio de las metamorfosis donde todo se troca en
todo, mecanismo que rige este universo novelístico, mientras Mascaró resulta, más que un símbolo, un
enrejado de símbolos o una especie de reducción al absurdo del mismo principio transformista.
Encabezados por el inquieto Cafuné, especie de Hermes mensajero «sobre su alada bicicleta» y
agitando un sonajero, soplando su flauta de hueso, los pobladores de Arenales son retratados con unos
pocos y hábiles trazos: el Arpista ciego, el farero Bimbo, el Prefecto, Lucho, la Pila, el guitarrero negro,
Machuco y su bombardino, la Trini Corazón, el perro Lucumón y el señor Pelice, cohetero y polvorista
que viste de negro siempre, como un terrorista pasado de moda. De igual color visten Mascaró y sus
ayudantes.
La Trova de Arenales y su orquesta o «cuadrilla» consiste en violín, acordeón, flauta, guitarra,
redoblante y arpa, a los que se suma el bombardino. Su repertorio «atemporal» es una suma del folclore
y la cultura popular de toda la América Latina en los últimos dos siglos: mazurca, vals, polca, chotís,
milonga, estilo, samba, pachanga, son montuno, cumbia, baião. En la barraca convertida en «Salón» por
su dueño y cocinero Lucho, se baila y se canta, se bebe y come desaforadamente y se suceden días y
noches en espera de los barcos. Lucho prepara una olla con: «postas de corvina, almejas, camarones,
lonjas de tocino, rodajas de papas, cebolla, ají, laurel», más «unos puños de mostachotes, una cucharada
de conserva y un golpe de vino». Este es el primer banquete descrito, con rasgos de las ventas de don
Quijote y los banquetes pantagruélicos de Rabelais.
Esta presencia de la cultura popular traza la pauta para toda la novela, en la que se conjugan
elementos indígenas, africanos, europeos, antillanos, y claro, de toda Latinoamérica. Al repertorio
musical y danzario se van sumando los inventarios de recetas y remedios caseros, cocina típica, refranes,
consejas, sueños, charadas, peleas de gallos, devociones, conjuros, supersticiones, brujería, ensalmos,
dicharachos, actos circenses, lucha libre, cantinas, burdeles, fondas, buhoneros, gitanos, vagabundos,
rufianes, curanderos, manosantas, jerga de pícaros y personajes pueblerinos típicos, como el mendigo
Ponce o el loco Garbarino: en síntesis, el «surrealismo popular». A manera de amuleto («contra» o
«resguardo») Cafuné le regala a Oreste una pulsera con caracoles, vértebras de tiburón y semillas, que
aparece como leitmotiv a través de toda la novela y es como recordatorio del espacio utópico de
Arenales. Cafuné agita el sonajero y tras los médanos surge el camioncito en que aparece el príncipe
Patagón, y luego dos jinetes de negro y su jefe Mascaró, quienes también abordarán El Mañana; a su
partida, La Trova de Arenales entona el tema solemne para las despedidas: Adiós, mi chaparrita.
Los personajes cambian para la travesía, salvo los mencionados transeúntes y coprotagonistas: Oreste,
el Príncipe, Mascaró... Porque la verdadera entidad protagónica aún no aparece, y esta travesía es apenas
un interludio, o algo así como la «primera salida» del Quijote. Los nuevos personajes son el capitán
Alfonso Domínguez, el maquinista Andrés Skávak, el cocinero Nuño, et al., y las apenas treinta y siete
páginas que narran el viaje marítimo nos conducen a la fundación y aventura del verdadero
«superprotagonista colectivo» de la novela: el Circo, que ocupa toda la parte central del libro. Hasta su
aparición, la narración se regodea primero en los médanos y la costa de Arenales, luego en el mar y en
general la naturaleza, en una especie de diálogo entre esta y la fiesta perenne que es la cultura popular.
De aquí la prosa, recursos y rasgos estilísticos a los que debo referirme antes de abordar la temática del
Circo.
Los rasgos que me hacen comparar la prosa de Conti con cierto «puntillismo» forman parte de la
materia misma de la novela, y constituyen un cambio apreciable respecto a sus obras anteriores, de
donde extrae, sin embargo, personajes como el propio Oreste, el capitán Domínguez, Requena, Pelice el
cohetero, Garbarino y el hombre-pájaro Basilio Argimón, protagonista del relato «Ad astra» (incluido en
su libro La balada del álamo Carolina).3 Ahora su narrativa estará salpicada de radiantes epifanías,
alucinantes espejismos, en una suerte de dislocación de los sentidos: apariciones, guiños del faro, juegos
de luz, arenales, mar, esbozos de sol, viento, tinieblas, visiones, trozos de cielo y nubes, desierto,
neblina, rumores, aleteos de pájaros, miriadas de mariposas, pinceladas de color, fogaradas, músicas,
estrellas, sonidos indeterminados, efectos de linterna mágica, chisporroteos... Eterno presente de un
mundo y un paisaje arcaicos, casi prístinos, donde las cosas viven y actúan, donde todo se funde y se
convierte en todo, o en otra cosa. Mundo de las Metamorfosis, en otras palabras.
Metamorfosis, desde Ovidio y Apuleyo hasta Joyce y Virginia Woolf, es transformismo, trasvestismo,
tomado por la literatura de un mundo mítico en eterno devenir no reglamentado, sino gratuito, en que un
ser humano puede reencarnar o transmutarse en figura animal, objeto, columna de humo, secuencia
musical, zigzagueante relámpago o estremecimiento del aire; es también ilusionismo, magia, trampa, y
es transmigración o metempsicosis, como prefería decir Joyce para incordiar con sus juegos de palabras.4
Tendremos que hacer un paréntesis antes de retomar el tema, para fijar algunos motivos simbólicos y
alegóricos que aparecen en Mascaró... desde las primeras páginas, aunque no asumen la aplastante
categoría de constelación simbólica y sistemas de signos que hemos detectado en otros autores.5 Estos
motivos recurrentes o leitmotiven serían a grandes rasgos: el Ángel (o ángeles), el faro, el barco, la isla,
los pueblos del desierto y la Ciudad.
El motivo más frecuente es el Ángel, ya presente en el instrumento del arpista ciego, e idéntico al del
mascarón de proa de El Mañana; en los «angelitos» que adornan el carromato en que se traslada el Circo
y en otros tantos lugares e instancias. Su relación con El Mañana es evidente, pues a la sola vista del
barco se nos dice: «un Ángel escarba el agua y sonríe a las profundidades». Y no olvidar a Basilio
Argimón, el hombre-pájaro, que es asimismo la aspiración gnóstica del hombre (concretamente del
príncipe Patagón) a asumir la figura del Ángel. Luego está el faro, punto de partida y llegada, emblema
de ciertos pueblos marinos, guía y aviso para los viajeros, heraldo y seguridad para los de tierra. Hay dos
faros que son puntos clave de referencia: el de Palmares y el de Arenales, primero y último en aparecer,
símbolo del carácter cíclico del Viaje.
Por supuesto, el barco es sinónimo de viaje y aventuras, asociado al ángel («barco del Ángel casi
fantasma»), es casa errante a merced de los elementos (vientos, mareas, tormentas), y la analogía del
barco deviene identidad con el carromato en que viaja el circo por el desierto, mar de tierra, arena y
polvo, también expuesto a los fenómenos naturales y la aventura e igualmente protegido por «angelitos».
Está además el barco encallado cerca de Arenales, que asemeja una ciudad o castillo, y los buques
míticos o fantasmagóricos de los relatos marineros. La isla ha sido desde tiempos remotos asiento y
símbolo de utopía; aquí aparece la mención concreta a la isla de Ocolora, así como leyendas de marinos
sobre islas entrevistas y que desaparecen como espejismos. Pero también los pueblos del desierto son
otras tantas islas, donde los artistas circenses hallan paz, éxito y alegría, al contrario de la ciudad, lugar
de malos presagios y peores experiencias, de sospecha y vigilancia relacionadas con la guerra incipiente,
represión y, en fin, «tiempos revueltos», como diría Arnold Toynbee. Al contrario de tantas novelas del
siglo XX, latinoamericanas y de otras latitudes, no es aún el Fin de los Tiempos, al menos en esta novela.
Quizá la explicación del porqué de esta ausencia del siniestro augurio o inevitable catástrofe radique
en el papel primordial y unitario que otorga el narrador al fenómeno ya planteado de las metamorfosis,
en el subyacente pasado mítico vivo en las culturas populares latinoamericanas: la unidad de todo lo
creado, la primacía de la identificación, simpatía o empatía que prevalece aun ante el mayor peligro
final, el de la guerra. Este principio constituye en el Mascaró... de Conti la materia misma de su lenguaje
narrativo, como ya señalé. Para quien concibe Mascaró el cazador americano sólo como una obra
política puede resultar chocante mi certeza de que es una obra concebida desde y por el lenguaje, con la
salvedad perogrullesca de que también el lenguaje, aunque sea actor principal, o por lo mismo, es capaz
de connotaciones políticas, sociales o de cualquier tipo. No otra cosa prueban los ejemplos de
Carpentier, García Márquez, Cortázar, Roa Bastos o Juan Rulfo.
Los recursos derivados de este principio metamórfico son empleados de manera tan natural que
resultan difíciles de detectar, pues se aplican a los personajes, las descripciones, la trama, los diálogos y
la estructura misma de la narración y de la escritura. Comienza por los personajes, y Oreste es
arquetípico en este renglón, pues por haberse criado prácticamente en un zoológico ha desarrollado la
facultad de imitar a cualquier animal, e incluso ha desarrollado un mimetismo de auténtico transformista.
Otro es el caso del pintoresco príncipe Patagón, quien afirma que «en la otra vida me llamaban
Requena», y es capaz de asumir cualquier rol en el arte circense, como especie de «hombre de las mil
caras». Se nos dice además que es «versista, recitador, escribiente, mago, adivino certificado, algebrista
y, en otro tiempo, ministro [y] casi emperador». Apenas abordan El Mañana, el Príncipe descubre las
dotes artísticas de Oreste, quien se transforma en su propio padre, el señor Tesero (anagrama de Oreste).
Y comienza el ensayo circense con un revelador pasaje:

El Príncipe y Oreste tramaron nuevas combinaciones con el número «Del Reino Animal». El señor
Tesero fue mudando de sustancia, se convirtió en pájaro, en pez, en el oso Basilio, en ave del paraíso,
la legítima, en animales extravagantes como el bolidonte o el canuto o de naturaleza infernal como el
tigre-urutungo. A veces echaba fuego por la boca y orejas o desaparecía por una trampa con una
explosión de azufre o ascendía a los cielos colgado de un aparejo [p. 78].

En otro momento, los instrumentos musicales «producen ese extraño sonido de la tierra que a Oreste
lo turba y lo transporta a la vez, lo despoja del señor Tesero y lo extravía en un mundo compartido por
animales, vegetales, minerales y demonios en una extraña combinación» (pp. 199-200). Universo
metamórfico, regido por el viejo dios Pan, dios de la risa, la naturaleza, lo carnavalesco y lo primordial.
Cuando el Príncipe hace el elogio de su antecesor Scarpa, lo celebra como «ilusionista y funámbulo
como conde Stroface y ecuestre con su propio nombre», luego como «beluario y actor dramático» y tal
vez como «ese sospechoso señor Max» que aparece después como payaso. Y concluye su análisis del
Gran Circo Scarpa:

El Niño mágico Coquito no es otro que el degenerado enano Perinola suspendido en su Globo volante
[...] La señorita Lombardi y Emma Montaldi son una misma dulce persona. Estas capacidades y
mutaciones, aunque resienten el oficio, por cierto que favorecen a la vida, pues uno se multiplica, se
redobla, convive, en tantos y más [pp. 102 y 103].

Otra dimensión de la novela se abre con la aparición de un nuevo personajes igualmente


«transformista», la señora Maruca, quien recibe al Príncipe y su elenco en el hotel de Palmares, luego se
suma al Circo, ya como amante del Príncipe, y se convierte en «Sonia la vidente, que es también la
Bailarina oriental y que en otro tiempo fue la señora Maruca López de Esteve» (p. 191). Y así como
Gabriel García Márquez deslumbró a los lectores con la ascensión de Remedios la Bella, de cuerpo
entero y con todo su ropaje, la Sonia de Mascaró... experimenta una paulatina transformación que va
haciéndola más grande y voluminosa, pero a la vez más hermosa y ligera, con fugaces momentos de
levitación. Y la misma Sonia, transmutada ahora en Bailarina oriental, prefigura de manera increíble a la
heroína Vina Apsara, delirante creación de Salman Rushdie en su mundo mágico de incesantes
metamorfosis.6 Casi al final de Mascaró el cazador americano, al llegar los coprotagonistas al poblado
de Olta, último del largo viaje, la Maruca-Sonia la Vidente-Bailarina oriental, es coronada entre festejos
y banquetes báquicos, algo rabelaisianos y ciertamente quijotescos.
El golpe maestro de Haroldo Conti consiste en que Sonia es también Dulcinea, o una parodia de
Dulcinea, con lo cual esta novela de varias lecturas es también la parodia de otra parodia. Sólo que a
diferencia de otros narradores, el paralelo que establece Conti con El Quijote incide precisamente y de
manera abrumadora en los rasgos y sucesos humorísticos, cómicos o carnavalescos de la obra
cervantina.7 El enamoramiento del Príncipe, nada ideal ni casto, ocurre desde que la entonces señora
Maruca decide sumarse al Circo, y él se felicita por el hallazgo de «aquella dama de tan singulares dotes
que desde ya presidiría todos sus pensamientos». («Señora absoluta de mi alma», decía el Quijote de
Dulcinea). Las muchas descripciones de Sonia, no obstante, nos muestran que su transformación en
Dulcinea es sólo el producto de la magia retórica del Príncipe, y hablan por sí solas:
Trae el cabello suelto, una blusa con flores bordadas al realce y unos pantalones de terciopelo negro
que parecen pintados en la carne. Al caminar remueve el cuerpo de tan loca y combinada manera, y
con todo sin malicia expresa sino por su mucha gracia natural, que al Príncipe se le aflojan las
piernas.

Comprobamos por tanto que el príncipe Patagón (que no es tal, como don Alonso Quijano tampoco es
caballero andante) se identifica con el Quijote, y aunque el binomio Príncipe-Oreste resulte a veces
intercambiable, es este último quien mejor asume el papel de Sancho, a quien prometen su «ínsula
Barataria». Por ejemplo, el Príncipe ofrece hacer de Oreste otro príncipe, y tras un diálogo disparatado le
dice: «Eres un loco, eso es lo que eres...» El otro le responde: «Ni tú eres príncipe ni yo lo seré nunca,
somos un par de vagabundos, esa es la verdad» (p. 120). El paralelo con el Quijote ocurre en diversos
planos, desde el lenguaje hasta situaciones y lugares diversos, alusiones, encantamientos, remedios,
ensalmos, relatos fabulosos dentro de una trama central, discursos retóricos y disparatados del Príncipe,
parodia de algún episodio arquetípico; y están los diálogos entre el Príncipe y Oreste o los consejos de
uno al otro, donde la cultura folletinesca del primero se estrella a veces con la «ignorancia docta» de
Oreste.
Un motivo reiterado es el banquete, con manjares, bebidas, canciones, jolgorio salpicado de humor
grotesco y groserías que hacen recordar a Rabelais, con quien sin duda comparte Cervantes el sentido
popular medieval y renacentista de lo Cómico y lo Carnavalesco estudiado por Mijaíl Bajtín.8 En todo
caso, el discurso cervantino propiamente aparece fragmentado y mezclado con otros códigos e
ingredientes, donde la cultura popular latinoamericana y caribeña lleva la mejor parte. Por ejemplo, el
motivo del «bálsamo de Fierabrás» es sustituido por «la vera fórmula de la Tintura de Ajo», leitmotiv
que atraviesa toda la novela. Sin embargo, no falta una mención a Fierabrás, en otro contexto, como para
completar el mensaje.
La Tintura de Ajo llega a convertirse en el centro de toda una especie de «literatura de cordel» que
incluye recetas, devociones, rogativas, conjuros y contramaleficios, la oración a san Son, casamientos,
nacimientos y defunciones, ensalmos para tratar la culebrilla y prácticamente todo lo que abarcaba
aquella original literatura popular de la América Latina. Los relatos dentro de la trama central están a su
vez rodeados de un halo de alucinación o «encantamiento», como la historia de la fundación de Arenales
por don Diego de Almaraz, a quien persigue una maldición, «porque a partir de ahí no se sabe nada más
de Almaraz como persona»; el resto son leyendas populares, ligadas como siempre a las metamorfosis,
según las cuales Almaraz «se trueca en peñón, pervive en las tinieblas, vaga quejoso por la playa...»
Una historia paralela y similar concierne a la fundación de Palmares, las andanzas del capitán
Melchor Oviedo, los desmanes del infernal general Mezquita y otros sucesos que son comunes a casi
toda la América Latina y remedo de sus «historias oficiales». De más de seis páginas, esta relación
emplea un estilo cercano, entre homenaje, parodia y paráfrasis (más bien seudo-paráfrasis) del García
Márquez de Cien años de soledad y El otoño del patriarca, así como aparecen en la novela otros
acercamientos o intertextos que apuntan a Borges, Carpentier, Rulfo y otros contemporáneos, y una cita
tomada de Naufragios y comentarios, del cronista de Indias Álvar Núñez Cabeza de Vaca, pasaje
privilegiado que emplearon con distintos propósitos y efectos Carpentier y García Márquez, a saber.
Entre los episodios quijotescos es evidente la inversión de la imagen del caballero en la jaula de los
leones, en los trabajos del Príncipe y Oreste para cargar al viejo, manso y famélico león Budinetto y
reintegrarlo a un zoológico citadino, una vez disuelto el Circo del Arca.
Otro típico episodio en este sentido narra las desventuras de los dos personajes durante la travesía de
El Mañana, cuando arrecia la tormenta y el Patagón grita airado una mezcla de lugares comunes y
latinajos incoherentes: «¡Quos ego! ¡Mare Magnum! ¡Motu proprio! ¡Sursum Corda! ¡Me cago ahora
mismo in solido!...» Y prosigue la narración de grotescos percances:

En el arrebato soltó las manos y si Oreste no lo sostiene se va de cabeza al agua [...] Rodaron entre los
bultos hechos unos ovillos de trapos y lamentos, pero como ahora el rodar y golpear era cierta
propiedad de su naturaleza no sufrieron daño sino que fue la manera más rápida de llegar a dónde se
habían propuesto. El Príncipe se desplomó en la cucheta tal como estaba [p. 56].
No creo casual que el barco en que viajan sea descrito como «pequeño y de poca arrancada, fuerte de
proa pero de popa flaca, mala para la corrida» (p. 32). Da la impresión de que se describe un caballo o
toro, y si es caballo no podría ser sino Rocinante. El narrador emplea este tono para ciertos pasajes,
como cuando el Quijote ve castillos donde hay ventas, mientras en Mascaró... son falsas islas avistadas,
o ciudades, catedrales y buques errantes que resultan ser peñascos o puro delirio de los aventureros.
Una vez en tierra, desde el arribo de El Mañana a Palmares, el camino del Circo en el carromato a
través del desierto está jalonado de pueblitos, tabernas y «ventas» donde, encabezados siempre por el
Príncipe, tienen lugar divertidos banquetes y jolgorios. Algunas «ventas» u hoteles ostentan nombres
altisonantes: Pensión Caldas del Rey, Gran Hotel Mallorca, La Sacromonte, y también la Fonda los
Jacintos, Bar Corona; o el Hotel Los Dos Mundos, reminiscencia y homenaje a La Habana, como las
alusiones a Miguelito Cuní, Félix Chappottín y en general a la cultura popular cubana.
Los demás personajes de esta «epopeya circense», cláusula contradictoria si las hay, forman un elenco
muy diverso a los dos precedentes (Arenales, El Mañana), aunque similares en su condición de
personajes eminentemente populares. El Príncipe u Oreste encabezan la lista, mientras Mascaró se
separa al arribar a Palmares, para reaparecer de manera intermitente, entrando a formar parte del Circo
en una ocasión. Los otros son El Nuño, Boc Tor, el forzudo Carpoforo, el escuálido trapecista Farsetto,
el pérfido enano Perinola, la mencionada Sonia y la ménagerie compuesta por el caballo Asir, el perro
Califa y el león Budinetto. En cierto momento se les reunirá Mascaró en la figura de El Cazador o
Joselito Bembé.
El Viaje o gira del Circo es un llegar y triunfar en cada uno de los pueblos de un desierto infinito,
pero es asimismo la descripción de cada acto del arte circense, y los recibimientos, despedidas y fiestas,
así como los discursos del Patagón ante las autoridades locales y sus parlamentos retóricos, sazonados
con «epifonemas, diversiloquia, expoliciones, etopeyas...» Conti se burla aquí de todas las lingüísticas y
teorías literarias mientras maneja impecablemente todos los recursos del idioma y la estilística y los
mezcla con un habla popular que construye como una nueva Babel latinoamericana, caribeña y hasta del
caló y la germanía de ultramar. Y derrocha una erudición culinaria y comestible de todos los rincones de
ese universo, como en la página 264, por ejemplo:

La mesa fue surtida con variados antojos: fiambre blanco, berenjenas rellenas con salsa de menta,
panceta ahumada, apio en ramitas, escabeche de bizca, morcilla encebollada, longaniza cantinera,
chorizos en grasa, bondiola, tomates, culantro, queso de bola, sopa quibebe con chichotas de zapallo,
mbaipi de choclos, charquecillo, chaya de avestruz, bollos caseros con chicharrones, jarabe de
membrillo, chicha de piña y aquel vino para compartir con sosiego.

Al banquete siguen las recitaciones, canto y baile, los brindis, discursos, diálogos y chistes. En el
gaudeamus ya casi al final de la novela, el Príncipe repara en que Sonia, la Bailarina oriental, «había
aumentado otro poco de tamaño y debajo de esa luz resultaba casi inmaterial, opulenta forma de la
siempre vida», y concluye calificándola de «tremenda encarnación del amor, imbatida, muy dulce dueña
de todos los hombres». Luego de tocarle su turno de cantar a la propia Sonia, los comensales «alzaron
los vasos y bebieron en homenaje a tanta señora». Ya Sonia no es sólo Dulcinea, también es Afrodita. Y
al separarse de ella y el resto de la comitiva, el mundo ha cambiado. Quedan solos y parten a nuevas
aventuras el Príncipe, Oreste y el Nuño, y su próximo paso será llevar a Budinetto a puerto seguro en el
zoológico.
La última parranda será en otra quijotesca venta, la fonda del vasco Arregui, donde se bebe y se canta
«polca, mazurca, danzón, milonga, guaracha, bolero, vals». Cantan La china tiene imán, de Chapottín,
Noche de ronda, el bolero-chá Mañana me rajo y terminan todos con La guarapachanga. El Nuño se
despide para regresar al mar, a su puesto de cocinero en El Mañana. Los dos coprotagonistas en torno a
cuyo vagabundeo gira realmente la novela de Conti entran en la ciudad de Maldonado y se dirigen a la
fonda de La Sacromonte, así llamada por la tortilla del mismo nombre que es especialidad de la casa. Ha
terminado la gran aventura del Circo del Arca por los parajes desiertos del Sur. Y leemos:
Fue poco lo que vieron de Maldonado en ese trayecto pero de cualquier forma sintieron todo el peso
de la ciudad, esa agria tristeza, esa miserable soledad que los reducía a un par de extraños, los
despojaba torpemente de aquella loca historia en la cual uno había sido el Príncipe Patagón y el otro
el Príncipe Oreste [...] y hubo un Circo del Arca, nada de lo cual ya les pertenecía [...]

Esta especie de anticlímax es a su vez el único momento melancólico de la narración, que prosigue
zigzagueante en un tour de force con varias posibles lecturas, pero que no es el final único y de marcada
intención política que pretende ver la crítica. Lo que sí está claro es que aproximadamente en las últimas
cuarenta páginas el tono festivo y picaresco de la novela, aunque no deja de mantenerse, alterna con
ciertos atisbos y presagios sombríos. Pero volvamos a nuestros héroes.
Lo primero que sigue al mencionado anticlímax es precisamente algo concebido como antídoto a la
melancolía del príncipe Patagón y Oreste: la receta de la tortilla al Sacromonte, «tramada básicamente
con sesos y criadillas de cordero, dos morrones, ocho huevos batidos más otros dos para el rebozado,
pan rallado, batatas, arvejas y medio cuarto de litro de aceite». Luego el señor Artemio, dueño de la
fonda, trae un «amontillado de aroma punzante», con el que brindan una y otra vez. Si la intertextualidad
y las asociaciones de ideas significan algo, y la descomunal tortilla al Sacromonte evoca a Rabelais, el
Amontillado sugiere el nombre de Edgar Allan Poe, máxime en estos momentos en que se liquida el
Circo, que es vida y aventura, y se incrementan los síntomas de represión policial y guerra. Fin de los
Tiempos, o al menos de un ciclo cumplido. Ciclo mítico. La Casa de Usher.
Aquí entra otra pieza del juego: el pintoresco Basilio Argimón, el hombre-pájaro-aeroplano,
importante no sólo por los diálogos y situaciones cómicas que provoca, sino por su asociación con Ícaro
por una parte, y por otra con el complejo simbólico en torno al Ángel o ángeles que recorre toda la
novela. Pero además porque este personaje se convierte en la obsesión del Príncipe, el motivo oculto de
su resignación a la pérdida del Circo y de Sonia, en su empeño por buscarlo y aprender de él los secretos
mecanismos del vuelo. Desde el primero y surrealista encuentro con el hombre-pájaro volteando por los
aires con sus ingeniosos engranajes, el Príncipe salta del carromato y corre tras él: «–¡Basilio! ¡Basilio
Argimón!... ¡No te vayas! ¡Espera, vuelve!... ¡Hermano pajarito, hermano! [...] El señor pájaro se perdió
en la lejanía perseguido por aquel ruidito, entre chisporroteos y algunos resplandores, en la misma
dirección del vagabundo que iba hacia el mar».
Este vagabundo no es otro que Oreste, quien al despedirse del Príncipe había contestado la pregunta
de su amigo «¿Adónde irás ahora?» con la frase que repetirá una y otra vez y que define su destino:
«Volveré al mar. Esa es mi estrella» (p. 271). Y al preguntarle Oreste lo mismo al Príncipe la respuesta
es: «Lo sabes». En efecto, Oreste lo sabía y lo confirma: «Irás tras ese loco». La conclusión es que
ambos amigos, en algún momento, podrán reencontrarse en alguna parte, pues el Príncipe va tras Basilio,
que desapareció volando en la misma dirección del vagabundo que «iba hacia el mar». Si Oreste vuelve
a encontrar a Mascaró será por puro azar, pues cuando el Príncipe le sugiere que se le sume, Oreste lo
toma primero a broma y luego reflexiona: «–Creo que hemos hecho todo lo que pretendía de nosotros»
(p. 27). Según algunos, Mascaró simboliza fundamentalmente al movimiento revolucionario o encarna al
eventual líder guerrillero. Creo que la intención de Haroldo Conti es más general, dirigida contra el
militarismo y la violencia que engendra, y Mascaró viene a representar tanto el descontento popular
como la guerra que se avecina, y simboliza otras muchas cosas.
Para comenzar con el nombre, apodo o nom de guerre, Mascaró evoca de inmediato la palabra
máscara y también mascarada y enmascarado, y por tanto se relaciona al Carnaval, que a su vez
proviene de costumbres, mitos y rituales antiquísimos y que aún perduran, aunque por lo general en
forma fragmentada o deformada. Dentro del libro, también se asocia al mascarón de proa de El Mañana,
un ángel similar al del clavijero del arpa, en cuya descripción leemos:

Este ángel mayor tiene dos alas atornilladas a los hombros que apoyan en cada banda pintadas con
cobres para fondos. Es un ángel hembra pues tiene pechos. Carece de brazos y termina en una cola de
pez que apoya en la roda. Los ojos son dos caracoles, dos pequeñas volutas incrustadas en las cuencas
con lo que su mirada parece extrañamente fija en altas visiones, previendo adelantado, como la del
arpero. Ángel navegante, para tormentas y descubrimientos [p. 41].
Estamos ante la descripción de una figura escultórica entre totémica y carnavalesca, o sea, en el reino
de las máscaras. Posee atributos marinos y atmosféricos o celestiales: caracoles, cola de pez, navegante
por una parte, por otra «altas visiones», arpa, tormentas. Y se nos dice que es un «ángel hembra», y con
su cola de pez vendría a ser una mítica sirena. ¿No se tratará más bien de un ángel andrógino, como los
de ciertos textos asociados al gnosticismo? En todo caso, es obvia la relación de Mascaró con el
mascarón de proa y el Ángel. Durante la travesía en El Mañana lo vemos junto a este, en vigilia
silenciosa: «Mascaró vigilaba por costumbre. Hombre de rigor, siempre en sí mismo [...] Y el Ángel del
Arca, o Arcángel». ¿Acaso estamos ante los ángeles terribles de Rilke, o los de Swedenborg o William
Blake, ángeles gnósticos, o ante un Arcángel apocalíptico? La mención al Arca de Noé alude asimismo
al Circo del Arca. Nos hallamos ante un enrejado de símbolos que acaso pudieran descifrar especialistas
como Hans Jonas o Harold Bloom. Por lo pronto, Mascaró es sin duda heraldo de guerra y de «tiempos
revueltos», pero la máscara lo convierte, como veremos, en ente metamórfico y carnavalesco.
Encabezando el libro hay un proverbio indio: «Cuando yo sea hombre entonces seré un cazador»
(Indios Kwakiutl). Esto convierte a Mascaró en un cazador indio, indoamericano (América del Norte,
costa del Pacífico).
Pero las descripciones de Mascaró son muy distintas: se nos presenta como un «caballero jinete»
vestido enteramente de negro, con un «chambergo de copa alta que le sombrea la cara», y que «porta con
discreción un treinta y ocho al cinto y botas de montar debajo de las perneras». Tratándose de un
caballero jinete, Mascaró es una especie de Amadís (que no Tirante el Blanco, pues viste de negro), o
una parodia quijotesca moderna de Amadís, ahora con alardes de experto tirador que perfora objetos
lanzados al aire y acomete «otras inopinadas y vistosas atrocidades» (p. 69). Con iguales razones
podríamos detectar en él rasgos del gaucho y del compadrito, dos figuras míticas que recorren la
literatura argentina. Finalmente, Mascaró conformará un número circense que pronto el príncipe Patagón
incorpora entusiasmado a su troupe.
A ratos, la vestimenta y en general el talante misterioso y amenazador de Mascaró parece emular con
el Antonio das Mortes, «matador de cangaceiros» de Glauber Rocha y el cinema novo brasileño, con su
carga simbólica ambivalente. Pero más aun que este, o que un Amadís o Quijote, un payaso o un loco,
un gaucho o compadrito, un jefe guerrillero, Mascaró actúa como un cowboy del cine hollywoodense. A
caballo y disparando, apareciendo y desapareciendo de la trama a cada momento, «enmascarado en su
negra figura hasta que pasaba la caravana» (p. 250), el paródico «héroe» de Haroldo Conti parece
encarnar, entre todos ellos, al insumergible personaje El Zorro, de Johnston McCulley, de imperecedera
popularidad en los comics, luego en el cine y la televisión, y el primer héroe «hispano» o
latinoamericano de la cultura popular estadunidense, a su vez popularizado en toda la América Latina y
relacionado con un pueblo español de California llamado casualmente Los Ángeles. ¿Mera conjetura?
Tal vez, pero en cierto momento Mascaró oye unos disparos detrás de una loma, sube a investigar y al
regreso dice lacónico: «Algún cazador de zorros».
A todo lo largo de la novela, Mascaró viene a ser apenas una forma que se transmuta en todas las
formas, aún más que Oreste o el Príncipe; carece propiamente de nombre y asume todos los nombres, y
no es estricta alegoría o emblema de nada en particular. Es pura acción y permanece siempre silencioso;
puede simbolizar la fiesta, el circo y el carnaval así como la conspiración, la subversión y la guerra, o la
sospecha y el miedo. Es significativo que Oreste y el ficticio Príncipe posean al menos nombres de
familia: el uno, Antonelli, el otro, Requena, que por cierto parece tomado de Borges. En cambio
Mascaró, en una de sus fantasmales apariciones tras muchas páginas de ausencia (acaso las más
importantes y centrales de la novela) se identifica como «Joselito Bembé», y el Príncipe le aplica otros
dos alias: «Rajabalas» y «El Cazador Americano», para sus presentaciones circenses.
Posteriormente, en carteles con el rostro de Mascaró y un bando de los rurales, se le atribuyen uno y
mil nombres y se exhorta a su búsqueda y captura por «antisocial de suma peligrosidad promovido por
graves y combinados delitos de insurgencia y contumacia». Se le denomina:
René Mascaró (alias) El Cazador Americano, Joselito Bembé, Maldeojos, profesor Asir, Seis-en-Uno,
Carpoforo, el Califa, Bailarín Oriental, Viuda negra, Chumbo Cárdenas, Lucho Almaraz, Oreste von
Beck, Pepe Nola, Fragetto, Dómine Tesero, Príncipe Patagónico, et al.

Añade el bando que se reprimirá a todo el que preste ayuda al susodicho «en cualquiera de sus
encarnaciones». O sea, aquí Mascaró asume no sólo la personalidad y nombres de los integrantes del
circo, sino también el de diversos animales, personajes legendarios y hasta «fantasmas» incorpóreos. De
paso, el novelista esboza la tesis que se desprende del disparatado bando oficial: el régimen opresor
identifica el arte, y ante todo el arte popular y la diversión, con lo subversivo, pues se trata de un régimen
represivo y criminal, pero más aún ignorante y estúpido, como se deduce de otros pasajes de la novela:
«La cuestión se divide en rurales y sospechosos», nos dice su autor en otra parte. Mas al mismo tiempo y
a medida que el libro avanza, hacia el final, la presencia del mismo Mascaró se va haciendo ubicua y
opresiva. Carteles, bandos, noticias de acciones subversivas, tiroteos, crean una atmósfera de miedo,
sospecha, desconfianza, actitudes conspiratorias, sobresaltos.
Nada de esto impide que la narración mantenga, y prevalezca en ella, el tono risueño, satírico,
carnavalesco, picaresco. Prosiguen los banquetes y brindis, el lenguaje a menudo grosero, las situaciones
cómicas, con lo que se establece una especie de contrapunto entre dos situaciones y coyunturas opuestas,
que se reflejan sobre todo en la actitud del príncipe Patagón. En cierto momento, el temor se apodera del
Príncipe ante uno de esos carteles con el rostro de Mascaró y comenta: «Aunque algo arrugado, clavaba
en él aquellos terribles ojos que saltaban del cartelón». Silencioso, ubicuo, cómico circense o guerrero
terrible, siempre transformista, Mascaró hace meditar al Príncipe: «Había viajado casi todo aquel tiempo
al lado de ese hombre y recién ahora se preguntaba, acaso demasiado tarde, quién era realmente» (p.
254). (Las cursivas son del autor).
El Príncipe comienza a desconfiar ante el enigma que representa Mascaró, porque nos hallamos ante
el más humano de los personajes de la novela frente a una encarnación misteriosa, porque Mascaró es
puro símbolo; a riesgo de repetirnos, digamos ante todo que Mascaró es la encarnación misma del
principio de las metamorfosis, la esencia de lo carnavalesco o síntesis de una sumergida mitología
popular. Tomando como punto de partida los trabajos de Mijaíl Bajtín sobre la persistencia de materiales
míticos y folclóricos en la literatura y las culturas populares modernas, Jesús Martín-Barbero ofrece las
claves indispensables para descifrar el enigma de Mascaró en el contexto de la carnavalización
bajtiniana y varios elementos esenciales del Carnaval, como son la risa (lo cómico) y la máscara. Sobre
la primera, su análisis nos remite en parte a la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, que expone
magistralmente el carácter transgresor y subversivo de la risa frente a un poder represivo. Sobre la
segunda, sin duda ligada a la esencia y el nombre mismo de Mascaró, plantea:

La máscara, el otro dispositivo de lo cómico y del carnaval, dice aún más plenamente la negación de
la identidad como univocidad. La máscara está en la misma línea de operación que los sobrenombres
y los apodos: ocultación, violación, ridiculización de la identidad, y al mismo tiempo realiza el
movimiento de las metamorfosis y las reencarnaciones, que es el movimiento de la vida. Pero la
máscara juega también sobre otro registro de sentido, es estratagema de encubrimiento y
disimulación, de engaño a la autoridad y volteamiento de las jerarquías.9

Por los propios atributos, actos gratuitos y sobrenombres nada respetuosos que le aplica su creador,
debemos descartar la idea de un Mascaró emblema del guerrillero y líder revolucionario; su figura no
sólo es ambivalente, sino plurivalente y esquiva. Desde luego, sí es «subversiva», contraria a la
autoridad hegemónica, y actúa dentro de ese espacio de lucha a la vez semiológico y sociológico donde
las hegemonías son cuestionadas por la irrupción de los más profundos estratos de lo popular y lo
masivo. Como personaje que da título a la novela, Mascaró condensa o asume el papel de esta en el
terreno de las mediaciones cuyo estudio es objeto primordial de la obra de Martín-Barbero.
El mismo error cometido por la crítica, se repite con el personaje de Oreste, quien aparecía en
anteriores narraciones de Haroldo Conti y al que algunos pretenden identificar con el propio autor, sin
aprender que rara vez un escritor se identifica sólo con uno de sus personajes. Esta misma crítica que
juzga al creador casi exclusivamente por su posición política, tuvo además la estrechez de miras de
considerar a Oreste como prototipo del ciudadano «indeciso» o «confundido» de los relatos anteriores
que logra tomar conciencia de los males sociales y políticos del país y decide sumarse a la lucha. A favor
de esta tesis apenas contarían con la última línea del libro: «Acababa de reconocer su camino». Y se
pretende ignorar que desde muchas páginas atrás el camino de Oreste estaba trazado por su obsesión de
volver al Mar, a La Trova de Arenales, a Palmares, al viejo barco El Mañana. Reiniciar el ciclo. Típico
personaje de la Picaresca, vagabundo y aventurero, con dotes juglarescas, se emociona al ver de nuevo
El Mañana, «un barco cojonudo con un cañoncito montado en la proa y un ángel que hendía el agua...»
Editada en 1975 en la Colección Premio de La Casa de las Américas, Mascaró el cazador americano
fue acogida con unánime beneplácito, pero tuvo que sufrir la visión reduccionista de una crítica que,
salvo excepciones, ignoraba sus valores literarios o los limitaba a un enfoque «novedoso» o a su «vuelo
imaginativo» y concentraba su atención en su efectividad para transmitir el mensaje político e ideológico
«correcto». Para resumir estas posiciones resulta paradigmática la nota que aparece en la solapa del
libro, y que valora la obra según tres parámetros, en el siguiente orden: «rigor ideológico-rigor estético-
rigor imaginativo». O sea, estamos ante el viejo esquema sociologista y «contenidista», hoy en quiebra,
y cuestionado ya seriamente en la propia década de los 70. Por lo demás, el redactor de la nota hace
hincapié, entre otros méritos revolucionarios de la novela, a sus descripciones de «los combates» y «los
interrogatorios y torturas».
Lo anterior parece referirse sólo a una pequeña sección de la novela, concretamente a las sesenta y
tres páginas finales, donde el tema de «la guerrita» aparece entrelazado con otros motivos, y los
«combates» (apenas escaramuzas y tiroteos) ocupan unas pocas páginas, mientras que los interrogatorios
y torturas se reducen al episodio de Oreste en prisión, de unas diez páginas (283-293), por cierto lleno de
un humor burlón y corrosivo contra la autoridad. Además, este pasaje es de particular importancia desde
mi punto de vista, y ejemplar a la hora de tomar en cuenta los materiales arcaicos y carnavalescos –a su
vez intertextuales– que conforman la extraordinaria novela de Haroldo Conti.
Pletórico de comicidad y sarcasmo, lo más interesante del interrogatorio a Oreste está en los absurdos
«malentendidos», como si carcelero y prisionero hablaran distintos idiomas, en lo que se observa gran
similitud con sucesos de la época de la Inquisición, tanto en Europa como en la América Latina. Uno de
estos casos ocurrió en el juicio del molinero italiano Menocchio por un tribunal inquisitorial, relatado
por Carlo Ginzburg y citado por Martín-Barbero.10 Señala este último:

[...] Ginzburg ha investigado la dinámica cultural que permitió al molinero Menocchio en un


pueblecito de la Italia del siglo XVI elaborar una visión del mundo que condensa la resistencia activa
de las clases populares de ese tiempo. La pista de entrada se halla en la discrepancia profunda y
constante entre el mundo de que hablan las preguntas de los jueces y el mundo de las respuestas de
Menocchio.

En esa época, la invención de la imprenta produjo una confrontación entre la cultura escrita (crónicas,
vidas de santos, exégesis bíblicas, etcétera) y las ideas y concepción del mundo de la tradición oral
campesina, proporcionando un nuevo repertorio de palabras e ideas que se incorporaban y empleaban a
medias para «expresar la oscura e inarticulada visión del mundo que bullía en su fuero interno».11 Y
prosigue:

Más importante que el texto es la clave de la lectura, el tamiz que Menocchio interponía
inconscientemente entre él y la página impresa; un tamiz que pone de relieve ciertos pasajes y oculta
otros, que exasperaba el significado de una palabra aislándola del contexto, que actuaba sobre la
memoria de Menocchio deformando la propia lectura del texto.12

Ejemplos similares abundan en la historia colonial de la América Latina, donde la Inquisición


reprimió con saña el «paganismo» indoamericano y africano. Autores como Gonzalo Aguirre Beltrán
han descrito procesos por «brujería» no sólo contra los rituales y la medicina folclórica o
«curanderismo» americanos y africanos, sino también destaca procesos en que estas creencias se
hallaban mezcladas entre sí o con las prácticas de hechicería provenientes de la propia España. La iglesia
oficial desató su represión mediante exorcismos, interrogatorios y torturas, sin excluir la hoguera, por
supuesto. En esos procesos se producían fenómenos muy similares al descrito por Ginzburg, en los que
el interrogador y el acusado hablaban en dos planos lingüísticos bien diferentes.13
Lo mismo sucede en Mascaró el cazador americano cuando Oreste es sometido a interrogatorio y
torturas policiales. Esta versión paródica responde a los parámetros del modelo inquisitorial y las
respuestas «desfasadas» de los acusados. Un pequeño fragmento del interrogatorio (que repite las
mismas preguntas ad infinitum) podrá darnos una idea del tono prevaleciente entre el agente represivo y
Oreste (pp. 284-286):

–¿Es usted Príncipe?


–Sí
–¿De qué clase?
–Versátil
–[...]
–¿Es usted artista?
–Sí
–¿De qué clase?
–De pedo
–¿Es usted tiesto?
–Sí
–[...]
–¿Es usted hijo de puta?
–¡Sí!
–¿De qué clase?
–Natural

El esbirro interrogador termina gritando, fuera de sí, al detenido: «¡Es un asqueroso y podrido
intelectual!» Oreste es expulsado por los represivos al considerarlo como un loco sin remedio. Ya libre,
sueña con su regreso al Mar, y durante las últimas veinticinco páginas de la novela este anhelo se hace
más y más compulsivo. La tesis sobre la «toma de conciencia» de Oreste, como hemos visto, se
contradice con su respuesta al Príncipe sobre su destino inmediato. Que en El Mañana se reencuentre
con Mascaró, la tripulación y «un cañoncito» es justamente la eterna paradoja del pícaro que asume con
entusiasmo esta nueva aventura, mientras la estructura novelística mezcla el acontecer episódico de la
Picaresca con el Tiempo Cíclico que caracteriza a los mitos.
Así como la esencia del coprotagonista Oreste es más de índole artística que política, la esencia de la
novela no es el heroísmo guerrero, sino el heroísmo de hacer arte, sobre todo arte popular, arte del
pueblo. Porque lo que más odian y temen las oligarquías, los ricos y poderosos, es precisamente la risa y
la alegría de los pobres. Es por eso que distingo al Príncipe y Oreste (que son, o devienen, artistas), de
Mascaró, que en su «encarnación» común es más bien un juglar cuya destreza es la del malabarista, pero
es además un símbolo de la rebelión y del carnaval, con lo que este implica de lucha contra el poder
hegemónico. Y está su pertenencia al eje de la novela que es el Circo del Arca, mundo de la alegría y la
libertad, reino de lo imposible-posible.
El Circo es a un tiempo arte, risa, poesía, canto, música, destreza y gracia, fuerza bruta y equilibrio,
magia, habilidad, deux ex machina, imaginación, comicidad y grotesco, acrobacia, pantomima. Es el
rescate de un mundo mágico, tal y como el ritual es la re-presentación del mito, la actualización del illus
tempo mítico. Pero es, tal como el teatro y el carnaval, espacio privilegiado de la ambigüedad, la sátira y
la resistencia de las clases populares. Al analizar la obra de Mijail Bajtín, Martín-Barbero señala que:

[...] su estudio se centra en la investigación del espacio propio, que es la plaza pública –«el sitio en el
que el pueblo lleva la voz cantante»– y el tiempo fuerte que es el carnaval. La plaza es el espacio no
segmentado, abierto a la cotidianeidad y al teatro, pero un teatro sin distinción de actores y
espectadores. A la plaza la caracteriza sobre todo un lenguaje, mejor: la plaza es un lenguaje, «un tipo
particular de comunicación» [...] en el que predominan, en el vocabulario y los ademanes, las
expresiones ambiguas, ambivalentes, que no sólo acumulan y dan salida a lo prohibido, sino que al
operar como parodia, como degradación-regeneración, «contribuían a la creación de una atmósfera de
libertad». Groserías, injurias y blasfemias se revelan condensadoras de las imágenes de la vida
material y corporal, que liberan lo grotesco y lo cómico, los dos ejes expresivos de la cultura
popular.14

A este ámbito de la plaza pública pertenecen por igual las ferias, carnavales, mercados, la arena
deportiva y claro, el circo. Muchos de estos términos han sido objeto de desplazamientos semánticos o
han cambiado de sentido en favor de cierta especialización, en distintos períodos históricos. Por ejemplo,
las carpas típicas de los circos fueron también escenario de espectáculos de variedades que incluían
comediantes, canto, baile, etcétera, tanto en la Europa renacentista como en la América Latina; las ferias
y los mercados se han separado y especializado en la mayoría de los casos; los carnavales han asumido
diversas formas según patrones nacionales, locales, étnicos o clasistas; y el término fiesta abarca
innumerables variantes. Un espacio autónomo ha sido ocupado por los deportes (actos o juegos de
fuerza y habilidad); estos han asumido cambios de escenario y de carácter, donde la competitividad
alterna con la exhibición (espectáculo) de variables formas de destreza, fenómeno analizado
magistralmente por el semiólogo John Fiske.15
De gran interés resulta el caso del teatro, surgido del mismo espacio público y especializado más
tarde. Por ejemplo, a fines del siglo XVI y principios del XVII –una reveladora etapa intermedia– hacían
giras por toda Alemania grupos conocidos como los «comediantes ingleses», actores profesionales que
complementaban los diálogos mediante la mímica en obras de Shakespeare, Marlowe y otros autores
isabelinos, intercalando además «interludios musicales, juegos de destreza, bailes, o el clown (payaso)
que divertía al auditorio con sus gracias a menudo obscenas».16 Es decir, nos encontramos ya, en esta
época privilegiada por los estudios de Bajtín, con una irrespetuosa mezcla de teatro, vodevil y circo, que
luego se reproducirá en la América Latina de Mascaró... Es por esto que la palabra juglar (junglair en
alemán) puede designar a un poeta y trovador, pero en inglés un juggler es básicamente un malabarista,
como en el francés moderno el jongler.
El Circo del Arca recoge, con sus modificaciones, toda esa tradición que va de lo poético a lo
acrobático, con las particularidades de la América Latina y sus aportes típicos (el folletín, la «literatura
de cordel», el teatro popular, las carpas, la radionovela, etcétera). En su Memoria y modernidad, Rowe y
Schelling citan los folletines sobre el «gaucho malo» Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, y su posterior
aparición en otros escenarios, que pudieran revelarnos la génesis misma de Mascaró...:

Juan Moreira fue presentado como pantomima en Buenos Aires en 1884, y el héroe epónimo se
convirtió en una figura clave en el circo criollo y no era raro que los espectadores saltaran a la arena
para defenderlo de la policía. Moreira también figuraba en el carnaval, la principal celebración
popular en las calles de Buenos Aires a finales del siglo. Los disfraces más populares eran los de
gaucho, y el personaje favorito era, al parecer, el de Moreira. Quienes llevaban estos disfraces eran
compadritos [...] recién llegados a la ciudad.17

El compadrito, personaje relevante en los cuentos de Jorge Luis Borges, con la máscara del «gaucho
malo» Juan Moreira, se destacaba en los carnavales porteños por su machismo y sus frecuentes duelos a
cuchillo. ¿No serán estas secuencias de la cultura popular argentina parte integral de la génesis de
Mascaró? Acaso hemos estado perdiendo el tiempo con otros antecedentes o paralelos, pero en ese caso
estaríamos dese-chando la innegable carga intertextual que hace de la novela de Haroldo Conti uno de
los textos más importantes y significativos de la narrativa latinoamericana contemporánea.
El mundo del circo es uno con la plaza pública, el teatro o el carnaval, lugar de convergencia e
intercambio del «pueblo bajo», aunque también la propia carpa del circo es algo así como el mítico
Árbol de la Vida. Y la razón de ser de la vida es el Arte, en su más amplio sentido, en palabras del
príncipe Patagón: «Porque el arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo.
¿Acaso no lo has visto? Esa forma blanca y jubilosa de pisar la tierra». Y antes de partir de Arenales en
El Mañana, y como casi siempre la poética de Conti nos llega desde la perspectiva del Príncipe, leemos
ante el Gran Viaje: «Se nace. Mañana un barco lo llevará lejos de allí, no sabe dónde, pero no hay peso
ni tristeza porque no hay historia ni pasado, sólo la noche, esa plenitud del tiempo donde el hombre
recobra su centro» (p. 25).
Son muchas las claves de esta novela tan inusual, cuya misma originalidad oculta las muchas fuentes
que la nutren. La riqueza lingüística, la eficacia y poesía de su escritura, la exploración de todos los
registros del humor, la urdimbre de lo histórico y lo atemporal, de la sabiduría y la simpatía, hacen de
esta novela esplendorosa, en las fatídicas vísperas de la tragedia, un auténtico Canto a la vida. Y así
como sabemos reconocer la grandeza humana de Haroldo Conti, el humanista, el hombre, el
revolucionario, el amigo inolvidable, es tiempo que se desvele la grandeza literaria de Mascaró el
cazador americano y de su obra toda, cuya verdadera dimensión está aún por reconocer.

1 Sobre los motivos del Apocalipsis, Infierno-en-la-Tierra y otros en la novelística del siglo
XX, sobre todo de la América Latina, cf. Leonardo Acosta: Alejo en Tierra Firme:
intertextualidad y encuentros fortuitos, La Habana, Centro de Investigación y Desarrollo de
la Cultura Cubana Juan Marinello, 2004.
2 Todas las citas de la novela son tomadas de: Haroldo Conti: Mascaró el cazador
americano, La Habana, Casa de las Américas, 1975, 300 pp.
3 Haroldo Conti: La balada del álamo Carolina, La Habana, Casa de las Américas, 1978.
4 Ernst Cassirer, al referirse a la mentalidad primitiva, decía: «Nada posee una forma definida, invariable, estática;
mediante una metamorfosis súbita, cualquier cosa se puede convertir en cualquier cosa. Si existe algún rasgo
característico y sobresaliente del mundo mítico, alguna ley que lo gobierna, es ésta la metamorfosis». Cf. Ernst
Cassirer: «Mito y Religión», capítulo VIII, en Antropología filosófica, México, Fondo de Cultura Económica, 1963.
5 Leonardo Acosta: Op. cit. (en n. 1).
6 Salman Rushdie: El suelo bajo sus pies, Barcelona, Plaza y Janés, 1999.
7 Otros autores se han inclinado más bien a emplear rasgos épicos y hasta trágicos en torno
a don Quijote, como Kafka y Malcolm Lowry, por sólo mencionar a dos autores del siglo
XX.
8 Mijaíl Bajtín: Problemas literarios y estéticos, La Habana, Editorial Arte y Literatura,
1986.
9 Jesús Martín-Barbero: De los medios a las mediaciones, Bogotá, Convenio Andrés Bello,
1998.
10 Jesús Martín-Barbero: Op. cit. (en n. 9); Carlo Ginzburg: El queso y los gusanos. El
cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Muchnik, 1982.
11 Jesús Martín-Barbero: Op. cit. (en n. 9).
12 Íbid.
13 Gonzalo Aguirre Beltrán: Medicina y Magia; el proceso de aculturación en la
estructura colonial, México, Instituto Nacional Indigenista, 1963.
14 Jesús Martín-Barbero: Op, cit. (en n. 9); Mijail Bajtín: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento,
Barcelona, Seix Barral, 1974.
15 John Fiske: «Offensive Bodies and Carnival Pleasures», en Understanding Popular Culture, Boston, Unwin Hyman,
1989.
16 R.E. Modern: Historia de la literatura alemana, México, Fondo de Cultura Económica,
1961.
17 William Rowe, y Vivian Schelling: Memoria y modernidad: cultura popular en América
Latina, México, Grijalbo, 1993.

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