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Para la coordinadora del Programa AMI-TEA (Atención Médica Integral a los TEA) del
hospital Gregorio Marañón de Madrid, Mara Parellada, no hay que confundir incidencia
(casos nuevos por año) con prevalencia (casos nuevos totales). "Seguro que hay más
afectados de los que pensamos", asegura la experta, pero esto "no quiere decir que
haya un aumento real".
Posada considera la cifra de Kim exagerada. Él ha dirigido uno de los pocos estudios de
cribado realizado en España, en el que se buscaron trastornos del espectro autista en
9.000 niños de entre 18 y 24 meses. "No sale más de un niño entre 300 (0,33%), pero
la cifra puede aumentar si se incluyen trastornos de lenguaje o si se retrasa la edad
del diagnóstico", señala.
Para este experto hay dos factores a los que atribuir el aumento de casos. El primero
es de índole metodológica, en cuanto al diagnóstico, y el segundo se refiere a una
probable influencia de factores ambientales que haya hecho dispararse el número de
casos. "Es una hipótesis de trabajo defendible y hay muchas que se barajan, desde el
efecto de la contaminación atmosférica durante el embarazo hasta la exposición a
compuestos químicos como el mercurio", explica, puntualizando, eso sí, que la
influencia de este tóxico no tiene que ver con las vacunas, sino con su presencia en el
pescado. Los movimientos antiinmunización culpan a la administración sistemática de
vacunas con mercurio del auge de casos de autismo, después de que un estudio en The
Lancet, ya retirado, lo sugiriera. "A sus responsables se les ha prohibido ejercer la
medicina", recuerda el experto.
En este sentido, Fuentes advierte de que llegar a adulto con un TAE no diagnosticado es
"no sólo posible, sino probable". Esto sucede porque, en algunos casos, sus altas
capacidades "les han camuflado en la población general" y, en otros, "porque están sin
clasificar en la población con discapacidad intelectual".
Para Kim, según su estudio esto es un hecho. "El diagnóstico es más fácil si el trastorno
está combinado con retraso mental", apunta. La evidencia sobre este punto ha
evolucionado mucho en los últimos años. Como recuerda Maristany, antiguamente "la
gran mayoría de autistas presentaba retraso mental". Al haber ampliado el diagnóstico al
espectro autista, el porcentaje ha bajado. "Hay muchos niños con inteligencia normal",
subraya. "Pueden incluso ser brillantes. Algunos, por ejemplo, hablan como adultos, con
un excelente vocabulario, pero son incapaces de establecer contacto visual; por eso, no
les gustan a los otros niños y no tienen amigos", añade Kim.
Listas de espera
Además del problema del diagnóstico en afectados con inteligencia normal, existe la
dificultad añadida del protocolo utilizado para localizar este tipo de trastornos.
"No hay uno único", reconoce Parellada. "Debería haber una trayectoria clara para que
si un pediatra ve signos de trastornos de espectro autista en un paciente de entre 18 y 24
meses lo derive al especialista. Incluso en los casos claros, hay listas de espera, por no
hablar de los difíciles, como los que finalmente tienen trastornos del lenguaje o los de
alto nivel intelectual, que necesitan equipos muy especializados", recalca.
La palabra autismo viene del griego y quiere decir 'propio, uno mismo'. La utilizó por
primera vez el psiquiatra suizo Eugene Bleuler en 1912, pero hasta 1943 no se definió
como enfermedad. En ese año, el psiquiatra Leo Kanner, de la Universidad John
Hopkins de EEUU, lo describió como síndrome. En Austria lo hizo a la par Hans
Asperger.
¿Qué lo causa?
Todavía hoy no se saben las causas del autismo, aunque sí se sabe lo que no lo provoca.
En la década de 1950, expertos de algunos países sugirieron que era un síndrome
cercano a la psicosis y que estaba causado por un deficiente trato por parte de los
padres, noción que se ha demostrado absolutamente falsa.
¿Qué lo define?
¿Cómo se diagnostica?
No existen pruebas médicas específicas para el diagnóstico del autismo. Este se basa en
la observación de la conducta del niño. Los síntomas más comunes son la dificultad
para seguir la mirada y la falta de interés en el resto de las personas.
Antiguamente se decía que un 70% de los TEA tenían retraso mental, pero diversos
estudios han reducido esa cifra, incluso a un 3%, aunque no hay acuerdo global.
Uno de los desafíos a los que se enfrentan los expertos en TEA es que estos trastornos
no dejan huella física en el cerebro, lo que hace imposible diagnosticarlos por pruebas
objetivas más allá de la observación clínica. Sin embargo, un estudio publicado en la
última edición de 'Nature' podría cambiar las cosas, ya que, por primera vez,
investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles han observado
diferencias entre los cerebros de afectados por TAE y sanos.
Los autores estudiaron muestras del cerebro de 19 pacientes con autismo fallecidos y las
compararon con las de 17 individuos sanos. La investigación reveló que, en los
pacientes de TEA, no se apreciaban diferencias en la expresión de genes en los lóbulos
frontal y temporal. En las personas sanas sí hay diferencias en estas zonas, donde se
‘alojan’ el raciocinio, la creatividad o las emociones. El problema del estudio de
‘Nature’ es que, al hacerse con muestras de tejido cerebral, no se podría aplicar al
diagnóstico en vida de los autistas.